FILOSOFÍA Y DEMOCRACIA




II. LA RECONCILIACIÓN

Resumen

Hasta muy avanzado el siglo XIX la filosofía se posicionó inequívocamente contra la democracia; había razones teóricas y motivaciones ideológicas para ello. Durante un siglo la filosofía ha intentado reconciliarse con la democracia; pero lo hizo, generalmente, por la vía del cambio ideológico, y siempre redefiniendo la idea de democracia, limpiando a la misma de aquellos contenidos históricos que repugnaban tanto a la razón como a la clase social que la gestionaba. El rechazo no respondía sólo a una estrategia de control del poder político, sino a la aristocratizante repugnancia que la filosofía siempre ha sentido por la opinión, lo probable o lo verosímil. En fin, en la segunda mitad del siglo XX la filosofía se autoconfigura como compatible con la democracia. Para ello ha tenido que superar los límites teóricos (renunciando al fundamento epistemológico) y los resabios ideológicos (renunciando a la verdad y a la virtud absolutas). Esta reconciliación ha supuesto una transformación profunda del sentido de ambos términos, un cambio radical de las ideas de filosofía y de democracia.

Mi reflexión tratará de describir estas tres fases, explicar la dinámica filosófica y socio-histórica que las enlaza y afrontar los problemas actuales a los que dicho movimiento nos avoca. En especial, reflexionaré sobre dos de ellos. Uno, sobre las razones de la filosofía para defender la democracia y las razones de la democracia para defender la filosofía. Y, para ello, para justificar no ya la compatibilidad, sino la indisociabilidad de su relación actual, será necesario profundizar en la redefinición adecuada de ambos conceptos. Otro, la fragilidad de ambas derivada de esa interpenetración: la democracia, orden político eminentemente filosófico, abre las puertas a la posibilidad del pensamiento débil y de la pura ignorancia; la filosofía, pensamiento eminentemente político, abre la posibilidad de justificar el más radical individualismo e incluso la barbarie de la vulgaridad y la indiferencia.



1. Oposición ideológica y oposición teórica.

Tiene razón C.B. Macpherson al decir que "no es ninguna novedad señalar que en la tradición general occidental de pensamiento político, desde Platón y Aristóteles hasta los siglos XVIII y XIX, la democracia se definía, si es que se pensaba en ella, como el gobierno de los pobres, los ignorantes y los incompetentes, a expensas de las clases ociosas, civilizadas y ricas" [1].

No es ninguna novedad decir que la filosofía se posicionó, salvo contadas excepciones, contra la democracia. No obstante, es pertinente comprender ese enfrentamiento y, sobre todo, la actual reconciliación pública y oficial entre ambas.

Las huellas del problema las encontramos en el origen, en el uso mismo de las palabras. Los griegos inventaron la cosa y la palabra. Con demos designaban al "pueblo", pero tanto en el sentido de "conjunto de ciudadanos" como de "populacho"; y con kratos significaban indistintamente al "gobierno" y al "poder", al fin la misma cosa. Bastaba desplazar adecuadamente los acentos para que el referente pareciera ora un bello ideal, ora una sombría amenaza.

Entre los diversos usos históricos del término se iría fijando una idea de la democracia como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Esta idea pudo ser compartida por quienes la valoraban como gobierno del populacho a su medida y en su propio beneficio, y por quienes la entendían como ejercicio del poder popular. En ambos casos se hacía referencia al autogobierno, a la igualdad entre los hombres, a su liberación de toda servidumbre o sumisión.

La contradicción de la filosofía nacía de que, siendo suyo el ideal de llevar al hombre a la mayoría de edad, había de negar la democracia como el orden político apropiado. Sin duda pesaba sobre ella la determinación de clase, de la clase que la elaboraba; pero también pesaban sus propios fundamentos racionales, su epistemología y su ontología. Esta historia está aún por escribir; pero ya se han puesto las primeras tesis.

La historiografía contemporánea ha comenzado a destacar la militancia antidemocrática de la filosofía. C.B. Macpherson describe así la conciencia ideológica: "Democracia ha sido con frecuencia una palabrota (bad word). Cualquier persona distinguida sabía que democracia, en su sentido original de gobierno por el pueblo o gobierno en concordancia con la voluntad de la mayor parte del pueblo, era una mala cosa -fatal para la libertad del individuo y para todas las ventajas de la vida civilizada. Esta fue la posición adoptada por casi todos los hombres ilustrados desde los primeros tiempos históricos hasta hace un siglo. En fin, sólo a partir de los años cincuenta, la democracia deviene una buena cosa" [2].

David Held apunta en la misma dirección al decir: "Hoy en día casi todo el mundo dice ser demócrata, ya sean sus posturas de izquierda, centro o derecha... La democracia parece dotar de un aura de legitimidad a la vida política moderna: normas, leyes, políticas y decisiones parecen estar justificadas y ser apropiadas si son democráticas. Pero no siempre ha sido así. La gran mayoría de los pensadores políticos, desde la antigua Grecia hasta nuestros días, han sido muy críticos con la teoría y la práctica de la democracia. El compromiso conjunto con la democracia es un fenómenos muy reciente [3]". Y líneas más abajo concretará su corta edad afirmando que la extensa adherencia a la democracia como una forma apropiada de organizar la vida política tiene menos de cien años.

Castoriadis, por su parte, busca en zonas más profundas la oposición entre democracia y filosofía. Comenta la oposición de "Sócrates", símbolo de la filosofía occidental, a la política democrática. La práctica filosófica de Sócrates, dice Castoriadis, "transgrede los límites de lo que, en rigor, es tolerable en una democracia"; ésta es el régimen explícitamente fundado por la doxa, la opinión, la confrontación de opiniones, la formación de una opinión común; en la democracia está "permitida y legitimada" la refutación de las doxae de los otros, constituyendo la respiración de la vida pública. Sócrates -sigue argumentando- se dedica a mostrar que todas las opiniones son erróneas, sin proponer otra alternativa, que lo sería igualmente. De este modo hace imposible el régimen político de la democracia, ya que "no es posible vida social alguna sobre la hipótesis de que todos los participantes viven en un mundo de espejismos incoherentes, -cosa que Sócrates demuestra constantemente" [4].

Tiene razón Castoriadis. La democracia equivale a la incertidumbre de cada ciudadano respeto a los fundamentos y a la verdad de la vida política, tanto de sus formas y criterios como de sus objetivos y representaciones; y la filosofía ha sido casi siempre una lucha contra la duda, como la política una lucha contra la inseguridad. En otras palabras, que luego clarificaremos: la democracia presupone la indeterminación, y la filosofía ha sido hasta ahora lucha por poner fundamento, orden y legalidad.

No es éste el lugar de rastrear las huellas del duelo eterno entre filosofía y democracia [5]. Nuestra reflexión actual, más humilde, persigue un doble objetivo: profundizar en el conocimiento de las motivaciones antidemocráticas de la filosofía y aportar algunas ideas sobre el sentido y la coherencia de la actual reconciliación. Y lo haremos en las coordenadas cuyos ejes nos han suministrado las anteriores referencias: el ideológico y el epistemológico, la determinación de clase y la determinación teórica. Mantendremos esa doble determinación como perspectiva de análisis, sin dejarnos llevar por la tentación reduccionista del principio único.


2. El gobierno del pueblo.

La polis ateniense, primer modelo de democracia, encierra dos profundas contradicciones. Una, muy conocida, de carácter social: reducir la ciudadanía a una minoría, excluyendo dramáticamente a la inmensa mayoría que mantienen la ciudad (esclavos, metecos, mujeres, etc.); otra, menos divulgada, de carácter teórico: la deliberación del ágora está secuestrada en una visión del mundo cerrado, tanto en su expresión cosmológica como en la natural o la ética. De todas formas, la propia praxis de la democracia era una amenaza contra ambos límites, contra ambas formas de desigualdad. Por tanto, la democracia era una amenaza contra la esencia de la polis, contra el orden y jerarquía sociológica y cosmológica que representaba.

Los grandes filósofos griegos combaten la democracia precisamente en esos dos frentes, por esos efectos perversos. Temen que la ciudadanía se extienda a los pobres, temen que el pueblo devenga populacho; y también temen la ruina del cosmos, del orden natural, por la difusión de nuevas ideas. Es conocida la posición antidemocrática y antisofista de Platón; no insistiremos en ella. Nos detendremos sólo en la de Aristóteles, que nos parece más lúcida y ponderada.


2.1. Gobierno de los pobres.

En el pensamiento clásico, la calificación de la democracia se decidía en el juego taxonómico de los diferentes tipos de regímenes políticos; las diversas variantes del juego giraban todas en torno al cruce de dos criterios. Un criterio cuantitativo: el número de personas (uno, varios, todos) que constituían el cuerpo de gobierno y en quienes residía la soberanía; y otro criterio cualitativo: el objetivo o fin de la práctica de gobierno, según fuera el bien de la ciudad o el bien de los gobernantes. El primer criterio, de apariencia técnica y neutral, determinaba la forma de gobierno; el segundo, simple y de sentido común, determinaba su virtud. Así, del cruce de ambos criterios resultaban tres formas rectas y tres desviaciones o formas generadas. Las rectas eran monarquía, aristocracia y república (politeia) [6], y apuntaban a la virtud. En palabras de Aristóteles: "De los gobiernos unipersonales solemos llamar monarquía a la que mira al interés común; aristocracia al gobierno de pocos, pero más de uno, bien porque gobiernan los mejores, o bien porque se propone lo mejor para la ciudad y para los que pertenecen a ella. Cuando la mayor parte es la que gobierna atendiendo al interés común recibe el nombre común a todos los regímenes: república (politeia)" [7]. Las respectivas formas homólogas degeneradas eran, como es bien sabido: "la tiranía de la monarquía, la oligarquía de la aristocracia y la democracia de la república" [8]. Una tiende al interés del monarca, la otra al interés de una élite y la última al interés de la mayoría del pueblo.

En esta teorización tópica, siempre se decidía la imperfección de la democracia técnicamente; es decir, no por razones intrínsecas sino por sus resultados. Su mal se deducía de la imposibilidad técnica de la república. El argumento clave y reiterativo -no podemos entrar en detalles- refería a que los muchos, el pueblo, por ignorante y pasional era incompetente para el más noble de las artes, la del gobierno. El rechazo a la democracia se embellecía como rechazo del populacho, del vulgo, de la canalla, de una clase que tenía derecho a vivir y a ser tutelada, pero no a gobernar, por carecer de los conocimientos, virtudes y motivaciones necesarias para la política. Con el tiempo, este rechazo fue fundamentado en la teoría meritocrática, que llegará a gozar de legitimidad espontánea.

Ahora bien, queremos poner de relieve que, aunque oculto, bajo el rechazo del populacho operaba el rechazo a los pobres, el rechazo de clase. Podemos ilustrarlo con la glosa de unos brillantes pasajes de Aristóteles, pensador de una cultura que reconoce abiertamente, sin mala conciencia, la división en clases, y que no espera de la política ni la superación ni la ocultación de esa diferencia.

Aristóteles comparte con los autores de su época la tópica doctrina clásica de las formas de gobierno, con su doble criterio de clasificación y ordenación. Pero en un momento de su reflexión, sin pretensiones de innovación, Aristóteles introduce en el análisis otro factor, que resultará perturbador: la riqueza o pobreza de los gobernantes. En el fondo se trata de una interpretación del criterio numérico, que de este modo deja de ser meramente descriptivo y funcional para ser ético-político. Aristóteles dice: "Hay oligarquía cuando los que tienen la riqueza son dueños y soberanos del régimen; y, por el contrario, democracia cuando son soberanos los que no poseen gran cantidad de bienes, sino que son pobres" [9].

El cambio no es trivial. Las descripciones meramente numéricas de pocos y todos han sido sustituidas por determinaciones cualitativas y fuertes: ricos y pobres; el criterio meramente funcional y aritmético cede su lugar al criterio social y económico, de clase. La nueva perspectiva teórica, a nuestro entender revolucionaria, no proviene de una revolución teórica, sino de una mirada nueva sobre la misma realidad, tal vez reservada al ojo del meteco, una mirada que descubre el vínculo indisoluble entre el número de gobernantes y el poder económico. La experiencia, dice Aristóteles con autoridad, pone de relieve que siempre los ricos son los pocos y los pobres los muchos.

Aristóteles insiste en que esa nueva descripción, que conlleva relevantes efectos prácticos, está sobradamente fundamentada por la experiencia. Donde gobiernan pocos, es porque son ricos; al contrario, si gobiernan muchos, es que son pobres. No es difícil ver que el número de gobernantes, que especifica el tipo de régimen, en rigor expresa la clase social que detenta el poder. Las cosas son así; los regímenes políticos responden a las relaciones de dominio entre las clases. Y esta identificación de la democracia con el gobierno de los pobres y de la oligarquía con el de los ricos no responde a experiencias contingentes; el vínculo es de necesidad. Pues, como dice Aristóteles, "si la mayoría fuese rica y ejerciera el poder de la ciudad, y si, igualmente, en alguna parte ocurriera que los pobres fueran menos que los ricos, pero por ser más fuertes ejercieran la soberanía, podría parecer que no se han definido bien los regímenes, puesto que hemos dicho que hay democracia cuando la mayoría es soberana, y oligarquía cuando es soberano un número pequeño" [10]. Mas no es ese el caso; en ninguna parte ocurren así las cosas; por tanto, la forma de régimen no es una mera contingencia, o una opción técnica, sino que corresponde a la estructura socioeconómica de la ciudad.

Entendemos que Aristóteles es muy consciente del problema que está planteando; está superando el juego de la taxonomía filosófica abstracta, que oculta la realidad social empírica, y poniendo de relieve la determinación de la forma de gobierno por la estructura socio-económica; está poniendo de relieve que la legitimación del poder por el conocimiento y la virtud oculta su verdadera raíz, la desigualdad de clases; en definitiva, está revelando que el desprecio ético-estético del populacho es la máscara del miedo al pobre, al enemigo de clase.

Esto aparece claramente cuando el propio Aristóteles reflexiona sobre la única "dificultad" de su teoría: "Por otro lado, si se combina la minoría con la riqueza y el gran número con la pobreza para definir así los regímenes, y se llama oligarquía a aquél en que los ricos, que son pocos, tienen las magistraturas, y democracia a aquél en que las tienen los pobres, que son muchos en número, eso implica otra dificultad" [11].

Esa dificultad, en rigor, no corresponde a Aristóteles solucionarla; que sean los otros quienes muestren que no es así, que hay casos en que la mayoría son ricos y la minoría pobres; y que demuestren que tales casos son abundantes y relevantes. Aristóteles sospecha que tales casos son imaginarios y extravagantes, sin relieve teórico. Una hipótesis tan inverosímil y, sin duda, excéntrica, no hace sino aportar verosimilitud a la sospecha de que la verdadera caracterización de los regímenes ha de hacerse desde el criterio socioeconómico, y no desde el numérico.

Al rechazar la pertinencia de tan insólita hipótesis, Aristóteles desplaza de forma definitiva el criterio de clasificación: del número de gobernantes se pasa al poder económico o clase social. Este desplazamiento no debería pasar inadvertido, por su gran relevancia teórica y política. La historia del pensamiento nos mostrará que, durante siglos, se seguirá jugando a decidir la conveniencia de que el poder político fuera ejercido por uno, por pocos o por muchos, reduciendo el discurso a argumentos de eficacia técnica y virtud práctica; se ocultaba así el verdadero problema del tipo de régimen, que sólo se comprende desde la estructura social y económica del estado. A Aristóteles le corresponde el mérito de saber ver y apreciar la cuestión y de plantearla con claridad y valentía, como al decir: "Este razonamiento parece hacer evidente que el que sean pocos o muchos los que ejercen la soberanía es algo accidental, en el primer caso de las oligarquías, en el segundo de las democracias, porque el hecho es que en todas partes los ricos son pocos y los pobres muchos" [12].

Por tanto, las diferencias entre oligarquía y democracia no vienen, propiamente, del número de gobernantes que detentan la soberanía. Aristóteles sentencia: "Lo que diferencia la democracia y la oligarquía entre sí es la pobreza y la riqueza" [13]. Esa es la verdadera cuestión; y es Aristóteles, con todas las cautelas del mundo, quien la formula. Y no lo hace de forma marginal, sino con contundencia, como muestra su conclusión de la reflexión: "Y necesariamente cuando ejercen el poder en virtud de la riqueza, ya sean pocos o muchos, es una oligarquía, y cuando lo ejercen los pobres, es una democracia" [14].


2.2. El gobierno del populacho.

No deja lugar a duda alguna: la oligarquía es el régimen de los ricos y la democracia de los pobres; lo del número es puramente ocasional, aunque por la naturaleza de las cosas siempre ocurra que ricos pueden ser pocos y pobres casi todos. La idea griega de democracia tiene la virtud de ser clara y sencilla, tanto porque contaba con una noción precisa de "pueblo", como porque la polis gozaba de unas condiciones favorables para el diseño de un orden institucional democrático. Efectivamente, aunque demos refiriera tanto al conjunto de los ciudadanos como al populacho, los pensadores griegos acuñaron un uso político preciso del término. En el lenguaje político demos denotaban un grupo social bien definido por dos determinaciones: cuantitativamente, se refería a los más, a la mayoría; y, cualitativamente, a los pobres. Los griegos no tenían interés alguno en ocultar la diferencia social y económica, la división en clases, con universales mixtificadores. Aristóteles nos habla con envidiable sencillez y sin mala consciencia: hay oligarquía cuando gobiernan los hombres en virtud de su riqueza; y hay democracia cuando gobiernan los pobres [15]. La diferencia se establece por la cualidad, no por el número; lo que ocurre es que los ricos siempre son pocos y los pobres muchos, por lo cual resulta obvio para los griegos que la democracia es de facto el gobierno de los muchos y pobres; como les resulta evidente que, por la misma lógica, la democracia es el gobierno de los peores dotados técnica, moral y políticamente, el gobierno de la masa, del populacho. A la inversa, les resulta igualmente trivial y claro que la aristocracia era el gobierno de los pocos, de los ricos, de los bien nacidos y, por ello, de los técnica, moral y políticamente mejores, de los nobles o notables, de la élite. Distinciones obvias de una filosofía que no oculta su legitimación de la esclavitud o su desprecio a la democracia, por carecer de mala conciencia; distinciones claras y clarificadoras, que sirven para pensar la realidad y no para ocultarla.

Queremos decir con ello que la democracia -como la monarquía o la aristocracia- en Grecia es pensada en un cuadro conceptual de conflicto social y de enfrentamiento de clases; la política ha de ser definida como un arte aplicable a la realidad, no como diseño de una ciudad celeste inalcanzable que consuele de las miserias existentes. Por eso "mayoría", "pueblo", no son conceptos abstractos y neutros, sino que designan una condición social precisa, caracterizada por la relación con la riqueza y la cultura y, derivado de ellas, con la virtud, el valor, el conocimiento y las artes. El demos es esa masa de gentes numerosa, pobre, con pocas virtudes, negada para la filosofía y la justicia, condenada a vivir sin las ideas. Por eso los filósofos siempre vieron la democracia como resultado de una lucha, esencialmente una lucha de clases sociales, de los pobres plebeyos contra los ricos y bien nacidos. Macpherson sintetiza bien esta idea: "no es ninguna novedad señalar que en la tradición general occidental de pensamiento político, desde Platón y Aristóteles hasta los siglos XVIII y XIX, la democracia se definía, si es que se pensaba en ella, como el gobierno de los pobres, los ignorantes y los incompetentes, a expensa de las clases ociosas, civilizadas y ricas" [16].


3. El gobierno de los trabajadores.

3.1. El ascenso de las masas.

En el mundo moderno del capitalismo burgués se mantienen las preocupaciones y actitudes básicas, aunque corregidas por los cambios sociales y culturales introducidos por la transformación económica de la sociedad: nuevo reparto de las riquezas y la cultura, nuevas relaciones de producción, nuevas formas de producir y distribuir el saber, etc. Recordemos que la burguesía, protagonista de estos cambios, es una clase muy amplia y estratificada; que protagoniza un ascenso al poder presentándose como clase universal y reivindicando los derechos universales; que el capitalismo es un orden económico que exige la destrucción de todos los vínculos y adscripciones serviles, exigiendo acudir al mercado como individuo libre. Todos estos cambios exigían una nueva imagen de la democracia, de la pobreza y del vulgo; aunque con frecuencia esa imagen fuera sólo máscara. La burguesía se reserva para sí el título de pueblo honesto; lo que queda fuera es el vulgo, la canalla, que puede ser despreciado porque sólo la falta de méritos y virtudes lo excluye. El rechazo de clase se disfraza de rechazo intelectual y moral.

Al menos en los primeros tiempos el rechazo de la democracia es abierto y público. Jefferson (Notas sobre Virginia (1791) no tiene dudas de que el pueblo lo constituyen los propietarios, que son los verdaderos ciudadanos, tanto porque son los dotados de conocimiento y de virtud como porque son los que tienen algo que perder y, por tanto, están interesados en el orden, en las leyes, en la patria. Su democracia es una sociedad de individuos independientes, con preferencia para los propietarios de la tierra: "La dependencia engendra servilismo y venalidad, sofoca el germen de la virtud y prepara las herramientas adecuadas para los designios de la ambición (...). En general, la proporción que el resto de las clases de ciudadanos aporta en cada Estado con respecto a la que aportan sus labradores es la misma proporción que la de sus partes malsanas a sus partes sanas, y es un buen barómetro por el que medir el grado de su corrupción (...). Las masas de las grandes ciudades aportan tanto al apoyo de un gobierno puro como aportan las llagas a la salud del cuerpo humano" [17].

Defiende un modelo de sociedad agrarista, que permite la coexistencia de pequeños propietarios y grandes terratenientes, como él mismo. Legitima la exclusión sobre el presupuesto de que hay tierra para todos, al menos para toda la gente honesta que quiera trabajar y formar una familia, una iglesia y una ciudad. El mismo empeñó en una política de repartir tierras en las fronteras para aumentar el número de pequeños poseedores: "Aquí todo el mundo puede tener un terreno que labrar por sí mismo, si lo desea; o si prefiere el ejercicio de cualquier otra industria, puede exigir por ella tal compensación que no sólo se puede permitir una subsistencia cómoda, sino los medios para compensar el cese del trabajo al llegar a la vejez. Todos, por sus propiedades o por su situación satisfactoria, están interesados en defender las leyes y el orden. Y esos hombres pueden conservar, con seguridad y provecho, un sano control de los negocios públicos y un grado de libertad que en manos de la canaille de las ciudades de Europa se verían instantáneamente pervertidos y usados en la demolición y la destrucción de todas las cosas públicas y privadas" [18].

Otros pensadores de la burguesía liberal, como Tocqueville y St. Mill, afrontan el tema con mayor sensibilidad y realismo. Limitándonos a Mill, hay que reconocer que la Inglaterra de mediados de siglo no tiene la misma realidad social que las colonias americanas de amplios horizontes; y St. Mill tampoco tiene el talante fresco e ingenuo de Jefferson. Su mirada es más honda, analítica y compleja. Penetrando la realidad social, ve inevitable el avance de la democracia; y reflexiona lúcido sobre la revolución inevitable. El joven J. St. Mill vive ese momento de claro y duro conflicto de clases; y su pensamiento es respuesta al mismo.

Mill sospecha, tal vez influenciado por Tocqueville, que la democracia es irreversible; en su Economía Política alerta sobre cambios irreversibles: "De los trabajadores, al menos en los países más avanzados de Europa, cabe decir con toda seguridad que no se volverán a someter al sistema patriarcal o paternalista de gobierno. La cuestión quedó dilucidada cuando se les enseñó a leer y se les permitió tener acceso a los periódicos y los panfletos políticos; cuando se permitió que les llegaran los predicadores disidentes con su mensaje de que empleasen sus facultades y opiniones en oposición a las doctrinas que profesaban y mantenían sus superiores; cuando se les reunió en grandes números para que trabajasen bajo el mismo techo; cuando los ferrocarriles les permitieron ir de un sitio a otro, y cambiar de patronos y empleadores como se cambia de camisa; cuando se les alentó a pedir una participación en el gobierno, mediante el sufragio electoral. Las clases trabajadoras han tomado sus intereses en sus propias manos y están demostrando constantemente que, a su juicio, los intereses de sus empleadores no son idénticos a los suyos, sino opuestos a ellos. Hay quienes, en las clases altas, se halagan pensando que se pueden contrarrestar estas tendencias mediante la educación moral y religiosa, pero han dejado pasar demasiado tempo para dar una educación que pueda satisfacer sus objetivos. Los principios de la Reforma han calado tan hondo en la sociedad como el leer y el escribir, y los pobres no seguirán aceptando durante mucho tiempo la moral y la religión que les prescriban otros... Los pobres ya se han liberado de sus andaderas y ya no se los puede gobernar ni tratar como si fueran niños (...). A partir de ahora, todos los consejos, las exhortaciones o la orientación que se brinden a las clases trabajadoras se les deben brindar como a iguales, y ellas los aceptarán con los ojos bien abiertos. La perspectiva del futuro depende de la medida en que se les pueda convertir en seres racionales" [19].

En 1845, en "The Claims of Labour", ya había extraído esta lección: "El movimiento democrático entre las clases operarias, llamadas comúnmente cartismo, fue la primera separación abierta de intereses, sentimientos y opiniones entre la parte trabajadora de la comunidad y todos los que están por encima de ella. Fue la revuelta de casi todos los talentos activos, y una gran parte de la fuerza física, de las clases trabajadoras, en contra de toda su relación con la sociedad. Las mentes conscientes y solidarias de las clases dominantes no pudieron por menos de verse muy impresionadas ante tamaña protesta. No pudieron por menos de preguntarse, preocupadas, qué se había de decir en respuesta a ella; cuál sería la mejor forma de justificar las disposiciones sociales existentes a ojos de quienes se consideran lesionados por ellas. Parecía muy aconsejable que no resultaran discutibles los beneficios que esas disposiciones procuraban a los pobres, que se mostraran tales que no pudieran ser pasados por alto. Si los pobres tenían razón para quejarse, es que las clases altas no habían cumplido sus funciones de gobierno; si no tenían razón, es que tampoco esas clases habían realizado su deber al permitir que se desarrollaran tan ignorantes y sin cultivar como para quedar a merced de esos perversos engaños (...) Mientras algunos, por la fuerza de las circunstancias físicas y morales que veían a su alrededor, llegaron a comprender que se debería atender a la condición de las clases trabajadoras, otros llegaron a ver que se iba a atenderlas, tanto si ellos mismos deseaban seguir ciegos como si no. La victorias de 1832, debida a la manifestación de la fuerza física, aunque sin emplearla de hecho, enseñó una lección a quienes, por la naturaleza de las cosas, siempre tienen la fuerza física de su parte, y que no necesitaban sino la organización, que ya iban adquiriendo rápidamente, para convertir su fuerza física en una fuerza moral y social. Ya no se podía discutir que había de hacerse algo con el fin de lograr que la multitud estuviera más satisfecha con el orden de cosas reinante"

Esos cambios son irreversibles. La filosofía, desde Mill, se dispone a renunciar a los viejos argumentos de exclusión, a sustituirlos por otros nuevos ajustados a la nueva realidad, tanto a la situación empírica del pueblo y a las nuevas correlaciones de fuerza como a los propios criterios y principios teóricos afirmados tras la revolución científica.


3.2. La libertad y la ley.

La filosofía moderna, con metáforas de A. Koyré, ha clausurado el "mundo cerrado" y ha instaurado el "universo infinito". La filosofía política moderna tiene que construir la idea de Estado en ese paradigma o cosmovisión. El universo infinito moderno, de Newton y Laplace, es materialmente abierto, pero formalmente cerrado; es infinito en sus modos, pero sus leyes son fijas, eternas e inmutables. El "demonio de Laplace" podía conocer el pasado y el futuro, a partir de un punto fijo. La única incertidumbre proviene de los límites de nuestras capacidades mentales, son subjetivas; objetivamente el mundo está cerrado, acabado, pues todas sus formas posibles están ya dadas en sus principios y leyes.

Este modelo se reproduce en la idea del Estado, orden político que compatibiliza la libertad en su seno con la existencia de leyes universales y fijas. El futuro queda abierto, pero en el marco de una legalidad que pone la razón; hay libertad, pero no indeterminación. Esa legalidad es, idealmente, eterna, en cuanto es expresión de la razón universal, que prescribe principios morales y políticos universales.

La teorización más genuina de la articulación de la libertad y la ley en el campo de la democracia la encontramos en Spinoza. Saliendo al paso de la opinión extendida según la cual la democracia, reino de la opinión y la pasión, lleva al caos y la extravagancia, nos dice: "temer que en un estado democrático la mayoría de los hombres unidos en un todo, si este todo es extenso, se pongan de acuerdo en algo absurdo; tal cosa no es de temer en razón del fundamento y del fin de la democracia, que no es otro que el de sustraer a los hombres a la dominación absurda del apetito y a mantenerlos, en la medida de lo posible, en los límites de la razón, para que vivan en la concordia y en la paz; privado de este fundamento, todo el edificio se desploma".

El texto debe interpretarse desde su idea de "libertad". El hombre libre no es aquél que no está sometido a ninguna determinación, sino el que no está sometido a ninguna determinación irracional. El hombre libre es el liberado del deseo del otro y de su propia pasión; pero esa libertad es compatible -de hecho es coincidente- con la sumisión a la razón, que nunca es propia o del otro. Ese hombre libre, voluntariamente sometido al gobierno (de la razón) es el ciudadano, el hombre que ha comprendido que la razón es lo común y universal, siendo la pasión el elemento disgregador, unificador y diferenciador [20].

Para Spinoza, la libertad no se opone a la ley ni a la necesidad: la libertad es liberación de un amo irracional, la pasión o el déspota, para servir a un amo racional, la razón o la ley. Por eso, dice, sorprende que se tome como principio democrático el que los súbditos ejecuten los dictámenes del soberano y no consideren derecho más que aquello que el soberano declara como derecho: "Puede ser, se pensará, que, de acuerdo con este principio, convertimos a los súbditos en esclavos; se piensa, en efecto, que el esclavo es quien actúa por mandato y el hombre libre quien actúa según su buen criterio. Esto, sin embargo, no es absolutamente verdadero; en realidad, ser cautivo del propio deseo e incapaz de no ver ni hacer nada que sea verdaderamente útil es la peor de las esclavitudes. La libertad pertenece sólo a quien por su entero consentimiento vive bajo la sola guía de la razón. (...) Si el fin de la acción no es la utilidad del agente, sino la de quien la ordena, entonces el agente es un esclavo e inútil para sí mismo; al contrario, en un estado y bajo una autoridad para quien la ley suprema es la salud de todo el pueblo, no de quien manda, quien obedece en todo al soberano no es esclavo inútil, sino un súbdito".

Obedecer la ley, obedecer la autoridad, no es sumisión; al menos no lo es cuando, como señalada Spinoza, no se ha renunciado a la participación política: "(en el estado democrático) nadie transfiere su derecho natural a otro hombre, tal que a partir de ese momento no haya de ser consultado; lo transfiere a la mayoría de la sociedad de la cual él mismo forma parte; y, en estas condiciones, permanecen todos iguales, como estaban en el estado de naturaleza". La servidumbre no es someterse a la ley de la razón, no es someterse a lo universal y común; la servidumbre es estar sometido a lo particular, al propio instinto o sentimiento o a la voluntad privada de otro.

Pero hay más, Spinoza hace de la deliberación el rasgo de la democracia y la esencia de la ciudadanía: "El espíritu de los hombres es demasiado obtuso para penetrarlo todo de golpe; en la deliberación, escuchando y discutiendo, se afina y, a base de intentos, los hombres acaban por encontrar la solución que buscaban y que tiene la aprobación de todos, sin que nadie previamente se hubiera dado cuenta" [21]. Es el acceso a lo común, a lo universal, que expresa la liberación y la ciudadanía.

Sin los prejuicios clásicos, pero con la misma inspiración Spinoza no sólo defenderá la democracia, como es habitual, por ser el régimen que tiene en cuenta la dignidad de los hombres, sino por ser el régimen que permite a los hombres ser hombres: desprenderse de su individualidad, o sea, de su servidumbre, y gobernarse por lo universal. En la modernidad, por tanto, la división en clases y la filosofía fundamentalista son obstáculos para la aceptación de la democracia. En otras palabras, la democracia va contra el culto a la verdad-conocimiento y contra su exigencia de "orden determinado", leyes fijas (la democracia exige indeterminación).


3.3. La estrategia política.

La idea del Estado moderno, conforme a la nueva racionalidad moderna y a las exigencias de la determinación de clase en la nueva situación social descrita por Tocqueville y Mill, se concreta en el modelo de gobierno representativo, que es el orden político genuinamente burgués, la estrategia filosófico-política de la burguesía liberal del XIX. En espíritu y en sus efectos, el gobierno representativo es la reacción estratégica antidemocrática de la burguesía progresista. De hecho, sus más firmes defensores los encontrará en los filósofos utilitaristas radicales, Bentham y James Mill. El uso del término "representación" era muy impreciso y flexible, pues con él se designaban desde las más aristocráticas monarquías constitucionales a las repúblicas de amplio sufragio. La lucha por el sufragio universal se convertirá en el símbolo de la lucha por la democracia. La lucha por la revocabilidad de los representantes, por los límites temporales, etc., contribuirán a encajar el gobierno democrático en el seno del gobierno representativo.

En la medida en que se consigue esa identificación, se diluye el conflicto entre filosofía y democracia. La filosofía puede ver en ese modelo una vía progresiva hacia la mayoría de edad de los hombres, un progresivo control por los hombres de su destino, al mismo tiempo que garantiza, mediante los procedimientos y técnicas de la representación, que la pasión, el vicio y la ignorancia del populacho, y entre los mismos sus intereses de clase, no lleguen al poder. Puede diseñar un espacio abierto, a construir libremente por los hombres, al tiempo que los derechos y las leyes se mantienen incuestionables.

Los pensadores más progresistas acabarían pensado que la democracia es un concepto escalar, que hay que ir definiendo según las circunstancias. J. St. Mill defendía con honestidad el sufragio como protección de los trabajadores frente al despotismo del poder político y de las clases propietarias; los límites que defiende son contingentes y por razones instrumentales. Pensaba que la participación democrática educaría a los hombres, le llevaría a preocuparse de lo común, se humanizarían y, así, dejarían de ser un peligro para la sociedad. Apuesta así por una marcha (lenta) hacia la democracia, donde la democratización favorecerá la humanidad del hombre, lo que permitirá mayor democracia: "avance de la comunidad... en cuanto a intelecto, virtud y actividad práctica eficaz". La democracia devenía así una larga marcha del gobierno representativo que, bien dirigida, permitiría que los hombres accedieran a la humanidad, a la razón. En esa misma medida, los hombres dejaban de ser un peligro para la sociedad y para el propio hombre.


3.4. Filosofía vs. Democracia en la modernidad.

Nuestra insistencia en Mill viene de que nos parece la suya una posición relevante, por ser un pensador de indudable talante liberal que llegó a defender posiciones socialdemócratas. Pues bien, a pesar de ese anuncio de reconciliación, el propio Mill arrojará sombras sobre la democracia y se atrincherará en el gobierno representativo. Nos cuenta que en los años 1820 se habían silenciado las reivindicaciones de la democracia, y que él mismo, que había coqueteado con ella, puso distancias. Relata en su Autobiografía: "Pronto cesé de considerar la democracia representativa como un principio absoluto y comencé a hacerlo como una cuestión de tiempo, lugar y circunstancias". Y comentando sus ideas en torno a 1840: "Era entonces mucho menos demócrata que había sido, ya que en la medida en que la educación continuaba siendo muy imperfecta, sentíamos miedo de la ignorancia y especialmente del egoísmo y brutalidad de las masas".

Mill veía en la democracia no un régimen político, sino una vida gobernada por lo mediocre. Su On Liberty (1859) es una defensa de la libertad frente a la democracia. Se queja de que "la tiranía de la mayoría no es generalmente incluida entre los males contra los cuales la sociedad necesita estar en guardia"; y de que "en política es casi una trivialidad decir que la opinión pública gobierna el mundo". Y entiende que los grupos que confeccionan la "opinión pública" son siempre "una mediocridad colectiva". Esta es la idea que arraiga en el mundo filosófico e ilustrado: la democracia es enemiga de la libertad e incluso de la civilización. Como máximo pueden aceptar un gobierno representativo, en que se sustituye el derecho del pueblo a gobernarse a sí mismo por el derecho del pueblo a ser bien gobernado, a tener el mejor gobierno posible y a estar protegido contra sus perversiones.

La posición de Mill es arquetípica, es la actitud de la filosofía burguesa hacia la democracia. Durante una larga época la democracia fue vista, desde el liberalismo, como enemiga de la libertad, de la individualidad, de la creación original, del gusto por la civilización. La versión moderna de la imagen del populacho es la vulgarización de la cultura de masas, la homogeneización, la falta de distinción e individualidad. Aunque en la práctica resultaba imparable el proceso democratizador, los procedimientos y técnicas electorales sofisticados apuntalaban al gobierno representativo. La filosofía seguía sospechando de la democracia.


4. La reconciliación.

Esta situación cambiará avanzado del siglo XX, tanto por los cambios sociales como por las propias crisis de la filosofía del fundamento. Los primeros desdibujarán los rasgos en que se basaba el rechazo; los segundos legitimarán un orden socio-político absolutamente abierto. Rotos los esquemas de verdad, valor, justicia o legitimidad fundados en la razón, el espacio político, como el moral o el estético, queda definitiva y absolutamente abierto, es decir, indeterminado. La democracia encuentra así las condiciones idóneas de existencia y su sanción filosófica. La sospecha es si el precio que se paga no es también el de la indeterminación de sus formas y contenidos.


4.1. Cambios en la sociedad.

Entre los primeros, destacamos la experiencia de la barbarie fascista y del terror staliniano, del holocausto y del gulag. Sin duda esta dramática experiencia afirmó la democracia (representativa) como el "menos malos" de los regímenes políticos. Mussolini no tenía reparos en escribir: "El fascismo niega que la mayoría, por el mero hecho de ser una mayoría, pueda gobernar las sociedades humanas... Por regímenes democráticos entiendo aquellos en que de tanto en tanto se le da al pueblo la ilusión de ser soberano, mientras la verdadera soberanía efectiva reside en otras irresponsables y secretas fuerzas...".

El posicionamiento antifascista llevaría a ampliar los límites que el estado representativo siempre pone a la democracia. En la lucha frente al fascismo y al stalinismo, el mundo occidental encontraría en la democracia representativa el ideal común de la humanidad; hasta los más recalcitrantes liberales se sentirían arrastrados a hacer concesiones en cuanto a las formas y modos de representación, desplazándose dentro del esquema del "gobierno representativo" hacia la "democracia liberal", es decir, la que hace mayores concesiones al pueblo (sufragio universal, igualdad de derechos, igualdad de oportunidades, etc.). Por otro lado, las alternativas comunistas y proletarias, resabiadas por la experiencia stalinista, renunciarían a la estrategia revolucionaria y aceptarían moverse en el marco de la democracia representativa, sin renunciar a reconvertirla en participativa. Pero, fueran sus tonos representativistas o participacionistas, lo cierto es que la democracia devino lugar de encuentro.

Esta tendencia también será favorecida e impulsada por la nueva división de clases, mucho más compleja y estratificada, impuesta por la evolución del capitalismo. El cambio en las formas de propiedad, la diversificación de la división del trabajo, el acceso generalizado al saber y la cultura, la pauperización relativa de las clases medias, la difuminación de los perfiles de clase, todo ello ha permitido borrar la nítida contradicción económica y cultural entre burguesía y populacho. La sociedad de consumo y el estado de bienestar ejercerían el empujón definitivo; la burguesía se difumina como clase histórica, la cultura burguesa queda anacrónica; por otro lado, el pueblo se "humaniza" en el sentido que pedía Mill. Las distancias se estrechan.

El capitalismo consumista ha destruido a la burguesía como clase; y con ella ha destruido los principios, valores y criterios basados en la razón ilustrada. En su lugar ha aparecido una sociedad fragmentada en estratos, con intereses económicos móviles y enfrentados según la coyuntura, y que comparten una misma cultura, subcultura o anticultura nihilista. Los poderes fácticos son abstractos y fluidos; las relaciones de dominación se difuminan por el tejido socio-cultural. No se sabe con precisión quien es explotador y explotado, quien ejerce el poder y quien lo sufre. Ni siquiera se sabe muy bien quienes forman el pueblo (¿los pobres, los ciudadanos, las clases populares, los trabajadores azules?); ni siquiera se sabe muy si el pueblo aspira ya gobernarse. Cuando no aparecen obstáculos identificados para la democracia, resulta que con ellos han desaparecido hasta el proyecto de la misma. Paradójicamente, la conquista de la libertad coincide con la trivialización de la democracia.


4.2. Cambios en la filosofía.

La filosofía no ha sido ajena a ese proceso. La crisis del fundamento, tanto ontológico como epistemológico, ha llevado a la reflexión filosófica a reformular sus principios y criterios desde la contingencia y la precariedad. Podríamos hablar de un cambio del "universo infinito", pero formalmente determinado, a un "mundo indeterminado". No podemos entrar en la ilustración de esta tesis del afianzamiento de una ontología de la indeterminación, pero podríamos rastrearla desde la mecánica cuántica a la teoría de sistemas, desde la hermenéutica postgadameriana hasta las metodologías interactivas. En general, se trata de asumir con todo radicalismo la crisis de fundamentos últimos, la provisionalidad de los principios, el carácter conjetural del conocimiento y el contenido contractual del orden político. Todo eso son veredas de indeterminación.

Es obvio que en este proceso han contribuido poderosamente tanto las tradiciones filosóficas nietzscheana, freudiana, heideggeriana y deconstructivistas como los efectos corrosivos del fracaso del neopositivismo, la tarea metaética de la filosofía del lenguaje y la deriva general contemporánea hacia el pragmatismo. El efecto global de esta filosofía del siglo XX ha sido la crisis del fundamento y, por tanto, la asunción consciente o espontánea de una ontología de la indeterminación.

La filosofía de la indeterminación o de la crisis del fundamento expresa la reconciliación con la democracia. Desde el pragmatismo no hay derechos ni leyes constitucionales sagradas; incluso desde la filosofía habermasiana la legitimación nace del propio proceso de deliberación. La filosofía, por tanto, ha perdido el lugar desde donde criticar a la democracia; por fin se dan las condiciones de posibilidad teóricas para la reconciliación.


4.3. Nuevos obstáculos.

Cuando no hay fuerzas sociales poderosas que se opongan, y cuando la propia filosofía se ha autoreconstruido concordante con la democracia, misteriosamente reaparecen los obstáculos, o aparecen otros nuevos al igual que la retórica en que se envuelven. Cuando el marco de la democracia representacionista, parlamentaria, se amplía hasta permitir formalmente el ejercicio efectivo del poder por el pueblo, aparece una nuevas estrategias, como la democracia consensualista o la democracia de opinión, que autores como James Buchanan y G. Tullock (El cálculo del consenso), Joseph Schumpeter (Capitalismo, Socialismo y Democracia), Robert Dahl (Democracia y sus críticos)), Giovanni Sartori (La Sociedad Multiétnica. Pluralismo, Multiculturalismo y Extranjeros), A. Lijphart (Democracies. Patterns of Majoritarian and Consensus Government in Twenty-one Countries), y otros muchos han descrito, tipificado y defendido como democracias de élites. Para una crítica de estas propuestas remitimos a C. Pateman (Participation and Democratic Theory), P. Bachrach (The Theory of Democratic Elitism. A Critique) C.B. Macpherson (Democratic Theory. Essays in retrieval).

Nuevos rostros de la democracia, poderosamente seductores en cuanto aparentan superar los eternos déficits del estado representativo, satisfacer los eternos anhelos de participación política efectiva y directa. En esos nuevos rostros o máscaras de la democracia, el poder representativo queda devaluado y subordinado a mil pactos del gobierno con asociaciones, sectores, estamentos o grupos de poder; la "voluntad general" rousseauniana, expresión parlamentaria de la fe en la racionalidad y universalidad de la verdad y la justicia, es sustituida por la voluntad inmediata que los mass-media crean y captan, en círculo perverso, y ofrecen con el falso aroma de la soñada democracia directa.

La crisis del parlamentarismo es, a nuestro entender, la última estrategia antidemocrática; las democracias plurales o democracias de élites representan una forma sofisticada y perversa de negar la democracia. Ni el mercado del consenso ni en el de las opiniones tribales puede desarrollarse un gobierno popular efectivo; ni siquiera puede generarse un pueblo capaz de aspirar al autogobierno. En el Parlamento, aunque de hecho se dieran relaciones de fuerza, idealmente se regulaban bajo las reglas de la deliberación racional. En la política de consenso se renuncia a esa exigencia: cuenta la "paz social" resultante, aunque el acuerdo se logre en la oscuridad y en la particularidad. El marco parlamentario, a medida que avanza la conciencia social, garantiza el triunfo de la racionalidad, aunque sea vista como voluntad de la inmensa mayoría; el marco consensual, en cambio, saca las relaciones y decisiones de la esfera pública y las convierte en transacciones privadas; es una legitimación de los acuerdos privados; es la privatización de la razón política.

Sin duda alguna, estas formas de democracia extraparlamentarias, son perfectamente coherentes con la corriente filosófica “postmetafísica”, e incluso “postfilosófica. La "ingeniería social" popperiana, expresión racionalista avanzada de la filosofía del consenso, no es conciliable con la dialéctica entre programas alternativos en el parlamento, sino con negociaciones pragmáticas entre partes. Aquí no es necesario, ni siquiera retóricamente, mantenerse en el discurso de los principios y las reglas universales; aquí no es necesario, ni siquiera simuladamente, pensar y decidir en el horizonte del bien común. El acuerdo entre las partes es el éxito; y la paz social conseguida su legitimación. Una política sin proyecto ni principios es concordante con una sin filosofía, y con una filosofía sin fundamentos.


5. Por una nueva idea de democracia.

Pensar hoy la democracia requiere pensarla entre el gobierno representativo y la democracia consensualista, entre su castración en el límite y su perversión en la indeterminación. Y requiere pensarla como ideal imperfecto, asumiendo que la única forma de defenderla consiste en defendernos de sus perversiones. Pero, sobre todo, pensar hoy la democracia exige pensar su reconciliación dialéctica con la filosofía.

A nuestro entender, la democracia es el régimen más filosófico y más político; el régimen que más necesita de la filosofía y de la política, pues su existencia depende de la existencia de individuos que piensan por sí mismos y participan colectivamente en la construcción de la ciudad. Pero debemos añadir que, al mismo tiempo, es el más expuesto a destruir tanto la política como el pensamiento, y así destruirse a sí misma. Porque, si en la idea "democracia" y "política" resultan sinónimos, en la práctica presentan amplios y agudos frentes de confrontación. Como dice Tenzer, "La autoinstitución de la sociedad por el gesto democrático puede prolongarse en autodisolución de ésta por la continuación irreflexiva de la afirmación perpetua de las reivindicaciones de los hombres y de los grupos que componen la sociedad" [22].

En la base de esos conflictos está siempre la indeterminación intrínseca del horizonte de la democracia contemporánea; en ella no hay un límite de la ciudad, un referente trascendental que regule la política como un fin conocido y asumido. La democracia afirma el carácter radicalmente abierto de la ciudad, donde todo es posible, donde nada está por principio prohibido; en su espacio, por tanto, caben las exigencias más ambiciosas, y las más extravagantes, e incluso las que acaban por poner en riesgo a la ciudad por sobrepasar sus posibilidades.

La democracia actual ha de ser esencialmente la de un orden abierto y, por tanto, indefinido. Esta indeterminación de objetivos, exigencia del carácter autorreferencial de la política en la democracia, puede favorecer tanto el reforzamiento del ideal de comunidad como el suicidio en la pura indiferencia política. Nada se puede hacer democráticamente por imponer la participación política y el interés común; no podemos aceptar ni el espléndido arrebato libertario rousseauniano de obligar a los hombres a ser libres; una democracia puede, por carecer de fines trascendentes, olvidarse de la res publica. Y hay muchas razones para pensar que la democracia en nuestros días ha dado la espalda al cuerpo político, a la pretensión de un espacio político donde vivir una vida política.

Por otro lado, la democracia, exigencia de la filosofía actual ante su renuncia a fundamentos absolutos trascendentes, también pone en riesgo la filosofía. Aceptando que la tiranía se opone al pensamiento libre y que en principio la democracia lo favorece, hemos de aceptar con Tenzer que, en nuestro horizonte de reflexión, "el filósofo sabe que la democracia puede llevar a la desaparición del pensamiento" [23].

Ciertamente, la democracia permite el pensamiento libre, e incluso lo induce; pero no lo garantiza. Si un gran peligro de la democracia es su no absoluta garantía de un espacio público, cosa que puede llevar a los hombres a encerrarse en su privacidad, en su petite société, otro no menor es su no absoluta garantía del pensamiento, al permitir que los hombres se liberen a sí mismo de la necesidad de pensar en el marco de una comunidad científica que pone las reglas y los objetivos. Queremos decir que la democracia es a un tiempo una garantía y una amenaza para la filosofía; garantiza la libertad del debate público, pero no que haya debate; garantiza la libertad de pensar, pero no que haya pensamiento.

En consecuencia, la democracia se pone en riesgo a sí misma. La democracia, con la intrínseca indeterminación de su horizonte, está abierta a todas las perversiones. Por un lado, la política libre no presupone el acuerdo entre los ciudadanos, sino su desacuerdo; supone, en cambio, un acuerdo sobre los procedimientos de argumentación, elección y decisión. Ahora bien, si los resultados de la decisión no son los esperados, la misma deviene frágil y cuestionable. ¿Qué hacer cuando electoralmente ganan los fascistas, los fundamentalistas o los dictadores?

Por otro lado, como la decisión política democrática no se fundamenta en los fines, ni se enmarca en la aceptación de un contenido político a realizar, es decir, no se inscribe en unos límites, suscita demandas progresivamente ampliadas, que no pueden ser satisfechas. Esta insatisfacción, no enmarcable dentro de una estructura de fines limitados, llevará a cuestionar los procedimientos. Es el temor de Habermas.

Son las sombras de la democracia, que hemos de tomar como lo que son, riesgos a cubrir, aire para la paloma. Tal vez la única manera de proteger a la democracia de sí misma, pues ha de ser una manera democrática, sea profundizar en su idea y recuperar ciertas dimensiones perdidas; en particular, superar la idea procedimentalista de la democracia, que acaba en el triste "menos malo de los regímenes"; y recuperar sus contenidos de emancipación política, de participación en la vida pública, de vida solidaria. En el ideal, la sociedad democrática es la sociedad constituida en cuerpo político, compartiendo un espacio público, y no unas reglas para ensamblar y dirimir conflictos de individuos y grupos.

En rigor, la democracia es un sistema de organización de la vida colectiva y un modo de instauración y ejercicio del poder; pero, además, la idea actual de la democracia ha de ser la democracia económico-social, un régimen de progreso económico y social y un régimen que potencia el acceso al poder de las capas bajas de la sociedad. Se recupera así la dimensión igualitaria que inspiró la idea en sus orígenes modernos y se introduce un referente que corrige el mero procedimentalismo. Lo democrático deja de ser lo que decide la mayoría para ser lo que decide la mayoría cuando decide bien, un "bien" autorreferencial, pues se trata de decidir aquello que favorece y extiende la democracia, o sea, la política y la filosofía, la deliberación racional. En otras palabras, cuando su decisión favorece la igualdad económica, social, política, educativa, jurídica, y cuanto favorece esa deliberación racional. De este modo la democracia trasciende el ámbito político y se instala en la organización social. ¿Es esto equivalente a asumir un fin?

Al superar la filosofía política toda subordinación a un criterio trascendente, consigue liberarse de la sumisión a una verdad única que, por exterior, no podía ni validar ni falsar; pero, al mismo tiempo, esa liberación de la verdad conlleva dos riesgos perpetuos, que desde entonces le acompañan inexorablemente. En primer lugar, el riesgo de devenir mera justificación del reinado de la fuerza, del dominio del fuerte sobre el débil, de la manipulación del hábil y astuto sobre el ingenuo y confiado, de la opresión de la mayoría sobre la minoría; en segundo lugar, el riesgo de, mediante la igualación general de las opiniones, acabar en el desprecio al conocimiento. Si se renuncia a la razón política, ¿cómo tener garantías de no caer en el culto a lo dado y en la falsificación de los hechos?

Son dos riesgos a asumir, dos dificultades a vencer; pero la fuerza y complejidad de ambos no son escusas para caer en la tentación del regreso a la metafísica, a la tranquilidad de la verdad exterior. En positivo, la filosofía política actual ha de aceptar, junto al rechazo de toda verdad exterior, absoluta, el principio de que dicho rechazo no condena a la filosofía al reino de los conceptos arbitrarios, contra lo que han defendido autores de nuestros días [24]. Entre el corazón que cree razonar y el entendimiento que delira, hay argumentos para creer en una razón a compartir.


J.M.Bermudo (2001)




[1] C.B. Macpherson, The Life and Time of Liberal Democracy. Oxford, U.P., 1977 (Traducción castellana, La democracia liberal y su época. Madrid, Alianza, 1987, 20).

[2] C.B. Macpherson, The Real World of Democracy. Oxford, Clarendon Press, 1966, 1.

[3] D. Held, Modelos de democracia. Madrid, Alianza. 1993, 15.

[4] C. Castoriadis, Les carrefours du labyrinthe Tome 3,Le monde morcelé. Paris, Seuil, 2000,106.

[5] Sobre la representación que la filosofía se ha hecho de la historia ver Anthony Arblaster, Democracy. Milton Keynes, Open University Press, 1987, 13-60.

[6] Política, 1279a.

[7] Ibid., 1279a.

[8] Ibid., 1279b; y 1311a.

[9] Ibid., 1279b. La misma idea en Platón República, VIII, 550c-d. Ver también Política, IV, 1291b.

[10] Ibid., 1279b.

[11] Ibid., 1279b.

[12] Ibid., 1279b.

[13] Ibid., 1280a.

[14] Ibid.,1280a.

[15] Ibid., 1290b.

[16] C. B. Macpherson, La democracia liberal y su época. Edic. cit., 20.

[17] Cf. C. B.Macpherson, Ibid.,28.

[18] Ibíd., 28-29.

[19] Ver J. St. Mill, Principles of Political Economy. Libro IV, cap. 7, secc. 1 y 2, en Collected Works (J.M. Robson ed.). Toronto, 1965, iii, 761-763. (Traducción castellana en FCE).

[20] Tractatus theologico politicus, XVI.

[21] Tratado político, IX, 14.

[22] N. Tenzer, Philosophie politique. Paris, PUF, 1994, 403.

[23] N. Tenzer, Ibid., 399.

[24] Cf. G. Deleuze et F. Guattari, Qu'est-ce que la philosophie­?. París, Ed. de Minuit, 1991. No faltan pensadores que, con prudencia, insisten en la posibilidad de una filosofía sin "fundamento" y no arbitraria (Ver Hilary Putnam, Cómo renovar la filosofía. Madrid, Cátedra, 1994; y Thomas McCarthy, Ideales e ilusiones. Madrid, Tecnos, 1992).