II. ENSAYO SOBRE LA CONTRADICCIÓN
PARTE 1ª: DIALÉCTICA Y CONTRADICCIÓN
En este ensayo me propongo reflexionar sobre la dialéctica marxiana, tomando como referente y guía privilegiado a Louis Althusser, que nos dejó una brillante propuesta de reformulación de dicha dialéctica, enfocada como contradicción, como una dialéctica de la contradicción, cuyos rasgos habremos de explicitar, y que el pensador francés entendía con razón como la clave del materialismo marxista. Considero también muy acertado y necesario su objetivo de liberar la dialéctica marxiana de su deuda hegeliana, su pretensión de instituirla o reconstruirla no ya desde una teorización abstracta de la misma sino desde la visibilización de su uso práctico, desde su presencia, su génesis y su función en la obra económica marxiana, especialmente en El Capital. Aunque, claro está, una cosa es buscarle un origen y una identidad propios y otra ignorar la herencia, concreta o difusa, osmotizada en la atmósfera hegeliana en la que inició su recorrido filosófico. En fin, considero acertado el método particular, althusseriano, que nos propuso el filósofo para esa tarea de construcción de la dialéctica marxiana y, aunque sea nadar contracorriente, valoro muy positivamente los pasos que dio en esa dirección, los elementos teóricos que aportó al proyecto y -he de decirlo aunque la crítica le regatee ese mérito- el entusiasmo que generó en buena parte de una generación de jóvenes que en aquellos tiempos nos iniciábamos simultáneamente en la filosofía, en el marxismo y en la política. Tanto es así que, en conjunto, me sigue pareciendo prometedora y comprometedora su invitación a seguir la vía analítica que nos abría, el camino que ponía en marcha. Veamos, pues, de entrada, el paisaje que nos ofreció.
1. El proyecto althusseriano de una ontología marxiana materialista.
Describiré este paisaje desde dos miradas: una más íntima y personal, como rememoración de mi apropiación juvenil del discurso althusseriano en mis primeras lecturas de sus textos y los estímulos surgidos a raíz de esta nueva lectura; y otra, más objetiva, como exposición esquemática de la “problemática” teórica que el pensador francés puso en escena con sus esbozos de una ontología marxista materialista. Espero que ambas miradas, expuestas en los sucesivos subapartados, contribuyan a dibujar el proyecto de este ensayo y mi posición ante el mismo, y así faciliten la comprensión de su sentido.
1.1. En sus trabajos “Contradicción y sobredeterminación (Notas para una investigación” [1], y “Sobre la dialéctica materialista (sobre la desigualdad de los orígenes)” [2], Althusser nos propone iniciar una reconstrucción del concepto marxiano de dialéctica autónomo, radical y definitivamente emancipado del concepto hegeliano; y si “radical” quiere aquí decir de raíz, sin límite alguno, “definitivamente” significa aquí liberado ad aeternitatem, poniendo fin a una larga y pesada historia bajo el contagio del hegelianismo, bajo la subordinación de su pensamiento al filósofo de Stuttgart. Radical y definitivamente implica aquí pensar el marxismo sin referencia a Hegel, de forma cartesianamente distinta. No son, pues, expresiones meramente retóricas. “Radical” pone en escena la exigencia de liberar el concepto de hegelianismo y también de la pseudoemancipación antihegeliana que había asumido hasta la fecha el marxismo mediante el bautismo de la “inversión”; o sea, liberarlo de hegelianismo y de antihegelianismo, recurso éste último hegemónico en la larga historia del materialismo dialéctico, en todo el ancho frente de la “inversión materialista”, que para el pensador francés tiene inexpresivos nombres y colores de la taiga soviética.
Es decir, Althusser nos propone fundamentalmente romper tanto con la tradición marxista que, con rostro humanista y subjetivista, interpretaba a Marx desde el rebufo hegeliano, cuanto con la otra tradición, más tosca y grosera, que vestida de antihegelianismo militante interpretaba la dialéctica marxiana como “inversión” materialista de la hegeliana, como si la inversión fuera por sí misma una revolución y como si se pudiera con la filosofía lo que no se consigue hacer con el calcetín, que al darle la vuelta sigue siendo un calcetín, aunque sea un calcetín al revés. Esto es lo que el pensador francés nos propone; y quien no esté cargado de prejuicios puede entender de entrada su propuesta como irreprochable y acertada, tal vez políticamente necesaria y, sobre todo, filosóficamente sugestiva.
¿Cómo no sentirse atraído por la mersa pretensión althusseriana de aprehender el marxismo en su pureza? ¿Cómo resistirse a la seducción de lo originario y puro?
El marxismo primigenio en su fuente original, como el cristianismo de Cristo, adulterado en la historia por los marxistas como éste por los cristianos, siempre tendrá el atractivo de lo ideal inmolado, del significante inexistente que se deja recargar a gusto del usuario, que en su experiencia de liberarlo de sus prostituciones anteriores llega al goce imaginario de la unión mística con su autor. Se comprenden fácilmente las dificultades para resistirse a tan poderosos encantos. ¿Cómo renunciar a recuperar el rostro de Glauco rousseauniano dañado por la erosión del tiempo y las tempestades, por los espesos sedimentos de la vida? ¿Cómo no apreciarlo si, además, se busca y reivindica con potentes recursos argumentales, que al margen de los aparentes éxitos prácticos, siempre cuestionables, muestran sobrados atractivos teóricos, como la indudable originalidad y la finura epistemológica, que necesariamente han de llamar la atención de los filósofos? Por mi parte, en mi relectura actual de Althusser, menos apasionada que la primera, aunque puesta en cuestión por la filosofía y por la vida, por el pensamiento, siempre roedor y crítico, y por la tenaz y refractaria positividad, me siento incapaz de resistirme sin incomodidad a la tentación de emprender de nuevo ese viaje althusseriano a la pureza de la dialéctica marxiana.
No obstante, la vejez y el entusiasmo son malos compañeros de viaje, como diría Diderot. El entusiasmo engendra sectarios, y su concepto excluye el jabón crítico con el que el filósofo debe lavarse cinco veces cada día para su particular azalá. En consecuencia, a pesar de mi espontánea simpatía de ayer y de hoy por el proyecto althusseriano, y del atractivo filosófico y político de ayer y de hoy del mismo, dejaré los reconocimientos entre los implícitos y me centraré en comentar críticamente algunos aspectos que alimentan mis dudas. Me emplearé de entrada en poner en escena algunas objeciones y sugerir alternativas que estos textos althusserianos me suscitan. Por tanto, tomo los citados trabajos de Althusser en el sentido que él mismo pretendía fueran tomados y explícitamente subrayó, a saber, como inicio de una investigación; no como solución definitiva sino como textos para debate; y, conforme a su deseo, creo que hemos de considerar su contendido como una propuesta al mismo –ingeniosa y fecunda, pero sólo una entre otras posibles propuestas- que más que elogios, aunque fueren merecidos, espera interpelaciones, críticas y si fuere posible algunas respuestas o alternativas. Una buena propuesta no merece ser venerada sino servir de alimento o materia prima para la vida filosófica del pensamiento.
Resalto esta toma de posición porque pocos de mi generación resistieron en su día la atracción a ser de jóvenes algo althusserianos, exceptuando a quienes, sin llegar a leerlo o a entenderlo, imitaban a la zorra de Samaniego menospreciando desde su prepotencia intelectual las uvas verdes del profesor rojo. En muchos casos la borrachera althusseriana fue un tránsito fugaz, que enseguida tuvieron que purgar con abjuración pública de su fe, con los correspondientes rituales de apostasía y Jerem incluidos, como exigía la cienciología positivista instaurada en la Academia; en otros, un paso obligado por peligrosos desfiladeros montañosos antes de acceder a la meseta gramsciana, a las verdes praderas de la questione meridionale, a las densas dulzuras del blocco storico y al hechizo de sirenas de la sinuosa y flexible egemonia, cuya plasticidad permitía -¿exigía?- discursos largos y compromisos débiles. En mi caso… ¿qué importa esa historia? Digamos simplemente que dejó huellas, de agradecimiento y de rebeldía, hacia Althusser y su marxismo, que su manera innovadora de leer a Marx dejó su pósito en el humus sobre el que monta su ciclo la reflexión.
Ahora, con el paso del tiempo, cuando los inviernos del calendario se vuelven fríos, veo en el gesto teórico del filósofo francés la atractiva rebeldía y la tenaz disidencia de un compañero de viaje empeñado en la complicada tarea de leer a Marx sin adorarlo; y me gusta la música. Bajo mis resistencias y críticas a la letra, late en mi ánimo la semilla althusseriana, que se manifiesta en la voluntad de producción y consumo en común del conocimiento, objetivo al que el profesor de la parisina École Normale Supérieure invitaba en sus días de gloria académica, cuando los días aún no se habían vuelto inquietantes noches oscuras. Producir y consumir; consumir lo producido; producir conocimientos y gastarlos en modelar nuestra conciencia, nuestra cabeza y nuestro corazón, reproduciendo de forma ampliada nuestra potencia de pensar y nuestra capacidad de sentir, en ambos casos de forma colectiva, de forma socializada.
Pues de esto trata la dialéctica, de ejercer de instrumento de comprensión y producción del mundo y de uno mismo, de aportar en forma de consciencia luz a nuestras vidas, regidas por la necesidad. Y de eso se trata al buscar en los textos marxianos el apoyo para producir un nuevo concepto de la dialéctica, reciclado o readaptado, que continúe y desarrolle el elaborado por el propio Marx; un concepto que nos sea más eficiente en nuestra tarea de comprender-producir nuestro mundo y nuestras vidas; un dispositivo que, por eso, porque tiene una función, no puede presentarse a priori, ni siquiera en modo pretensión, como el concepto verdadero absoluto de la dialéctica, el definitivo; y que tampoco puede aspirar a re-producir, a “descubrir”, el verdadero concepto de dialéctica marxiano, el usado por Marx y que los estudiosos se han disputado a lo largo de casi dos siglos.
No, no se trata de añadir una versión más del concepto verdadero o el verdadero concepto marxiano de la dialéctica, colaborando así a la infinitud de la cadena fordista de montaje teórico; se trata de un objetivo menos pretencioso, aunque no menos ambicioso. Se trata, en general, de ir dando pasos en la elaboración de un concepto útil para nuestro tiempo, análogo a una “dialéctica cuántica”, o “dialéctica digital”; se trata, con más concreción si acaso, de avanzar en la tarea marxiana de elaborar el concepto que él buscaba y no acabó de definir, si es que en sus días podía buscar ya un concepto adecuado para nuestro tiempo. Por decirlo de modo más posible y razonable, aquí tratamos de elaborar el concepto que Marx habría elaborado hoy, con la experiencia que le habría proporcionado su futuro, esa experiencia que nos proporciona hoy a nosotros la reciente historia y el inmediato presente; se trata, en fin y en todo caso, -pues el reconocimiento de la calidad de su pensamiento como “materia prima” y de sus categorías como herramientas del pensamiento no nos lleva a quedarnos ahí, sino que nos exige ir más allá-, de avanzar en el camino de elaboración de una concepción de la dialéctica que actualice y desarrolle la ontología marxiana para poder realizar el ideal que nos mueve y que, éste sí, compartimos con Marx: me refiero a aquel ideal formulado en sus años de juventud cuando escribía a Ruge y le decía que su tarea no consistía en decir a los hombres qué deben hacer, o pensar, o sentir, y mucho menos cómo deben vivir…, sino en hacerles ver qué hacen, qué piensan, cómo viven y, con prudencia, qué les espera…. Siempre he admirado ese humilde ideal del filósofo, lejos de todo atisbo mesiánico de redención, de proporcionar “a los de abajo”, que decía Platón, instrumentos para que puedan comprender la vida en la caverna, para que puedan pensar y actuar de otra manera, vivir otra vida que la puesta, la que vayan decidiendo desde sus situaciones y necesidades inmediatas y concretas. La tarea del filósofo, pienso que pensaba Marx, consiste en proporcionar a los de abajo -y a los de al lado, y a los otros- los instrumentos de producción teórica para que en lo posible hagan y escriban su propia historia, y en lo imposible sepan al menos las fuerzas que los arrastran.
En cierto modo, y sin que esto sea para mí una máxima sagrada, es sólo una marxiana manera de ser leal, por mediación de Marx, a ese objetivo compartido que late en el “materialismo” de su filosofía; esa mediación que nos permitió pensar que, en la historia, no sólo cambia la objetividad exterior, sino la consciencia; no sólo la vida material, sino las categorías con que la pensamos y la hacemos. Y cambian los ideales. Y los sueños. Cambia todo lo que transporta el tren de la historia. Y lo que queda fuera y no viaja, ya se sabe, acaba por perderse de vista, en su inútil eternidad. ¿Y qué mejor para ese viaje que las alforjas de la dialéctica?
1.2. Althusser parte de dos tesis, de desigual estatus teórico. La primera, que la “inversión materialista” de la idealista dialéctica hegeliana es impensable; así de rotundo: “im-pen-sa-ble”. La segunda, que en consecuencia hay que buscar otra manera de construir la dialéctica materialista marxiana, que pasa por pensar a Marx sin Hegel, sin la presencia del fantasma hegeliano, que ha logrado inexorable presencia en la generalidad de la historiografía sobre el tema, a pesar de su voluntad de infinitud. Comparto sin matizaciones la primera: si la “inversión” la tomamos como concepto, a modo físico o matemático, de la inversión del idealismo no sale el materialismo, sino algún más o menos extravagante idealismo invertido. Con menos contemplaciones, de la inversión de Hegel no sale Marx, sino Hegel invertido, una monstruosidad filosófica. Si alguien duda, que intente visualizarlo con una fotografía, de su rostro o de sus textos. Si tomamos la inversión como metáfora, que suele ser el recurso habitual para no asumir los desperfectos, hay que tomar tantas precauciones analíticas y críticas que, como intentaré mostrar, hacen inviable o desechable esa vía hermenéutica. Por tanto, me pongo sin reservas en el rail althusseriano.
En cambio, no comparto hoy -ayer sí- la segunda tesis, la de pensar la dialéctica marxiana sin la sombra de la hegeliana. Ya iré exponiendo las razones, pero basta aquí, para justificar mi posición disidente, hacer patente mi sospecha de que me opongo a ese presupuesto althusseriano poderosamente inclusivo por los residuos althusserianos que arrastra mi consciencia; si me lo permitís, me opongo a esa segunda tesis porque encierra una falacia que conozco de primera mano. Efectivamente, Althusser, conforme a su teoría de la práctica teórica, -perspectiva hermenéutica potente y original, que desarrolla la idea de la praxis, categoría esencial a reactivar y potenciar en cualquier redefinición de la ontología marxiana-, no puede prescindir del hegelianismo como “materia prima” del pensamiento de Marx; ignorarlo sería un poderoso contrafáctico, sin duda, pero sobre todo sería contradictorio con su descripción de la teoría como práctica teórica; sería abrir la ventana para que regresara clandestino el sujeto solipsista pensando y creando ex nihilo, ese sujeto que el pensador francés nos enseñó a expulsar por la puerta grande, a la luz del día, cuidando a un tiempo de cerrar bien todas las ventanas de sótanos y áticos para neutralizar sus artimañas de reaparición.
Una cosa es defender que hay que renunciar al esquema de la inversión en la reelaboración de la dialéctica materialista, posición que comparto, y otra que para ello hay que invisibilizar definitivamente a Hegel. Invisibilizarlo y exorcizar su fantasma, claro está. Tal cosa puede parecer una bella ocurrencia, soportable si no se pasa de ahí; pero por mucho que enrede y estorbe la figura de Hegel su presencia sigue siendo inexorable. No siempre la solución pasa por cortar el nudo gordiano, hay veces, muchas veces, que debemos caminar con el lastre de la historia; y hay algunas, incluso, en que es esa pesada carga de la historia la que nos hace estar en pie, la que nos arrastra a resistir, la que vence el miedo o la indolencia como la memoria de los muertos que invocaba W. Benjamin. ¿Qué le vamos a hacer? Hasta las flores nacen y crecen en el fango, sin perder por ello belleza y aroma.
En todo caso, para defender una tesis de un Marx sin sombra de Hegel se necesitan muchos más mimbres que los puestos en escena por Althusser y, además, ya lo he señalado, se ha de recurrir al lamentable “teoricidio” de renunciar a la idea de la “práctica teórica”, que recorre toda su obra y es una de sus mejores aportaciones filosóficas, aunque la desprecie ese aristocrático pensamiento heredero de los clásicos que rechazaba el sucio trabajo manual, aunque fuera el de Fideas y Apeles, y sacralizaba el contemplativo, la visión pura de la alétheia, (αλήθεια).
Me gusta el enfoque del filósofo francés. Comparto su punto de partida, su metodología, basada en la necesidad de “extraer” la dialéctica materialista de Marx, de recuperar sus trozos, presente en sus textos “en estado práctico”, y en la conveniencia de, a partir de esos materiales, reconstruirla, repensarla y darle su forma teórica. Y reconozco que, en gran medida, esta tarea pasa por construir el concepto con “claridad” y “distinción”, que diría Descartes. Por eso me sugestiona, al tiempo que me asaltan dudas en momentos particulares del recorrido. Por ejemplo, me asaltan dudas al final de “Contradicción y Sobredeterminación”, cuando habla de liberar el pensamiento de Marx de los fantasmas, en especial del hegeliano, como si los fantasmas que se cuelan en la escena no formaran parte de la vida, no constituyeran el sujeto real, el sujeto impuro existente. Y me sugestiona y asaltan dudas específicas allí donde nos dice, a modo de conclusión: “Más que nunca es necesario ver hoy día que uno de los primeros fantasmas es la sombra de Hegel. Es necesario un poco más de luz sobre Marx, para que este fantasma vuelva a la noche o, lo que es lo mismo, un poco más de luz marxista sobre Hegel mismo. Sólo a este precio escaparemos de la "inversión", de sus equívocos y confusiones” [3]. En ese momento Althusser no sabía, o no quería reconocer, como si fuera premonitorio, que los peores fantasmas no son los nocturnos, los que manejan nuestros sueños, sino los que a la luz del día, invisibles para los otros, nos acompañan y atormentan. No importa que no los vean los otros; no importa ni siquiera que los invisibilicemos en nosotros; están ahí como elementos constitutivos y fuerza constituyente de nuestro ser, de nuestra realidad, incluso dentro de nuestras obsesiones teóricas.
Sí, releyendo esta conclusión hoy, -el mismo pasaje que ayer, el lejano ayer, en las primeras lecturas tanto me sedujera-, me ha vuelto a conmover su atractivo, pero ahora nublado por muchas y pesadas dudas. Tal vez mis sospechas se deban a mi resistencia a volver al pasado, a la fe de entonces; al entusiasmo que, cuando estás en las sombras, te provoca cualquier leve reflejo o simulacro de luz. A estas alturas del tiempo había decidido aceptar, dar por definitivo e inevitable, ¡de la mano de Althusser!, que este tema de la dialéctica marxiana está condenado a ser cada vez más confuso e inverosímil, a pesar de las iluminaciones que, cual sombras chinescas, nos han ido ofreciendo en algunos momentos los estudiosos [4]. Me había convencido a mí mismo, ¡inspirado en Althusser!, que lo más adecuado para acceder a la dialéctica marxiana era pensar a Marx renunciando a esclarecer su relación con Hegel, olvidándonos del filósofo de Stuttgart; sí, eso es, pensar a Marx sin Hegel, por disparatado que pudiera parecer. Me esforzaba en creer –y todos sabemos, nos lo enseñó Williams James en su The Will to Believe (1987), la irresistible fuerza de la “voluntad de creer”, que generalmente es necesidad de creer, la cual con todas las cautelas, matizaciones, excepciones y sospechas que requiera el caso, la construcción teórica autónoma del concepto de dialéctica marxiana pasaba, precisamente, por hacer como si nos olvidáramos de Hegel, aunque no lo logremos del todo y el fantasma reaparezca en los goyescos sueños de la razón.
Pues bien, esta certeza, o voluntad, o necesidad, de olvidarme de Hegel, propiciada por las primeras lecturas de Althusser, se ha resquebrajado y ha naufragado con la relectura actual de los textos del francés. Me han vuelto las dudas de que el ritual de expulsión haya sido un simulacro, de que el exorcismo no haya arrojado al diablo, de que silenciando a Hegel mutilamos o falseamos la voz de Marx; me han vuelto las sospechas de que están condenados por el hado a viajar siempre juntos en las páginas de la historia del pensamiento y en nuestras conciencias que las reescriben. En definitiva, se ha acabado un sueño dogmático, se ha terminado la paz; vuelve ese enemigo de la fe, la voluntad crítica, que nos arranca de los brazos de lares y penates en la cálida caverna y nos arrastra de nuevo al escenario del combate, que en este caso pone en juego la representación de la relación Hegel-Marx y su leyenda. Y, curiosamente, el problema regresa de la forma más contundente y dramática imaginable, pues lo hace de la mano de aquel autor que, en su intento de separar radicalmente sus caminos, me arrastró a su aventura, a su viaje a Marx sin Hegel.
Los mismos textos que ayer me sacaron de la militancia oficial en la perspectiva de la inversión para arrastrarme a la disidente y rebelde de la desinversión, hoy me sacan del sueño dogmático y cuestionan el sentido de aquellos recorridos. Si concedí a los textos importancia ayer y se la concedo hoy, ¿debería negarles el efecto de ayer y no el de hoy? Lo cierto es que se me ha presentado un complejo desgarro en mi consciencia, pues, por un lado, quisiera seguir creyendo que mi voluntad de ayer de enterrar el fantasma era correcta, que gozaba de buena legitimación; y, por otro, que también lo es mi voluntad de hoy de desterrar el silencio, salir a la palestra y convivir con el fantasma. Pero la consciencia filosófica es así, sufre las contradicciones y debe sufrirlas sin el espurio recurso de la superación, de la Aufhebung, de esa misteriosa negación sin muerte, de esa escurridiza síntesis que supera y conserva, que va más allá sin dejar nada atrás, que salta sin alzar los pies de tierra, donde los opuestos juegan a los disfraces para convivir sin afrontar que son opuestos, y opuestos en lucha, en la que uno al menos ha de morir; y que aunque mueran los dos, por dejar ambos de ser lo que eran en el nuevo orden de existencia y significados, uno lo hace por y para ser señor y el otro porque no logra evadir su condición de siervo.
Sospecho que estas inquietudes que relato como una introducción al drama -nada dramático, todo se juega en la representación- de tener que ajustar cuentas con Althusser es el último regalo del maestro que nos enseñó a leer, el capital y otras cosas. Y las buenas lecciones no han de ser balsámicas, suelen ser hirientes y catárticas. La relectura de sus trabajos ha tenido efectos paradójicos: buscaba en él confirmación a mi reelaboración de la dialéctica marxiana y he encontrado negación y duda, nuevo camino por andar. Esperaba que siguiera estando a mi lado, como autoridad legitimadora, y me encuentro en la necesidad de afrontar el enfrentamiento. Y no tengo alternativa, pues la propuesta subjetiva de Althusser es “existencialmente inconsistente”, que diría Jakko Hintkka, el autor del inolvidable texto The semantics of questions and the questions of semantics. Althusser insiste e insiste en fijar la necesidad de separar a Marx de Hegel, pero en los trabajos que comentamos… ¡no deja de hablar de Hegel! Habla tanto del de Stuttgart que parece olvidarse del de Tréveris. Y mientras sacraliza la necesidad del distanciamiento, en los mismos textos, nos ofrece una teoría de la práctica teórica que nos arrastra definitivamente a tomar a Hegel como materia prima del trabajo teórico de Marx. O sea, que sanciona y fetichiza la máxima, o maldición, del “unidos para siempre”.
Si todo el problema historiográfico, como dice Althusser, nace de la confusión entre Hegel y Marx, de su “insuficiente separación”, hay muchos motivos para pensar que un discurso como el suyo, centrado en ahondar y fijar las diferencias, por radical y novedoso que parezca, por atractivo que sea y lo es mucho, no escapará a la contaminación del ausente, no se librará de la maldición del fantasma, que nos condena a hablar eternamente del mismo aunque sea bajo la forma de su no existencia. Ante la necesidad que impone su método de tener siempre presente los dos rostros para ir identificando sus facciones y comparándolas puntualmente para resaltar la ausencia de identidad o semejanza, el mensaje de separación y aislamiento que resulta es performativamente negado en la propia enunciación. Existencialmente inconsistente, como quien grita a quien le amonesta por gritar: “¡no estoy gritando…!”. Ya decía nuestro añorado José María Valverde, que aunque se deseaba poeta era también filósofo, que el paranoico, si lo es, acaba siempre teniendo razón. (Bueno, él decía “acaba siempre por tener razón”, pues al profesor Valverde no le gustaban los gerundios, por fonéticamente feos). En definitiva, así no nos libramos de Hegel. Paradójicamente, este método althusseriano, que pone todo su énfasis en liberarse de los fantasmas, exige la presencia constante del gran fantasma de la filosofía contemporánea, el fantasma hegeliano; y esta inevitable compañía no parece la terapia más idónea para librarse del mismo.
Tal vez por ello se hayan despertado mis antiguas sospechas de que no podemos escapar a la trama Hegel-Marx, que disolverla obedece más a cansancio e impotencia que a razones o evidencias objetivas. Veo ahora en Althusser esa falacia performativa del discurso empeñado en negar la realidad que quiere representar; veo en sus trabajos que el más convencido y sobrio esfuerzo del pasado siglo por liberar a Marx del abrazo de la filosofía Hegel se revela imposible, contradictorio: tan imposible, lo reconozco y en este punto le doy la razón, como pensar una inversión materialista del idealismo; y tan contradictorio como el del cogito cartesiano que desvelaba la evidencia por la vía de llevar la duda, forma modesta de la negación pero al fin forma del pensar, a ser reconocida como pensamiento. Si dudar es una forma del pensar, el pensamiento es el coto privado de los buscadores de dudas; si la filosofía hegeliana forma parte de la materia prima del pensamiento de Marx, liberar el producto marxiano de la misma es arrojar el niño con el agua de la bañera.
Limitada la reflexión althusseriana a su posición en estos dos trabajos sobre la contradicción, el método que elige el pensador francés para llegar al verdadero Marx a través del desbrozado de sus diferencias con Hegel es, en el fondo y formalmente, el método de siempre, el de la doble identificación y la diferenciación por yuxtaposición de imágenes. Y si ese método es en el que -al decir del propio filósofo francés- todos se perdieron, ¿con qué credenciales podríamos avalar que ahora nosotros, aunque nos lleve de la mano tan legitimado guía como Althusser, pretendiéramos cruzar sanos y salvos esa ciénaga obscura poblada de fantasmas? Más bien me siento empujado al escepticismo, dado que al rigor y la coherencia intelectuales del autor de Para leer el capital no le está permitido disponer de secretos o encantamientos, ni recurrir a algún enigmático artilugio que, cual hilo de Ariadna, nos permita regresar del laberinto de los espíritus.
En definitiva, he vuelto a leer los dos citados trabajos citados sobre la dialéctica, y no encontré el hechizo de ayer, cuya huella pervive en algunos de mis escritos de entonces; constato, pues, que ha disminuido un tanto su poder de seducción, si bien se mantiene potente; y, en todo caso, reconozco que han crecido en cantidad y profundidad las sospechas que la propuesta de ambos textos me produce. La verdad es que, analizando de cerca el camino que recorre el discurso althusseriano, y aun reconociendo su probada capacidad analítica y su nítida y programática voluntad de separar y distinguir lo teórico de lo ideológico o meramente imaginario, estimo que no consigue la “distinción” cartesianamente exigible, no consigue esa diferencia máxima –esa indiferencia, esa autonomía- entre sendos conceptos de dialéctica, hegeliano y marxiano, que él mismo nos anuncia y cuya distinción se impone como canon. Y no lo consigue, insisto, porque la distinción definitiva entre Hegel y Marx tal vez exija lo imposible, a saber, la premisa metodológica de la “independencia” teórica entre ambos autores, lo que me tienta a no abandonar y a permanecer en mi anterior refugio, o sea, a olvidarme -o, en el simulacro, a hacer como si me olvidara- de Hegel para que nos aparezca Marx. No se trataría de buscar un Marx sin sombras ni rastros de Hegel, que nos exigiría la constante presencia de éste para garantizar que ningún trazo de su rostro se nos cuela en el retrato de Marx; se trataría, en cambio, de abordar el conocimiento de Marx olvidándonos de Hegel, olvidándolo hasta el punto de no preocuparnos si a pesar de todo nos sale como resultado el rostro marxiano con trazos hegeliano. Dicen los savants que el genoma humano contiene estas sorpresas.
Dicho en otra perspectiva, frente a la posición de Althusser que quiere separar radicalmente a los dos filósofos, para lo cual construye una imagen por negación de la otra, y sale lo que sale, nosotros proponemos construir la de Marx sin referenciarlo constantemente a Hegel, aunque ese olvido nos cueste la sorpresa de que al final se parezcan más de lo que nos gustaría. Insisto, cuestiones del genoma, pues al fin todos venimos de un tronco común, o de varios muy próximos.
En todo caso, como vengo diciendo, esta lectura de los textos de Althusser también me saca de mi certeza pragmática, de mi deserción del frente de lucha filosófica que entusiasmaba al filósofo francés, -quien nos inoculó ese entusiasmo dando sentido a nuestra actividad filosófica como “lucha de clases en la teoría”, ¡menuda ilusión!-, pues aunque en estos dos artículos no esté tematizado, en ellos se sugiere el camino elegido por Althusser desde Para leer El Capital, en que la filosofía de Hegel ha de estar en la fábrica como elemento de producción de la de Marx, aunque en el mercado, a semejanza del plusvalor, se enmascare e invisibilice, declarándola persistentemente “producto ecológico”, cien por cien natural. El filósofo francés, conforme a su nueva y materialista (práxica, productivista) ontología representada en su idea de la teoría como práctica (práctica teórica), tan bella y fecunda qua idea como difícil e inasible qua concepto, nos ofrece una versión fascinante y en apariencia coherente con la ontología de la praxis marxiana; pero, mirado con atención, en esa propuesta se condena a sí mismo a tener presente a Hegel, al que quiere aislar de Marx; y así, de paso, nos arrastra a volver a la inacabable confrontación Hegel-Marx. Nos embarca en la tarea de rehacer la genealogía de la dialéctica marxiana a partir de la hegeliana. Y a mí, como digo, con pereza y reticencias vencidas por la pasión, me saca de mi reposo y me empuja a enfrentar, otra vez y de nuevo, el análisis de estas dos ontologías. Con lo que parece confirmarse en mis carnes que la filosofía aparece, renace o se reinventa ante las provocaciones. Una vez más, deberé agradecerle a Althusser que me haya arrancado de mi dulce escéptica somnolencia y arrojado a la palestra filosófica.
1.3. Es obvio que la tópica genealógica dominante en la historiografía de forma pura o híbrida concede a las ideas autonomía y dependencia, condiciones del orden en su desarrollo; desde esa posición hermenéutica dominante se tiende a reconocer la reflexión marxiana conectada con la hegeliana, distinta pero con cierta dependencia, un progreso de la idea en la historia. Desde esta perspectiva generalizada se considera que no se puede separar radicalmente la filosofía marxiana de la hegeliana, de la que sin duda partió, con la que dialogó y se peleó, la que usó sea como punto de partida, como “materia prima” de su práctica teórica, sea como referente negativo frente al que constituir una alternativa. En ambos casos, pues, ligadas para legitimar el presupuesto del orden en el desarrollo histórico, que en definitiva deviene posibilidad de la historia.
Si así ocurre en la historiografía dominante, esa determinación –ese presupuesto de racionalidad, transcendental o condición de posibilidad del conocimiento de la ciencia moderna- se haya también contenida en la propuesta anunciada de Althusser, que en gran parte gira alrededor de esa concepción de las ideas, nociones y conocimientos existentes como materia prima de los procesos de pensamiento productores de lo nuevo. Ha sido Althusser quien incorporó una representación del pensamiento, tan fecunda como problemática, que presentaba la teoría como una forma de práctica, como “practica teórica”; de ahí que me sorprenda encontrar en estos textos sobre la dialéctica tan tenaz resistencia a contaminar la producción teórica marxiana con cualquier resto de materia prima hegeliana. Al menos a simple vista parece que lo coherente con su idea del conocimiento como actividad productiva, como práctica teórica, habría sido partir de una “Generalidad I” que, en tanto materia prima u objeto del proceso productivo de conocimiento, incluyera también y entre otras, las ideas hegelianas; luego, en un segundo paso lógicamente posterior, la exigencia de coherencia le debería haber llevado a extraer (y la extracción es también un proceso de producción) de los textos de Marx la “Generalidad II”, es decir, los medios teórico de producción puestos en escena en sus obras, los procedimientos o método de trabajo teórico usados; y así, en el tercer momento, haber hecho evidente el resultado, la “Generalidad III”, la dialéctica materialista marxiana, en su autonomía y dependencia, con su legitimidad de momento avanzado del orden de producción del saber. Esas autonomía y dependencia, esas diferencia y unidad, no debieran ser vistas como ocultación de la contaminación, sino más bien de forma análoga como expresión de esa secreta e higienizada relación que guardan las materias primas con los productos altamente elaborados, que ni se parecen ni mantienen la identidad del ADN, de la substancia originaria.
En los textos althusserianos se refleja la voluntad de descontaminación, un antigehelianismo militante que disputa la escena y se impone, como digo, a su sugestiva tesis de la práctica teórica. Es como si el filósofo francés sospechara de la potencia de su tesis, como si tuviera consciencia de las carencias de la misma cara a ser asumida. Quiero decir que, evidentemente, la propuesta althusseriana, que da cuerpo y dimensión a la ontología de la praxis marxiana, se revela atractiva y útil en la mirada larga, desde la frontera, en perspectiva de amplios horizontes, pero se muestra débil y torpe a la hora de pensar y describir los procesos particulares, concretos, de producción del conocimiento. Si se me permite la simplificación, el pensamiento como práctica teórica pone orden en la representación filosófica pero guarda silencio en la representación científica. Tal vez por eso, porque es una tesis filosófica, que tiene su campo de validez limitado. Pero ¿por qué no asumir esa limitación? Más aún, ¿no está obligado Althusser, desde su profesión de fe materialista, a admitir la determinación en todas y cada una de las formas de la realidad?
Creo que esa consciencia de la finitud del universo de validez de su tesis le arrastra a no plantear el problema de la relación Hegel-Marx desde la perspectiva de la misma y desplazarlo al escenario más tradicional, instaurado bajo los estandartes de la identidad, la semejanza, la oposición, y otros similares, todos ellos como periferia del agujero negro de la inversión. La verdad es que, dado su objetivo de librarse del fantasma de Hegel, no parece pertinente exhibir el método de análisis y argumentación implicado en su tesis, pues es obvio que desde su teoría de la práctica teórica la dialéctica marxiana no puede liberarse de la hegeliana, desde la que se ha producido.
Ahora bien, tampoco es pertinente recurrir a críticas fáciles; por tanto, no utilizaré la crítica por no aplicar su teoría para describir los procesos concretos de pensamiento; entre otras razones porque, como he dicho, ha de ser ésa una tarea ingrata y, me temo, poco eficiente en territorios particulares. Lo dije antes, es bella y fecunda como idea, en vistas aéreas, pero se resiste a devenir concepto, a definir la particularidad. La teoría de la práctica teórica es más fecunda como formulación ontológica, como modelo del modo de pensamiento, que como teoría positiva, descriptivo-explicativa de los procesos concretos de producción del conocimiento. La categoría de “práctica teórica”, como toda determinación ontológica, sirve para configurar mentalmente la forma del movimiento de la realidad, su lógica, y no tanto para describir la génesis de fenómenos concretos.
Mirado sin rencor, no sé si es posible la aplicación práctica de ese modelo de producción del conocimiento patentado por el francés, pero en todo caso requiere dos condiciones, comunes a todo método científico, que Althusser no cumple aquí, en los dos mencionados trabajos sobre la dialéctica que ahora nos ocupan, eludiendo su compromiso metodológico. Me refiero, por un lado, a la exigencia de respetar los textos hegelianos, de escogerlos y tratarlos sin prejuicios, de no considerarlos a priori materia prima que contamina el producto, de valorarlos como se valora a cualquier “materia prima”, como algo necesario y constitutivo del proceso de elaboración del producto elaborado; y, por otro lado, la otra exigencia incumplida se refiere a la necesaria intensa presencia en el análisis de los textos marxianos, que ponga en escena su aparato categorial, los “medios de producción”, y que revelen que el producto que se vende no sólo tiene la cualidad patentada sino la calidad derivada de los productos y procesos de la etiqueta. Pero Althusser no cuida ni lo uno ni lo otro; Hegel es usado con prejuicio y parcialidad, casi como escoria o ganga desechable de la materia prima, y los textos de Marx, sorprendentemente, son los grandes ausentes… ¡Ausentes en la tarea de extraer lo que en ellos se encuentra en estado práctico y presentarlo en su forma teórica! Sorprende, en este sentido, que para avalar a Marx recurra a autores del futuro, habitualmente en este ensayo a Engels y a Lenin, incluso en alguna ocasión a Mao; y sorprende más que apenas ilustre esa dialéctica marxiana que presuponemos en estado práctico en los textos, que no haga de ella ni un boceto de su rostro.
A mi entender, insisto, la pretensión de Althusser en el momento en que escribió estos textos era oportuna y necesaria; y considero que hoy sigue siéndolo. Creo que no le interpreto mal si concluyo que al francés no le interesaba el debate de la historiografía académica sobre la relación y dependencia entre Hegel y Marx (debate interesante y con valor sustantivo, sin duda, pero ejecutado en un vocabulario ajeno al marxismo); le preocupaba, y mucho, la dimensión política de la relación, o sea, los efectos políticos de las posiciones filosóficas, la posición política en filosofía, que gustaba decir el profesor francés, que no debe confundirse con la posición filosófica en política. Y esta posición política en filosofía tiene para él, y me parece correcto, mucha substancia epistemológica; su ontología no es ajena al conocimiento, al valor de verdad de la solución propuesta. Es decir, entiendo que Althusser tenía en su retina analítica los viejos y eternos problemas del marxismo que enfrentaron con frecuencia a los dirigentes de las luchas sociales; y, en especial, tenía presente el problema del arraigo entre los comunistas de una doble enfermedad: el “subjetivismo”, eterno y universal (desde el viejo problema del izquierdismo, del voluntarismo izquierdista, al más actual en su época, el humanismo) y el “economicismo”, pandemia del capitalismo (que, desde una antropología del homo œconomicus, acaba despreciando toda actividad y toda lucha que no sea la adecuada al ritmo marcado por la economía, convirtiendo a sus expertos en gestores de los tiempos de la revolución).
Pues bien, Althusser ve la fuente del subjetivismo y del economicismo, de esas dos enfermedades del “marxismo”, en el hegelianismo; más concretamente, las ve en la versión joven-hegeliana de la dialéctica hegeliana, que según la historiografía al uso se presenta con pretensiones de ser el “núcleo racional” de la filosofía del maestro. El filósofo francés, enfrentado a esa historiografía, marxista y no marxista, considera que es ahí, en el luminoso “núcleo racional” que intentaron arrancar y desarrollar los jovenhegelianos, y no en la ominosa oscuridad del “sistema” atractiva al pensamiento más conservador, donde se ocultaría la presencia del vínculo enigmático y problemático con la dialéctica marxiana; ése es el lugar del disfraz y el simulacro que hay que visibilizar y hacer transparente, y no la cosmovisión general del hegelianismo, su “sistema”, que siempre estuvo considerado al margen y despreciado por la tradición materialista marxista.
Como puede apreciarse, el proyecto es atractivo. El vínculo Hegel-Marx siempre se buscaba en la movilidad de la dialéctica, no en la quietud de la totalidad, que supuestamente ambos negaron. Frente a esa arraigada tradición, esa ilusión común, inclusiva de las variadas, sólidas y arraigadas interpretaciones marxistas, que comunica a ambos autores mediante ese canal subterráneo que alimenta la forma dialéctica de la ciudad, Althusser toma una posición nítida con un diagnóstico rotundo: en la dialéctica está el mal. La división del escenario ontológico en metafísico y dialéctico es tramposa, pues embellece al primero y pone a Hegel y a Marx en el mismo vagón de la historia; hay que centrar la mirada, nos viene a decir, en el universo dialéctico, ejercer allí la crítica y encontrar allí al enemigo. Hay que buscar en la dialéctica la escisión, la diferencia oculta bajo la calma de la unidad. Y Althusser la busca y la encuentra desplazando la mirada de la dialéctica, categoría amplia y compleja, a una de sus determinaciones, sin duda privilegiada, que la sinécdoque ha ayudado a identificar: la contradicción. De la comparación entre las categorías hegeliana y marxiana de la dialéctica se pasa así a la contratación de sus respectivas versiones de la contradicción. Y esta mera distinción, esta abstracción de la contradicción para su análisis sin interferencias de la dialéctica, como totalidad en que se subsume, abre nuevas perspectivas. Este mérito no se le puede discutir al filósofo francés.
Su diagnóstico será rápido y rotundo: la contradicción hegeliana (y, por contaminación, la contradicción de los marxistas economicistas), no se parece en nada a la marxiana, nos dice; la de Hegel es “simple” y “autónoma” y la de Marx “compleja” y “sobredeterminada”, añade de forma inapelable. Cierto, formula como si fuera una conclusión lo que en realidad sólo es un postulado; un postulado que fija un presupuesto y que, así, condicionará su reflexión hasta el final, hasta llegar a una conclusión que apenas desbordará los límites del propio postulado, obsesionada en mostrar que la diferencia entre ambas dialécticas reside en que la hegeliana es simple y la marxiana compleja. Ya analizaremos este presupuesto-conclusión, que incluye un potente reto teórico y esconde un principio práctico provocador.
Fijado este diagnóstico de doble registro se entrega a la doble tarea de argumentar ambas tesis, describiendo con más intensidad y convicción la primera, la simplicidad de la dialéctica hegeliana, aunque su finalidad manifiesta sea la segunda, la de formular adecuadamente la dialéctica de Marx, cuya complejidad y sobredeterminación quedará en gran medida meramente postulada. Por tanto, el saldo del proyecto, en cuento a sus resultados internos, no es muy satisfactorio, aunque abre una perspectiva innovadora fecunda; más que demostrar o al menos argumentar se dedica a mostrar, a ilustrar con selectivos y coloristas ejemplos históricos la verdad de ambas tesis. Lastra el resultado de su empeño que la dialéctica hegeliana sea descrita de forma sesgada, parcial y poco convincente; a su vez la marxiana queda poco más que anunciada e ilustrada con imágenes y analogías periféricas, como muestra en su recurso a la teoría leninista del eslabón más débil, que en su momento comentaremos.
Pues bien, insisto, no obstante todas estas carencias, el proyecto me sigue pareciendo muy atractivo, porque pone de relieve la necesidad y urgencia de revisar y desarrollar todas las categorías de la ontología marxiana, y en especial de la contradicción. Además de su atractivo en sí, para nuestro propósito aquí la propuesta althusseriana tiene el interés de desplazarnos, casi arrastrarnos, sutilmente a tomar consciencia de que el verdadero “origen” del movimiento histórico, ese atributo que ayuda a la sacralización de la dialéctica y de la contradicción como su motor, no se encuentra en ésta, como hegelianos y marxistas, -y el mismo Marx en muchos momentos-, pensaban y piensan, sino en otra relación, que Marx vislumbró y no desarrolló, la de subsunción. Con precisión, podemos mantener la idea de la contradicción como fuerza ciega origen del movimiento ciego de la vida social, pero el movimiento histórico, el orden que peculiar -a veces orden desordenado como insociable sociabilidad- de la historia (consideremos ésta como objetividad representada, como representación objetivada o como subjetividad objetiva), no es explicable desde la contradicción, que en el límite es una relación simple, sino desde la subsunción, ésta sí relación estructural y compleja.
Para anticipar la idea, que después trataremos con detenimiento, de este desplazamiento desde la contradicción a la subsunción como mirador privilegiado para descifrar el movimiento de la realidad me valdré de una analogía que usara el propio Marx, la que estableció entre la producción y la reproducción. De la misma manera que el cambio de perspectiva analítica de la producción a la reproducción nos descubre el secreto del capital, que es plusvalor objetivado, valor que se valoriza [5], así el desplazamiento de la contradicción a la subsunción nos revela que el secreto de su historia, de su movimiento, no es la producción por la producción, no es el telos de la acumulación, sino la producción para la reproducción, que oculta bajo su manto la necesidad absoluta de valorización que atraviesa el capitalismo. El destino del capital es valorizarse, esa es su necesidad esencial; esa necesidad es un fin en sí mismo, mientras la acumulación es un fin determinado, subordinado, instrumental. Lo que realmente persigue el capital, el valor, no es acumularse, y prueba del carácter accidental de la acumulación es que en el límite lleva a las crisis, a la paralización de la vida del capital; el valor persigue -si se prefiere, tiende ciegamente, está determinado buscar- la reproducción, su autoreproducción ampliada; persigue vivir reproduciéndose. Por tanto, su objetivo o determinación esencial es reproducir las condiciones de su reproducción, garantizar su vida, su eternidad; y por ello su ser nunca se fija, su modo de ser, sus formas (económicas, políticas, jurídicas, culturales…), son variables, sometidas a metamorfosis, readecuándose constantemente para marramizar ese fin o condena, la imposible infinita eterna reproducción.
Si se me permite la prosopopeya, en las crisis se nos revela lo que el capital es por medio de lo que sacrifica y lo que salva. El capital sacrifica la acumulación, asume la destrucción de fuerzas productivas, para salvar la valorización, para recuperar las condiciones en que pueda seguir reproduciéndose. Su “empobrecimiento” cuantitativo es el sacrificio, la cirugía, que le devuelve vitalidad y potencia. Su ser no es tener, no poder no es cantidad bruta; su esencia es su acción de ser, de producir; su poder es su actividad, su capacidad de mantenerse en el ser, de perseverar en su esencia, que es valorizarse, crear valor.
Iremos viendo esto con más detenimiento; de momento nos basta con fijar bien la idea conforme a la cual la contradicción nos puede permitir la comprensión del movimiento, de su origen, de su puesta en marcha, incluso de su necesidad, pero no nos ayuda a comprender su destino, su orientación final e incluso su sentido; es decir, la contradicción aparece como causa o motor del movimiento, pero no de la historia, no del oren del tiempo, por ser ciega a su destino. En consecuencia, si avanzamos el nivel de concreción y reconocemos en la base del movimiento social la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, de la misma no podemos inferir el sentido de la historia, su orden y su destino (o no destino). La contradicción no tiene objetivo; conforme a su concepto es necesariamente ciega. Es así y no puede ser de otra manera, pues se manifiesta como una contraposición, como una lucha, cuyo resultado ha de estar abierto, ha de permanecer indeterminado, para ser realmente “lucha de contrarios”. La confusión aparece cuando los términos de la contradicción se cosifican y substantivan, cuando espontáneamente se les atribuye una vida propia anterior y ajena a la contradicción, convirtiendo ésta en una relación accidental, exterior a la esencia de cada uno de los términos, en vez de pensarla como relación constitutiva de ambos. En ese caso las fuerzas productivas, por ejemplo, se presentan como un proceso sustancial, fijo, “natural”, que de forma contingente encuentra en su despliegue un obstáculo, las relaciones de producción, camisa de fuerza que contradice y niega su movimiento.
Esa no es una representación dialéctica de la realidad, es una relación netamente mecánica y exterior, accidental a los términos y no constituyente de los mismos. El desarrollo de las fuerzas productivas no puede ser pensado, en una ontología dialéctica, como un fin en sí mismo, aunque a primera vista así nos aparezca; y la dominancia en la contradicción de esas fuerzas productivas respecto a las relaciones sociales, aunque aporte una dirección al movimiento de la contradicción, no impone un destino, no cumple con un recorrido ya escrito en una lucha amañada.
Para convencernos de ello tal vez bastaría que pensáramos lo escasamente intuitivo que resulta ese movimiento: es poco plausible ver en el desarrollo económico, en la forma concreta de desarrollarse las fuerzas productivas, y con ella la contradicción, el tren que nos introduce en el progreso material y moral de la humanidad. Estas dudas sobre el sentido del desarrollo económico ya asaltaron las lúcidas consciencias de los filósofos del XVIII y el XIX, con la primera gran expansión del capitalismo; dudas que, como leales creyentes, trataron de disipar o enmascarar con postulados genuinos protectores del progreso. Recordemos la sugestiva máxima de Mandeville que deriva el bien y la virtud públicos de las pasiones y vicios privados, “private vices, publick benefits”; o aquel supuesto kantiano de la insociable sociabilidad (“ungesellige Geselligkeit”), que le sirve para embellecer la historia como camino de violencia y sangre hacia el reinado de la libertad y el derecho; o la sutilísima invención de Hegel de la astucia de la razón (“List der Vernunft”), ese personaje invisible que, a modo de providencia divina, mueve los hilos del desorden para llevarnos al orden. En todos ellos aparece de fondo la misma (mala) consciencia de asumir el imperativo práctico de enmascarar el presente para creer en el futuro.
Con la perspectiva de nuestro tiempo, y con la experiencia de la “vida y muerte de las ideas”, y de las ilusiones, está a nuestro alcance ver que ese sacralizado desarrollo de las fuerzas productivas no es necesaria, ni esencialmente, el tren de la justicia y la libertad, y menos aún el de la igualdad, sino el medio mediante el cual el capital va reproduciendo su ser y reinventando su modo de ser; el medio con que realiza o construye su futuro; en fin, el medio donde realiza las condiciones de su reproducción. Y visto así, visto el movimiento social en concreto, en su actual forma capitalista, se comprende mejor que su destino esté dentro. Todas las formaciones sociales llevan su fin inscrito en su inmanencia, pero muy pocas pueden renunciar a la ficción de la transcendencia; pocas, muy pocas, pueden renunciar a legitimarse desde fuera, por referencia a lo que persiguen, por el Paraíso o la Otra Vida. La sociedad capitalista, en cambio, no lo necesita. Se basta para legitimarse a sí misma, reduce la transcendencia a epifenómenos de distracción, sólo busca algo tan “natural” como reproducirse, tan universal como permanecer en el ser. El capital busca ser capital, seguir siendo capital; y capital no es riqueza, es riqueza que sin cesar se enriquece; “sin cesar”, pues el descanso es literalmente su muerte, su regreso a ese otro ser inestable e inválido que es la riqueza. Por eso decimos que el capital es, en rigor, valor que se valoriza. Ese es su fin, su destino, del que no puede, ni quiere, escapar.
Por tanto, su fin no es el desarrollo de las fuerzas productivas (con sus expresiones subjetivas en el bienestar, la utilidad, el nivel de vida…); y mucho menos un ideal transcendente sembrado de libertad, justicia, derechos, dignidad y decencia. Su fin es la nuda reproducción. Y si es así, si es ése su telos particular, inmanente, podemos comprender lo que antes decíamos, es decir, que el mismo no tiene su origen en la contradicción, ni la existente entre fuerzas productivas y relaciones de producción ni ninguna otra. La contradicción es la expresión inmediata de un obstáculo al movimiento; no es camino, no es proyecto, en sí misma es lugar de conflicto, centro de una lucha, hábitat privilegiado de la indeterminación. En la Física podemos hablar de la fuerza y representarla como un vector, con su dimensión y su dirección; y en las ciencias sociales podemos referirnos a las fuerzas sociales y tal vez podamos decir por analogía que tienen dirección o destino: tienden a algo, buscan algo, tienen un sentido; pero, aun así, una contradicción no es prima facie una fuerza, es un nudo, un cruce, una concentración previa al Big-bang. La contradicción en sus límites carece de sentido; y si bien podemos decir que se desarrolla necesariamente en una fuerza resultante, representable por un vector con dimensión y dirección, lo cierto es que ese desarrollo no pertenece a la contradicción, al nudo de la composición; la resultante sólo existe como final o superación de la contradicción; se manifiesta y opera en el exterior de ésta. Aunque esté en su origen, aunque la contradicción sea el lugar de nacimiento del movimiento, este movimiento que genera, por indeterminado, desordenado y mediado, no pertenece a su inmanencia. En definitiva, el sentido de la contradicción, si es que una contradicción tiene sentido, le viene del exterior, de fuera de sí.
Y en esa búsqueda del origen del sentido de la contradicción, que no del origen de la contradicción, llegamos a lo que está llamado a ser el momento definitivo de nuestra reflexión. Como ya hemos argumentado en el otro ensayo de ontología marxiana, sobre la subsunción [6], en el ámbito de lo social la contradicción se da siempre subsumida en un orden político, económico y cultural complejo; y es de este lugar en la estructura social compleja, lugar que se manifiesta como posición de subsunción de la contradicción, de dónde le viene el sentido -y en gran medida su intensidad y dirección- y la función, coordenadas de su desarrollo interno y de su relación efectiva con la totalidad social. Es la subsunción de la contradicción en la forma social, su relación compleja con la forma social dominante donde aparece, la que determina su aparición, su fuerza, su desarrollo, sus efectos y su papel en la historia de la formación social; es su relación de subsunción la que determina propiamente el ser de la contradicción, si se quiere, su esencia; esencia que consiste en la relación de hegemonía y subordinación entre sus términos, sus elementos constituyentes opuestos. Así, en la contradicción general del capitalismo normal, -no así en otras formaciones sociales-, aunque las fuerzas productivas constituyen el factor dominante, privilegiado, fundamental, el factor hegemónico lo constituyen las relaciones de producción; son éstas las que ejercen la hegemonía, que éstas el factor capitalista, que hace que todas sean relaciones capitalistas; son ellas las que ponen el nombre concreto a las cosas.
El factor dominante no es siempre el hegemónico; en el orden histórico el factor principal y siempre dominante, -en el sentido de que pone límites objetivos, “naturales”, a las formas y prácticas de las relaciones de producción- lo constituyen las fuerzas productivas. Es el factor constante, que transciende a las relaciones de producción. Aunque éstas sean hegemónicas –y en tanto hegemónicas ponen el nombre a la cosa: producción capitalista, sociedad capitalista, estado capitalista, ideología capitalista…-, aunque pongan el carácter, la esencia de la contradicción, no dejan de ser contingentes, históricas, formas que aparecen y dejan paso a otras, que siempre cabalgarán sobre las fuerzas productivas que atraviesan esos espacios formales o modos de producción sin solución de continuidad. Pero dicha hegemonía de las relaciones de producción sobre las fuerzas productivas no es inmediata, no es interna a la contradicción. Es mediata y, podríamos decir, delegada. La instancia que realmente detenta la hegemonía en nuestro tiempo es la forma capital; y la ejerce por mediación de esas relaciones sociales que constituyen uno de los términos de la contradicción. Por estas relaciones sociales, y de forma privilegiada las de propiedad, la forma capital garantiza su “control” exterior de la contradicción, de las contradicciones; sobre la totalidad de éstas y sobre cada uno de sus elementos opuestos. La forma capital ejerce la hegemonía sobre el trabajo y sobre el capital, y sobre su confrontación, su ritmo, su desarrollo y su destino. Y es a través de esa influencia que la forma capital, gestora de la totalidad, hace que la contradicción subsumida en ella tenga cierto desarrollo, determinado en materia y forma, en ritmo y extensión; es esa forma subsuntiva general la que hace que la contradicción –y dentro de ésta el dominio del capital sobre el trabajo…- funcione de forma solidaria y leal, o sea, sirva inequívocamente a la reproducción del Capital, garantizando que la infinita voluntad de poder, de acumulación, del capital individualizado que domina la contradicción no lleve a ésta al desorden, a la pérdida del rumbo, a olvidar su destino genérico, que no puede ser otro que la reproducción del Capital.
Esto es un simple esbozo -inevitablemente esquemático y, en apariencia, mecánico- de la posición que intentaré desarrollar en los apartados siguientes. Una posición que, como he dicho, pretende partir de Althusser, seguir su hilo y, en los que considero puntos flojos de su propuesta, mostrar que ésta ganaría fuerza y coherencia recurriendo a la ontología de la subsunción.
2. Contradicción y contraposición.
Aunque los títulos de ambos trabajos althusserianos, y la formulación del objetivo de los mismos, se refieren a la dialéctica, en realidad el análisis de Althusser se centra en la contradicción. No ignoro que en el uso habitual ambos términos tienden a identificarse; pero lo cierto es que no debiéramos confundirlos. De hecho ésta es una reivindicación afortunada de Althusser, y por mi parte quisiera profundizar más en ella, en la medida que considero que este factum de la diferencia oculta u olvidada entre ambas categorías no es inocente ni trivial. No es cuestionable que la contradicción es el alma de la dialéctica, de cualquier dialéctica; pero no parece tan correcto, ni tan útil, reducir la dialéctica a la contradicción, ni la forma de la dialéctica a la forma específica de la contradicción. Es obvio que no todas las dialécticas ponen el mismo énfasis en la oposición o lucha, ni el mismo ritmo, ni los mismos momentos; hay dialécticas trágicas, como la kantiana, que eternizan la oposición sin salida; otras que gustan de los tres pasos, afirmación, y negación de la negación, como la hegeliana; otras gustan expresar su movimiento en cinco momentos, como despliega la fichteana; hay algunas dialécticas que tienden a cerrar el movimiento, tras la oposición de la tesis y la antítesis, con una síntesis que culmina y recluye los momentos parciales al tiempo que parece anunciar el cierre final, mientras otras prefieren abrir los ciclos, diluir los cierres y presentar el movimiento como una cadena abierta e indefinida hegemonizada por la “negación de la negación”.
A este último modelo tiende, a mi entender, la dialéctica marxiana. Claro que la “negación de la negación” refiere y presupone la existencia lógica e histórica de la “negación”, y ésta a su vez la “afirmación”; y claro que a veces conviene al análisis abstraer el ciclo con sus tres momentos; pero globalmente la representación a la que apunta la dialéctica marxiana es a la constante actividad de la negación de lo existente, de la negación de lo negado. Por eso en el análisis marxiano el ciclo económico es una abstracción, metodológicamente necesaria para comprender la unidad de la producción, pero que solo tiene su verdad en la sucesión de los ciclos, en la reproducción, en la cual los momentos se suceden sin origen ni fin, sin distinción ordinal, pues todos y cada uno pueden ocupar los distintos lugares, actuando todos ellos como negación del anterior, como sucesivas “negación de la negación”.
En esa misma perspectiva de diversificación de las formas de la dialéctica, -si se prefiere, de génesis histórica de su concepto-, es muy relevante la diferencia entre las que podemos llamar “positivas”, que acentúan el momento del ser, que insisten en las síntesis o resultados, y las llamadas dialécticas “negativas”, como la adorniana, que privilegian el devenir, que ponen la mirada en la negatividad, en la lucha, en la existencia como forma de actividad o combate por la existencia. Y en este orden de cosas, claro está, hay dialécticas cerradas, con reconciliación final, como la hegeliana, y abiertas, arrastradas a lo indefinido por la negación de la negación, como a nuestro entender es la marxiana, aunque el amor al comunismo fuerce a veces falsos cierres y débiles finales.
En todo caso, lo que aquí y ahora quiero subrayar no es tanto la obvia diversidad de dialécticas cuanto la diferencia irreductible que impide la identificación entre la dialéctica y la contradicción, aunque ésta sea una categoría tan potente y determinante que acabe configurando el género y la diferencia de las diversas dialécticas y sus tipologías; hábito muy afincado en nuestra cultura, que como es conocido rinde culto a la sinécdoque. Para constatar esta diferencia basta pensar en la dialéctica trágica kantiana, en realidad una no-dialéctica, ni abierta ni cerrada, en que las contradicciones están atrapadas como trama de la naturaleza, sin historia, cual campo de minas donde el sujeto lucha por sobrevivir con dignidad.
Pues bien, para clarificar esa distinción entre dialéctica y contradicción he de decir que del habitual uso colonialista de los términos, se apoye en analogías o en sinécdoques, derivan algunas dificultades relevantes del discurso althusseriano. Mientras que la dialéctica es una red de determinaciones generales del ser que configura una modalidad de ontología, la contradicción [7] es, en rigor, sólo un elemento, regla o determinación interna de la dialéctica. Regla esencial, por supuesto, que la tradición historiográfica, como digo tan dada a la sinécdoque, ha erigido en totalidad, devaluando las otras determinaciones ontológicas de la dialéctica; pero que en modo alguno agota todo el campo de la ontología dialéctica, que tiene otras leyes y categorías, como para bien o para mal ha reconocido la historiografía [8].
Hay, por otra parte y en paralelo, otra fuente de confusión derivada de la insuficiente distinción de los términos “contradicción” y “contraposición”; y tal vez clarificar su diferencia nos ayudaría en nuestro empeño. Es obvio que el concepto de contradicción evoca una relación de oposición entre dos elementos, de cualquier etiología; y es igualmente obvio que esa relación casi nunca queda bien fijada. Unas veces se usa en su sentido fuerte, lógico, mostrando la oposición como irreconciabilidad de los términos, como su imposible presencia simultánea en la realidad o en el lenguaje; su mutua y constante exclusión o negación, como una lucha de segregación o exterminio. En este sentido, las contradicciones no tienen grado ni tiempo, no tienen variaciones en su extensión ni en su intensidad; en su interior los términos son siempre irreconciliables y en conflicto a muerte [9]. ¿Qué ciencia admitiría la contradicción en su seno? Otras veces, en cambio, las contradicciones se enuncian en sentido débil, histórico, aludiendo a oposiciones de fuerzas, a contraposiciones empíricas, más o menos contingentes; en estos casos tienen mayor o menor intensidad, mayor o menor duración, en definitiva, la oposición es escalar, cuantitativa, y los opuestos pueden coexistir e incluso mantener entre ellos relaciones de mutuos beneficios.
Nótese de pasada que, conforme al primer uso, el lógico, oposiciones entre conceptos, no tiene sentido hablar de inversión en los términos de la contradicción; en cambio, en el segundo uso, como oposición entre cosas, fuerzas o procesos, tiene pleno sentido hablar de la inversión de los términos opuestos, ya que la relación entre éstos tiene dirección y sentido, tiene género, sexo y clase, pues en ese “detalle” hunde sus raíces la hegemonía o dominación de un término sobre otro. Por ejemplo, la más universal de las contradicciones del capitalismo, la ya muy comentada entre fuerzas productivas y relaciones de producción, tiene dirección, el dominio se ejerce de uno sobre otro y no es indiferente hacia donde apunta el vector; en la contradicción histórica capital/trabajo, obviamente, ocurre lo mismo; y de modo análogo entre agricultura e industria, o entre capital financiero e industrial. No obstante, a veces olvidamos esta peculiaridad y, en casos como los que acabamos de mencionar, convertimos las contradicciones empíricas o contraposiciones en contradicciones (pseudo)lógicas, en que ambos términos opuestos, ambos históricos y contingentes, ambos en desarrollo y con potencia variable, quedan transfigurados en categorías abstractas, fijas, separadas e incomunicables. Ahí, en esa oposición abstracta de lo radicalmente distinto, diferente e indiferente, se pierde la dirección del movimiento, el sentido de la oposición, porque se ha disuelto la relación interna entre los términos que incluye la dirección del dominio.
Estas aclaraciones, sin otro ánimo que el de entendernos entre nosotros, no me parecen meras especulaciones sofísticas; se revela su importancia, por ejemplo, cuando se sueña la creación de la sociedad anticapitalista alternativa, incontaminada del aroma del capital, erigida desde lo radicalmente nuevo. La nueva sociedad se piensa como la nueva teoría, que barre las contradicciones de la antigua y se yergue incontaminada y pura. El uso que se hace de la categoría “contradicción” revela que, aunque hablamos de contradicciones reales, se las trata como contradicción (pseudo)lógica. Sólo así tiene sentido hablar de la eliminación y creación de esas contradicciones, como si se tratara de borrar una falacia matemática y corregirla en una formulación nueva. Si fuéramos conscientes en estos casos de que hablamos de la realidad, de contradicciones reales, comprenderíamos que no es posible esa operación de aniquilación y creación, que estamos obligados a pensar que lo nuevo ha de construirse con los restos de lo viejo, y que muchos de estos residuos no desaparecen, sino que permanecen allí el día después, aunque hayan pasado a ser marginales y subordinados; permanecen manteniendo viva la contradicción, pero ahora “invertida” en cuanto a la dominación, cambiada la hegemonía en su interior y, por tanto, cambiada la dirección del movimiento, el destino próximo de esa totalidad [10].
Seguramente el primer uso de los términos, el uso lógico, es más apropiado en una dialéctica como la hegeliana, en la que la representación del objeto, de la totalidad (la Idea) se hace desde la perspectiva del sujeto (la consciencia o el espíritu); es decir, en la que el movimiento de la realidad se lee especialmente en su modo de ser espíritu, en la representación del ser, que forma parte del ser, la forma “ideal” del ser, pero no agota su ser. Desde esa posición el pensamiento avanza forzado por sus contradicciones conceptuales, superándolas con la negación y la negación de la negación. La representación del movimiento del espíritu parece más adecuada y posible en una dialéctica de categorías lógicas, una dialéctica de la contradicción; la representación de la realidad material, en cambio, parece adecuarse mejor a –se deja representa mejor en- una dialéctica de la contraposición.
Creo que se esclarecerían muchos problemas si asumiéramos que Marx pensaba en el marco de una dialéctica de la contraposición, pues sin dejar de usar como elemento productivo la representación o la consciencia atendía de forma preferente a la dimensión “material” de lo real. Sin menospreciar la ideología, que al fin era un producto, atendía obsesivamente a las condiciones materiales de su existencia; condiciones que estimaba más objetivas, aunque al fin una y otras no dejaban de ser productos de la vida social.
En cualquier caso, conviene distinguir entre los dos sentidos o usos del término “contradicción”, si se quiere, entre sus dos conceptos, el lógico, como contradicción stricto sensu, y el histórico o físico, como contraposición de fuerzas y procesos. E incluso considero –lo digo de pasada, pues no es aquí relevante- que sería preferible fijar el término “contraposición” para designar la forma universal de la relación dialéctica y dejar el término “contradicción” -“contraposición por contradicción”- para designar un caso particular de la misma, para referirnos a la forma lógica particular en el mundo de los conceptos. Pero mientras esa distinción semántica no esté acreditada, y en consecuencia sigamos con uso habitual de ambos términos, lo importante es tener presente el concepto que en cada caso vehiculan. Y, en este sentido, creo que en Marx, a la inversa de Hegel, la mayoría de las veces el término “contradicción” se usa en el primer sentido, como contraposición o enfrentamiento de fuerzas; y creo que Althusser también hace este uso, aunque en la expresión lingüística se invisibilice a veces su sentido.
Lo curioso y sorprendente es que esa ocultación de la diferencia, ese silencio u olvido, tiene efectos perversos, pues abre la entrada al hegelianismo que se persigue expulsar, tal que entra por la ventada lo que con tanto empeño trata de echar fuera por la puerta. Esta confusión podemos apreciarla, como enseguida veremos en detalle, cuando recurre a la teoría leninista del eslabón más débil: aunque lo describa como acumulación –fusión- de contradicciones que generan un momento de ruptura, en rigor está aludiendo a una acumulación de contraposiciones, de conflictos, de enfrentamientos y luchas, de desigual sentido e intensidad, que no responden a una determinación lógica, sino histórica, más aún, de coyuntura.
Podríamos pensar que, aclarados los dos usos del término, todo está resuelto; no, no es así en absoluto, pero no habrá sido baladí la distinción si hemos logrado aclarar un poco los conceptos. Aunque por pragmatismo sigamos hablando igual, usando indiscriminadamente “contradicción” y “contraposición”, al menos ya sabemos que hablamos prosa. Podemos seguir hablando de contradicción, sin duda; pero en cada caso hemos de tener presente el uso del término, el concepto que vehicula; ello nos exige tener claro el contexto de su uso. Quiero decir que podemos considerar con Althusser que un momento de ruptura viene determinado por la “acumulación de contradicciones”, sí, pero siempre que sepamos que aquí llamamos contradicción a los conflictos, a las luchas, a las tendencias sociales diversas enfrentadas, procesos todos ellos determinados en extensión, intensidad, dirección y duración desiguales.
Estas disquisiciones pueden parecer simples y banales, pero entiendo que tienen su sentido en la clarificación de la cuestión que aquí nos ocupa. Cuando Althusser habla de “sobredeterminación”, su concepto emblemático, con el que pretende caracterizar la dialéctica marxiana y diferenciarla de la hegeliana, va implícito que unas contradicciones “determinan” a las otras. Dicho así, envuelto en la nube de lo perlocucionario, todo parece tener sentido, ya que se entiende el sentido, o así parece. Pero si nos preguntamos qué quiere decir, y cómo es posible, que una “contradicción” qua contradicción determine a otra, seguro que tendríamos dificultades para explicarlo; y explicar cómo unas sobredeterminan a las otras, conseguir que un mero conocimiento llegue a ser conocimiento científico, que un saber tome la forma de ciencia, tiene sus exigencias, no puede ser mera tarea de magos. La verdad es que no es fácil pensar lógicamente que dos contradicciones puedan ser contradictorias o compatibles entre sí; es más claro e intuitivo considerar que entre ellas, qua contradicciones, sólo hay indiferencia.
¿Por qué parece fácil “entender” que las contradicciones se interdeterminan y tan difícil “pensar” esa relación? Cuando se habla de relación contradictoria entre contradicciones, o sea, de contradicciones que entre sí se oponen, se enfrentan, se condicionan y determinan, etc., suele invisibilizarse la diferencia entre la contradicción tomada como totalidad, como unidad abstracta de sus elementos, y la contradicción como realidad o categoría compleja, formada por sus elementos opuestos. Ahora bien, pensar la relación entre contradicciones implica una categoría que exprese esa relación, una categoría que exprese la contradicción entre contradicciones; o sea, pensar una contradicción que tiene como elementos opuestos dos contradicciones. Eso en la abstracción y por analogía parece tener sentido, pues las contradicciones que hacen de opuestos son tomadas en su unidad, como totalidades simples, cumpliendo sí la exigencia de que los términos de la contradicción sean simples; pero entiendo que se comete una falacia cuando traspasamos esta relación abstracta a una realidad concreta, en la que las contradicciones contrapuestas pasan a ser reales y complejas
Por ejemplo, nosotros podemos pensar que en la Unión Europea hay una contradicción entre España y Francia, surgida de la política agraria; y podeos pensar que entre España y Alemania hay una contradicción surgida de la política de inmigración. ¿Tiene sentido decir que una contradicción determina la otra? El instinto, la experiencia, la intuición… nos inclina a pensar que sí, que todo está relacionado, que la contradicción E/F determina la relación E/A; pero si nos exigen argumentarlo nos veremos obligado a romper ambas contradicciones, quedarnos con sus elementos –España, Francia y Alemania- y montar el análisis desde ellos. Así diremos -por ejemplo y como mera ficción- que Alemania y Francia se alían ante el problema de la inmigración en Europa tal que Francia adopta la posición de Alemania a cambio de que ésta les ayude a mantener la política agraria…Esta argumentación, que en la ficción consideramos válida, ¿nos permite hablar de la influencia de una contradicción agraria en otra contradicción demográfica?; ¿nos permite afirmar la influencia de la contradicción E/A en la E/F? En la abstracción sí, pero no mediante el análisis racional. Éste exige romper las contradicciones y establecer las relaciones entre los elementos individualizados de las mismas. En el fondo podemos hablar de una contradicción entre E/F o E/A elevando a totalidad de E, F y A un elementos particular y contingente, su posición en la cuestión agraria o inmigratoria.
No sé si el ejemplo ayuda a esclarecer el concepto; cada vez estoy más convencido de la tesis de Descartes, por la cual las imágenes más bien ocultaban y dificultaban los conceptos; en todo caso, siempre se puede buscar una imagen mejor. La idea es que no puede pensarse la determinación entre contradicciones qua contradicciones, como totalidades; que cuando afirmamos esa relación lo hacemos presuponiendo implícitamente la relación entre los elementos de las mismas; o sea, las contradicciones no se relacionan entre sí de forma inmediata, sino por la mediación de las relaciones entre sus elementos. A esa afirmación global y abstracta se llega tras romperlas y liberar sus elementos, que mantienen entre ellos relaciones diversas y móviles.
Ahora bien, si es así, cuando hablamos de la contradicción o relación de interdeterminación entre contradicciones ya no se está hablando de una contradicción Ψ entre dos contradicciones, γ y ξ, sino de otras nuevas contradicciones surgidas entre los términos particulares de γ y ξ. En definitiva, se está diciendo que entre los términos de las diversas contradicciones caben diversas contraposiciones, y que así, por mediación de los términos, unas contradicciones “influyen” o “determinan” el movimiento de las otras; y que en conjunto “sobredeterminan” a la tomada como referencia. En consecuencia, me parece más correcto decir que los términos de una contradicción, cada uno de ellos, mantienen otras relaciones (de amistad o enemistad, de lucha o armonía, de contradicción o contraposición) con terceros; que así forman redes de contradicciones entre términos, con mediación transitiva, que va aportando cierto sentido a esa idea de “sobredeterminación” de Althusser. Con este enfoque posiblemente obtendríamos respuestas más claras y razonables.
Efectivamente, para mostrar el interés de esta distinción entre contradicción y contraposición, en el problema teórico que aquí reflexionamos, basta recordar las dificultades del planteamiento de Althusser a la hora de pensar la “sobredeterminación” de las diversas contradicciones sobre la principal, se formule ésta como capital/trabajo o como fuerzas productivas/relaciones de producción. ¿Tiene sentido hablar de sobredeterminación de la contradicción (principal) por las otras? ¿Puede pensarse con conceptos, sin recurrir a metáforas, analogías o alusiones poéticas, que una contradicción determina a otra? Si usamos el término en su sentido lógico, nos resulta difícil hacernos una idea de esa relación, es muy complicado precisar su sentido. Desde luego en la dialéctica hegeliana, donde los términos opuestos son de naturaleza lógica, resulta más que difícil. Intentad describir cómo la contradicción ser/nada puede estar sobredeterminada por otras como ser-en-sí/ser-para-sí, esencia/fenómeno, cantidad/cualidad, en la dialéctica hegeliana. Por tanto, le daremos la razón a Althusser y reconoceremos que en la dialéctica hegeliana la contradicción es siempre simple y autónoma, aunque sea en el orden de exposición y por exigencias analíticas. Y “simple” aquí sólo quiere decir “aislada”, “clara y distinta”, que diría Descartes; no es internamente “simple”, pues necesariamente incluye la escisión en opuestos, sino externamente aislada y no condicionada, no dependiente de otras.
Dejémoslo así de momento, mantengamos en suspenso las preguntas inevitables: ¿puede ser de otra manera?, ¿es posible pensar una contradicción sin aislarla en el análisis de la red en que se encuentra?, ¿pensar la realidad con conceptos no exige simplificarla? Dejemos abiertas las cuestiones y pasemos ahora a Marx, en cuya dialéctica dejan de enfrentarse categorías lógicas para relacionar conceptos de cosas reales, es decir, relaciones en sentido físico, donde la contradicción es otro nombre de la contraposición. Obviamente, aquí parece más verosímil que la contradicción capital/trabajo pueda ser “sobredeterminada” por otras, como la guerras entre naciones, los descubrimientos tecnológicos, las ideologías puritanas, los privilegios históricos, etc. Fácilmente nos sentimos tentados a creer que sí, que en la esfera fenoménica de lo social todo se relaciona y se inter-determina, todo se condiciona recíprocamente, y que por tanto debemos y podemos pensarlo así. Y ayuda esa comprensión el supuesto intuitivo de que un elemento social, al estar simultáneamente en relación contradictoria con otros varios, entre sí prima facie indiferentes, hace de mediación en las cadenas de contradicciones, en cuyo espacio tiene sentido la sobredeterminación. Pero, bien mirado, no está tan claro.
Aunque volveremos sobre el tema, quiero poner un poco más de énfasis en la argumentación poniendo en escena la siguiente idea, que por obvia pasa inadvertida: las contradicciones son relaciones. Vistas como relaciones podríamos pensar que tiene sentido hablar de relaciones entre relaciones, y sin duda lo tiene; ahora bien, la cuestión es si tiene sentido hablar de relaciones directas e inmediatas entre relaciones, y tal cosa ya no es tan obvia, pues intuitivamente nos aparece que la relación entre ellas se da siempre mediada por algunos de sus elementos, o sea, como relación entre elementos de una y otra. Puesto que un elemento social cualquiera mantiene múltiples relaciones con otros elementos, muchas de ellas contradictorias, formará parte de diversas relaciones, de diversas contradicciones, tantas como quiera o puede distinguir el análisis. Al formar parte de las mismas, al figurar en ellas como término en contradicción con otro, ocurrirá que en cada una de las contradicciones, tomadas aisladas, en abstracto, el término de referencia aparecerá en su relación con otro término aislado e igualmente abstracto. La alianza o el conflicto entre Venecia y Urbino no afectaba de forma inmediata en la alianza o conflicto entre Florencia y Siracusa; los pactos o litigios entre las primeras eran prima facie indiferentes a los que se daban entre las segundas. Ahora bien, ambas relaciones no son una ajena a la otra, pues cada ciudad, Venecia o Urbino, mantenía una particular relación con cada una de las otras, Florencia y Siracusa; y así, por mediación de estas relaciones particulares entre ciudades, las relaciones bilaterales entre ellas se ven afectadas de modo mediata unas por otras.
La contradicción es una relación abstracta entre términos abstractos, pues la contradicción es una categoría analítica. De este modo para cada término de referencia podemos distinguir tantas relaciones y contradicciones como convenga al análisis. Nosotros podemos relacionar las fuerzas productivas de una formación social con las relaciones técnicas de producción, las relaciones de propiedad, la forma del Estado, la ideología, el mercado internacional, la escasez de energías, etc., así como con elementos particulares incluidos en estos conceptos. Es análogo a lo que hacemos en Física, donde podemos abstraer la variable tiempo de sus múltiples relaciones con otras variables. Por ejemplo, conocemos su relación con el espacio, la velocidad, la aceleración, y en caso de caída de los cuerpos con la masa y el volumen de éste, etc. Así, del mismo modo que esas relaciones aisladas y abstractas pueden y deben combinarse por el físico en relaciones complejas, en fórmulas que ligan una pluralidad de variables para representar movimientos más concretos, así nosotros podemos y debemos combinar las relaciones y contradicciones entre elementos sociales para dar cuenta de una realidad particular, de un proceso o coyuntura.
Ahora bien, en la fórmula compleja, que aglutina una pluralidad de relaciones, en la que una variable queda expresada en función de una combinación de otras variables, aparece con claridad que el efecto final deriva de las relaciones entre las variables, no de las relaciones simples o binarias, abstractas, de éstas. Cuando unimos o combinamos una pluralidad de relaciones simples en una fórmula compleja, lo que realmente hacemos es disolver la diversidad de relaciones simples por una relación compleja entre las variables de ellas.
Aparentemente, si introducimos en el análisis varias relaciones (en nuestro caso contradicciones) en las que aparecen repetidas las variables, al cambiar una de éstas su valor (su fuerza, su resistencia, su dirección o destino) en una de las contradicciones, cambiará el valor de su opuesto, y por tanto el rumbo, la intensidad, el destino, de la contradicción, en definitiva, variará la hegemonía en su seno. Pero, claro está, las otras relaciones (contradicciones) en las que estén presente estás variables, también se verán afectadas por el cambio de valor, que afectará a las otras. Aparentemente, -insisto, aparentemente-, el movimiento de una contradicción incide en las otras; parece obvio y en cierto modo la expresión es correcta. Es lo que lleva a Althusser a decir que la contradicción principal, la que nos sirve de guía, en la que centramos el análisis, está sobredeterminada por las otras. Una forma de expresión útil y sugerente, pero a mi entender poco precisa y que suele llevar a confusiones cuando se olvida que la sobredeterminación no se ejerce de manera inmediata, sino que se ejerce por mediación de un término común a ellas. Al ocultar esta peculiaridad, hablamos prosa, sin duda, pero el concepto de sobredeterminación se resiente. Por la inercia de la reflexión acabamos pensando la contradicción como una fuerza, como un elemento simple, y la sobredeterminación como una composición de fuerzas, en este caso de contradicciones. Y eso no es así. La contradicción no es ni puede ser una fuerza simple; es ya una composición de fuerzas, un vector resultante de una confrontación entre dos componentes. Y aunque en la expresión podamos hacer abstracción de ese hecho, y tratar los vectores que representan las contradicciones como simples, silenciando su origen, en el concepto eso no nos está permitido. En el concepto la fuerza o vector resultante, en la que se resume y condensa la composición compleja, lo simple son los elementos componentes de la contradicción; y la resultante es siempre composición de elementos simples, aunque en la operativa analítica este factum pueda quedar disimulado.
Podríamos pensar que estas disquisiciones, parezcan o no precisas, resultan estériles; al fin ya sabemos qué quiere decir Althusser con “sobredeterminación”, y lo importante es entenderse. Podríamos pensarlo, pero paradójicamente este supuesto pragmático no se lo puede permitir nadie que respete a Althusser, quien con incansable ahínco nos enseñó la absoluta necesidad del rigor teórico; pensaba el filósofo francés que por las tosquedades, ambigüedades e impresiones del vocabulario se nos escapaba la historia, al menos la historia que lleva a los pueblos a su emancipación. Por eso no podemos obviar la lucha por los conceptos; la lealtad al maestro nos exige incluso desacralizar su autoridad. En esta perspectiva, y dicho con benevolencia, el uso althusseriano del concepto “sobredeterminación” carece del estándar de rigor y claridad que él exigía en sus enseñanzas. Sí, sirve para enunciar la existencia de una totalidad con múltiples contradicciones cruzadas, que debe tenerse en cuenta en el momento de la concreción, para comprender la coyuntura; pero hay que liberarlo de su identificación con una “contradicción compleja”, pues la complejidad pertenece a la realidad, a la coyuntura, no las categorías, no a la contradicción.
Si el concepto de “sobredeterminación”, incluso en un sentido restringido, empobrecido, con mera función descriptiva, deja mucho que desear y merece mejor desarrollo, sus carencias se resaltan en el uso althusseriano del mismo, la sobredeterminación en sentido fuerte, que no se contenta con enunciar la complejidad de la coyuntura sino la complejidad de la contradicción marxiana, para caracterizar y desmarcar la dialéctica marxiana frente a la hegeliana, aquella “compleja” y ésta “simple”. En este uso del término, insisto, se precisa de más rigor; reducir la diferencia entre ambas dialécticas a la que existe entre las determinaciones “simple” y “complejo” no parece pertinente ni convincente; no lo es tanto si se aplica a la idea de contradicción propia de cada uno de los autores, pues la contradicción siempre es “simple” en tanto categoría analítica, en tanto momento abstracto del movimiento real, cuanto si se aplica a la noción de dialéctica que cada uno maneja y pone en práctica, ambas nociones afectadas de la simplicidad que requiere e impone el análisis sin por ello renunciar a la representación concreta –por tanto, compleja- de la realidad, como trataremos de mostrar más adelante.
3. El problema althusseriano de Marx.
He tratado de esbozar la propuesta althusseriana de conceptualizar la dialéctica marxiana mediante el desplazamiento de la reflexión a la contradicción; y ya he manifestado sin reserva mi valoración positiva de este empeño, tanto por su atractivo filosófico como por los efectos prácticos que pone en juego. Y he señalado que algunas de las carencias que encuentro en la puesta en escena de esa conceptualización se derivan de la obsesiva presencia del fantasma de Hegel. Se trata de un problema de fondo, intrínseco al marxismo, nada trivial ni contingente, que nos aparece desde el origen; no sólo se encuentra a lo largo y ancho de la historiografía marxista, sino en el propio Marx, que ya comentaba en carta a su padre en su juventud de estudiante que, a su pesar, había caído en los brazos de Hegel. Él, que tomaba a Heine como modelo de intelectual, reconocía sufrir el poderoso abrazo del maestro de Stuttgart. Un abrazo del que intentó librarse desde el primer día, pero que, a semejanza de la dialéctica del amo y el siervo, no lograría hacerlo en aquellos intensos años de lucha por “ajustar cuentas con la consciencia anterior”, que no transcendía los límites de la inversión del dominio; sólo tiempo después, cuando renunció a esa lucha, cuando dio la espalda al fantasma y asumió que había formado parte de su vida, de su autocreación, lograría hacer las paces con Hegel para poder sentirse sí mismo. Por eso he titulado este apartado “el problema althusseriano de Marx”, en el que trataré de ilustrar que, antes que el francés, Marx tuvo su mismo problema, el de situarse en relación con Hegel.
Ciertamente, la tarea de distinguir y distanciar a Marx de Hegel que tanto preocupa a Althusser en la segunda mitad del siglo XX ya preocupaba y mucho al mismo Marx un siglo antes; no sólo forcejeó desde su juventud por librarse de Hegel, sino que pasada esa etapa subjetivamente antihegeliana y ya hecho su recorrido intelectual de emancipación, no deja de interrogarse ocasionalmente por esa larga y compleja dependencia, que se resiste a desaparecer del todo; una y otra vez el presente le niega su voluntad constante de librarse del fantasma, y le arrastra a sucesivos intentos de clarificar esa complicada relación. Aquella optimista declaración del “ajuste de cuentas con su consciencia anterior” una y otra vez resulta cuestionada, si no en su consciencia, sí en la de los otros, y ese no reconocimiento de la autonomía de su pensamiento le arrastra a abordar la tarea de fijar la diferencia entre sus respectivas dialécticas. El abrazo de juventud se prolongaba por mediación de los otros, y la sombra de Hegel le ocultaba de sus muradas. Y Marx ya sabía que, desde su ontología, el ser es siempre una relación social; no solo el ser de las cosas, también el de los hombres. Así como el valor de la mercancía ha de ser legitimado por su valor de cambio, si el cual no es mercancía, y ese valor de cambio refiere al reconocimiento social, así la verdad de una teoría, su valor, pasa por el reconocimiento del mismo de “la comunidad de científicos”, diríamos hoy. A Marx no le bastaba sentirse distanciado de Hegel, necesitaba que le vieran así los otros; de ese reconocimiento dependía la realidad, la efectividad, de su propuesta. De ahí que me parezca oportuno rememorar este problema althusseriano de Marx.
Vale la pena, por tanto, partir de esa autoconsciencia marxiana de su relación con Hegel y tenerla como fondo; tanto más cuanto que él mismo pone en escena, de forma inaugural, los tópicos de la relación Hegel-Marx, incluido el de la “inversión”, y buena parte de los argumentos con los que la tradición marxista ha escrito y reescrito, descrito y redescrito, esta problemática filosófica; modelo hermenéutico con el que enlaza Althusser. Por ello considero oportuno analizar aquí algunas reflexiones del propio Marx sobre Hegel; reflexiones no ya del Marx “joven” de los Anales franco-alemanes, de la Contribución a la crítica de la Filosofía del derecho de Hegel, de La sagrada familia y de La ideología alemana, del Marx que se buscaba a sí mismo, sino del Marx ciertamente “maduro”, con los deberes (conocimientos históricos y económicos) hechos y con intensos años de experiencia vital sobre sus espaldas. No son reflexiones de la década de los cuarenta, sino del año 1873.
3.1. Tenemos suficientes signos que nos revelan que la vivencia marxiana del hegelianismo es una cuestión vieja y original, arraigada en la aurora de su pensamiento. Basta con hacer de nuevo referencia a aquella carta de Marx a su padre –el hijo, joven estudiante derecho en la universidad, sin excesiva pasión jurídica; el padre, abogado de profesión, preocupado por ese desinterés y por las veleidades literarias, teatrales y poética, de su hijo-, tratando de calmarlo, y confesándole la deriva de su espíritu, como búsqueda de formas de expresión de sus inquietudes culturales, sentimentales y sociales. Le confiesa que huyendo de la filosofía hegeliana, había acabado cayendo en sus brazos [11]. Nos deja pensar que el fantasma de Hegel le perseguía desde la cuna literaria, desde sus primeros escritos. Y no le abandonó nunca, como sabemos por las muchas biografías intelectuales, todas ellas, sin excepción concediendo un amplio espacio a esa relación en sus años de juventud.
Los fantasmas, lo sabemos, son tenaces, y difícilmente abandonan a sus elegidos. De la preocupación de Marx por los elásticos y resilentes brazos de la filosofía hegeliana, él mismo nos ha dejado numerosos testimonios en sus escritos; testimonios de su estrecha relación, de su crítica y sus reconocimientos; y también testimonios de su autoconsciencia de esa inextinguible relación con el filósofo de Stuttgart. Uno de ellos, de los más reconocidos, tal vez el que más alimenta la tradición marxista de su compleja relación, y tal vez el que de forma más intensa enmascara el problema y obstaculiza la salida de la red hegeliana, se encuentra en un texto del “Marx maduro”, cuando ya ha llevado a cabo la mayor parte de su recorrido intelectual; un texto de gran lucidez. Me refiero al “Epílogo” de 1873, escrito por Marx en Londres para la segunda edición alemana de El Capital, la más completa y definitiva hecha en vida. Allí se alude a la distinción en la dialéctica hegeliana entre su “núcleo racional” y su “envoltorio místico”; y se menciona ese problema precisamente en relación con el cuestionamiento que había mostrado la prensa especializada de su propia dialéctica, puesta en escena en El Capital, y por la escasa y desenfocada valoración de la misma que había hecho la academia especializada que leyera el texto en la primera edición de 1867. Es muy importante lo que dice, pero, sobre todo, es muy importante el contexto en que lo dice. Conviene valorar con detenimiento estas reflexiones marxianas del “Epílogo”, tal que nos ayuden después a dar perspectiva y profundidad al texto althusseriano; y habremos de detenernos especialmente en dos pasajes del mismo, omnipresentes en la historiografía marxista, que aquí llamaremos pasaje de la oposición y pasaje de la inversión, donde Marx ofrece a la posteridad las vías para diferenciar su filosofía de la hegeliana. Analizaremos el primer pasaje en este apartado y el segundo en el siguiente.
En el “Epílogo”, de 1873, de la mencionada segunda edición alemana del Libro I de El Capital, Marx comenta los cambios incluidos en esta nueva edición y contesta algunas de las escasas reseñas que suscitó la publicación en 1867. En general Marx tiene la convicción cierta de que el libro no ha sido un éxito; y sobre todo tiene la decepcionante sensación de que no se ha entendido bien. Incluso cuando las reseñas son elogiosas, Marx siente tristeza al ser alabado por lo que no es ni quiere ser, y ser ignorado por lo que él más valora y defiende. Tanto es así que parecen confortarle más las críticas negativas, de los “enemigos”, que al menos le permiten dar salida a su rabia, que las de sus compañeros de viaje que ponen bálsamo en las heridas curadas. Por ejemplo, a los muchos que le acusan de teoricismo les responde así, con ironía, en una nota a pie de página:
“Los tartajosos parlanchines de la economía vulgar alemana reprueban el estilo de mi obra y mi sistema expositivo. Nadie puede juzgar más severamente que yo las deficiencias literarias de El capital. No obstante, para provecho y gozo de estos señores y de su público, quiero traer aquí a colación un juicio inglés y otro ruso. La Saturday Review, hostil por entero a mis opiniones, dijo al informar sobre la primera edición alemana: el sistema expositivo "confiere un encanto (charm) peculiar aun a los más áridos problemas económicos". El S. P. Viédornosti (un diario de San Petersburgo) observa en el número del 20 de abril de 1872: "La exposición, salvo unas pocas partes excesivamente especializadas, se distingue por ser accesible a todas las inteligencias, por la claridad y, pese a la elevación científica del tema, por su extraordinaria vivacidad. En este aspecto el autor... ni de lejos se parece a la mayor parte de los sabios alemanes, que... redactan sus libros en un lenguaje tan ininteligible y árido como para romper la cabeza al mortal común y corriente". Lo que se les rompe a los lectores de la literatura que hoy en día producen los profesores nacional-liberales de Alemania es, empero, algo muy distinto de la cabeza” [12].
Diversidad contradictoria de la crítica que revela confusión y, bajo ella, incomprensión. Marx quiere ser reconocido por los pares, pero éstos no pueden verle, oculto tras el velo de la ignorancia y de los prejuicios. Con cierta melancolía nos dice que “El método aplicado en El capital ha sido poco comprendido, como lo demuestran ya las apreciaciones, contradictorias entre sí, acerca del mismo” [13]. Aquí como en tantas otras circunstancias surge espontánea la pregunta kantiana: “¿qué me es dado esperar?”. Creo que Marx en esas circunstancias la respondía netamente: “nada”. No obstante, con cierta melancolía que deja transpirar el texto, más dirigida a los otros, tal vez al futuro, intenta guiar las futuras lecturas mostrando su perfil contrapuesto al de Hegel, para que al superponerlos resaltara la diferencia. Por eso considero que vale la pena recoger en extenso el siguiente pasaje que revela el este estado de ánimo de Marx, pues es este estado de consciencia el que le arrastrará a las interesante reflexiones sobre la dialéctica que aquí nos interesan. Nos dice, describiendo la confusión, el desorden y la ceguera de la crítica:
“Así, la Revue Positiviste de París me echa en cara, por una parte, que enfoque metafísicamente la economía, y por la otra -¡adivínese!- que me limite estrictamente al análisis crítico de lo real, en vez de formular recetas de cocina (¿comtistas?) para el bodegón del porvenir. En cuanto a la inculpación de metafísica, observa el profesor Sieber: "En lo que respecta a la teoría propiamente dicha, el método de Marx es el método deductivo de toda la escuela inglesa, cuyos defectos y ventajas son comunes a los mejores economistas teóricos". El señor Maurice Block -"Les théoriciens du socialisme en Allemagne". Extrait du Journal des Économistes, juillet et aoüt 1872- descubre que mi método es analítico y dice, entre otras cosas: "Con esta obra, el señor Marx se coloca al nivel de las mentes analíticas más eminentes". Los críticos literarios alemanes alborotan, naturalmente, acusándome de sofistería hegeliana. La revista de San Petersburgo Viéstñik levropi (El Mensajero de Europa), en un artículo dedicado exclusivamente al método de El capital (número de mayo de 1872, pp. 427-436), encuentra que mi método de investigación es estrictamente realista, pero el de exposición, por desgracia, dialéctico-alemán. Dice así: "A primera vista, y si juzgamos por la forma externa de la exposición, Marx es el más idealista de los filósofos, y precisamente en el sentido alemán, esto es, en el mal sentido de la palabra. Pero en rigor es infinitamente más realista que todos sus predecesores en el campo de la crítica económica... En modo alguno se le puede llamar idealista” [14].
Es significativo que Marx dedique un amplio espacio a transcribir el contenido de un autor ruso bastante desconocido, cuyo nombre no menciona. Pero ese economista ruso, que los historiadores han identificado, de nombre Ilarión Ignátievich Kaufmann, profesor la Universidad de San Petersburgo, había hecho una sobria y esforzada lectura de El Capital que Marx no duda en reconocer; además, le sirve como broche para legitimar su sospecha: ni quienes se acercan con honestidad y desinteresadamente al texto, con incontaminada voluntad teórica, llegan a apreciar su peculiaridad, a captar su esencia. El obstáculo, parece pensar Marx, es objetivo, pues afecta incluso a los teóricos de la economía amantes del saber y distantes del compromiso práctico.
Con el pretexto de que tal vez la exposición del profesor ruso pueda interesar a lectores para quienes es inaccesible el texto ruso, Marx recoge un extenso resumen de su elogiosa crítica a El Capital. La he transcrito aquí, en lugar de remitir al lector a la edición del texto marxiano, para no interrumpir la argumentación de Marx, pues estos fragmentos de la reseña forman parte importante de la misma, como veremos. Cita Marx al profesor I.I. Kaufmann, que dice:
“Para Marx, sólo una cosa es importante: encontrar la ley de los fenómenos en cuya investigación se ocupa. Y no sólo le resulta importante la ley que los rige cuando han adquirido una forma acabada y se hallan en la interrelación que se observa en un período determinado. Para él es importante, además, y sobre todo, la ley que gobierna su transformación, su desarrollo, vale decir, la transición de una a otra forma, de un orden de interrelación a otro. No bien ha descubierto esa ley, investiga circunstanciadamente los efectos a través de los cuales se manifiesta en la vida social… Conforme a ello, Marx sólo se empeña en una cosa: en demostrar, mediante una rigurosa investigación científica, la necesidad de determinados órdenes de las relaciones sociales y, en la medida de lo posible, comprobar de manera inobjetable los hechos que le sirven de puntos de partida y de apoyo. A tal efecto, basta plenamente que demuestre, al tiempo que la necesidad del orden actual, la necesidad de otro orden en que aquél tiene que transformarse inevitablemente, siendo por entero indiferente que los hombres lo crean o no, que sean o no conscientes de ello. Marx concibe el movimiento social como un proceso de historia natural, regido por leyes que no sólo son independientes de la voluntad, la conciencia y la intención de los hombres, sino que, por el contrario, determinan su querer, conciencia e intenciones… Si el elemento consciente desempeña en la historia de la civilización un papel tan subalterno, ni qué decir tiene que la crítica, cuyo objeto es la civilización misma, menos que ninguna otra puede tener como base una forma o un resultado cualquiera de la conciencia. O sea, no es la idea, sino únicamente el fenómeno externo lo que puede servirle de punto de partida. La crítica habrá de reducirse a cotejar o confrontar un hecho no con la idea sino con otro hecho. Lo importante para ella, sencillamente, es que se investiguen ambos hechos con la mayor precisión posible y que éstos constituyan en realidad, el uno con respecto al otro, diversas fases de desarrollo; le importa, ante todo, que no se escudriñe con menor exactitud la serie de los órdenes, la sucesión y concatenación en que se presentan las etapas de desarrollo. Pero, se dirá, las leyes generales de la vida económica son unas, siempre las mismas, siendo de todo punto indiferente que se las aplique al pasado o al presente. Es esto, precisamente, lo que niega Marx. Según él no existen tales leyes abstractas… En su opinión, por el contrario, cada período histórico tiene sus propias leyes… Una vez que la vida ha hecho que caduque determinado período de desarrollo, pasando de un estadio a otro, comienza a ser regida por otras leyes. En una palabra, la vida económica nos ofrece un fenómeno análogo al que la historia de la evolución nos brinda en otros dominios de la biología... Al equipararlas a las de la física y las de la química, los antiguos economistas desconocían la naturaleza de las leyes económicas… Un análisis más profundo de los fenómenos demuestra que los organismos sociales se diferencian entre sí tan radicalmente como los organismos vegetales de los animales… Es más: exactamente el mismo fenómeno está sometido a leyes por entero diferentes debido a la distinta estructura general de aquellos organismos, a la diferenciación de sus diversos órganos, a la diversidad de las condiciones en que funcionan, etcétera. Marx niega, a modo de ejemplo, que la ley de la población sea la misma en todas las épocas y todos los lugares. Asegura, por el contrario, que cada etapa de desarrollo tiene su propia ley de la población… Con el diferente desarrollo de la fuerza productiva se modifican las relaciones y las leyes que las rigen. Al fijarse como objetivo el de investigar y dilucidar, desde este punto de vista, el orden económico capitalista, no hace sino formular con rigor científico la meta que debe proponerse toda investigación exacta de la vida económica… El valor científico de tal investigación radica en la elucidación de las leyes particulares que rigen el surgimiento, existencia, desarrollo y muerte de un organismo social determinado y su remplazo por otro, superior al primero. Y es éste el valor que, de hecho, tiene la obra de Marx" [15].
Esta trascripción, fragmentada pero amplia, que hace Marx del comentario del autor ruso, puede pasar muy bien por exposición “marxista”; un tanto esquemática, tal vez, pero no más que la media de muchos fieles de Marx. Podríamos pensar que Marx la usa como autodefensa, para mostrar que cuenta con serios y sólidos reconocimientos en algunos sectores de la Academia; pero, para ser sincero, tengo la impresión de que la usa como justificación extrema de su desánimo ante la terrible constatación de que su libro no es accesible ni a los más cualificados economistas. Desánimo profundo, desolador, en tanto que no surge sólo de la crítica enemiga, que hace lo que se espera de ella, sino también en la crítica amiga, y de modo definitivo en la crítica positiva, elogiosa. En este sentido, la más insufrible desesperanza está unida a análisis y valoraciones como las de I.I. Kaufman, que describen con lucidez la esencia del texto y que, por límites conceptuales históricamente determinados y que no responden a meras contingencias subjetivas, incluyen la acertada descripción del texto en una matriz categorial que la pervierte, que convierte el juicio de valor de máximo reconocimiento en negación de la validez del mismo, todo ello gracias a una enojosa falacia performativa. Es lo que expresa Marx en un comentario exquisito, que rezuma su habitual ironía, tras la paráfrasis del texto ruso. Dice Marx: “Al caracterizar lo que él llama mi verdadero método de una manera tan certera, y tan benévola en lo que atañe a mi empleo personal del mismo, ¿qué hace el articulista sino describir el método dialéctico?”. Es eso, ha descrito el método de Marx como lo que es, como método dialéctico, pero como no tiene el concepto del mismo no lo puede pensar así, sino como su opuesto, como analítico-deductivo. El profesor ruso no puede llamar a las cosas por su nombre porque carece del concepto, tal que describe y elogia la dialéctica marciana como no dialéctica, o sea, elogiando a su opuesto. ¿Cómo no sentirse asolado?
Desde el pragmatismo contemporáneo tal vez tendamos a pensar que el nombre es irrelevante, que lo que importa es la cosa. Pero Marx no cree en las cosas, su ontología no es cosista ni esencialista, es dialéctica. Por tanto, silenciar el nombre aquí equivale a ignorar el concepto; y sin iluminar la descripción del autor ruso desde la perspectiva ontológica dialéctica, resulta una descripción naturalista, mecánica, que sea cual fuere el valor que se la asigne no es la que busca Marx, no es la ciencia por la que quiere ser reconocido. Con lo cual la más certera y amiga de las críticas suscitadas por el Libro I de El Capital se revela como la más inquietante de todas, pues pone de manifiesto la sospecha arraigada en Marx respecto a la incomprensión general de su obra; muestra que su desolación deriva de que no reconoce a ninguno de los comentaristas de su obra ninguna legitimidad teórica -científica y filosófica- para ejercer la crítica de su libro, de su pensamiento.
Para comprender que ese estado de consciencia de Marx que postulamos no es mera quimera, basta leer las páginas anteriores del “Epílogo”, donde hace una descripción del nacimiento, génesis y ctisis de la Economía Política. Clásica, dela ciencia económica “capitalista”, en tanto nace de la mano del capitalismo burgués, se desarrolla al compás de las necesidades y obstáculos de éste y degenera cuando el propio capitalismo muta, se metamorfosea, y debe liberarse de su camisa. No nos detendremos en estas lúcidas páginas en ls que liga el desarrollo del saber de una ciencia a la vida, a la producción, a los conflictos, a las luchas, pero recomiendo vivamente su lectura.
Todo esto viene a cuento porque, a mi entender, este contexto de discusión y este estado de ánimos de Marx son los elementos que están en la base de sus siguientes reflexiones; las directamente conectadas con nuestro objetivo; este contexto y el estado de ánimo al que induce son las determinaciones que le empujan a pensar y a pensarse, a pensar la ciencia económica, su método, y a pensar su propia ciencia y su método dialectico, esa diferencia que actúa de obstáculo entre él y sus críticos. Diferencia entre su representación de sí mismo y la que de él hacen los otros, que en unos de sus aspectos se concreta en la identidad o diferencia entre su dialéctica y la de Hegel, entre los métodos de ambos.
3.2. Expresada su decepción, consciente de que el diálogo científico resultaba imposible, y tal vez convencido de que sus interlocutores eran “otros”, los que la propia sociedad iría produciendo al transformarse y para transformarse, Marx responde con su propuesta ad futurum. De entrada, puesto que se habla de método, de método científico, nos ofrece una ligera pero precisa diferenciación entre dos momentos del mismo, el del análisis y el de la exposición, entre el orden de la investigación y el orden del saber o del conocimiento, que es la mejor manera de salir del fango de la eterna confusión entre realismo e idealismo, eludiéndola, dándole la espalda:
“Ciertamente, el modo de exposición debe distinguirse, en lo formal, del modo de investigación. La investigación debe apropiarse pormenorizadamente de su objeto, analizar sus distintas formas de desarrollo y rastrear su nexo interno. Tan sólo después de consumada esa labor puede exponerse adecuadamente el movimiento real. Si esto se logra y se llega a reflejar idealmente la vida de ese objeto, es posible que al observador le parezca estar ante una construcción apriorística” [16].
Así de fácil. Para conocer lo real, para apropiarnos mentalmente de lo real, para producirlo en idea, pues eso es conocimiento, no tenemos otra vía que el análisis, que es descuartizamiento de la unidad de lo real, que es separación, distinción, en definitiva, abstracción sucesiva de algunas de sus partes, características o determinaciones; esa tarea del pensamiento es “trabajo”, es “práctica”, como dirá correctamente Althusser. Solo al final, cuando tras la reconexión de lo escindido, la combinación de lo separado, la reestructuración de lo fragmentado, se reestablece el objeto, se recupera la unidad, sólo entonces salimos de la abstracción y regresamos a lo concreto, sólo entonces recuperamos lo concreto. Pero, nos advierte Marx, en ese momento no recuperamos lo concreto material, no el objeto físico, sensible, vivido, que habíamos fragmentado en el análisis al tiempo que habíamos fragmentado nuestra idea, noción o concepto empírico del mismo en una pluralidad de partes o determinaciones abstractas; lo que recuperamos o reconstruimos es un nuevo concreto, un concreto de pensamiento; si se quiere, producimos una representación-concreta, no un empírico-concreto. Y esa representación concreta, ese concreto de pensamiento, es lo real para nosotros, lo real en modo idea, el objeto empírico en su existencia ideal. Hasta tal punto, nos dice Marx como previendo que las dificultades de comprensión nos arrastraran a ver el conocimiento como algo mágico, como mero juego en la idea, juego idealista, que cuando el proceso de conocimiento, con sus tiempos, se ha hecho bien, generará en el oyente o el observador -impresión equívoca pero expresiva-, la impresión de que de que se trata de "una construcción apriorística”, una construcción ideal del mundo, una ficción demiúrgica. Es decir, la perfección en el conocimiento, en nuestras representaciones de las cosas, -en nuestros conceptos, en nuestras categorías-, dará la impresión de haber construido el objeto apriorísticamente, al margen de la realidad empírica.
Esa realidad en modo ideal, no conmutable con una realidad idealizada, ese objeto construido adecuadamente en la idea, para Marx no es mera subjetividad; no podríamos decir del mismo que es lo real para nosotros si lo interpretemos como mera “representación” subjetiva, bajo el supuesto ontológico implícito que distingue radicalmente y sin mediación posible entre lo real en sí y lo real representado, tal como lo interpretaba Kant; o sea, podemos decir real para nosotros siempre que el “para” no subjetivice, no relativice, simplemente describa, simplemente enuncie la aparición de la realidad en nuestra consciencia, el modo de ser lo real en la consciencia, que si bien no hace de espejo pasivo sí hace de escenario donde la realidad se revela, se deja ver y aprehender, tal que ser cosa en la realidad y ser representación en el sujeto se identifican; como ocurre cuando la consciencia no es falsa consciencia, cuando es consciencia del sabio que ha ido ajustando la representación de la cosa en el análisis continuado y constante de sus partes.
No deberíamos preocuparnos por la sospecha justa de que la forma del ser para nosotros es la única forma de presencia de lo real en la consciencia que está a nuestro alcance, la única forma posible de conocimiento de lo real; ni siquiera del hecho inevitable de que la representación es una forma de lo real producido por y para nosotros. O sea, no deberíamos preocuparnos en exceso por el riesgo de subjetivismo, que siempre acecha a nuestra consciencia; está ahí, sí, pero es siempre un riesgo a asumir, como el de muerte para la vida. De hecho, la verdad o la realidad de la representación se ha jugado en el análisis, en la investigación; es en ese momento en el que se decide la realidad del conocimiento, la verdad material de la representación; y aunque ésta siempre sea parcial, y siempre queden vínculos con la realidad material por explorar, -vínculos que seguirán ahí, retándonos, negando la insuficiente realidad de nuestras representaciones, cuestionando su verdad y exigiéndonos nuevos análisis y nuevas reconstrucciones de nuestras representaciones para que cada vez sean más reales…-, aunque sea finita, digo, no carece de valor, tiene su verdad, como la tienen los productos que el químico reproduce y reproduce en procesos cada vez más afinados consiguiendo así que sean más adecuados. Al fin, como criticaba Spinoza Descarte en su Tratado de la reforma del entendimiento, alternativa al Discurso del método del pensador francés, la verdad, la verdad de las ideas, no es cuestión de “claridad y distinción” es cuestión de “adecuación”; la verdad consiste en que las ideas, los conceptos, ocupen sus puestos en el arbor scientiarum, y éste no es un camino transitable de intuición en intuición, como se representa en la unidad del saber acabado, en el momento de la exposición, sino un camino que se recorre por progresivo esclarecimiento de la oscuridad, por continua perfección del orden
Pero detengámonos un momento en una de las ideas, la expresada en el enunciado final del texto marxiano antes citado del siguiente modo: “Si esto se logra y se llega a reflejar idealmente la vida de ese objeto, es posible que al observador le parezca estar ante una construcción apriorística”. Idea de gran profundidad y exquisita autoconsciencia, pues nos dice, por un lado, que cuanto más exitosa y real es la reconstrucción mental del objeto, más parece reconstruida “a priori”, especulativamente, e incluso idealistamente; por otro lado, nos sugiere que si hemos de llegar o acercarnos a esa construcción que parezca construida de forma apriorista, y hemos de hacerlo, estamos comprometidos a no caer en el apriorismo, a no ceder a mera especulación. Esta doble determinación de la construcción justa de lo real, que parezca a priori sin serlo, que parezca idealista sin serlo, aunque su reino sea el de la idea, define por acotación un método que con frecuencia olvidamos, incluso cuando practicamos la defensa del método marxiano y su dialéctica. Un método que exige al filósofo asumir el riesgo de parecer especulativo y recalcitrante idealista, pagar ese precio. Riesgo que al menos lleva el consuelo de ser antídoto de otro riesgo bien conocido por la historiografía, más tosco y grosero, el del materialismo del materia, “materialismo mecanicista” entre los marxistas.
Así es como, en su respuesta a los críticos, en ese estado de ánimo de un autor entristecido por el escaso éxito y, sobre todo, por la escasa comprensión del libro, se ve arrastrado Marx a repensar su relación con Hegel. Lo hace con cierto cansancio, como si estuviera harto de explicar lo mismo, pues no ha cesado en el empeño desde su Contribución a la Crítica de la Filosofía del derecho de Hegel, La Sagrada Familia, La ideología alemana o la Miseria de la filosofía; frustrado de no hacerse entender, de tener que decir a los críticos cómo deben leer su obra. Le parece tan obvia la diferencia de su dialéctica, de su ontología, respecto a la hegeliana como respecto al positivismo de los economistas; le cansa haber de explicar su método a quienes no lo han aprehendido en la lectura de su libro.
Esa diferencia es compatible con el hecho de que Marx, en su evolución intelectual, no dejó nunca de mirar a Hegel de reojo; son muchos los momentos en que se refiere al maestro de Stuttgart, aunque sea para marcare diferencias. Si pusiéramos en línea cronológica todas esas referencias, si leyéramos las descripciones de esos momentos en que Hegel irrumpió en su consciencia dejando huella, tal vez constataríamos un hecho realmente elocuente: Marx se fue preocupando cada vez menos de liberarse de Hegel y de negar a Hegel, como si aquel asfixiante abrazo juvenil ya le pesara poco, como si tuviera consciencia de que la carga se había vuelto ligera y seleccionada, soportable y bien dominada; en fin, como si reconociera que librarse del todo de las huellas de Hegel era imposible; y, en fin, tal vez también porque considerara que tal liberación era innecesaria mientras sean huellas identificadas, asimiladas y hechas propias, huellas metabolizadas en su obra, que la alimentan en vez de desfigurarla. En consecuencia, me parece que para el propio Marx lo intolerable no era ya la presencia en su pensamiento del fantasma de Hegel, sino la cerrazón de quienes no le ven a él cargando a sus hombros el fantasma como un juguete infantil, que le entretiene y divierte más que le deforma y obstaculiza.
4. La diferencia como oposición.
Es en esta respuesta marxiana a los críticos donde hemos de buscar mimbres para descifrar los secretos de su compleja relación con Hegel. Aquí aparecen los dos pasajes “áureos”, que diría Vico, para fundar esa relación; y aquí, a lo largo del “Epílogo” aparece el escenario, el contexto del último posicionamiento marxiano ante el filósofo de Stuttgart, un posicionamiento muy sincrético y abstracto, activado por su consciencia herida. En el “Epílogo” encontramos los dos mencionados pasajes, tan áureos como problemáticos, de la oposición y la inversión. Hemos de analizarlos detenidamente, pues manifiestan la toma de posición de Marx; y también porque a estos pasajes, como veremos, recurre Althusser de forma tan frecuente como directa y detenida, y es con el autor francés con quien nos hemos propuesto dialogar en este ensayo.
Marx dice literalmente “mi método dialéctico es el opuesto al de Hegel”, y esta valoración no puede menospreciarse. Lo dice de forma contundente, en apenas dos páginas, pero tan densas que en ellas encontramos las referencias marxianas a Hegel más directas y penetrantes desde sus textos de juventud; dos páginas donde se plantea casi simultáneamente, de forma combinada, la oposición y la inversión entre ambos autores.
Analizaremos ambos problemas por separado. Comencemos por el pasaje de la oposición. Althusser se apoya más en el otro, en el pasaje de la inversión, pero hemos de analizar en profundidad los dos y Marx comienza con este. Aunque en el mismo no se mencione la inversión, con frecuencia ésta se identifica o se “deduce” de la oposición, gracias a los usos flexibles de los términos en el lenguaje natural. Por otro lado, en el fondo del problema están los latidos de dos categorías, identidad y diferencia, sobre las que algo hemos de decir; especialmente sobre esta última, para evitar confundirá con la oposición, pues si bien toda oposición implica diferencia, no debe tomarse toda diferencia como oposición. Pretendo aquí establecer distancia entre diferencia y oposición en el territorio filosófico, para poder argumentar que se puede reconocer la no identidad entre dos filosofías, en nuestro caso la de Hegel y la de Marx, y por tanto la diferencia entre ellas, todo lo intensa y extensa que se quiera, sin que con ello se haya ofrecido ningún argumento sobre su inversión o su oposición. Es lo que ahora quiero argumentar.
4.1. Leídas con detenimiento las páginas del “Epílogo” en que responde a las recensiones del Libro I de El Capital, años antes publicado, y puestas en su contexto, vemos que realmente rezuman hartazgo y resignación, rabia y decepción; y, releyéndolas atentamente, se puede advertir la frustración de Marx ante su sospecha de que no logrará acabar con el fantasma de Hegel que nublaba la lectura de sus lectores, de que nunca logrará que se le vea con perfil propio e inequívoco, como él se ve a sí mismo en su consciencia de sí. No es extraño al respecto que casi la totalidad de los comentarios giren en torno al método seguido, y en particular a su uso y su validez en las ciencia económica, así como a la modalidad o especificidad de su dialéctica; y, en el fondo de esas valoraciones, más o menos encubiertas, las alusiones a su relación con la filosofía alemana, que es una forma neutra de aludir al hegelianismo. De ahí que, percibiendo las vibraciones, de forma tajante, como si no hablara a los sordos que no quieren oír sino al futuro que ya le escuchaba, -y tal vez también a sí mismo, para reafirmar su perfil, para consolarse y resistir-, escribe el siguiente pasaje, uno de los más decisivos en el largo debate historiográfico sobre la relación Hegel-Marx:
“Mi método dialéctico no es solo en su principio (der Grundlage nach) distinto del método de Hegel, sino que es directamente su opuesto (Gegenteil). Para Hegel el proceso del pensamiento, que él convierte bajo el nombre de Idea en un sujeto autónomo, es el demiurgo de lo real, y éste no representa (bildet) sino su fenómeno. Para mí, por el contrario, lo mental (das Ideelle) no es sino lo material traspuesto y traducido en la cabeza del hombre” [17].
Este es el pasaje de la oposición, tal como aquí lo llamaremos. La traducción de P. Scaron es sustancialmente coincidente con la de M. Sacristán [18]; ambas traducen correctamente lo que Marx dice; una y otra, en su fidelidad a la letra del texto marxiano, contribuyen objetivamente a apuntalar y extender la tesis de la inversión, aunque en esta cita en rigor no se mencione. Con ello quiero decir que, ciertamente, el problema hermenéutico no es de los lectores o traductores, sino que está ahí, en el texto marxiano, que aunque no obligue a ello, -pues no está literalmente escrito-, se deja e incluso invita a leer como una descripción de trazo grueso de la filosofía hegeliana, en la que ésta aparece como teorización de la producción del mundo por el pensamiento, frente a la marxiana que se anuncia a sí misma como la producción del pensamiento por el mundo. Esa contraposición, que no contradicción (contradictorio sería afirmar la validez de ambas), entre ambas representaciones presenta a ambas filosofías como opuestas; y, sin duda, favorece la óptica de la inversión.
Insisto, no se dice así, tan groseramente, en el texto, pero es el sentido al que parece apuntar cuando la lectura es espontánea, poco crítica y afectada por las líneas de fuerza del campo magnético del dualismo dominante. Nada que objetar, por tanto, a los excelentes traductores de Marx, tal vez los más relevantes de nuestro universo lingüístico castellano, y en todo caso los que nos han permitido leer y releer las obras marxistas. Nada que objetar, reitero, pues dicen lo que dice Marx; el problema, si como parece existe, está en el texto de Marx; a nosotros nos corresponde interpretar de manera argumentada si la open question reside en la materia o en la forma, en el sentido o en la expresión del texto, ese decir, si éste expresa bien la idea marxiana de la filosofía hegeliana o si la expresa deficientemente por tratarse de una mera referencia polémica, muy abstracta y sincrética, forzada por la ocasión.
Todos sabemos que a veces la lealtad a la letra implica deslealtad al concepto, especialmente cuanto el autor no ha sido suficiente cuidadoso al expresar éste. Creo que el caso que nos ocupa ejemplifica una de esas ocasiones. Marx no se nos muestra aquí muy cuidadoso en la descripción de la filosofía de Hegel, y tampoco en la suya propia. Es comprensible, no se trataba de eso, no era la hora del análisis, era un pequeño excurso de la argumentación retórica, un gesto del debate.
La forma extremadamente sintética y abstracta de caracterizar ambas filosofías contribuye a dar una idea de las mismas esquemática y simplista; su finalidad no es otra que fijar y remarcar radicalmente la diferencia, y no hay forma retórica más eficiente de hacerlo que enunciando su oposición. Nos las presenta como caminos opuestos, aunque los llame métodos opuestos. Cierto, el método es un recorrido, que incluye un camino, pero no es sólo camino abstracto, incluye también una dirección y una manera de recorrerlo. Como todo camino, tiene ida y vuelta, tiene dos direcciones, y no es trivial el sentido elegido; además, su concreción no es sólo eso, ya que en una u otra dirección el camino metodológico puede recorrerse de formas diversas, cartesiana o kantiana, platónica o spinoziana, con ritmo dialéctico fichteano o hegeliano, en re mayor o en si bemol, erguido recio, marcial y épico o haciendo eses, embriagado y ensoñado en el paisaje… Esta riqueza de determinaciones es propia de cualquier método, y con más argumentos en el marxiano y en el hegeliano, en que la dialéctica es método y es ontología estrechamente trenzadas y acompasadas. Por tanto, leer en el pasaje la oposición materialismo/idealismo nos lleva no sólo a malinterpretar su diferencia, sino a malentender los referentes, uno y otro, a trivializar el materialismo (marxiano) sacralizándolo y a menospreciar el idealismo (hegeliano) satanizándolo, y todo provocado por una desafortunada expresión de Marx (o por una superficial lectura nuestra que hace abstracción del contexto de enunciación de esa diferencia). Para no caer en ese campo de fuerzas que arrastra al pensamiento, y dado el incuestionable conocimiento que Marx tenía de la filosofía hegeliana, habremos de buscar bajo la expresión ligera o desafortunada una interpretación del texto más afinada y coherente con la ontología marxiana, en que ambas filosofías no resulten tan toscamente descritas.
El “Epílogo” fue escrito, como he contado, desde la desilusión por el escaso éxito de la publicación del Libro I de El Capital y la dolorosa y desesperante frustración de comprobar que no se ha entendido su discurso. En ese contexto hay que situar esta cita, dirigida como lamento cósmico al futuro lector abstracto por el pensador que no encuentra lectores que sepan leer su libro; un lamento escéptico que viene a decir: “mirad, no entienden nada, no saben leer, no saben apreciar las diferencias, llegan a confundirme con Hegel, son incapaces de constatar algo tan obvio como que la filosofía hegeliana va de las ideas al mundo y la mía va del mundo a las ideas. ¡Tan sencillo y no lo ven!”.
Yo creo que esta reescritura de la idea recogida en el pasaje refleja bien el sentido de la misma; ese es el sentido de la cita, sentido que el lector saca literalmente del texto de forma inmediata, y que inevitablemente oculta el fuerte condicionamiento del mismo por el contexto emotivo que la provoca y domina. Y si no se hubiera ido más allá, si la lectura se hubiera mantenido en los límites de ese recorrido, o sea, en la enunciación de una radical diferencia, las indudables carencias de la expresión serían irrelevantes. Pero no ha sido así, sino que en la larga y densa tradición historiográfica marxista esa interpretación se ha desplazado de descripción de un hecho a fundamento teórico y de autoridad para la caracterización de la filosofía marxiana frente a la hegeliana; más aún, se ha puesto incluso como referente obligado en la definición de la posición materialista en filosofía, siempre frente a la posición idealista. Y en este nuevo escenario, de mucha mayor amplitud e importancia, la expresión del pasaje de la oposición, su léxico, agiganta su transcendencia. Ahora hay que sacar de ella algo más, mucho más, que la obviedad de que la filosofía marxiana es muy diferente de la hegeliana y “en cierto sentido opuesta”; ahora, aunque de forma condensada, hay que extraer de ella una descripción, simple y abstracta, pero descripción, de la filosofía hegeliana y de la marxiana, y de los métodos de ambos. Y para ello se necesitan las herramientas adecuadas, el lenguaje y los conceptos apropiados, los medios teóricos para producir la diferencia.
Lo curioso es que Marx ya estaba en posesión de esos medios teóricos, como había exhibido y puesto de relieve de manera magistral en el Libro I de El Capital; era consciente de esta posesión, y por ello se irritaba ante una academia que no sabía leer su escritura. Tenía un envidiable conocimiento de la filosofía hegeliana y había desarrollado una ontología propia de potente capacidad explicativa del ser social. Si no la usó en este pasaje, y obviamente no la usó, se debió al contexto del “Epílogo” al que acabamos de hacer referencia. Ese es el motivo principal, al que tal vez quepa añadir que no sabía lo que ya en sí nos resulta inimaginable, a saber, que la tradición marxista convertiría estas líneas en oráculo del nuevo orden del ser. El resultado final ha sido que, tras ese largo recorrido que hoy sigue prolongándose, en nuestro tiempo se haya de afrontar la tarea más propia de la filosofía, la de dudar, cuestionar, negar todo aquello que ha llegado a ser evidente, o a ser tenido por evidente.
En concreto, hay que abordar la tarea crítica de estas tres frases que constituyen el pasaje de la oposición del “Epílogo”, con un doble objetivo. Uno, buscar una interpretación que, respetando la literalidad y la semántica, nos ofrezca una caracterización filosófica de Hegel y de Marx, y de la relación entre ambas, más coherente con la idea que el propio Marx tenía y nos muestra en sus obras y, sobre todo, más coherente con la hermenéutica contemporánea de ambos autores. Dos, supuestos los límites del texto para expresar con fidelidad las posiciones de ambos autores, hay que buscarle un lugar más apropiado que el hasta ahora ha gozado y sustituir su hegemonía por otros que nos proporcionen una idea más justa de Hegel y de Marx, y de su relación.
La primera tarea pasa por una nueva lectura de la cita, echando mano de cierto aparato filológico, y en espera que otros, más aptos y duchos en estos menesteres, hagan suyo este proyecto y tiren del mismo sin contemplaciones. La segunda, en cambio, pasará por continuar el diálogo abierto con L. Althusser, y buscar nuevos rostros de Marx y de Hegel con valor de uso en nuestro tiempo. Comencemos por la relectura de la cita.
4.2. “Distinto” y “opuesto”, dice en la primera sentencia del texto citado; así ve Marx los principios o fundamentos de los métodos dialécticos suyo y de Hegel, como métodos distintos y opuestos… en su principio, en su fundamento. Está bien que aplique y subraye la doble delimitación, pues así reconoce que la distinción y la diferencia no se identifican con la oposición. Son condición de posibilidad de ella, condición necesaria, pero en ningún modo suficiente. A veces sí, a veces la diferencia se revela como oposición; y en el mundo social, que aquí nos ocupa, esa forma peculiar de la diferencia que llamamos desigualdad es siempre oposición o su antesala. No obstante, nos conviene en el análisis no confundir diferencia y oposición, no presuponer su universal identidad; del mismo modo que nos interesa resaltar la no identidad entre oposición e inversión; enseguida veremos los motivos.
Volvamos a nuestro tema. Decía que Marx afirma rotundamente de se método que es distinto, diferente, y opuesto al de Hegel. Podía ser diferente y no opuesto, pero él no lo ve así. Afirma también la oposición entre ambos. No estamos obligados a aceptar su sentencia, faltaría más; él no solía aceptar los autorretratos de los otros, no aceptemos de entrada el suyo. Indaguemos en el exterior de su autoconsciencia las claves para descifrar su diferencia con Hegel, la verdad de su relación filosófica con el filósofo de Stuttgart; y hagámoslo teniendo en cuenta que ese exterior no lo constituye sólo la realidad empírica, el medio material donde los hombres realizan su vida, sino también el contexto teórico, el aparato conceptual en que los hombres de una época producen su pensamiento, con sus identidades y diferencias.
Hemos de leer con mucho detenimiento esta cita. Las diferencias sustantivas entre las diversas traducciones en diferentes lenguas parecen un síntoma de que en ella se esconde el secreto de las diferencias ontológicas entre Hegel y Marx, o sea, que es uno de los lugares adecuados donde buscarlas. Por eso debemos tener presente el texto de la edición alemana [19], que marca límites a la traducción; si bien respetando esos límites la traducción puede y debe buscar el sentido. Creo que las ediciones en castellano de P. Scaron y M. Sacristán que seguimos, como siempre ajustadas a la letra y al concepto, recogen bien el sentido del fragmento. Aunque, como es obvio, con la máxima lealtad y respeto a los significantes siempre se puede enfatizar significados de sus términos que, comparados con los usos de los mismos en otros textos, y teniendo en cuenta los objetivos que persigue en cada momento, ayuden a una traducción tal vez no más legítima pero sí más fundada.
Es obvio que en el texto Marx pretende enfatizar la diferencia entre ambos métodos, el de Hegel y el suyo; y es tan obvia esa diferencia como su voluntad de resaltarla; es la diferencia lo que está en juego, y Marx podría pasar de la afirmación enfática de la diferencia a la tesis de la oposición como mero recurso dialectico, al que todos recurrimos con frecuencia, por ser la oposición la expresión más radical de la diferencia. En el límite, la diferencia es o tiende a ser oposición; esta suele ser vista como exacerbación de las diferencias. Por eso digo que podríamos leer el texto marxiano como afirmación radical de las diferencias entre él y Hegel: ve su método tan distinto al del filósofo de Stuttgart, tan radicalmente diferente, que lo llama “opuesto” que lo presenta como opuesto. En este caso, pues, tal caracterización marxiana no tendría valor teórico, no seria una calificación descriptiva, sino meramente retorica, mero recurso literario para enfatizar las diferencias.
En consecuencia, los efectos retóricos de esa pretensión ocultan la identidad o comunidad de fondo entre los métodos de ambos filósofos. Identidad que se concreta, por un lado, en que ambos métodos son dialécticos, muy basados en la contradicción como determinación esencial de lo real, determinación que los une, y que en cierto modo los pone del mismo lado en el escenario de las confrontaciones filosóficas; identidad que se expresa, por otro lado, en que ambos métodos cabalgan sobre otra determinación ontológica de lo real compartida, su concepción del ser como proceso de producción, praxis (material o ideal, práctica o teórica), que también los pone del mismo lado. Porque, en su inferencia, la hegeliana es también una filosofía de la praxis, aunque este aspecto se haya silenciado en la literatura marxista. Los elementos de identidad, lo común que se oculta, los rasgos ontológicos compartidos a los que se resta esencialidad hasta parecer sombras sospechosas, están ahí, y no debiéramos invisibilizarlo aún más de lo que Marx lo hizo empujado por la coyuntura y, si mi lectura es acertada, por el efecto retórico de enfatizar la diferencia elevándola a oposición; la tradición marxista que ha convertido en profesión de fe un recurso literario tal vez debería revisar a fondo esta cuestión.
Efectivamente, ocultando por su aroma “hegeliano” algunos relevantes elementos ontológicos que ambos autores comparten, en la primera frase del párrafo encontramos su rotunda afirmación de una oposición frontal y radical de sus filosofías, en rigor, de sus “métodos”: frontal, como expresa la consideración de su método como “opuesto directo” al de Hegel; radical, como expresa el nivel en que sitúa la diferencia, que no es en la superficie o en los detalles, sino en su principio, en su “fundamento”, “der Grundlage nach”. Oposición frontal y radical, por tanto; distanciamiento querido, tal vez incluso forzado. Y no exento de incertidumbres, pues no deja de ser relevante que, al oponer los métodos, se apoya en su la oposición de sus “principios”, en sus “fundamentos”. Y resulta que ese fundamento no es “metodológico”, sino “ontológico”, pues no pertenece al método sino al sistema. De hecho, Marx no dice propiamente nada substantivo de ninguno de ambos métodos; simplemente ilustra la diferencia-oposición entre ellos señalando sus respectivos puntos de partida y llegada, la Idea y el Mundo; ésas son las únicas diferencias señaladas, el punto de partida y el de llegada, dos características en rigor accidentales y relativas, a mi entender no esenciales; dos rasgos que además, pertenecen al “sistema”, a la ontología. En una ontología genealogista, como lo son las de ambos autores, el origen, el principio o fundamento lo pone e impone el sistema, no lo elige el método; y en una ontología de la totalidad, como son ambas, el origen y el final son accidentales, meras conveniencias ocasionales. En Hegel eso es obvio, lo dice él mismo en el “Prefacio” a la Fenomenología del Espíritu pero encontramos la misma posición en Marx, basta recordar cuando, en su representación de los ciclos del capital, al pasar de la producción a la reproducción diluye la jerarquía de las figuras y revela la pura conveniencia pragmática de distinguir uno u otro ciclo, el del dinero, el de la mercancía, el del producto…, que implica el reconocimiento de que el ciclo del capital puede partir de cualquiera de sus momentos, según exija el análisis.
La frase del pasaje de la oposición no dice explícitamente nada más, aunque sea el origen de la larga batalla hermenéutica que llega a nuestros días y aquí nos ocupa. Podríamos buscar alusiones e implícitos: por ejemplo, que afirma la oposición, pero no la inversión: o que, si bien se señala el lugar de la diferencia, puesta en el principio, no se menciona ni siquiera el referente de la distinción, no se desvelan o caracterizan los principios metodológicos en que se asientan ambos métodos. Sí, se podrían señalar muchas vías de agua a la declaración marxiana, que reforzarían la idea señalada de que es una respuesta forzada por el contexto de escritura del texto, una breve replica a las reseñas críticas; pero todo ello sería irrelevante a nuestro objetivo actual, por lo cual nos limitaremos a unos breves comentarios marginales que nos acerquen y ayuden a perfilar los contornos de la diferencia entre los métodos marxianos y hegeliano.
La afirmación rotunda e incuestionable de la oposición entre ambos métodos no deja de ser en sí misma problemática. El concepto de “oposición” es claro en el lenguaje matemático: en el campo de los números reales, el opuesto de un número, o de una función que lo exprese, es su negación, o sea, es otro número o función del mismo valor absoluto y signo contrario; y el inverso también está bien definido algebraicamente como la unidad dividida por ese número o función. Como decía Vico con su genial principio del verum factum, las cosas hechas por los hombres son claras y pueden ser conocidas; por eso conocemos las Matemáticas y la Historia. En cambio, las hechas por Dios, como el mundo natural, son inescrutables. El opuesto de 4 es -4 y el inverso ¼, números inconfundibles. Pero estas relaciones de semántica tan clara en matemáticas no gozan del mismo privilegio en el lenguaje natural o en el filosófico, donde se dicen, como el “ser” en Aristóteles, de muchas maneras. En el lenguaje filosófico la oposición entre conceptos no suele ser tan transparente como en la matemática. Basta traer a escena la oposición espíritu/materia, o su versión subjetivista idealismo/materialismo, para constatarlo. Es intuitiva su diferencia, pero no su oposición; y menos aún su inversión, casi siempre convertida en metáfora.
Para ilustrar esta idea centrémonos en una oposición muy relacionada con lo que aquí nos preocupa, la oposición trabajo intelectual/trabajo manual. Su oposición no es hoy tan clara como parecía ayer. ¿No quedan ambos elementos identificados y un tanto indiscernible en la máquina? ¿No unifica ésta el saber y la acción material? ¿No se constituye sobre la presencia, sólo discernible por el análisis, de trabajo mecánico, trabajo vivo y saber? En consecuencia, ¿no deberíamos pasar por el tamiz de la duda esa tendencia histórica de la filosofía a imponer escenarios ontológicos dualistas, de oposiciones simples, cosificadas, metafísicas? Hay muchas razones para sospechar que la oposición se usa con excesiva frecuencia para elaborar tipologías groseras, a veces con carga ideológica, para la manipulación de la realidad.
Lo importante aquí y ahora es dejar establecido que la oposición entre los dos métodos es en sí misma problemática; y, sobre todo, advertir con claridad que asumir la oposición entre dos entidades, eventualmente entre dos métodos, no equivale en modo alguno a asumir la inversión. Marx no dice aquí que sean inversos; dice que son opuestos; y tampoco dice ni insinúa que la oposición equivale o implica inversión. La relación de inversión, tanto en matemáticas como en el lenguaje natural, y particularmente en el filosófico, tiene otros usos y connotaciones suficientemente bien definidos. Una inversión no es bajo ningún aspecto una oposición. Como ya es tópico, la inversión de Hegel no es Marx, sino Hegel cabeza a abajo.
4.3. La primera frase del pasaje afirma la oposición, no dice más; pero de hecho pertenece a un párrafo, a una argumentación; su sentido y límites se precisan en los enunciados siguientes. Si seguimos releyendo la cita, en la segunda y tercera frase aparece, se hace visible, se deja ver, el referente desde el que se dice la oposición entre los métodos en la primera. Si releemos la segunda, “Para Hegel, el proceso del pensamiento, al cual bajo el nombre de Idea convierte incluso en un sujeto autónomo…”, comprobamos que ese referente queda situado ni más ni menos que en la ontología, en el origen del ser. Y aquí se nos muestra un sugestivo problema a dilucidar. Como ya he señalado, creo que Marx y Hegel comparten la idea del ser o realidad como proceso productivo; por tanto, sus ontologías se acercan mucho. La diferencia debiéramos situarla no en el ser como principio ontológico, sino en el momento del ser que toman como origen de sus relatos: Hegel parte de la consciencia en su forma más elemental, como “certeza sensible", para acceder al saber absoluto, y Marx de la mercancía para elevarse al concepto de valor, a la verdad del capital. Claro que son diferentes puntos de partida que tienen sus efectos; claro que son distintos asaltos a la aprehensión conceptual de la realidad, pero esa diferencia no borra no los opone, aunque se estorben, non convierten uno en negación del otro, aunque se obstaculicen e imposibiliten. Una consideración a tener en cuenta al valorar este aspecto es que Hegel en la Lógica cambia el origen del recorrido de la Fenomenología, como Marx en El Capital abandona el seguido en La ideología alemana, donde se inicia con la relación elemental del hombre con la naturaleza, con el trabajo, no con la mercancía. Cambian el punto de partida porque no es esencial, porque con ser importante no es absolutamente determinante.
Soy consciente de que estas reflexiones marginales no son definitivas; espero no obstante que basten para relativizar bastante la oposición. Fijémonos en que Marx está hablando de la oposición entre los métodos, pero que en realidad se deriva al punto de partida, al origen del relato de sus respectivas filosofías. Aunque en ese origen no se juegue el “principio” ontológico, la concepción del ser, la ineludible determinación de la consciencia del lector por la historiografía acaba contaminando de ontología ese indiferente punto de partida, o sea, lo que fue una decisión azarosa, pragmática o usual acaba siendo identificada con una toma de posición filosófica consciente y apodíctica. Hegel parte de la Idea porque es “idealista", parece sentenciarse. Por consiguiente, se viene a concluir que la laxa descripción por Marx del punto de partida suyo y de Hegel enuncia una calificación y valoración de ambas filosofías como opuestas; y, sin explicitarlo, se interpreta que nos remite a la oposición idealismo/materialismo.
Con excesiva alegría se olvida que los métodos no pueden caracterizarse propiamente de materialistas o idealistas, en función del universo ontológico a que se apliquen, o del punto de partida; si se hace así, se cae en la mera retórica, fácil recurso a la metonimia. Son las ontologías las susceptibles de estas calificaciones, que caracterizan prima facie los contenidos y sólo por asimilación se aplica a los métodos. Pero incluso así, en el caso que nos ocupa, no es tan evidente que un proceso de pensamiento que parta de las ideas y se remonte a las cosas sea idealista por asimilación, y si el recorrido es el opuesto, de las cosas a las ideas, sea asimilable al materialismo. Esta interpretación es tal vez la dominante, pero carece de buenos fundamentos. En todo caso, de momento nos basta con dejar claro que la supuesta o real oposición ontológica de los principios materialista e idealista no implica la oposición metodológica, que es la que explícitamente afirma y trata de argumentar Marx.
Quiero aquí llamar la atención sobre la herencia cartesiana del dualismo de las substancias, el legado maldito de la distinción entre res cogitans y res extensa, que condenó a toda la filosofía de la modernidad a pasar sus días ante ese su muro de las lamentaciones. Fue tan radical el abismo establecido entre ambas substancias, que su comunicación se revelaba imposible; ni podía pensarse, como intentaban los racionalistas, ni podía imaginarse, como buscaban los empiristas. No podía percibirse su relación, se pensara la percepción en clave de concepto o en clave de imagen.
Nótese que así se negaba toda viabilidad a la relación productiva que la filosofía había buscado a lo largo de su historia, desde aquellos atomistas griegos que veían verosímil explicar el conocimiento de lo real desde la emisión por los objetos de finísimas películas (“especies”) que viajaban hasta impresionar nuestros sentidos, hasta el atomismo moderno que daba base a la explicación de la formación de nuestras representaciones de los objetos por mediaciones físicas. El dualismo cartesiano hacía imposible incluso la comunicación de las substancias; la sugerencia de buscar el nexo en la glándula pineal tal vez fue una broma para entretener a los filósofos en el misterio.
No podemos entrar en esta historia, pero sí hacer constar que los grandes relatos metafísicos -del ocasionalismo del padre Malebranche a la armonía preestablecida de Leibniz, de la reducción monista spinoziana expresada en su “Deus sive Natura” a la inquietante propuesta kantiana de dejar la cosa en sí fuera del alcance del entendimiento, como mero límite, como proveedor de efectos en la sensibilidad del sujeto transcendental (un sujeto sin yo, liberado en coherencia de su en sí), que se encarga de codificar y darles sentido- de la modernidad son intentos de salvar o sortear el reto maldito del dualismo cartesiano. Un dualismo que tenía el viento de cola, pues contaba a su favor con la larga tradición en occidente de la cultura y la teología cristiana, en la que el dualismo espíritu/materia, especialmente en la figura alma/cuerpo, había recorrido los siglos dominando por los residuos panteístas que se encontraba a su paso.
La verdad es que, en perspectiva de máxima abstracción, el escenario ontológico de Marx y de Hegel es también una respuesta alternativa al reto ontológico cartesiano, que no se conforma con la deriva monista, materialista ni idealista, sino que trata de dessubstancializar la substancia pensando lo real como producción o praxis. En ambas filosofías lo importante es la producción, de ideas y cosas, de conceptos y de medios de trabajo, de representaciones y sensaciones o de medios de vida y bienestar, de métodos y de leyes… En ambas filosofías las cosas “materiales" se producen con materias primas y medios de producción materiales y espirituales, así como las “ideales", “espirituales" o “mentales” se producen con elementos de producción de ambas determinaciones de la realidad. Por tanto, comparten un fondo filosófico denso y amplio, que en modo alguno debiera ser silenciado por la diferencia en el punto de partida.
La oposición idealismo/materialismo es una expresión tópica del dualismo de substancias. Al pretender distanciarse de Hegel, en la simplificación de la abstracción parece que la exigencia de la demarcación lleva a fijar el criterio en la coronación de la res cogitans o de la res extensa; establecida las substancias y su jerarquía, después vendrán los detalles y las diferencias secundarias. De momento, parece decirnos Marx, Hegel opta por la primera y él por la segunda; sin decirlo viene a sancionar que la de Hegel es una filosofía idealista y la suya materialista. Y así la diferencia, potenciada en oposición por el efecto hermenéutico del dualismo de substancia, oculta el potente fondo de identidad que comparten, entre cuyos elementos está la colección del der como praxis, como producción histórica, como proceso creativo de lo existente.
Rebajemos unos pasos la abstracción y adecuemos la mirada al nivel que marca el texto. En la segunda frase, que fija el fundamento de la filosofía hegeliana, encontramos el problema del término das Wirkliche. Los traductores suelen traducirlo por “lo real”, lo cual es correcto. La expresión “Demiurg des wirklichen” alude a lo real en el sentido de realizado, de creado. De este modo el significado de la frase queda así fijado: el proceso de pensamiento, substantivado y subjetivado como Idea, crea lo real, es el demiurgo de lo real entendido como lo que habitualmente llamamos real, es decir, del mundo empírico, del fenómeno. En esta ontología lo empírico-real pierde entidad y pasa a ser mera manifestación sensible, -en el atributo de la extensión, diría Spinoza-, de lo verdaderamente real, lo que se esconde tras el fenómeno, tras su manifestación fenoménica; si bien podríamos decir que, lejos de esconderse tras sus máscaras, aparece en ellas, son sus formas de existir. De este modo parece describir bien la filosofía hegeliana, pues así solemos entenderla los no especialistas; los hegelianos hegelianistas, en cambio, pondrían el grito en el cielo, con la misma melancolía o rabia que Marx ante quienes no sabían interpretar su método. Clamarían contra el olvido de la inmanencia en que se realiza la Idea, se irritarían ante esa devaluación del fenómeno, en fin, contra esa transcendentalista manera de pensar el ser de lo real.
Hay un importante problema en torno al significado del término Wirklichkeit; su aceptable traducción por “lo real”, sentido al que apuntan la mayoría de los traductores, no evita ciertas ambigüedades, por la propia polisemia del concepto. Pedro Scaron al traducir “Demiurg des wirklichen” interpreta el término como “fenómeno” de la Idea; M. Sacristán lo interpreta con menos compromiso, como la “manifestación exterior” de la Idea. Tal vez sería preferible traducirlo por “aparición externa” de la Idea, para enfatizar que lo que aparece en el fenómeno es el ser, tal vez en su único modo de ser, y en todo caso y sin duda el único modo de existir, de estar ahí, de la Idea. Fenómeno, manifestación exterior, aparición externa…, es que la expresión alemana “äußere Erscheinung” no da para más. Aquí no hay enigma, sea lo que sea lo que llama real en tanto realizado (das Wirkliche), se nos presenta a nosotros como fenómeno, como manifestación o aparición exterior y sensible, como presencia empírica de algo oculto; por tanto, como signo de algo que no está presente, que no se deja ver sino por mediación de sus apariencias o apariciones, pero que ha de aparecer pues sin esas apariciones no es. Es decir, el problema está en determinar bien el ser de eso que venimos llamando “lo real”, el significado preciso de “das Wirkliche”.
Sí, aquí está el problema, en que todas estas interpretaciones, aparecidas en las traducciones, leídas desde la tradición dualista, bajo el peso de la historiografía legitimadora de la oposición materialismo/idealismo y con el aval que aporta Marx en la tercera sentencia al describir la suya bajo la oposición material/ideal, sean interpretadas reduciendo lo real al mundo sensible. Y no es extraño que así sea, pues el propio Marx parece ir por este camino, tanto por el uso de “das Wirkliche”, que suele designar una realidad en el sentido de efectividad, de positividad, como por su autocaracterización en la frase siguiente, al considerar grosso modo que su método, y por ello opuesto al de Hegel, parte de “lo material” para ir a “lo ideal”. Por tanto, induce a pensar que usa “das Wirkliche” para designtraducvciónr a la realidad material, es decir que lo real es el mundo material (Materielle), opuesto al mundo espiritual, a lo ideal (Ideelle). No dice exactamente esto, y en su momento lo explicitaremos, pero induce a esta lectura; al menos de facto así ha sido.
Si fuéramos capaces de liberarnos de la fuerza centrípeta de la matriz dualista y la carga historiográfica que acompaña al problema de la demarcación entre Marx y Hegel, tal vez podríamos introducir algunas correcciones a la interpretación del pasaje de la oposición que, sin romper los límites de los juegos de lenguaje, pudiera ofrecernos una versión de Hegel más equitativa y respetuosa de su letra, sin cuestionar la profundas diferencias entre Marx y Hegel, dejando interrogada sólo la oposición. Por ejemplo, podríamos explorar la posibilidad de, manteniendo la traducción de die Wirklichkeit por realidad en general, en abstracto, y das Wirkliche por la realidad en tanto creada, en tanto producto; es decir, podríamos entender por lo real no ya meramente lo material, o lo empírico sensible, sino todo lo producido en el devenir histórico, todo lo que llega a ser efectivamente, todo lo que aparece, lo que se deja aprehender como existente, en definitiva, todo lo determinado, todo lo finito. Es decir, podríamos entender das Wirkliche con la misma extensión que die Wirklichkeit, cubriendo toda manifestación de la Idea, lo que incluye el mundo natural y el del espíritu; en definitiva, podríamos pensar lo real como el total despliegue de la Idea, como la totalidad de su historia, de su movimiento; y podríamos pensar la Idea no ya como algo trascendente a sus manifestaciones, sino como el universal que las subsume, del mismo modo que la Ciencia, que se desarrolla en la historia, no es nada más allá de lo científico.
¿Sería un despropósito extender el universo de lo real al del ser, considerar real todo lo que es? Creo que el término das Wirkliche resiste esa interpretación sin violencia. Invito a los filólogos, y especialmente a los germanistas, a explorar ese camino; y si la decisión es que no cabe tanto y tan distinto en este significante, que no cabe en el mismo lo material y lo ideal, siempre nos quedará la vía de argumentar que Hegel al menos lo intentó. Excluyendo otra, realmente bizarra, como sería la de embarcarnos en el lóbrego túnel de mostrar que Marx no entendió bien a Hegel. Efectivamente, si la filosofía de la naturaleza y la filosofía del espíritu hegelianas, y su relación, no caben en el campo semántico definido por die Wirklichkeit - das Wirkliche, la filosofía que describe la segunda frase no es la hegeliana; es una figura paródica de la misma.
Tal vez no sea una impostura, pero el texto se nos resiste. En la tercera frase, cuando Marx explicita los términos de la oposición, lo “ideal” y lo “material”, teniendo a su favor el viento de cola de la matriz dualista, nos reclama la disciplina de respetar la literalidad del texto. De forma directa y consciente Marx parece fijar el sentido preciso de das Wirkliche al describirlo como “aparición externa” (äußere Erscheinung) de la Idea, como el fenómeno cuya esencia sería la Idea, que en el juego de referencias del contexto queda caracterizada como lo ideal. Es el uso que quiere hacer y es el uso habitual del término que hace Hegel. Todo favorece, pues, el enfoque desde clave dualista: la res cogitans creando la res extensa, actuando de demiurgo, de sujeto del movimiento; una creación a lo divino, ex nihilo, sin el barro de las materias primas, dejando emanar de sí del fenómeno, mera presencia de la esencia en el mundo extenso. Todo predispone a esa interpretación, insisto, y especialmente la tercera frase, en la que Marx, hablando ahora de su posición filosófica, describiendo el camino o método opuesto, nos dice que “lo ideal (das Ideelle) no es sino lo material (Materielle) transformado (umgesetzt) y traducido en la cabeza del hombre (Menschenkopf)”. Así de rotundo, todo parece cerrar la tesis de la oposición-inversión, en el más estricto escenario dualista. Matriz que lleva a Marx a someter a Hegel en el lecho de Procusto y a nosotros a invisibilizar las verdaderas diferencias entre los métodos “idealista” y “materialista”, resistentes a ser reducidas a oposición o inversión.
4.4. ¿Interpretó bien Marx a Hegel en esa la segunda frase del pasaje de la oposición en la que contrapone el ordo rationis, tanto el punto de partida como la dirección de la investigación? Se necesita una buena dosis de impostura y falta de pudor en el mero hecho de insinuarlo, de plantear con descaro la cuestión de si Marx entendía bien a Hegel; tanto más en mi caso particular, en cuanto que mi conocimiento de Hegel fue alimentado y dirigido por mi lectura de Marx. Pero creo que podemos hacerlo reformando la pregunta, concretando el sentido preciso y limitado que otorgamos a la misma: “¿expresa bien, correcta e inequívocamente, esa segunda sentencia la interpretación que Marx tenía de la filosofía hegeliana?” ¿O, por el contrario, es una descripción ligera, abstracta, hecha desde las alturas, que debe ser reescrita en la mirada corta, en el análisis concreto?
Entiendo que la clave está en el uso de “das Wirkliche” como determinación peculiar de la realidad. Si realmente lo estaba usando para caracterizar el sentido fuerte de lo real como lo real-material, distinto y opuesto a lo real-ideal, y atribuyendo por tanto a Hegel, aunque con otras palabras, que la res cogitans es el demiurgo de la res extensa, nos parece al menos una exposición muy sesgada, y tan burda que no parece propia de Marx, cuyo conocimiento de la filosofía hegeliana es indudable y envidiable. En modo alguno es esta la filosofía de Hegel y en modo alguno corresponde a la idea que Marx tenía de ella, manifiesta en muchos de sus textos. Si, por el contrario, “das Wirkliche” está usado como determinación de lo real-manifestado, la realidad en su manifestación objetiva, lo que habitualmente entendemos por auténticamente real, pues con ello se designa nuestro mundo, incluyendo tanto el espíritu como la naturaleza, tanto las cosas materiales como las pasiones, los sentimientos o las ideas…; si es así, si es ése el uso, ése su significado, la argumentación resulta más inteligible y las cosas cuadran mejor. Y cuadran, quiero subrayarlo, porque se burlan las cadenas de la matriz dualista de las dos substancias, posición metafísica contra la que se constituyeron tanto las filosofías de Hegel como la de Marx. ¿Qué otra cosa es la dialéctica sino la silenciosa y discreta, pero radical, negación del dualismo?
Efectivamente, si “das Wirkliche” aporta el significado de auténtica realidad, que en Marx quiere decir lo existente y abarca toda la esfera de los modos del ser (lo material y lo ideal, las cosas y las representaciones, verdaderas o falsas, de las mismas, la positividad y los sueños y deseos…), la ontología hegeliana que nos describe Marx pasa a tener tres personajes, dos que pueblan la realidad existente tanto material como espiritual (descrita como “das Wirkliche”, que unifica sin confundirlas las dos manifestaciones de las substancias cartesianas, las dos naturalezas -natura naturans y natura naturata- spinozianas, el mundo de la naturaleza y el mundo del espíritu hegelianos, o sea, los distintos modos de ser) y un tercer ente, la Idea, como totalidad madre que sostiene y mantiene en la existencia los infinitos modos de ser. Aunque el símil sea peligroso, algo así como la substancia spinoziana (Deus sive Natura), sujeto único y demiurgo de infinitos atributos, dos de ellos accesibles al intelecto humano, el pensamiento y la extensión. Creo que esta interpretación refleja lo que Marx quiere decir, aunque la exposición que hemos hecho tenga carencias que no ayudan a revelarlo.
Lamentablemente Marx no recurrió aquí a esa ontología que nunca llegó a escribir, y que hemos llamado dialéctica de la subsunción. Cuando Marx se fija en la contradicción capital/trabajo, manteniéndose en el ámbito de la dialéctica de la contradicción, el capital aparece como una fuerza enfrentada a otra, sin distinción cualitativa entre ellas; sin embargo, el tratamiento que suele hacerse de una y otra no es simétrico, pues se presupone que el capital es el término dominante, lo que hace difícil de entender el papel activo del trabajo en la marcha histórica. Si Marx hubiera abordado la reflexión desde la dialéctica de la subsunción, habría podido distinguir la función del capital como término de la contradicción, con su carga de subjetividad y su concreción empírica, de la función de la forma capital que subsume la contradicción capital/trabajo y garantiza la hegemonía del capital (de sus intereses objetivos, no de su subjetividad contingente). Ese Capital como forma subsuntiva, bien distinguido conceptualmente del capital como término de la contradicción, el que de algún modo se asemeja a la Idea hegeliana.
Efectivamente, la Idea sería la forma que subsume la contradicción espíritu/naturaleza, que aparece en la filosofía moderna en múltiples expresiones. Creo que se aprecia bien en la Lógica, donde la Idea guía y crea el movimiento de la Filosofía de la Naturaleza y la Filosofía del Espíritu. La Idea como una forma del ser, muy abstracta, y que según lamenta Marx el propio Hegel ha metamorfoseado y corrompido, primero sustituyendo su ser de la totalidad por una parte de ésta, convirtiéndola en mero “proceso de pensamiento”; y luego substantivando y subjetivando el proceso, lo que ha acabado por convertirla en substancia y sujeto, en Demiurgo. Y -aunque no lo diga él podemos decirlo nosotros- esa sería su profunda huida idealista, regreso al origen del que huía; pues su la Idea como totalidad era alternativa al dualismo, la cirugía de la metonimia y la terapia de la substantivación implica y expresa su regreso al dualismo, aunque sea bajo la figura de una substancia única que opera sobre ella misma y genera en ella la diferencia, la oposición (natura naturans/natura naturata en Spinoza, esencia/fenómeno en Hegel), entre una realidad sólo asequible al concepto y otra visible como fenómeno.
Marx reacciona frente a esa filosofía que ha substantivado la forma y reducido el contenido, la realidad que subsumía, a fenómeno de la actividad de ese sujeto. Y la considera opuesta a la suya; esto es un hecho. Pero, aunque así lo diga Marx, ¿es realmente lo que piensa? Miremos atentamente cómo describe Marx su posición filosófica. Nos habla de dos esferas, que parecen responder a las dos substancias, pero no las piensa como substancias, no las subjetiva ni las ve como productoras, como demiurgos; son como dos esferas o mundos de objetos, de productos, diferenciados como “ideales” y “materiales”. Ni siquiera establece una relación directa e inmediata entre ellos; sólo dice que, a diferencia de Hegel, para él lo ideal es lo material "transformado (umgesetzt) y traducido” en la cabeza del hombre”. Transformado –por eso hemos elegido esta traducción- quiere decir aquí cambiado de forma, tal que refiere a un proceso productivo en el que se parte de lo “concreto empírico” y se pasa a lo “concreto de pensamiento”. No se trata de una transubstanciación, de la inefable conversión de lo material en ideal, metamorfosis en sí misma impensable; se trata de una producción cuya materia prima son las sensaciones, intuiciones, nociones, conceptos hoscos y poco desarrollados, y de la cual se elaboran conceptos más complejos y concretos y categorías más estables y universales.
O sea, en una primera aproximación lo ideal se produce en la “cabeza” del hombre y los elementos que intervienen en el proceso son todos “ideales”; y lo material se produce fuera de la mente, con elementos materiales exteriores a ella. Cada uno en su fábrica, podríamos decir. No hay creación de uno por el otro, ni en un sentido ni en otro; qué más quisiéramos que producir el pan con conceptos. Pero, más de cerca, en la fábrica de la materia se generan como subproductos elementos útiles y necesarios para la fábrica de las ideas, y a la inversa. No se trabaja sin consciencia, sin pensamiento, sin saber, ni se piensa y sabe sin la naturaleza y las máquinas como fuentes de ideas. Marx lo decía en La ideología alemana: la naturaleza provee al hombre de medios de vida y medios de humanización, es condición de su vida biológica y de su vida humana; y Hegel revela en la Fenomenología del espíritu que la consciencia tiene su origen en relación con el mundo, que su forma más elemental y originaria es la certeza inmediata, en los límites de la animalidad, apenas distinguible del sentimiento inmediato, la cual se eleva mediante el trabajo y el pensamiento -sí, de ambos, de ambas prácticas, de ampos tipos de producción- al saber absoluto, al que sólo se accede, como enfatiza Kojève, cuando el mundo culmine su historia, o sea, cuando el espíritu objetivo haya cumplido su papel.
Para cerrar esta reflexión, al menos de momento, aportaré un argumento que ilustre esta distinción marxiana entre real e ideal que acabamos de hacer, y que creo nos habilita un amplio campo semántico de lo real, suficiente para incluir lo ideal. Marx nos dice en un afortunado pasaje sobre las metamorfosis de la mercancía [20], perteneciente al capítulo tal vez más elaborado y revisado del texto, que el oro se convirtió en dinero ideal. La imagen me parece preciosa, pues describe una metamorfosis en que parece insinuarse que una “substancia”, el oro-dinero, deja de ser real y pasa a ser ideal, con el misterio que en sí encierra la imagen de dinero ideal. Una metamorfosis en la que la cosa, el oro-dinero, deja al lado su valor natural de uso, ligado y derivado de sus propiedades físicas, y adquiere una nueva utilidad o funcionalidad, la de valor de cambio universal, al convertirse en equivalente universal del valor; cede el cosco valor natural de la inocencia a cambio del refinado valor social de la virtud. Pierde la belleza del brillo metálico para ganar la belleza de la luz divina de la omnipotencia. La sentencia es muy clara y sólo debemos resaltar que usa “ideelles Geld” para determinar el dinero; es decir, que el oro es también una realidad ideal. Basta que tengamos en cuenta lo que venimos repitiendo, que en su ontología las cosas, o las substancias, son relaciones, son productos, son funciones, para comprender estas metamorfosis, que son eso, metamorfosis, y no transubstanciación.
Marx juega con la oposición real/ideal para describir las dos funciones del oro, -en rigor, sus dos funciones bajo sus dos formas-, o sea, al oro en sus dos figuras cada una con su función propia: en el uso cotidiano decimos oro real como figura de valor de uso y oro ideal como figura de valor de cambio, si bien conforme al concepto en ambos casos es oro real: en uno real material y en el otro real ideal, por mal que suene. Como he dicho muchas veces, lo importante es tener claros los conceptos; con esta condición podemos seguir con el léxico al uso.
Real e ideal, en el léxico ordinario, apuntan respectivamente a las cualidades físicas y económicas del oro, a las determinaciones naturales y a las determinaciones sobrevenidas en el uso socioeconómico del mismo; como dice Marx, apuntan al “oro metal” y al “oro transfigurado”. Transfigurado, -cambiado de figura, de forma y función-, transformado en un objeto con unas propiedades ajenas y exteriores al oro metal, propiedades que le vienen de fuera, consistentes en unas funciones económicas que la sociedad ha cargado a sus espaldas, ha añadido a su ser, como un nuevo alma sobre su sufrido cuerpo.
Esa transformación o transfiguración no es baladí, y oculta en sus pliegues complejos secretos. No es trivial que el proceso haya ocurrido necesariamente por mediación de las mercancías. El oro ideal deviene dinero ideal en cuanto “medida del valor”, en tanto que “las mercancías midieron con él sus valores y lo convirtieron así en contrario imaginario de su figura de uso”; lo convirtieron en “valor de cambio”, contrario imaginario del valor de uso de las mercancías. Pero el oro ideal, además de dinero ideal es dinero real; deviene dinero real por mediación de las mercancías, porque éstas han enajenado en él sus valores de uso, y lo han convertido así en la figura del valor de uso de todas ellas, figura del valor de uso universal. Como se ve, estas cosas no aparecen en la superficie; aquí, en el fenómeno, lo único que se aprecia es que el brillo del oro hace brillar a cuanto se enfrenta a él, a cuento se intercambia por él; basta acercarlo a la mercancía para que el valor de ésta brille, para que la mercancía brille y se transfigure en oro.
Nótese que Marx usa aquí wirklich” para enfatizar que es un auténtico, efectivo, valor de uso, resultado de una auténtica y e“fectiva transformación y enajenación del valor de uso de las mercancías. El término “wirklich” que afirma la autenticidad, la efectividad, y por tanto la realidad, del valor de uso de las mercancías en el oro, no se refiere a la presencia física de las cualidades de las mercancías en el oro, lo que sería absurdo; la presencia del valor de uso de las mercancías en el oro no es física; es real, pero no física; es real, pero no material. Por el contrario, es ideal, pues ese valor de uso presente en el oro ideal -no en el oro real material, que también tiene el suyo como metal precioso- no es otra cosa que el valor de cambio; su utilidad, su valor de uso en la circulación de mercancías, es su función en la mediación del intercambio. Por eso puede cerrar Marx la reflexión diciendo que, de este modo, mediante esta transferencia del valor de uso de las mercancías al oro ideal, hacen de éste “su real figura del valor”, su auténtica y efectiva figura del valor (ihre wirkliche Werthgestalt); Marx usa aquí de nuevo en forma enfática “wirklich”, pero no para denotar materialidad, sino efectividad; para subrayar que ese modo de ser real también corresponde a lo no sensible. Marx cierra el argumento de manera efectiva y contundente:
“La mercancía se despoja en su figura de valor de toda huella de su espontáneo valor de uso y del particular trabajo útil al que debe su origen, para metamorfosearse en la materia social isomorfa que es el indiferenciado trabajo humano. Por eso no se le ve al dinero el linaje de la mercancía que se trasformó en él. Cualquiera de ellas tiene en su forma-dinero exactamente el mismo aspecto que otra. Por eso el dinero puede ser mierda, aunque la mierda no es dinero” [21].
Se enuncia así una tesis ontológica fuerte, potente, que exige revisar las espontaneas distinciones metodológicas y ontológicas del pasaje, afectadas por la fluidez del contexto y el debate; de modo semejante a como viaja el valor en el vientre de la mercancía, así el ser de las cosas, su realidad, transporta las diferencias de su funciones. No es extraño que, en la historiografía, estos procesos se hayan resuelto, como suele ocurrir, por vía dogmática, afirmando sin más la identidad entre método y sistema, y por tanto su inseparabilidad, y por tanto la necesidad de tirar a Hegel por la ventana si queremos liberar a Marx de su abrazo. En consecuencia, si tenemos consciencia de esta problemática, debemos hilar más fino en el análisis de estas cuestiones.
Aunque confío que la anterior descripción de algunas particularidades de la ontología marxiana, -y especialmente la realidad de lo ideal, y la consiguiente reducción de ideal y material a dos formas de lo real-, nos ayude a avanzar en el problema que teníamos planteado respecto al sentido y los límites de la posición marxiana ante Hegel, quiero añadir una reflexión más para cerrar este apartado. Para ello volvamos de nuevo al pasaje de la oposición. En lectura literal, como hemos visto, viene a decirnos que Hegel, en su recorrido filosófico para construir la historia de la Idea (en rigor, el desarrollo de la Idea en la historia), -para construir en idea la historia, diría Marx-, toma como origen una forma de ser de la realidad, el proceso de pensamiento [22], que así aparece como movimiento de autoconsciencia de la totalidad; y que, en cambio, nos dice Marx de sí mismo, él parte de otro modo de ser de la realidad, consistente en la relación del hombre con la naturaleza; parte de otro proceso, el trabajo, actividad humana en su lucha por sobrevivir. O sea, Hegel abstrae la autoconsciencia, la actividad pensante del ser humano en su lucha por conocerse a sí mismo por medio del conocimiento del mundo, y Marx abstrae el trabajo, la actividad productiva del ser humano en su lucha por sobrevivir en el mundo mediante el dominio de éste. Dos procesos genuinamente humanos, separable en el análisis pero ambos necesarios el uno para el otro; por eso Hegel concedió una importancia esencial al trabajo en la marcha de la autoconsciencia, y Marx a ésta en el avance del trabajo. En consecuencia, podemos concluir que esa es la diferencia entre sus dialécticas en cuanto al distinto origen o punto de partida; ésa y en esos límites bien determinados, puesto que una es necesaria como instrumento para la otra, sea cual sea la elegida; y esa diferencia tiene sin duda sus efectos, pero sólo los efectos que tiene, y no otros. Por tanto, hay diferencia pero no oposición; cada cual ofrece un rostro de la realidad pero, confirme a lo visto hasta aquí, no se niegan necesariamente una a la otra. La oposición, la contradicción, surge en la consciencia que presupone un dualismo de substancias y una jerarquía en su seno; pero esos supuestos son precisamente rechazados en las ontologías de Hegel y de Marx,
Dado que la oposición y la inversión Hegel-Marx han funcionado con frecuencia como criterio de legitimación filosófica y política, se ha tendido a ver en el método de Hegel una vía estéril, especulativa, delirante; y tal vez en algunos de sus momentos el autor cedió al hechizo de los delirios, pero globalmente no es así y, sobre todo, formalmente su método merece más respecto. Lo merece, al menos, por respeto a nosotros mismos, pues la mayoría de las veces, cuando intentamos reconstruir la historia, elaborarla o reescribirla, apenas nos distanciamos unos pasos de Hegel, y no siempre en la buena dirección. Echamos manos de los restos e intentamos enhebrar una historia con sentido, o sea, con orden y unidad; y eso es lo que intentaba Hegel. Además, y aunque los restos son siempre huellas de la vida, o sea, del trabajo y del pensamiento, es obvio que éstos, cuando están a nuestro alcance, facilitan la tarea de reconstrucción o reescritura. Me cuesta trabajo imaginar cuál sería hoy nuestro relato histórico si no contáramos con los restos del espíritu y del pensamiento, de la filosofía, las religiones, el derecho, las ciencias… Me parece tan obvio que Hegel eligió el método, al fin camino, más asequible para él -¡y para nosotros a juzgar por lo que solemos hacer al ejercer de historiadores!- que no insistiré más; y el más asequible no quiere decir el perfecto, ni siquiera el mejor: quiere decir simplemente que, aunque parcial, ha de ser recorrido en la pretensión de conocer la totalidad.
Que el principio marxiano es distinto al hegeliano en cuanto al origen, parece innegable, aunque esta diferencia pierda relevancia desde una perspectiva, como ha de ser la marxiana, de hacer todos los recorridos, todos los registros de todos los rostros de la totalidad social. En cambio, afirmar de forma exacerbada la oposición de métodos en base al distinto punto de partida del relato, es efectista pero poco rigurosa. ¿Por qué partir del pensamiento ha de ser opuesto a partir del trabajo? Incluso, ¿por qué el proceso de pensamiento ha de ser opuesto al proceso de producción? ¿Porque lo dijo Marx? ¿Lo dijo realmente? ¿Lo creía? ¿Es coherente con su ontología? Ya hemos mostrado el carácter ocasional de esa cita y el sentido que debemos darla desde el pensamiento general de Marx. ¿De qué tipo de oposición se habla? Sólo subjetivamente, ideológicamente, pueden verse el pensamiento y el trabajo como opuestos; sólo como énfasis literario en el debate puede una distinción elevarse a oposición. Más aún, sólo desde una posición ontológica dualista se visibiliza como oposición substantiva la mera distinción modal entre teoría y práctica, entre mundo y espíritu.
Al fin, ambos métodos comparten destino, aspiran a llegar al mismo objetivo, la comprensión de la totalidad social. Por tanto, la oposición en cuanto al método sólo puede ser coyuntural y contingente; a no ser que se demostrara que el recorrido no es indiferente, que afecta al resultado final. Pero, como sabemos, Marx no apuntaba hacia aquí, y hablaba de un “núcleo racional” en la filosofía hegeliana, núcleo aprovechable, extraíble y utilizable. Por tanto, llego a la conclusión que es muy difícil pensar ambos métodos dialécticos como “opuestos”, a no ser que se llame enfáticamente oposición a una distinción subrayada o entrecomillada. En todo caso, considero que esa oposición no debiera confundirse sin más con la que en realidad está en juego en el texto, aludida y no enunciada, a saber, la oposición materialismo/idealismo. Y, el corolario parece obvio, en absoluto puede mostrarse con rigor que el método esté en la base de esta oposición, a no ser que, además de la lógica, se identifique el método con la ontología. Y en esa noche, lo sabemos, todos los gatos son pardos.
Quiero advertir, finalmente, contra al espejismo y las ilusiones lógicas que generan las similitudes y las analogías; y quiero advertir de forma especial que las ontologías en que uno se posiciona, o en cuyos brazos cae, juegan con eficiencia su determinación oculta. En el relato cotidiano, Hegel parte del pensamiento para, siguiendo su pista, acceder al conocimiento de la realidad (lo que implica que pueda decirse que explica la existencia, la vida, el mundo material, desde la Idea, lo cual se considera una desmesura si se piensa ésta como espíritu), y Marx sigue el rastro del trabajo y de la vida social para acceder igualmente al conocimiento de la totalidad, pero esta vía permite decir que las ideas son meros efectos de la existencia social. De este modo, curiosamente, instalada nuestra consciencia al hacer el relato en un universo de dos substancias, parece que sea el método el elemento que decide el punto de partida, la dirección del recorrido y su destino final, o sea, parece que lo determinante sea desde qué lugar de la sociedad explicamos los otros lugares. En cambio, si adoptamos la ontología de la praxis, pensando lo material y lo espiritual como modos del ser, y asumimos que, sea cual sea el origen, sea cual fuere el punto de partida que fije el método, el fin de la reconstrucción dialéctica es el mismo, pues no puede ser otro que el de pensar la totalidad…, desde esta perspectiva la “oposición” entre métodos se diluye y, en el límite, deviene irrelevante.
En definitiva, considero que dicha oposición, si existiera, no es efecto del punto de partida, ya que éste es irrelevante en tanto se mantenga como objetivo el conocimiento de la totalidad social; la oposición por tanto no deriva del origen ni del recorrido, ambas determinaciones atribuibles al método; la oposición, o las diferencias metodológicas reales, si existen, habremos de buscarlas en la forma de llevar a cabo el recorrido (en el proceso mismo de la producción teórica) y en el resultado o producto del mismo (conocimiento científico de la historia). Y para evitar dudas, quiero ya decir que sí, que las diferencias entre Marx y Hegel existen, y no son nimias. Me parece que tanto el punto de partida como el de llegada son irrelevantes, pero no lo es en cambio que Marx también exija a la esencia que se exprese, se deje ver en el fenómeno; que también exija al concepto que se manifieste en la experiencia; y sobre todo no es nada irrelevante el sentido de esa exigencia de “expresión” y ”manifestación”, que si bien en su enunciado parecen referir a un sujeto que transciende lo expresado y manifestado, en rigor suponen que la esencia y el concepto no son sujetos transcendentes, sino meras formas de la categoría, que a su vez se construyen desde el fenómeno y la experiencia. En Hegel, en cambio, se ve menos esa construcción de las categorías desde los fenómenos, se oculta más ese sentido de la determinación, hasta el punto de ver lo empírico como mera ilustración de la esencia, de ver el movimiento de las categorías sólo sometido al orden lógico; es decir, al menos en su exposición Hegel deja pensar al lector en clave metafísica, presuponiendo un sujeto-substancia que camina solo, que se expresa o manifiesta en su devenir. Pero en modo alguno Hegel afirma esa transcendencia; esa posibilidad no cabe en su ontología. En consecuencia, reconociendo la diferencia entre ambos, y los efectos radicales de la misma, no veo en ello oposición, contradicción ni negación.
4.5. Analicemos un poco más la tesis ontológica formulada de manera esquemática en los enunciados segundo y tercero de la cita, esa tesis ontológica que concreta desde la penumbra la idea marxiana de la diferencia u oposición de métodos. Marx habla en ella de la concepción del ser, y contrapone aparentemente la de Hegel y la suya; aquí no se trata ya de una diferencia metodológica, sino de una diferencia ontológica. Hegel, según Marx, toma “el proceso del pensamiento” y lo “convierte bajo el nombre de Idea en un sujeto autónomo”, en “el demiurgo de lo real”, mientras el mundo real “no representa sino su fenómeno”. Marx, según Marx, “por el contrario” considera que “lo ideal [o mental] no es sino lo material transformado y traducido en la cabeza del hombre”. Si hiciéramos una lectura rápida, empujados por la inercia hermenéutica de la extensa e intensa historiografía de base dualista, posiblemente llegaríamos a la siguiente comprensión del texto: para Hegel el sujeto, el demiurgo, es la Idea, el “proceso de pensamiento”, mientras el mundo es su creación, su fenómeno; para Marx, en cambio, parece que el sujeto fuera el mundo y el pensamiento sería “lo material transformado y traducido” en la cabeza humana (curiosa y significativamente ni insinúa que el pensamiento sea aquí el fenómeno).
Pero esta representación generalizada no por usual deja de ser bastante confusa. El texto marxiano es enigmático y desenfoca la comprensión, en parte por la forma esquemática de la exposición, sin duda alguna, pero en parte, sospecho, por el contenido militante, por su posición subjetiva crítica frente a Hegel, a quien le acercan en excesos los comentaristas de su obra. Es obvio que no hay simetría en las descripciones de ambas ontologías. La de Hegel queda aquí radicalmente vestida de idealismo, equiparando sin decirlo la relación Idea-Mundo nada menos que con esencia-fenómeno, con toda la devaluación que de ésta ha hecho la historia de la filosofía. En cambio, la ontología de Marx, aunque expuesta en paralelo, no aparece aquí propiamente como “opuesta", ni como “inversa”: la primacía ontológica de lo material no aparece como demiurgo de lo mental, del pensamiento, cuya producción o génesis es adecuadamente definida mediante una descripción bastante enigmática, “transposición” o “transformación”, y mediante una sugerente metáfora, la “traducción” en la cabeza de lo que hay fuera de ella.
No, no hay equilibrio, pesa la subjetividad y el contexto filosófico y político; al fin a las ideas, como productos teóricos, les ocurre un poco como a las mercancías, son afectadas en su génesis tanto por los medios de trabajo como por el consumo, por la demanda, real o imaginaria, del mercado. Con todo y esa asimetría, podemos considerar aceptable la valoración marxiana de Hegel al afirmar que parte, inicia el recorrido teórico, del proceso de pensamiento, lo cual en principio sería a primera vista impecable, en tanto pone el pensamiento como producción conceptual, producción del ser en su modalidad conceptual; aunque también podemos entender, inspirados en el mismo Marx, que comete dos excesos: uno, convierte ese proceso en autónomo, es decir, lo independiza, lo aísla; y dos, lo llama Idea y lo convierte en sujeto.
Estas dos tesis marxianas sobre el principio hegeliano pueden parecer correctas y a la vez excesivas; si no las reinterpretamos llegan a resultar una caricatura que el propio Marx, sin proponérselo, hace de modo contingente, una esquematización parcial y excesiva. Aunque no sea aquí buen lugar y momento de entrar en ello, pues criticar a Hegel que aísle, autonomice y subjetivice el proceso de pensamiento merece muchos y más finos análisis. Marx sabe muy bien, él mismo lo practica, que podemos relatar la vida social, en especial el movimiento del capital, en dos registros; el subjetivo, desde la voluntad de acumulación de valor del capitalista para ser capitalista, y el objetivo, la necesidad de valorización del capital para ser capital, y no mera riqueza. Los dos enfoques o métodos expresan la realidad desde dos perspectivas diferentes, entre otras posibles. La realidad se deja describir –o nos exige hacerlo- desde distintas representaciones parciales, como requiere el análisis, para al final articularlas en la construcción de la totalidad. Seguir el rastro del espíritu (en cualquiera de sus manifestaciones: arte, religión, filosofía, derecho...) no implica necesariamente -aunque la dinámica del pensamiento tienda a aislarlo, autonomizarlo y subjetivarlo- una ontología idealista con dominancia absoluta de la idea sobre el mundo; seguir como Marx en unos casos el registro subjetivo y en otros el objetivo del capital, no implica ni confusión ni ontología dualista alguna, sino que es una exigencia del análisis pensar por separado las partes, los rostros, antes de configurar su unidad en el concepto.
En consecuencia, dar preferencia a cualquiera de esos aspectos o momentos, aparte de las comprensibles veleidades del autor, que se siente más seguro en uno u otro, es sólo una opción metodológica que puede ser mejor o peor valorada por sus resultados y excesos, pero que formalmente y por su naturaleza no es cuestionable. Lo cuestionable sería hacer lo que no hace Hegel y sí suelen leer los marxistas en su obra, a saber, convertir la Idea en una especia de substancia o facultad que crea ideas y el mundo como ideas, al margen de lo otro. Hegel no hace eso; Hegel no pone la Idea como origen del movimiento. Hegel, como Marx, pone en el origen del movimiento, y por tanto de la historia, y de las cosas, de todo lo producido, la contradicción. La Idea es como el escenario donde aparecen las contradicciones, incluida la contradicción entre las ideas y las cosas, al igual que la forma Capital es como el escenario donde aparecen las contradicciones, incluida la contradicción entre el capital y el trabajo. Hegel escoge el pensamiento, la producción de ideas (aunque ha de estar presente el momento práctico, el de la enajenación u objetivación del espíritu en lo otro) y Marx escoge otro escenario, el de la producción material de mercancías (aunque en el mismo ha de tener su lugar el momento de la consciencia, de la praxis consciente). Como la substancian spinoziana que nos enseñaba Deleuze, los atributos o formas de expresión de la substancia son muchos y variados, infinitos; creo que así lo entendía Marx, y si aquí no deja ver ese pensamiento de fondo y se desplaza a una crítica precipitada a Hegel es por la circunstancia del texto.
En la cita que comentamos Marx favorece que el lector vea en la Idea una hipóstasis del proceso de pensamiento. Hegel, al aislarla, la habría sustantivado y convertido en substancia y sujeto; y, de este modo, el pensamiento habría pasado de ser una actividad teórica, un proceso de producción de conocimiento, de producción de conceptos y teorías, a devenir una actividad poiética, creadora, propia de un sujeto omnipotente e incondicionado, un auténtico demiurgo de lo real. Aunque de nuevo hemos de recordar que lo real expresado por “das Wirkliche” no es tanto lo real real, que pertenecería a la Idea como demiurgo, como esencia oculta, cuanto lo real manifestado, esa realidad efectiva, fenoménica, visible, perceptible, constatable. O sea, en rigor no se pone la Idea como creadora del ser sino como autora de su manifestación fenoménica; pero en la lectura rápida estos matices se desvanecen.
En la lectura condicionada esa Idea demiúrgica con su propio movimiento generaría el mundo sensible, la naturaleza, el espíritu (subjetivo, objetivo y absoluto), tal que la autoconsciencia llegaría a aparecer como creación. Y de paso se establecería una distancia ontológica profunda e insalvable entre el creador y lo creado, entre la esencia y el fenómeno, que bien mirado es otra forma de reaparición de esa larga hegemonía de la metafísica dualista, siempre dispuesta a devaluar lo fenoménico. Y aunque Marx no lo dice, lo cierto es que su texto permite esa lectura y en cierto modo a su pesar contribuye a fijarla como canónica.
Obviamente, en la ontología marxiana el fenómeno no queda devaluado; baste recordar, por ejemplo, el papel relevante del valor de cambio en la teoría de capital. El valor de cambio es el devenir fenómeno del valor, la manifestación de éste en un lugar-tiempo preciso, en condiciones determinadas; y aunque sea así, que su aparición es la expresión de la existencia previa del valor, lo cierto es que el valor de cambio es la legitimación a posteriori del ser del valor. Sin éste el valor de cambio no aparecería por ningún lado, pero sin la aparición el valor se habría disuelto y perdido en el proyecto. Es tan importante ontológicamente el valor de cambio que sin su aparición el valor sería un fantasma y tendría la existencia del fantasma. Sólo con la aparición del valor como valor de cambio, como positividad; en el mercado se legitima a posteriori la existencia del valor en todo el recorrido productivo; sólo entonces el producto del trabajo se hace merecedor de la figura que adoptó y del nombre que utilizó: mercancía. Una mercancía sin valor de cambio, que aparece en el mercado, en el momento de su realización, es un simulacro de mercancía; sin él su valor, su alma, es una ilusión. Eso lo sabemos; y lo reconocemos como esencial en la ontología marxiana. Por tanto, resultaría poco comprensible, poco aceptable, ver en el texto marxiano cualquier condescendencia con la descualificación óntica y gnoseológica del fenómeno.
Leamos una vez más el texto con el mayor detenimiento. Y hagámoslo ahora explicitando la anunciada condición, que no es otra que el reconocimiento efectivo de que en Hegel la Idea es lo absoluto, identidad entre el ser y el saber; como en Marx, una vez más la analogía, el Capital, la forma capital, es la identidad entre capital y trabajo. Por eso la Idea siempre se piensa a sí misma tanto si lo hace en el registro del ser como en el del saber; piensa el ser pensando el saber, sea éste de la naturaleza, de la conciencia o del espíritu.
Estamos tan lejos del vocabulario hegeliano que nos resulta casi indecible; pensamos tan subsumidos en la forma del dualismo ontológico, que su lenguaje nos resulta intraducible, aparece como inconmensurable, no se deja expresar en el nuestro. No obstante, deberíamos acercarnos y escucharlo sin añadir prejuicios a los límites. Al fin lo que Hegel dice una y mil veces es algo bastante simple: es lo mismo que hacemos nosotros al decir que “conocemos la ciencia”, y que por su mediación, y no parece haber otra mejor para los humanos normales, “conocemos el mundo”; y si somos un poco filósofos y nos animamos, llegamos a decir que por esa vía llegamos a conocer la realidad, a “conocer el ser”. Decir que conocemos el ser es para nosotros lo mismo que decir que estamos en posesión de su saber, que conocemos la ciencia donde habita; no tenemos mejor -no tenemos otra- forma de conocer el desarrollo del mundo, de conocer la realidad y su evolución histórica, que en el saber de la misma acumulado por la humanidad, y ese saber acumulado ordenado, seleccionado, estructurado, es la ciencia. Y no se nos ocurriría nunca decir de los científicos que son “idealistas” por saber ciencia, y por desarrollar el conocimiento construyendo o produciendo teorías; ni les criticaríamos por su celo en transformar el mundo con la mediación del conocimiento y con la voluntad de adaptarlo a los modelos de la ciencia.
Para cerrar esta reflexión sobre la oposición entre Hegel y Marx permitidme echar mano de una metáfora que me gusta mucho, sabiendo el riesgo que implica este recurso en filosofía. Hegel sabía, y Marx no lo ignoraba, sino que lo compartía, que el conocimiento de la realidad, como el de una ciudad, sólo se nos da tras infinitos recorridos por sus calles, plazas, iglesias, academias, foros y mercados. Y en sus obras eligió algunos de ellos, prefiriendo como los turistas los más iluminados, los que recogen todas las guías: el desarrollo de la consciencia, el de la historia de la filosofía, el del Estado… Sabía de la existencia de los otros, y ocasionalmente se asomó a ellos, pero prefirió -como suelen hacer los filósofos- llegar al monte eidético por la avenida principal, ahorrándose los callejones que, sabía, siempre van a dar a una gran avenida o a estrellarse en las murallas de la ciudad. Y allí, desde el monte eidético, mirando hacia atrás, contempló la totalidad; pero, como toda ciudad en la noche vista desde un mirador, en ella sólo se identifican las grandes vías iluminadas y los edificios singulares configurando la mirada; las zonas en sombras están allí rellenando la unidad, sin visibilidad, con el riesgo de ser ignoradas, pues al fin ya no aparecen en el mapa, como esos lugares ocultos, prohibidos, a las visitas turísticas.
Todos sabemos que un buen mapa, para no ser mero boceto turístico del City Center, exige de más vías, de todas con similar intensidad; pluralidad de rutas que aporten pluralidad de imágenes que unir y sintetizar, que aporten determinaciones, riqueza ontológica. Y todos sabemos que, aunque lo recomiende el mejor guía, el buen mapa no impone un punto de partida ni obliga a un recorrido. Hegel lo sabía, y lo anunció con elegancia en su Filosofía de la Historia, donde el conocimiento de la totalidad, del ser, aparece como gigante obra de los pueblos, cada uno aportando su peculiar perspectiva, cada uno cargando el espíritu sobre sus espaldas y haciéndolo avanzar un trecho hacia lo absoluto. Hegel sabía que lo absoluto es siempre un resultado, que lo absoluto está construido con infinitas determinaciones, que lo absoluto es lo existente, sí, lo infinitamente concreto; por eso la historia, que en cierto sentido es un incansable y fatigoso proceso de determinación, tiene su apoteosis final en la autoconciencia de lo absoluto, donde las diferencias, las oposiciones, se diluyen, revelándose la identidad entre el sujeto y el objeto, entre la naturaleza y el espíritu, la moral y el derecho, el yo y el nosotros.
Hegel lo sabía, o creía que lo sabía, y no debemos olvidarlo. No era un mero turista que transite inseguro y danzarín entre signos ininteligibles, pues hizo suyos los saberes almacenados en los recorridos de la humanidad; sin duda no todos, sin duda tuvo que imaginar algunos, pero sabía que todos, incluso los silenciados, formaban parte de lo real y del conocimiento. No, no era un idealista por ignorancia del ser; lo era en la medida en que, como todo filósofo, condenado a la finitud, y consciente de la infinitud del trayecto, no resistió la tentación de completar la historia recurriendo a la imaginación, y cerrar la historia poniendo su tiempo, su pueblo, su yo personal, como momento final de ese camino a lo absoluto. Pero eso no es idealismo, es simple expresión de su finitud, y tal vez de su humanidad. En todo caso, es una carencia, la carencia que había declarado intrínseca a todo lo individual, a todo lo particular, a todo yo que osara sustituir al nosotros. Conocía el pecado, aunque fuera pecador, que dirían los cristianos. Pero lo sabía, su filosofía lo había enunciado, aunque jugara a ser el último filósofo, el atleta que lleva la antorcha en el último tramo, hasta el pebetero.
La conclusión a la que quiero llegar es que el idealismo de Hegel no está en el método que usó para exponer su filosofía, sino en la forma de usarlo, y en ese salto de la razón de canon a organon, que decía Kant, tentación metafísica a la que con tanta frecuencia sucumbimos todos, materialistas incluidos. No me parece apropiado llamar “idealismo”, aunque sea idealismo metodológico, al abuso y al mal uso del método, es decir, a reducir la ciudad a la visión obtenida desde una sola ruta, a reducir la realidad a un croquis turístico. El concepto de la ciudad requiere la construcción de la unidad por solapamiento de diversas capas, plurales recorridos, distintos niveles.
Por tanto, la visión de lo real que nos ofrece Hegel es parcial, sin duda; pero también lo es la de Marx; y esa parcialidad es una carencia, sin duda, como elevar a concepto de ciudad el resultado de una excursión ocasional a la misma. Pero sería una impostura negar realidad a esa experiencia, por limitada que sea; tanta como imponerla como modelo definitivo. Hegel, si es idealista, no lo es por la obvia e inevitable parcialidad de su mirada; y por ello su representación es útil, es válida, ha de recuperarse, como intenta hacer Marx. Si fuera puramente imaginaria no valdría la pena tenerla en cuenta. No es idealista porque centre su reflexión en la idea; especialmente si la Idea es, como él pretendía, substancia y sujeto, totalidad de lo real. ¿Lo es porque redujo lo real a proceso de pensamiento? Si lo hubiera hecho, tal vez merecería esa valoración, pero no lo hizo¸ y no lo hizo aunque lo parezca, aunque en su discurso domine el movimiento de la autoconsciencia. Si es cierto que Paris no se reduce a Les Champs Élysées, no lo es menos que Les Champs Élysées son realmente Paris.
Demos una última vuelta de rosca, para terminar. Hegel parte de la Idea. Pero la Idea, quiero recordarlo una vez más, no es prima facie un sujeto que piensa, y por tanto distinto de su pensamiento; es propiamente el proceso mismo de pensamiento, en el que el sujeto y el producto, el saber, se identifican. El malentendido viene de que el vocabulario hegeliano se nos ha vuelto esotérico, desplazado por el positivista, y lo traicionamos en la traducción. Y este hecho es curioso, pues no vemos la similitud entre ese lenguaje, que nos parece especulativo y mistificador, y el nuestro, el usado habitualmente, y que en su espontaneidad nos parece el más realista del mundo. Esto se ve en nuestra comprensión de la Idea, que ha devenido en nuestro tiempo un prototipo de mistificación oscurantista e idealista. Como ya he dicho, Hegel hablaba de la Idea como nosotros hablamos de la Ciencia, y decía de ella algo similar a lo que nosotros decimos de ésta. Así, decimos que “la Ciencia descubre…”, “la Ciencia se desarrolla…”, “la Ciencia crea o elabora la teoría de…”, “la Ciencia produce la tecnología, o transforma la agricultura…”, “la Ciencia cambia o crea un mundo…”. Y ese uso del concepto, que convierte la Ciencia en sujeto autónomo y demiurgo, ¿difiere mucho del que hace Hegel de la Idea? Al fin la Idea, como la Ciencia, se mueve, se autotransforma, se crea y re-crea a sí misma, se objetiva en procesos reales materiales… Decir que la Idea es demiurgo de lo real-material es equivalente a decir hoy que la Ciencia es la creadora de la sociedad industrial, tecnológica o informática. En ambos casos pensamos la Idea y la Ciencia en su función de sujetos de la praxis y demiurgos de la realidad.
5. La diferencia como inversión.
Regresemos al “Epílogo” de 1873, en busca de la metáfora más provocadora y polémica de la tradición marxista, la de “poner la dialéctica sobre sus pies”. Tras la cita de la distinción y oposición de los métodos, que acabamos de comentar, en el párrafo inmediatamente siguiente encontramos el pasaje de la inversión. En el mismo Marx ahonda en su respuesta a sus críticos, y lo hace de modo sorprendente: tras sentar la radical oposición entre métodos pasa a afirmar la fundamental identidad de fondo entre los mismos. Es decir, Marx pasa de defender con fuerza su dialéctica, la suya, de los ataques de los críticos, -defensa que incluye su distanciamiento de la hegeliana, que erigida en su época como la filosofía propiamente dicha atraía todas las iras del positivismo y era considerada sospechosa por la ciencia empírica del momento-, a defender la dialéctica en abstracto, la suya y la de Hegel, aunque sólo sea como método de representación o exposición (por tanto, de conocimiento) adecuado de la realidad. De forma breve pero contundente se enfrenta en su respuesta a quienes critican el método dialéctico en general, modo de conocimiento bastante bien visto entre los pensadores alemanes pero que resultaba extraño y extravagante a los pujantes economistas de la escuela clásica. Y en esta defensa de la dialéctica en general, que ponía del mismo lado a la suya y a la hegeliana, no deja de abordar la reformulación de la relación entre ambas, de la suya con la de Hegel, de su método con el hegeliano.
5.1. Para formular con claridad el problema lo haré de forma muy esquemática, pero que considero operativa. Si en la defensa general de la dialéctica Marx resalta la racionalidad de ésta, en su demarcación de la suya frente a la de Hegel argumentará que en la dialéctica del maestro de Stuttgart lo racional se reduce al “núcleo”, no a su envoltorio, con lo cual lega a la tradición filosófica marxista ese otro problema de la demarcación devenido clásico, que no podemos eludir. En este apartado me propongo argumentar que el “núcleo racional” que ve y valora en Hegel, en su dialéctica, consiste en la incorporación que el filósofo de Stuttgart hace de la negatividad a la esencia del ser, es decir, su opción de poner la contradicción (y, por tanto, el conflicto, la lucha, el movimiento) en el origen. Opta Hegel, según Marx, por lo que aquí llamo una dialéctica de la contradicción, en tanto pone ésta en el puesto de mando; y, en esa opción, lo que Marx valora positivamente, como “racional”, es precisamente la hegemonía que en la contradicción ejerce la negación, al poner como su esencia la “negación de la negación”, y no un telos transcendente que la subordina desde fuera. Lo cual es coherente con los otros principios de la ontología marxiana, pues implica que el ser, producto inmediato de esa contradicción, es siempre devenir ser, proceso de producción del ser. Pondré todo el énfasis posible en poner de relieve que esa incorporación de la negatividad es una consecuencia lógica de pensar la realidad como proceso de producción, o sea, una determinación intrínseca a la ontología de la praxis que ambos autores comparten.
Efectivamente, si el ser es productividad, praxis, a la vez producción y producto, ello exige al filósofo con voluntad de coherencia el debilitamiento de la substancia pensada como expresión de la constancia en el ser, como sustrato de su identidad; la hegemonía de la negación implica en el límite la disolución de la substancia en el devenir, la indisolubilidad del ser y del dejar de ser. Esto se consigue a base de otorgar entidad al movimiento, al cambio, lo cual es una forma de decir que se reconoce substantividad al momento del no-ser a costa del momento del ser; en otras palabras, se trata de fijar y afirmar la historicidad del ser, la finitud y contingencia de toda existencia.
Pues bien, esa dialéctica inseparable de la ontología de la praxis, compartida en su forma abstracta por Hegel y Marx, tiene en la negación de la negación incorporada al ser, como forma de su movimiento, su núcleo racional. Ese núcleo racional es compartido, según Marx, por su dialéctica y la de Hegel; este núcleo identifica a ambas y hermana sus filosofías; lo que no impide que, en la concreción, aparezcan contaminaciones, obstáculos, determinaciones que las distinguen y los separa. Para Marx la racionalidad dialéctica reside en la negación abierta, que exige la indeterminación de la historia como forma de la libertad. La negación es el signo de la racionalidad en la dialéctica, en el método y en la ontología; y ve esa negación en la dialéctica hegeliana, aunque aparezca sepultada por la erosión del tiempo, como el rostro de Glauco. La ve, la reconoce y la comparte.
La importancia de introducir la negación de la negación en el ser, como una determinación esencial del mismo, tiene en Marx base ontológica, pero también sin duda epistemológica; es decir, permite pensar y comprender mejor la realidad fenoménica. Y, además, tiene otra ventaja práctica, política, a saber, que permite –y exige- pensar la finitud del capitalismo. Cierto, esa perspectiva hermenéutica sería ilusoria si sólo respondiera a la necesidad de satisfacer el deseo de ver el ideal realizable, e incluso el placer de ver su realización como necesaria y objetivamente determinada; de ahí su insistencia argumentar el fondo ontológico y epistemológico de su propuesta filosófica. Pero no viene mal esa dimensión práctica, esa llamada a la esperanza y a la acción, de poner la voluntad acompasada con la razón. Efectivamente, esa ontología dialéctica pone el capitalismo como una forma histórica, por consiguiente, con origen y final. Para Marx esa dialéctica introduce y desarrolla el capitalismo y prepara su substitución y hundimiento; por ello es “revolucionaria”, dice Marx, porque niega substancialidad -al menos debilita la substancia como constancia, como mera reproducción- a toda positividad existente; pero esa negatividad intrínseca a la realidad no tiene destino fijo, no se dirige a ninguna parte; el modo de ser de la realidad está siempre por decidir.
Marx parece entender que la dialéctica hegeliana también tiene ese carácter, incluye esas determinaciones, por ser una dialéctica de la contradicción; y por eso ve en ella, en su interior, la presencia de la racionalidad. La ve en su núcleo, aunque no aparezca en sus manifestaciones externas, aunque se oculte en sus concreciones, aunque se muestre disfrazada dialéctica cerrada, de negatividad domesticada, subordinada y dirigida a un final extrínseco, arbitrario, imaginario. Como un átomo que mantiene puro el núcleo pero cuyos orbitales electrónicos han sido alterado. Y, ya se sabe, buena parte de las propiedades físicas y químicas más inmediatas del átomo provienen de la configuración electrónica.
He recurrido a esta metáfora del átomo porque nos permite visualizar que es en la dialéctica misma, en su versión hegeliana, donde surge la escisión y contraposición entre el núcleo nacional y la envoltura mistificada, representada por el juego de los electrones, especialmente los más superficiales, que en buena parte deciden las propiedades del átomo. Las metamorfosis se dan en el seno de la dialéctica a semejanza del átomo; pero, claro está, del mismo modo que en éste ese juego de los electrones en la superficie está posibilitado y condicionado por lo otro, por la totalidad material que lo envuelve, así en la dialéctica podemos representarnos los cambios en su estructura, en su envoltura inmediata, afectados por lo que suele llamarse el “sistema”, la filosofía, la totalidad en cuyo seno opera. En definitiva, que podemos pensar la identidad entre la dialéctica de Hegel y Marx en su núcleo racional, y buscar las diferencias entre ellas tanto en el nivel atómico como en el molecular, tanto en el método como en la totalidad de la ontología.
Como ya sabemos, Marx se refiere a estos elementos enmascaradores y perturbadores de la filosofía hegeliana, donde establece las diferencias respecto a la suya, con la metáfora de “una envoltura mistificadora” que la contamina, al tiempo que oculta o neutraliza el núcleo racional, que desvirtúa, anula o invierte el efecto racional-revolucionario intrínseco a la contradicción dialéctica; esa envoltura suele ser considerarla “idealismo” por la tradición filosófica marxista. Me parece conveniente dejar claro, al menos como sospecha, que el idealismo hegeliano debe ser revisado sin prejuicios. O quiero aquí sugerir -insisto, a título de sospecha-, que en todo caso no me parece que se trate el idealismo ontológico, el idealismo estricto sensu, conforme al uso dominante de esta categoría en la historiografía, sino de otro tipo de idealismo, que a falta de mejor nombre y provisionalmente llamaré idealismo ideológico; un idealismo que, contra el propio concepto de contradicción y por vía imaginaria lleva a Hegel a poner un punto final a la negación de la negación, un descanso al ser abandonado a su negatividad, en definitiva, un cierre a la historia que permita un Juicio final y dé sentido a la vida humana; en consecuencia, un telos que afecta y adultera la hegemonía de la negación en todo su recorrido, convirtiéndola en sierva de una misión moral. Veamos de cerca su planteamiento.
5.2. Marx comienza por reconocer, con cansancio, que ya hacía “casi treinta años” que sometió a crítica “el aspecto mistificador de la dialéctica hegeliana”; y lo hizo cuando era difícil, por ir contracorriente, “en tiempos en que todavía estaba de moda” el pensador de Stuttgart y su dialéctica; la criticó cuando era hegemónica en Alemania, cuando “los gruñones, presuntuosos y mediocres epígonos (verdrießliche, anmaßliche und mittelmäßige Epigonentum) que llevan hoy la voz cantante en Alemania” aún no habían decidido tratar al maestro como “perro muerto” (toten Hund)”. Y esa justa ira de Marx, que le empuja a defender a Hegel frente al actual esnobismo antihegeliano, devenido nueva moda, le lleva a escribir uno de los pasajes más emblemáticos y problemáticos de este largo debate sobre la dialéctica marxiana, al que hemos llamado pasaje de la inversión. Como introducción al mismo relata que mientras escribía el Libro I de El Capital, en medio de un contexto cultural de antihegelianismo generalizado, optó por ponerse al lado de Hegel y “declararse abiertamente discípulo de aquel gran pensador”; tanto es así, nos cuenta, que en la redacción del capítulo acerca de la teoría del valor llegaría “a coquetear aquí y allá con el modo de expresión” [23] tan peculiar a Hegel.
Nótese que también en este caso la toma de posición que adopta en ese momento brota del contexto, de cierta irritación ante una crítica que, a su criterio, malentendía a Hegel como le malentendía a él mismo. Reacción emocional que, con el ánimo de hacer justicia poética, le lleva a afrontar la defensa de Hegel, confesando que ha coqueteado con su lenguaje, que esgrime como muestra de su reconocimiento. Reconocimiento intelectual del filósofo, pues, frente al que ahora no resalta la oposición de métodos, sino simplemente reconoce una “diferencia de expresión” nada relevante, expresión residual de otros tiempos, con la que él mismo a veces -y no solo en el caso del capitulo de El Capital que menciona-coquetea. Al fin, el fantasma de aquel abrazo de juventud tenía su peso; fue, como sabemos, un abrazo contra su voluntad, una atracción en la huida. Fue Hegel y no Heine quien ganó la batalla por su alma y marcó con fuerza su consciencia posterior. Sin reconocerlo, pues al “enemigo” no se le debe enaltecer en público, Hegel había sido el mejor, muy por encima de su corte de joven hegelianos, a quienes Marx había dirigido siempre sus críticas más hirientes. Su largo ajuste de cuentas con Hegel tras el exilio había sido antes que nada un ajuste de cuentas con la consciencia jovenhegeliana, que le parecía inapropiada para expresar el mundo y enfrentarse al mismo. Hegel había hecho su trabajo, nadie mejor que él había llevado la filosofía a la máxima expresión de la consciencia de la burguesía, clase que hegemonizaba aquella época del capitalismo; considera su filosofía del derecho como la autoconsciencia que la historia reservara a la clase burguesa. Ya no se podía ir más lejos por ese camino; la filosofía hegeliana, en tanto consciencia de una época, no podía ir más allá de la burguesía y sus formas de ser y sentir; la burguesía había llegado al límite de su potencia creadora y la filosofía había de encontrar otros territorios, y otros sujetos, para seguir adelante.
Hegel, según Marx, había cumplido con su función histórica; llegó hasta donde podía llegar, hasta donde le permitía su tiempo, el tiempo de una Alemania aún fuera de su tiempo, que tuvo que hacer en la idea el recorrido estancado en los otros dominios de la realidad, en los espacios de la política y la economía. Por eso, consciente de que nadie puede adelantarse a su época, le correspondía señalar como méritos del maestro lo que en abstracto se presenta como su carencia:
“La mistificación que sufre la dialéctica en manos de Hegel no impide reconocer que ha sido el primero en exponer del modo más global y consciente las formas generales del movimiento. En él estaba cabeza abajo. Es preciso darle la vuelta (umstülpen) para descubrir el núcleo (Kern) racional bajo la envoltura mística (mystische Hülle)” [24].
Hay que “darle la vuelta” a la dialéctica nos dice. Está “boca abajo”, hay que “revolverla”, traduce M. Sacristán; está “puesta al revés”, hay que “darle la vuelta”, traduce P. Scaron; “it is standing on its head. It must be turned right side up again”, dice la edición inglesa de 1888, revisada por Engels. En Hegel la dialéctica está “sur la tête”, es necesario “la retourner”, dice la excelente traducción francesa a cargo de Jean-Pierre Lefebvre [25]. Distintas expresiones, distintas maneras de aludir a lo mismo: a la necesidad de la inversión.
Hemos intentado en apartados anteriores mostrar las dificultades para pensar la oposición entre ambos métodos; ahora intentaremos poner de relieve que pensar la inversión no está exento de dificultades. Y Marx no ayuda mucho, ciertamente, pues las descripciones que nos ha dejado no constituyen un dispositivo analítico sino unas indicaciones metafóricas. Ponerla boca abajo, apoyarla en los pies en vez de en la cabeza, en definitiva, invertir el orden, la dirección del movimiento, de la determinación, no dejan de ser imágenes sugestivas pero conceptualmente insuficientes. Ni siquiera allana el camino, aunque marque bien el destino, la fijación del objetivo de la inversión: “descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística” [26]. Incluso esta enunciación del proyecto resulta obscura, aunque nosotros ya hayamos visto que la mistificación puede darse, y de hecho se da, en ambos dominios, el del átomo (relación del núcleo racional con la estructura dialéctica mistificada) y el de la molécula (relación de la dialéctica con el sistema). Aun así, en la lectura del texto se reproducen las preguntas de siempre. ¿Habla de la filosofía o de la dialéctica? ¿Del “sistema” o del “método”? ¿Afirma que la dialéctica es el núcleo racional (den rationellen Kern) y la filosofía, el sistema, la ontología…, el envoltorio mistificado (der mystischen Hülle)? ¿O se refiere a un núcleo racional y un envoltorio mistificado como elementos ambos constitutivos de la dialéctica? En definitiva, ¿es la dialéctica un mero método o es una particular filosofía?
Son muchas preguntas que debemos ir desvelando. De todas formas, a nosotros nos interesa la dialéctica, y, como he dicho, hay razones para creer que, al margen de la existencia en Hegel de una filosofía mixtificadora, Marx también ve la mixtificación en la dialéctica. Al fin, es en la dialéctica donde conviven el “núcleo racional”, la contradicción pensada como negación de la negación, y la “envoltura mistificada, el cierre dialéctico, el telos encarnado; y ello aunque esta encarnación del telos, ésta coinversión de la historia en teleología, se alimente o sea efecto de las representaciones generales que configuran el sistema filosófico hegeliano. Por tanto, de momento dejamos de lado la cuestión, en sí muy sugestiva, de analizar cómo la ontología hegeliana y su filosofía en general condicionan el teleologismo en que acaba anclada su dialéctica, o sea, el modo en que impone el cierre de la historia, y plantearemos algunas cuestiones de la relación del “núcleo racional” con las “envoltura mixtificadora” en las dos formas o niveles señalados en la misma, que desde la metáfora hemos denominado atómico y el molecular.
Una cierta ayuda para precisar la posición de Marx, en la cual fija su relación, y por tanto su diferencia, respecto a Hegel, nos viene de la indicación que encontramos en el penúltimo párrafo del postfacio, cuando se refiere al efecto social de la dialéctica, al efecto político de la filosofía. Nos dice allí Marx que
“En su forma mistificada, la dialéctica estuvo en boga en Alemania, porque parecía (transfigurar y) glorificar lo existente. En su figura racional, es escándalo y abominación para la burguesía y sus portavoces doctrinarios, porque en la comprensión positiva de lo existente incluye también la comprensión de su negación, de su necesario ocaso; porque concibe toda forma como devenida en el fluir de su movimiento, o sea, también por su lado perecedero; porque nada la detiene y es, por esencia, crítica y revolucionaria” [27].
El texto responde a lo dicho. La dialéctica se presenta en dos formas, “mistificada” y “racional”. La forma mistificada, que no deja de tener su núcleo racional dirigido a la comprensión de la realidad, subordinada auna estructura mistificadora que silenciaba o desfiguraba la negación, la necesidad del cambio social; por eso era la forma preferida y elogiada por la filosofía alemana, expresión intelectual de las clases dominantes alemanas, que veían en ella la legitimación del presente, que “parecía” sacralizar y eternizar lo existente. En cambio la forma racional de la dialéctica, en que su estructura era coherente y reforzaba y extendía la racionalidad del núcleo, pues lejos de silenciar o controlar la negación consolidaba y expandía la libertad de la negación de la negación…, bajo esta figura la dialéctica causaba “escándalo y abominación” entre la burguesía y sus intelectuales. La forma racional de la dialéctica, que Marx reivindica para sí y como diferencia respecto a la hegeliana, reconoce y legitima el cambio, la historicidad del ser, la necesidad de superación de toda positividad. Por eso la llama “crítica y revolucionaria”, porque exige pensar lo existente desde su necesidad y posibilidad, pero también desde la necesidad y posibilidad de su ocaso; porque al rebajar toda realidad a producto, la desacraliza, le niega al aura de eternidad, la somete al movimiento de la contradicción y a su inexorable finitud.
La cita queda enmarcada en una confesión autobiográfica de Marx que, aunque tal vez no sea definitiva, ni siquiera determinante, para clarificar el problema, creo que nos ayuda a plantearlo con claridad y a orientar la reflexión sobre el mismo. Destaco primero su decisión de confesarse discípulo y ponerse al lado de un maestro cuya sombra ya no protege, ya es “perro muerto”; subrayo también su valentía de reconocer la herencia de un autor a quien siempre, desde su juventud, antes de conocerlo a fondo, vio con recelo; y, en fin, enfatizo ese mesurado distanciamiento crítico que expresa al señalar que incluso ha “coqueteado” con su jerga dialéctica, que llama con insólita benevolencia “su modo particular de expresarse”. Creo que esta actitud está en línea con la interpretación antes ofrecida de buscar el idealismo hegeliano en las carencias y excesos en la aplicación del método, no en el método mismo; Marx parece adoptar esa posición y avalarla. Hasta cierto punto, nos deja pensar -si no nos invita o induce a ello- que esa “mistificación” que ve en Hegel y que él rechaza sin ambages no es de fondo, sino que surge en gran medida en la forma de expresión. Tanto más cuanto que, en un contexto de reivindicación del maestro, nos dice que Hegel ha sido, respecto a la dialéctica, “el primero en exponer de la manera más completa y más consciente las formas generales de su movimiento”. Subrayo: “más completa” o global. Y, sobre todo, enfatizo: “más consciente”.
Ahora bien, el conceto “forma de expresión” es abstracto y ambiguo, nos ayuda poco en la clarificación del problema; tan poco como su pareja de baile, “formas generales del movimiento”, que también debemos determinar. Decir que la dialéctica hegeliana es racional, y compartida por Marx, en la fijación de las “formas generales del movimiento”, y mistificada en el momento de su “exposición”, en particular de su aplicación al movimiento histórico, es abstracto y ambiguo como los conceptos en que se apoya. Se clarifica el problema si concretamos las formas generales del movimiento en la contradicción y su principio, la negación de la negación, y si entendemos la forma de exposición como la estructura en que se subsume esa negación; estructura a la que pertenecen, por ejemplo, el ritmo triádico del movimiento, que ahoga la negación de la negación en el circuito tesis-antítesis-síntesis, que a su vez enmascara o falsifica sus resultados con la Aufhebund en que gatos o vacas todos son pardos; estructura a la que también pertenece el telos, ese elemento dominante que no sólo pone el destino y gestiona el movimiento sino que, como verían escandalizados los filósofos que fijaron su mirada en Auschwitz, moraliza la historia y legitima el mal.
En definitiva, aunque Marx o se parara aquí -tampoco en otros lugares- a analizar y clarificar ese juego interno a la dialéctica entre su núcleo y sus “orbitales electrónicos”, dominio de las transfiguraciones, el travestismo, con sus efectos perversos, su descripción parece responder a esa intuición. La racionalidad, el núcleo, puede ser encerrada dominada, subordinada, subsumida, tal que quede escondida bajo sus apariencias, que aparezca como ausente o como lo que no es, incluso como lo otro de su ser, como su opuesto o su inverso. Ante ese factum, el pensamiento crítico, el pensamiento dialéctico, ha de esforzarse en ver el ser bajo sus mil formas de no ser, incluidas las propias de la ausencia y de la apariencia; o de la simulación y la disimulación, que decía Maquiavelli.
Ahora bien, reconocer la relación del elemento racional y el elemento mistificador en la dialéctica hegeliana equivale a reconocer el dominio de éste sobre aquél, ambos términos de una contradicción subsumida el forma hegeliana de la dialéctica; algo equivalente a reconocer la subsunción bajo la forma capital de la contradicción entre capital y trabajo. Es decir, hay que reconocer la contradicción y sus términos y hay que conocer el término dominante, que suele dar nombre a la forma subsuntiva -en este caso el elemento mistificador, el genuinamente hegeliano-, frente al otro, el racional, que se presenta, como el trabajo en la relación de capital, como cuasi “natural”. Y, reconocidos los términos y su relación de hegemonía, hay que explicar por qué se llegó a esa situación, de modo análogo a como Marx explica cómo aparece el capitalismo, el capital y su dominio sobre el trabajo.
No entraremos aquí en la descripción, siquiera esquemática, de esa historia, de cómo la dialéctica devino hegeliana en manos de Hegel. Nos limitaremos a comentar un rasgo de ese proceso, al que Marx se refiere de modo sutil y enmascarado. Me refiero al olvido hegeliano, que señala Marx, de gran parte de la realidad, y para él de la más importante a saber; es decir, Marx sugiere que centrando la mirada en la vida del espíritu, en el movimiento del pensamiento, en el devenir de la Idea, no se nos revela la realidad; si acaso, una parte, un pobre boceto. Además de una representación parcial, nos dice Marx, por haber partido de la parte mala, esa representación resulta invertida.
Nótese que separo con énfasis los dos problemas, las dos carencias de la imagen, el de la parcialidad y el de la deformación (inversión). Para centrar bien lo que Marx parece decirnos, recurriré de nuevo a la ya usada metáfora del turista, que exprimiremos cuanto podamos. Nos viene a decir que el recorrido hegeliano para conocer la ciudad, aunque transcurra por algunas de sus calles principales, no permite elaborar un mapa exhaustivo, intensivo, multidimensional de la misma; además, nos dice en silencio, desde la base empírica que recoge no puede hacer inferencia alguna, a no ser una inferencia de imagen invertida.
El primero argumento crítico refiere a la parcialidad, a construir la imagen de la ciudad con imágenes o retales escasos. Aunque el turista vea el movimiento de la gente, no sabe de dónde vienen y adónde van, ni siquiera si vienen o van; aunque vea la distribución de las viviendas y sus fachadas, no sabe lo que se vive dentro de ellas. Son necesarios otros muchos recorridos, por otros lugares, con otros sensores, para ir construyendo aspectos parciales, integrando en la unidad las múltiples dimensiones de su realidad, unificando los elementos mediante procesos de totalización en formas cada vez más concretas. Marx no critica tanto las carencias cuanto la inconsciencia de su insuficiencia. Él sabe que el método debe apuntar a la exhaustividad, al recorrido de toda la realidad desde todas sus caras; aunque tal exigencia sea imposible, aunque tampoco esté a su alcance y no cumpla con esa norma, quien busca el conocimiento ha de tenerla presente como exigencia de un paso más. Marx cree que Hegel, como el turista, se contenta con pocos recorridos.
Pero, más que la parcialidad, le preocupa el otro riesgo, el desenfoque de la foto, el orden de las inferencias; su crítica apunta a esta carencia, y aquí se muestra exigente, pues la considera contingente y superable. En resumen, piensa que Hegel ha escogido las vías del espíritu para conocer la realidad, y ese camino es insuficiente y se revela estéril. Es como el turista que escoge las grandes avenidas: no sólo no llega a conocer la totalidad, sino la idea que se forma de ella, la que construye a partir de esos recorridos, con esas imágenes, es ficticia, irreal, invertida, tal vez opuesta a lo que es. Es preferible, dentro de la parcialidad, llenarse de imágenes de los barrios en que los ciudadanos viven y trabajan; desde esas experiencias se construye una imagen más real, más conforme al ser de la ciudad. También se cometen excesos al identificar la ciudad con los barrios de las fábricas y los comercios, viendo el resto como anejos periféricos y derivados; pero los errores son menos definitivos, la imagen es más verdad.
Marx cree que este es el método; sean las que fueren las carencias al practicarlo, sabe que el método exige mil diversos recorridos, por la superficie y por el interior de la realidad; y sabe, es su verdad, que hay lugares más significativos, más idóneos para tomarlo como base de las inferencias o de la imaginación. Y no es que el City Center no forme parte también de la verdad de la ciudad, no es que las ideas, la cultura, la conciencia no formen parte de la realidad humana. Basta recordar cómo en las páginas de El Capital, para explicar los movimientos en la producción, echa mano alternativamente del registro subjetivo, de la voluntad o deseo del capitalista, y del registro objetivo, en que el movimiento nace y se desarrolla fuera de la consciencia, considerando ambos válidos, complementarios, necesarios, a pesar de su indudable preferencia por la infraestructura y la orografía de la ciudad. Se trata de privilegiar una vía de ese método; se trata de dar preferencia a un momento sobre el otro.
Lo que ocurre es que, en este punto, los argumentos marxianos contra Hegel no son tan fuertes como la historiografía marxista ha valorado. Primero, por lo que acabamos de decir, porque Marx también usa el camino del espíritu, de la voluntad del capitalista, para acceder a la contemplación de la marcha objetiva del capital; segundo, porque el espíritu también es una parte a conocer y producir; tercero, porque ocultado tras cierto silenciamiento, creemos que Hegel también lo sabía, sabía de la pluralidad de vías de acceso. Simplemente, eligió la más familiar y a su alcance. Todo lo cual nos lleva a plantear una sospecha: la mistificación de la dialéctica hegeliana no puede deberse, o no sólo, a que eligiera la consciencia como lugar de acceso a la comprensión de la totalidad histórica; debemos buscarla más bien en las carencias del modo en que llevó a cabo la subida. Es la sospecha que mantendremos en el tratamiento de esta cuestión, como puede suponerse estrechamente ligada al “idealismo” de Hegel.
Acerquémonos un poco más para valorar el problema de la “mistificación”, de la envoltura mistificadora que adultera y condiciona la racionalidad, la negatividad, y sus efectos. Dejemos claro que la “mistificación” de la dialéctica hegeliana no procede -o no procede sólo- de la dirección del camino, de la marcha de la idea a la cosa; ese camino también hay que recorrerlo inexorablemente. La mistificación es principalmente un resultado de las carencias en el despliegue del análisis, unas veces reconstruyendo el todo sin suficientes recorridos, sin apoyos de las ciencias; otras por sustituir en exceso la experiencia por la imaginación, tomando una conjetura o perspectiva arbitrariamente y completándola imaginativamente con la especulación; algunas veces al reconstruir la realidad mediante analogías, semejanzas, extrapolaciones, que nos evitan recorrer el fango de la historia pero que deslizan el conocimiento hacia el reino de la ficción. Errores hegelianos, sin duda, pero errores muy extendidos, casi inevitables, en los que solemos caer todos, también quienes, imaginaria y especulativamente, recurren a la “inversión materialista” como terapia patentada.
Esas carencias y otras semejantes, de las que nadie, ni Marx está del todo exento, no constituyen un terreno sólido y fecundo para buscar oposiciones; puede ser útil para buscar y encontrar diferencias, pero serán diferencias fuertes, radicales, en su dimensión ideológica, pero en perspectiva teórica no lo serán tanto. Es decir, ahí podemos encontrar el apoyo base de la oposición “ideológica” entre materialismo e idealismo, pero no su oposición teórica no la oposición entre ambos conceptos.
El materialismo y el idealismo no son Buenos referentes para oponer ni los métodos ni las ontologías de Hegel y Marx; en su uso filosófico habitual ambas categorías pertenecen a ontologías dualistas, frente a las que se posicionan ambos pensadores. Mas aún, ese materialismo de la inversión, materialismo sintético, grosero, materialismo de la materia, “mecanicista” lo llamaba Marx y lo llaman los marxistas, viene a suponer una inconsciente identificación de las dialécticas de Hegel y de Marx en su fondo, en su núcleo racional, en tanto que, volvemos a nuestra metáfora, tratan de describir la misma ciudad instalándose en los límites de uno de sus barrios; racionalidad compartida en tanto que cada mapa de cada barrio es una vía de acceso a la realidad de la ciudad; pero también ilusión compartida, en cuando comparten la función ilusoria de los mapas turísticos distintos que pretenden conocer la misma ciudad, y que dan como resultado esbozos diversos de lo mismo: el hegeliano elaborado con recorridos en torno a la academia y el foro y el marxista transitando los barrios de fábricas y mercados. Dos rutas que -carencias propias internas aparte- separadas, confrontadas y disputándose la imagen de la ciudad, se condenan ambas a la parcialidad, a la abstracción y al “idealismo”, porque ambas necesitan reconstruir especulativamente la totalidad. Tal que, aunque una representara la figura “cabeza abajo” y otra “sobre sus pies”, invirtiendo cualquiera de ellas no se lograría la totalidad en equilibrio, sino dos representaciones amputadas y esperpénticas de la realidad, dos relatos abstractos de la historia.
Cuando Marx dice que la dialéctica hegeliana está “cabeza abajo” no quiere decir sólo lo que la metáfora explicita, a saber, que está apoyada en la cabeza, encerrada en ella, aislada, invisible en su mistificación, al modo como las experiencias reales y directas vividas por el turista quedan sumergidas bajo su imaginación de lo ausente, bajo la reconstrucción imaginaria de la totalidad a la que su condición de turista le ha condenado. Y cuando dice que es preciso invertirla para “descubrir el núcleo racional encubierto en la envoltura mistificada”, no enuncia sólo la necesidad de sustituir la visión del turista por la visión del inmigrante, ni siquiera la necesidad de completar la visión mediante la “síntesis” de ambas, pues sabemos que Marx pensaba que en estas cosas humanas la unión de dos errores no neutraliza el error, sino que genera un error compuesto. No, no se trata de completar la representación del turista, paseante del centro, con la del inmigrante, encerrado en los márgenes de la periferia. Quiere decir, o podemos interpretar que eso es lo que Marx pretende decir, que debemos agitar la representación hegeliana de la dialéctica, pero no sólo con la pretensión de expulsar la ganga, lo accesorio y mistificador cargado sobre ella (en concreto, para expulsar el “sistema” y emancipar el “método”, o para liberarla del telos que neutraliza y pervierte la negatividad de la negación; también con la voluntad consciente de descontaminarla de lo imaginario que ha sustituido a las ciencias o ha suplido sus carencias en el largo y complejo recorrido del método; en definitiva, hemos de agitar la dialéctica para revolver también su “núcleo racional”.
Siguiendo la metáfora, hemos de separar la imagen que se lleva el turista y quedarnos con el austero callejero que usó de mapa, que en su simplicidad y parcialidad es sin duda callejero de la ciudad, aunque no sea de toda la ciudad; pues, aunque no sea cuerpo o parte de la misma, sí es esquema o boceto de la objetividad, escenario donde ir colocando las sucesivas piezas del puzle, las troceadas representaciones reales e imaginarias cuyo conjunto conforman la realidad de la ciudad. Esa osamenta, ese andamiaje, servirá para ir colgando del mismo los sucesivos recorridos, por los barrios altos y los bajos, por el centro y la periferia, por dentro y por fuera de las casas, de las instituciones, de las culturas, de las almas de las gentes.
5.3. Althusser apunta bien al decir que la distinción de Marx entre un “núcleo racional” y una “envoltura mistificada” no puede codificarse como la relación entre la “dialéctica” y el “sistema”; yo añadiría que es conveniente codificarlo así en tanto supone una sola oposición entre método y sistema, lo que implica suponer el método como unidad coherente. Pero, para ello, para superar esta limitación, hay que hacer lo que aquí ya hemos anticipado: por un lado, pensar el método como una estructura internamente contradictoria, por otro, concretar la contradicción entre método y sistema. Es decir, distinguir dos niveles de análisis, dos lugares de la contradicción. En primer lugar, pensar el método como el átomo, que encierra la contradicción entre su núcleo (aquí la contradicción, pensada como oposición abierta, teniendo por esencia la negación de la negación) negación de la negación) y los orbitales electrónicos (aquí los elementos del método que cierra esa contradicción, que la condicionan y subordinan, que la imponen seguir un ritmo y un orden, que la desfiguran sometiéndola a un telos); pensar la contradicción interna al método, pensar en ella el elemento nacional y el mistificado, el sometido y el dominante, y los efectos que se derivan de esa hegemonía; pensar esa relación interna al método a semejanza de oposición base/sobreestructura. En segundo lugar, pasar del nivel atómico al molecular, pensar la contradicción entre método y sistema, analizar el efecto de éste sobre el método y la vía de ejercicio de su dominio, casi siempre a través de los “electrones”, casi siempre por mediación de la “sobreestructura atómica”, la parte mistificada y mistificadora, que es así en tanto producto de la determinación del sistema.
Creo que así podemos pensar el sistema como fuente última de la mistificación del método, imponiendo ocasionalmente su hegemonía, que es la tesis dominante en la historiografía; y también podemos pensar, junto a esa fuente de determinación, la otra que reivindica Althusser, la que parece nacer en el método, la que ejerce una aparte del mismo, la parte mistificada, la sobreestructura del método, sobre que la parte racional del mismo, sobre su núcleo; y, en fin, así podemos comprender la tesis de Marx, su distinción en la dialéctica hegeliana, junto a la presencia de una fuerza mistificadora, la persistencia de una fuerza racional que resiste el doble cerco, el de la sobreestructura del método y el de la sobreestructura del sistema.
El elemento racional y el mistificado habitan la dialéctica misma, dice Althusser con razón; y eso le permite desentenderse de momento de la mistificación que reina en el sistema; pero yo creo que debemos analizar la mistificación en el seno de la dialéctica sin olvidar, teniendo presente, que ella misma se alimenta de la mistificación del sistema, que ella misma es un efecto del sistema, de modo semejante a como las contaminaciones, deformaciones y rupturas del átomo se engendran en la superficie, en las relaciones de sus orbitales electrónicos con el mundo que les rodea; en definitiva, en las relaciones del mundo atómico con el molecular (dejemos de lado las respectivas conmociones en la vida interna de los núcleos, que también las hay, tanto en el átomo como en el método). Comparto con el pensador francés su llamada a ver los límites a la racionalidad dentro del método, pero prefiero hacerlo manteniendo activa en el análisis la fuente última de la mistificación. Comparto su idea porque, al fin, la mistificación no está sólo en el relato turístico de la ciudad, sino que afecta también al plano, al recorrido que impone, a la mayor o menor adecuación en la selección de los lugares a recorrer, y en especial a su inevitable finitud, que empuja a construir la idea de la ciudad con trozos insuficientes, a veces poco apropiados. ¿Por qué habría de ser el City Centre el lugar más idóneo para acceder a la visión del paisaje eidético? ¿Por qué no encontrar la verdad en los sótanos, la luz en la caverna?
Creo que Marx critica a Hegel la parcialidad del relato turístico. Pensaba, como nos muestra El Capital, que lo que ocurre en el mercado no es equivalente a lo que tiene lugar en la fábrica; que si estos lugares, estos momentos, estas funciones, son importantes (y lo son) y deben analizarse uno a uno y por separado, luego hay que unirlos, concretar unos con otros, determinar los unos con los otros, forjar una aproximación a la totalidad. Quedarse en uno de ellos y tomarlo como modelo de los demás, erigirlo en Avenida Principal y subordinar el callejero a su hegemonía, mistifica la realidad, la oculta y la sustituye por el simulacro. Esa es, a mi entender, la crítica marxiana a Hegel: no tanto, ni tan sólo, que el barrio escogido para conocer la ciudad no fuera el más apropiado, sino especialmente que es sólo un barrio, que así se excluyen los otros, sustituidos por un universal abstracto obtenido por una expansión imaginaria de una particularidad. Ése es el idealismo de Hegel, que ha reducido la ciudad, incluso el plano de la ciudad, a la guía turística del City Center.
¿A qué se refiere Marx al afirmar que el núcleo racional había quedado sumergido, ahogado y silenciado bajo la envoltura mística, si ésta no es el “sistema idealista”? Creo que si releyéramos inquisitiva y críticamente los dos párrafos siguientes y finales de este “Epílogo” de 24 de enero de 1873 podríamos, además de esclarecer algunos puntos del debate, introducir algunas sospechas y, sobre ellas, algunas esperanzas de salir de la ciénaga de la inversión, en la que muchos hemos pasado al menos nuestra juventud. Dice Marx en el primero de esos párrafos ya citados que
“En su forma mistificada la dialéctica se puso de moda en Alemania, ya que parecía transfigurar lo dado (das Bestehende). En su forma (Gestalt) racional, es un escándalo y un objeto de horror para los burgueses...” [28].
Es una contundente respuesta al problema de esa dialéctica hegeliana, a la vez racional y mistificada. Y si leemos con cautela descubrimos que Marx está diciendo, ni más ni menos, que la mistificación está en el cierre del movimiento dialéctico, en la domesticación de la contradicción, en su subordinación a un telos. O, con más rigor, la mistificación se revela en el cierre del movimiento histórico que impone la dialéctica hegeliana, que detiene arbitrariamente la infinitud de la negación de la negación. Dicho de otra manera, la crítica marxiana apunta al abandono práctico que lleva a cabo Hegel de la contradicción, a cuyo concepto le pertenece la radical carencia de telos; una lucha con final fijado es sólo un simulacro o un patético pataleo en los estertores de la muerte. Es ese cierre el que traiciona la dialéctica de la contradicción, de la negación de la negación y de la ontología de la praxis. Porque ese cierre, esa reconciliación final, ese fin de la historia, no está, ni puede estar, en el origen, ni real ni supuestamente, pues no pertenece a la esencia de la dialéctica, sino que está excluido de ella por ser incompatible con la esencial indeterminación del destino de la contradicción.
Insisto, la contradicción en sí no tiene telos, no es pensable como teleología, con destino fijado; si se la fuerza hasta ese extremo se hace de ella una parodia. La dialéctica de la contradicción es por su concepto opuesta a la teleología. Una dialéctica dirigida a un fin, y especialmente a un fin conocido e inapelable, sería, ya lo hemos dicho alguna otra vez, como el wrestling americano, una farsa de lucha. La contradicción existe, vive, sin destino definitivo, sin juicio final; esa es su esencia, la indeterminación del resultado; y ese es su valor, dejar la historia abierta, indefinida, en la incertidumbre, siempre con páginas por escribir, con tramos por imaginar.
Quiero subrayar enfáticamente que esa intrínseca apertura a la indeterminación es, precisamente, su núcleo racional. Marx ha captado perfectamente el aspecto esencial de la Idea, a saber, la historicidad radical del ser, determinación que pone en juego el carácter efímero, contingente, del capital. Marx entiende que la Idea hegeliana excede su carácter de forma de un proceso de (auto)producción del ser para presentarse como totalidad de lo real; esa mutación viene de la mano de dos determinaciones con las que Hegel ha cargado a la Idea, su ser substancia y sujeto. La primera aporta continuidad, constancia, identidad, y la segunda autonomía, libertad finalidad. Pues bien, según Marx, Hegel ha reificado y subjetivado la Idea, tanto en su concepto cuanto en el uso del mismo. En su concepto, pues una forma de la totalidad en cuyo seno late la contradicción no es, ni puede ser, sin violencia e inconsistencia, una historia con juicio final; este límite exige la cosificación de la substancia y la subjetivación del sujeto, pues sólo así puede pensarse una historia cerrada, sea puesta la clausura por la inmanencia en la substancia o por la libertad arbitraria del sujeto. En el uso del concepto, pues la Idea deja de ser forma de la totalidad, forma de la estructura de contradicciones, sólo cuando se substancializa y se subjetiviza, convirtiéndose en Demiurgo, como interpretaba Marx a Hegel en el pasaje de la oposición. En cambio, cuando la Idea se mantiene en los límites de su concepto, cuando se las considera forma de la totalidad, sin ninguna transcendencia, ella misma aparece como resultado inmanente de la contradicción, de la lucha.
Claro que como forma que subsume la contradicción incide sobre ésta, como la “ciencia normal” incide en el desarrollo de la ciencia, incluso en el desarrollo revolucionario de la misma; o como la constitución incide en la producción del derecho positivo. Y es así aun cuando la Ciencia es ciencia positiva, producida, y cuando la Constitución es derecho positivo, producido. La Idea, como forma de la totalidad de lo real, figuradamente puede pensarse como demiurgo, pero sin divinizarlo; algo así como un Dios democrático que quiere y puede lo que el demos quiere y puede. La Idea en tanto forma universal de la totalidad mantiene con ésta una relación homóloga a la que el Capital con la realidad que subsume, con la esfera de la producción. Por ejemplo, la forma capital subsume y determina la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción, o entre capital y trabajo, o entre burgueses y proletarios; pero estas contradicciones están en su origen, de sus movimientos y equilibrios proviene la forma capital como resultado, en permanente adecuación, al igual que el armisticio o el pacto político condicionan y dirigen, subordinan, las luchas de los combatientes subsumidos en el mismo. En consecuencia, la racionalidad en el pacto, en la forma subsuntiva, es puesta siempre por los elementos de la contradicción en él subsumida, como instrumento formal de la lucha, para regularla, para protegerse, para subsistir; la racionalidad expresa los límites, el orden en la lucha, para que ésta continúe, para perseverar en el ser cada uno de los contendientes.
Debemos enfatizar que esa racionalidad, afirmada en la Idea, montada sobre la contradicción, queda burlada y negada al substantivarla y subjetivarla, lo cual implica imponerle un sentido y un destino, en definitiva, el cierre dialéctico; se manifiesta en ese extravagante momento afirmativo de la reconciliación, intrínseco a la Idea, que detiene definitivamente el curso de la negación de la negación, tren de la esperanza, al imponer un fin a la escisión, una paz compartida, sea ésta escenificada con el Estado universal, sea simbolizada con el Saber absoluto, ambos como última estación del recorrido de la historia.
La dialéctica hegeliana, en su “forma mistificada”, es decir, con la Idea tratada de hecho como substancia y sujeto, con el cierre histórico, con el punto final que permite pensarla como proceso teleológico, se asume con esperanza y pasión; es la llegada de la razón, cargada de seductoras figuras como el reino del derecho, el Estado universal, el fin de los particularismos, la hegemonía de la justicia o la igualdad. Esta dialéctica mixtificada, que promete un proceso histórico hacia la conquista de los derechos, del fin de los privilegios feudales, de la paz y de la vida ética, seduce a la burguesía. Pero, en cambio, dice Marx, en su “forma racional”, es decir, la Idea como forma de la totalidad, la contradicción sin imaginarios cierres ontológicos o epistemológicos, sin destinos éticos y sin Juicio Final, impone la intranquilidad, la incerteza ante lo indeterminado, la indecisión, la inquietud.
No deja de sorprendernos esta reflexión marxiana según la cual la dialéctica, en su forma hegeliana, “mistificada”, con cierre, no inquietaba a la burguesía porque consolidaba y “glorificaba el presente”. Si analizamos la tesis con detenimiento comprenderemos que sólo tiene sentido en la medida en que la racionalidad de la misma radique en su espontaneidad, en su carácter abierto, en su esencial indeterminación. Esta condición de racionalidad exige que la dialéctica, hegeliana o marxiana, al fin dialécticas de la contradicción, en tanto tienen un “núcleo racional”, han de estar siempre abiertas, no admiten cierre alguno, ninguna transcendencia, ni por tanto glorificación de ninguna positividad. Si hay cierre, y todo telos cierra, si una contradicción está subordinada a un destino, fijado desde una ontología teórica o práctica, lógica o moral, es a base de ejercer violencia sobre el concepto de la contradicción, imponiendo a la realidad un telos de base teórica (Hegelo) o práctica (Kant). En el caso hegeliano esa violencia aparece en las hermenéuticas que fuerzan la Idea para que de mera forma de la totalidad pase a ser la substancia-sujeto de la totalidad, la totalidad como substancia-sujeto; y para que lo absoluto deje de pensarse simplemente como lo-que-es, el ser-ahí, para pensarse como entidad metafísica fuente del ser, que da el ser a las cosas.
En definitiva, para que la contradicción pueda cumplir esa función moralista habría que añadir ideología pura y dura a la dialéctica, subsumir ésta en una filosofía de la historia que impusiera un final y una legitimación exterior a la dialéctica; pero esto sería equivalente a negar a la contradicción su esencia, su función de motor del movimiento, y poner éste en manos de la ontología, de una historia de un sujeto con telos. La dialéctica quedaría así secuestrada en la ontología (teórica o práctica), convertida en mero instrumento al servicio de un final fijo de la historia; por tanto, la dialéctica sería la forma del movimiento de una historia pensada como tiempo finito, tiempo de indigencia y de enajenación. Así entendido, el Estado racional hegeliano cierra la historia acabando con la indigencia y la enajenación, y pone fin al ser-dialéctico, al ser enajenado, del mismo modo que la sociedad comunista en la dialéctica marxiana.
Es difícil pensar la dialéctica con un final, que equivale a pensar el fin de la contradicción; es difícil pensar la realidad sin lucha, sin negación, y al tiempo en movimiento. Pero es más difícil, es imposible, por “lógicamente contradictorio", pensar esa dialéctica finita con finalidad propia. Tal supuesto repugna al concepto. Creo que eso es lo que quiere decir Marx al sostener que la dialéctica, en su “figura racional”, no cierra la historia:
“Como incluye en la comprensión de lo dado (das Bestehende) al mismo tiempo la comprensión de su negación y de su destrucción necesaria, como concibe toda forma madura (gewordene) en el curso de su movimiento y por lo tanto bajo su aspecto efímero, no se deja dominar por nada. Es, en su esencia, crítica y revolucionaria” [29].
No tiene dudas, la contradicción es crítica y revolucionara porque es cómplice de la historia abierta, porque no deja que se pare ni que se cierre, porque responde a una ontología a la vez práctica, histórica y dialéctica que no reconoce al ser sino en sus momentos de producción, de producir o ser producido. Por eso la contradicción sin mistificaciones en tiempos burgueses inquieta a la burguesía conservadora, porque en el horizonte dibuja la amenaza a su mundo capitalista; y en consecuencia debería inquietar a las formas sociales socialistas de cualquier tipo que pretendieran detener el tiempo, poner puertas al mar. En consecuencia, podemos decir nosotros, si la dialéctica hegeliana tiene un “núcleo racional” es porque conforme a su concepto es una dialéctica de la contradicción, y ésta en sus forma de existencia no mistificada, libre, tiene por esencia la negación de la negación, lo que implica ser siempre abierta, sin destino; los cierres, su presencia real o imaginaria en los textos hegelianos, expresan negaciones o adulteraciones de esa racionalidad; carencias de la exposición y deslealtades al concepto; en ambos casos, se reconoce la existencia de éste, y es lo que Marx ve en Hegel, es esa luz racional que ve en el núcleo.
En conclusión, para Marx la dialéctica hegeliana tiene un núcleo racional porque es abierta, porque le es intrínseca la indeterminación; ahora bien, la descripción que de ella hace el propio Hegel, su exposición, parece contradecir esa tesis, pues parece estar animada por el telos. Esas contaminaciones son valoradas por Marx como efecto de las contaminaciones y las carencias en la exposición, que condensa en la afección de la misma por la “envoltura mística”; por tanto, las desviaciones son efectos de la contingencia. En consecuencia, el núcleo racional puede -y debe- ser rescatado y liberado de esas determinaciones.
Este diagnóstico, aunque bien orientado, me parece incompleto: la tendencia al cierre deslizada en la exposición hegeliana no es sólo efecto de sus carencias o de su subjetividad, la contradicción “parece” tener destino; no puede tenerlo según su concepto, pero parece tenerlo en su aparición histórica. Esa contraposición no resuelta es la fuente del problema en Hegel, que Marx describe pero que deja bajo sombras; parece haberlo resuelto en el análisis, pero no lo tiene bien formulado. Es el problema de la relación entre método y sistema, que implica la distinción en el primero de dos elementos, racional y mistificado, a modo de base y sobreestructura; problema que sólo puede clarificarse en una concepción dialéctica de la dialéctica, o sea, en una dialéctica de la subsunción, tema sobre el que volveremos.
Es cierto que Marx centra su mirada en los efectos de la ontología dialéctica sobre el capitalismo; lo ve incompatible con la consciencia de la burguesía, gestora del capital, en su comprensible pretensión de fijarlo como forma social natural y universal; y frente a esa representación reivindica la necesidad ontológica de su liquidación, la finitud de toda obra humana, lo hace en nombre de la ciencia y de su ontología, pero sin duda reconciliado con los efectos sociales que implica; si se prefiere, reconciliado con la clase trabajadora. Ahora bien, no deja de ser cierto que esa perspectiva de una historia abierta e indefinida también debería caber en el método dialéctico hegeliano si fuera totalmente racional, totalmente coherente con su núcleo, con su dialéctica de la contradicción; bastaría pensar la contradicción desde su esencia, la negación de la negación, y ser consecuente con ello, no subordinarla a ese ritmo triádico que deforma el fluir de la negatividad, acentuando los momentos positivos, la tesis y la antítesis, privilegiando el ser como constancia a costa del ser como devenir, embellecido el ser a costa del dejar de ser. Deriva que culmina revelando su sentido, que no es otro que el fin del movimiento -que así se revela como instrumental, como accidental- en un cierre final, en una reconciliación que ni sólo sacraliza el reposo y la paz, sino que relativiza la vida como mero camino a su final.
En conclusión provisional, aunque el núcleo racional de la dialéctica hegeliana no cierra la historia, y exige no cerrarla, sobreestructura de esa dialéctica -ya insistí en ver el método como estructura compleja de conceptos, criterios y normas susceptible de ser representado como contradicción entre dos elementos- devenida hegemónica en la contradicción impone su determinación, tal que la negación de la negación acaba doblegándose y sirviendo a su otro, al dominio del telos, al que le es intrínseco el cierre y el Juicio Final.
Cierto, pues, conforme a su núcleo, la dialéctica hegeliana no cierra la historia; pero contaminado por la “envoltura mística”, -de forma inmediata la que hemos llamado sobreestructura del núcleo, condensada en los elementos teleológicos, y de forma mediata lo que se llama el sistema-, su funcionamiento queda contaminado, su núcleo racional subordinado, con el resultado efectivo de que se pone fin a la historia y a la dialéctica; se pone el final a su manera, especulativamente, ilusoriamente; se pone fin en la Idea, aunque así solo se hace una vez más en la cabeza lo que no puede hacerse en el mundo.
Tal vez podríamos formularlo así: es la subsunción de la dialéctica, y especialmente del método, en la ideología (la filosofía) dominante, la que pone el cierre, la que libera a la historia del trabajo de la negación, que es su fuente, tal que dicha liberación sea su fin. Y tal vez podríamos decir que, visto así, visto el cierre dialéctico de la historia como un exceso ajeno a la esencia de la contradicción, que llega como determinación exterior a la misma (desde la ideología dominante, si se quiere desde el “sistema”), el idealismo tiene ahí su mejor expresión: en el cierre de la dialéctica, en el final de la historia, en la muerte de la negación de la negación, en la perversión de la reconciliación, con su enorme seducción. Sí, tal vez resida ahí la clave para identificar y conocer el idealismo filosófico, en la postulación de un fin de fiesta absoluto.
Si se miran las cosas con las distancias debidas, la filosofía hegeliana no solo cierra la dialéctica poniendo fin a la historia, postulando una reconciliación final. El cierre hegeliano es más radical, yace en lo más hondo de su ontología. La Lógica de Hegel es la mente divina en el momento inmediatamente anterior a la creación; sus categorías están funcionando, pues, desde el origen de los tiempos, desplegándose en la historia. El devenir de la Idea era opaco para la Idea; ésta debía autoproducirse –producir la historia del pensamiento- para devenir auto-transparente: fenomenología de la consciencia desde sus formas inmediatas de certeza sensible al saber absoluto. Sólo al final la consciencia del filósofo comprende la lógica que ha guiado su historia; sólo al atardecer comprende que la totalidad ha tenido que autoproducirse para autoconocerse. Ha tenido que producir el Espíritu (subjetivo, objetivo y absoluto) para verse en él como en un espejo; ha tenido que producir la Naturaleza, para que el Espíritu sufra la diferencia, la resistencia, en definitiva, la contradicción, y pueda así avanzar en su marcha dialéctica. Pero, al final, cuando la consciencia absoluta del filósofo contempla la lógica que la ha guiado, descubre que su productividad no era creación, sino sólo despliegue de lo que ya estaba en ella en sí; todo lo que llega a ser ya estaba en el origen. Como un entretenimiento de Dios para conocerse a través del despliegue de toda su omnipotencia y reconocerse a través de la gloria de su creación. Y esto es otra forma de cerrar la productividad de la contradicción, otra forma de imponerle un límite. También éste me parece un buen refugio del idealismo. En definitiva, el idealismo de Hegel, y su diferencia con el materialismo de Marx, parece no proceder del sentido del método, ni del mayor o menor énfasis otorgado al espíritu en la creación y la comprensión el mundo, sino en la opción de imponer un telos a la contradicción, en cerrar y positivizar la dialéctica, en la reconstrucción especulativa de la totalidad cerrada.
6. La contradicción y la teleología.
Cerraré provisionalmente esta primera parte del ensayo con una reflexión necesaria, diría incluso que totalmente imprescindible, en tanto sin ella todo lo anteriormente dicho en torno a la categoría de la contradicción, y de la ontología marxiana en general, resulta inestable, inconcreto, algo confuso y sospechoso de estar infectado de falacias. Soy consciente de estas carencias; lo cierto es que he sido consciente de ello a lo largo de la reflexión, y a pesar de lo cual he seguido adelante entre imprecisiones y sombras, al entender que no podía eliminarlas sobre la marcha, que no era el momento de la higiene, que había de seguir aunque enturbiado por el barro del camino; pensaba y pienso que debía seguir en silencio, guardando la profilaxis crítica para después, para ahora. Esperaba, y espero, estar a tiempo de corregir esas carencias ahora, al final, con el análisis ya hecho. Los análisis siempre son provisionales, esperando contar con herramientas más afinadas para ser reemplazados; pero las herramientas se generan en el mismo proceso, como el martillo spinoziano, cuya perfección era siempre fruto del uso de martillos más toscos que intervinieron en su producción. Confiaba, y confío, que con el traje puesto podría ajustar sus formas y visualizar el sentido y la función de cada uno de los elementos, especialmente los más novedosos y audaces; pretendía, y pretendo, que con esta mirada retrospectiva de lo hecho podría comprender las imperfecciones de la representación lograda y ayudar a ver al mismo tiempo sus carencias y su forma acabada, su forma ideal. Al fin, aunque el camino se haga al andar, como nos decía el poeta, es sólo tras recorrerlo cuando, al volver la vista atrás, puede verse y pensarse como camino, enseñanza que nos legó el filósofo, regalo de Hegel en su Fenomenología. Ha llegado, pues el momento de la verdad.
6.1. El análisis conlleva unos límites formales intrínsecos, que le hacen susceptible de incurrir constantemente en falacia performativa. Efectivamente, el análisis exige distinguir y aislar lo que se reconoce como incondicionalmente unido e inexorablemente condicionado por una totalidad, sobredeterminado por sus diversos elementos; no importa la extensión del objeto de conocimiento, el carácter concreto o abstracto de su universalidad, pues sean cuales fueren sus límites siempre pertenecerá a una totalidad más compleja y más amplia, siempre será parte, elemento o aspecto de ella. Este carácter intrínseco, su finitud, no es contingente; es la condición ontológica del objeto; y es al mismo tiempo un rasgo esencial del análisis intrínseco a su concepto, sellado incluso en la etimología. Analizar es antes que nada separar; para luego unir, ciertamente, pero comienza por separar. Para conocer la totalidad que tomamos como objeto hay que despiezarla, y en el empeño cada parte tiende a aparecer como lo que no es, una unidad acabada y cerrada; al ser arrancada de un todo y conseguir una mirada individualizada, se registe de distinción, de autonomía, de diferencia, de unidad. El analista, el pensador, en la ejecución de esa separación del objeto de la totalidad real a que pertenece no siempre es -no siempre somos-conscientes de los efectos que origina en el objeto, del enmascaramiento de su verdadero ser por oscurecimiento de las relaciones que le hacen ser lo que es, o sea, que proveen su esencia. El proceso analítico incluye una diversidad de acciones, ninguna de ellas inocente. Asombra constatar la facilidad con que asumimos soy el principio de indeterminación de Heisemberg, uno de los pilares de la física cuántica, al tiempo que nos resistimos a darle entrada en el discurso ontológico, donde tanta falta hace. El principio simplemente enuncia que el observador -figura humilde del primer grado en el análisis- no es neutral, sino que interviene en la producción del objeto; que el pensamiento no es una brisa que acaricia los rostros sino la ventisque erosiona las formas.
El análisis, momento intrínseco al pensamiento, -al menos al pensamiento científico, y la filosófico cuando no deserta de la coherencia, e incluso al poético cuando mira a la tierra para ver el cielo-, implica ese riesgo de enmascarar la realidad al haber de abstraerla para acercarse a ella. Este enmascaramiento brota en diferentes frentes, se cuela por diversas grietas de su estructura. Sin duda aparece, como hemos dicho, en el momento del aislamiento de la parte convertida en objeto analítico, procedimiento indisolublemente ligado al mismo; pero también aparece en otros momentos y lugares, cabalgando en otros procesos que acompañan y constituyen el análisis, como acción silenciosa, inadvertida, que se filtra en el progresivo aislamiento del objeto, en la creciente configuración de la unidad y consistencia del aspecto de la realidad que se analiza: es la acción que llamamos cosificación. Es el momento en que la parte deviene un todo, y la tratamos y valoramos como un todo: la política como un toto, la religión o el derecho como esferas substantivas, con su lógica y sus historias propias. Es así y parecer que no puede ser de otra manera; pensar es analizar y el análisis tiene esas miserias específicamente humanas; de momento no sabemos conocer lo real fuera del espacio y el tiempo, fuera de la totalidad, fuera de lo absoluto; por tanto, condenados a la abstracción, hemos de asumir la reificación como expresión de nuestra finitud.
En el análisis, pues, ¿enmascaramos la realidad? Si no la conocemos como es en sí ¿no nos condenamos a conocerla para sí, para nosotros, o sea subjetivamente? Mucho se ha escrito sobre lo en sí, y nada nuevo podríamos decir sobre la cuestión. ¿Para quqé repetir la pregunta? ¿Cómo sabemos, si no tenemos acceso a ella, que su modo en sí es diferente a su modo para nosotros? Yo prefiero desplazar el problema del lugar epistemológico en que no parece tener solución al ontológico, que nos permite seguir el camino: con todas las contaminaciones que introduce el análisis, incluida la cosificación, es nuestro modo de producir la realidad. Y lanzo la pregunta como desafío viciano: ¿qué mejor conocimiento de lo real que producirlo? Es su verum factum, que no casualmente planteó el discreto profesor napolitano G.B. Vico para enfrentarse al ego cogito cartesiano.
De todos modos, el análisis implica adulteraciones que debemos tener presentes. El objeto de conocimiento de parte pasa a totalidad; aparece como una cosa separada, aislada, abstraída. Y esa cosificación incluye su espontánea y casi inadvertida transformación en un universal, sin lugar ni tiempo. La abstracción analítica encierra estos secretos; la pérdida de las determinaciones de lugar y tiempo de la realidad en su aparición en la representación abstracta es congénita al análisis. Por tanto, en el análisis los aspectos de las cosas, de la realidad devenida objeto, quedan sin lugar ni tiempo, quedan sin movimiento. En ese momento del análisis, en “modo analítico", se suspenden las determinaciones fundamentales de su existencia: lugar, tiempo, movimiento, cambio…
Cuando en nuestra reflexión analizábamos la contradicción, necesariamente realizábamos su aislamiento, su abstracción; y con ello la aislábamos de su lugar y tiempo, y de todas sus relaciones con la totalidad. Al analizar esta categoría la cosificábamos aislada de las otras categorías ontológicas; y aunque de vez en cuando advirtiéramos de ese hecho, y de la conveniencia de que de algún modo estuvieran presentes, el ritmo del análisis exigía que permanecieran en retaguardia, con la presencia mínima, como lo oculto que se deja sentir en los ecos. Sin pretenderlo, mejor, contra lo que pretendíamos, incurríamos así en falacia performativa o inconsistencia existencial; el análisis se enfrentaba, negaba, esa nuestra pretensión de una ontología dialéctica de la praxis y de la totalidad: la forma analítica de presentarla negaba la unidad e interdeterminación que estábamos enunciando. Y pretendíamos solucionar la inconsistencia reiterando una y otra vez que, tras el análisis, momento de la abstracción, habríamos de reconstruir lo concreto, la unidad rota, las relaciones olvidadas; el premio de ese excurso por la abstracción sería un concreto de pensamiento más transparente, rico y estructurado, una nueva totalidad en que se expresa mejor la “idea adecuada” spinoziana. El obstáculo en la realización de ese proyecto está ahí, en la reconstrucción de la unidad; fraccionada ésta en sus elementos y analizados éstos en su abstracción, su regreso a parte o elemento de una estructura es complicada, pues siempre regresa como elemento individualizado, distinguido como totalidad, y su reintegro a una totalidad compleja arrastra esa marca.
El método dialéctico exige pensar la realidad desde esa determinación intrínseca a la misma que es la contradicción. De este modo la contradicción aparece como la forma, el modo de ser, de la realidad, de cualquier realidad, de cualquiera de sus partes, de cualquiera de los aspectos de sus partes. La contradicción implica que pensamos las cosas como estructura de relaciones con otras cosas en el seno de una totalidad, cuyo universo es acotado convencionalmente por el análisis. En el universo social, al que limitamos nuestra reflexión, cada una de esas relaciones es -o puede ser, dejemos esta cuestión abierta- una oposición. No obstante, en el análisis se oscurece esa relación para fijar la mirada en uno de los términos. Por ejemplo, si tomamos la contraposición trabajo/capital, en el análisis hemos de aislar el “trabajo”, considerarlo como un proceso, una actividad, con cierta substantividad, con esencia propia, con determinaciones intrínsecas, tal que llegamos a hacer una historia del trabajo, una historia acotada a su objeto, como si tuviera una historia libre y autónoma, a semejanza de la claridad y distinción que Descartes exigía a los conceptos. Hecho esto, y en tanto hagamos profesión de fe dialéctica, enseguida pasaremos a ocuparnos del “capital”, y hacemos otro tanto, con lo cual lo substantivamos, lo autonomizamos, lo cosificamos. De nada ha servido que Marx se hartara de repetir que el capital -como el trabajo- es una relación social; en su nombre y bajo su ficticia legitimación se han cosificado ambas categorías.
Hecho esto, separados y aislado por exigencias del método analítico, entramos en el camino del riesgo. En tanto seamos conscientes, podemos pasar aceleradamente de uno a otro, para diluir la cosificación, pero el análisis nos impone su ley, y no lograremos pasar de representarnos a ambos como “cosas” distintas exteriores, que se condicionan, interdeterminan, incluyen… intensa y constantemente. Ese límite no podemos sobrepasarlo; al menos nuestro lenguaje no nos lo permite. El análisis exige la distinción y ésta incluye la cosificación: podemos debilitar esta cosificación, podemos metafóricamente aludir a su disolución, pero no podemos eludir la cosificación asociada al análisis, a la distinción. Podemos llegar a decir que el modo de ser del trabajo lo impone el capital, y a la inversa, que ambos se producen, avanzan o retroceden al unísono, como en el movimiento de una pareja de baile; pero solo vemos la pareja como unidad cuando la vemos como parte de otra totalidad, definida por el conjunto de las otras parejas. O sea, vemos la pareja como una oscureciendo la distancia, diferencia u oposición entre sus miembros; pero, al hacer la pareja, y no sus partes, objeto del análisis, caemos de nuevo en la abstracción, pues separamos la pareja de las otras parejas, de los otros elementos de una totalidad mayor, un universo más extenso y complejo. Por eso, insistiendo en la imagen, si consideramos la pareja como unidad a analizar, cada miembro de la misma exige ser visto en relación al otro, o sea, representado como distinto del otro, y así lo individualizamos, lo cosificamos, por mucha dependencia que afirmemos entre sus movimientos. No escapamos, pues, a esa maldición que nos acompaña y obliga al pensamiento a romper la realidad para “conocerla”. Y nos seguimos resistiendo a reconocer que la relación entre conocimiento y realidad no es asépticamente epistemológica, sino comprometidamente ontológica.
Insisto, nosotros podemos, debemos, separar y analizar aisladamente el trabajo y el capital como realidades, como unidades, totalidades que encierran diversas relaciones; pero al bajar a un nivel más concreto y pensar la contradicción capital/trabajo en el capitalismo, ambas totalidades pasan a ser considerados elementos simples constituyentes de una nueva realdad. Y aquí, ya analizados y transparentes, ya enriquecido su concepto, deberían devenir términos de una contradicción, términos idénticos y opuestos. Ahora bien, esas dos determinaciones se resisten a ser pensadas en su unidad. Pensamos la oposición, pero se nos escapa la identidad; nos representamos la relación capital-trabajo como relación externa entre dos elementos que conservan su sustantividad, que son diferentes, y que sólo en tanto diferentes pueden ser opuestos; pero la identidad se difumina, incluso resulta sospechosa de aparecer en el reino de la oposición. Resultado, el concreto de pensamiento resultado de la “síntesis” post analítica no parece representar adecuadamente el concreto real: en éste hay, se presupone, identidad de los opuestos; en aquél hay oposición, pero no identidad, si acaso substituida por un sucedáneo engañoso, a saber, la relación de condicionamiento mutuo, de interdeterminación. El vínculo dialéctico, que supone oposición e identidad entre los términos (por eso son “términos” de una unidad, no meros “elementos” en ella), se desvanece y es sustituido por el de reciprocidad, pensado como feed back; la conexión ontológica interna ha dejado paso a un condicionamiento externo, la dialéctica ha mutado en relación de exterioridad, en una “dialéctica mecánica”, que ya no está constituida por sus dos términos (idénticos y opuestos como rostros de lo mismo) sino por dos elementos (diferentes y enfrentados). Así resulta difícil ver el capital en el trabajo y éste en el capital, como exige el posicionamiento dialéctico; así es más fácil pensar uno y otro en su condicionamiento exterior, en su retroalimentación recíproca. Pero, en definitiva, así se nos ha escapado la realidad, o al menos la posibilidad de pensarla en la ontología dialéctica; o ambas cosas en la misma partida.
6.2. Espero que estas reflexiones generales nos ayuden en la concreción del problema que abordaremos ahora. Cuando lo que analizamos no es una realidad material, como puede ser la producción capitalista, sino el método -un instrumento teórico, un producto teórico- de conocimiento, la amenaza de cosificación de los términos dialécticos, su decantación como meros elementos recíprocos, adquiere sin duda mayor relevancia; y tal cosa ha sucedido -creo que sucede siempre- en el análisis de la contradicción que hemos venidos haciendo, y que ahora tratamos a posteriori de revisar, de enderezar reiluminando las zonas sombrías. Tal vez esa especial complicación sea debida a la doble vida de las categorías hermenéuticas, que unas veces aparece como instrumento que nos permite pensar la realidad como conflicto entre términos opuestos (que por lo antes dicho extendemos graciosa y arbitrariamente a conflicto entre elementos y cosas) y otras veces como nombre de una realidad, de una propiedad o determinación esencial del ser; o sea, para decirlo de forma simplificada, que unas veces, y sin avisarnos de su doble existencia, aparece como forma de pensar el ser de las cosas y otras como forma de ser de esas cosas. En todo caso, cuando la contradicción se aborda como elemento del método, cuando la elevamos a instancia de identificación y demarcación entre métodos, -recordemos que el problema general planteado ha sido el de la diferencia entre los métodos dialécticos de Hegel y Marx-, deberíamos tener presente que éstos son estructuras compleja, y como tal contradictorias, formadas por una diversidad de elementos teóricos (presupuestos, reglas, criterios) en cuyo seno aparece la contradicción como un elemento más, como una relación particular más; perro, en casos como el que nos ocupa, la contradicción también aparece como forma que subsume esa totalidad. La contradicción es la forma del método en aquellos casos en que se trate del método dialéctico, en que éste sea el dominante. Y este doble carácter, de parte o elemento del método en relación, y en contraposición, a las otras, y de forma dominante, hegemónica, que subsume al todo, no siempre resulta fácil de describir. En definitiva, como parte interior al método, la contradicción lucha por imponer su dominio enfrentada a su gran enemigo, la presencia de cualquier telos; lucha a muerte, de resultado incierto. Pero, en tanto forma hegemónica en ese método, forma de la subsunción del mismo a la dialéctica, más que aniquilar el telos necesita dominarlo, subordinarlo, usarlo. Porque la contradicción, por sí misma, no puede poner el sentido del movimiento, no puede ni controlar su movimiento; necesita del telos para ejercer positivamente su dominio, para gozar de su victoria, como el capital necesita del trabajo.
Obviamente, vista en retrospectiva y con la debida distancia, en nuestro tratamiento de la contradicción no ha tenido suficiente presencia la perspectiva que acabamos de abrir; no podíamos detenernos, el análisis exige un ritmo y deja siempre abierta la puerta a un nuevo recorrido selectivo; el análisis no permite interrupciones para las precisiones ontológicas, aunque sin ellas deviene parcial y sesgado; el dual modo de ser de la contradicción ha sido una de esas exigencias ontológicas sacrificadas por el análisis. Creo que podemos elevar a principio general esta carencia del análisis, que no puede tener presente todos los límites, que no puede ser del todo coherente con la totalidad de los fundamentos ontológicos; un método permite una vía de acceso a lo real, pero se necesitan muchos asaltos; lo imprescindible es tener consciencia de este carácter parcial de la producción de lo real que nos permite cada método y cada puesta en escena del mismo.
El debate ontológico por el método en la comprensión del cambio social, de la historia de las naciones, es tan antiguo como la misma filosofía; si bajo nuevos ropajes persiste hasta nuestros días es razonable considerar que se debe a dificultades objetivas, y no a meras carencias teóricas de los antiguos. Desde sus orígenes estuvieron presentes, disputándose como “opuestos” la escena de la consciencia filosófica, dos enfoques: el enfoque dialectico, que hacía de la lucha, el conflicto, la guerra, la vía de representación y comprensión de la realidad, del movimiento de las cosas en general, y en particular de las sociales y culturales; y el enfoque teleológico, que pensaba la realidad, y especialmente la social, en su movimiento hacia la realización de su eidos (εἶδος), de su idea o forma general. Ambos enfoques tenían, y tienen, su potencia hermenéutica; tanta que hasta Kant hubo de mediar proponiendo, por exigencias del uso práctico de la razón ante los límites del uso teórico de la misma, pensar la historia, construir en idea el orden histórico, haciendo como si existiera en la sociedad una determinación natural hacia un fin. Pensaba Kant, no exento de razón, que ese supuesto no era inocente, que la creencia o no -provisional, hipotética, metodológica- en el mismo determinaba la subjetividad de los seres humanos a luchar o inhibirse por conseguirlo, y por tanto la posibilidad o no de realizarlo, con lo cual, a posteriori, confirmaría la verdad de su elección. Creo que podemos decir que en el fondo Kant pensaba que el misterio de la “insociable sociabilidad” respondía a la sospecha de que la dialéctica, la lucha, sin telos es ciega, y la teleología sin contradicción es vacía.
Parece obvio que los primeros filósofos constataron las insuficiencias del método dialéctico; aunque útil para pensar el origen del movimiento, para dar cuenta del impulso de la lucha en la creación de la realidad, el método mostraba sus carencias a la hora de comprender el sentido, la dirección y el destino del mismo. Y también parece obvio que el finalismo, al fin visión antropológica de la realidad social, a pesar del atractivo deriva de ligar la historia a la subjetividad de los pueblos constantemente revelaba que el fin más que motor era resultado. Ambos enfoques, pues, mostraban sus debilidades, de ahí que su enfrentamiento, que en sí parece legitimar la posición dialéctica, haya sido el protagonista de la larga y siempre inacabada conquista del método de pensamiento del cambio social. No es aquí el lugar de abordar estas cuestiones; la historiografía nos ofrece múltiples descripciones, reconstrucciones y valoraciones de esa historia, que es ni más ni menos que la historia de la filosofía. Me limitaré a unas reflexiones muy puntuales y esquemáticas para ayudar a enfocar la cuestión que me preocupa; centraré las mismas en una problemática bien conocida, el conflicto permanente en la historiografía entre quienes miran el movimiento social desde su origen, desde la lucha, y quienes lo miran desde su fin, su destino.
Podríamos recurrir a factores psicológicos e ideológicos, para explicar la insatisfacción que generaba ayer el enfoque dialectico, que parecía cerrar el sentido de la existencia y condenarnos a la indeterminación; poner en manos de la “guerra” el devenir de los pueblos equivaldría a entregarse a lo irracional; y aunque la historia de la filosofía esté llena de esfuerzos para hacer surgir las virtudes del fango de los vicios, lo cierto es que la obstinación de la barbarie en acompañarnos disuade a los más optimistas. Aquí no elegiré ese derrotero de relatar un de consolatione phisosophiae; prefiero limitarme a señalar algunas de las carencias teóricas que sin duda ha tenido, y sigue teniendo, tal representación dialéctica de la realidad. Y lo haré regresando al texto de Marx, a una idea que hemos comentado de pasada, sin subrayarla debidamente: me refiero a su afirmación de que Hegel “ha sido el primero en exponer del modo más global y consciente las formas generales del movimiento”. ¿Qué quiere decir realmente este enunciado?
Sabemos que Marx concreta el mérito del maestro en la “racionalidad del núcleo” de su dialéctica, sin dejar nunca claro el contenido de esa racionalidad, más allá de la sugerencia implícita, de aroma hegeliano, de que pensar la racionalidad como adecuación a la realidad, como representación veraz de la misma, en definitiva, de sugerir la identidad entre real y racional. Aquí, en cambio, parece precisar que esa racionalidad tiene que ver con su formulación de las “formas generales del movimiento”, sugiriendo en hueco que también hay unas formas particulares del mismo. Y lo cierto es que hasta ahora no hemos abordado esa cuestión, no nos hemos preguntado qué ocurre con las “formas particulares” implícitamente aludidas. Parece obvio que si hay formas generales del movimiento también debe haberlas particulares; en consecuencia, si hay formas generales de la contradicción debe haberlas particulares. Y es así porque, en las ontologías de Marx y de Hegel, las formas generales, como las categorías universales, siempre existen en modo particular, o sea, en modo determinado. Lo decía a su modo Spinoza, “Deus sive Natura”, Dios existe y sólo puede existir como Naturaleza. Y lo dice a su modo el cristianismo al ver a Dios en sus criaturas.
Es coherente que así sea, al menos desde nuestra perspectiva de una dialéctica de la subsunción. Si toda realidad ha de representarse desde la contradicción, siendo ésta su forma, ello equivale a decir que toda realidad está subsumida en la contradicción, bajo la forma contradicción; y cuando la contradicción aparece, como en nuestro caso, en el estudio del método, no como forma del método sino como elemento del mismo, nos revela un nuevo rostro, que ya no es el de la forma general que subsume la realidad, sino el de elemento particular subsumido en esa totalidad que llamamos método. Le ocurre a la contradicción, insisto una vez más en ello, algo semejante a lo que ocurre al capital, que puede ser capital, término de una contradicción, capital/trabajo, y forma capital, que subsume una totalidad compleja, entre cuyas contradicciones se cuenta la de capital/trabajo. Del mismo modo la contradicción se presenta como forma contradicción, que subsume la totalidad de relaciones sociales, y como término de una contradicción particular, en este caso contradicción/teleología. En este segundo caso la contradicción refiere a un término opuesto e inseparable del otro, del telos.
La contraposición entre las representaciones dialéctica y teleológica, entre el enfoque de la lucha permanente o de la armonía y paz final, ha sido, y sigue siendo bajo distintas figuras y con diversos ropajes retóricos, una de las vías de avance del pensamiento en su esfuerzo por pensar la historia; pero no deberíamos verlas sólo como oposición sociológica o ideológica entre posiciones hermenéuticas contrarias que se disputan la hegemonía en la consciencia social, sino como dos medios o determinaciones teóricas que en cada pensador de disputa su propia consciencia. Y ésta es otra forma de ver la oposición entre los términos, la identidad entre ellos, pues refleja que nacen y existen en la relación, que su identidad se alimenta en su lucha, que su paz se nutre de su conflicto. Es muy difícil, presumiblemente imposible, pensar teleológicamente la historia sin apoyarse constantemente en la existencia de obstáculos, conflictos, contradicciones; casi siempre. En el pensamiento finalista, la paz final es reconciliación, o sea, triunfo sobre los obstáculos, superación del reinado de la lucha; por eso el fin siempre está lejos, en el final; el trayecto es siempre reino de la contradicción; cuando el telos deviene presencia, se niega a la vez la existencia del obstáculo, de la contradicción, y de sí mismo. Desde el otro enfoque, desde la vertiente dialéctica, por mucho que el pensamiento reconozca, respete y venere la lucha y su inevitable contingencia, por mucho que sacralice la contradicción y se entregue a su intrínseca indeterminación, difícilmente se liberará de su necesidad de buscar en ella una lógica, y por tanto una dirección, si no un destino. La frase de Marx que hemos destacado antes, en la que atribuye a Hegel la formulación de las “formas generales del movimiento”, evidencia esta esta imposibilidad de la dialéctica, en su fundamentación del reinado de la contradicción, y por tanto de la indeterminación, de liberarse de su opuesto, de dejar fuera todo residuo teleológico; evidencia, en fin, que contradicción y telos están profundamente unidos, identificados, en su radical oposición.
Espero que estas observaciones ayuden al menos a corregir algunas de las carencias antes reconocidas. Cierro esta primera parte del ensayo dejando al lector la tarea de pensar por sí mismo la señalada presencia en todos los grandes relatos o filosofías de la historia, de Herder y Kant a Nietzsche y Heidegger (de Hegel y Marx nos encargaremos en la segunda parte), de esa oposición entre ambos enfoques, como si el método impusiera la necesidad de articular la incertidumbre de la contradicción y la seguridad del telos, inquietante indeterminación y consolación escatológica.