La democracia es la verdad de la monarquía; la monarquía no es la verdad de la democracia. Sólo si la monarquía es inconsecuente consigo misma puede ser democracia; en la democracia el factor monárquico no es una inconsecuencia. La monarquía no es comprensible a partir de sí misma, la democracia sí. En la democracia ningún factor recibe otro significado que el propio; todos ellos son en la realidad puros factores del demos total. En la monarquía una parte determina el carácter del todo; la Constitución entera tiene que acomodarse a ese punto invariable. La democracia es el género constitucional, la monarquía una especie, y además mala. La democracia es contenido y forma; la monarquía, que se presenta como una forma, falsea el contenido” (K. Marx, Crítica a la Filosofía del Derecho de Hegel)
INTRODUCCIÓN
Nos consta, gracias a una carta a su padre, que Marx buscó desde muy joven géneros de expresión de sus pensamientos y sentimientos ante el mundo; los buscó en diversas formas literarias, de la crítica paródica a la poesía -más capacitado para aquella que para ésta-, antes de caer en los brazos de la filosofía. Así suele pasar en la vida, que amando al poeta Heine uno va a parar al filósofo Hegel [1], vete a saber por qué seducción inconfesable. De éste heredó, entre otras muchas cosas, más de las que a él mismo le gustaba reconocer -y muchas más de las que suelen reconocer los marxistas-, la idea spinoziana de que la verdad habita en la totalidad. Así de simple, dictado con pasmosa tranquilidad, sin justificaciones innecesarias, Spinoza decía que la verdad es la idea adecuada, y que ésta se revelaba al final, con la génesis acabada, en su modo de exposición definitivo, lugar donde aparece exhibiendo su historia, su recorrido, acompañada de su corte de múltiples relaciones, en un paisaje en que las similitudes y las diferencias, las semejanzas y las oposiciones, ayudan a presentarla en su máxima concreción, con su pluralidad de determinaciones. Una idea adecuada, expresión de la verdad, es así la idea colocada en su sitio, en su lugar en el registro de una genealogía, en su posición en la cartografía de la descripción. Así lo pensaba Spinoza, así lo pensaba Vico, y así lo entendía la filosofía romántica alemana. Hegel y el joven Marx incluidos.
Aceptando como inevitable el abrazo de Hegel, que secuestró a Marx en el harén de la filosofía, éste encontró en la dialéctica, forma pública de una ontología que iría redefiniendo sobre la marcha y a su medida, un dispositivo de análisis de excelente productividad e incuestionable potencia crítica, que permitía horadar la superficie y asaltar la esencia de las cosas, escondida en la cámara mortuoria de la lógica de su desarrollo. Dado que la dialéctica, indisolublemente ligada al movimiento, invitaba a una representación histórica, genealógica de las cosas, en particular de las sociedades, es comprensible que, además de fecundo dispositivo analítico y crítico, se ofreciera como generoso modo de exposición, de exhibición del conocimiento en su verdad; o sea, como la forma apropiada de exposición de la idea adecuada, que sólo es otra manera de decir forma apropiada de presentación de la idea. La contradicción, -pues la dialéctica marxiana fue durante mucho tiempo básicamente una dialéctica de la contradicción-, venía a posibilitar las dos inexcusables funciones del espíritu: como vía de investigación del mundo, permitiendo el acceso a los lugares ocultos de la realidad, que las lógicas axiomáticas ensombrecen en su voluntad de dominio, y como vía de exposición del saber sobre el mundo, producido en la investigación y organizado en su orden genético adecuado, exhibiéndolo en su vasto y complejo sistema de relaciones. La dialéctica de la contradicción se le presentaba a Marx como perspectiva filosófica y científica suficiente y como lenguaje apropiado para expresar la realidad, como fuente donde el ser nace y como espejo donde la verdad aparece.
Pero ocurre que, cuando el filósofo opta por cabalgar sobre la contradicción, decide a ciegas su destino y se obliga a sumirlo sin renuncias ni simulacros, comprometido en una marcha hacia el fondo de las cosas. Porque si la contradicción es una categoría, un objeto del trabajo teórico, que se elabora al andar a lo largo del tiempo, adecuándola progresivamente para su función como medio de producción teórica, también es un medio de producción usado en la elaboración de los conceptos y las mismas categorías, de los vocabularios y las teorías, en definitiva, de todo el aparato productivo teórico; y, en tanto objeto y medio de producción, su naturaleza y función pueden ser adecuadas o no. En ambos casos, como objeto y como medio de trabajo teórico, como cualquier otro elemento de la realidad que entre en la producción, puede encerrar en su seno la contradicción. Tal vez no deberíamos extrañarnos ante el hecho de que la contradicción, como concepto o como medio, sea o pueda a su vez ser “contradictorio” en su función, lleve en su vientre la contradicción; pero lo cierto es que tampoco se suele buscar al hereje en casa del teólogo, aunque haya razones para violar estos prejuicios.
Regresando a lo nuestro, Marx usó la contradicción, como recurso hermenéutico o expresivo de lo real, de forma sospechosamente “contradictoria”, al manejarla como forma de indagación y al recurrir a ella en el modo de exposición; es decir, al usarla como vía analítica y como vía de síntesis, en expresiones clásicas. Usó, pues, la contradicción sin apercibirse de que así cargaba el concepto con una nueva y propia contradicción interna, resultado de pensarla a la vez como lucha de opuestos y como unidad de contrarios. Sin apenas darnos cuenta, la tradición marxista aceptó con él que los opuestos son, en tanto actores de la lucha, los generadores del movimiento, del fluir, del cambio social, de la negación y de la negación de la negación; y, a la vez, en tanto miembros de una pareja de baile bien sincronizada, autores de la unidad de los contendientes, incluso de la identidad de los contrarios. En conclusión, solemos pensar los contendientes, siguiendo a Marx, como actores de la producción de una formación social y como agentes del mantenimiento y la reproducción de esa forma social. Y lo más sorprendente de todo es que lo contradictorio del concepto de contradicción, -esa doble función de los “opuestos”, que generan la lucha y el desorden y, a un tiempo, la unidad y el orden-, pasará a ser considerado la forma de la contradicción misma, la esencia de la contradicción; como si una contradicción contradictoria fuera más auténtica, más cien por cien pata negra.
No debería parecernos extraño que, con el tiempo, la contradicción durmiente en la categoría `contradicción´ durante largo tiempo forzara la evolución de ésta, mostrando sus límites y exigiendo su revolución. Ya sé que Mao no fue un gran filósofo, y que hoy citarlo resulta una provocación, casi una impostura; pero recuerdo en mi juventud haber reflexionado sobre una de sus tesis sobre la dialéctica, aquella muy didácticamente expresada como “lo uno se divide en dos”. Para el “Gran Timonel”, como se le llamaba en aquellos tiempos idolátricos del culto a la personalidad, -sin duda un no-filósofo, diríamos hoy, pero con una perspicacia que debería provocarnos alguna curiosidad filosófica- la contradicción no debía seguir siendo pensada por su efecto de unidad o identidad, sino por su efecto de escisión, de disrupción, de separación de lo viejo y lo nuevo, como a él le guastaba decir. Y yo ahora, simplemente recordando aquellas lecturas y sin ánimos de reintegrarlo al santoral de marxistas contemporáneos, en cuya lista seguramente no se sentiría cómodo, me atrevo a pensar que no le faltaba razón, que la contradicción, como categoría de una dialéctica marxista, debería reelaborarse con mayor carga de negatividad y, en particular, extraer y expulsar de ella aquel contenido de unificación, de identificación, de Aufhebung, de síntesis o de orden que obstaculiza su buen funcionamiento. Sí, no vendría mal vaciarla de unidad e identidad y cargarla de escisión, división, lucha a muerte, dispersión y desorden. Y si la pensáramos así, si viéramos en la contradicción la expresión de la tendencia inevitable, esencial, constitutiva, de la realidad social a la división, el desorden, la entropía o la energía libre, que dicen los físicos, en definitiva, si observáramos que su movimiento aboca necesariamente a la indeterminación, y que por tanto sobre ella no se puede cargar ninguna ontología, ni práctica ni teórica, que nos lleve a un destino cognoscible, deseado o impuesto; si tomáramos consciencia de que sobre la contradicción no puede desplazarse y viajar la historia, pues carecería de sentido, incluso de dirección, reducida al vaivén arbitrario de la contingencia y el acontecimiento…; y si, junto a esa representación, tuviéramos muy presente que, unitaria o fragmentada, en su totalidad o en sus partes, la historia ha de guiarse por un fin, aunque sea tan indefinido como el simple progreso, si no queremos -y no podemos quererlo aunque nos veamos arrastrado a ello- disolver la existencia en la inmediatez…; si pensáramos así estas cuestiones, digo al fin, comprenderíamos dos cosas: una, que los esfuerzos marxianos por montar sobre el movimiento de las contradicciones la vida del capital y, en consecuencia, el final del capitalismo (rostro negativo) y la futura sociedad sin clases (rostro positivo) conducían inexorablemente la historia por territorios azarosos y convulsos a destino y resultados inciertos e inquietantes; dos, que el orden, la unidad o el fin que la naturaleza humana, ávida de creencia, requiere según la juiciosa máxima de David Hume, y que el uso práctico de la razón, el sentido común y su voluntad de vivir, prescriben como imperativo moral, según la exigente ética de I. Kant…; esa necesidad de orden, unidad y fin, digo e insisto, habían de tener otra fuente, otro fundamento.
Pues bien, si este argumento se comprende y, sobre todo, si se comparte, se podrá ver y valorar la perspectiva de la subsunción que aquí proponemos; subsunción como forma de una dialéctica en que las contradicciones constituyen el contenido, la parte subsumida de la misma, la realidad escindida y en lucha, amenazada por su indigencia en tanto ser indeterminado, impotente para la autodeterminación, impotente para ser. La contradicción es la realidad como enfrentamiento y lucha por ser y permanecer en el ser, por perseverar en el ser, como establece la inolvidable proposición IV de la Parte III de su Ética, El mundo der la contradicción es, conforme a su concepto, pura indeterminación; una lucha cuyo resultado se supiera previamente no podría ser una lucha, sólo un simulacro de juego con las cartas amañadas. La contradicción, por tanto, para ser algo, ha de determinarse, ha de pasar a incluirse en una forma capaz de poner ese orden, esa unidad y esa dirección del movimiento sin los cuales simplemente no es y no puede ser pensada, ni siquiera ser dicha. Se trata, sin duda, de una exigencia racional, de una necesidad de la razón, tanto en su uso teórico (para poder pensar la vida social) como en su uso práctico (para que tenga sentido esperar y resistir); pero, además de esta exigencia hermenéutica impuesta por la razón, también responde es una profunda exigencia ontológica, pues la realidad para ser algo ha de ser determinada, negada en su infinitud, limitada, ordenada. O sea, la contradicción sólo tiene existencia real subsumida en una forma, que al hacerla finita le otorga su ser particular. En consecuencia, la contradicción ha de ser pensada desde la subsunción, y a la inversa. Podemos decir, parafraseando libremente a Kant, que la contradicción sin subsunción es ciega y la subsunción sin contradicción vacía. Y pensar esa relación es, al fin, revisar la dialéctica, desplazándola de mera dialéctica de la contradicción, de la unidad y la lucha entre los opuestos, a dialéctica de la contradicción subsumida, es decir, en la que los términos son la contradicción, reino de la confrontación entre los opuestos, y la subsunción, forma en que esa lucha ha de desarrollarse, como la ley que controla, limita y posibilita las luchas sociales, o la competencia, o los conflictos entre derechos. Es, pues, otro punto de vista, otra manera de ver la contradicción que mueve la historia.
Sabemos que Marx abordó muy pronto la contradicción y muy tarde la teoría de la subsunción para comprender y explicar los movimientos sociales. La contradicción tenía mayor recorrido filosófico y Hegel la había sacado a la escena sociopolítica; en aquel tiempo el recurso a la dialéctica era una opción política por el progreso, por ver el mundo en clave de voluntad transformadora. La subsunción, en cambio, era una categoría de escaso y minoritario uso, restringido en buena medida al derecho y en ocasiones a la filosofía. Por eso Marx llegaría tarde al uso de esta categoría; tarde pero al fin la abordó, aunque la dejara inacabada y en insatisfactorio grado de elaboración. Insisto, es un hecho que aunque tarde y de forma insatisfactoria la abordó, mostrando así su necesidad subjetiva de la categoría.
Cuando lo hace, Marx necesitaba nuevas herramientas para pensar la sociedad capitalista; necesitaba un nuevo vocabulario para que esa realidad se dejara ver, más aún, para que esa realidad se dejara pensar, alcanzara la existencia saliendo fuera de su en-sí. Y no es insignificante que sintiera esa necesidad cuando ya tenía muy elaborada la teoría del capital y la concepción de la historia en que se sustentaba, ambas pivotando sobre la contradicción, sobre la dialéctica pensada como contraposición de actores sociales. Este hecho nos deja pensar -incluso nos invita a ello- que no estaba satisfecho de las representaciones de la génesis y reproducción del capital que había tejido sobre la dialéctica de las contradicciones, y que necesita un nuevo vocabulario, cuya elaboración ensaya en las vísperas de la edición del Libro I de El Capital, con resultados ambivalentes y, sin duda, insuficientes.
Abordó esta cuestión en la redacción del que pretendía ser Capítulo VI, que quedaría inédito, como ensayo fallido, ganando su gloria precisamente como “Inédito”, como segregado del texto. Aborda allí la reflexión sobre la subsunción, insisto, cuando ya llevaba un largo recorrido tratando de pensar el desarrollo del capital; ya había pasado por los caminos de la crítica, de la crítica crítica y de la crítica de la crítica crítica, de sus años juveniles; había ajustado cuentas con su consciencia anterior en La ideología alemana; había iniciado la lectura y avanzado con rapidez en el territorio de la economía clásica, dejándonos sus huellas en los diversos manuscritos ( del 1844, de 1857-8, de 1861-63…), esos Grundrisse que ahora sirven para inspirar decenas de tesis de doctorado; incluso había aparecido en la escena pública con la publicación de textos que mostraban sus avances en ese destino aún ignorado de pensar el capital, de elaborar su concepto, de acceder a su concepto definitivo como “valor que se valoriza”. Y ya estaba a punto de cerrar el recorrido -en hegeliano, recordémoslo, el concepto aparece al final, y conteniendo todos los momentos del viaje-, preparando el Libro I de El Capital, cuando segrega enigmáticamente del manuscrito este Capítulo VI, hecho que también ha inducido numerosos trabajos de investigación filosófica y policíaca. Si la riqueza de un pensamiento filosófico fuera su potencia para generar escritura, hasta la grafología marxiana merecería menciones académicas; pero si el canon de medida es la generación de ideas, hasta la inflación devalúa.
El Capítulo VI o, si se prefiere mencionar por el título editorial, “Resultados inmediatos del proceso de producción”, fue escrito cuando Marx ya estaba a punto de cerrar ese primer libro de su cien veces reformulado proyecto de Crítica de la Economía Política; o sea, aunque al quedar fuera del proyecto no lo revisara para la edición -y se sabe la pulcritud de Marx en estas cuestiones-, privándonos de un desarrollo intelectual exhaustivo y preciso, hemos de admitir que los conceptos que había ido elaborando a lo largo de los años -sólo se puede ejercer la crítica de la economía clásica con un aparato categorial nuevo, sólo se puede elaborar una idea del capital distinta con una ontología distinta- ya estaban a punto. Aunque si, como decía Nietzsche, la hora más oscura de la noche es la que antecede al alba, podríamos sospechar que en ese momento de escribir el segregado Capítulo VI con los “Resultados…”, Marx estaba en esa hora inquietante, donde se espesan las sombras, donde aún reina la confusión, donde se busca con prisas, con la precipitación de quien ya no tiene tiempo. Porque en ese momento, en ese texto, ya aparece el concepto de capital acabado, cerrado en su esencia, conceptualizado como “valor que se valoriza”; momento extraño en el que la consciencia ha de segregar el capital del trabajo, del cuerpo en que nace, vive y se alimenta como huésped, para poder verlo y pensarlo como substancia separada que se autoproduce, como valor que se valoriza a sí mismo. Misión cumplida de ardua aventura de la consciencia; nada más esencial que decir; ha alcanzado esa atalaya del saber absoluto hegeliano que, una vez se accede a la misma, ya sólo queda por conocer las aventuras colaterales de la consciencia en su búsqueda de colores para completar el paisaje.
Está en posesión de la esencia porque ha elaborado felizmente el concepto, la determinación abstracta de su ser; pero eso no basta para pensar el movimiento del capital, y mucho menos la dinámica y destino del capitalismo; pensar un modo de producción o una formación social requiere una representación genealógica de su producción, conforme a una ontología histórica y de la praxis (que en Marx no es acción, ni siquiera actividad, sino obra, trabajo, producción, en las que el sujeto se modifica a sí mismo al modificar el objeto, se crea a sí mismo al producir el objeto). Y si bien Marx se había apoyado en la dialéctica (otra determinación de su ontología), en la contradicción, en las luchas sociales, para dar cuenta del origen del movimiento e incluso de la dirección del mismo hacia la sociedad sin clases, en esa hora de la metáfora, hora obscura ya amenazada por la aurora, parece tomar consciencia de que la contradicción, por desordenada, es mal corazón para generar vida. La contradicción, si la pensamos con honestidad, sin engañarnos, respetando su esencia, si se prefiere, respetando su concepto, en que se nos ofrece, ha de ser oposición instable, lucha imprevisible, de recorrido y resultado inciertos; todo lo asimétrica y desplazada que podamos pensarla, todo lo desigual y descompensada que queramos imaginarla, pero los dados no pueden estar ya echados, el resultado ha de estar en juego, si no es así quedará ineludiblemente suplantada por un simulacro de lucha, una mascarada como el wrestling. En una ontología dialéctica, qua dialéctica, la contradicción no tiene destino fijado; su movimiento ha de mantenerse y conducir a la indeterminación. Y tal vez sea esta indeterminación de los resultados de los conflictos, este azaroso destino de las luchas y contraposiciones, lo que peor resisten las sociedades, que al fin están sometidas, como cualquier nivel de la realidad, a aquel principio spinoziano que acabamos de mencionar que formula sin vacilación como inexorable tendencia de las cosas a perseverar en el ser, a sobrevivir, a reproducirse.
Creo que en ese contexto de producción teórica surge en Marx la necesidad de una categoría que le permita contrarrestar esa inevitable tendencia de la contradicción a generar indeterminación y desorden; no pretende anularlas, pues son determinaciones de la realidad, inevitablemente inscritas en la finitud de la cosas, pero sí pretende mantener su violencia en unos límites y unos cauces soportables para la forma social dominante. Es la misma determinación que lleva a los individuos hobbesianos primero a la bellum omnium contra omnes y enseguida al pactum subiectionis. Al fin, como en su momento veremos, el pacto social hobbesiano es una espléndida forma de subsunción de los conflictos y luchas sociales en una forma subsuntiva, representada en la figura bíblica del Leviathan.
En el ámbito económico, lugar donde Marx echa mano de la categoría, se trataba de pensar la relación de esa forma hegemónica con las contradicciones, como su contenido. Se necesitaba una categoría para pensarla; y esa categoría la encontró Marx en la subsunción, ya existente en diversos usos y que debía adecuarse a la nueva función cognitiva. Podría haberla llamado de otra forma (Althusser, en otro vocabulario, con otras coordenadas de representación y con otro contenido y función la llama “sobredeterminación”), pues aunque la importa ya hecha y acabada de otro ámbito del saber ha de adaptarla como concepto nuevo en el ámbito de la economía; necesitaba una reformulación intensa, hasta representar con eficiencia tanto una relación muy particular, la relación entre proceso de trabajo y proceso de valorización, como una relación más extensa y exportable a todo el ámbito de una formación social, que aparece en cualquier lugar social y con cualquier extensión de su universo (como el orden político, al que acabamos de referirnos).
Pero, insisto, no produjo la categoría ex novo, sino que la tomó prestada, con nombre y contenido; importó una categoría ya usada en otros ámbitos del pensamiento, especialmente la epistemología y el derecho, con sus referentes filosóficos directos de indiscutible prestigio, nada menos que Kant y Hegel. La importó y la adaptó, pues cada ciencia necesita su vocabulario específico, e incluso su ontología particular. En todo caso, por seguir con la metáfora nietzscheana, se trataba de la última hora, las prisas apretaban el pecho y quemaban el corazón, no había tiempo para más. Marx abordó la producción del concepto de subsunción en el ámbito económico mediante la reelaboración y adaptación de los usos de ese concepto en otros dominios. Y como el desenlace acaba con la segregación del capítulo, lo dejó sin cerrar, con resultados inacabados e insatisfactorios, aunque propicios para mayor variedad de interpretaciones..
Quiero insistir que el tardío abordaje de la subsunción -en torno al 1863-, de su conceptualización, y el hecho de que, a pesar de dejar inacabado el concepto, en el Libro I de El Capital tuviera una presencia sostenida, si bien ocultando con frecuencia el nombre, nos sugiere que Marx había tomado consciencia de la necesidad de esa categoría para exponer adecuadamente el concepto de capital. No llegó Marx a desplegar la categoría -nunca volvió a tematizarla- ni a usar todo su potencial, pero nos mostró su utilidad, e incluso su necesidad, para pensar el movimiento social, nos apuntó rasgos relevantes de su funcionamiento y, en hueco, nos dibujó en boceto negativo el concepto. La dialéctica, en la que había apoyado su teoría, se había mostrado útil como ontología social general para dibujar el movimiento abstracto de la realidad social (el materialismo histórico, la representación materialista de la historia); pero se mostraba impotente para dar cuenta del funcionamiento del capitalismo en sus lugares particulares y concretos. El mundo del capital, tanto en la relación de sus formas con el exterior, como en la relación interna entre ellas, necesitaba nuevas categorías para ser representado.
Hoy esa necesidad es aún más intensa, y tal vez por ello marxistas y postmarxistas han competido en extender su campo de aplicación y sus usos; pero, a mi entender, a pesar de su expansión y protagonismo, la subsunción, como categoría, apenas se ha desarrollado, apenas ha sido reelaborada; se ha difundido su nombre por tierra, mar y aire, incluso ha irrumpido en los cielos de lo simbólico, pero sorprendentemente no parece haber surgido la necesidad de desarrollar sistemáticamente el concepto; se usa en todos los campos, pero no se avanza en el concepto, usándolo en gran medida tal y como la dejó Marx en el Inédito, a pesar de que sabemos que dejó a medias la reflexión e insatisfactorios sus resultados. Aunque hayan proliferado las finas y acertadas descripciones de su funcionamiento en algunos frentes, no parece que se hayan dado pasos en otros; se la usa para exponer el movimiento de la sociedad en su totalidad y sus partes, pero apenas se ha avanzado en la comprensión de aspectos tan fundamentales como su origen, su necesidad y, en especial, su surgimiento estrechamente ligado a los problemas y carencias de la dialéctica.
De hecho, en los escritos contemporáneos sobre el tema, en lugar de desarrollar el concepto de subsunción estrechamente articulado con el de la dialéctica, procediendo así al enriquecimiento de la ontología, se ha tendido a sustituir una por la otra -la dialéctica por la subsunción- sin mediación crítica, avalado el cambio por la borrachera de innovación, esa fiebre universal con la cual el capitalismo subordina (¿subsume?) la producción intelectual y científica. Suena hoy mejor, más moderno, con más glamour, menos soviético, el término “subsunción” que el de “dialéctica”. Y como en el subjetivismo ideologizante lo que cuenta es mostrar que el capitalismo, como la bestia, lo inunda, domina, pervierte y ahoga todo, la subsunción expresa mejor que la dialéctica, reducida por sinécdoque a la contradicción, esa condena del mal absoluto que, para ser mal de la totalidad, mal infinito, irreversible e inamovible, ha de ser no dialéctico; pues la dialéctica, lo sabemos, deja siempre una enigmática ventana -aunque sea una gatera- abierta a lo nuevo, a la irrupción de lo otro, al ideal imposible, y por ahí se cuela la esperanza.
El resultado de esta deriva, no obstante, muestra que la reciente recuperación de la perspectiva ontológica de la subsunción sigue sin lograr un nivel de conceptualización satisfactorio. Seguimos careciendo de una ontología que soporte una teoría social que nos permita pensar el movimiento del capital, sus figuras y sus juegos, siempre renovados, y que nos ofrezca recursos para intervenir en ese escenario; una teoría del desarrollo social que nos permita pensar la historia abierta, al mismo tiempo sin teleología y con destino, indeterminada pero a la vez con sentido, sin someterse a una lógica axiomática pero sometida a un orden racional que la sustraiga de la mera contingencia. Y esa teoría debería pivotar, a mi entender, sobre el concepto de subsunción; no veo otra vía posible. Y para ello es imprescindible reconciliar la contradicción y la subsunción en la perspectiva ontológica, definiendo sus lugares y su relación, y dejar de pensar una y otra como mero dominio señorial y sin límites del capital; aunque las circunstancias nos impongan lo contrario.
Por eso hemos considerado pertinente desdoblar este ensayo, que sólo pretendía abordar la subsunción, para tratar en paralelo la contradicción. Al fin, en una ontología dialéctica la inclusión de una categoría relevante como la subsunción no puede dejar indemnes las otras, en nuestro caso la concepción del materialismo, de la historia o de la praxis; pero, sobre todo, no puede dejar ilesa la contradicción, cuyas carencias en la concepción clásica han determinado la necesidad de recurrir a la subsunción. En este primer ensayo reflexionamos sobre la subsunción; el siguiente lo dedicaremos a la contradicción; aunque al tratar una deba estar muy presente la otra. Cada uno de los ensayos los dividiremos en dos partes, sin otro criterio que facilitar la edición.