CONTRADICCIÓN Y SUBSUNCIÓN




II. ENSAYO SOBRE LA CONTRADICCIÓN

PARTE 3ª: DE LA CONTRADICCIÓN POLÍTICA

A LA CONTRADICCIÓN FILOSÓFICA


Nadie duda de la novedad del vocabulario aportado por Althusser; las dudas y críticas surgen sobre su idoneidad y sus efectos. A cualquier marxista le resulta sugerente y sugestiva una reivindicación de la novedad y peculiaridad del pensamiento de Marx como la hecha por el pensador francés. Sin menoscabo de sus méritos, el respeto a quien nos enseñó un nuevo modo de leer El Capital no debe silenciar las dudas que nos plantea en otros momentos de su obra, que casi siempre refieren a sus lecciones sobre la dialéctica marxiana. Aunque nos ha insistido en que las peculiaridades de la dialéctica marxiana están en estado práctico en sus textos, y que es allí donde hemos de buscarla, evade con facilidad este compromiso y lo sustituye con un nuevo recurso de autoridad, aunque sea una fuente legitimada, como ahora de Engels.

Un asalto especial del filósofo parisino por acceder a la ontología marxiana, centrado en la contradicción, lo realiza desde el territorio teórico de Engels, y en particular desde las reflexiones de éste sobre el materialismo histórico. Sabemos que Engels habló más de la filosofía marxiana, que veía concretada en su concepción materialista de la historia, que el propio Marx, que sólo tematizó el concepto en breves y esporádicas ocasiones después de La ideología alemana. La verdad es que Althusser acierta al considerar la obra engelsiana como lugar idóneo para dilucidar la categoría de la contradicción en la ontología marxiana; y aunque no haga un rastreo exhaustivo del concepto, ni siquiera una búsqueda selectiva convincente, dado que se limita a unos breves fragmentos de la correspondencia, el lugar es el apropiado; por un lado, Engels es territorio amigo, y su correspondencia es como el espacio público del debate marxista en aquellas décadas de acumulación primitiva de los conceptos marxistas; por otro, la cuestión que Althusser convierte en objeto de análisis, a saber, si es la producción o la política el factor determinante en la marcha de la historia, implica problemas filosóficos y políticos, teóricos y prácticos, de gran hondura. Aunque formalmente se plantee como problema de la relación entre base y sobreestructura, contradicción establecida por Marx como fundamental en cualquier modo de producción, y en particular en el capitalista, exige revisar a fondo el resto de categorías del materialismo histórico.

Hemos de tener en cuenta este hecho, que la reflexión sobre la ontología se centra en la contradicción en general, y el concepto de ésta se va reformulando desde el análisis de una contradicción particular, sobre la cual se construye la práctica política. Podríamos decir que el análisis no se hace en la libertad de las alturas abstractas de la filosofía, sino en un espacio condicionado, determinado, sobredeterminado, que dice el pensador francés; pero suele ser así, desde la ciencia empírica, cual fundamentos de ésta, como se ha llevado a cabo la producción filosófica más exitosa en la historia.

Estamos ante una contradicción fundamental en el capitalismo, la que se da entre la producción, entre las condiciones materiales de existencia de los individuos, la “base” económica, y el resto de las esferas, instituciones y prácticas, la llamada “sobreestructura”, que aglutina las instancias políticas, principalmente el Estado, junto al Derecho, la Ideología, la Religión, la Cultura, la Consciencia, etc., tanto como instituciones cuanto como prácticas. Esta contradicción, unida a la clásica y universal entre “fuerzas productivas” y “relaciones de producción”, entre ambas configuran el cambio histórico de las sociedades; y sobre su concepto, conocimiento e interpretación se ha montado siempre la actividad de los hombres, desde sus estrategias de intervención práctica a sus expectativas y esperanzas. De esas dos contradicciones, la que se da entre base/sobreestructura se ha revelado mucho más problemática en la historiografía marxista, siendo siempre un frente de disidencias, fracturas y contraposiciones internas a la vía marxista de pensamiento. Sin duda su mayor problematicidad deriva del escenario práctico político en que ha sido considerada; basta recordar las mil formas de presentarse la oposición entre marxistas determinista, evolucionistas, objetivistas y cienticistas, por un lado, y marxistas izquierdistas, revolucionarios, subjetivistas y utópicos, por otro; caracterizaciones que son siempre las imágenes de unos en los ojos de los otros. Esa larga confrontación interna, contradicción entre dos subjetividades que buscan apoyo en dos ontologías, -o dos variantes de la misma, si se prefiere- revela y expresa la contradicción que afecta a la realidad social, y que el capitalismo necesariamente radicaliza, entre el papel de la objetividad y la subjetividad, -de la economía y la política, de la existencia material y la consciencia…-, en la marcha de los pueblos en la historia. Y enfatizo la radicalización que el capitalismo introduce en la contradicción por su indisoluble vínculo práctico con el subjetivismo, forma madura del dualismo ontológico.

Este mismo hecho de su mayor incidencia intuitiva en la vida práctica ha determinado que su tratamiento se haya dado de manera preferente en el nivel fenoménico, de las ciencias sociales, con un pie en la frontera de la filosofía, concretamente de la filosofía de la historia; y ello ha obscurecido la importancia de esta contradicción concreta para penetrar en el sancta sanctorum de su concepto universal; y, en definitiva, para avanzar en la comprensión de una ontología materialista y dialéctica que en abstracto se reconoce y explícitamente se legitima. Nosotros aquí aprofitarem l´avinentesa para, aprovechándonos del debate político en torno a esta segunda contradicción general de lo social, dar unos pasos en la construcción del concepto filosófico general de contradicción.

La contradicción base/sobreestructura, decía, es un buen lugar para plantear el problema del concepto marxiano de contradicción. Podremos echar en falta que, estando entregado a esta búsqueda, no la culmine enfocándola desde los propios textos de Marx, sino desde algunos seleccionados, de la tradición marxista; bien seleccionados, sin duda; importantes e influyentes en la historia real, sin la menor duda; con calidad que legitima su presencia, por supuesto; pero que, no obstante, no justifican la ausencia de los textos marxianos cuando se busca a Marx. Nunca he menospreciado a Engels como vía de acceso a Marx, como revelan mis publicaciones; el marxismo, que sin duda desborda los límites del pensamiento de Marx, no sería comprensible sin la intervención engelsiana. Pero si se persigue aprehender la genuina posición teórica de Marx no basta el filón de la tradición marxista, hay que centrarse en el origen; no bastan los diferidos, hay que afrontar el directo. Y, de forma muy especial, no basta buscar las claves en los debates políticos, hay que pasar al nivel filosófico; y, ya en éste, no podemos conformarnos con la confrontación de posiciones en el terreno de la filosofía de la historia, sino que es exigible plantear la batalla en el espacio de la ontología, lugar apropiado para la comprensión del ser social. Al fin estamos ante un problema de la ontología del mundo del capital.

Althusser había abierto y entrado en el terreno de la ontología en su comparación de las dialécticas, -y, en concreto, de sus conceptos de contradicción-, de Hegel y Marx; y, abierto ese ámbito, instalado en ese escenario, no parece que pueda cerrarse desde Engels, ni desde el largo debate marxista que le siguió; el problema de la contradicción no puede diluirse en una cuestión de filosofía de la historia como horizonte y frontera del discurso político. Había que recorrer ese camino, sin duda, pero tras hacerlo hay que regresar y retomar el reto ontológico de pensar la coherencia, la identidad, o sea, la contradicción, entre base y sobreestructura, y pensarla con un nuevo grado de concreción: pensar la contradicción entre la “autonomía relativa” de las sobreestructuras y la “determinación en última instancia” de la base económica. Hay que pensar ambas funciones como contradicción, y hay que pensarlas como términos opuestos, sin duda, pero términos opuestos dialécticos, o sea, pensar la unidad, la identidad, intrínseca esa oposición. Incluso, al menos en el horizonte, hay que pensar esa autonomía relativa y esa determinación en última instancia como rasgos universales de la contradicción, presentes en toda contradicción.

Pensar la relación entre los conceptos de “autonomía relativa “y “determinación en última instancia” no sólo es una exigencia implícita al pensar la contradicción base/sobreestructura, sino una exigencia ontológica genuina, la exigencia de pensar cualquier contradicción, de pensar la contradicción. Y es así porque la relación entre los términos de una contradicción, entre los opuestos, contiene ese doble carácter: no hay contradicción sin autonomía relativa y sin dominación entre sus términos. Sin autonomía relativa habría pura causalidad, ciego determinismo; sin dominación habría vacua indiferencia, estéril coexistencia. La unidad, la “identidad", entre los términos es unidad e identidad de la lucha entre dos opuestos con la libertad y la subordinación en juego. Y mientras la confrontación persista, mientras la contradicción esté viva, o sea, mientras los opuestos perseveren en su ser, son entidades (autónomas) determinadas (relativas) en relación dominación/subordinación. Por eso el debate en torno a la relación base/estructura, que en el fenómeno pone en juego la función de las mismas en el cambio social, y en concreto la dominación o subordinación entre economía y política, con ser importante no agota el tema: su enorme importancia práctica no diluye la relevancia del problema teórico ontológico, de la unidad contradictoria entre autonomía relativa y determinación en última instancia; en definitiva, la contradicción “base”/”sobreestructura”, esencial en el dominio del ser social, no debe ocultar la otra contradicción, perteneciente al ámbito teórico, “determinación en última instancia”/”autonomía relativa”. Una contradicción más universal y abstracta, sin duda; pero también más esencial para pensar la contradicción como categoría ontológica. A esclarecer estas cuestiones dedicaré esta tercera parte del ensayo, que por ello he titulado “De la contradicción política a la filosófica”.


1. Las carencias de la contradicción materialista engelsiana.

Althusser parte de la idea engelsiana de contradicción materialista para ir más allá, para trabajarla y reelaborarla como contradicción sobredeterminada; de modo semejante, mi punto de partida es esa propuesta del pensador francés y mi objetivo es ir más allá, hacia la conceptualización de la contradicción subsumida. En ninguno de los dos casos es ni debe ser dominante la crítica, la negación del concepto existente, que exigiría mayor exégesis y que no corresponde, dado que lo tomamos como materia prima; no domina la crítica, sino la voluntad constructiva de la categoría renovada, reconociendo sus momentos anteriores, como corresponde a una ontología dialéctica que subjetivamente compartimos. En esa perspectiva queda justificado el escaso material que maneja Althusser, que exceptuadas algunas citas a pie de página se limita a una carta de Engels a Bloch; es suficiente en tanto no busca una exposición densa de la génesis de la ontología engelsiana sino marcar el perfil de la categoría en una larga tradición marxista que entiende ha de ser superada.

Como mi objetivo aquí tampoco es el de reconstruir la genealogía de la categoría en Althusser, para proponer la contradicción subsumida como etapa si no final al menos de superior desarrollo, y como entiendo que una categoría ha de conservar las marcas de sus momentos anteriores, he considerado oportuno recorrer o sobrevolar el recorrido de las fases anteriores, representadas esquemáticamente por Engels y Althusser, y producir desde esos momentos el nuevo tramo, el momento de la contradicción subsumida. Comenzaré por exponer un esbozo de la posición engelsiana un poco más amplio que el de Althusser, pero no mucho, limitado a una selección de cartas en las que ocasional y puntualmente reflexiona sobre el materialismo histórico – que prefiere llamar “concepción materialista de la historia” y que se centra en la modulación de la contradicción materialista-, que nos sirva para mostrar algunas de sus carencias. Después, y dado que ya hemos hecho buena parte del recorrido por Althusser y conocemos su concepto, veremos un últimos aspecto, su forcejeo, su lucha amistosa, con Engels, que nos permitirá destacar más cada uno de esos dos momentos y, si lo logramos, presentar la contradicción subsumida como culminación del trayecto iniciado en la contradicción engelsiana y superado por la contradicción sobredeterminada; un proyecto cuya dirección no es otra que dialectizar la dialéctica, exigencia indiscutible de la ontología marxiana.

Como digo, saquí sólo comentaré sucintamente algunas de sus reflexiones recurrentes sobre la dialéctica materialista, que se encuentran en su correspondencia, en cartas de respuesta a amigos que de una u otra forma pedían clarificación sobre la filosofía marxista. La correspondencia de Engels con diversos intelectuales y dirigentes políticos a lo largo de la década de los noventa contiene sutiles observaciones sobre el materialismo histórico, que nos sirven para constatar sus dificultades a la hora de pensar la contradicción dialéctica. Engels aparece atrapado entre su explícita voluntad de afirmar la pluralidad ontológica, del ser social, concretada en el reconocimiento de la substancialidad y eficacia de las sobreestructuras, y la profesión de fe materialista que, en perspectiva marxista, pasa por la irrenunciable asunción del privilegio de lo económico en el juego de determinaciones constitutivas de la historia. Asume formalmente la dialéctica como método, asume la contradicción base/sobreestructura como eje de la historia científica, para él de la concepción materialista de la historia, pero sus descripciones de la misma rezuman potentes contagios de una ontología mecánica, dualista, de al menos dudosa dialecticidad.


1.1. Una de esas cartas, dirigida a Konrad Schmidt a principios de la década [1] nos sirve para tomar contacto con este discurso engelsiano. Ironiza sobre los intelectuales que no han comprendido todavía que “si bien las condiciones materiales de vida son el primum agens, eso no impide que la esfera ideológica reaccione a su vez sobre ellas”. Reivindica explícitamente la substantividad y eficacia de la sobreestructura, pero literalmente no se pasa del reconocimiento de la interacción de los plurales factores sociales; y cuando añade, tras resaltar la efectividad de la ideología, “aunque su influencia sea secundaria”, Engel revela así su tendencia constante a expresar las relaciones dialécticas en el vocabulario y con el modelo de la teoría de los factores, y dentro de ésta a fijar la hegemonía indiscutible del factor económico, al cual subordina el resto. Lo hace, hay que reconocerlo, al tiempo que recuerda su profesión de fe dialéctica; lo hace, pues, como modo de expresión literaria; pero como siempre mantiene esta expresión y nunca pasa a una descripción donde se revele la ontología oculta, inevitablemente resulta que, en su forma objetiva, la dialéctica marxista a la que subjetivamente se adhiere nunca está presente; incluso deja sospechar que siempre está ausente, que retóricamente no es con exactitud lo mismo.

Yo creo que esta posición es una constante, y que Engel en las repetidas precisiones, matizaciones e ilustraciones que, en sus respuestas, va añadiendo al concepto de dialéctica de la historia, avanza poco, muy poco, en la imprescindible tarea de pensar dialécticamente la relación. Aunque insiste incansable en la resistencia a la tentación antidialéctica del reduccionismo economicista, reafirmando en cada ocasión la efectividad de todas las determinaciones de todos los factores de la sobreestructura, y aunque se esfuerza en ponderar y modular la irrenunciable primacía de la esfera económica, no logra un concepto satisfactorio de esa relación dialéctica; en rigor no logra pensar la contradicción como contradicción dialéctica. Lo cual no resta interés a su tarea de ir precisando dichas relaciones, pues de este modo nos muestra un pensamiento en activo, en plena producción, que se autoreforma y corrige, que apunta siempre un poco más allá, que nos invita a mirar hacia dónde va, si bien no nos muestra el final del recorrido. Siempre se queda en los límites implícitos a la profesión de fe “materialista”, unos límites afectados por los contagios dualistas de este concepto, que cosifican los términos y arrastran al autor a su pesar a sacralizar el factor económico y concederle con cierta gratuidad el privilegio de la sofisticada y enigmática “determinación en última instancia”.

Es curioso que Engels, en la defensa del materialismo económico marxista, vuelve con frecuencia su crítica contra los materialistas de ocasión, los “muy materialistas”, intelectuales que en lugar de estudiar la historia y sacar de ella la verdad de las relaciones prefieren afiliarse a una idea, a una etiqueta, y refugiarse en un materialismo abstracto impenetrable, en que la economía actúa de demiurgo cerrado e insensible; intelectuales que, para Engels, se hacen fácilmente adeptos de la “concepción materialista de la historia”, título de amistad que presuntamente les exime de estudiar y conocer la historia [2].

La contradicción base/sobreestructura, como he dicho, ha sido y sigue siendo eje de un inacabable y apasionado debate tanto interno a la corriente marxista como fuera de ella, contra filosofías rivales; es comprensible el debate interno, dados los efectos prácticos que pone en juego, nada menos que la “estrategia revolucionaria”; también se comprende el frente exterior, donde se traduce como caso relevante del conflicto eterno en la filosofía entre materialismo e idealismo, una de sus variantes no menor. En esta concreción el materialismo se circunscribe a lo económico, y no al vago universo del materialismo abstracto de la materia, materialismo filosófico por excelencia, el que disputa su primacía demiúrgica y su eminencia ontológica y ética a la razón y al espíritu. En todo caso, si alguna lección podemos sacar de esos extensos e intensos debates sobre materialismo/idealismo en su concreción social base/sobreestructura, lugar del materialismo histórico, es ésta: no ha servido para pensar dialécticamente la contradicción, ni en su forma concreta, como relación base y sobreestructura, ni en sus formas abstractas, como materia/espíritu, objeto/sujeto, realidad/pensamiento…. Tampoco ha servido para pensar una ontología dialéctica de la praxis, histórica, sino que ha mantenido el pensamiento enclaustrado en el dualismo, con una ontología que congela el ser, cosifica las relaciones y reproduce la exterioridad de los términos sin posibilidad de superación. Engels es una clara muestra de la contaminación mecánica de la dialéctica: no logró librarse de la carga a pesar de estar al lado de Marx y de haber asimilado y asumido, divulgado y expandido, su posición filosófica; no lo logró a pesar de que Marx, aunque fuera de modo práctico, en obra, hubiera definido con claridad el concepto, sucintamente pero con rigor; lo hizo cada vez, y fueron muchas, que insistía en que las cosas, los entes, los pobladores del paisaje capitalista, eran “relaciones"; cuando repetía que la mercancía, el salario, el dinero, el capital, los medios de producción, todas esas figuras son relaciones, es decir, productos, mejor, producciones siempre en vías de producción, nunca acabados o codificados, términos enfrentados autoproduciéndose y produciendo al otro en la misma lucha de resistencia-dominación; opuestos que como tales son efectos de la relación, que a su vez son expresión de una lucha, fenómeno de una esencia, de una contradicción. Marx montó su análisis y su vocabulario sobre ese objetivo de evitar la reificación, el abismo al que nuestro lenguaje nos arrastra. Tal vez no teorizó suficiente su ontología, pero la usó de modo consistente. Engels, en sus prudentes intentos de conceptualizarla, no tuvo éxito, aunque apuntara en la buena dirección.

En esta carta a K. Schmidt alude a un debate muy de su tiempo en los medios intelectuales y políticos prosocialistas sobre el criterio de distribución de los productos en la sociedad futura. Aunque no se explicite, parece que el debate se concretaba en torno a las dos propuestas de Marx sobre la justicia distributiva, aquella que proponía la máxima “a cada cual según su trabajo”, que muchos identifican con la fase de transición al socialismo, y la que se vinculada al lema “a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus posibilidades”, que una larga tradición gusta de identificar con el comunismo. Engels entra libremente en el debate ironizando sobre los muy materialistas, que distribuían a diestra y siniestra sin contar con la producción, que discutían la forma justa del reparto del producto olvidando su fabricación: “por extraño que esto parezca, a nadie se le ocurrió pensar en que el modo de distribución depende esencialmente de la cantidad de productos a distribuir, y que esta cantidad varía, naturalmente, con el progreso de la producción y de la organización social y que, por tanto, tiene que cambiar también el modo de distribución”. Es decir, a ninguno de esos “muy materialistas” se le había ocurrido contar con la estrecha relación y dependencia entre los diversos momentos de la vida económica, con los límites y condiciones que unos ponen a lis otros; del mismo modo que no tenían presente las interferencias e interacciones entre las distintas esferas o instancias sociales; o sea, a ninguno de ellos se le había ocurrido ser dialéctico, derivar las máximas y las reglas de justicia de la realidad, en lugar de absolutizarlas en su abstracción y soñar con imponerlas desde el exterior. Los “muy materialistas”, venía a pensar Engels, cosifican y absolutizan las relaciones, piensan la “sociedad socialista como “algo estable, algo fijo dado de una vez para siempre, por lo que también debe tener un modo de distribución fijo de una vez para siempre”. Reglas eternas para un mundo acabado, cerrado, con su presente eternizado.

Es interesante constatar la convicción dialéctica de Engels, que aquí se ve en su crítica a la cosificación, base de la exterioridad entre los términos de las relaciones; sin duda no es una contingencia, sino una profunda convicción, una sólida posición filosófica, su reivindicación de la fluidez entre las diversas instancias sociales, que apunta a su unidad dialéctica, a la “identidad de opuestos", aunque no llegue a su conceptualización. Esta posición subjetiva de Engels contrasta con su expresión objetiva, no dialéctica, como si el lenguaje, su propio vocabulario, correspondiera a otra ontología, no estuviera suficientemente desarrollado y actuara como freno o límite, obstáculo para decir aquello a lo que apunta, para expresar otra ontología.

Observemos la siguiente crítica: “En general, la palabra «materialista» sirve en Alemania a muchos escritores jóvenes como una simple frase para clasificar, sin necesidad de más estudio, todo lo habido y por haber; se pega esta etiqueta y se cree poder dar el asunto por concluido”. Frente a ese materialismo nominativa reivindica otro, en que el conocimiento nace de raíces hundidas en la naturaleza, en la materia, por la vía de la experiencia. El materialismo que propugna Engels, el materialismo que al menos subjetivamente comparte con Marx, es otro, como revela al añadir: “nuestra concepción de la historia es, sobre todo, una guía para el estudio y no una palanca para levantar construcciones a la manera del hegelianismo”. Esa guía exige construir el saber desde las innumerables relaciones entre las cosas; mejor aún, construir un saber en el que las cosas sean relaciones, procesos de elaboración recíprocos, luchas donde la resistencia y el dominio de que se alimentan son móviles como las metáforas. El materialismo, nos dice, yace en el método, no en los resultados; lo relevante, junto a la condición de que sean productos, ni esencias, no es si ellos son materiales o teóricos, sino si se han producido dialécticamente, si su método de producción ha sido conforme a una ontología dialéctica, histórica, de la praxis; lo relevante no es si el pensamiento se declara a sí mismo materialista, si se ve materialista en el espejo encantado de su retórica, si habla de la materia, si desayuna, merienda y cena con ella; lo realmente relevante es si el pensamiento es proceso de pensar móvil, en constante revisión de sí mismo, que no persigue construir verdades (imposibles) para venerar sino instrumentos y medios de seguir pensando-creando la realidad: “hay que estudiar de nuevo toda la historia, investigar en detalle las condiciones de vida de las diversas formaciones sociales, antes de ponerse a derivar de ellas las ideas políticas, del Derecho privado, estéticas, filosóficas, religiosas, etc., que a ellas corresponden”. Esa es la tarea filosófica, un constante reconstruir, un constante volver sobre lo producido, un constante ir y venir de la idea a la cosa, aunque sea insatisfactorio, aunque sea lento y doloroso: “hay demasiados alemanes jóvenes a quienes las frases sobre el materialismo histórico (todo puede ser convertido en frase) sólo les sirven para erigir a toda prisa un sistema con sus conocimientos históricos, relativamente escasos -pues la historia económica está todavía en mantillas-, y pavonearse luego, muy ufanos de su hazaña” [3].

En otra carta a K. Schmidt de esta época [4], en que le felicita por su traslado a Zürich, Engels nos deja unas reflexiones que pueden sernos muy útiles para acercarnos a su conceptualización del materialismo histórico. Le vaticina que ese traslado le vendría muy bien, pues “podrá aprender muchas cosas del campo de la Economía”. Zürich es un buen lugar para conocer el capitalismo, dice Engels, aunque sólo si se acierta con la mirada correcta; es decir, sólo si se tiene en cuenta que el capitalismo se presenta, en la particularidad, con diversos rostros, y el de Zürich es uno de ellos, no más uno. Aconseja al amigo que no olvide “en ningún momento la circunstancia de que Zürich es sólo un mercado de dinero y de especulación de tercera categoría, por lo que las impresiones que allí se reciben llegan debilitadas por un doble o triple reflejo o deliberadamente tergiversadas”. Porque una cosa es el mercado mundial y otra su reflejo en el mercado de dinero y de valores; hay que saber leer el ausente desde su reflejo en el presente, viene a advertirle. En el capitalismo las cosas no son como aparecen, bajo los fenómenos siempre se oculta la esencia. “Con los reflejos económicos, políticos, etc., ocurre lo mismo que con las cosas reflejadas en el ojo: pasan a través de una lente y por eso aparecen en forma invertida, cabeza abajo. Sólo falta el aparato nervioso encargado de enderezarlas para nuestra percepción”. La metáfora no por tosca es menos útil. La bolsa de valores es la lente que al mismo tiempo cumple tres funciones: permite ver el movimiento de la economía real, impide verla tal y como es, e impone su imagen invertida. Para el bolsista, como para el hombre común en sus ámbitos vitales, las relaciones le aparecen invertidas, “los efectos se le aparecen como causas”. La economía real no aparece tal cual en la Bolsa, pero lo que aparece en esta no es ajeno a la economía real; es ésta la que se deja ver allí; invertida, pero es ella, es la única manera que tiene de presentarse, lo que hace que ese mercado del dinero sea un síntoma de lo que pasa en las obscuras e insondables obscuridades de la producción, de la industria. Reflexión impecablemente marxiana, fiel a la ontología que subjetivamente comparten.

Estas argumentaciones le sirven de introducción al tema que aquí nos preocupa. Donde hay división del trabajo, y el capitalismo es su paraíso, el lugar donde más ha avanzado, las distintas ramas del mismo tienden a independizarse, a tener lógica propia. Esa tendencia a independencia es exactamente eso, tendencia, lucha por individualizar, si se prefiere, por afianzar y perfeccionar ese modo de ser, por racionalizarse. Pero en perspectiva dialéctica la independencia de los elementos sociales sólo se cumple en la abstracción; esa búsqueda de autonomía de las partes siempre se da en el seno de la unidad del proceso de producción; esa fuerza de diferenciación sólo implica que las mismas mantengan entre si y con la totalidad una relación de confrontación, que estén en contradicción. Ciertamente, con ello se favorece la tesis antireduccionista y prodialéctica de la sustantividad y eficacia de las instancias en relación con las otras, o sea, el reconocimiento de la “autonomía” (relativa, limitada, pero autonomía) de las diversas ramas productivas en el interior de la producción, a la que debemos añadir la de las distintas esferas de actividades económicas en el proceso productivo, incluyendo entre ellas la producción en sentido estricto. Pluralidad de esferas, todas substantivas, todas afectando a las otras, todas con eficacia propia. Es un escenario ontológico necesario para la dialéctica, el paisaje propio de una perspectiva dialéctica. Pero, si seguimos leyendo la carta, enseguida añade Engels, siempre temeroso de perder la posición, siempre vigilante para que la inercia histórica no desdibuje su objetivo: “La producción, es en última instancia, lo decisivo”. Este es el tic engelsiano, su obsesión de lealtad al materialismo que le exige recordar, en cada argumento abierto a la dialéctica, el privilegio de la economía en el orden ontológico. También insiste, sobre todo cuando se le acusa de lo contrario, en recalcar explícitamente la substantividad y eficacia de las otras instancias sociales; pero..., aunque sea por deber militante -por el deber de combatir y compensar la tendencia hermenéutica caminante en el relato de la historia, siempre cierra el discurso recordando que el materialismo, el materialismo marxista, el materialismo histórico, cae siempre del lado del reconocimiento del privilegio ontológico de lo económico.

Cierto, el comercio de productos, de excedentes, en su desarrollo se independiza de la producción propiamente dicha; pasa a ser comercio de mercancías, y adquiere una dinámica propia, una lógica diferenciada de su movimiento; e incluso imprime su sello a la producción, que acaba siendo producción de mercancías. De estar sometido a la producción pasa a tener entidad y lógica propia; si bien, nos advierte Engels tras enfatizar dialécticamente esa autonomía y eficacia en su acción, su movimiento seguirá siempre “sometida en términos generales a la dinámica de la producción”. Sí, el comercio de mercancías deviene nuevo factor, se rige “por sus propias leyes contenidas en la naturaleza misma de este nuevo factor”; pero esa autonomía siempre tiene un límite, que se da sólo “en sus aspectos particulares y dentro de esa dependencia general”. Sí, la dinámica particular del comercio “tiene sus propias fases y reacciona a la vez sobre la dinámica de la producción”, pero dentro de un orden, cuyo mando último y definitivo es la producción.

El ejemplo de la relación entre producción y comercio ejemplifica los límites del discurso engelsiano, que podemos formular como dificultades para pensar la contradicción, en cualquiera de sus concreciones. La contradicción, para ser una contradicción dialéctica, ha de dejar el resultado en la indeterminación; no es una relación causal, mecánica, que tiene constante y fijo el efecto; ni es un enfrentamiento de vectores de fuerzas físicas cuyo resultado viene dado por la cantidad y la dirección; por el contrario, es una lucha en la que los contendientes cambian, se metamorfosean, evolucionan, se hacen en el proceso. Engels lo sabe, y se apuntaba a esa ontología sin explicitarlo cuando reprocha a los “muy materialistas” la cosificación, la fijación de los términos, su escasa capacidad para reconocer la fluidez, su ciega subordinación del movimiento al resultado y, en definitiva, por su condena al ser a cargar la historia con un destino exterior y arbitrario. Pero, aunque reconozca y apunte a esa indeterminación del movimiento, Engels siempre acaba haciendo concesiones al enemigo, pues siempre acaba imponiendo una dirección, la derivada de la determinación económica; aunque esta sea flexible, no deja de ser un lecho de Procusto.

Ese mismo límite de la ontología engelsiana aparece en otro ejemplo que nos ofrece en esta carta a Schmidt, referido a la división del trabajo social: “La sociedad crea ciertas funciones comunes, de las que no puede prescindir. Las personas nombradas para ellas forman una nueva rama de la división del trabajo dentro de la sociedad. De este modo, asumen también intereses especiales, opuestos a los de sus mandantes, se independizan frente a ellos y ya tenemos ahí el Estado”. Nótese que la descripción tiene hechuras dialécticas: la diferencia no viene de fuera, aparece en la unidad de la totalidad, como un proceso de génesis por individualización que deviene contradicción; pero, al mismo tiempo, nótese que la contradicción pasa a ser establecida como exterior y mecánica, como oposición entre intereses de las partes. En esa representación se borra la identidad que dialécticamente debe subsistir, a saber, la identidad entre esas partes, que para subsistir unas y otras necesitan de la reproducción de la totalidad. Ese elemento se borra de la representación, como si se estuviera al final, en el momento de la revolución, en el momento de la muerte, de la negación, de los puestos.

Tenemos ya el Estado, la sobreestructura político jurídica, generada en y desde lo económico y opuesta a ella. Fijémonos cómo describe Engels la nueva contradicción: “la nueva potencia independiente tiene que seguir en términos generales al movimiento de la producción, pero reacciona también, a su vez, sobre las condiciones y la marcha de ésta, gracias a la independencia relativa a ella inherente, es decir, a la que se le ha transferido y que luego ha ido desarrollándose poco a poco. Es un juego de acciones entre dos fuerzas desiguales: de una parte, el movimiento económico, y de otra, el nuevo poder político, que aspira a la mayor independencia posible y que, una vez instaurado, goza también de movimiento propio”. Curiosa descripción en la que, al tiempo que se reconoce la “independencia relativa” del Estado, éste aparece siempre subordinado, con un movimiento que es reacción de sobrevivencia ante los movimientos en la producción. Todo para acabar, con el tic engelsiano ya comentado: “El movimiento económico se impone siempre”. Cierto, un triunfo final ponderado, pues se reconoce que lo económico se impone “en términos generales”, dejando campo para la vida propia del estado, incluso permitiendo que éste le afecte, que la economía soporte efectos políticos; pero, en todo caso, sin dejar de señalar algo que podríamos llamar paternalismo de la producción, que acepta soportar “las repercusiones del movimiento político creado por él mismo y dotado de una relativa independencia: el movimiento del poder estatal, de una parte, y de otra el de la oposición, creada al mismo tiempo que aquél”. Con lo cual incluso esa independencia relativa resulta sospechosa de ser máscara, disfraz tras el que aparece como propio del Estado unas intervenciones político-jurídicas en la producción que convienen a esta, determinaciones que necesita y que se autoproporciona por mediación de un Estado nacido de y para la reproducción de la vida económica; lo político jurídico revela así su esencia instrumental. Función mistificadora del estado, de la lucha política, que Engels insinúa de pasada, pero que nos debería hacer reflexionar: “Y así como en el mercado de dinero, en términos generales y con las reservas apuntadas más arriba, se refleja, invertido naturalmente, el movimiento del mercado industrial, en la lucha entre el Gobierno y la oposición se refleja la lucha entre las clases que ya existían y luchaban antes, pero también de un modo invertido, ya no directa, sino indirectamente, ya no como una lucha de clases, sino como una lucha en torno a principios políticos, de un modo tan invertido, que han tenido que pasar miles de años para que pudiéramos descubrirlo”. Lucidez engelsiana en esa curiosa descripción de un juego ontológico en el que las figuras estelares se ocultan su genealogía y sus fines, simulan y disimulan su origen y destino, se enfrentan en la unidad, esconden sus abrazos y servicios mutuos; lucidez que, bajo los recursos literarios, deja ver lo que oculta, una ontología más fácil de asumir que de expresar, más asequible de intuir que de conceptualizar.

Al margen del efecto ideológico, que aquí ahora no nos interesa, en la cita podemos apreciar que Engels apunta a una relación entre el sistema productivo y el Estado genuinamente dialéctica: relación de oposición con independencia entre sus términos, que posibilita pensar el enfrentamiento con apariencia de exterioridad, pero en una relación de determinación productiva entre ambos, el Estado generado desde la producción y ésta modificada desde el Estado. Sea cual fuere el grado de precisión de esta descripción, el grado de conceptualización de la contradicción, lo cierto es que se apunta en la buena dirección, entendiendo por “buena” su coherencia con la ontología marxiana, con la que Engels subjetivamente se identifica.

También es destacable la incertidumbre o indeterminación en que sitúa la oposición Producción/Estado, que cumple así con la exigencia intrínseca a la contradicción dialéctica de dejar abierto el desarrollo, dejar abierta la historia. Toda verdadera contraposición social, en tanto irreductible a una mera relación causa-efecto, ha de mantener incierto el futuro; una derrota o victoria apodíctica sólo es una forma retórica de anunciar un pasado reciente aun no revelado, una muerte no publicada. Nos dice: “La reacción del poder del Estado sobre el desarrollo económico puede efectuarse de tres maneras: puede proyectarse en la misma dirección, en cuyo caso éste discurre más de prisa; puede ir en contra de él, y entonces (…) acaba siempre a la larga sucumbiendo; o puede, finalmente, cerrar al desarrollo económico ciertos derroteros y trazarle imperativamente otros, caso éste que se reduce, en última instancia, a uno de los dos anteriores. Juego lógico de posibilidades abstractas, que expresan la impotencia del pensamiento ante el futuro, consecuencia del carácter dialéctico del ser histórico; sólo al anochecer alza el vuelo la lechuza, y anticipar la caza, conocer el final, implica renunciar a la dialéctica, negar la esencia del ser histórico, en definitiva, vencer la indeterminación abrazando la ilusión.

Engels, en la cita anterior, una vez más apuesta por la dialéctica al poner la indeterminación en el resultado del enfrentamiento entre base y sobreestructura; cumple así con lo que exige el concepto de contradicción; pero enseguida lo matiza y en rigor lo niega con su característico tic materialista, que revela el límite de su conceptualización. Ahora bien, a pesar de ese límite a la ontología dialéctica, hemos de reconocer que se distancia claramente de su otro, del causalismo determinista, o al menos lo intenta arduamente. Engels reconoce situaciones en que el dominio del Estado es poderoso, logrando “la conquista y la destrucción brutal de ciertos recursos económicos”; ocasiones en que llega a la aniquilación de “todo un desarrollo económico local o nacional”. Expresa así su dominio real, su primacía real en la determinación del movimiento social En un momento histórico; pero, indefectiblemente, esa hegemonía es contingente y precaria, pues “a la larga” el vencedor, quien impone el desenlace, es la economía; la determinación “en última instancia” corresponde siempre a la lucha por la existencia, y ésta está anclada en la producción. Con lo cual la hegemonía del Estado no sólo es reducida a contingencia y precariedad, sino a ilusoria, a mera simulación o enmascaramiento de otro.

Ese tipo de relación dialéctica de la producción con el Estado aparece también en la relación con el Derecho. Frente al materialismo grosero, que pone el derecho como sudoración de la economía, Engels reivindica la dialéctica entre ambos términos, y por tanto la relativa independencia del derecho, su lógica propia de desarrollo… dentro de ciertos límites. “En un Estado moderno, nos dice, el Derecho no sólo tiene que corresponder a la situación económica general, ser expresión suya, sino que tiene que ser, además, una expresión coherente en sí misma, que no se dé de puñetazos a sí misma con contradicciones internas”. No puede ser un mero reflejo plano de una realidad considerada uniforme; para reflejar una realidad compleja y fragmentada, llena de contradicciones, el “reflejo” ha de recoger las condiciones económicas, los diversos intereses de clase. Como forma jurídica dominante, razonablemente aceptada, ha de alejarse de ser pura expresión de los intereses de la clase dominante: “raramente acontece que un Código sea la expresión ruda, sincera, descarada, de la supremacía de una clase”. No puede ser voluntad de una clase y seguir siendo Derecho conforme a su concepto: “tal cosa iría de por sí contra el «concepto del Derecho»”. Engels entiende que, conforme a su concepto, el Derecho ha de expresar la totalidad, con toda su complejidad, pues es producido en y por esa totalidad en su conjunto; por tanto, en su contenido ha de recoger los intereses de las otras clases en la forma y medida que permitan a éstas su reproducción. De ahí las contradicciones internas, que los juristas quieren ingenuamente solucionar; de ahí su contradicción con los intereses particulares de cada clase o capa social, incluso con los de la clase dominante. En la medida en que es el Derecho de una formación social capitalista concreta, ha de hacer posible la reproducción de esa totalidad, de todas y cada una de sus clases, pues el todo es necesario para la reproducción del capitalismo y la clase dominante. De ahí que pueda decir que el Derecho, aunque esté al servicio de la clase capitalista, ya que al reproducir la totalidad reproduce su hegemonía, “tiene que someterse diariamente a las atenuaciones de todo género que le impone el creciente poder del proletariado”. Vemos, pues, que la relación del Estado y del derecho con la Producción según Engels responden a una dialéctica semejante, una dialéctica de la praxis que explica el movimiento desde la inmanencia; pero también vemos que arrastra el lastre de ese materialismo entendido como privilegio del factor económico que introduce distorsiones en el concepto. No digo, de momento, que ese materialismo sea un obstáculo absoluto para pensar la contradicción dialéctica, sólo digo que, en todo caso, Engels no parece capaz de integrarlo en ella.


1.2. Tal vez la más conocida, leída y comentada de estas tartas de Engels que contienen reflexiones sobre el materialismo histórico sea la dirigida a J. Bloch [5]; por su influencia en la historiografía y por centrar la reflexión de Althusser sobre Engels aquí le prestaremos una atención especial. En ella responde tanto a los críticos del marxismo (que argumentan incansables contra el marxismo economicista y su menosprecio del papel de las sobreestructuras) como los “muy materialistas” seguidores (que falsifican su filosofía dialéctica con el elogio ciego del privilegio concedido a la economía). Frente a unos y otros Engels establece, con cierta precisión y más en extenso de lo habitual en sus cartas, la concepción de la historia que comparte con Marx, ofreciéndonos una clara definición del principio del materialismo histórico en versión engelsiana, que pasaría como canónica a la tradición marxista. Nos dice en esta carta: “Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto”. Por tanto, privilegio explícito de la determinación económica con ese condicionamiento o limitación del “en última instancia”, suficientemente ambiguo para poder ser usado en diferentes contextos y estrategias. A partir de aquí viene a decir que cada palo aguante su vela. Si alguien, malinterpretándolos, afirma que “el factor económico es el único determinante”, allá él, pero vaciará de sentido la tesis, la convertirá “en una frase vacua, abstracta, absurda”, y así no cabe en el marxismo.

Los límites de la tesis, que definen el posicionamiento marxista en filosofía, quedan bien precisados: “La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta (…) ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma”. En ese materialismo, que conforme a la ontología marxista ha de ser dialéctico, entre la base económica y las sobreestructuras político jurídicas, ideológicas y culturales no hay una relación esencia-fenómeno; no hay un movimiento imperturbable con lógica propia de la economía y unos movimientos de las sobreestructuras sin substantividad ni historia propia, meros efectos derivados. La determinación dialéctica del ser social exige pensar la efectividad, la eficacia, de todas las determinaciones, sea cual sea su origen; de ahí la precisión resaltada por Engels, “los diversos factores… ejercen también su influencia” en el curso de la historia, incluso a veces de forma “predominante”.

Esa es la descripción sintética de su peculiar materialismo, o sea, de su concepción materialista de la historia. La metáfora base-sobreestructura, modelo de la contradicción entre la esfera de la vida económica por un lado y la propia de las otras esferas o elementos sociales -que interpreta de forma muy inclusiva, pues en el relato aparecen como ejemplo “las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas”-, metáfora móvil como todas las metáforas, da mucho juego, sin duda; fijarla como concepto será el complejo problema de un largo y denso debate, repleto de meandros.

Engels, que puede ser considerado pionero en esa tarea, pues Marx concedió a la misma escasos aunque substantives momentos, echó mucha leña al fuego cuando intentaba apagarlo en los orígenes. Si de lo que se trataba, y se trataba de eso, era de pensar la relación dialéctica entre las instancias sociales, el uso de un vocabulario impreciso y de metáforas imaginativas no parece lo más adecuado; la traducción de los conceptos marxianos a otros procedente de otras ontologías no ayudó a la tarea de explicarlo de manera asequible y, en cambio, contribuyó mucho a aumentar su complejidad. Recurrir a la “teoría de los factores”, al modelo de la interacción social, que junto a la positiva introducción de la pluralidad refuerza la perspectiva de la causalidad, del orden fijo de la determinación, era sin duda un combustible apropiado para el incendio. Es cierto que Engels lo hace con aparente inocencia, con espontaneidad, con afán didáctico, hablando “prosa”, pero lo hizo, y así abrió una historia interminable. Lo hizo al explicitar que el movimiento social “es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores”; descripción que se deja leer como juego entre diferentes entidades, de igual eminencia ontológica, reduciendo la diferencia a la de “primus inter pares”, cada una con su lógica y su destino, exteriores entre sí, que ocasionalmente se interfieren y condicionan en su recorridos y desarrollos; lo hizo, pues, sin advertir que en ese traslado de los contenidos a otro lenguaje se perdían elementos esenciales, por ejemplo, se ocultaba la identidad desplazada por la diferencia, la igualdad en nobleza desplazada por la diferencia real. Engels obraba de buena fe en defensa de la dialéctica; actuaba pretendía con la sana idea de conceder efectividad a todos los factores, de reconocer y reforzar el pluralismo ontológico, o sea, para defender su marxismo contra la acusación de monismo determinista economicista; no obstante, su “exposición” del concepto silenciaba aspectos y relaciones que borraban sus contornos y lo deformaban en exceso.

A lo largo de esta investigación he insistido en que, en el análisis, hay un momento en que la unidad del objeto se rompe, sus partes se separan y desconexionan, se abstraen, para en el siguiente momento acceder a una reconstrucción más concreta de la unidad; y es obvio que esa separación y aislamiento, inexorables exigencias metodológicas, introduce un riesgo, pues aunque sea condición de posibilidad no deja de ser un obstáculo para la “síntesis”; como el aire para la paloma, el análisis es a la vez posibilidad y obstáculo para el acceso al conocimiento. En la exposición pasa algo semejante. Los escolástico debatieron durante siglos la confrontación entre, por un lado, el modelo de conocimiento divino, que por la eminencia de su sujeto debería de ser “intuitivo", inmediato, captando la totalidad y sus conexiones en un mismo acto, o sea, la absoluta transparencia del ser; y, por otro, el modelo de conocimiento humano, que por la indigencia de su sujeto estaba condenado a ser “demostrativo", argumental, progresivo, yendo paso a paso, de verdad en verdad, desde los axiomas y principios a las conclusiones y consecuencia. O sea, como decía Descartes, el ser humano solo puede intuir la relación, la identidad y la diferencia, la igualdad y la semejanza, entre las cosas cuando éstas están presentes y de dos en dos, de ahí que su conocimiento, la deducción matemática como modelo, sea una cadena de intuiciones sucesivas, en un orden lógico que necesita de la topología y la cronología. En consecuencia, cuando llegamos al final del recorrido y logramos saber la verdad de la relación, lo hacemos por medio de la demostración, que es el saber de los hombres, no por la intuición, privilegio de la mente divina. Ese momento final, que simula una intuición, en que se afirma la relación entre premisa y conclusión, como si estuvieran ambas presentes, cuando en realidad están separadas y mediadas por una larga cadena de intuiciones de relaciones diversas, exige la desaparición, la salida de escena, de todos los momentos del camino que lo ha hecho posible, de todas las intuiciones de las relaciones intermedias que en el proceso revelaron su verdad, pues la mente humana, a diferencia de la divina, no puede tener presente la infinidad en acto. Por tanto, dada esta limitación humana, no se puede saber la verdad de la relación que establece el teorema de Pitágoras entre los lados del triángulo rectángulo sin tener presente la demostración, los pasos o verdades intermedias que han mediado el proceso a la conclusión. Por eso los clásicos decían que el conocimiento divino era intuición y el humano demostración; y de ahí procede la eterna tentación humana de ahorrarse la demostración y recurrir a la intuición, siguiendo el modelo de los dioses.

Ahora bien, lo importante es que podamos reconstruir la demostración, aunque no la tengamos presente intuitivamente al enunciar el teorema. No gozar del conocimiento intuitivo divino no parece reprochable. Por eso soy reacio a criticar a Engels su exposición del materialismo histórico, porque, al igual que el plano del descubrimiento, en la exposición la descripción también es sucesiva, en el espacio y el tiempo, no mediata y total. Por tanto, puedo y debo suponer que Engels conoce el rico concepto de contradicción dialéctica como conoce el teorema de Pitágoras con su demostración completa, y que al exponerlo en la comunicación no sale toda la serie, sino unas partes aisladas y abstraídas. No obstante, sí es y debe ser objeto de crítica el hecho de que, sabiendo que tanto en nuestra investigación como en nuestra exposición del conocimiento tenemos esos límites humanos, no haya intentado paliar sus efectos diversificando las partes descritas, enfatizando por igual unas y otras relaciones, aludiendo a esa específica complejidad. Y creo que Engels, pudiendo hacerlo, tal vez debiendo hacerlo, no lo ha hecho: ha explicado el materialismo histórico de manera que se difuminaban aspectos esenciales de la dialéctica, mientras otros eran traducidos al modelo causalista, bajo el efecto enmascarador de la teoría de los factores y, como firma permanente, la machacona advertencia de la determinación en última instancia por el factor económico.

Engels, a su pesar, contribuyó a dar fuerza en el debate al materialismo de los que llama con ironía “muy materialistas”. Y lo hizo de una manera difusa, simulada, incurriendo en “inconsistencia existencial” o “falacia performativa”, al decir, por un lado, que esas interacciones de los diversos factores se llevan a cabo “a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades”, y por otro, que en ese proceso “acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico”. Así, tras afirmar y enfatizar la substantividad y eficacia de los factores en su juego de interacciones, diluye su función, pues sus acciones se ejercen a través de infinitas mediaciones “de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil de probar que podemos considerarla como inexistente y no hacer caso de ella”. Por un lado, se reconoce la acción efectiva de esos factores, su participación en el movimiento global de la sociedad; pero, por otro, la diluye o niega al considerarla tan fragmentada y difusa, tan remota y probabilista, tan difícil de precisar y calcular, que no vale la pena tener en cuenta, pudiéndose prescindir de ella sin graves consecuencias. Reconoce la existencia real de los efectos para enseguida considerarlos y tratarlos como inexistentes en la práctica; reconoce teóricamente su eficacia para después “no hacer caso de ella”. ¿No hay algo de perverso en la argumentación?

Podría haber recurrido, pero en este momento no lo hace, al modelo que usaban los materialistas del siglo XVIII, especialmente D’Holbach, en que lejos de despreciar el caos o el azar por incomprensible postulaban que del mismo, por mediaciones que se escapan a la mente humana, surge el orden; o sea, Engels podría haber postulado la necesidad del orden económico como efecto de las relaciones dialécticas entre base y sobreestructura, incluidos los infinitos efectos azarosos e indescifrables de éstas. Pero en este momento de su carta no lo hizo, aunque sí en el siguiente, como veremos. Aquí cierra en falso la fundamentación del principio; y si un cierre falso siempre es criticable por falso, a veces también lo es por cierre.

Para rematar la descripción, Engels cierra con su constante profesión de fe materialista: tras el reconocimiento de la independencia determinada o relativa de los factores, y de su actividad y eficacia en el juego de la interacción, impone el principio o privilegio de la economía al decirnos que, en ese proceso, “acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico”. Con lo cual nos lleva a preguntarnos por el sentido de una reflexión que, para fundamentar un principio, el principio del materialismo marxista de la determinación en última instancia por la economía, recurre a ese mismo principio. No sólo incurre en falacia, sino en algo más grave, el uso de los conceptos científicos para reproducir la ideología.

Nótese que, según Engels, podemos prescindir de los efectos de los otros factores en la práctica, en el cálculo, pero el factor económico es intocable, su dominio es incombustible; esto no se demuestra, al contrario, se da por demostrado cuando era lo que se quería demostrar; más grave, se usa como base de la legitimación de sí mismo. Con lo cual parece negarse todo lo andado; los avances en el camino hacia el concepto dialectico de la contradicción base/sobreestructura, logrados mediante el reconocimiento de la potencia creadora de la contradicción y de sus términos, quedan rebajados y cuestionados en el momento de oficializar su estatus; la efectividad de los efectos queda disimulada, y ya ni sabemos si esta disimulación final de la efectividad es otro rostro de la simulación anterior de la misma.

Y todo ello, insisto, cuando realmente Engels pretende salir del determinismo intrínseco al modelo causa-efecto para avanzar en el modelo dialéctico; y ello, sigo insistiendo, cuando huye del reduccionismo que convierte la comprensión de una época en algo “más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado”. Pero la teoría de los factores, aunque introduzca el reconocimiento de la pluralidad y la complejidad de determinaciones en el juego, arrastra el lastre del modelo causa-efecto, el lastre de toda una ontología individualista y determinista, lineal y direccional.

Esta vía de búsqueda de la fundamentación del principio del materialismo histórico basada en la dialéctica de las estructuras se cierra en falso; veamos la otra a la que recurre Engels, la fundamentación del principio desde las voluntades individuales. Si la primera la hemos relacionado con el modelo cosmológico de los materialistas de XVIII, ésta otra, más antropológica y sociológica, conecta con el modelo extendido en la filosofía moderna para dar cuenta del surgimiento de lo público o común desde lo privado o particular, de la moralidad desde el vicio, de la sociabilidad desde el egoísmo, en fin, de lo racional desde lo irracional. Y también aquí, como enseguida veremos, surgen dificultades que Engels no supera satisfactoriamente. En consecuencia, hemos de sospechar que la dificultad aparece tanto cuando contempla el cambio social como movimiento objetivo, es decir, como dialéctica de la contradicción entre estructura económica y sobreestructuras, como cuando se contempla en perspectiva subjetiva, como dialéctica entre la voluntad de los individuos enfrentados a las resistencias de las estructuras sociales. Lo cual nos obliga a plantearnos si realmente Engels usa la ontología marxiana con tanta precisión como podría esperarse de su profesión de fe; incluso si estas vías de fundamentación del principio materialista no suponen una estrategia insólita de apuntalar el marxismo desde fuera, saliéndose del mismo, apoyándose en aquella filosofía contra la cual el marxismo se constituyó. Digo “insólita” no tanto porque busque aliados entre los enemigos, que causa extrañeza, cuanto porque esa ayuda resulta estéril, innecesaria, pues no le sirve y le lleva al fracaso.

Ciertamente, este principio que reconoce el privilegio de la determinación económica en el movimiento social, en la historia, es el fundamento del materialismo histórico, y en el mismo se condensa toda su ontología. Hay muchos y buenos argumentos teóricos y prácticos para, si hay que elegir una posición, si hay que elegir un factor para pensar el orden, optar por el económico. Al fin, es poner la lucha por la sobrevivencia como fundamento del ser social, y esa sobrevivencia está indisolublemente ligada al trabajo y a las relaciones de producción que en torno al mismo se tejen. Por tanto, no es una opción espontánea, intuitiva y grosera, sino razonable, plausible y argumentable, y especialmente desde nuestra experiencia en las sociedades capitalistas, donde ese reconocimiento es universal e indiscutible, por encima de cualquier otro valor. Lo que aquí pongo en cuestión es la necesidad y conveniencia de decidir la opción en el escenario de los factores; lo que cuestiono es que la ontología dialéctica haya de asumir el paisaje de los factores, en lugar de pensar éstos como abstracciones que tienen su justificación, incluso su necesidad, en el ámbito del método, del análisis; lo que cuestiono, en fin, es que por esa vía se pueda acceder a una ontología que nos permita pensar la realidad como proceso práctico, histórico y dialéctico, objetivo que no es distinto al que el propio Engels decía buscar y de hecho buscaba.

Como acabo de mencionar, hay un momento de la carta de Engels a Bloch en que desplaza el enfoque hermenéutico: abandona la perspectiva objetiva de la dialéctica de las estructuras y asume la subjetiva del conflicto entre voluntades individuales como fuente del movimiento social. Viene a decir que por debajo de las estructuras están los hombres, que aquellas son ciegas sin éstos, que a su vez quedan vacíos sin aquellas. Engels lo establece así de claro: “Somos nosotros mismos quienes hacemos nuestra historia, pero la hacemos, en primer lugar, con arreglo a premisas y condiciones muy concretas. Entre ellas, son las económicas las que deciden en última instancia. Pero, en segundo lugar, también desempeñan su papel, aunque no sea decisivo, las condiciones políticas, y hasta la tradición, que merodea como un duende en las cabezas de los hombres”. La posición teórica en este discurso de nueva hermenéutica es básicamente la misma. Ahora se le reconoce a la subjetividad su substantividad y su eficacia en la determinación, como antes, en la perspectiva objetiva, se las reconocía a las sobreestructura; y se la convierte en un factor tan potente y relevante como para protagonizar el relato de la génesis social. Pero, de modo igualmente semejante, enseguida se subraya el privilegio materialista de la objetividad y, dentro de esta, el lugar privilegiado del factor económico. Somos los sujetos, hacemos la historia, dice Engels; pero siempre la hacemos con “premisas” o límites concretos y bien determinados, puestos por las estructuras sociales, y sin olvidar recordarnos, una vez más, que entre éstas el papel dirigente corresponde a las económicas. La subjetividad se eleva a actor principal de la historia, pero se le priva de la función de autor, o se convierte en un autor a sueldo, en subjetividad mercenaria, condicionada y determinada; mientras tanto, el principio materialista, concretado en el privilegio ontológico de la esfera económica, sigue dominante y sagrado, sin ceder terreno.

Bajo una tesis que en abstracto privilegia conscientemente el factor subjetivo hasta el punto de que, en abstracto, es sospechosa de subjetivismo, como expresa el enunciado “la historia se hace de tal modo que el resultado final siempre deriva de los conflictos entre muchas voluntades individuales”, en su uso engelsiano siempre se oculta otra envuelta o sumergida en sus sombras, que nos trae ecos dialecticos, y que de un modo u otro se deja ver y sentir; en este caso surge a la luz cuando, desde su irrenunciable materialismo, nos dice que estas voluntades, esta manifestación de la subjetividad, no constituyen un factor absoluto, no son un sujeto demiúrgico, ni siquiera son verdadero origen, sino que cada una es un producto, un resultado de un proceso ontológico y físico productivo; cuando nos dice que cada voluntad individual “es lo que es por efecto de una multitud de condiciones especiales de vida”, de todo tipo, cuyos efectos son difíciles de individualizar y calcular, pero que está allí, constituyendo la voluntad de cada uno. La idea en general alude a esa dialéctica que exige que el educador sea educado, que las causas sean causadas, que la negación sea negada; pero en el uso engelsiano de la misma, tal vez porque nos ha acostumbrado a ello, esos ecos dialécticos llegan cargados del ruido de la interacción y la reciprocidad, de un feedback mecánico, que nos hace sospechar que seguimos sin salir de la teoría de los factores, en definitiva, que estamos de nuevo en otro caso de la obsesiva reivindicación del principio materialista, tanto del privilegio de los factores objetivos en general como, más en concreto, del papel hegemónico del factor económico en el juego entre ellos.

No es difícil constatar que los efectos del modelo social de los factores están ligados a la ontología del llamado individualismo ontológico, que conlleva la cosificación de los elementos sociales y su radical separación existencial, tal que sus relaciones son inexorablemente exteriores; exterioridad de los elementos entre sí que conlleva que su interacción no sea propiamente de producción dialéctica de ambos, sino de limitación y condicionamiento recíproco. En consecuencia, en esas relaciones predomina siempre la diferencia y la transcendencia sobre la identidad y la inmanencia, lo cual hace sospechar de su distancia insalvable respecto a la contradicción dialéctica.

El individualismo ontológico y metodológico subyacente en la teoría de los factores, ante la necesidad de construcción de la unidad del proceso a partir de sus interacciones, ve y reclama como propio el modelo físico de composición vectorial de una pluralidad de fuerzas; nada más intuitivo y habitual que ver la voluntad individual como deseo, conatus o pulsión, como fuerza que empuja o arrastra; nada más aséptico, claro y transparente que el modelo mecánico del paralelogramos en la composición de fuerzas, en la gestión vectorial de sus interferencias. Cada voluntad, cada factor, representado por un vector fuerza diferenciado que se asocia a los otros según leyes mecánicas; y todo legitimado por la Física, la ciencia más prestigiosa. Es comprensible la tentación de expandir el modelo, de incorporarlo a la vida social.

No podemos trivializar el hecho de que Engels recurra a su uso; y tampoco debemos banalizar los riesgos de su importación a otros dominios teóricos, especialmente a los que, como el marxismo, se han presentado en escena como ruptura contra una ontología dominada por la Física newtoniana, que piensa el ser como combinaciones de átomos en movimiento, regulados por leyes fijas, con posiciones y velocidades calculables. Seguramente si Marx hubiera conocido la física cuántica habría encontrado en ella material teórico aprovechable para su práctica científica, pero la física dominante, la newtoniana, y la filosofía moderna a ella acoplada, no le servían sino de obstáculos a superar. De ahí que nos sorprenda que Engels olvide de donde viene el marxismo e incorpore modelos antagónicos nada menos que como apoyo del principio sagrado del materialismo histórico. Porque, aunque se trate de un modo de exposición fácil y adaptado a la consciencia social, tiene como efecto la confusión entre la teoría de los factores y la dialéctica, enmascarando ésta bajo el pluralismo interactivo, forma de concretarse el individualismo ontológico. Si más no, Engels debería haber previsto los efectos perversos del acercamiento de la dialéctica a un modelo de exposición ajeno; y, en todo caso, debería haber corregido los efectos del instrumento pedagógico con descripciones complementarias que advirtieron de la necesidad de pulir su sentido, de modo análogo a como, tras los frecuentes reconocimientos de la efectividad histórica de las sobreestructura o la subjetividad, advierte y recuerda la necesidad de tener presente que el escenario sigue siendo el de dominio del principio materialista. Al no hacerlo así, un modelo de exposición usado para ilustrar la relación dialéctica puede acabar siendo un obstáculo para definir su concepto. Y es lo que de facto ocurre.

Representadas las interacciones de los factores sociales por vectores fuerza, Engels puede describir un escenario de “innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras” agrupadas y organizadas dos a dos en “un grupo infinito de paralelogramos de fuerzas”, cuyas resultantes particulares definen entre ellas nuevos paralelogramos que, en la composición final, dan lugar a “una resultante”, una sola resultante, representación de lo que llama “el acontecimiento histórico”. De este modo, esta resultante final, composición de la pluralidad, expresión de un acontecimiento que recoge las innumerables determinaciones de las instancias sociales que intervinieron en su producción, representante de todas las fuerzas presentes en una coyuntura histórica…, esta resultante final, nos dice Engels, “puede considerarse producto de una fuerza única, que, como un todo, actúa sin conciencia y sin voluntad”. De este modo las innumerable, y por tanto incognoscible, acumulación de voluntades individuales diversas, cuyas interacciones se pierden en la indeterminación de modo semejante a la acumulación de “azares” en la vía de las estructuras, quedan integradas, al menos en cuanto a sus efectos, en esa resultante final común a todas ellas. El proceso se da, por consiguiente, entre un origen formado por una diversidad indeterminable y un final bien determinado, pasando por las infinitas mediaciones de las sucesivas resultantes formadas por la composición de esos vectores fuerza de las voluntades individuales, una red que escapa a toda representación, resistente al concepto, en que se pierden las trazas originales de la subjetividad dispersa en voluntades.

En esta perspectiva hermenéutica la fundamentación pierde todo su sentido, pues si ya el origen próximo, las voluntades individuales, puesto por el límite que el método impone al objeto, aparece representado como pura diversidad impensable de vectores-fuerzas; si ya el proceso de integración, de reducción a la unidad de esa diversidad indeterminable, en sus infinitas y azarosas interferencias e interacciones se resiste a cualquier representación ordenada; además hay que añadir otra esfera en ese espacio de incertidumbre, la del origen remoto de esas fuerzas y determinaciones. Efectivamente, las voluntades individuales no son el origen real y absoluto de las determinaciones constituyentes del acontecimiento histórico, de los hechos sociales; estas voluntades son a su vez efectos intermedios de otras cadenas de determinaciones que remiten a las diversas estructuras y prácticas sociales, y a las complejas interacciones entre ella; determinaciones que conectan esta vía de fundamentación con la anterior, pues la determinación de las estructuras sobre las voluntades, sobre la subjetividad, nos lleva al mismo problema que el de la determinación de las sobreestructura sobre la base, al del fraccionamiento de las determinaciones en infinitos azares, al de la indeterminabilidad de las casualidades y las contingencias. Por tanto, en esta vía de fundamentación desde las voluntades individuales tenemos dos tramos infinitos de indeterminación, el que va de las voluntades a los he hechos sociales y el que va de las estructuras a la constitución de la subjetividad, de dichas voluntades. O sea, un doble fundamento: el fundamento de la voluntad individual desde las infinitas determinaciones de las estructuras, y el fundamento de los acontecimientos sociales desde las voluntades constituidas. Doble fundamento imposible, doble fracaso. Aunque evite asumirlo recurriendo a la falacia performativa, poniendo en el origen, como principio evidente, el supuesto problemático que se intenta fundar. Es lo que hace Engels al decir que las voluntades individuales son determinaciones de múltiples factores, incluidos los económicos, que están presentes como su privilegiado estatus de “determinación en última instancia”.

Es sugerente la conclusión a la que llega Engels, a saber, que da lo mismo pensar el acontecimiento como producto de innumerables efectos de una pluralidad de fuerzas o como producto de una sola fuerza resultante de la composición o fusión de la pluralidad; lo que le interesa es el resultado, el efecto final, o sea, salvar el principio, al que no se renuncia, situado como supuesto en el proceso de fundamentación. Hay que salvarlo a toda costa, aun recurriendo a toscas falacias. Al fin, en uno y otro enfoque, el que representa los acontecimientos como resultado de los innumerables efectos de las innumerables fuerzas (de las determinaciones de las voluntades individuales y de las determinaciones de las estructuras) o el que los representa como producto de la resultante ciega y opaca que fusiona las diversas fuerzas aunque no transparente sus componentes, en ambos casos se produce la misma situación, a saber, la difuminación u ocultación de la producción de los efectos, la invisibilización de la conexión de los mismos con sus orígenes. Tan invisible es la producción, el proceso de producción, de un hecho histórico por la resultante de miles de azares como su producción directa por los miles de azares; lo que se hace en una opción de fundamentación u otra es precisamente, renunciar al conocimiento concreto de esos azares.

Ciertamente, la renuncia a su conocimiento no conlleva la negación de su existencia; si bien al borrarse las relaciones del árbol genealógico se difuminan las voluntades individuales, se vuelven anónimas, no obstante se sabe, se reconoce, que están presentes en el acontecimiento; perdida la filiación a efectos legales -léase a efectos de conocimiento- no desaparecen, sólo pasan a estar ausentes: “Pues lo que uno quiere tropieza con la resistencia que le opone otro, y lo que resulta de todo ello es algo que nadie ha querido”. Al final, aunque sea un resultado de las voluntades, la historia borra su origen, no deja ver sus huellas, solo expresa su resultante, la resultante final de las resultantes parciales, cada una de las cuales niega sus componentes. Las voluntades individuales, como los vectores en la composición, quedan invisibilizadas, no se reconocen en el acontecimiento, en la historia, al igual que esta no es reconocida por ninguna subjetividad individual como obra suya. De ahí que se concluya que la historia aparece como proceso ciego, ajeno a la consciencia, como un proceso mecánico natural: “hasta aquí toda la historia ha discurrido a modo de un proceso natural y sometida también, sustancialmente, a las mismas leyes dinámicas”. Si no se conoce al autor, la obra es anónima, como la Odisea de Homero.

Las voluntades no aparecen, pero están allí; no se muestran transparentes en la historia, en los hechos sociales, pero éstos son obra suya; es como si las voluntades borraran su firma del texto de la historia que han escrito, pues no se reconocen en ella, en el resultado, ni quieren ser identificadas por algo que, aunque suyo, no es lo que querían. En definitiva, los individuos hacen la historia, pero no como la quieren, por eso no se reconocen en ella y ocultan su nombre, declarándola anónima, obra sin nombre, no sin autor: “Pero del hecho de que las distintas voluntades individuales (…) no alcancen lo que desean, sino que se fundan todas en una media total, en una resultante común, no debe inferirse que estas voluntades sean igual a cero. Por el contrario, todas contribuyen a la resultante y se hallan, por tanto, incluidas en ella”.

Engels muestra constantemente su voluntad de coherencia y fidelidad en la defensa de su posición marxista, lo logre o no, como se refleja en la constancia de su argumentación, atendiendo siempre a dos frentes. Suele comenzar siempre con una defensa de la flexibilidad dialéctica del materialismo histórico frente a su reducción economicista, frente a la simplificación del materialismo determinista; en esa fase reivindica la eficacia de las sobreestructuras y matiza y reduce el privilegio del factor económico, que comparte con la pluralidad de factores la determinación del acontecimiento histórico. En el segundo frente, no cesa de remarcar que, dentro de la pluralidad de la determinación, hay jerarquía entre los factores, no solo en cuanto a la intensidad y eficacia de los mismos, en la que inexorablemente destaca el factor económico, sino en cuanto la de aquellos está subordinada a la de este último, como si entre unos y otro hubiera una relación instrumental. Su preferencia, no obstante, se manifiesta cuando la pluralidad de factores sociales queda agrupada en dos, uno solo constituye la base y todos los demás la sobreestructura; reducción que permite ver la relación así simplificada como una contradicción con dominancia a corto o a largo de la base, una hegemonía que se describe con la inefable expresión de “en última instancia”. Ahora bien, la lealtad y la coherencia nos lleva a una última cuestión: la necesidad o no de legitimarla. Engels considera que sí, de ahí que se esfuerce en la fundamentación del principio. Seguramente el sentido común nos sugiere que esa opción es correcta, que uno ha de fundamentar sus posiciones teóricas, y a ese sentido común responde la actitud de Engels. No obstante, esa máxima no es tan universal ni tan evidente. En realidad, a los científicos no se les exige que funden su práctica científica; se les enseña la tópica, a hacer preguntas pertinentes y respuestas adecuadas, a delimitar los problemas reales de los imaginarios y resolverlos conforme a las reglas de la ciencia, etc. No se les exige más; basta que actúen conforme al juego de lenguaje de su ciencia.

Claro, podríamos sugerir que una cosa es la ciencia y otra el marxismo… Sí, es cierto, el estatus teórico del marxismo es más problemático, para muchos es ideología, o al menos filosofía, y estos universos necesitan su constante justificación. Tal vez así lo entendía Engels, y ello le llevó a buscar la fundamentación del principio materialista y a fallar en el intento. Después retomaré este tema, cuando valore la crítica que le hace Althusser al respecto; baste ahora para problematizar esa máxima de que la verdad para ser verdad ha de estar fundada. Si algo ha destruido la física cuántica contemporánea ha sido precisamente eso, la necesidad de la fundamentación como instancia legitimadora del saber; y es que es muy poco razonable considerarla norma cuando no es posible. Por tanto, a Engels nunca le deberíamos criticar que no lograra fundamentar el principio; otra cosa es que, ya que lo intentó, eligiera una vía nada marxista.

Para cerrar este comentario a la carta a Bloch, que recorreremos de nuevo con la lectura que hace de ella Althusser, la ambigüedad de la indefinida y tal vez indefinible “determinación en última instancia” parece expresar tanto la búsqueda de Engels de un concepto nuevo de dialéctica cuanto las carencias e insatisfacción del resultado. Su voluntad de evitar el materialismo economicista y reduccionista es sincero y apasionado, pero no siempre exitoso. Cuando dice: “El que los discípulos hagan a veces más hincapié del debido en el aspecto económico es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa Marx y yo mismo”, no es mera retórica, lo dice convencido y en consciencia; y cuando añade para justificar el hecho que “frente a los adversarios teníamos que subrayar este principio cardinal que habitualmente se negaba, y no siempre disponíamos de tiempo, espacio y ocasión para dar la debida importancia a los demás factores que intervienen en el juego de las acciones y reacciones”, enuncia aspectos razonables y concretos de la batalla marxista por ganar posiciones en la consciencia social. No obstante, desde la comodidad del a posteriori hoy podemos sospechar que tal vez con esa justificación sólo identificaba una parte de la verdad, la propia de su subjetividad, su consciencia del efecto en la teoría social de las simplificaciones y los énfasis impuestos por la estrategia, que al fin es un medio de producción de la teoría; podemos sospechar que la verdad incluye otros aspectos, como las carencias conceptuales, el insuficiente desarrollo de los otros medios de producción, pues si hubiera estado en posesión de una ontología dialéctica más consistente y transparente y hubiera hecho sus descripciones con fidelidad a la misma habría evitado buena parte de esas malinterpretaciones surgidas en el momento pedagógico o de la comunicación. Tal vez no todas, pues en el mensaje intervienen tanto el emisor como el receptor y el medio, pero sí buena parte de las desviaciones, pues, como bien dice, “desgraciadamente ocurre con harta frecuencia que se cree haber entendido totalmente y que se puede manejar sin más una nueva teoría por el mero hecho de haberse asimilado, y no siempre exactamente, sus tesis fundamentales”. Cierto, hay de dar al César lo suyo y a Dios lo propio, pero a veces el mal no habita los sujetos, sino que se aloja en los medios; hay veces que las carencias pertenecen a la misma teoría, a categorías de la misma que no han alcanzado su pleno desarrollo, y tal cosa no es demérito de nadie. Los conceptos tienen su historia, y su momento de eclosión; en clave materialista es difícil que aparezcan antes que la realidad que necesitan representar o constituir; es lo que a mi entender pasaba con esta categoría de contradicción dialéctica subsumida, que aún no había salido a la luz en aquellos tiempos engelsianos de finales de siglo, pero cuya necesidad ya se dejaba sentir en la producción teórica.


1.3. Engels vuelve a este tipo de justificación en su carta a Mehring [6]. De nuevo se lamenta, -y la reiteración más que verdad aporta siempre aromas de retórica-, de las desenfocadas y parciales interpretaciones de la concepción materialista de la historia que habían inundado los ámbitos intelectuales, unas veces salidas de la pluma de los enemigos, que acentuaban ciertos rasgos para convertir el retrato en caricatura, otras tantas de los fieles seguidores, que al parafrasear a los maestros esclerotizaban el discurso en tópicos y consignas. Y de nuevo Engels asume su parte alícuota, reconociendo que tal vez dieron pie a ellas: “por lo general, ni Marx ni yo hemos hecho bastante hincapié en nuestros escritos”. Asumida alícuotamente la culpa, se debe pasar a la crítica y explicar los desenfoques y desviaciones de su seguidores y enemigos, es decir, se trata de ayudar a comprender su posibilidad y su necesidad, de pensarlos como momento del proceso dialéctico de construcción del pensamiento. De ahí que explicite el sentido de su proyecto: “En lo que nosotros más insistíamos -y no podíamos por menos de hacerlo así- era en derivar de los hechos económicos básicos las ideas políticas, jurídicas, etc., y los actos condicionados por ellas. Y al proceder de esta manera, el contenido nos hacía olvidar la forma, es decir, el proceso de génesis de estas ideas, etc. Con ello proporcionamos a nuestros adversarios un buen pretexto para sus errores y tergiversaciones”. O sea, entregados a su objetivo principal, a su tarea constructiva de “derivar de los hechos económicos básicos las ideas políticas, jurídicas, etc., y los actos condicionados por ellas”, había que abstraer esa función de la totalidad del proyecto y de la vida; toda acción particular, por importante que sea, es una abstracción de una existencia compleja. En el proyecto marxista lo principal era eso, fijar la relación entre base y sobreestructura, comprender esta y las acciones que condicionamiento, desde sus determinaciones económicas; ese era su proyecto teórico concreto, de ahí que ratifique: “no podíamos por menos de hacerlo así”. Ese era el proyecto militante, compatible en abstracto con otros más amplios, como el desarrollo completo y equilibrado del saber social, la escritura global del movimiento de la historia…, que de momento quedaban fuera de su actividad, dejados para otro momento, o considerados ya altamente cuidados por otros. Así avanza el saber, por partes, de forma desigual, incluso tensando la cuerda en diagonales, o en sentido contrario. Ahora tocaba, nos viene a decir Engels, avanzar en el frente materialista, pero en un doble sentido: por un lado, dando peso a la existencia, que el saber dominante había sacrificado subordinándola en exceso a la consciencia, o sea, compensar y reequilibrar la dialéctica primando la acción de la materia sobre el espíritu; y, por otro lado, avanzar en el desarrollo interno del materialismo, del propio concepto, hasta conseguir que la “materia" se metamorfosee en “praxis", en proceso productivo, al modo como en un momento de la Física la materia devino energía, subsumida en esta como una figura particular. En este viaje filosófico, el marxismo había encontrado una ruta cómoda y esperanzadora, pues había alcanzado una posición avanzada: había ya abandonado el materialismo en general, abstracto, mecánico, de la materia y se había instalado en el materialismo particular y más concreto, dialéctico, del ser social, representado por lo económico; desde aquí se veía mejor el horizonte de la contradicción dialéctica.

Ciertamente, al menos desde La ideología alemana, Marx y Engels habían iniciado la tarea de reescribir la historia sustituyendo en la descripción la hasta entonces hegemonía del espíritu, en base a la cual los hechos aparecían como frutos de la subjetividad, como creaciones de ésta por mediación del trabajo, por la hegemonía productiva de la esfera económica, que en su movimiento reducía a instrumentos las diversas instancias sociales y sus relaciones, subordinando su acción a la dirección del “factor” económico; y ello aunque este factor se pensara de un modo peculiar, traducido “como condiciones materiales de existencia”, no reducible a la mera esfera productiva pero muy subordinado a ella. Y es comprensible que, ante ese proyecto, de cuya novedad y efectos políticos y filosóficos Marx y Engels eran muy conscientes, no cabía el equilibrio y la neutralidad, sino la radicalización y, en cierto modo, la victoria. El pragmatismo a veces viaja a la sombra de la verdad, haciendo posible que ésta avance, aunque cargada de riesgos. En todo caso, su propuesta pasaba por invertir el dominio en aquel juego de factores, y estos se resistían al desplazamiento no como servicio a la verdad, sino como arma política de dominación, tal que la victoria de la alternativa había de recurrir a instrumentos de resistencia y dominio semejantes. El marxismo proponía en la teoría una inversión de las relaciones y jerarquías entre los factores sociales en nombre de la racionalidad, pero al cuestionar lo que hasta entonces se consideraba el orden de la razón, con su sede regia en el espíritu, para vencer su resistencia necesitaba algo más que verdad y racionalidad, necesitaba la alianza con la voluntad de saber, y ésta se conseguía con estrategia discursiva. Es lo que Engels nos dice reiteradamente, la lucha por la verdad los llevaba a insistir en la iluminación de los aspectos de ésta más obscurecidos y necesitados.

La propuesta era alternativa, llevaba en vanguardia la negación del escenario de representación dominante; la provocación que expandía era evidente, y Engels se encarga en esta carta de resaltarlo al poner los relatos dominantes no como meros errores de los intelectuales por falta de conocimientos, sino como determinaciones del pensamiento por fuerzas exteriores a la mente, y que ésta no puede evitar por sí misma; es decir, la propuesta marxista ponía el espejo ante los intelectuales para que vieran su error y, lo que es más agresivo, la necesidad objetiva del mismo; en definitiva, para que vieran que el error no era algo contingente corregible con más saber, sino un efecto intrínseco al pensamiento, que no puede desconectarse del mundo, que no puede liberarse de sufrir sus límites.

Por tanto, debemos tener en cuenta que el conocimiento y la verdad ni nachos solos, sino acompañados de amigos-enemigos que les facilitan y dificultan el camino, que les ayudan en su recorrido y les desvían del mismo; el saber y el poder, en tanto hechos sociales, en tanto formas de consciencia y de relación social, avanzan indisolublemente unidos, en indisoluble unidad dialéctica. El saber y la dominación avanzan imponiendo sus determinaciones al cuerpo social; su movimiento es en gran medida el movimiento de la historia.

Engels parece reconocerlo así cuando liga el devenir del materialismo a la cuestión de la ideología, o sea, de la “falsa consciencia”, hecho tan difícil de admitir por el intelectual. Dice al respecto que “la ideología es un proceso que se opera por el llamado pensador conscientemente, en efecto, pero con una conciencia falsa. Las verdaderas fuerzas propulsoras que lo mueven permanecen ignoradas para él; de otro modo, no sería tal proceso ideológico”. La falsa consciencia consiste, pues, en invertir la determinación, pero no tanto por simple inversión de la relación de los términos en la matriz causa-efecto, que seguirá dando una relación causal unidireccional y absoluta, cuanto por reconocimiento de que la causa y el efecto son siempre efecto y causa en otro momento de la serie; por reconocimiento de que uno y otro de los términos no se identifican con una función o modo de ser, sino que son degradados ontológicamente, reificados, absolutizados, en la abstracción de un momento del proceso. En esa representación mecánica de la relación en la consciencia, en que los términos devienen principio y fin absolutos de un proceso, aparecen como causa y efecto, como fuerzas origen propulsora y como movimiento determinado final, invisibilizando lo que uno y otro son si ampliamos el espectro a una secuencia más amplia. Esa representación es la falsa o consciencia ilusoria, que no es mero error del sujeto subsanable con el saber, sino efecto de una ontología que cosifica los términos, los aísla y absolutiza, ignorando su esencia dialéctica. La falsa consciencia crece fácil en la fértil tierra del cerebro del intelectual cuando se entregado al conocimiento de lo discursivo, gustoso de deducir “su contenido y su forma del pensar puro”. Este intelectual cuyo mundo comienza y acaba en los discursos, que busca en éstos el origen y fin de los significados de los términos, e incluso el origen y el fin del mundo material, “trabaja exclusivamente con material discursivo, que acepta sin mirarlo, como creación, sin buscar otra fuente más alejada e independiente del pensamiento. Esta reducción del ser al pensamiento, del mundo a la representación, se funda en la evidencia misma, “puesto que para él todos los actos, en cuanto les sirva de mediador el pensamiento, tienen también en éste su fundamento último”. Un mundo así construido es el que se ha consagrado como historia; esa representación ha sido siempre dominante, y del mismo mal adolece la inversión de los muy materialistas, pues también éstos están encerrados en el discurso cuando la palabra “materia” sustituye a “espíritu”, frente a unos y otros conviene instituir esa nueva consciencia, liberada de la ilusión y de la ideología, que vendría de la mano de la ontología del materialismo histórico.

Sin entrar en los detalles, en esta carta a Mehring destaca el énfasis que pone Engels en resaltar en pinceladas muy directas la fascinación del intelectual, de la figura que llama “ideólogo histórico”, por la actividad del espíritu; destaca la pasión ideológica que le arrastra a ver lo histórico -“empleando la palabra histórico como síntesis de político, jurídico, filosófico, teológico, en una palabra, de todos los campos que pertenecen a la sociedad, y no sólo a la naturaleza”- como creación del pensamiento a lo largo del tiempo, o sea, a ver la historia como creación de las sucesivas generaciones. Visto así, visto el mundo social como resultado de la actividad del pensamiento, se comprende la idea dominante de la historia como la vida del espíritu, como su desarrollo según su lógica propia, es decir, ajena a condicionamientos exteriores; y se comprende la pasión que genera, una historia sin contingencias, sin azares, sin recovecos ni indeterminaciones, transparente al sujeto pensante, que a su modo se identifica como parte de ese movimiento del Espíritu, de esa marcha imperturbable del Saber o Ciencia hacia la verdad: “Esta apariencia de una historia independiente de las constituciones políticas, de los sistemas jurídicos, de los conceptos ideológicos en cada campo específico de investigación, es la que más fascina a la mayoría de la gente”. Clara, transparente, segura, predecible, imperturbable, esa imagen de la historia tiene todos los atractivos para dejarse seducir por ella.

Pues bien, según Engels, esa fascinación de los ideólogos, esa identificación sin brechas con su falsa consciencia, les lleva a ver peligro de muerte en cualquier idea que cuestione la omnipotencia creadora del Pensamiento, el reinado del Saber, de tal manera que al aparecer la propuesta marxista de la historia, que le asigna un nuevo lugar, en apariencia más humilde, se vea en ella el rostro del demonio; y cuando se la faz del monstruo no queda tiempo para rostro los detalles de su cuerpo: “como negamos un desarrollo histórico independiente a las distintas esferas ideológicas, que sin duda desempeñan un papel en la historia, [creen que] les negamos también todo efecto histórico”. Su fe fanática en el espíritu, viene a decir Engels, les impide ver que en la concepción marxista de la historia se le concede un gran papel, si bien se limita su independencia, se controla su omnipotencia. Lamentablemente Engels no dice, no puede decirlo, que en la propuesta marxista se mantiene el pensamiento en puestos de máxima dignidad, pues en ella no ha ningún factor coronado, si acaso un “primus inter pares", pues toda realidad está determinada, como en las democracias republicanas, en que ningún particular tiene privilegio ante la ley; lamentablemente Engels no acaba de igualar los factores, porque está convencido de la desigual eficacia entre ellos, de ahí que su materialismo, aunque histórico y no materialista, confesionalmente dialéctico y no mecánico, acabe teniendo el significado de ontología de combate, de filosofía militante. Y no los iguala, a mi entender y por decirlo de modo efectista, que aquí conviene, debido a que no diferencia con claridad los respectivos ámbitos de la ontología y de la teoría, de la filosofía y de la ciencia. Tal distinción le hubiera permitido reconocer que en los cielos, -al menos en los cielos, reino de lo universal-, la igualdad no admite grados, está exenta de diferencias; y que en cambio en la tierra, lugar de lo particular y concreto, la diferencia puede aparecer entre los iguales. A semejanza de las repúblicas, en que la absoluta e inmaculada igualdad ante la ley es compatible -¡y en qué grado!- es compatible no sólo con múltiples y variadas diversidades y desigualdades, sino incluso, en concreto, con efectos desiguales en los ciudadanos de la ley igual para todos ellos. En definitiva y sin más rodeos, Engels habría podido, sin quebrantar la ontología marxiana, reconocer en la ciencia económica el privilegio del factor económico en el momento del capitalismo industrial, o en el capitalismo en general, si así lo pensaba, pero dejar abierta otras hegemonía para otros momentos, tal que se preservara la igualdad ontológica de los factores aceptando que la historia, que es muy larga, y la ciencia, encargada de sus representaciones empíricas más particulares, -si se prefiere, de sus universales concretos- se encargaran de identificar y atribuir el privilegio de la necesaria “determinación en última instancia”. Pero Engels no lo hizo; una vez más los filósofos cedieron a aquella pasión denunciada por Kant de no conformarse con establecer el canon sino perderse en la imposible posesión del organon; una vez más la ciencia quiso erigirse en filosofía.

A pesar de ello, la explicación engelsiana de la carta respecto a la pasión de los intelectuales por el espíritu nos sirve a nosotros de introducción al problema que nos ocupa. Tras ella nos dice algo revelador, a saber, que “este modo de ver las cosas se basa en una representación vulgar antidialéctica de la causa y el efecto de acciones y reacciones”. Por tanto, Engels ve o intuye la solución en una ontología dialéctica, como si nos diera la razón en cuanto hemos venido insistiendo; lo que ocurre es que él cree que ya está en posesión de ella, que ya piensa dialécticamente, sin problematizarse si tanto él como Marx han llevado el concepto a su máximo desarrollo. Explícitamente dice que “un factor histórico, una vez alumbrado por otros hechos, que son en última instancia hechos económicos, repercute a su vez sobre lo que le rodea e incluso sobre sus propias causas, es cosa que olvidan, a veces muy intencionadamente, esos caballeros…”, lo cual parece expresar una posición dialéctica, como una llamada a pensar dialécticamente. Cierto, aunque lo parezca no constituye una evidencia clara de ese posicionamiento, no es una garantía de pensar dialéctico. Ignorarlo, no dar importancia a este límite, puede llevar a considerar la interacción como contradicción, a confundir la teoría de los factores con la dialéctica; pero silenciar estos regateos, ignorar el largo forcejeo de Engels con la dialéctica, -que exige una lectura exhaustiva y crítica de sus obras [7], queda fuera de nuestro objetivo actual-, nos privaría de la fecundidad de estos tanteos que ilustran el movimiento del pensamiento en la producción de los conceptos.


1.4. En la carta a W. Borgius de 1894 [8] encontramos unas matizaciones muy esclarecedoras de las dificultades de Engels para pensar la contradicción dialéctica. Es un texto muy directo, en que contesta diversas preguntas dirigidas al significado uso de los conceptos. En una de ellas define el concepto de “relaciones de producción”, y de nuevo nos provoca ese sabor agridulce al constatar que apunta bien pero no acaba de llegar. Dice Engels: “Por relaciones económicas, en las que nosotros vemos la base determinante de la historia de la sociedad, entendemos el modo cómo los hombres de una determinada sociedad producen el sustento para su vida y cambian entre sí los productos (en la medida en que rige la división del trabajo)”. Por tanto, el factor económico, que suele aparecer en su abstracción en las representaciones como exterior y extraño a la vida humana, como límite o negación de su vida espiritual, aquí toma un significado más rico, inmanente y próximo, y sobre todo más dialéctico. Lo considera el factor que está en la base de la producción de la vida, tanto de la biológica como de la social; en él y sobre él se construyen las relaciones, las instituciones, las consciencias; por tanto, nos describe un buen escenario. En esta definición de “relaciones de producción” el factor económico se identifica -en identidad dialéctica, bajo la forma de contradicción- con la consciencia y la vida social, como elemento de un proceso en cuyo movimiento surgen esos distintos modos de ser. Cierto que no falta la mención al privilegio de lo económico, aquí formulado al confesar que en las relaciones de producción “nosotros vemos la base determinante de la historia de la sociedad”; pero todo aquello que rompa la exterioridad de los factores, su cosificación, en suma, que rompa y expulse el dualismo de substancias del seno de la contradicción, es un paso en la dirección de una dialéctica “materialista”, una dialéctica materialista de la historia sin materialismo. Por tanto, un buen punto de partida.

El tono de la carta sigue esta misma orientación. En el fondo de su contenido late un debate muy elocuente sobre la relación de la ciencia con la técnica y sobre la amplitud y la intensidad del efecto social de cada una . Engels sitúa la técnica en el seno de las relaciones sociales, y enfatiza sus efectos en las otras instancias y relaciones: en el “régimen de cambio”, en la “distribución”, en la “disolución de la sociedad gentilicia” y la “división en clases “, en las “relaciones de dominación y sojuzgamiento”, así como en “el Estado, la Política, el Derecho, etc.” Enfatiza esa función de la técnica como mediación en los diversos procesos sociales, como factor productivo de esa diversidad social. Ciertamente también reconoce su relación con la ciencia, y el efecto de ésta en su desarrollo; reconoce el gran papel de la ciencia en la producción de la sociedad y la vida, pero, sea por su tic materialista, sea por su estrategia de compensación del protagonismo del espíritu en la historia oficial, Engels tiende a valorar más los factores objetivos: “Si es cierto que la técnica, como usted dice, depende en parte considerable del estado de la ciencia, aún más depende ésta del estado y las necesidades de la técnica. El hecho de que la sociedad sienta una necesidad técnica estimula más a la ciencia que diez universidades”. Las necesidades de la vida y los instrumentos sirven de base a la ciencia; también ésta incide en aquellos, pero el enfoque marxista, señala Engels es el inverso, aunque sorprenda, aunque provoque, pues “en Alemania la gente se ha acostumbrado a escribir la historia de las ciencias como si éstas hubiesen caído del cielo”. Es decir, sin duda hay argumentos para resaltar la importancia de la técnica en la vida social y la marcha de las sociedades, pero no me parece necesario entrar en una cuestión como la mayor o menor eficacia de unos factores respecto a otros, sobre el lugar jerárquico de la técnica respecto a la ciencia; no me parece pertinente, primero, porque me parece indecidible; segundo, porque si se asume el reto hay que poner argumentos serios y definitivos; en fin, tercero, porque presuponer una jerarquía o dominación fija, de dirección constante, no es admisible en un método dialéctico. Por tanto, primar la técnica sobre la ciencia o a la inversa, lo considero una toma de posición filosófica fuera de lugar, falsa en su expresión universal y vacía en su concreción si no se aportan las descripciones pertinentes. E implica volar uno de los principios más intrínsecos a una dialéctica coherente, a saber, que la contradicción se mueve en la indeterminación, que el término más débil ha de contar siempre con chance para la victoria. Engels nos revela así, una vez más, su pulsión materialista, que incluso en un momento en que recurre a un escenario de representación dialéctico se ve llevado a tomar posición espontánea a favor de lo que aparece a la intuición empírica como más objetivo y material, ambos términos en su uso grosero, en su uso “positivista" y nada dialéctico.

Ciertamente, una vez reconocida la pluralidad de factores, en rigor siempre queda un margen de indeterminación al historiador para elegir el punto de partida, el factor en que apoyarse para escribir la historia. Así entiendo y acepto el “nosotros vemos…” de la cita, que en abstracto resulta dogmático. Las circunstancias históricas podían justificar pragmáticamente la opción del materialismo marxista; otra cosa es que puedan legitimar o siquiera justificar la canonización de algo circunstancial en método universal. Puede haber momentos en que sea más clarificador ir cambiando las perspectivas; puede haber momentos en que la totalidad pivote más sobre uno que sobre otro factor, que la ciencia ayude a producir la técnica que facilitará nuevos desarrollos de la ciencia. Las justificaciones de Engels a favor de la mayor efectividad de la técnica son potentes y la experiencia nos muestra la fecundidad de esa visión de la historia muy deudora de la objetividad que nos proporcionaron; pero él mismo reconoce que no es válida la absolutización de una relación, en tanto equivale a cosificar los términos y transfigurarlos en esencias.

Comienza por resumir la descripción consolidada: “El desarrollo político, jurídico, filosófico, religioso, literario, artístico, etc., descansa en el desarrollo económico. Pero todos ellos repercuten también los unos sobre los otros y sobre su base económica”. Por si no queda claro, insiste en el orden, pero sin salir del escenario de los factores: “No es que la situación económica sea la causalo único activo, y todo lo demás efectos puramente pasivos. Hay un juego de acciones y reacciones, sobre la base de la necesidad económica, que se impone siempre, en última instancia”. Así, reconociendo el importante e insustituible papel del estado en la construcción social, incluso en la implantación, sostenimiento y expansión del factor económico –“por ejemplo, actúa por medio de los aranceles protectores, el librecambio, el buen o mal régimen fiscal…”-, le parece una evidencia empírica que el Estado actúa en los límites y bajo la determinación de la economía; lo dice con claridad y rotundidez: “No es, pues, como de vez en cuando por razones de comodidad se quiere imaginar, que la situación económica ejerza un efecto automático; no, son los mismos hombres los que hacen la historia, aunque dentro de un medio dado que los condiciona, y a base de las relaciones efectivas con que se encuentran, entre las cuales las decisivas, en última instancia, y las que nos dan el único hilo de engarce que puede servirnos para entender los acontecimientos son las económicas, por mucho que en ellas puedan influir, a su vez, las demás, las políticas e ideológicas”. De aquí no sale Engels, presa su voluntad dialéctica del juramento al principio materialista, que le lleva a cosificar éste, como factor económico, sin tener en cuenta que una ontología histórica de la praxis, como la marxista, exige contemplar también la evolución de los conceptos, entre ellos el de materialismo; exige negar las formas anteriores, tanto del materialismo de la materia como del materialismo de la economía, y buscar el sentido del concepto de materialismo histórico, como indica su nombre, en su movimiento, en su permanente indeterminación, en su democrático reparto de privilegios entre los factores. Al no hacerlo así, al limitar la dialéctica desde la fijación de la hegemonía, -lo cual fija el destino y priva a las contradicciones de su esencia, su modo de ser lucha abierta y sin resultados prescritos-, la marcha de Engels hacia el concepto queda siempre estancada, tal vez por algo que a estas alturas del ensayo ya podríamos insinuar: porque no se piensan las relaciones de los factores como contradicción, o se piensan con un concepto de contradicción en que cada uno va a la suya, buscando el dominio en una lucha particular, ignorando que todos ellos, en sus luchas cruzadas, están jugando un papel común determinado desde su subsunción. Volveremos sobre ello.

Lo que acabamos de decir obtiene un buen aval en la misma carta de Engels que comentamos. Así, cuando nos dice que “los hombres hacen ellos mismos su historia, pero hasta ahora no con una voluntad colectiva y con arreglo a un plan colectivo, ni siquiera dentro de una sociedad dada y circunscrita”, parece enunciar una evidencia, pero en el fondo propaga una ilusión. Marx ya había constatado que n la expansión de la sociedad mercantil, y particularmente en el capitalismo, la libre actividad productiva respondía en el fondo a una lógica que el productor ignoraba, creyéndose libre cuando estaba atrapado en un proceso de socialización del trabajo y de la producción cada vez más inexorable. Aplicado a la historia, y revisando la anterior cita engelsiana, habría que cuestionar si objetivamente no hay un “plan colectivo” (pues en todo caso hay una lógica en el proceso global), incluso una “voluntad colectiva” (si se nos permite la prosopopeya); hay razones para ponerlo en duda. Cuando el propio Engels dice que las aspiraciones o deseos individuales “se entrecruzan”, y que por ello en “todas estas sociedades impera la necesidad”, a su modo parece avalar, si no el plan como objetivo subjetivo, al menos la lógica con su destino objetivo.

Es difícil entender por qué recurre aquí a la formación de una “necesidad” que se manifiesta como “casualidad”; pero esta cuestión la abordaremos después. El ámbito de lo económico queda caracterizado por la necesidad, y por tanto como el lugar natural de la ciencia y del conocimiento racional en general. La necesidad económica se erige en fundamento de la historia, que se impone siempre, que está bajo cada acontecimiento histórico, incluso bajo aquellos que por pertenecer a otras esferas sobreestructurales pertenecen al azar o la casualidad: “La necesidad que aquí se impone a través de la casualidad es también, en última instancia, la económica”. La casualidad sólo es el hecho efectivo, el factum, que en un momento histórico concreto y en un país determinado “surja un gran hombre" concreto, por ejemplo, Napoleón. Pero bajo la casualidad o azar del factum, del fenómeno -de un hombre corso, ambicioso, audaz y bajito- operaba la necesidad de la esencia, la necesidad de la historia de salir adelante de las contradicciones en que se había enredado. Si el azar que materializó la necesidad lo hubiera impedido, habría abierto la puerta a otra vía de solución; como un gran hombre era necesario, habría aparecido otro, “un sustituto más o menos bueno", con forma individual o colectiva; siembre que sea necesario surge un Alejandro, un Cesar, un Cromwell, un Newton, un Marx…, nos dice Engels; o un 1789, un 1848, o un 1917…, añadimos nosotros. Todo lo concreto histórico, como fenómeno, es contingente, es casualidad, en tanto nos es imposible conocer las innumerables determinaciones que lo producen; pero su existencia responde a la necesidad abstracta, a una lógica de la historia. “cuanto más alejado esté de lo económico el campo concreto que investigamos y más se acerque a lo ideológico puramente abstracto, más casualidades advertiremos en su desarrollo, más zigzagueos presentará la curva”.

Con estas reflexiones al hilo de las cartas engelsianas sobre el materialismo histórico cerramos este apartado, cuya finalidad no ha sido tanto reconstruir el concepto de dialéctica con que opera Engels cuanto en desplegar algunas de las dificultades para pensar la contradicción dialéctica, para así comprender mejor la interpretación que hace Althusser, que limita su lectura a la carta a Bloch. Espero haber conseguido ese objetivo.


2. De la contradicción materialista a la sobredeterminada.

Tras el rodeo por el paisaje ontológico engelsiano, volvamos a la lectura que hace Althusser de Engels y que le lleva a revisar algunas categorías del marxismo, entre ellas la contradicción. Comenzaremos por valorar la reflexión ya descrita que lleva a cabo en “Contradicción y sobredeterminación”, especialmente su propuesta de “contradicción sobredeterminada”, su alternativa a la “contradicción simple” hegeliana, que fija como diferencia específica de Marx frente a Hegel,  y culmina su crítica al método de la “inversión”; después pasaremos a analizar el “Anexo", un texto filosóficamente más potente, donde argumentará el rotundo fracaso engelsiano en su obstinación de fundamentar el materialismo histórico; rotundo y trágico, por imposible, innecesario e inútil.


2.1. En su búsqueda para reconstruir la singularidad de la contradicción marxiana Althusser por una vía ajena a la inversión, busca apoyo en Engels, no en sus textos clásicos de divulgación del materialismo histórico [9], sino en uno más breve y puntual, la infinitamente referenciada carta a Bloch de 21 de septiembre de 1980, donde defiende el marxismo ante las críticas de materialismo economicista. Ya he comentado directamente el texto y citado los puntos que considero más relevantes; ahora volveré sobre el mismo, pero ya no para seguir a Engels, sino la lectura que hace Althusser y las revulsivas consecuencias teóricas y prácticas que saca. Recordemos el pasaje de la carta a Bloch que marca el escenario de reflexión:

“Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca otra cosa que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levantan -las formas políticas de la lucha ele clases y sus resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, las formas jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas- ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan predominantemente, en muchos casos, su forma”. [10].

Ya resalté en su momento la voluntad dialéctica del texto de principio a fin, reivindicando la pluralidad y diversidad de los elementos sociales actores de la historia, la multiplicidad de sus interacciones y la efectividad de las determinaciones ejercidas por todos ellos. Todo muestra que Engels milita en la dialéctica, y a su modo piensa dialécticamente; pero, claro está, piensa dentro de las posibilidades y límites de su concepto de dialéctica, de su ontología, que como todas está sometida a un desarrollo histórico, por tanto, a condicionamientos históricos. Entre estos condicionamientos está su materialismo, concretado como el materialismo económico e histórico, categoría a encuadrar en la dialéctica, lo cual no resulta fácil. El principio fundamental de ese materialismo otorga el privilegio de la determinación, de la dirección del devenir social, a la base, a la economía; esa fijación hace que se resienta su dialéctica, siempre afectada por las dificultades de conciliación con el materialismo.

Si releemos el texto de Engels podemos comprobar que en su descripción de la contradicción base/sobreestructura siempre aparece un reconocimiento explícito de la efectividad la acción de ésta; Althusser se alinea en la misma posición, buscando a su modo dialectizar la contradicción.Puede sorprender esta tesis, refractaria a un pensamiento como el althusseriano que exhibe dosis excesiva de “estructuralismo”, pero lo entiendo así: busca dialectizar la dialéctica contra su sombra mecanicista, que crecía fuere y fresca en el marxismo. Althusser había entendido que una ontología dialéctica no se limitaba a reconocer el devenir frente al ser, ni siquiera a reconocer el ser como movimiento; ese presupuesto circunscribía un concepto mecánico de dialéctica, tan mecánico como el universo newtoniano; la ontología dialéctica exigía pensar el ser como movimiento productivo; la contradicción, por tanto, era la forma de la producción, de la praxis. Por eso había teorizado la “práctica teórica”; y por eso había reformulado la idea de totalidad en la del “todo complejo”, y había disuelto todo origen, por necesariamente simple y por fijo, pues la dialéctica no puede reconocer ningún absoluto, ni origen ni fin, nada cerrado, nada acabado.

En esa pretensión que subjetivamente comparte con Engels de dialectizar la dialéctica, aparca una cuestión importante, la “solución teórica de Engels” en la carta, -la fundamentación del principio materialista- y se queda con su reivindicación de la eficacia de la sobreestructura: “Me basta retener aquí lo que es necesario denominar: acumulación de determinaciones eficaces sobre la determinación en última instancia por la economía [11]. En la contradicción base/sobreestructura Althusser elige el opuesto débil, la acción de las formas de las sobreestructuras sobre las formas de la base económica; y lo hace porque permite avanzar en esa tarea de dialectizar la dialéctica. Él lo expresa diciendo que este escenario es el apropiado para elaborar la categoría de “contradicción sobredeterminada”, el adecuado para pensarla. Este concepto de la contradicción como “sobredeterminada” concede fuerza y vida a las determinaciones de la sobreestructura, enfatiza la “acumulación de determinaciones eficaces” (sobreestructuras y circunstancias particulares nacionales e internacionales, etc.), que condicionan y afectan a la contradicción principal, y en general la instancia económica donde ésta actúa de forma inmediata; dejan de ser efectos de una causa, fenómenos de una esencia, para ser términos de una contradicción; y eso supone avanzar en la dialectización de la contradicción.

Ya sé que la sobredeterminación, en su uso althusseriano, también tiene su límite, pues nunca invierte la dominación, como revela y sanciona el consabido “en última instancia”; reconoce la eficacia de la sobreestructura dentro de los límites puestos e impuestos por la esfera económica; pero apunta en la buena dirección. En todo caso, como reconoce Althusser, una categoría se desarrolla poco en solitario, si no va acompañada de un desarrollo de toda la ontología. Y él lo hace en algunos casos: la totalidad con el “todo complejo”, la praxis con la “práctica teórica”; aunque se olvide en otros, como la “historicidad” o la “subjetividad”, cuya ausencia de sus textos restan fluidez al ser social, impiden verlo en el elemento de la vida, donde flota la historia. 

Como digo, Althusser enfatiza en la “sobredeterminación” la función de las móviles y aladas sobreestructuras sobre la siempre resistente y refractaria base; pero, sobre todo, la argumenta como determinación ontológica, irreductible a la contingencia: “Esta sobredeterminación llega a ser inevitable y pensable, desde el momento en que se reconoce la existencia rea1, en gran parte específica y autónoma, irreductible por lo tanto a un puro fenómeno, de las formas de la superestructura y de la coyuntura nacional e internacional” [12]. Es aquí donde la sobredeterminación se revela que no es casual y azarosa, que no está ligada a situaciones excepcionales, sino que es “universal”, presente en el ser social. El filósofo parisino dice: “Jamás la dialéctica económica juega al estado puro. Jamás se ve en la Historia que las instancias que constituyen las superestructuras, etc., se separen respetuosamente cuando han realizado su obra o que se disipen como su puro fenómeno, para dejar pasar, por la ruta real de la dialéctica, a su majestad la Economía porque los Tiempos habrían llegado [13]. Los siervos, los débiles, los de abajo, siempre están ahí con sus resistencias, aunque sean sólo resistencias de los vencidos. Y añade sutilmente que ni en el primer instante ni en el último, suena jamás la hora solitaria de la “última instancia”. Es decir, la “última instancia” no es la “última palabra”, no es un momento de decisión solitaria de su majestad la Reina, no es una reserva de autocracia o despotismo del Jefe de Estado o del gran Patrón, que tras escuchar a los otros toma su decisión libre y personal, sin que contenga otra vez en su seno; habla más bien de poder compartido, de peso con contrapesos, de equilibrios inestables, de decisiones mediadas, en fin, de hegemonía. Ese nuevo modelo de contradicción, por tanto, presupone aligerar las distancias, rebajar las jerarquías ontológicas, igualar los rangos; y, en el límite, presupone una concepción dialéctica de la contradicción.

La sobredeterminación ha ido más allá de la determinación de Engels al sustituir la atmósfera de ocasionalidad y casualidad por la de constancia y universalidad, pero no ha mostrado su necesidad, sin lo cual la universalidad no pasa de ser ideológica, falta de fundamento teórico. Y abunda en esta falsa universalidad el hecho de que Althusser ve la sobredeterminación como una relación de sentido único: de las formas de la sobreestructura a las formas de la base, incluso en un ámbito más reducido de ésta, pues solo parece contemplar la sobredeterminación como factum soportado por la contradicción principal. De este modo se reconoce la eficacia de la resistencia de los subordinados, que ya es mucho, pero no puede pensarse la “inversión” de la dominación; y mientras tanto sigue dominando el canto de la “última instancia”. De todos modos, la representación que proporciona la contradicción sobredeterminada permite ampliar y modificar el escenario de representación. Modificado; y la nueva categoría nos permite y nos invita a ir más allá del escenario althusseriano.

La “contradicción sobredeterminada” no es aún solución a los dos enigmas, el de la necesidad de la relación amo-siervo y el de la imposibilidad de la inversión de la misma; pero ha permitido identificar y describir con claridad los problemas teóricos a resolver, y ha servido para que tomemos consciencia de su complejidad:

“es necesario decir que la teoría de la eficacia específica de las superestructuras y otras “circunstancias" debe todavía ser en gran parte elaborada: y antes de la teoría de su eficacia, o al mismo tiempo (ya que por la comprobación de su eficacia puede alcanzarse su esencia), la teoría de la esencia propia de los elementos de la superestructura. Esta teoría permanece, como el mapa de África antes de las grandes exploraciones, un dominio reconocido en sus contornos, en sus grandes cadenas y en sus grandes ríos, pero con mayor frecuencia, a excepción de algunas regiones bien dibujadas, desconocido en sus detalles” [14].

Estamos de acuerdo, la teoría de la “eficacia específica” de las sobreestructuras, contenido de la “autonomía relativa”, está por elaborar; y desde ahí podría accederse a otra teoría también en espera, la de la “esencia” de las sobreestructuras, la del modo de ser de los elementos sociales que pueblan la sobreestructura. Obviamente, si está sin resolver una categoría social, también está sin resolver la ontología del ser social, y ambas carencias se han de ir resolviendo en común, en un permanente feedback. Hay que avanzar en ambos frentes, en el particular del concepto de “contradicción sobredeterminada” que rige lo social y en el universal concreto de una ontología del ser social; con más concreción, hay que avanzar en la elaboración de una ontología del capitalismo.

Es importante ver la contradicción como una categoría más “sobredeterminada” por las otras, por la ontología marxiana. de la ontología, y no caer en el tópico de reducir a la contradicción, como única fuerza del movimiento social; sea entre estructuras, sea entre clases, se asume que la contradicción es el motor de la historia, que tiene en ella su origen, que de ella recibe su movimiento y deriva su destino. Al asumir espontáneamente, tanto en la figura de contradicción materialista histórica cuanto en la figura contradicción sobredeterminada, que la contradicción hace de substancia y sujeto de la historia, se olvida algo muy importante: que la ontología marxiana es mucho más compleja, debido a las categorías que la constituyen y a las relaciones dialécticas entre ellas. Complejidad que explica un hecho nada anecdótico para nosotros, como que un momento importante de su producción teórica sintiera la necesidad de iniciar una conceptualización, una teoría de la subsunción y sus formas, que nos habría proporcionado de esa figura olvidada de la contradicción subsumida, la gran ausente de los discursos de Engels y Althusser, al tiempo que habría consolidado un nuevo desarrollo de la ontología de la praxis, del ser como producción. Aquella búsqueda lamentablemente abortada en origen revela la necesidad que de ella tenía Marx para dar coherencia y unidad a su reflexión.


2.2. El “Anexo” [15], que permaneció mucho tiempo inédito, parece revelar su insatisfacción de los resultados obtenidos en “Contradicción y sobredeterminación”. Aunque formalmente prolonga la reflexión llevada a cabo en el artículo “Contradicción y sobredeterminación”, deriva a una crítica dolorosa a “Engels”, aquí símbolo de la tradición marxista, que con la buena fe de fundamentar el materialismo histórico acabó traicionándose a sí misma. El escenario de reflexión sigue siendo la carta a Bloch, de la que Althusser selecciona los pasajes en que Engels expone la “solución teórica” que aporta al “problema del fundamento de la determinación en última instancia por la economía” [16]. En la carta a Bloch encuentra el pensador francés la formulación clásica de la dialéctica marxista, expresada como una confesión sin fisuras de materialismo histórico y, como matización de éste, con un rechazo de los excesos materialistas filosóficos (léase “ideológicos”), con una radical e inamovible “refutación del esquematismo y del economismo” [17], consideradas desviaciones ajenas al concepto. Ante esta contundente reafirmación subjetiva de la posición filosófica del marxismo clásico, y en especial ante la inexorable refutación del materialismo dogmático, del determinismo ideológico, hecha en nombre de la dialéctica, Althusser reconoce y valora que esa formulación teórica “ha desempeñado y puede desempeñar en este sentido un papel histórico”; esa concepción del materialismo, al menos subjetivamente dialéctica, sean cuales fueren las creencias de su expresión objetiva, del producto teórico, ha tenido y puede seguir teniendo un efecto decisivo, determinante, en la consciencia social y en la acción política. En consecuencia, es un reto más de la política a la filosofía, que un filósofo militante no puede obviar.

Althusser percibe las insuficiencias y ambigüedades de la argumentación engelsiana y, contrariamente a lo que hizo en “Contradicción y sobredeterminación”, decide a afrontar un análisis crítico sin prejuicios, consciente de los rechazos que promoverá, pero convencido de que ya no hay tiempo para simulacros, pues “es mejor no disimular que la fundamentación del argumento ya no responde a nuestras exigencias críticas” [18]. Nótese que no cuestiona la tesis; por tanto, no cuestiona el uso de la misma en el análisis sociopolítico, en la comprensión de los fenómenos sociales; cuestiona su fundamentación, cuestiona la filosofía que subyace a la ciencia, la ontología que la alimenta y pone límites y orientación. Una ciencia sin teoría, sin filosofía consciente, sustentada en una filosofía (ideología) espontánea, es para el pensador francés una representación frágil, inestable, instrumentalizable.

Como vemos, el enigma a resolver sigue siendo el mismo, a saber, los motivos del privilegio de la “determinación en última instancia” que en el marxismo en general se reserva sin fisuras para la esfera económica; privilegio del que tampoco reniega el filósofo parisino, a pesar de que busque redefinirlo recurriendo a un nuevo concepto de contradicción, que establece un equilibrio en apariencia más dialéctico en el juego de determinaciones, gracias al reconocimiento de la autonomía relativa de los otros elementos sociales, reconocimiento que se manifiesta en la compensación que introduce en el juego de las determinaciones la mayor importancia del efecto de sobredeterminación.

Althusser considera que Engels ofrece en la carta un fundamento -o dos- en defensa de la compatibilidad del privilegio materialista con la autonomía y efectividad de las sobreestructuras en la determinación de la vida social y sus partes, en concreto, de la compatibilidad del privilegio de la economía, del dominio de la esfera económica sobre el todo social, con la substantividad y efectividad de la política, su intervención autónoma en el proceso. En otro registro, Althusser considera que Engels proporciona un fundamento -o dos- para pensar la “determinación en última instancia” sin pensarla como “última palabra”, cual conjuro sagrado e inamovible. Por tanto, el filósofo parisino no asume la imposibilidad de ese proyecto, pero sí su complejidad, lo que le lleva a afinar la crítica a solución teórica engelsiana. En cierto modo usa a Engels como plataforma desde la que construir sus propias respuestas; en concreto, elabora su alternativa a partir de esa posición ambigua -o doble posición- de Engels en que, por un lado, frente al economicismo determinista reivindica en vía dialéctica la eficacia de las sobreestructuras, y por otro, frente al subjetivismo dominante, reivindica la carga materialista que aporta el privilegio de la determinación económica.

El pensador francés considera que la solución que ofrece Engels procede del doble uso de un mismo modelo metodológico -una misma ontología-, de su aplicación en dos niveles diferentes de análisis o construcción teórica, el ámbito de la sobreestructura y el ámbito de las voluntades. Son dos vías de explicación y fundamentación del movimiento de lo social, del devenir de lo social, en definitiva, del ser de lo social. Aunque Althusser no nos lo revele, parece intuir los peligros que encierra esta distinción. En el primer ámbito todo cabalga sobre la dialéctica de las estructuras, en la objetividad; en el segundo todo gira en torno a la dialéctica entre subjetividad y objetividad, si se prefiere, entre las estructuras y los hombres. En el primero “parece” eliminarse el subjetivismo y sus peligros; sólo parece, pero con frecuencia se cae en el infierno de la relación social mecánica; y en el segundo se admite la presencia social de la consciencia, pero no se elimina el riesgo de sustituir la dialéctica por la interacción y el equilibrio.

En el primer nivel, entiende el pensador francés, lo peculiar y novedoso respecto al materialismo economicista de la posición engelsiana residiría en que las sobreestructuras dejan de funcionar como meros fenómenos de la esencia, en concreto, como meras funciones instrumentales de y para la economía; y esa peculiaridad se expresa en la tesis de que “tienen eficacia propia” [19]. Engels asumiría esta posición de defensa de la substantividad y eficacia de las sobreestructuras, como manifiesta de forma nítida en la descripción de éstas al decir literalmente que “ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente, en muchos casos su forma" [20]. Descripción que, aunque lo silencie por sus implicaciones, puede ser interpretada en el sentido de que esos elementos de la sobreestructura, y ella como su universal, “en muchos casos” hacen de sujeto, cosa que no tiene buen encaje en la ontología materialista marxiana. Althusser entiende que por eso Engels, consciente de que en esa interpretación asentada en el reconocimiento de la “eficacia propia” de las sobreestructuras aparecen obstáculos, incluso aromas de contradicción, se verá obligado a matizar el concepto. Y la matización se materializa por la vía de la compensación, poniendo límites a esa autonomía, compensación que lleva a cabo Engels cuando asume la tarea de pensar la unidad entre las eficacias de esa diversidad de elementos constitutivos de la sobreestructura y el principio de determinación en última instancia de la economía [21]. Las “compensaciones” siempre buscan paliar el déficit dialéctico de la representación, pero casi siempre lo hacen de modo sucedáneo, incorporando la representación interfactorial, las relaciones externas y mecánicas.

La respuesta de Engels en su carta, recogida y subrayada por Althusser en el “Anexo”, es muy elocuente: la autonomía, también la autonomía, de los elementos sociales, ha de estar ella misma determinada, ha de quedar sometida a la condición de “relativa”. Pero “relativa" aquí refiere al otro término de la relación, al opuesto en la contradicción, a la esfera económica; o sea, que la sobreestructura “autónoma” ve su autonomía limitada, determinada, en definitiva, negada, en su relación con la base. Althusser no afirmará su negación, es más prudente, pero valora que esa situación de limitada o determinada incluye también la condición de amenazada, dado que el correlato es, precisamente, el límite que pone el otro término de la contradicción, que pone su opuesto; y, dicho sin cortesías, ese límite incluye la negación.

Ahora bien, si la producción, la instancia económica, en su función de opuesto en tanto término de la contradicción, pone el límite del otro término, de la sobreestructura, y lo pone siempre y en todos sus lugares o aspectos; si es eso lo que significa la expresión “en última instancia”, interpretada como lo que espontáneamente parece querer decir, ¿no se vacía de contenido la autonomía? Rousseau, ante una cuestión análoga, lo veía claro: el hombre sometido a la voluntad general es ciudadano libre, el sometido a una voluntad particular es siervo. Las sobreestructuras limitadas, incluso sometidas, a la totalidad pueden ser libres, gozar de autonomía, autodeterminarse, pero limitadas por una parte del todo, por el otro opuesto, ¿seguirán siendo autónomas? ¿no estamos ante un límite absoluto de esta ontología, que solo permite la falsa salida de la confusa interacción?

En todo caso, lo incuestionable es que así aparece la gran dificultad de pensar en estas condiciones la unidad entre la eficacia real, aunque relativa, de las superestructuras, y la eficacia incuestionable de la base, sustentada en el irrenunciable principio que reserva el privilegio de la determinación en última instancia a la economía; se revela, pues, la imposibilidad de meter ambas determinaciones en el concepto, aunque quepan cómodas en las metáforas. Lo que nos lleva a sospechar que las categorías tradicionales de la contradicción materialista (la materialista economicista, la “materialista dialéctica” de Engels, la “sobredeterminada” de Althusser) no pueden pensar la identidad dialéctica entre los opuestos, (base y sobreestructura, o “determinación en última instancia” y “autonomía relativa”); dichas categorías describen una relación de exterioridad, de oposición de lo diferente, una relación “contradictoria”, pero no dialéctica, al menos no dialéctica tal y como se entiende esta categoría en una ontología de la praxis como la marxiana, una ontología en la que el ser es producto, con más precisión, proceso de producción, incompatible con la exterioridad de los términos.

Si se acepta esta carencia de las diferentes versiones clásicas de la contradicción materialista habremos de buscar otra nueva, desarrollar el concepto. Estamos en mejores condiciones, porque ahora sabemos lo que queremos, lo que buscamos. Hemos de pensar la relación y el movimiento entre las eficacias reales, efectivas, pero distintas, entre los términos; hemos de pensar la identidad de los elementos diferentes, la unidad de los términos opuestos; hemos de fundar en esta unidad imprecisa el papel de “última instancia” de la economía [22]. Y, sobre todo, hemos de asumir abierta y conscientemente que la contradicción ha de ser, sólo puede ser, como cualquier otra categoría, oficialmente determinada; no es origen absoluto, no es substancia y sujeto absoluto, es relación en el interior de una totalidad, una totalidad que no es extraña y anterior a ella, que es su rastro, su huella, su historia.


2.3. Ahora bien, lo que ahora buscamos con más concreción es lo que antes buscaban con menos herramientas Engels y Althusser; por lo tanto, estamos sometidos a los mismos riesgos, y en gran parte a los mismos límites. Veamos la esforzada descripción que nos ofrece Engels en su esfuerzo por compatibilizar en la contradicción el antagonismo de sus términos; parece un ejemplo de aquella imagen wittgensteiniana del filósofo golpeando su cabeza contra los barrotes de la jaula de hierro del lenguaje:

“Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores, en el que a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades (es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota, o tan difícil de probar, que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella), acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico" [23]

Esa es la respuesta engelsiana, en los límites de su vocabulario. Una ontología que nos habla de “un juego mutuo de acciones y reacciones entre estos factores”, de infinitas determinaciones casuales, todas ellas con tan “remota trabazón interna” entre sí que parecen azarosas; nos dice que, aunque otorgáramos a todos estos acontecimiento el estatus de relaciones causales entre ellos, son tan difíciles de probar -y más aún de medir- que nos inclinaríamos a considerarlas amortizadas por irrelevantes, y pasaríamos a nueva pantalla donde han sido borradas, como si fueran inexistentes. Nos viene a decir Engels que, a través de los sargazos de ese mar de acontecimientos efectivos pero incalculables, el movimiento económico acaba siempre por abrirse paso; a través del océano infinito de casualidades, azotado por tempestades de azares, el factor económico acaba imponiendo su ley, su fuerza, como necesidad.

Nótese que este argumento de la posibilidad o conveniencia de ignorar ciertas variables en el cálculo lo ha utilizado Marx en diversas ocasiones, siguiendo convenciones pragmática de las ciencias empíricas; se trata de prescindir de los efectos de algunas variables irrelevantes para el resultado y engorrosos para el cálculo; y Marx lo hacía insistiendo en que ese proceder, generalizado en las ciencias empíricas, sólo estaba justificado pragmáticamente en el cálculo -facilitaba enormemente el cálculo cuantitativo al tiempo que afectaba insensiblemente al resultado-, pero nunca en la elaboración del concepto. Es decir, en éste habían de estar siempre presentes todas las determinaciones de la realidad, sin poder renunciar a esa pretensión de exhaustividad; la ontología exige pensar la existencia real y efectiva de esas determinaciones, el conocimiento exige no invisibilizarlas; sólo se justifica que prescindamos de ellas en el cálculo, en la elaboración del dispositivo de intervención, en la construcción de la ciencia-instrumento, de la ciencia-técnica, no de la ciencia-conocimiento.

Creo que esta idea marxiana es la que con mayor o menor fortuna intenta traducir Engels; trata de recoger en el concepto la existencia y efectividad propias de las sobreestructuras, al tiempo que, siguiendo a Marx y a la ciencia empírica, prescinde de la presencia de sus efectos en el cálculo por dos poderosos y distintos motivos: uno muy justificado, por imposible, y el otro no tanto, por irrelevante en sus efectos. Lo que ocurre es que Engels no está realizando un cálculo científico, una ciencia instrumental, no está cuantificando efectos; Engels en la carta a Bloch está elaborando el concepto, trabajando sobre las categorías, en definitiva, está en la ontología. En el pasaje en cuestión nos dice, tras afirmar y enfatizar la substantividad y eficacia de los factores en su juego de interacciones, y para modular la función de los económicos, que las acciones de estos se ejercen a través de infinitas mediaciones “de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil de probar que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella”. Es decir, las resistencias de las formas sobreestructurales, que en otro momento describe como “muchedumbre infinita de casualidades”, de conocimiento improbable o imposible, pueden ser ignoradas, “podemos considerarlas inexistentes”, pero existen. La cuestión no es tanto la de menospreciar ocasionalmente en el cálculo las resistencias y actuaciones de las sobreestructuras, la de silenciar en el cálculo sus eficacias irrelevantes, cuanto la de anular su presencia en el concepto como implica la “determinación en última instancia”. Al fin, podemos añadir, qué más da su efectividad si ha sido consagrado el factum del privilegio materialista, según el cual ese proceso “acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico”.

En definitiva, la marginación metodológica que hace Marx y las ciencias empíricas de ciertas variables para hacer útil un dispositivo técnico, un método de cálculo, no es equivalente a la sugerencia engelsiana de ignorar las determinaciones de las sobreestructuras en la construcción del concepto, en la representación de la contradicción. No hay similitud entre ambas soluciones. La de Marx es metodológica y técnica, e irá reduciendo su campo de aplicación a medida que contemos con mecanismos de cálculo más potentes; era una convención pragmática, una renuncia provisional a la exactitud, o un ajuste de ésta al instrumental disponible. La de Engels es teórica y absoluta, es renuncia definitiva al conocimiento progresivo de los efectos de las sobreestructura por su naturaleza, por sus insuperable e intrínsecas dificultades para el conocimiento, de ahí que se identifiquen con casualidades o azares, de ahí que se proponga que los ignoremos, que los consideremos inexistentes.

La redescripción althusseriana del escenario retórico engelsiano se revela sugestiva, muy apropiada para su aceptación. Reconocimiento de la infinidad de relaciones de los elementos de las sobreestructuras, entre sí y con la base, que originan en ésta una infinidad de efectos, que por su contingencia e imprevisibilidad pueden ser asimilados a infinidad de azares; en medio de esa atmósfera de obstáculos infinitesimales se abre paso el movimiento de lo económico, que siente en su cuerpo todos y cada uno de esos efectos, pero que no le hacen variar sensiblemente ni su ritmo ni su dirección; por lo cual, a efectos pragmáticos, de cálculo, es decir, de configurar la fuerza y orden del movimiento, devienen prescindibles, irrelevantes, si bien por ese canal de su irrelevancia se vacía la efectividad de sus acciones y se disipa la materialidad de la autonomía. Mantener la eficacia en el concepto y prescindir de ella en el cálculo, aparte de pervertir el concepto equiparándolo a su negación, se le prostituye al usarlo de máscara dialéctica del determinismo. Y si ya es difícil aceptar esta representación en un escenario de múltiples interacciones de factores, intentad pensar la representación de una contradicción en la que uno de los términos tiene en el otro efectos eficaces pero irrelevantes, prescindibles. Nos quedará una imagen del tipo autocracia absoluta, o despotismo absoluto, o mejor, del Gran Demiurgo; pero en esas figuras no cabe la contradicción

A su vez, la redescripción althusseriana prolonga y densifica la de Engels, manteniendo el juego entre el concepto y el cálculo: “Dicho de otra manera, los elementos de la superestructura tienen sin duda una eficacia, pero esta eficacia se dispersa en cierto sentido al infinito, en la infinidad de los efectos, de los azares, cuyas relaciones íntimas podrán ser consideradas, cuando se haya alcanzado el extremo de lo infinitesimal, como ininteligibles (demasiado difíciles de demostrar) y en razón de ello inexistentes [24]. La redescripción es perfecta y sugerente, pero no se aprecia distanciamiento crítico positivo y se mantiene la justificación del desprecio de lo infinitesimal en el cálculo. Tanto en la descripción engelsiana como en la redescripción althusseriana se guarda silencio sobre el vaciamiento explícito de la autonomía ante la pérdida de efectividad en el cálculo, aunque se mantenga el simulacro del reconocimiento nominal en el concepto; pero como la efectividad habita el cálculo, exiliarla de aquí y mantenerla en el concepto, expulsarla de su casa e instalarla en otra sin muros ni techo, equivale a reconocer que la acción de la sobreestructura se pierde en lo irrelevante; en buena ontología, si pertenece al concepto de sobreestructura ejerce la sobredeterminación, podemos decir que no lo fue nunca, que no llegó a ser sobreestructura, del mismo modo que la mercancía que no llega al mercado. Althusser pone énfasis en ello, y parece cuestionarlo, pero no toma posición propia.

Hay algunos momentos en que Althusser parece reconocer la diferencia entre el rechazo de lo infinitesimal por Marx (en el cálculo) y por Engels (en el concepto), por ejemplo, cuando dice: “La dispersión infinitesimal tiene por efecto disipar en la inexistencia microscópica la eficacia reconocida a las superestructuras en su existencia macroscópica [25]. Esa doble existencia refiere sin duda al concepto, debe estar recogida en el mismo; por tanto, ignorar su existencia no tiene las mismas implicaciones que ignorarlas en el dispositivo de cálculo. Y aunque después añade que ignorarlas, prescindir de las mismas, es una cuestión de conocimiento, -“Sin duda, esta inexistencia es epistemológica (se puede "considerar como" inexistente la relación microscópica, no se afirma que no exista: sino que es inexistente para el conocimiento) [26]-, se trata del conocimiento del concepto. Sorprende, por tanto, que el filósofo parisino no eleve su crítica a esa ignorancia asumida en el concepto, y cierre la reflexión con un argumento que es mera paráfrasis del engelsiano: “Pero, sea como fuere, en el seno de esta diversidad microscópica infinitesimal, la necesidad macroscópica "termina por abrirse paso", es decir, termina por prevalecer” [27]. Lo cual induce a pensar que hay conocimientos más importantes que otros, y en el asunto que nos concierne el importante es el de lo macroscópico, mientras que el de lo microscópico, el de los efectos de las sobreestructura, es prescindible. Digo “induce a pensar”, no que Althusser lo piense ni quera inducir a ello; en realidad aspira a lo contrario, como enseguida veremos.


2.4. La cuestión que hemos de plantear abiertamente es si la imposibilidad de pensar la identidad dialéctica entre los términos de la contradicción base/sobreestructura en su forma determinada, engelsiana o althusseriana, o sea, la unidad entre la autonomía relativa de los términos, y en especial la sobreestructura, y la determinación en última instancia por uno de ellos, por el otro, habitualmente la economía…; si la imposibilidad, digo, reside en la naturaleza de la contradicción o en la ontología en que está subsumida. Cuestión que solo puede ser resuelta mostrando si hay o no otro modo de pensar su identidad, si hay o no otra ontología que permita pensar la contradicción con su identidad y su dominación, con la autonomía de sus componentes y la hegemonía de uno de ellos. Ese es el reto que hemos de plantearnos y asumir.

Tanto Engels como Althusser asumen en sus ontologías un límite compartido: el privilegio de la determinación económica, que identifican como marca del materialismo (y, subjetivamente, del marxismo). Desde ese privilegio ideológico, como desde cualquier determinación fija y dominante, es muy difícil instituir una ontología dialéctica, y sin ésta se multiplican los problemas de comprensión de lo social. Por muchas matizaciones que se introduzcan, no se sale de una dialéctica artrítica, reificada, mecánica, contagiada de esencialismo y exterioridad, de jerarquía y de transcendencia; desde ella la reflexión es arrastrada a representar cómo el movimiento ciego y siempre triunfante de lo económico, regido por la necesidad, se abre paso entre la infinidad de efectos sobreestructurales; efectos que si bien en el concepto abstracto ejercen la sobredeterminación, , se quedan allí, en la idealidad de lo irrelevante, dado que en el cálculo cuantitativo desaparecen. Y si en algún momento se reconoce su salida de la esencia y su aparición en el fenómeno, su estatus aquí suele ser siempre el de determinaciones contingentes, que funcionan como infinidad de azares incontrolables, o como infinidad de efectos impredecibles e invisibles, con relaciones entre ellos lejanas y difíciles de calcular; el resultado efectivo es siempre el mismo, el de empujarnos a prescindir de ellos, a ignorarlos en el análisis, el de considerarlos como determinaciones que sabemos que están ahí pero que son invisibles y/o incontrolables. De ahí que, por contraste, la consciencia se vea arrastrada a considerar que el movimiento económico -por visible y regular- expresa la necesidad y la objetividad, mientras los acontecimientos sobreestructurales aparecen como accidentales y contingentes, como ruido de ambiente imposible de trasladar de iure a la partitura, aunque aparezca en su interpretación de facto; como variables fantasmales que enturbian el escenario y desaparecen en el momento de la verdad, de la visibilidad, de la luz que nace en la hora del cálculo.

Althusser redescribe la solución engelsiana y enfatiza de esa posición ontológica un cierto triunfo dialéctico centrado en que las sobreestructuras tienen eficacia; pero enseguida resalta que se trata de una eficacia efímera y contingente, pues se fragmenta y dispersa ad infinitum, vía por la que se pierde en la irrelevancia. Ciertamente, sus efectos se vacían de valor al devenir infinitesimales, nos dice, y se vuelven incalculables e incluso ininteligibles "en el extremo de lo infinitesimal”; parece lamentar que Engels olvidara que desde Newton y Leibniz habíamos conquistado el poder de movernos en los límites y de integrar infinitésimos.

En definitiva, lo que se reconoce en la ontología se invisibiliza, conscientemente o no, en la ciencia técnica, en la descripción efectiva del fenómeno, para obviar las dificultades del cálculo. Se ejerce, pues, una abstracción metodológica, como se hace al aplicar al espacio natural los conceptos válidos sólo en el vacío; reflexión optimista, que permite suponer que esa abstracción no tiene efectos relevantes por darse sólo a efectos de conocimiento, no del ser, dando por supuesto que en el mundo macro podemos prescindir de lo micro. Lógicamente, esto no cuadra en una ontología materialista, en la que parece absurdo separar tan radicalmente el conocimiento del ser. Para resaltar este punto débil de la reflexión althusseriana recojamos el argumento completo, que ya hemos comentado de forma fragmentada:

“La dispersión infinitesimal tiene por efecto disipar en la inexistencia microscópica la eficacia reconocida a las superestructuras en su existencia macroscópica. Sin duda, esta inexistencia es epistemológica (se puede "considerar como" inexistente la relación microscópica, no se afirma que no exista: sino que es inexistente para el conocimiento”). Pero, sea como fuere, en el seno de esta diversidad microscópica infinitesimal, la necesidad macroscópica "termina por abrirse paso", es decir, termina por prevalecer” [28].

Fijémonos ahora en lo no dicho, en el sutil y ensombrecido reconocimiento por parte de Althusser de la imposibilidad de pensar la identidad dialéctica entre autonomía relativa y determinación en última instancia. Se reconoce de forma imperativa la eficacia de la acción de la sobreestructura en el nivel “macroscópico”; esa eficacia se afirma de principio, como profesión de fe materialista, del materialismo marxista, pero queda avalada por su visibilidad, por su existencia visible (en lo macro), por la presencia de esa eficacia en el fenómeno; en cambio, aunque reconocida teóricamente, por exigencia de la ontología, la existencia de esa eficacia de las formas en el nivel micro del fenómeno deviene invisible, y por tanto inexistente a efectos prácticos. Es decir, dado que en esta forma micro de existencia, que es también existencia sensible, -tanto que los límites los ponen los dispositivos técnicos históricos de percepción-, lo real reconocido en el concepto, las presupuestas eficacias de las formas, escapa a nuestra percepción empírica al borrarse sus huellas, al disiparse su presencia debido a su “dispersión infinitesimal”, decidimos por razones pragmáticas que, por invisibles (cuestión técnica) las consideramos inexistentes (cuestión conceptual). Y nótese que aquí no se está aplicando el tratamiento de la ciencia técnica a ciertas variables en el cálculo, por pragmatismo metodológico, en cuyo caso no afectaría al conocimiento, a la representación, sólo al resultado técnico de una intervención; en este caso lo que está en juego es el concepto, y éste no admite amputaciones por razones pragmáticas.

En todo caso, la redescripción althusseriana de la ontología de Engels que se lleva a cabo en el “Anexo”, incuestionablemente lúcida, es tanto más interesante cuanto nos muestra un Engels embarcado en un proyecto de producción teórica semejante al de Althusser que nos gustaría describir aquí; hay momentos en que se identifican tanto que se borra la distancia, y narrador y personaje comparten la misma voz. El “Engels” de Althusser, y el “Althusser” nuestro, ambos parecen resistirse a dar el paso definitivo, el asalto definitivo a la idea que han puesto en el al final del camino en el horizonte, y que juega su papel práctico de ideal: en lugar de distinguir entre “esencia” y “fenómeno”, o entre “concepto” y “cálculo”, se mantienen en la esfera empírica y allí distinguen dos niveles, el “macro”, existencia visible, donde la eficacia cuenta, y el “micro”, donde la eficacia se invisibiliza y no cuenta, donde a efectos prácticos no existe. No obstante, consciente de que esa posición intermedia no resuelve la cuestión, el filósofo parisino hace enseguida la siguiente matización: esa “inexistencia” en el ámbito micro a efectos prácticos no puede ser real, ha de ser sólo “epistemológica”. O sea, podemos interpretar, no es propiamente inexistencia de la eficacia de la sobreestructura, sino mera invisibilización. Por eso dice que “sin duda, esta inexistencia es epistemológica”, con lo que podemos interpretar que reconoce implícitamente que no es ontológica; podemos interpretar que no se puede afirmar que no exista en lo micro, al contrario, que hay que asumir ideológicamente que existe, pero al mismo tiempo hay que hacer “como si” en el nivel micro no existiese. El pensamiento tiene que engañarse a sí mismo, pues sabe de su existencia, pero ha de hacer como si no existiera, ya que no puede contar con ella, no puede usarla, no puede tenerla presente. Ha de cerrar sus ojos y negarla a pesar de que sabe y ha de reconocer constantemente que esa diversidad microscópica infinitesimal está presente en el movimiento inexorable del todo, sigue a éste en su curso, forma parte del mismo; pero que, formando parte de su movimiento en intensidad y de su dirección, reconociendo que su presencia en la esfera macro es incuestionable, hay que ignorarla pues a efectos prácticos es irrelevante, ya que el mundo sigue como si no estuviera, ya que “la necesidad macroscópica termina por abrirse paso”, termina por prevalecer, revelando en su eficacia la ineficacia de toda resistencia. Otorgar a esa existencia invisible de la “diversidad microscópica infinitesimal” una eficacia llega a parecer una extravagancia, equivalente a la presencia de la providencia, con su presencia igualmente dispersa en la totalidad; sí, esa forma de existencia con presencia invisible se parece demasiado al modo de ser de la divinidad que la mente humana ha ideado para comprender lo incomprensible. Pero ni Engels ni Althusser pueden asumir esa vía de fuga de forma consciente; por tanto, si está presente debemos pensarla como ese lastre que se arrastra en los procesos de producción de los conceptos hasta que se logra el producto acabado.

Sabemos que el obstáculo a superar, con el que se enfrenta Althusser, no es otro que el de la unidad dialéctica dentro de la contradicción, entre la autonomía relativa de sus términos y su relación de dominio-subordinación entre ellos, ambos caracteres intrínsecos al concepto de contradicción, de toda contradicción. Y vamos sabiendo que ese obstáculo se rebela insuperable, imposible de pensar, tanto en los paradigmas de la contradicción mecánica y de la contradicción dialéctica engelsiana, de los que quiere escapar el pensador francés, como en el paradigma de la contradicción sobredeterminada, que propone al efecto como alternativa. Dicha imposibilidad, a mi entender, hunde sus raíces en el contenido dualista de estos paradigmas. La contradicción mecánica responde netamente a una ontología dualista, que postula la exterioridad de los términos opuestos; la dialéctica engelsiana presenta voluntad de dialectizarse pero queda subsumida en el principio materialista, que expresa el contagio dualista; en fin, la contradicción sobredeterminada, aunque se presente como alternativa al dualismo, arrastra el contagio del mismo, como se aprecia en que no revela la identidad entre las esferas sociales, produciéndose una desde la otra, sino que las aísla y cosifica.


3.La solución teórica de Engels y la no solución de Althusser.

La descripción althusseriana del proceso cognitivo engelsiano que subyace a ese olvido voluntario de la efectividad de lo micro es funcionalmente correcta; así ha pasado y pasa en la tradición marxista; en consecuencia, se pueden asumir sus dos conclusiones críticas, sus dos resoluciones (no propiamente condenas) al juicio a Engels, cortésmente formuladas como “advertencias”; pueden asumirse y al mismo tiempo no contentarse con su propuesta alternativa. Comparto con Althusser, en primer lugar y sin reserva alguna, que la argumentación ofrecida por Engels no es una “solución teórica completa”; pero tengo mis dudas, a diferencia de Althusser, que pueda considerarse “una parte de la solución” [29]. Estoy convencido de que no es válida en el sentido usual normativo de este término: ni es válida para la totalidad, ni para algunas de sus partes, porque no es parte de la verdad; no es una solución verdadera, ni total ni parcialmente, porque no es una verdadera solución, pues no soluciona nada. Ahora bien, en sentido descriptivo podemos pensar la solución como un proceso de construcción teórica de una representación adecuada de la contradicción; en este sentido del término la cuestión de la validez se reduce a una cuestión empírica, la de mostrar si Engels ha aportado en el texto de la carta que comentamos conocimientos útiles al objetivo, si ha elaborado conceptos o elementos metodológicos que supongan un avance en ese objetivo, en cuyo caso podría decirse que ha colaborado en la construcción de la solución; y si no, no.

Nótese la diferencia que quiero establecer: digo que no soluciona nada, no encierra verdad alguna ni verdad parcial; pero que puede considerarse que aporta cierta ayuda al progreso general del conocimiento, del saber, y que en este sentido trivial tiene valor. Tiene valor, pero no es válida; ayuda a avanzar en la construcción de la solución, pero no la construye, no pertenece a ese momento de la práctica teórica. Por otro lado, la aportación engelsiana a valorar ha de circunscribirse al texto de la carta; reconocemos sin reserva la densa y extensa colaboración de Engels en la construcción del materialismo histórico, que él prefería llamar concepción materialista de la historia; eso está fuera de dudas, lo avalan obras relevantes que han servido de materia prima, de referentes, de la historia misma del marxismo. La cuestión es si aquí, en esta carta a Bloch, hay o no aportaciones manifiestas y relevantes a ese proyecto. Althusser piensa que sí, veamos por qué y valoremos su posición.


3.1. El filósofo parisino considera que en estas breves pero penetrantes reflexiones engelsianas de la carta se encuentra una “parte de la solución” al problema de la contradicción entre la autonomía relativa y eficacia propia de las sobreestructuras y el privilegio de la determinación en última instancia concedido a la economía, es decir, que soluciona en parte el problema del fundamento del concepto de esa contradicción; y el motivo de ese reconocimiento reside en que, según nos dice, “aporta conocimiento”; por tanto, reconoce que ha dado pasos en la construcción de la respuesta. Pero ¿qué conocimientos aporta? Según Althusser, en primer lugar, nos aporta el conocimiento de que la acción de la sobreestructura sobre la base se resuelve en “azares” o “casualidades”, la cadena de mediaciones es tan fragmentada y dispersa que la acción no es pensable bajo la relación causa-efecto, que impondría regularidad y necesidad, sino como aleatoria y disgregada. Cierto, al menos nunca hasta esta carta ha matizado Engels esta idea con tanta fuerza y claridad; en ella describe una relación base/sobreestructura en que ésta “pulveriza” su eficacia en “hechos y acontecimientos infinitesimales”, se disipa así en la insignificancia práctica, se diluye en los azares impensables y, por tanto, prescindibles. Althusser, por su parte, nos dice que esa descripción es un conocimiento, un saber sobre la sobreestructura, nos dice cosas sobre su modo de ser y en especial sobre su acción, su forma de intervenir en la totalidad social. Ahora bien, ¿podemos llamar conocimiento a esas descripciones? En tal caso hemos de reconocer que se trata de un conocimiento sin duda bien curioso, pues consiste en saber cosas de la sobreestructura, en saber lo que es la sobreestructura (una entidad substantiva con eficacia propia), pero también forma parte de ese conocimiento aportado saber que no se nos permite pensarla como lo que es, en rigor, que se nos exige olvidar o silenciar lo que es, ignorar esa eficacia que ahora reconocemos en ella, difuminar su acción en la contingencia y la insignificancia; en definitiva, se nos exige pensar la sobreestructura como lo que no es, pensar su eficacia como si no existiera. ¿Es eso conocimiento? Tal vez sí, pero difícilmente puede justificarse que aporte verdad o validez as una parte d la respuesta; incluso será difícil justificar que ayude a buscar y construir la respuesta, y no más bien la otra, la de siempre, la del determinismo economicista.

Ahora bien, el pensador francés va un paso más allá de Engels al atribuirle la aportación de otro conocimiento, ahora sobre la base. Nos dice que, de paso, sin explicitarlo, en hueco, esos azares en que se ha metamorfoseado la entidad de la sobreestructura, por contraposición a su carácter casual y contingente, dan entrada a la necesidad, con toda su fuerza y pujanza. Es decir, ese raro conocimiento de la sobreestructura nos permite llegar a otro conocimiento, sobre el modo de ser de la base; éste parece más sólido, pues consiste en conocer la “necesidad” como rasgo de la acción, de las determinaciones que operan en la base económica. En este segundo saber aportado por Engels el problema no se refiere al contenido; lo extraño y enigmático es el camino y la puerta de acceso a ese saber, pues se accede a este conocimiento sin mediaciones, por simple contraposición, como salto a lo otro. El modo en que el conocimiento de la casualidad o contingencia en la acción de la sobreestructura nos posibilita, ayuda o permite acceder al de la causalidad o necesidad en la acción de la base económica es realmente enigmático, tal vez mágico. Parece ser que, al conocer la irrelevancia práctica de la eficacia de la sobreestructura se nos descubre la relevancia privilegiada de la eficacia de la base; al conocer la casualidad o contingencia de los azarosos efectos sobreestructurales irrumpe la luz cegadora del conocimiento de la causalidad y o necesidad de los bien determinados efectos de la base; conocemos al uno por el otro, a Dios por el Diablo, sin más mediación que la negación o contraste.

La descripción de ese tránsito, mejor, de salto sobre el abismo, no es nada transparente, como era de esperar; pero podemos hacernos una idea, pues recoge tópicos de la visión propia de la dialéctica abstracta del ser, donde reina la negación, sí, pero está ausente la mediación, donde los contrarios son exteriores, donde la unidad es ocasional; recursos retóricos de la dialéctica mecanizada, conglomerado de ontología pluralista e interacción universal. Ciertamente, en la contradicción de ese grosero concepto de dialéctica el debilitamiento de un término es el fortalecimiento del otro; y la reducción de uno a la insignificancia es la elevación del otro a la omnipotencia. Así, cuando la sobreestructura se pulveriza y disipa en los azares, en el mismo proceso el otro, la base económica, se condensa y solidifica, se revela en su majestuosa seguridad, nos aparece impenetrable y maciza en su imperturbable movimiento; cuando la primera pasa a ser en su ámbito fenómeno de la contingencia, la segunda santifica el suyo como reino de la necesidad. Con lo cual Althusser, no sé si conscientemente, lleva el discurso de Engels -si es que Engels pensó ese tránsito, cosa que no sabemos decidir- a la culminación de su absurdo, pues lo valora parcialmente positivo, en tanto aporta conocimiento, en ambas fases: primero como conocimiento de la sobreestructura, que hemos visto que es un curioso conocimiento que se niega a sí mismo, o reniega de sí mismo; luego, como conocimiento de lo otro, de la base, un conocimiento sin camino, sin método, sin proceso, un conocimiento mágico que surge por contraste, por mera oposición. En conjunto, un conocimiento de ambos términos de la contradicción que responde a una lógica travesti, según la cual se parte de la afirmación de la sustantividad y eficacia de la sobreestructura, se pasa a su metamorfosis en azares, de aquí a su no existencia efectiva en la contingencia y, por tanto, a la efectividad absoluta de su negación, expresada de forma radical en la necesidad de la base. Luego, conocida la sobreestructura y su eficacia ineficaz, por oposición, forma privilegiada de la creación de los dioses y de nuestro pequeño dios el lenguaje, surge lo otro, la eficacia eficaz, necesaria, causal, inteligible y, por tanto, existente. Repito la pregunta, ¿qué tipo de conocimiento es ése? Con más concreción: ¿pueden considerarse esos conocimientos parte de la solución, de la respuesta válida al problema de la determinación que funda la vida social?

Althusser, no obstante, ve ahí una aportación de conocimientos; solución parcial, por supuesto; aportación a la producción de la solución, sin duda; pero valora positivamente los avances. Esta concesión, he de resaltarlo, desprende una buena dosis de aromas de cortesía, pero reconozco que no es del todo gratuita, pues no es errónea del todo; la posición engelsiana es susceptible de una lectura en la línea de la que hace Althusser, como producción de conocimientos, más o menos concretos, pero al fin conocimientos que ayudan a la producción de otros conocimientos, que alimentan el desarrollo de la práctica teórica; conocimientos que, al margen del valor de verdad que se les atribuya, son elementos productivos en tanto medios o condiciones de posibilidad del avance en el desarrollo de los conceptos. No es arbitrario pensar que el mismo Althusser era consciente de que su práctica teórica cabalgaba sobre la de Engels, se producía sobre ella; por tanto, si le estaba ayudando a dar pasos en la producción del saber, no era arbitrario reconocer sus méritos, repartir el peso del camino.

La reflexión del pensador francés se genera en diálogo estrecho con el compañero de Marx, y no olvidemos que en ese diálogo productivo busca a éste, busca a Marx ahora por mediación de Engels como ante por mediación de Lenin. Dialoga con Engels, le hace preguntas retóricas que él mismo contesta, a veces con palabras del texto, otras en o no escrito, otras simulando encontrarlas; así se desarrolla la producción de los conceptos. Por ejemplo, le interroga sobre la presunta parcialidad o asimetría, sobre la aparente inconsecuencia, de presuponer de principio que la sobreestructura está abocada a una suicida nihilización de sí misma, disgregándose en los azares, mientras la base económica aparece libre de esa desgracia, exhibiendo su contundencia y su constancia inexorable. ¿Por qué los efectos de la base son sólidos, consistentes, estables, necesarios y no se dispersan en lo infinitesimal?, se pregunta Althusser con escasas esperanzas de que Engels le conteste. ¿Por qué los efectos económicos no devienen azares, no se degradan en lo prescindible e insignificante, en la existencia sin presencia, como los sobreestructurales? Y se responde a sí mismo que habrá que pensar que su consistencia, su causalidad, su necesidad, se deben a que tienen otro origen, a que pertenecen a otra substancia, a que la sobreestructura y la base tienen distinta naturaleza. Ese conocimiento no lo ha aportado Engels, esa parte de la solución no la ha proporcionado, pero Althusser parece sugerirla, apuntarla, para que al menos figure como buscada.

Claro está, nosotros sabemos y el pensador francés lo sabía muy bien que Engels no contempla ni puede contemplar esa “doble naturaleza” del ser, de lo social, escindida en base y sobreestructura, porque la ontología de Marx no lo permite. Sí, habrá que pensar la diferencia, pero siempre con el límite de no regresar al dualismo de la sustancia, base de todo tipo de idealismo, incluido el “materialista”; habrá que fundamentar por qué la consistencia de la eficacia de las formas de la base se revela en su necesidad y la pulverización de la eficacia de la sobreestructura se disipa en los azares, pero sin escaparse al dualismo, territorio nocturno donde se disipan los misterios de la contradicción.

Althusser enfoca bien el problema, constata que la respuesta, la solución, ha de pivotar en torno a la necesidad, en torno a la presencia o ausencia de la necesidad en las acciones de las diversas instancias, de las diversas fuentes de determinación, de los diversos actores de la historia. Ese es el problema, pues ahí se juega la posibilidad del saber, al menos del saber modo ciencia, del saber científico, para él la única forma de conocimiento, que se yergue como victoria sobre la ideología. Y, desde la perspectiva de la necesidad, ve ahí un punto débil de la teoría del marxismo clásico, en su respuesta a la cuestión de la determinación social: “Engels presenta la necesidad misma como algo totalmente exterior a estos azares (como un movimiento que logra abrirse paso entre una infinidad de azares)” [30]. Sí, Engels ve la necesidad como interior y presente en la determinación económica, pero la ve exterior y ausente en la determinación sobreestructural; y esa distinción es un deslizamiento hacia el dualismo en la medida en que se tiende a pensar la necesidad y el azar, la causalidad y la casualidad, como propiedades específicas de la dualidad de esencias de la base y la sobreestructura; el dualismo siempre va ligado a la reificación de las producciones, de las prácticas, de las formas y de las relaciones sociales.

Comparto, pues, la observación crítica althusseriana, ya que por debilidad del concepto o por desequilibrio en su descripción se induce a pensar la lucha de opuestos como relación de exterioridad, tal que si uno se debilita y dispersa el otro se robustece y arrasa, abriéndose paso entre los restos del naufragio del enemigo; y comparto su conclusión de que Engels no resuelve aquí el problema de la necesidad en la determinación, de su origen y esencia, de su presencia en lo económico y su ausencia en lo sobreestructural; no nos aporta tampoco el conocimiento de su ausencia en la sobreestructura ni el de su presencia en la base; nos deja sin respuesta, dejándonos a merced de los fenómenos, de la subjetividad empírica, e induciéndonos a creer que, conforme a esa experiencia común, hay que suponer la necesidad en el mundo económico y la contingencia en el reino de la sobreestructura. Y esos facta son límites absolutos; la fundamentación del privilegio materialista del “en última instancia” queda definitivamente clausurado y sin fundamento como principio teórico, queda como una closed question para el marxismo.

Considero que la crítica de Althusser es ajustada y puede compartirse, pero quisiera añadir alguna reflexión más sobre el contagio de dualismo, tema que se alude pero que no se resalta lo suficiente. Se alude, sin duda, al señalar la exterioridad entre la necesidad y los azares que domina el discurso engelsiano, pero no se resalta satisfactoriamente, y a mi entender debemos enfatizar la presencia del fantasma del dualismo en toda la argumentación engelsiana. El dualismo habita la ontología, y es la ontología contaminada de dualismo la que empuja a sustituir constantemente la relación dialéctica por la interacción de los factores; una ontología contagiada de dualismo lleva a pensar la relación base/sobreestructura como exterioridad, arrastra a pensar la totalidad social fragmentada y jerarquizada en instancias o elementos substantivos claros y distintos, y no como términos de una relación, no como medios de producción de lo social. Es, como vengo diciendo, la constante tendencia a la reificación que amenaza nuestras representaciones, en la que caemos una y otra vez contra nuestra profesión de fe dialéctica.

Engels, y con él la tradición marxista, reconocen la eficacia de las sobreestructura, pero al pensarla, ante la dureza de los obstáculos y la debilidad de los medios, del equipo ontológico, renuncian al objetivo, se entregan a la impresión fenoménica, sienten que los efectos de la sobreestructura se pulverizan en mil acontecimientos infinitesimales, en “azares” invisibles o imprevisibles, mientras sienten la ley de hierro del movimiento económico, su marcha inamovible y definitiva, que impone el orden, la constancia, la necesidad, como si fueran su modo de ser natural. Viven al mismo tiempo la volatilidad de las sobreestructuras y, por contraste, el ritmo impertérrito de lo económico, con su reproducción permanente desafiando la eternidad. Por contraste de la fragilidad, versatilidad y contingencia de la sobreestructura, -siempre por contraste, que ilustra la exterioridad de la relación mecánica- el movimiento de la economía rezuma por todos sus poros la necesidad “determinante en última instancia”. Y este modo de percepción de la realidad no es una carencia genuinamente engelsiana, algo que podamos “superar” en la consciencia; es un límite transcendental, pues toda forma positiva de la consciencia, todo saber concreto, cae una y otra vez -¿no es eso la ideología?-en la falsa consciencia, como determinación de las condiciones materiales de existencia de la consciencia, como límite del cuerpo al alma, del fenómeno a la idea. No yerra Engels, ni tampoco Althusser; ambos son momentos de un saber que tiene esa forma finita de producirse y avanzar.

Engels no aporta la solución teórica, y creo que la parte de la solución que le concede Althusser es más bien de la cosecha del filósofo parisino, aunque la puesta en escena engelsiana le haya servido de paisaje y materia prima. En todo caso, contra lo que supuestamente quiere decir, contra su voluntad subjetiva de expresión dialéctica, lo cierto es que la necesidad en la base económica no aparece con fundamento propio, y mucho menos como relación interna intrínseca a la contradicción; al contrario, aparece como algo exterior e indiferente a los azares, y éstos, a nivel epistemológico, de reconocimiento, se presentan exteriores y sin existencia relevante. Althusser ve claro este límite y dice en tono crítico: “no sabemos si esta necesidad es justamente la necesidad de estos azares, y si lo es, por qué” [31]. Efectivamente, Engels no da razón alguna de por qué los efectos de sobreestructura devienen azares y los de la base devienen necesidades; no dice nada de la diferencia ontológica entre el ser de lo económico y el ser de las otras instancias. Tampoco nos aclara por qué, si podemos imaginar disuelta la necesidad en los azares, la causalidad en las casualidades, reconociendo así la indigencia ontológica de la sobreestructura, la vaciedad de sus efectos, no podemos, a la inversa, pensar que, por vías que se nos escapan, tan obscuras y arbitrarias como en el caso anterior, esos azares de la sobreestructura sean los que configuran la necesidad de la base; ni por qué no podemos imaginar que la casualidad es la necesidad enmascarada y travestida, disfrazada para hacer lo que no podría lograr con su forma, y a la inversa, que la necesidad es el rostro simulado del azar para legitimar lo puramente arbitrario. Engels no nos aporta esos conocimientos; Althusser al menos menciona su ausencia e indica su búsqueda.

El pensador francés, en esta vía de distanciamiento cortés pero definitivo, llega a resaltar la aparente inconsistencia de Engels al defender la eficacia de la sobreestructura al tiempo que se banaliza su presencia: “la dispersión infinitesimal tiene por efecto disipar en la inexistencia microscópica la eficacia reconocida a las superestructuras en su existencia macroscópica [32]. Es decir, al modo como la Física newtoniana de hoy se representa la realidad silenciando, invisibilizado, lo que la cuántica ve, mide y valora, el Engels de Althusser reconoce ontológicamente el mundo microscópico, pero opera en el macroscópico. Aquél existe para el conocimiento, ha de entrar en el concepto, pero se prescinde del mismo en la acción, en la intervención práctica. En todo caso, dice Althusser, “sea como fuere, en el seno de esta diversidad microscópica infinitesimal, la necesidad macroscópica "termina por abrirse paso", es decir, termina por prevalecer” [33]. O sea, “en última instancia”, menospreciado lo insignificante -pues de eso se trata, de devaluar la relevancia de la eficacia propia de la sobreestructura que no sólo se reconoce ontológicamente, sino que se afirma empíricamente-, con su compacta figura abstracta la esfera económica sigue impertérrita su lógica, como si fuera la lógica del mundo. Y lo curioso y más significativo es que Althusser comparte la conclusión, pero niega con razón a Engels que haya aportado la “solución teórica”, los fundamentos ontológicos de esa diferencia entre azar y necesidad. En rigor, comparte el presupuesto, lo comparte como principio; comparte la determinación en última instancia como principio científico del marxismo, aunque rechace la fundamentación engelsiana del mismo y no tenga otra mejor. Comprender esta paradoja, las razones últimas de este rechazo de la fundamentación engelsiana de un principio que acepta como principio, encierra la clave del enigma que debemos desvelar.


3.2. Hay otra “advertencia” althusseriana -otra conclusión, otro dictamen- sobre la posición engelsiana que me parece igualmente sutil y fecunda, pero más interesante para nosotros, en tanto que, de un lado, nos ayuda a comprender mejor la primera, y de otro, nos revela mejor el distanciamiento que va tomando Althusser respecto a la propuesta engelsiana. La advertencia parte de una profundización de la ya mencionada crítica al trato desigual, dualista, que Engels da a la base y a la sobreestructura: “Uno se asombra al ver cómo Engels considera en este texto las formas de la superestructura como el origen de una infinidad microscópica de hechos cuya relación interna es ininteligible (y, por lo tanto, despreciable). Ya que, por una parte, se podría decir lo mismo de las formas de la infraestructura (¡y es verdad que el detalle de los hechos económicos microscópicos podría ser considerado como ininteligible y despreciable” [34].

En el fondo viene a profundizar la ya mencionada gratuidad ontológica de la posición engelsiana al tratar los efectos de las sobreestructuras como azares y los de la base económica como necesidad; quiere subrayar la falta de fundamento de esa distinción dualista, que se pone de relieve cuando, de facto, en el análisis, nos encontramos con infinidad de hechos y acontecimientos sobreestructurales que despreciamos y con otra infinidad de hechos económicos microscópicos que podríamos despreciar por las mismas razones y que en cambio no despreciamos; con más precisión, que despreciamos por irrelevantes (o por imposibles de pensar) en nuestra filosofía social, aunque sí sean despreciados (por imposibles de medir) por los economista en el cálculo, como hacía Marx en El Capital. ¿Por qué ese trato desigual a las formas sobreestructurales y económicas? ¿Es admisible en una posición materialista? ¿Por qué esa desigualdad cualitativa de sus efectos?

Dentro de esta problemática compleja y sugerente, Althusser le reprocha a Engels la asimetría, el trato desigual. Y en su argumentación nos recuerda algo importante, a saber, que estas formas (de la sobreestructura) cuyos efectos se cuestionan son a un tiempo “principios de la realidad”y “principios de inteligibilidad” de sus efectos [35]; nos recuerda que ese doble carácter es propio de las categorías de la ontología social del marxismo, ser a la vez constituyentes de las cosas y conocimiento de las mismas (conocimiento de sus efectos). Esta dualidad hace que estas formas, como concepto y como realidad, “pueden ser perfectamente conocidas, y en este sentido son la razón transparente de los hechos que surgen de ellas” [36]. Siendo así, sigue argumentando el filósofo parisino, que poco a poco toma posición distante a Engels como muestra al preguntarse retóricamente: “¿Cómo se explica que Engels pase tan rápido por encima de estas formas, por encima de su esencia y su papel, para detenerse sólo en el polvo microscópico de sus efectos, despreciables e ininteligibles?” [37]. ¿Por qué renunciar tan rápido a conocer esas formas de la sobreestructura y su funcionamiento? Parece que el pensador francés se pregunte: ¿Por qué no detenerse en las mediaciones sin saltos al origen absoluto? ¿Por qué buscar el fundamento último en vez de buscar la producción de nuevos conocimientos? Y en el fondo de sus preguntas retóricas late la última, la que tiene en el horizonte y se aleja a cada paso que la busca: ¿Por qué hacer de filósofo y no de científico? Con sus propias palabras: “esta reducción al polvo de azares ¿no es absolutamente contraria a la función real y epistemológica de estas formas?” [38] Es decir, si la esencia de estas formas es constituir y pensar la realidad, constituir el ser y el concepto, ¿no es absolutamente opuesto a su esencia vaciarlas de ser y de conocimiento? ¿No es ese “polvo de azares”, en tanto negación de su realidad efectiva y en tanto impensable, la absoluta falsificación de la esencia de las sobreestructuras?

Como vemos, critica cortés pero crítica contundente, pues en el fondo viene a reprochar a Engels que haya sido superficial y precipitado en su análisis de esas formas, -particularmente en las correspondientes a la sobreestructura-, saltando “por encima de su esencia y su papel”, menospreciando su realidad y su cognoscibilidad, sin siquiera pararse e intentar conocerlas, sin iniciar la elaboración de la teoría de las mismas; le critica que se haya fijado sólo en el fenómeno, en los efectos empíricos en las consecuencias, donde esas formas se pierden y desvanecen para el pensamiento humano; le reprocha, en fin, que se haya quedado con la simple abstracción del “polvo microscópico de sus efectos, despreciables e ininteligibles” [39]. Le parece al pensador francés que Engels ha menospreciado las formas de la sobreestructura ante la imposibilidad contingente de percibir con claridad y distinción sus efectos, de medirlos, de reducirlos a vector-fuerza; de este modo Engels habría olvidado, o conscientemente ignorado, la doble función ontológica y epistemológica de estas formas. Olvido tanto más grave cuanto que hace incomprensible el proceso, pues si prescindir de algunos efectos microscópicos para facilitar el cálculo no impiden comprender la realidad, no afecta al conocimiento de la esencia, no impide la elaboración del concepto, en cambio prescindir de los efectos de las sobreestructuras por microscópicos, privarle al concepto de su contenido, lleva a la incomprensión de la historia, a una representación parcial y sesgada de la misma, a ese materialismo economicista de que el mismo Engels combate, del que dice querer alejarse.

Althusser recuerda de paso que la lección que ofrece Marx en El 18 Brumario no es precisamente la de reducir a irrelevancia los efectos de sobreestructura; tampoco la de mostrar que todos los efectos pueden llegar a ser distinguidos, aislados, identificados, valorados y cuantificados; la lección que sí nos enseñó es que los hechos, los efectos, pueden ser agrupado en dos tipos, mediante la distinción entre efectos históricos y efectos microscópicos, que no deben ser confundidos. Esa distinción permite prescindir de unos conservando los otros, y así la irrelevancia de unos no implica condenar a su origen, a las formas de la sobreestructura de donde proceden, a la absoluta irrelevancia; y como esta distinción es igualmente aplicable a los efectos de la base, a los hechos económicos, así también se da el mismo trato a todas las formas sociales, a las distintas instancias, esferas o rangos, abandonando el prejuicio ideológico del privilegio absoluto de la economía en la determinación de la totalidad social.

Es esa distinción la que aporta nuevo conocimiento; tal vez no un conocimiento absoluto y fundamentado de la totalidad, pero sí un nuevo conocimiento, pues la práctica teórica no ha de pretender encontrar y establecer el fundamento último y definitivo, idea contradictoria en una ontología del ser como producción, sino producir nuevos conocimientos desde los ya fijados, incluyendo como nuevos la renovación de los propios medios conceptuales de producción. Distinciones conceptuales como ésta entre efectos históricos y efectos microscópicos, que defiende con fuerza el pensador francés, permiten una justa selección y valoración de los efectos de las formas estructurales y sobreestructurales, permiten ir produciendo nuevos saberes.

Si las comparamos, se constata que se trata de una distinción más racional y consistente; la distancia entre lo histórico y lo microscópico, en este sentido, no es comparable a la que media entre causal y casual, entre necesario y contingente; y el menosprecio a lo microscópico en el cálculo no es tan incoherente como el desprecio de lo azaroso en el concepto. Por otro lado, esta nueva distinción ayuda a la identidad que exige la ontología dialéctica, pues ambos términos no se usan para separar substancias, para escindir procesos y reificarlos, para imponer relaciones de exterioridad; ambas figuras de las acciones o efectos, lo histórico y lo microscópico, viven en las partes, en los términos, en las categorías. Su diferencia es de otro orden, y aunque el mismo Althusser guarde silencio sobre la misma, aunque no aporte ni le importen sus fundamentos, sabe que su legitimación ha de venir de su efectividad respecto a la producción de conocimientos.

Observamos, pues, el distanciamiento que va tomando Althusser respecto a Engels, todo y compartiendo sin fisuras el principio de la determinación en última instancia por la economía. A estas alturas de su análisis el pensador francés sostiene, por un lado, que “no tenemos todavía la solución” [40]que buscamos, que Engels no ha encontrado la solución; no es que no haya resuelto el problema, pues en realidad en el punto de partida ya estaba resuelto; pero no ha logrado la fundamentación del principio materialista, del materialismo histórico. Por otro, considera que aún se está lejos de ducha solución, más aún, que no se avanza en el buen camino, pues “la pulverización de la eficacia de las formas de la superestructura (en cuestión aquí) en el infinito de los efectos microscópicos (azares ininteligibles) no corresponde a la concepción marxista de la naturaleza de las superestructuras” [41]. Como puede verse, esto son palabras mayores, pues se afirma que Engels se está desviando de la ontología marxista.

Habremos de profundizar esta “desviación” que el filósofo parisino encuentra en el texto de Engels; de momento fijemos bien el estado de la cuestión: la teoría de la sobreestructura que se ha revelado esencial para pensar el movimiento social, la historia, está aún por hacer; y a juzgar por el pesimismo radical que manifiesta Althusser no es buena dirección la vía de fundamentación del principio.


4. De las estructuras a las necesidades.

Decíamos que en el breve texto de la carta a Bloch que venimos comentando Engels nos ofrece dos modelos metodológicos, o dos aplicaciones de un mismo modelo, uno centrado en las estructuras, y concretado en la contradicción base/sobreestructura, y otro en las voluntades individuales, que se centra en la contradicción subjetividad/objetividad, o sea, en la relación entre las estructuras y los hombres; dos estrategias, pues, con el mismo objetivo, el de fundamentar el principio materialista. Hemos visto los insatisfactorios resultados de la primera, pasemos ahora a analizar y valorar la última, la perspectiva ontológica que pone en escena la presencia y efectividad de la subjetividad en la historia. Si la primera, la que llamamos vía de las estructuras, se centraba en el problema de la dialéctica, de la dialéctica histórica, la pretensión de pensar la historia como juego de las estructuras desde una ontología dialéctica, la segunda, que llamaremos vía de las voluntades, se centra en el problema del materialismo, en la pretensión de pensar la historia como producción de los hombres desde una ontología materialista, (un materialismo radical, no idealista, recordemos, no enunciado desde el dualismo). Si en la primera encuentra Althusser “parte de la solución” en tanto aporta conocimientos, -tesis problemática como ya he argumentado-, en esta otra está en juego la “solución completa” o el fracaso, pues no hay más opciones en los textos engelsianos. Estamos, pues en el momento decisivo de la carta.


4.1. Centrémonos, pues, en el segundo nivel de aplicación del modelo metodológico engelsiano, en la vía de las voluntades, bien presente en la Carta a Bloch. Es obvio que se mantiene el intento de resolver el problema de la efectividad de las sobreestructuras frente a la determinación o dominio en última instancia de la base económica, pero ahora el universo del objeto ha cambiado, se han introducido otros aspectos, otras relaciones, y con ello también nuevos problemas. En especial entra en juego, conectado con el anterior, el de la eficacia de la subjetividad frente al de la objetividad, de la autonomía de los hombres frente al dominio de las estructuras. O sea, sin olvidar la contradicción base/sobreestructura se da entrada a otra, estructuras/consciencia, con la pretensión de resolver en ésta lo que no se consiguió en aquella, de lograr en esta la “solución teórica” que no se alcanzó en aquella. En todo caso, dos perspectivas ontológicas para dos estrategias o vías de fundamentación; dos asaltos para resolver un único problema, el de la eficacia de los efectos (de la sobreestructura, de la subjetividad) en la historia, y con elementos formales comunes, en especial el juego entre la necesidad y el azar.

Si en el anterior asalto Engels situaba la reflexión en el escenario objetivo, la relación base/sobreestructura, suponiendo al ser humano repartido y disuelto en ambas, ahora la sitúa en un escenario más complejo, más concreto, en cuanto incluye la objetividad y la subjetividad como partes, como opuestos de la contradicción; para simplificar la descripción, ahora estamos en el escenario de la relación social entre la consciencia y las estructuras, entre la “voluntades individuales” y el mundo de la vida objetivado y cosificado. Veamos el texto de en Engels en extenso, para tenerlo presente a lo largo del análisis:

“En segundo lugar, la historia se hace de tal modo que el resultado final siempre deriva de los conflictos entre muchas voluntades individuales, cada una de las cuales, a su vez, es lo que es por efecto de una multitud de condiciones especiales de vida; son, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras, un grupo infinito de paralelogramos de fuerza, de los que surge una resultante -el acontecimiento histórico- que a su vez puede considerarse producto de una potencia única, que, como un todo, actúa sin consciencia y sin voluntad. Pues lo que uno quiere tropieza con la resistencia que le opone otro, y lo que resulta de todo ello es algo que nadie ha querido. De este modo, hasta aquí toda la historia ha discurrido a modo de un proceso natural y sometida también, sustancialmente, a las mismas leyes dinámicas. Pero del hecho de que las distintas voluntades individuales -cada una de las cuales apetece aquello a que le impulsa su constitución física y una serie de circunstancias externas, que son en última instancia circunstancias económicas (o las suyas propias personales o las generales de la sociedad)- no alcancen lo que desean, sino que se funden todas en una media total, en una resultante común, no debe inferirse que estas voluntades sean iguales a cero. Por el contrario, todas contribuyen a la resultante y se hallan por lo tanto incluidas en ella” [42].
En esta nueva perspectiva ontológica se ha cambiado de objeto, punto en el que Althusser centra la atención y sobre el cual montará su diagnóstico y su crítica, como enseguida veremos. El movimiento o cambio social, la historia, deja de verse perspectiva marxista, como resultado de la dialéctica histórica, de las contradicciones o conflictos objetivos entre base económica y sobreestructura, para aparentemente enfocarse, representarse, explicarse y valorarse como enfrentamientos y oposiciones entre la subjetividad y la objetividad, las voluntades de los individuos con el mundo de la vida, y entre sí en tanto elementos de ese mundo. Digo y subrayo “aparentemente “porque en realidad, si el objeto próximo ese ese, la relación subjetividad/objetividad, en rigor se mantiene la dialéctica entre estructuras como fondo, como objeto remoto, si bien más concreto, en cuanto hace intervenir la subjetividad como mediación [43]. Es decir, el objeto actual (abstracción metodológica) incluye en el problema las voluntades individuales, su función en el movimiento social, que en la vía de las estructuras estaba oculto.

Podríamos hablar con Althusser dedos métodos, incluso de dos ontologías, pero pensamos que en rigor son dos momentos del análisis; en la carta así aparecen, como dos argumentos de la misma respuesta al mismo problema. En el primero el objeto (la parte abstraída de la realidad para su conocimiento, era el juego de las estructuras, sin distinción específica de la subjetividad, confundida y disuelta en ellas; sin duda estaba allí, en el fondo, reconocida su existencia, pero sin hacer acto de presencia relevante en la escena del objeto excepto muy esporádicamente, cuando el análisis de las relaciones estructurales lo requiriera. La mejor prueba de que estaba allí es que a veces, retóricamente, recurríamos a la prosopopeya de atribuir a las estructuras, al juego de las contradicciones, fines, destino, deseos, licencias científicamente aceptables en la medida en que las pensamos en relación dialéctica con la subjetividad. En el mundo social la contradicción es contraposición de fuerzas, y sólo tienen sentido en el elemento de la vida, de la que la subjetividad es una de sus formas.

Ahora, en el segundo momento del análisis, se hace otra abstracción y se constituye otro objeto, el de la esfera de las necesidades, la relación de los individuos con el mundo en su lucha por la vida. Las estructuras sociales, estando allí, no tienen presencia relevante, pasarán a estar en las sombras, harán de fondo, y aparecerán cuando sea necesario para conocer el objeto [44]. Es otra perspectiva del análisis, en la que la anterior descripción de la contradicción base/sobreestructura está presente y se deja sentir por mediación de la subjetividad. Por eso las voluntades individuales, cual nuevo personaje ontológico, -y como no podía ser de otra manera en una ontología materialista-, no aparecen como creadoras, ni siquiera como origen absoluto de la acción social, sino que se presentan como productos o medios en una cadena de determinaciones, y por tanto como momentos o modos particulares del ser social.

El cambio de objeto es aquí lo relevante; poner la historia como producto final de los conflictos entre voluntades individuales es sin duda una gran novedad en una representación marxista, que desde su origen se ha presentado a sí misma como superación de la concepción subjetivista de la historia, como alternativa materialista de la misma. Ahora bien, esta novedad sebe ser matizada, pues en ningún momento dice Engels que las voluntades sean origen; dice que “la historia se hace de tal modo que el resultado final siempre deriva de los conflictos entre muchas voluntades individuales”. Deriva de los conflictos, no de las voluntades. Además, como enseguida matiza para evitar el deslizamientos al subjetivismo y considerar las voluntades fuentes de la historia, “cada una de ellas, a su vez, es lo que es por efecto de una multitud de condiciones especiales de vida”; cada una medio en el proceso, es efecto derivado y punto derivación, o sea, cada voluntad se constituye por mediación de las otras y de toda la objetividad; cada una, en fin, resultado de “innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras”, en un juego complejo de composición de fuerzas, combinación de “un grupo infinito de paralelogramos de fuerza”, como dice las cita. Descripción material y formalmente coherente con su tesis de que si bien podemos decir que “somos nosotros mismos quienes hacemos nuestra historia”, no debemos ocultar que la hacemos siempre “con arreglo a premisas y condiciones muy concretas”, como señala la cita.

Espontáneamente percibimos que esta segunda vía de fundamentación del principio nos aparece más persuasiva que la primera; diríamos que más familiar, como si estuviéramos más acostumbrados a escucharla, como si fuera un juego de lenguaje que compartimos; la primera, en cambio, suena más refractaria, aunque los marxistas también se encuentran en ella como en casa propia. La diferencia conceptual que se aprecia entre ambas descripciones engelsianas se manifiesta en la construcción de la unidad desde la pluralidad, de lo común desde las singularidades individuales, de lo universal desde lo particular; construcción exigida por la solución del problema, que ha de pasar por la construcción del acontecimiento como producto de una infinita red de determinaciones. Y es ahí, en esa tarea de unificar la diversidad, de pensar la presencia de lo particular en lo universal, de comprender la huella de los individuos en la historia común, donde la vía de las voluntades gana la posición a la vía de las estructuras. Y es así, sospecha el pensador francés y sospechamos nosotros, porque en esa función se decide una batalla ideológica, una lucha entre el marxismo y la ideología dominante, con su potente y atractivo modelo del “contrato social”, con el robusto aval de construcción de lo común desde lo privado presente en el lenguaje de la democracia capitalista, apoyado en ella y legitimado desde ella. Y en esa batalla, como en todas las verdaderas batallas, siempre hay un derrotado.

 Un potente atractivo de esta segunda argumentación engelsiana del principio es su aparente agilidad y transparencia en la tarea necesaria de construir la necesidad desde lo contingente, que poner la necesidad en los hechos históricos y su sucesión aunque proceden de determinaciones que se pierden en el azar y la contingencia.  Esta vía de las voluntades aparentemente proporciona el modelo, el método, de construcción de lo real como necesario, lo cual en la vía de la dialéctica de las estructuras estaba ausente, dificultando la evidencia del fundamento. Esta diferencia parece avalar en apariencia un avance significativo del concepto, un avance significativo de la dialectización del mismo, de la construcción de una categoría de contradicción dialéctica, adecuada para pensar la dialéctica social, la historia. Ahora bien, ese aparente avance en el concepto, que hasta ahora simplemente hemos enunciado, ha sido posible por la incorporación a la dialéctica social, que no deja de ser dinámica social, la modalidad social de la dinámica, de un modelo exitoso en esta parte de la Física, la composición de vectores-fuerza. Engels echa mano del modelo con tanta agilidad y frescura que no parece que hable en metáforas, sino que describe la realidad con transparencia: “son, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras, un grupo infinito de paralelogramos de fuerza, de los que surge una resultante -el acontecimiento histórico- que, a su vez, puede considerarse producto de una potencia única, que, como un todo, actúa sin conciencia y sin voluntad” [45]. Cada voluntad, que es un deseo, que es una tendencia, que subjetivamente sentimos como fuerza que nos arrastra o empuja, pasa a ser representada por un vector fuerza, vaya, por su imagen, como lo más natural del mundo. El modelo parecía un traje a la medida del objeto. Y así, representando las voluntades por vectores se creaba un dispositivo técnico que al menos en apariencia permitía resolver las relaciones sociales y sus efectos eficaces en la totalidad social, en la historia.

Obviamente, de toda esa composición físico-social de voluntades representadas con vectores-fuerza surge fácilmente lo común, la resultante, en que se fusionan y metamorfosean los individuos; y esa resultante suma de fuerzas individuales fusionadas es una bella representación de lo que llamamos el acontecimiento histórico, el hecho social, que así se presenta como efecto global (común, universal, necesario) de una totalidad condensada en la resultante vectorial. La necesidad de la resultante, por tanto, queda fijada a lo representado, la voluntad colectiva, la voluntad general. La resultante, expresada en el factum, nos aparece como resultado necesario e inamovible de la composición, de la totalidad, no de una parte sino de la combinación de todas las partes; la resultante, el hecho histórico, no responde a ninguna voluntad, no copia ningún vector particular, no representa propiamente a ninguna fuerza particular, sino a la totalidad en que se ha diluido; las particularidades contingentes quedan subsumidas en la universalidad necesaria. Las voluntades-fuerza están todas y cada una presentes en el factum, en el acontecimiento histórico, pero no se reconocen en el mismo, como no se reconocen los vectores fusionados en la resultante. El acontecimiento, -a semejanza del modelo, de la resultante respecto a sus componentes-, no aparece como efecto de determinaciones particulares, ni de una ni de todas, sino como efecto de un sujeto anónimo, la totalidad, de potencia única, desparticularizada, desubjetivada, sin genealogía ni misión, sin consciencia ni voluntad.

Es lógico que el método de composición de las voluntades al que recurre Engels se considere en sí mismo un avance en la producción de la solución; el recurso al modelo vectorial de composición de fuerzas, al “modelo del paralelogramo”, dispositivo técnico consolidado en la Física, aportaba la racionalidad, coherencia y transparencia de esta ciencia, lo cual ponía en acción el impulso final al proyecto. Tal vez un tanto ingenuamente, pues se ignoró el precio que se cobran los dispositivos técnicos, más apropiados para el cálculo y el dominio, para la intervención en lo otro, que para el conocimiento, para desarrollar los conceptos. Pero es innegable que aquí Engels -y así lo vio y apreció enseguida Althusser- ofrece un método aceptado como racional, aunque sea una siempre sospechosa “racionalidad instrumental”.

¿Por qué Engels no echó mano ni del método ni del modelo en la otra vía, al tratar la dialéctica base/sobreestructura, y sí lo hace ante la contradicción subjetividad/objetividad? ¿Por qué no introducir el método y el modelo en la relación azares/necesidades y sí en la relación voluntades/necesidades? Podríamos especular, pero no sería pertinente; lo que sí me atrevo a decir es que Althusser tenía presente esta posibilidad cuando valoró el primer intento de Engels como “parte de la solución”, y tal vez por ello fue tan generoso en la nota. El modelo del paralelogramo, para bien y para mal, ha gozado de gran presencia en los textos de toda la tradición marxista, y Engels lo tiene muy presente. En cambio, el modelo azar/necesidad, que hace surgir el orden del caos, la virtud pública de los vicios privados, etc., tan presente en el materialismo del XVIII y en los economistas liberales, no gozó nunca de simpatía en el marxismo.

En una lectura rápida del texto engelsiano recogido más arriba podríamos llegar a la conclusión de que esta última fundamentación de la historia desde la dialéctica entre subjetividad y objetividad, entre de las voluntades entre sí y con las estructuras, tiene muchas similitudes con la anterior, hecha desde la dialéctica base y sobreestructuras, entre causalidad y casualidad, entre la necesidad y los azares. En el fondo ambas parecen orientadas a explicar de modo preferente el surgimiento y fundamentación de la necesidad, sea a partir de los azares, sea a partir de las voluntades individuales (que también pueden pensarse como “azarosas”, “casuales” o “arbitrarias”); y lo cierto es que desde ambas es posible, tiene sentido, fundar lo universal como fusión de particularidades, la necesidad como fusión de azares o voluntades; así lo hace explícitamente Engels en la segunda perspectiva y, como acabo de decir, así lo podría haber hecho en la primera. En consecuencia, parece que podríamos concluir que son dos asaltos al concepto muy semejantes. Con distinto grado de elaboración de la descripción, sin duda a favor del segundo, que además cuanta con la ventaja, teórica y retóricamente muy potente, de la incorporación explícita del modelo vectorial que toma de guía, la composición de fuerzas de la Física, que parece hecho a la medida de la dinámica social, con el viento de cola de la extensa e intensa incorporación del vocabulario físico como expresión de las voluntades, los deseos, los intereses, en definitiva, los movimientos de la subjetividad. No obstante, el modelo es aplicable a ambos casos, acentuando su similitud.

En cierto modo, aunque ni Engels, ni Althusser en su comentario, lo mencionen explícitamente, parecen apuntalar la similitud al insinuar o inducir a pensar que esas voluntades individuales han perdido su eficacia particular como los azares; y, por otro lado, al recuperar a los azares, antes declarados perdidos, prescindibles y de jure inexistentes, cuya huella ahora aparece en la resultante. Es decir, si se hubiera usado el modelo de la composición de fuerzas en la representación de la dialéctica de los azares se habría logrado más claridad y transparencia, y se habrían equilibrado las ventajas de la representación de la dialéctica de las voluntades; en ese caso se habría resaltado la similitud entre ambas, y se verían como dos modos formalmente equivalentes de representar el proceso social.

Quiero decir que, efectivamente, podemos acercar las voluntades a los azares, tanto más cuanto que las voluntades son productos, y aquí mediaciones, de infinidad de determinaciones azarosas o casuales, en todo caso indescifrables, de las estructuras, como ya hemos enfatizado. Por tanto, podemos pensar que ambos, voluntades y azares, se encuentran en la resultante, como expresión de la pluralidad en el modelo del acontecimiento histórico; aparecen en la resultante como constituyentes inidentificados del factum, componentes con oculta presencia en la necesidad de la resultante, pero sin que en ella puedan ser identificados, sin que pueda determinarse esa presencia, ni su forma ni su intensidad. Se sabe que están allí, pero no pueden identificarse; sólo están allí en tanto mediados por la sobredeterminación universal, o sea, en tanto negados en su particular identidad. En definitiva, en el fenómeno el acontecimiento aparece como momento de un proceso natural, como efecto de un movimiento sometido a leyes constantes, exteriores a la subjetividad, sin que el mismo evidencie la presencia de las voluntades individuales, al igual que la resultante no evidencia las componentes. No obstante, aunque invisibles, aunque indeterminables, esas “voluntades” en esta ontología, como los “azares” en la otra, están ahí; no podemos conocer su modo de ser ahí, pero sabemos que son. Ya nos advierte Engels que de esa disolución de la particularidad no debe inferirse que “estas voluntades sean iguales a cero”. Al contrario, todas suman, todas son componentes, todas contribuyen a formar la resultante, todas se incluyen en ella como su materia prima.

Así se entiende que Althusser viera en la primera perspectiva, en la primera vía de asalto, “una parte de la solución”, y en este segundo asalto vea ya aparecer, válida o no, su respuesta completa al problema. Entiende que aquí “la necesidad se encuentra fundada al nivel de los azares mismos, sobre los azares mismos como su resultante global” [46]. Cierto, su descripción no es clara, tal vez por carencias de la ontología que pone en acción, pero ahora la necesidad, que es un término de la contradicción, no aparece por contraste, en negativo, como debilitamiento del otro, como reducción del opuesto a polvo microscópico, a eco prescindible; ahora la necesidad aparece como fusión de determinaciones, nace de su otro, se nutre de la fuerza de lo otro, de la eficacia de los azares, que a su vez así se vuelven necesarios, pasan a formar parte de la necesidad al constituir la resultante, el acontecimiento. La necesidad, que habita en la resultante, que es necesidad de resultante, es a su vez necesidad de sus componentes, aunque éstos hayan tenido que pasar por la negación de su particularidad, como antes por su metamorfosis en “azares”; ahora los efectos perdidos de los azares o de las fuerzas particulares componentes, tras su paseo por el inframundo, hacen acto de presencia invisible en el acontecimiento histórico resultante, pasan a formar parte del mismo; tal que la constituyen, la alimentan, la absolutizan.

Todo este desplazamiento de la argumentación, de un momento a otro o de un método otro, lo reduce Althusser a un hecho, a que Engels “ha cambiado de objeto”, ha abandonado la perspectiva estructural, de relaciones entre instancias, que arrastraban al terreno enigmático de los efectos microscópicos, y ha adoptado la perspectiva de las voluntades individuales, que “afrontadas y combinadas en relaciones de fuerza” [47] permiten dar cuenta de la formación de lo común por fusión de lo individualmente irrelevante. Un cambio de objeto con raíces profundas, pues conlleva el abandono de la posición marxista por el de la ideología burguesa dominante. Por ello Althusser dedicará al análisis de este cambio de objeto las que a mi parecer son las mejores páginas de su artículo; y por ello aquí prestaremos la máxima atención a la crítica y a la alternativa del filósofo parisino.


4.2. Comencemos por plantearnos si este cambio de objeto ha supuesto avances teóricos substantivos, y sobre todo si ha sido un asalto final, si se ha alcanzado la “solución teórica” que se buscaba; en concreto, si se ha logrado formular la teoría de la sobreestructura que permita pensar su eficacia y su simultanea subordinación al privilegio materialista de la base. Althusser dice que sí, que aquí y ahora encontramos “la respuesta que faltaba en el primer análisis”; aquí hay una respuesta, una verdadera respuesta, lo que no equivale a una respuesta verdadera. Nos dice que Engels la encuentra pagando el precio de “cambio de objeto”, es decir, “a condición de partir, no ya de las superestructuras y de su interacción, y finalmente de sus efectos microscópicos, sino de las voluntades individuales, afrontadas y combinadas en relaciones de fuerza” [48]. Por tanto, Engels ha abandonado el sólido terreno clásico de las estructuras, tan preferido por el materialismo marxista que suele pasar por su condición de posibilidad, para instalarse en el móvil, permeable e inseguro de los hombres, de la subjetividad, que aparentemente Marx había dejado de lado. Es decir, y así se explica que nos parezca una vía más transparente y familiar, Engels abandona la vía marxista de construcción de una ontología y una teoría nueva, con nuevo vocabulario, para volver atrás y recuperar métodos y vocabularios burgueses, nos viene a decir Althusser. Aunque cabe la posibilidad, más prudente pero tal vez más explicativa, de valorar el cambio como usufructo por el marxismo en régimen de “subsunción formal” de los modelos de representación y fundamentación propios de la ideología democrática y contractualista dominante.

 Es indudable que Althusser explica el cambuí de perspectiva diciendo que la solución engelsiana ya no se busca en la dialéctica de las formas sociales objetivas, que su verdad o validez ya no descansa en la necesidad natural que parece intrínseca al movimiento del mundo cosificado, sino que, por el contrario, ahora se busca y se encuentra en el factor antes olvidado, en la subjetividad entendida como fuerza productiva. Resalta que ahora la construcción de la necesidad desde los azares y casualidades “descansa sobre el modelo físico del paralelogramo de fuerzas”; y nos ofrece una descripción del concepto que revela el profundo cambio ontológico que incluye ese desplazamiento de la perspectiva metodológica:

“las voluntades son fuerzas; se afrontan de dos en dos, en una situación simple, su resultante es una tercera fuerza diferente de cada una y sin embargo común a las dos, de tal modo que ninguna de las dos se reconoce en ella; pero, sin embargo, forman parte de ella, es decir, son coautoras. Desde el comienzo vemos, por lo tanto, aparecer ese fenómeno fundamental de la trascendencia de la resultante en relación con las fuerzas componentes: doble trascendencia, frente al grado respectivo de las fuerzas componentes y frente a la reflexión de estas fuerzas sobre ellas mismas (es decir, frente a su conciencia, ya que se trata aquí de voluntades)” [49].

Es un texto profundo y elegante, en el que logra presentarnos la propuesta de solución engelsiana transcrita a lenguaje althusseriano; todo el argumento descansa en una poderosa metáfora, ampliamente aceptada en el sentido común e incluso en el discurso científico, a saber, “las voluntades son fuerzas”. Si son fuerzas pueden ser tratadas como fuerzas, se pueden usar y gestionar en la composición vectorial, redefinir en el molde del paralelogramo, que ofrece la posibilidad de pensar, incluso de visualizar, la producción de la unidad desde la pluralidad, lo universal desde lo particular, la identidad desde la diferencia; aislados los vectores por el análisis de dos en dos, controlada la complejidad por partes más simples, se compone una unidad más simple aún, en un vector resultante que los fusiona y disuelve, donde ambos desaparecen. La resultante es una tercera fuerza en el modelo, que no estaba en el punto de partida ni en ningún momento del proceso real, pero que destaca en el momento lógico del proceso de composición. Esa resultante tiene una existencia virtual, en ella han desaparecido sus dos componentes, que no obstante han dejado en ella sus marcas en forma de dirección e intensidad del nuevo vector fuerza. Pero en la resultante, en el acontecimiento histórico, en el hecho social, las marcas de las voluntades componentes han devenido invisibles; las formas de la resultante no pertenecen a ninguna de las componentes, cuyas formas propias individualizadas han desaparecido; las componentes, las voluntades individuales, no se reconocen en la resultante, que “es una tercera fuerza diferente de cada una y sin embargo común a las dos”; aunque formen parte de ella, aunque estén en ella como los elementos de producción gastados en la elaboración del producto; aunque no se parezcan en nada, aunque no quede ni su cuerpo ni su olor, ni las necesidades ni los objetivos, ni las esperanzas ni los sueños constituyentes de las voluntades originarias.

Althusser también destaca en la cita un fenómeno nuevo, la “trascendencia de la resultante” respecto a las fuerzas o voluntades componentes; como si pretendiera dar una lección cifrada a los revolucionarios subjetivistas eternamente enamorados del poder constituyente y eternamente enfrentados al poder constituido, eternos adoradores de la natura naturans y eternos inquisidores de la natura naturata, infinitamente leales a la democracia (amada voz espontánea del pueblo) e infinitamente reacios a la ley (voz del pueblo mediada por las instituciones cuando no usurpadora voz de las instituciones)…; como si impartiera una lección magistral, el pensador francés viene a decir que la resultante -o la voluntad general- es siempre transcendente, está siempre más allá de sus voluntades constituyentes, oscurece a éstas, las silencia cuando no simplemente las niega. Por tanto, es comprensible que la subjetividad individual no se reconozca en la voluntad general, que el pueblo no se reconozca en la ley, que la voz del pueblo (democracia viva, voluntad constituyente y autodeterminante) no se reconozca en decir de la democracia institucionalizada (ele lenguaje del estado de derecho) y sueñe con la belleza y autenticidad de la autodeterminación permanente, que exige sine qua non la indeterminación de lo en sí constituyente. Nos lo enseñó Spinoza: toda determinación es una negación, una clausura en el Ser, una derrota en la infinitud. El problema es que lo otro no está a nuestro alcance, no se juega en una elección; más aún, ni es elegible ni lo podemos elegir. También nos lo enseñó Spinoza: toda cosa tiende a perseverar en el ser; no en el Ser, sino en el ser, en su ser, en su modo de ser (las que están en reposo tienden a estar en reposo, las que están en movimiento tienden a conservar el movimiento…). No podemos querer positivamente la indeterminación; podemos quererla sólo negativamente, como negación de nuestras limitaciones particulares y concretas. Ese es nuestro límite, el de nuestro lenguaje: somos finitos y determinados, no podemos ser infinitos e indeterminados, ni podemos querer ser infinitos e indeterminados, porque no podemos pensarnos ni decirnos fuera de la determinación. Quedémonos con el consuelo de que ese poder ajeno a nosotros tampoco está al alcance de los dioses, porque pensar es determinar y decir algo es apropiación de un trozo del ser.

Dejemos la lección imaginaria de Althusser y volvamos a la transcendencia de la resultante, semejante a la transcendencia del producto del trabajo que escapa de su creador y, devenido mercancía, se escapa incluso del dominio inmediato del patrón; como los personajes de Pirandello que saltan fuera y exigen sus derechos a tener un autor, y exigen a su autor que les de trabajo, que sostenga su vida (derechos vanguardistas: derecho al trabajo, a salir a escena). La historia siempre transciende la voluntad de los hombres, y de los pueblos, que acaban no reconociéndose en ella y sintiéndose sus víctimas. ¿Por qué es así? ¿Por contingencia o por necesidad? Althusser nos dice: es así porque lo exige el modelo, o es así como se revela en el modelo. La resultante es transcendente, y la resultante en lo real social es el acontecimiento, es la historia. Su transcendencia es indiscutible, lo suyo es ser transcendente.

De hecho, cuando las fuerzas representan voluntades, la resultante, el acontecimiento, tiene una doble transcendencia: la más conocida, la que venimos relatando, la trascendencia “frente al grado respectivo de las fuerzas componentes”, o sea, la diferencia en dirección e intensidad respecto a cada uno de sus componentes, hasta el punto de que oscurece la genealogía, rompe la maternidad; y la más esquiva y escondida, la transcendencia de la resultante-acontecimiento frente a “la reflexión de estas fuerzas sobre ellas mismas”, o sea, transcendencia frente a la consciencia de esas voluntades componentes, bellamente explicitada en los personajes de Pirandello mencionados. No fueron creados para callar, o para hablar, cuando y como quisiera su autor; fueron creados, y así lo reivindican al dramaturgo, para que hablaran por sí mismos, para hacer su vida, para hacerse a sí mismos. Claro, ignoraban que, una vez creados, una vez partes de la institución, de la natura naturata, el paralelogramo exige la transcendencia de la obra al autor, de la mercancía respecto al productor.

Son apasionante estas lecturas que conscientemente nos hemos dejado llevar por la imaginación; recomiendo llevar a cabo sucesivas atentas lecturas imaginativas y bien contextualizadas de esta cita; y recomiendo también repensar el modelo vectorial de composición de fuerzas de la Física, que como engañosa metáfora usurpa el puesto al modelo dialéctico en la tradición marxista. Lo usó ampliamente Engels, como apoyo de la cientificidad de la ciencia de la historia; y lo usó con desparpajo Lenin, aplicado a la estrategia de lucha política usando el paralelogramo para, frente a la dirección verdadera, encontrar la dirección útil, instrumentalmente correcta, hacia la que empujar; y lo usa Engels para la solución teórica en la fundamentación de la dialéctica materialista, en su segunda vía, donde construye la necesidad de la base a partir de las voluntades individuales de la subjetividad social. Y llega Althusser y se planta, y se niega a seguirlo, y ve en ese dispositivo la derrota del marxismo y la victoria de su enemigo.


4.3. Me he referido en diversas ocasiones a que un síntoma de las carencias dialécticas de buena parte de la tradición marxistas se aprecia en el recurso habitual, para la representación o expresión de las relaciones sociales, al modelo físico de composición vectorial de fuerzas. En tanto modelo mecánico -ya se sabe, tanto la Estática como la Dinámica son partes de la Mecánica- parece prima facie ser opuesto a la dialéctica, obstáculos de la misma. De ahí que fluidamente, tal vez con exceso de fluidez, me reafirmara en que recurrir al paralelogramo para fundar las relaciones sociales conflictivas, las contradicciones, era naturalizar lo social (la historia, la producción, el arte o la consciencia). Ahora, releyendo a Engels de la mano de Althusser, se activan las dudas y se extienden de la conclusión al propio proceso teórico que pone en marcha.

He de reconocer, de entrada, que la vía de las voluntades apoyada en el modelo del paralelogramo como instrumento de composición de fuerza, entra por el ojo a la primera impresión, pues aparece como un modelo simple, transparente, fiable y ágil de representación del movimiento social como resultado de interacciones entre sus elementos (instancias, esferas, instituciones, sujetos, intereses, voluntades…); nada más tentador que representar el movimiento social como cualquier otro movimiento, o sea, como resultado o efecto de una fuerza, se vea esta como expresión objetiva de las estructuras (cual movimiento dinámico de una masa) o como expresión subjetiva de un sujeto (voluntad, deseo, intereses, de un individuo, clase, pueblo o nación). Por tanto, el modelo vectorial de composición de fuerzas, de la Dinámica o de la Estática, parece hecho a medida de la Teoría social. De ahí que sea tan habitual pensar las fuerzas físicas persiguiendo un fin (prosopopeya) como las voluntades enfrentándose entre sí como vectores de fuerza (naturalización). Si sumamos el éxito y expansión de lo que se ha dado en llamar pluralismo ontológico, la hegemonía del individualismo metodológico, y la difusión imparable del factorialismo en las ciencias sociales, tendremos el contexto teórico más favorable posible a la penetración y arraigo de la técnica de composición de fuerzas, el modelo del paralelogramo, en las ciencias sociales, incluso en las tradiciones más refractarias, como el marxismo, por su compromiso con la dialéctica.

Mirado de cerca, en el uso de este modelo del paralelogramo se parte siempre de un momento abstracto en un escenario en que aparece una pluralidad de fuerzas de forma clara y distinta, puras y originales; cada una se representa por su vector, que puede y debe tener origen, dimensión y dirección propios, tal que se analiza en su abstracción como “autónoma”. Pero es obvio que cuando pasemos del modelo a la representación concreta de la realidad, a la que tiende el análisis, cada fuerza de las originarias ha de aparecer como efecto de otras, como resultante de otro juego del que hemos hecho abstracción por exigencia metodológica. Además, hecha la composición, reintegrada cada fuerza en la totalidad, reaparece en la representación siempre combinada, determinante y determinada, en un sistema con equilibrio provisional o inestable; y si de la representación estática, sincrónica, de foto fija, al fin abstracta, pasamos a otra dinámica, diacrónica, del movimiento del sistema de fuerzas, haremos evidente la presencia de la resultante, representable ella misma, de forma abstracta, en un vector simple, con origen, dimensión y dirección propias.

En todo caso, este vector simple, unitario, de la resultante contiene a su modo, -de un modo formal-, todas las fuerzas componentes; por analogía se piensa que, del mismo modo, el acontecimiento histórico contiene, aquí de modo mágico, las diversas voluntades fusionadas en la coyuntura. En las sucesivas combinaciones o fusiones, entre las fuerzas originales y las sucesivas resultantes parciales, todas van desapareciendo materialmente de la escena para adquirir una forma de presencia nueva y extraña, sin individualidad, sin presencia física distinguible, sin representación vectorial posible, mediada o negada por las otras e integrada anónima e inidentificable en la resultante final comunitaria, nueva y transcendente, efecto de la necesidad (de la necesidad de las leyes físicas de la mecánica), sobrepuestas a las identidades particulares. En el caso de las fuerzas físicas esa deducción, y ese paso de la contingencia o casualidad a la necesidad o causalidad, ha sido posible por su reducción a cantidad: tanto su intensidad como su dirección en el espacio se reduce a cantidad en el modelo del paralelogramo. Ahora bien, por similitud las voluntades, la subjetividad representada en las “fuerzas sociales”, ¿puede ser reducida a cantidad?, ¿a longitud y orientación espacial de un vector? Deberíamos no olvidar que las relaciones sociales, como producciones humanas, se dan en el elemento de la vida, y de ahí surge esa determinación esencial que es la voluntad, que también suma en la resultante del paralelogramo.

En la reducción de la fuerza física a cantidad requerida en el modelo de composición de fuerzas no se cuestiona la representación; podía cuestionarse fenomenológicamente, pues el concepto de fuerza es inmensamente más rico de lo que aparece en su expresión vectorial; pero no se cuestiona la representación porque la Física no aspira al conocimiento de la esencia, sino al conocimiento del uso instrumental de la fuerza; y frecuentemente a una abstracción muy parcial y delimitada del mismo. Se puede usar la fuerza de los combustibles fósiles, es obvio, sin conocer sus infinitos secretos efectos, reducidos a un medio de producción abstracto equivalente a su precio de mercado. La fuente de la fuerza no se queja, a no ser que se trate de fuerza humana; la Física se consolida como ciencia-instrumento con esas reducciones de las cosas a cantidad. Ahora bien, cuando se trata de la representación vectorial de las fuerzas subjetivas, sea de los intereses económicos, de los sentimientos éticos, de los valores patrióticos o de la “libre” la voluntad individual, su representación vectorial, con la reducción a cantidad que conlleva, puede cuestionarse tanto ideológicamente como epistemológicamente. Cuando Bentham, a su manera, trató de reducir a cantidad la subjetividad en su extravagante y ridículo “calculus felicificus”, un modelo de laxa inspiración en el del paralelogramo, solo causó hilaridad. La idea que guiaba su método no era extravagante como máxima de actuación política, buscar la “mayor felicidad para el mayor número”; e incluso es soportable y equiparable como criterio de justicia a otras máximas menos criticadas, como “a cada uno según su trabajo”, o a la rawlsiana del “paquete con la mayor cantidad de libertades compatibles”; lo extravagante era su método, que incluía la reducción de la felicidad (aunque la pensara como utilidad) a cantidad; creía poder medir la cantidad de felicidad que un mismo acontecimiento (por ejemplo, una ley, una política, una institución…) producía en los pobres y los ricos, en los trabajadores y en los patronos; creía poder operar con estas cosas como con la longitud y las coordenadas de los vectores.

No es la reducción a cantidad el único frente de sospechas del modelo. Condensado el conjunto en la resultante, vista ésta como determinación simple del sistema, si existe, si no es igual a cero, expresa la presencia de dominio en la estructura, la dominancia que Althusser ve intrínseca a la estructura capitalista; e implica que el sistema tiene movimiento y dirección. La resultante es representable con un vector fuerza, y expresa que en el sistema el juego de las contradicciones no es suma cero, que no hay equilibrio definitivo, sino que hay dominancia. Esto quiere decir que, si representamos fuerzas físicas, no ha vencido ninguna, pues la resultante representa al todo; pero si representamos intereses o voluntades sociales, su significado es otro: unos están presentes y otros no, unos vivos y otros muertos y abandonados en la cuneta de la historia. Esto dispositivos de representación de la Física, como los gráficos de la Estadística, en su superficie maquillan la desigualdad, reducen por compensación la irreductible diferencia. La presencia de la resultante quiere decir que una de las fuerzas, la dominante y sus aliadas o subordinadas, han vencido y neutralizado a las enemigas, aunque sea a costa del desgaste de las vencedoras.

El vector fuerza de esa resultante de dominio, donde están todas las componentes fusionadas, vector de la totalidad estructurada, no debe confundirse con el de una particular de mayor valor absoluto, o la que en la representación gráfica tiene el vector de mayor longitud, o la que llamamos fuerza resultante o dominante por ser la más influyente en el resultado, la que más peso tiene en la composición de la resultante. Es obvio que la “fuerza dominante” y la “fuerza resultante” así concretadas no coinciden; sus respectivos vectores difieren en dirección y dimensión. La fuerza resultante de la lucha, el residuo de la confrontación, lo que queda después de compensadas o neutralizadas todas las determinaciones, sale del interior del sistema, pero desplaza a éste hacia el exterior, le impone la necesidad de readaptación permanente. Y si los vectores representan fuerzas de la subjetividad, las relaciones internas son más complejas, la neutralización es compatible con la sobrevivencia, la dominancia aquí es finita, reversible, asimétrica. Por tanto, el modelo mecánico importado a la teoría social puede tener utilidad didáctica, e en esta función incluso puede ayudar a avanzar en la concepción dialéctica del mismo, pero tiene su inercia, no respeta límites, tiende a inundarlo todo, como los gases, a colonizar todos los territorios. Y, como sabemos por su propia definición, la Mecánica es el obstáculo de la Dialéctica.

La imagen del dispositivo del paralelogramo en la composición de fuerzas que vengo comentando aún nos proporciona algunas otras reflexiones esclarecedoras para la distinción entre las relaciones mecánica y dialéctica, y más en concreto, entre los conceptos de contradicción sobredeterminada y contradicción subsumida. En cierto sentido, el recurso althusseriano a la idea de “estructura con dominancia” para representar la sociedad capitalista juega el mismo papel que el espacio vectorial de la composición de fuerzas de la dinámica; la existencia de la dominancia se corresponde y expresa en la presencia de la resultante, aquella formada por la articulación de contradicciones y ésta por la composición de fuerzas, unas y otras mediaciones, pues son productos cuyas fuentes se pierden en el horizonte. Ahora bien, en el modo físico la resultante, o bien es neutralizada, generándose el estado de equilibrio, (siempre relativo y provisional, instable, pero a efectos funcionales equilibro), o bien imaginariamente genera un movimiento continuo y uniformemente acelerado. En el orden social, en la representación dialéctica del mismo, la similitud se rompe en este punto: no hay acontecimiento histórico cero, (no se para la historia), pues hasta el cero sería un hecho histórico; no desaparece la dominación, pues las relaciones de dominio se metamorfosean y permutan, pero siempre se reproducen; y, sobre todo la resultante es siempre incierta, el resultado es indeterminado, la última página de la historia es la siguiente, y está siempre por escribir. Incluso en el modelo estructural althusseriano, en el que sigue pesando la dimensión mecánica del modelo, la resultante se traduce en reproducción, un infinito movimiento de sobrevivencia del sistema. Cierto, la estructura tiende a quedar anclada en la sincronía, acaba fijando la dominancia, siempre la misma, con la misma dirección; pero es sólo tendencia, acentuada en periodos a los que siguen rupturas por donde la historia avanza, Además, esa tendencia se da en la forma, pues en su materialidad el todo avanza. De hecho, la tendencia a mantenerse, a reproducirse, de la forma estructural con dominancia, se concreta en los constantes cambios materiales internos, en reajustes de las luchas, de las contradicciones, de las subordinaciones, en definitiva, de la hegemonía. Cambia todo, incluso la intensidad de la dominación, para mantener esa dominación, en la que se juega su existencia la forma social.

Quiero decir que el modelo del paralelogramo tiene sus limitaciones a la hora de ser importado a la teoría social, y particularmente para usarlo -aunque sea en régimen de subsunción formal, insisto- incorporado al marxismo. Aunque parezca avenirse de forma inmediata a la experiencia histórica, no encaja en la teoría, a no ser sacralizando la economía y fijando una linealidad teleológica de la historia, cosa que no cabe en un concepto materialista de contradicción, que implica la indeterminación de los resultados y, por supuesto, de la dirección concreta del movimiento. En este sentido, el uso del modelo de la composición dinámica de fuerzas de la Física en la Teoría Social siempre es problemático; pero, su uso en el marxismo puede llegar a ser literalmente perverso.

Hay que suponer que, supuesto el movimiento continuo, la resultante que lo provoca es móvil, variable en intensidad y dirección; podemos decir que está siempre en juego, redefiniéndose en sus formas o valores concretos, garantizando así una historia abierta, en constante reescritura. Tanto más si esta resultante se interpreta en el sentido que venimos proponiendo, no como expresión de la fuerza dominante, en nuestro caso del capital, fuerza consagrada dominante por mera fetichización, sino como expresión de la totalidad, de la combinación de fuerzas activas, fuerza que expresa la “fusión” y la lucha de todas las otras, de todas las componentes reales de la estructura, así como sus efectivos movimientos, sus cambios cuantitativos y cualitativos, sus múltiples subordinaciones y jerarquías variables.

A diferencia de la fuerza dominante, que tiene su fin propio, la fuerza resultante, expresión combinada de la dominación compleja, por su propia naturaleza no tiene ningún fin particular, no tiene otro fin propio que el que le marca en cada momento la estructura, y éste consiste siempre en la reproducción de la totalidad. Cierto, podemos y tal vez debemos pensar que esa función reproductora del conjunto es un dispositivo enmascarador de su verdadera función, la de servicio a la fuerza dominante, que en cierto modo marca el tono de la partitura; pero también deberíamos pensar que, como forma determinada inmediatamente por la resultante –y sólo mediatamente por la dominante- sirve a ésta, al capital, porque y en la medida en que éste sustenta la totalidad, como en un pacto secreto de ventajas mutuas. Por ello me parece adecuado considerar que esa resultante de la composición de contradicciones que se expresa en instituciones, reglas de juego, aparato político y jurídico, valores e ideales…, en definitiva, en lo que llamamos forma subsuntiva, no tiene un fin propio y estable, un telos transcendente definido, sino que podemos pensarla en parte como resultado ciego, sin conciencia de sí, sin para sí.


5. El fin de las ilusiones.

Las dudas expuestas respecto a la vía de las voluntades engelsiana nos lleva a los últimos momentos del análisis althusseriano, donde se aprecia su juicio final sobre la “solución teórica” de Engels. Para reconstruir su alegato definitivo hemos de remontarnos de nuevo al énfasis que pone en la transcendencia de la resultante; se esfuerza tanto en resaltarlo que nos lleva a pensar que el acontecimiento no es cosa nuestra, de los seres humanos, que siendo actores no hemos dejado en él nuestra huella, cual trabajadores de una potente cadena de montaje que no encuentran sus marcas en los productos finales. Recordemos que Althusser nos habla de la “doble transcendencia” de la resultante en función de las componentes: por un lado, en tanto que el vector que la representa no reproduce ni en intensidad ni en dirección el de ninguna componente; no reproduce ni la fuerza ni la voluntad de ninguno de los elementos sociales, sino de su combinación, de su negación. La resultante tiene intensidad o grado diferente a las componentes; es “indiferente” a ellas, no le importa su genealogía. En tanto ajena a las voluntades particulares, la resultante es un resultado inconsciente, “una fuerza sin sujeto” [50]; o un sujeto sin consciencia, que sería equivalente; como efecto ciego, nadie la quiso, no carga con los sueños o esperanzas de su amo, no tiene que expresar su origen ni su genealogía. Esa resultante, esa fuerza global, producto de la globalidad de voluntades pero que puede pensarse como “potencia única”, independiente de sus componentes, puede ser considerada la fuerza determinante en última instancia. El pensador francés puede concluir: “Está claro que hemos fundado y engendradoesta fuerza triunfante en última instancia: la determinación de la economía, que esta vez no es exterior a los azares entre los cuales se abre paso, sino que es la esencia interior de estos azares” [51].


5.1. Resumamos un poco el recorrido para ver con perspectiva el asalto final. El modelo del paralelogramo ha permitido ilustrar la génesis de la resultante, condensación de la infinidad indescifrable de determinaciones individuales; por similitud, ha permitido pensar el acontecimiento histórico como fusión de voluntades individuales irreductibles. Por tanto, nos ha permitido entender que son las voluntades individuales las que, metamorfoseándose en sociales, negándose a sí mismas como particulares, las que generan la determinación en última instancia, las que ponen la resultante, la directriz del todo. Engels, pues, nos ha proporcionado la respuesta, su respuesta al problema de la fundamentación del principio materialista.

Ya he dicho que esa fórmula de fusión de voluntades no difiere substancialmente de la otra, de la fusión de “azares”, con la que podríamos construir la determinación en última instancia como efecto resultante de las eficacias de la sobreestructura. Verla como fuerza inmanente surgida por la fusión de voluntades, del “espíritu subjetivo”, y verla igualmente inmanente pero surgida desde la acción del “espíritu objetivo”, sólo se diferencian en eso, en que son dos miradas, pero formalmente no difieren. Una y otra son similares, y si una es más persuasiva que la otra, los motivos hay que buscarlos en nuestros prejuicios, en esas contaminaciones que arrastramos del dualismo de fondo, que aquí se manifiesta como preferencia por la subjetividad o la objetividad. También he dicho que el segundo asalto engelsiano no es una respuesta completa, y menos aún la respuesta; considero que ambos son respuestas parciales, momentos de construcción de la respuesta. En el análisis hay que pasar por ambos: hay que plantearse la relación base/sobreestructura objetivamente, como proceso desubjetivado; pero luego hay que incorporar otros escenarios de análisis, y en particular el que da entrada a la subjetividad, no para sustituir y eliminar el anterior por imperfecto, sino porque la representación de la totalidad, en el ascenso analítico a la misma, exige esos recorridos múltiples. Eso es el análisis, abstracción de partes de una unidad que luego hemos de recomponer para ir haciéndola más y más rica y transparente, más y más determinada y concreta.

En este sentido, la especial ventaja de esta segunda alternativa, por la vía antropológica de las necesidades humanas individuales, consiste en que no sólo suma otro recorrido dialectico, siempre enriquecedor en una práctica teórica como categoría de la ontología de la praxis, sino que compensa la frialdad abstracta del objetivismo del primer asalto; al introducir el recorrido de la subjetividad, al plantear que tanto las sobreestructuras como la base son y se producen en relación con ella, con las voluntades individuales, la totalidad en todas sus esferas pasa a pensarse como proceso de producción; y esa es la perspectiva coherente. No sé si la correcta o definitiva, pero sí la que cumple con la exigencia de coherencia ontológica.

Althusser, por su parte, como conclusión de su análisis, argumenta que, en esta segunda perspectiva metodológica, o segunda aplicación del método, se ha producido un profundo cambio respecto a la primera, ya que aquí “la necesidad se encuentra fundada al nivel de los azares mismos; sobre los azares mismos como su resultante global: es, por lo tanto, sin duda, su necesidad” [52]. Por tanto, concluye que Engels nos ha dado una respuesta, nos ha ofrecido una solución teórica; si la aceptamos, ya sabemos de dónde procede la determinación en última instancia y su necesidad. Ahora bien, para aceptar la respuesta como solución hemos de valorar el método que ha seguido para conseguirla; es lo que hace con contundencia el filósofo parisino, que es consciente de que para obtener esa respuesta Engels ha tenido que abandonar el dominio de la interacción de las estructuras, de sus efectos microscópicos, e instalarse en el de las voluntades individuales; por tanto, ha tenido que hacer abstracciones diferentes de lo real social, ha tenido que cambiar de objeto, y esto de por sí no le gusta nada al pensador francés. Además, no sólo ha cambiado de objeto, sino que simultáneamente ha introducido el modelo del paralelogramo, dispositivo para combinar y fusionar las voluntades, cuyos supuestos y efectos tampoco le agradan. Se trata de un mecanismo, de un modelo, que puede usarse en ambas perspectivas, e incluso objetivamente parece más adaptado a la primera, en la representación de las fuerzas que actúan en las estructuras, si bien estamos más habituados a acoplarlo, con frecuencia como metáfora, para representar las voluntades individuales. Althusser no entra en esta cuestión y se queda con la positividad: nos parece a primera vista más idóneo: “Todo ocurre como si el modelo aplicado a la eficacia de las superestructuras hubiera sido pedido prestado a su verdadero objeto, aquel que estamos viendo en este momento: el juego de las voluntades individuales [53]. Puede concluir, por tanto, que la razón del éxito en la segunda tentativa expresa también la razón del fracaso en la primera; se comprende el intento fallido de la perspectiva de la dialéctica de las estructuras en cuanto el modelo de explicación no era el adecuado para aquel objeto, era el adecuado para otro objeto.

En todo caso, nos interesa más valorar el uso del dispositivo. Ya hemos descrito su funcionamiento, partiendo de las fuerzas componentes van apareciendo las resultantes como fuerzas transcendentes; hemos visto también la doble transcendencia y sus consecuencias, que la resultante sea diferente en medida y dirección a cada una de las componentes, que ninguna se reconociera en ella; además, también hemos visto que la resultante será en su esencia inconsciente e inadecuada a la consciencia de sus componentes, una fuerza sin sujeto, fuerza de nadie, voluntad de nadie. Por eso puede ser considerada tanto una resultante global y abstracta de todas y “a su vez, puede considerarse producto de una potencia única que, como un todo, actúa sin conciencia y sin voluntad". Ya hemos visto la construcción de la argumentación, que el pensador francés valora como todo un éxito, perfectamente expresada en la cita antes recogida: “Está claro que hemos fundado y engendradoesta fuerza triunfante en última instancia: la determinación de la economía, que esta vez no es exterior a los azares entre los cuales se abre paso, sino que es la esencia interior de estos azares” [54]. Hemos construido el concepto de una fuerza con la necesidad en su esencia, en su constitución, transcendente, pues no aparecen en ella las marcas del origen y destino de ninguna; sin consciencia, pues no tiene ni origen, ni dirección ni destino propios, ya que es resultado necesario.

Althusser embellece satisfecho el acuerdo, que parece tan perfecto, entre el modelo y su objeto; en el fondo, ha reescrito con eficacia la fundamentación engelsiana llevándola al límite, logrando que transparente lo que no se revela en una simple lectura de los pasajes de la carta. Parecía más engelsiano que Engels, quería llevar su propuesta al límite, para allí probar su verdad, la validez de su solución al problema. Y es aquí, en el límite, donde pone a prueba la solución engelsiana; dos o tres páginas constituyen el momento crucial de su intervención.

Comienza por introducir la sospecha en el cambio de objeto, y sobre todo en la especial adecuación entre el objeto y el método en la vía de las voluntades, precisamente los elementos base del éxito. Althusser señala que esa adecuación tan perfecta se nos revela en la mirada de superficie, en la percepción “inmediata”; pero si lo analizamos con perspectiva, si miramos “más acá y más allá” de la inmediatez, ese perfecto acoplamiento, esa adaptación, se nos vuelve más problemática, pues se nos revela que, como todo lo inmediato, éste también consiste en “un acuerdo postulado, no demostrado”. Alrededor de la intuición inmediata habita la oscuridad del vacío epistemológico, como la imagen de una gran metrópolis aislada, sin la red de comunicaciones que la conectan con el mundo. En la inmediatez el objeto y el método o el modelo se acoplan perfectamente, como hechos uno para el otro; pero antes y después, más y allá y más acá de la zona iluminada de la ciudad, aparece la noche, la indeterminación, la falta de fundamentos de su existencia, la ausencia de redes de conocimiento, de abastecimiento de la ciudad. Althusser lo llama “el vacío desde el punto de vista del conocimiento”. Como toda verdad presupuesta, carece de argumentación, de demostración, de nutrientes, de presencia de su desarrollo en el concepto; su resplandor es virtual, imaginario, sin más legitimidad que la proporcionada por el supuesto de estar en espera de su fundamento y de la consciencia de que, mientras tanto, es sólo provisional, hipótesis a resolver. Si se olvida este carácter, si e vuelve familiar la suspensión de la ciudad iluminada en el vacío de la noche, esa aparición, esa presencia en majestuoso aislamiento, pasa a interpretarse como saber consolidado; el supuesto de la adecuación del método al objeto, como todo supuesto, deviene dogmático.

Podríamos contestar que ese vacío es precisamente el que ha llenado Engels con sus respuestas, ampliando la ciudad, incluyendo su abastecimiento, su desarrollo, su génesis; si Althusser las considera respuestas, se ha roto el aislamiento, se han establecido los fundamentos. Tal cosa habría ocurrido si lo construido realmente fueran conocimientos que sirvieran de fundamento; pero el filósofo parisino considera que no es el caso. Lo parece, pero no lo es; si se mira más acá y más allá de ese fulgor de la evidencia inmediata, efecto inducido por la complicidad entre el método y el objeto, lo que se encuentra es oscuridad y ausencia, vacío epistemológico que borra el brillo de la evidencia inmediata.

Veamos primero qué pasa en el “más acá”. Efectivamente, el modelo impone un escenario al objeto, unos límites, y deja fuera, oscurecido, lo que no está presente; en ese escenario los elementos presentes, las fuerzas que representan las voluntades individuales, aparecen como legítimas, como nativas, como datos absolutos pertenecientes al paisaje, sin necesidad de exhibir documentación de su origen y su genealogía. Pero en cuanto les pedimos sus credenciales, su biografía, cuando nos preguntamos por el origen de las voluntades individuales, nos perdemos en lo infinito. Recordemos que Engels lo despacha rápido: “Cada una es lo que es gracias a un gran número de condiciones particulares de existencia”. O sea, la respuesta engelsiana nos remite a multitud de circunstancias microscópicas, internas y exteriores, de todo tipo; y entre ellas hemos de contar las económicas, y su privilegio del “en última instancia”. Y aquí está el problema: sin apenas darnos cuenta, huyendo de la caída en una argumentación ad infinitum, caemos en los asfixiantes brazos de una reflexión circular, en petitio principii, poniendo el principio como fundamento de sí mismo. En definitiva, el modelo cierra el objeto y silencia las preguntas que no tienen respuesta en su seno. Por tanto, la adecuación que resplandecía en la mirada inmediata resulta ficticia, un simulacro, una máscara de la imposición, un signo de la sumisión del conocimiento a la ideología.

Ciertamente, ya lo hemos indicado, mirando con detenimiento vemos que Engels mezcla dos modelos. Uno es el mecanicista del materialismo del XVIII, que remite al infinito de las circunstancias y azares, que es vacío desde el punto de vista del conocimiento (aunque sea edificante, pues combate la providencia divina), y que da entrada a un infinito sin contenido, una “generalización abstracta”. El otro modelo es el marxista del materialismo histórico, que califica y jerarquiza esa infinidad de circunstancias, distinguiendo las sociales y seleccionando en particular las económicas. Por tanto, este modelo introduce un límite, pone un primer motor a la cadena de determinaciones para así escapar del infinito vacío. Pero, claro está, con la limitación se cae en petitio principii, pues el infinito se determina y niega recurriendo al objeto que está en cuestión, tal que se sale del vértigo de la regressio sine fine poniendo un origen, una primera y privilegiada determinación, una determinación en última instancia, que paradójicamente es la cuestión que se debate; se recurre al privilegio materialista de la economía para fundar dicho privilegio. O sea, huyendo de lo infinito y la indeterminación, del vacío epistemológico, se cae en la paz mágica del Barón de Munchausen, ese extravagante personaje ya conocido que evitaba hundirse en el lodo tirando de su propia cabellera. Así desaparece el problema, pero hemos amputado el objeto, lo hemos convertido en intuición, en verdad inmediata, o sea, en acto de fe.

Esa regressio ad infinitum es lo que encontramos en el “más acá” del objeto, ese infinito océano donde se pierde su fundamento condenando al objeto a subsistir en la indeterminación. En el “más allá” encontramos una situación análoga, allí también pasan cosas similares. En el funcionamiento del dispositivo del paralelogramo con cada fusión de fuerzas se van obteniendo resultantes virtuales, cuyas formas se pierden en las sucesivas resultantes hasta la final y definitiva; esta resultante final, la resultante por excelencia, es el resultado de aplicar una infinidad de veces el dispositivo. Por tanto, la presencia en ella de las componentes originales se confía a un algoritmo infinito, que deja el final suspendido en la indeterminación, a merced a la fe, en la frialdad oscura del vacío epistemológico. Sin esa fe, el escenario se difumina en ilusión; esa fe es necesaria para estar seguro de que la resultante final es la que se espera que sea, en definitiva, para conservar la certeza de que dicha resultante es fruto o efecto de la determinación en última instancia. Lo cual, ciertamente, exige fe, mucha fe, fe de la buena, fe muy ciega. Como dice el pensador francés, “en estas condiciones, ¿quién nos asegura… que la resultante global no será nula?, ¿quién asegura que será aquella que se quiere, la económica, y no otra, la política o la religiosa?” [55]. En esa aplicación indefinida del algoritmo de composición de fuerzas en que, en cada resultante parcial, intermedia, se pierde la genealogía de sus componentes, la fe, la certeza ideológica, obra el milagro de encontrar en el final su origen, su fundamento. De ahí que el pensador francés concluya con melancolía que “a este nivel formal no se posee ninguna seguridad de ningún tipo sobre el contenido de las resultantes, de ninguna resultante [56]. En definitiva, si en el “más acá” se recurría a la falacia de fundar el principio en sí mismo para evitar una regresión infinita, con lo cual optamos por el vacío epistemológico, en el “más allá” llegamos a una situación similar, pues hemos de elegir quedarnos dentro del problema afrontando el vacío epistemológico de los paralelogramos y sus resultantes, asumiendo la indeterminación del destino, o bien hacernos trampas al solitario y hacer que la composición de fuerzas se dirija adonde queremos que vaya, a coincidir con la determinación; o sea, salirnos del problema y poniendo (más bien imponiendo) la solución marxista cuyo fundamento buscábamos, renunciando con ello a fundarla y, de paso, banalizando su búsqueda.

Insistamos un poco más en los matices reescribiendo la reflexión. Althusser entiende que Engels ha respondido finalmente al problema que se planteó, el de la eficacia de las sobreestructuras, adecuando el modelo al objeto, o sea, abandonando el modelo estructural de las relaciones entre instancias y adoptando el modelo de las voluntades individuales. Así ha conseguido una respuesta, pero lo ha logrado mediante una argucia sospechosa, adecuando el modelo (el dispositivo del paralelogramo) al objeto (las voluntades individuales). Ahora bien, esta adecuación resalta, se hace evidente, de modo inmediato; la relación entre los vectores fuerza y la resultante es transparente en la imagen estática de la abstracción de la escena, en las proporciones del paralelogramo; pero si rompemos ese cerco, esa clausura, y buscamos una imagen más concreta, que incluya las componentes de las componentes, que tome éstas como resultantes de una composición anterior, es decir, que incluya el movimiento, la genealogía, el origen y la historia de esas fuerzas de las que convencionalmente partimos en el momento cero del análisis, entonces la relación de inmediatez desaparece y la evidencia de la relación se oscurece; es decir, la solución del problema se problematiza. O sea, si ampliamos la mirada al antes y el después, si salimos de las abstracciones aisladas del análisis y pasamos a la reconstrucción del concreto de pensamiento, se rompe la inmediatez de la relación y la solución encontrada se vuelve ilusoria.

La mirada del “más acá” no nos lleva a ninguna parte, pues nos presenta el modelo del paralelogramo, tan claro y sencillo, tan seductor, que impone fácilmente su evidencia. Pero, si resistimos su canto de sirena, y nos preguntamos por su “origen”, el hechizo se rompe. Partir de las voluntades individuales como datos es una abstracción sugestiva por simplificadora y embellecedora, pero con ello dejamos el origen en la oscuridad, en los mil azares indescifrables. Cada uno es lo que es “gracias a un gran número de condiciones particulares de existencia”, dice Engels; cada voluntad es tomada como un comienzo absoluto, cuyo origen se invisibiliza y menosprecia, cuando en realidad tiene tras ella infinidad de circunstancias microscópicas, físicas, biológicas, sociales, públicas y privadas, ideológicas, culturales, jurídicas o económicas… ¿Es razonable ese punto de partida?

Así se nos revela que no es muy marxista -no es muy coherente con la ontología marxiana- explicar ese comienzo de la voluntad individual recurriendo a la infinidad de azares que se ocultan; en principio puede parecer una buena vía, pues aporta una explicación que permite liberarse de la creación divina y de la providencia; en principio cuenta a su favor con la ideología, sirve en la lucha ideológica, que también hay que tener en cuenta. Pero es obvio que ese materialismo de la materia y del azar no es el de Marx; la ciencia de la historia, la ordenación racional del saber de la historia, que busca Marx no permite la entrada ni de la providencia ni del azar; incluso si estos existieran habríamos de prescindir de ellos como medios de producción teóricos desguazados.

No, el recurso al azar en el origen no tiene cabida en el marxismo, es una perspectiva desechada. Además, como dice Althusser, “desde el punto de vista del conocimiento es vacía [57]. Esa es la cuestión, que los relatos apoyados en el azar o la contingencia, aunque sean relatos amables, que aportan sentido a la práctica humana, como los ideales, como las utopías, no aportan conocimiento. Aportan instrumentos ideológicos para dar sentido a la acción en la vida, y tal vez y ocasionalmente sean valiosos en el avance de la historia, pero no son conocimiento. Y esto es suficiente para que Althusser los rechace de plano; rechazo justo, que comparto, pero que considero abstracto; las ideologías son sin duda pseudoconocimientos contrarios a la ciencia, pero en tanto instrumentos prácticos que influyen en las practicas humanas y sociales, y también en la práctica teórica, deben ser analizados con más concreción, en su función histórica concreta, en como “fuerzas” que suman y restan en la composición, agregadas a la resultante. Pero esta cuestión, que pone de relieve la necesidad de una teoría de la ideología, hemos de dejarla de lado.

No es consistente con la ontología marxista el recurso al azar en el origen; en cambio, es coherente echar mano, junto a las infinitas microscópicas, de otras determinaciones macroscópicas, “generales y concretas”, sean sociales o económicas. Engels echa mano de ellas, las usas, pero no las ha producido, no las ha generado, no nos da cuenta de su génesis; aquí también usa la solución del problema como medio para abordarlo, usa el producto sin legitimar para generar los medios de producción con que producirlo, con que legitimarlo. Como dice Althusser, no salimos del círculo: “o bien permanecemos en el objeto y el problema que se plantea Engels, y entonces estamos frente a lo infinito, a la indeterminación (en consecuencia, frente al vacío epistemológico); o bien retenemos, desde ahora, como origen mismo, la solución (llena de contenido) que está justamente en cuestión. Pero entonces ya no estamos más dentro del objeto ni del problema” [58].

La otra mirada, la del “más allá”, tampoco nos lleva a ninguna parte. El modelo del paralelogramo nos exige partir de uno, del primero, de la conjunción de dos vectores, haciendo abstracción del resto. En consecuencia, la primera resultante es formal, distinta de la real y, por supuesto, de la definitiva. A medida que integremos nuevas fuerzas iremos acercando la formal a la definitiva, pero ésta siempre será formal, nunca la real. Puesto que la resultante definitiva será la resultante de una infinidad de resultantes, es decir, “el producto de una proliferación infinita de paralelogramos”, nuevamente estamos como en el caso anterior, con dos opciones. Una, confiar en el infinito, -en lo “indeterminado”, en el “vacío epistemológico”, dice Althusser-, para producir la resultante final, para “deducirla” o generarla; otra, fijar como producto el presupuesto, iluminar el trayecto hacia la luz con su propio faro, convirtiendo el viaje en imaginario, pues sólo lleva adonde ya se está.

En la primera opción, la de conceder poderse al infinito para que el azar genere el orden, requiere de ingenuidad y optimismo, pues “se confía en el vacío para producir lo pleno”; pero la alternativa es hacerse trampas al solitario. Una de dos, o se presupone que el resultado, la resultante, coincide con la “determinación económica en última instancia”, lo que no nos lleva a un conocimiento nuevo, sino más bien a un reconocimiento, que expresa una ausencia de conocimiento, un vacío epistemológico; o se admite la posibilidad de que el resultado de la composición de fuerzas por el paralelogramo sea inesperado, pueda contener sorpresas, es decir, se admite que la combinación o asociación pueda llevarnos a la compensación entre ellas, a una resultante nula, o que no sea la componente económica las dominante, que puedan decidir la dirección e intensidad las fuerzas de la sobreestructura.

En definitiva, en esa composición, si nos atenemos a la formalidad, al cálculo conforme al modelo físico, “no se posee ninguna seguridad de ningún tipo sobre el contenido de las resultantes, de ninguna resultante” [59]. Por tanto, “o se desliza subrepticiamente en la resultante final el resultado esperado, o se vuelve a encontrar simplemente las determinaciones macroscópicas (la economía) que se habían deslizado desde el principio entre las determinaciones microscópicas, en el condicionamiento de la voluntad singular” [60]. No hay alternativa, dice Althusser, “o permanecemos en el interior del problema” planteado por Engels, el de la determinación de las voluntades individuales, condenándonos al vacío epistemológico, o salimos del círculo refugiándonos en la solución marxista, echando mano de ella, tomando por escalera o herramienta el objetivo o medio, en definitiva, olvidándonos del problema, de la búsqueda de una solución, de la indagación de la “solución” marxista puesta en duda. Una alternativa realmente trágica, entre confiar la solución a la fe o ponerla en manos de la ilusión.


5.2. Estas páginas del texto de Althusser son, a mi entender, las más brillantes de su reflexión sobre la contradicción. Como ya he dicho insistentemente, no encontrará una solución satisfactoria; tal vez sea inalcanzable, tal vez sea una pretensión contradictoria, pues si la realidad está siempre abierta, en producción, como exige la filosofía de la praxis, lo ha de estar también el concepto. Lo indudable es que logra un planteamiento transparente y fecundo del problema y nos abre una perspectiva de reflexión sobre el mismo. Además, al revelar las pseudosoluciones y las falacias en torno a la solución “engelsiana”, -que aquí simboliza a la tradición marxista-, nos pone en la vía de una solución efectiva, libre al menos de esas ilusiones. En cierto modo vive el fracaso engelsiano como propio; crítica en Engels una derrota del marxismo, una caída de éste en la ideología dominante. Por eso aparcamos el interés por el “problema engelsiano” sobre la ontología o dialéctica de Marx, sobre la ontología o dialéctica de la contradicción, para afrontar directamente el “problema althusseriano”, que bajo una indudable voluntad de pureza marxista y escaldado por la facilidad de contaminación que acaba de desvelar en Engels, monta una redoblada guardia pretoriana que nos salve de la voluntad de fundamentación del saber y, por tanto, de la tentación filosófica. Comencemos, pues, por describir su recorrido, para después pasar a la valoración del mismo.

Comienza con preguntas fuertemente retóricas que dramatizan la situación teórica del marxismo, ya que cuando se ha llegado a la solución en la fundamentación del principio se descubre la ilusión de la misma, el conocimiento rodeado de vacío de conocimiento, o sea, el conocimiento como mera tautología:

“¿por qué todo está tan claro y tan bien organizado al nivel de las voluntades individuales, y por qué todo llega a ser vacío o tautológico más acá y más allá de ellas? ¿Cómo se explica que el problema, tan bien planteado, correspondiendo tan bien al objeto dentro del cual es planteado, sea incapaz de dar una solución en el momento en que uno se aleja de su objeto inicial? [61].

Esa es la situación, más dramática imposible: cuando todo está bien preparado para la conquista de la solución ésta se escapa.  Así, el enigma permanece; mejor, al enigma del principio se añade el del fundamento; a la necesidad de conocer argumentadamente el primero se añade la necesidad de descubrir esa sorprendente impotencia del segundo; y, de su mano, la pregunta por el sentido de la fundamentación. Como dice Althusser, de este modo el problema “continúa siendo enigma de enigmas mientras no se advierta que es su objeto inicial el que determina a la vez la evidencia del problema y la imposibilidad de su solución [62].

De entrada vemos que Althusser cuestiona el nuevo “objeto” de Engels, el objeto de su segunda mirada, de su segunda aplicación del método o segunda perspectiva ontológica, como se prefiera; y por tanto cuestiona todo el procedimiento y los resultados. El primer intento llevaba a una media solución, media respuesta, pues daba cuenta del tipo de eficacia de las formas de la sobreestructura, pero era impotente para explicar cómo los azares de las sobreestructuras se disipaban y los de la base económica, en cambio, generaban la determinación en última instancia; el segundo le permitía homogeneizar el trato a las diversas instancias, y ofrecía una verdadera respuesta al problema, pero no necesariamente una respuesta verdadera, pues se ha conseguido a base de cambiar el objeto y asumir el vacío epistemológico. Hecho el análisis y constatados los resultados, como podemos comprobar en la cita anterior, Althusser apunta al objeto como clave para descifrar el fracaso, para comprender el problema no resuelto por Engels de fundar la determinación en última instancia. Problema que permanecerá en el enigma -seguirá siendo “enigma de enigmas”, nos dice- mientras no se logre fundamentar el principio, lo cual mantendrá dicho principio básico del materialismo marxista de la determinación en última instancia por la economía como mera ideología. Ahora bien, si la “solución verdadera” no ha sido posible cuando se estaba en las mejores condiciones para encontrarla, la “verdadera solución” parece ser la aceptación de que no hay solución. Lo que le lleva al pensador francés a enunciar la paradoja ya mencionada: “es su objeto inicial el que determina a la vez la evidencia del problema y la imposibilidad de su solución” [63]. El objeto, siempre el objeto, decide el problema, su pseudo solución y la solución definitiva, la no solución, la negación de la posibilidad misma de solución. Hemos de insistir en su función.

Ese objeto puesto en juego por Engels en su segunda vía de fundamentación lo constituyen las voluntades individuales; en el objeto estas voluntades aparecen como realidades absolutas, simples e individuales, origen del ser y del movimiento del complejo todo social; en el objeto esas voluntades se relacionan con las cosas mediadas por las relaciones entre ellas, y estas relaciones entre sí responden a una lógica, la lógica de la composición de vectores fuerza, conforme al patrón del paralelogramo. Y ese objeto así precisado, erigido en origen del todo social, abre la necesidad del fundamento, pone en marcha la posibilidad ilusoria del mismo, determina el tipo y las reglas y, al fin, permite y fuerza el simulacro de su conquista, hace pasar como verdad una representación ideológica del mismo. En cierto modo, es también el objeto el que colabora en la destrucción del hechizo, el que ayuda a revelar que el fundamento es imposible bajo la forma más radical de imposibilidad, en tanto innecesario y perverso. En el objeto, pues, se encuentra la razón de todos los enigmas: “Allí se encuentra su verdadera premisa tanto metodológica como teórica” [64].

Ciertamente, el objeto alude a la manera de ser (unidades simples individuales en el origen) y de relacionarse (enfrentarse y fusionarse como vectores fuerzas) los individuos; en el objeto las voluntades son tratadas como los átomos físicos, como las partículas subatómicas: “A este nivel uno puede tener la impresión de volver a tomar en unidades reales, discretas y visibles, la infinita diversidad anterior de las causas microscópica” [65]. A este nivel, como en la física cuántica, la determinación cede el paso a la indeterminación, la medida a la estadística, la ley al azar. Althusser lo intuye y dice que “a este nivel el azar se hace hombre”, es decir, a este nivel las voluntades y los azares se identifican o confunden, las dos vías de fundamentación convergen; a este nivel “el movimiento anterior se hace voluntad consciente”, o sea, la voluntad aparece como sujeto ocultando su genealogía, su ser producto o efectos de oscuras de terminaciones anteriores y exteriores a ella. Todo ese escenario de representación es efecto del objeto: “Es aquí donde todo comienza, y es a partir de aquí desde donde se puede comenzar a deducir [66]. Sí, es aquí donde se decide todo, lo posible y lo imposible, la solución y la ilusión de la misma. Toda la fuerza de la demostración engelsiana, viene a concluir Althusser, se circunscribe a la que pone en juego este objeto.

La tragedia, pues creo que el pensador francés vive el fracaso engelsiano como tragedia del marxismo, se revela ante la sospecha de que ese objeto del que todo depende no es marxista sino burgués; o sea, no ha sido producido con categorías marxistas sino con categorías de la filosofía burguesa. El objeto, objeto de conocimiento, es producido en el proceso de conocimiento, en la práctica teórica; producido como elemento de un método, que también es un producto, un medio de producción teórico. La distinción entre objeto “marxista” y “burgués” no es ideológica, pues enuncia que uno y otros son construidos en procesos teóricos bien diferenciados, con G-I y G-II propias. Así lo entiende el filósofo parisino, que al estar convencido de la indiscutible diferencia entre uno y otro modo de producción teórica, que en su militancia (ideológica) llega a la discutible distinción ciencia/ideología, lamenta hondamente que Engels haya usado en el marxismo (ciencia) un objeto burgués (ideología). Desde una posición menos militante, menos ideológica, podría asumirse la diferencia entre los objetos, e incluso la superioridad técnica de uno de ellos, sin negar validez histórica al otro.

Pero aquí hablamos de Althusser, que vive tomo tragedia ese desvío de Engels. A la herida teórica de recurrir al objeto y al método del enemigo burgués se añade otra práctica, la esterilidad de la deserción que no ha servido de nada. Pues lo evidente para el pensador francés es que “este fundamento tan seguro no funda absolutamente nada”. Y tiene razón, pues el fundamento exige la mediación, la deducción o producción de la cadena de fundamento; la fundamentación no consiste en la intuición inmediata rodeada del vacío epistemológico; y sin la fundamentación así pensada, como deducción o génesis, como producción de la demostración desde fuera del supuesto, desde el exterior del principio a demostrar, no se logra nada, se pierde el camino, y en lugar de llevarnos a un principio claro nos envuelve en la noche. Por tanto, o aceptamos la indigna derrota o nos enredamos en la banal obsesión de hacernos trampas de ilusionista, “permaneciendo dentro y usando de fundamento la fundamentación que buscamos”; o asumidos la esterilidad de esa vana deserción o aceptamos como prueba de la existencia y verdad de ese principio fundamental del marxismo “su propia evidencia [67].

Diagnosticado el fracaso del marxismo en su autolegitimación teórica, sólo falta la correspondiente sanción y, si procediere, la vía de reparación. Primero, hay que reconocer los hechos culposos, hay que asumir que la ilusión es ilusión, que la videncia final de la verdad del principio no ha variado, es la que tenía en el origen del proyecto de fundamentación; segundo, hay que reconocer, como arrepentimiento y constricción, que esa evidencia es ideológica, pura estrategia del demonio, pues se consigue desde el “objeto” de la representación burguesa: “Es necesario reconocer que esta evidencia no es sino aquella de los supuestos de la ideología burguesa clásica y de la economía política burguesa [68]. Así quedamos purificados, limpios, en condiciones de crear ex nihilo.

 Una ontología centrada en la idea de individuo sujeto, con su conatus individualista, y el enigmático mecanismo de formación de la voluntad general, del interés general, del bien común, por fusión mecánica de las voluntades individuales; una ontología así es sin duda ajena al marxismo, incluso el “opuesto” que hay que vencer. Pero la presencia de algunos elementos de esa concepción en autores marxistas clásicos no debiera usarse como base de condena o exclusión; sería preferible usar esas contaminaciones ontológicas para comprender mejor el desarrollo de las teorías, y del marxismo en particular. El recurso aquí a la “subsunción formal” sería oportuno, y serviría para constatar el momento del marxismo en su lucha por la hegemonía.

Me parece irreprochable la crítica de Althusser al decir que el problema teórico planteado en torno a la cuestión de la determinación en última instancia no está ligado a “esas famosas voluntades individuales, que no son en absoluto el punto de partida de la realidad, sino un punto de partida para una representación de la realidad, para un mito destinado a fundar (eternamente) en la naturaleza (es decir, eternamente) los objetivos de la burguesía” [69]. No obstante, que lo use Engels no desautoriza a Engels -y mucho menos le hace acreedor de traición- ni debiera menospreciar al modelo. Si leemos con atención La ideología alemana encontraremos en el texto marxiano la presencia de ese punto de partida de las necesidades humanas en el origen del relato; presencia de este modelo antropológico en convivencia difusa con el modelo social de las estructuras, ambos difusos, uno tendente a diluirse y desaparecer y otro pugnando por definirse y afianzarse.

En cualquier caso, más que inventariar las carencias y excesos del pensador francés, vale la pena intentar comprender los motivos de su honda preocupación ante la situación del marxismo. Ya ha pasado más de siglo y medio, no estamos en etapa de transición, el marxismo ya tiene autonomía en su práctica teórica, ya no hay justificación para usar métodos y modelos ajenos. Cuando habla de Engels, piensa en otros que viven más cerca, mucho más cerca. Le resulta particularmente inadmisible el recurso por los marxistas actuales de una ontología individualista. Los individuos, lo individual, lejos de ser el origen de lo universal es su efecto, es producto de la totalidad. La dialectización del concepto, viene a decir Althusser, exige la hegemonía del principio de totalidad sobre el individualismo.

Se comprende la melancolía de Althusser al ver el marxismo alejarse de Marx, no en una deserción lúcida y consciente, voluntaria, sino por falta de consciencia, por abandonar una filosofía vigilante contra la ideología que haga valer los conceptos: “Si Marx criticó tan bien en esta premisa explícita el mito del homo oeconomicus, ¿cómo pudo Engels tan ingenuamente hacerlo suyo?” [70] Porque Althusser entiende que la ideología burguesa usara el atomismo individualista para fundar la premisa universalista; la tautología tenía en ellos sentido. Pero a Engels, en tanto marxista, le estaba prohibido ese “sentido”; la determinación en última instancia del orden social por la economía iba de la mano del homo oeconomicus burgués, pero Engels había de buscar otro sentido a esa determinación, pensaba el filósofo parisino.

Yo no creo que el pensador francés pensara que Engels estaba haciendo suya la ontología individualista; y seguramente, como en otros casos, le disculparía, interpretando que hace de ella un uso didáctico. Lo que ocurre es que toma a Engels como referente universal del marxismo para ajustar cuentas con los marxistas de su tiempo, anclados en los mismos concetos, ahogando el marxismo en la ideología. Esa es a mi entender su preocupación. Althusser no ignoraba que la teoría marxista se alimenta de la capitalista; simplemente llamaba a emanciparla, a hacerla hegemónica. Y esta llamada cogía acentos dramáticos en su tiempo, en que el marxismo estaba saliendo de los suburbios e irrumpiendo en la academia. El pensador francés, desde su militancia, desde su lucha política en la filosofía, no concede márgenes a la laxitud, su momento es otro y su lugar es otro, ahora la lucha política se juega en la filosofía y aquí las derrotas crecen entre las grietas de los conceptos, en los eslabones débiles de la ontología. De ahí su radical oposición a la sacralización de las voluntades individuales, usadas por Engels en la vía de fundamentación, pero sobre todo en el marxismo democrático que ganaba terreno tras la desestalinización: “Éste es un pensamiento que en un contexto completamente distinto puede tranquilizar a los espíritus inquietos acerca de su influencia en la historia, o, una vez muerto Dios, inquietos acerca del reconocimiento de su personalidad histórica. Llegaría a decir que es un buen pensamiento desesperado, que puede alimentar desesperanzas, es decir, esperanzas” [71].

Una consolación filosófica para la desesperación, un refugio para descanso del guerrero herido, una madriguera para soportar la deserción. A Althusser le preocupa e inquieta el paisaje filosófico del pensamiento marxista inundado por las filosofías de la decadencia, del naciente postmodernismo, desplazadas de la sociología a la antropología, de las estructuras a lo humano; lamenta que de todo el proyecto de fundamentación queden sólo residuos, restos de un naufragio; tras el hundimiento de la determinación económica fuerte, sólida, necesaria y de largo alcance, sólo queda el paisaje etéreo, diseminado y contingente de la subjetividad produciendo “el acontecimiento histórico” [72]. Incluso ni eso, pues si agudizamos la mirada y observamos de cerca, en rigor sólo podemos admitir “que el esquema permite la posibilidad del acontecimiento (…), pero en absoluto la posibilidad del acontecimiento histórico” [73]. Añorando las determinaciones fuertes y los conceptos sólidos, pulverizados por la ontología postnietzscheana y postheideggeriana, y que penetraba en aquellas décadas el pensamiento marxista, reconoce que la determinación de la historia va quedando reducida a la producción de acontecimientos, pues hasta esperar a Godot es un acontecimiento; pero ya se niega la posibilidad del acontecimiento histórico, con carga de necesidad; ya se le niega a la razón la posibilidad de distinguir entre la infinidad de hechos contingentes “que les ocurren a los hombres en sus días y sus noches”, singulares y anónimos, “y el hecho histórico como tal” [74]. Por tanto, si el abandono de la determinación económica fuerte y el reconocimiento de la efectividad de las otras esferas, dialectizando así la dialéctica, no ha conseguido mantener la necesidad y consistencia del ser social, si el ser ha resultado erosionado, desubstancializado, reducido a acontecimiento contingente y banal, ¿qué sentido político y filosófico tiene la batalla contra la determinación en última instancia? ¿No es el último refugio contra el nihilismo, contra esa crisis de la metafísica, anunciados por Nietzsche y Heidegger? ¿No es la en su última esperanza contra ese capitalismo que, como anunciara G. Lukács, ante su inminente potencia para imponer su razón opta por universalizar y sacralizar la sinrazón? Parece como si el capital le devolviera a Marx su más dura condena: le devuelve a su enterrador desarmado.


5.3. Aceptando lo inevitable, que la historia haya devenido sucesión de acontecimientos, nos queda una última pregunta, una pregunta propia del último hombre: ¿podemos al menos distinguir entre acontecimiento banal y acontecimiento histórico? Y Althusser la responde, de modo rotundo, que de forma absoluta no, que esta cuestión tampoco puede ser fundada; si exigimos fundamentación a la respuesta resultará imposible dar cuenta de un acontecimiento histórico a partir de hechos no histórico; es imposible ver lo histórico engendrado por la contingencia que introduce la individualidad, como lo es verlo desde los azares de las determinaciones estructurales. Y esa imposibilidad no se evapora si se recurre a las leyes míticas de la dialéctica, como la ley del salto cualitativo, la “ley que cambia la cantidad en cualidad”.

Ahora bien, en la explicación de la imposibilidad de demostrar que un acontecimiento es histórico, es decir, necesario, encontramos también la salida a la misma. Porque, bien mirado, “lo que hace que tal acontecimiento sea histórico, no es que sea un acontecimiento, es justamente su inserción en las formas históricas mismas, en las formas de lo histórico como tal (las formas de la estructura y de la superestructura), formas que no tienen nada que ver con ese falso infinito al que se aferra Engels cuando ha abandonado la proximidad de su modelo original, [formas] por el contrario perfectamente definibles y cognoscibles” [75]. El acontecimiento histórico, nos viene a decir, es un factum, sin duda, pero no es “histórico” por ser un hecho, sino por aparecer bajo una forma, por encuadrarse en ella, por ser adoptable por ella. Como el “hijo”, en tanto relación y función social, no es hijo por natural, por su esencia, sino por su adopción en una familia, una estructura político-jurídica, así el factum no es histórico en tanto hecho natural sino en tanto queda adoptado, encuadrado, en una estructura social y de conocimiento, en una categoría. En consecuencia, nos dice el pensador francés, un acontecimiento histórico es “Un hecho que cae bajo esas formas, que posee aquello que le permite caer bajo estas formas, que es un contenido posible para estas formas, que las afecta, que las concierne, que las refuerza o las perturba, que las provoca o que ellas provocan, escogen o seleccionan, he aquí un acontecimiento histórico” [76]. Su carácter, su esencia, es decir, su historicidad, no le viene de fuera, de su origen en lo otro, sea esto otro las estructuras o las voluntades, sino de su adaptabilidad a unas formas, su determinabilidad por estas formas.

Podría sorprendernos que aquí Althusser recurra a las formas, un concepto casi siempre oculto y silenciado en su ontología; prefiere silenciar ese lenguaje de la forma, sospechoso de ideología idealista, y recurrir al de estructura, dando más solidez al ser, más materialidad, si bien perdiendo dialecticidad; en la cita anterior, aunque habla de “formas”, en el fondo sigue pensando en “estructuras”. Lo que nos está diciendo es que un hecho es histórico cuando forma parte de la estructura de la historia, cuando su conocimiento forma parte del conocimiento histórico. En todo caso, como formas o como estructuras, en tanto determinan el todo y sus partes, encierran las claves para descifrar el problema engelsiano; en ellas hay que buscar la “solución” al problema, en realidad, al “falso problema” engelsiano, pues nacía de sus premisas ideológicas; pero hay que comenzar por identificar por qué es un problema. Lo diré de forma más clásica: hay que comenzar por identificar por qué una certeza no es una verdad y es un problema; y, después, definir el problema como dificultad para pasar de la certeza a la verdad, de la subjetividad a la objetividad del conocimiento.

Althusser dice que el problema engelsiano de la fundamentación en rigor no es un problema, sino un pseudoproblema; con más precisión, es un problema ideológico, pues es problema desde la ideología, desde el conocimiento (ideológico) del saber burgués, que pone como condición del conocimiento social su fundamentación desde un origen absolutamente evidente, desde la subjetividad de los individuos. Por tanto, el problema ideológico es resuelto con una solución ideológica; pero no hay, no tiene sentido, una solución teórica, puesto que el problema teórico no existe. El pseudoproblema era un problema “de la ideología burguesa”, que aspiraba a pensar la historia desde unos “principios”, que en realidad traducían su imagen del mundo: un mundo exterior a dominar desde la voluntad consciente de individuos libres y aislados en competición, desde sus objetivos o fines privados y contrapuestos. El problema lo creaba el subjetivismo intrínseco a la consciencia de la burguesía entregada al capitalismo. Pero Marx había acabado con el pseudoproblema introduciendo otra ontología, piensa Althusser, quien se pregunta: ¿cómo esa ideología –y de su mano ese problema- barrida por Marx regresó de la mano de Engels? Subrayemos la pregunta para resaltar el dramatismo con que vive esta cuestión el pensador francés: “Pero una vez que Marx barrió con esta ideología, ¿cómo puede existir todavía el problema que Engels planteaba, es decir, ¿cómo puede existir todavía un problema?” [77]. ¡Precisamente Engels!, parece decir; nadie había luchado tanto como él por extender y defender el marxismo de la ideología burguesa, y ahora, sin darse cuenta, había recurrido a ella para fundar el materialismo histórico.

Es comprensible la desolación que transpiran estas páginas. Entiende que Marx había establecido la “teoría histórica”, o sea, su vocabulario, sus conceptos, aptos para “recibir contenido”:Pensando en el modelo de Engels debo señalar que toda disciplina científica se establece a un cierto nivel, precisamente al nivel en que sus conceptos pueden recibir un contenido (sin lo cual no son conceptos de nada, es decir, no son conceptos.). Tal es el nivel de la teoría histórica de Marx: el nivel de los conceptos de estructura, de superestructura y todas sus especificaciones” [78]. Es con ellos y desde ellos que la disciplina ha de construir el conocimiento de la realidad; construir nuevos conocimientos con el material teórico marxista de que se dispone, con sus categorías, sin recurrir a otros procesos productivos desde otras ontologías; crecer produciendo lo nuevo, si remontarse a fundaciones desde orígenes remotos. La ciencia se construye, se reproduce ampliadamente, produciendo nuevos conocimientos con la ciencia consolidada; la ciencia como el capital es valor que produce valor con valor consolidado. Si abandona ese nivel y se buscan otros caminos ajenos al marxismo, uno se pierde en la confusión y el vacío epistemológico [79]. Es lo que le ocurrió a Engels, que perdió esa perspectiva y asumió otra, ideológica, tal vez útil para dirigir la acción y operar en el mundo, pero estéril para conocer la realidad. Intentó conocer la realidad social, su historia, desde las voluntades individuales, que absolutizó y consagró a semejanza de los autores burgueses. Pero no pudo -porque es imposible, pues no es un problema epistemológico sino ideológico- producir conocimiento alguno: ni pudo deducir las voluntades individuales desde las condiciones de existencia de los individuos ni pudo deducir desde éstas la resultante que funda el acontecimiento histórico; no pudo construir o deducir esas voluntades, representarse su génesis, desde la infinitud de circunstancias, de azares, ni tampoco pudo establecer la génesis de la resultante final a partir de la infinita composición de fuerzas según el método de los paralelogramos. Ante esta imposibilidad, que no es circunstancial, sino teórica, pues expresa que ningún conocimiento puede salir de la ideología, el proyecto marxista engelsiano se condenó al vacío epistemológico, del cual no se sale recurriendo a la importación de una solución exterior, aunque sea con patente marxista; no, no se sale poniendo como “resultante final” la primacía de la determinación económica, aunque la acompañe la guirnalda descrita como “en última instancia”; ese es la último recurso de la ideología, el autoengaño.

Es curioso que el filósofo parisino, a estas alturas de su reflexión, ponga el vacío epistemológico como equivalente o indisociable del vértigo filosófico, es decir, de la pasión metafísica. “Es el destino de la tentativa de fundación a la que es llevado Engels en su carta a Bloch; vemos aquí cómo es imposible distinguir el vacío epistemológico del vértigo filosófico, ya que no son sino una sola y misma cosa [80]. Dice que Engels aquí se olvidó de ejercer como marxista, e hizo sólo de filósofo; y así hemos de entender su pretensión de fundamentación, como filosófica (a todos los efectos ideológica):“Engels no es sino un filósofo. Pero también, y sobre todo, es filosófico su proyecto de fundación” [81]. Debemos pasar por alto el rechazo althusseriano de la filosofía y su apuesta por la ciencia, particularmente en su primera época, como se refleja en esta cita; pero no sin señalar la radicalidad de los mismos. No es fácil de entender sus comentarios antifilosóficos, como “es necesario plantearse el problema de esta tentación filosófica que aparece en ciertos textos de Engels. ¿Por qué al lado de intuiciones teóricas geniales, encontramos en Engels ejemplos de vuelta atrás, más atrás de la crítica marxista de toda "filosofía"? [82]. Cierto, si el descubrimiento de Marx se interpreta como una nueva teoría (científica) de la historia, que incluye una nueva Teoría (filosófica) de la filosofía, se abre una problemática que, usando las propias palabras de Althusser, “No puedo, evidentemente, abordarlo aquí” [83]. Lo dejaremos, pues, como una open question.


6. De la sobredeterminación a la subsunción.

Los conceptos, como cualquier otro proceso de producción, no pueden cerrarse definitivamente, pero este ensayo, como producto, tuvo origen y ha de tener fin. Pondré su punto final dejando conscientemente la problemática abierta; sólo añadiré unas consideraciones que a modo de balance recojan las reflexiones dispersas en las páginas anteriores para hacernos una idea de dónde estamos y adonde nos dirigimos. Me limitaré a dos tipos de consideraciones sobre la propuesta de Althusser, uno referido a la insuficiencia de su concepto de “sobredeterminación” y el otro a su abrupto e intempestivo rechazo de la fundamentación y de la filosofía.


6.1. En cuanto a la reflexión sobre la contradicción prácticamente estamos medio siglo después en el mismo lugar que la dejó Althusser; los marxistas han prestado poca atención a estas cuestiones filosóficas en las últimas décadas, que ciertamente no han sido buenas para el marxismo en general. La “contradicción sobredeterminada”, que resume su propuesta, es un paso adelante en la buena vía, si por tal entendemos la dialectización de la dialéctica como exige el conocimiento de la realidad; aún así, hay que continuar ese camino. Althusser dice inspirarse en el breviario Sobre la contradicción, de Mao, que condensa sus reflexiones sobre la lucha política; aunque tosca, poco filosófica y muy instrumental, es buena fuente de inspiración. En ese dominio de la acción política el enemigo es móvil y escurridizo, variable, mutante, lo que exige conocer el momento, distinguir cada posición, identificar protagonistas y puntos débiles, saber dónde golpear, en fin, adecuar la estrategia de lucha. De ahí que introduzca distinciones en la contradicción, entre sus funciones, entre sus aspectos. Unas citas lapidarias de Mao bastan para ilustrar esta idea: “En el proceso de desarrollo de una cosa compleja hay muchas contradicciones y, de ellas, una es necesariamente la principal, cuya existencia y desarrollo determina o influye en la existencia y desarrollo de las demás contradicciones” [84]; “en la sociedad capitalista, las dos fuerzas contradictorias, el proletariado y la burguesía, constituyen la contradicción principal. Las otras contradicciones (…) son todas determinadas por esta contradicción principal o sujetas a su influencia” [85]. “De este modo, si en un proceso hay varias contradicciones, necesariamente una de ellas es la principal, la que desempeña el papel dirigente y decisivo, mientras las demás ocupan una posición secundaria y subordinada” [86]. Estas distinciones, no obstante, parecen dejar invariante la hegemonía, la subordinación de las secundarias a la principal; pero en realidad Mao reconoce la posibilidad, y tal vez la necesidad, de la inversión de jerarquías entre contradicciones, y dentro de ellas entre sus aspectos: “En otras circunstancias, sin embargo, las contradicciones cambian de posición” [87]. Cierto, ese cambio de posición, importante para dirigir la acción política, parece debilitar la condición de “principal” y “secundaria”, reduciéndola ocasional; pero es sólo apariencia, efecto de la insuficiencia del vocabulario que usa. Podemos subsanarlo calificando de “fundamental” a las contradicciones que definen la estructura de la producción (fuerzas productivas/relaciones de producción, base/sobreestructura), o de un modo de producción particular, como capital/trabajo en el capitalismo; y reservando “principal” para identificar aquella contradicción que en un momento histórico concreto de una formación social dirige su movimiento de reproducción y sobre la que ha de configurarse la estrategia.  Es decir, las contradicciones fundamentales generan la estructura de clases y las luchas de clases, y es aquí, en el fenómeno, en la vida social, donde emerge la necesidad de identificar la “contradicción principal” para montar sobre ella la estrategia política; es aquí donde la contradicción burguesía/proletariado, tiene rango de “principal” en el capitalismo nacional, que determina a las otras y que a veces cede su puesto a una de estas otras. Por ejemplo, la contradicción metrópolis/colonias, o campesinos/burgueses, en determinados momentos históricos. Y lo propio pasa con la relación entre los aspectos de una contradicción, siempre hay uno principal pero su estatus no es eterno, es contingente: “De los dos aspectos contradictorios, uno ha de ser el principal, y el otro, el secundario. El aspecto principal es el que desempeña el papel dirigente en la contradicción. La naturaleza de una cosa es determinada fundamentalmente por el aspecto principal de su contradicción, aspecto que ocupa la posición predominante” [88]; “Pero esta situación no es estática; el aspecto principal y el no principal de una contradicción se transforman el uno en el otro y, en consecuencia, cambia la naturaleza de la cosa” [89].

No quiero entrar aquí en el discurso de Mao, sólo estas fragmentarias referencias para señalar que la dialéctica del desarrollo social, como se constata en la lucha política, exige conceptos fluidos, evitando su tendencia a la codificación, en definitiva, exige dialectizar la dialéctica. Althusser, que responde a esta consciencia en su “contradicción sobredeterminada”, como al reivindicar la eficacia de la sobreestructura o al demoler todo origen fijo, todo punto cero, en otros muchos momentos se olvida. Tiende a absolutizar los límites, a cosificar las relaciones, a fijar las determinaciones; en definitiva, tiende a sacralizar las estructuras y a sacrificar la a práctica, o sea, invierte esa tendencia a dialectizar la representación, a romper las distinciones esencialistas, a ver el movimiento complejo como metamorfosis de las partes, con cambios de hegemonía y de alianzas, en la oposición y en la sobredeterminación. Sin respetar la línea roja de la determinación en última instancia, asumiendo en la indeterminación del movimiento la posibilidad de que sea la política o la ideología la que ocupe el puesto de mando.

En su reivindicación de la sobredeterminación, precisamente su más meritoria aportación a la dialéctica, nos muestra carencias a corregir. Así, en lugar de pensarla como relación universal entre las contradicciones, como efecto de todas sobre todas, como marca de un todo social complejo sobre las contradicciones que contiene, parece restringirla a la acción de las secundarias sobre la principal, lo cual acota arbitrariamente el concepto y le resta eficacia y verdad.

La universalización de la sobredeterminación dialectiza más la dialéctica y se adecúa mejor a la realidad social, pero no basta. Para evitar que las relaciones se cosifiquen hemos de considerar las relaciones particulares entre las contradicciones, figuras abstractas distinguidas en el análisis, como momentos de la interacción global. Al fin, cada una de esas relaciones es un efecto de una acción que no es propia de una contradicción o elemento social absoluto, sino un efecto de una acción social mediada por la pluralidad de interacciones. Habremos de pensar las determinaciones individualizadas y cruzadas como un efecto global, como una “resultante”, que exprese que toda contradicción afecta a cada una de las otras pero no directamente, sino por mediación de la totalidad. Se entiende que no pueda pensarse la relación de determinación entre dos contradicciones como “pura” e incontaminada, ya que cada una a su vez está afectada por las otras. Por eso me parece más apropiado pensar esas múltiples determinaciones cruzadas como mediadas todas por la totalidad; como efecto de estructura, si se quiere, aunque prefiero llamarlo efecto de subsunción, pues deriva del hecho de estar todas ellas subsumidas en una forma, que pone límites, reglas y destino. De este modo la contradicción subsumida es el horizonte hacia el que se ha de desarrollar la contradicción sobredeterminada althusseriana para pensar la realidad social y su desarrollo dialectico.

El último límite que quiero subrayar de la propuesta althusseriana se refiere a la dirección del movimiento, de la contradicción o de la estructura, en definitiva, del todo social, de su historia. Si la estructura es mera articulación de contradicciones, y éstas expresan luchas de dominación ciegas a cualquier transcendencia, ¿cómo pensar la historia? ¿Cómo pensar una historia sin finalidad, sea la emancipación, la libertad, el progreso, el derecho, el socialismo…? Más aún, ¿cómo pensar el sentido, cualquier sentido, del cambio social? ¿Hemos de recurrir a un ideal transcendente, moral, cual ontología práctica cuya realización encargamos a la historia? ¿Qué ideal elegir? ¿Cómo imponerlo? No creo que podamos encontrar respuestas a estas preguntas sin recurrir al elemento de la vida, que Althusser parece haber olvidado. La sociedad es un producto, sin duda, pero un producto en el elemento de la vida, subsumido en ella; es producido por la vida humana y producción de vida humana. Sus instituciones políticas y jurídicas, su ciencia y su cultura, sus hábitos y sus ideas, sus instrumentos de acción, sus formas y su consciencia, son producciones para vivir; hasta la inteligencia, la imaginación, los sentimientos, los deseos y las pasiones son mecanismos engendrados y desarrollados en la lucha por la vida. En consecuencia, no es extravagante el supuesto, yo diría el principio, según el cual el todo social, aunque a veces no lo parezca, tiende a vivir; que toda la dialéctica social, el continuo nacimiento y la constante sustitución de lo viejo por lo nuevo, es una manifestación de la lucha por la sobrevivencia, que a mí me gusta expresar con la proposición spinoziana que formula “la tendencia de todas las cosas a perseverar en el ser”.

Cierto, la “estructura con dominancia” que forma la articulación de las contradicciones en el todo complejo del pensador francés responde a cierta idea de reproducción, pensada como conservación, como mantenimiento; pero yo evoco otra forma, apunto a una reproducción “ampliada” de la vida, de las condiciones y formas de vida, de la evolución de la vida. Creo que la naturaleza nos ofrece el modelo de sus ecosistemas con equilibrios inestables, que se mueven, que colapsan, que se suceden; estados o situaciones de relativa estabilidad, donde reina el más fuerte, pero con un dominio equilibrado en que de una forma más o menos soportable sobreviven las especies.  Es sólo un modelo, que no propongo en apoyo de un darwinismo social; sólo para ilustrar que la subsunción es el modo de ser de la vida, y por tanto de la vida social. El concepto de subsunción reúne dos características relevantes en su representación de la realidad: una, su forma es resultado de las luchas y equilibrios internos del todo social, resultado del movimiento de sus contradicciones, por tanto es producto de la inmanencia social, que al flotar sobre el elemento de la vida tenderá a reproducir ésta; otra, como forma del todo, resultado de su equilibrio (siempre inestable, pero efectivo), pone los límites a las partes, impone determinaciones a las contradicciones ciegas que, garantizando su reproducción, orienta ésta a la conservación del todo. La categoría de subsunción permite pensar el movimiento y su dirección, sin telos trascendente, suficiente indeterminado para la lucha que tenga sentido la lucha por la vida que vemos constante y suficientemente determinado para dar sentido y consciencia a esa lucha. Al fin, la vida es condición de posibilidad del todo social y de cada una de sus partes; la subsunción es la forma de hacer efectiva la sobrevivencia, y la forma de pensarla.


6.2. Para terminar, paso a exponer algunas consideraciones sobre el sorprendente rechazo en el “Anexo” de la fundamentación como método de conocimiento y de la filosofía como mero saber ideológico. No me refiero aquí a la crítica a las insuficiencias de la argumentación engelsiana, de su fundamentación del principio del materialismo histórico; a este respecto la crítica althusseriana me parece incisiva y correcta; me refiero a su rechazo de la fundamentación como práctica teórica y a la filosofía como saber, por entender que pertenecen a otro paradigma, a otra ontología, usados en el pensamiento burgués, y por tanto ideológicos, anticientíficos.

Estos rechazos son significativos porque, aunque tengan el sello del pensador francés, aunque estén anclados en sus presupuestos, y tal vez en sus prejuicios, aparecen y se reproducen con generosidad en la tradición marxista; y ello aunque a mi entender no encajan en la ontología de Marx, ni siquiera en la concepción de la práctica teórica de Althusser. La verdad es que no es sólo un prejuicio marxista, pues abunda en la cultura universal, está arraigado en los roquedales del derecho de propiedad (incluso en sus formas bellas, como derecho del trabajador a los frutos de su trabajo, derecho del autor a su obra), adornado con el narcisismo presente en la universal pretensión del autor a poner su obra como creación de lo nuevo. El marxismo escatológico tiene la tentación de pensarse a sí mismo como ruptura radical, “ruptura epistemológica”, decía Althusser, como revolución; o sea, destrucción de lo viejo y creación ex nihilo de lo nuevo; piensa conforme al modelo del catecismo del padre Ripalda, que definía el cielo como “el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno”, opuesto al infierno como “conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno”. Althusser nos sorprende con ese abismo entre ciencia e ideología, identificado en sus sujetos, el proletariado y la burguesía. El marxismo abre un abismo con lo viejo, no se reconoce en deuda alguna; olvida que no todo lo otro ha de ser demolido, que su teoría de la práctica teórica exige reconocer el proceso de pensamiento como un consumo productivo; olvida que Marx no es un profeta, sino un estudioso, que no se puede permitir el gesto de despreciar la “herencia”, ni la de Hegel, ni la de Rousseau ni la de Ricardo; herencia teórica no para sacralizarla, reverenciarla, y respetarla, como el avaro respeta sumiso la “riqueza”, sino para usarla a modo de “capital”, en un proceso de consumo productivo, única forma de hacer salir lo nuevo.

El marxismo es una ciencia social, sin duda, y las ciencias avanzan en gran medida desprendiéndose de esas exigencias de fundamentación última donde la filosofía se atasca; si la Física clásica persistiera en fundar su gran principio de fundamentación, la gravitación universal, permanecería donde estaba en el siglo XVII; si la física cuántica se hubiera enredado en encontrar un fundamento fuerte del principio de indeterminación, o las razones últimas del comportamiento corpuscular y ondulatoria de la materia, no habría producido conocimientos. Una cosa es producir conocimientos, saberes científicos -es decir, articulados y ordenados en modo ciencia-, y otra cosa es aspirar a la verdad, al conocimiento definitivo y absoluto de la realidad, de su origen y génesis. Althusser tiene razón al pedir para el marxismo en tanto ciencia que no se enrede en la fundamentación imposible, que se dedique a producir conocimientos, que son productos cuya producción no requiere remontarse a los orígenes de la materia prima. En cambio, no creo que tenga razón al negar al marxismo esa otra reflexión que acompaña a la ciencia, y por tanto a la producción de conocimientos, aunque ella misma no sea “aparentemente” una práctica productiva genuina. No veo razones para mantener la voluntad de fundamentación, que igual ayuda a la innovación y al rigor en la producción, siempre que su presencia no obstaculice la actividad productiva. No creo que puede pensarse la construcción de una ciencia sino a partir de la revisión de sus “fundamentos”, por la constatación de deficiencias y anomalías en sus supuestos, por la voluntad de verdad, universalidad y coherencia. En otras palabras, no veo que tengamos que renunciar a la utopía imposible, inalcanzable allá en el horizonte, en tanto sea un faro para la política, para la construcción de la vida, que orienta y guía sin imposiciones, que no nos impide vivir ni nos exige morir inmolados en su altar sagrado; y, de modo semejante, tampoco veo el sentido de renunciar a la voluntad de verdad o de fundamentación, a la filosofía, en la medida en que nos deja producir conocimientos e incluso nos anima y ayuda a ello, en la medida en que acompaña a la ciencia y no le impide su desarrollo. Y ello aunque, en uno u otro caso, la utopía o la filosofía, “sobredeterminen” a la práctica política o a la práctica científica, aunque su presencia, su acción, sea eficaz; al fin no hay práctica que escape a la sobredeterminación, y bajo la apología de la autonomía de la ciencia se encuentra esa poderosa ideología del positivismo, del culto sagrado a la positividad.

Por eso he indicado que la subsunción nos ofrece una mejor representación de la realidad, más adecuada, más verdad. Así lo entendía Marx, cuando en su tarea de conocer la realidad social, el nacimiento y evolución del capitalismo, sintió la necesidad de una nueva categoría que pensara esa situación, nada excepcional, en que elementos, relaciones o métodos de la producción precapitalista existían y persistían en el capitalismo, pero no como obstáculos o resistencias, que también, sino como formas usufructuadas por el capital, como formas viejas usadas por el capital de modo nuevo, pues “nuevo” era su uso en la producción de plusvalor, nuevo era su uso en la valorización del capital. Realidades como ésa, que describe con el entusiasmo propio de quien tiene consciencia de llevar a cabo un descubrimiento científico, necesitaban un concepto, y lo creó echando mano de otro en uso en el reino jurídico, “subsunctio”, con cierto parecido, que hubo de reelaborar, hubo de meterlo en un proceso de producción teórica hasta obtener un producto “nuevo”, con nuevos significados, con nuevos usos posibles, con distinciones y modalidades…En el ejemplo puesto, quedó como “subsunción formal”, para expresar que en este caso lo sometido, lo subsumido, es la “forma”, la función, el uso nuevo, pues materialmente se respetaban las condiciones y métodos gremiales precapitalistas.

En todo caso, puesto que el desarrollo del concepto lo he expuesto con amplitud en el Ensayo sobre la subsunción que acompaña a éste, lo que he pretendido con este excurso ha sido mostrar, por un lado, que Marx no duda en usar lo viejo para construir lo nuevo, no le repugna reconocer la presencia de lo viejo en lo nuevo, siempre que lo viejo esté subsumido, es decir, cumpliendo la función nueva que le asigna la totalidad en que se incluye; por otro, que la presencia de lo viejo en lo nuevo no es sólo como “supervivencias” [90], como lastre o resistencias estériles, sino como necesidad ontológica. Recordemos, para Marx la subsunción formal daba cuenta de una situación en la que la subsunción real aún no había sido posible. Así se desarrolla la realdad, como puede.

El concepto de “trabajo” puede servirnos para cerrar este ensayo. Marx entendía que es impensable una mercancía que no tenga valor de uso; si no sirve, si no es útil a nadie, no hace falta que la lleven al mercado, no tendrá “papeles” de esa ciudadanía. Al mismo tiempo, si ejerce de mercancía en el mercado, y puede intercambiarse, es porque contiene valor, porque es un producto, porque ha salido de un proceso de producción. La diferencia está en que dicho “valor de uso” es ajeno -al menos la utilidad más básica- al proceso productivo (tanto a los instrumentos como a las relaciones técnicas o sociales del mismo), mientas que el “valor” es una determinación de dicho proceso. Una mercancía, si es mercancía, no ve su valor de uso, su función “natural”, afectado por su producción en una cooperativa, una empresa capitalista, una unidad familiar, una granja del estado o una producción comunista; en cambio, su valor, su función particular, la que proviene de su subsunción en un modo de producción determinado, se verá profundamente afectado por su forma.

El trabajo tiene, como la mercancía, una función “natural”, tan antigua como la humanidad, que consiste en la reproducción de la vida mediante la relación con la naturaleza. Pero, a semejanza de la mercancía, nunca ha cumplido esa función natural de forma pura, sin subsunción de la misma en un modo de producción, en un orden social; o sea, sin cumplir al mismo tiempo una segunda función, que genéricamente podemos identificar con la reproducción de dicho orden social. Es así y no puede ser de otra manera; este modo de ser de cualquier realidad social, con su función “natural” y su función subsumida, la primera como un ideal y la según da como ser determinado, debemos elevarlo a principio ontológico. Creo que debiéramos generalizar esta forma de existencia impura de las categorías, que aplicado al los conocimientos nos exige comprender su simultánea función cognitiva e ideológica, su función de conocimiento de la realidad y de medios científico de intervención en ella, en definitiva, de saber y de poder.

En fín, que junto a la oposición, junto a la contradicción, hay que considerar la subsunción como determinación ontológica universal. Esa doble determinación es la que caracteriza a la que he llamado “contradicción subsumida”, a cuyo objeto he dedicado estos ensayos.

J.M.Bermudo (2021)




[1] Carta a Konrad Schmidt. Londres, 5 de agosto de 1890. Estas cartas se encuentran en C. Marx & F. Engels, Obras Escogidas, en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú, 1974. (Digitalizadas en el Marxists Internet Archive, mayo de 2001).

[2] Es aquí donde alude a la popular cita marxiana de que «Lo único que sé es que no soy marxista» [Marx había dicho a fines de la década del 70, refiriéndose a los «marxistas» franceses, que «tout ce que je sais, c'est que je ne suis pas marxiste»]

[3] Incluso saca Engels sugerentes lecciones prácticas de este debate, como al decir a su interlocutor: “Uno de los servicios más grandes que nos ha prestado la ley contra los socialistas ha sido el de habernos liberado de la pegajosa importunidad de los «estudiosos» alemanes con barniz socialista. Ahora ya somos lo bastante fuertes para digerir incluso a esos «estudiosos» alemanes, que vuelven a adoptar aires de gran importancia. Usted, que ha hecho realmente algo, habrá notado por fuerza qué pocos de los literatos jóvenes que se cuelgan al partido se toman la molestia de estudiar Economía política, historia de la Economía política, historia del comercio, de la industria, de la agricultura, de las formaciones sociales”. Esa ley antisocialista (vigente desde 21 de Octubre de 1868) a 1 de Octubre de 1890) prohibió el Partido Socialdemócrata Alemán y las asociaciones obreras, e instauró una dura y larga represión del movimiento obrero en Alemania.

[4] Londres, 27 de octubre de 1890. C. Marx & F. Engels, Obras Escogidas, en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú, 1974, páginas 507-508. [Digitalizada en el Marxists Internet Archive, marzo de 2001].

[5] Londres, 21- [22] de setiembre de 1890, en C. Marx & F. Engels, Obras Escogidas, en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú, 1974, t. III, 353-355. [Digitalizada en Marxists Internet Archive, sept. de 2001].

[6] Londres, 14 de julio de 1893.

[7] Al menos de alagunas de ellas, como Anti-Dühring (1877), Del socialismo utópico al socialismo científico (1880), El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884) y Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana (1888). También merece releerse sin prejuicios La dialéctica de la naturaleza (1883), la obra engelsiana más denostada y problemática, pero fundamental para comprender las dificultades objetivas y subjetivas de pensar la contradicción dialéctica.

[8] Londres, 25 de enero de 1894, en Marx & Engels, Obras Escogidas en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú, 1974. [Digitalizado en Marxists Internet Archive, marzo de 2001].

[9] La carta a Bloch es un texto sin duda marginal en la obra teórica engelsiana, que abordaría la tarea de fundamentar divulgar el marxismo en trabajos tan divulgados como Anti-Dühring, Ludvig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, y el polémico texto de Dialéctica de la Naturaleza, pero su frescura y precisión han convertido la carta en un referente habitual.

[10] L. Althusser, Marx, “Contradicción y sobredeterminación”, [CS], en La revolución teórica de Marx. México, Siglo XXI, 1967, 71-106, 92.

[11] Ibid., 92.

[12] Ibid., 93.

[13] Ibid., 93.

[14] Ibid., 93.

[15] El “Anexo” está incluido en La revolución teórica de Marx, ed. cit, 96-106.

[16] CS, 97.

[17] Ibid., 96.

[18] Ibid., 96.

[19] Nótese que esta “eficacia propia” aparece a simple vista como un rasgo de relación dialéctica, y lo es, si bien comparte esa peculiaridad con las relaciones interfactoriales; de ahí que la teoría de los factores se presente, desplace y suplante a la representación dialéctica casi imperceptiblemente.

[20] CS, 97.

[21] Ibid., 97.

[22] Ibid., 97.

[23] Ibid., 97.

[24] Ibid., 97.

[25] Ibid., 97.

[26] Ibid., 97.

[27] Ibid., 97.

[28] Ibid., 97.

[29] Ibid., 98

[30] Ibid., 98.

[31] Ibid., 97.

[32] Ibid., 97.

[33] Ibid., 97.

[34] Ibid., 98.

[35] Ibid., 98.

[36] Ibid., 98.

[37] Ibid., 98.

[38] Ibid., 98.

[39] Ibid., 98.

[40] Ibid., 99.

[41] Ibid., 99.

[42] Ibid., 99,

[43] No debiéramos olvidar que la subjetividad, aquí tomada en su figura de “voluntades individuales”, que sirve para la construcción del objeto, la relación entre las voluntades y la vida social, es siempre una instancia sobredeterminada. De ahí que Engels señale que estas voluntades individuales están siempre condicionadas por cadenas complejas de determinaciones de todas las estructuras.

[44] Ciertamente, no se trata de una abstracción como la hegeliana, que abstrae la consciencia y tiene como fondo el elemento de la vida; aquí son las estructuras las presentes “fueras” del objeto.

[45] CS, 99.

[46] Ibid., 99.

[47] Ibid., 100.

[48] Ibid., 100.

[49] Ibid., 100.

[50] Ibid., 100.

[51] Ibid., 100.

[52] Ibid., 99-100.

[53] Ibid., 100.

[54] Ibid., 100.

[55] Ibid., 102

[56] Ibid., 102

[57] Ibid., 102.

[58] Ibid., 102.

[59] Ibid., 102.

[60] Ibid., 102

[61] Ibid., 103.

[62] Ibid., 103.

[63] Ibid., 103

[64] Ibid., 103.

[65] Ibid., 103.

[66] Ibid., 103.

[67] Ibid., 103.

[68] Ibid., 103-104.

[69] Ibid., 103-104.

[70] Ibid., 104.

[71] Ibid., 104.

[72] Ibid., 105.

[73] Ibid., 104

[74] Ibid., 104.

[75] Ibid., 105.

[76] Ibid., 105.

[77] Ibid., 105

[78] Ibid., 105.

[79] “Pero cuando la misma disciplina científica pretende producir, a partir de otro nivel que el suyo, a partir de un nivel que no es objeto de ningún conocimiento científico (como en nuestro caso, la génesis de las voluntades individuales a partir de lo infinito de las circunstancias, y la génesis de la resultante final a partir de lo infinito de los paralelogramos ... ), la posibilidad de su propio objeto y de los conceptos que le corresponden cae en el vacío epistemológico, o en aquello que es su vértigo, lo pleno filosófico” (CS, 105).

[80] Ibid., 105.

[81] Ibid., 105.

[82] Ibid., 106.

[83] Ibid., 106.

[84] Mao Tse-tung, Sobre la contradicción. En Obras Escogidas de Mao Tse-tung. Pekín, Ediciones en lenguas extranjeras, 1968. Tomo I, 333-370, 353. Marxists Internet Archive, mayo de 2001.

[85] Ibid., 353-4

[86] Ibid., 355

[87] Ibid., 354

[88] Ibid., 355.

[89] Ibid., 356.

[90] CS, 94-95