DERECHOS LIBERALES, DERECHOS DEMOCRÁTICOS




II. COMPROMISO ÉTICO O LIBRE ELECCIÓN


1. Las declaraciones, los proyectos y sus filosofías.

Son muchos los documentos (declaraciones, manifiestos, proyectos, leyes…) que en los últimos años abordan los derechos del paciente y, en particular, el paradigmático DPCI. Entre los de rango europeo, por los que comenzamos, sin duda son relevantes la Declaración para la promoción de los derechos de los pacientes en Europa (1994), el Convenio de Oviedo (1997), la Declaración de Laeken (2001), la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (2007) y el Dictamen del CESE sobre “los derechos del paciente” (2008). No son los únicos, ni mucho menos; pero son los que en las últimas décadas han inspirado buena parte de las normas, de distinto rango, dictadas por los Estados europeos con ese objetivo de fijar los derechos del paciente bajo el argumento de profundización de la democracia [1].

En el fondo, todos estos textos responden a una lógica y una ontología, que ya forma parte de la argumentación moral de nuestra cultura, y que no sólo no es cuestionada, sino que ha llegado a parecer incuestionable. Como diría Wittgenstein, podemos cuestionarnos el camino, pero no los límites del camino; para ello tendríamos que salirnos del mismo. Pero mi pregunta es: bien ¿y por qué no salirnos? Y esta otra: ¿quién ha decidido que sea ése nuestro camino? Por poco que nos paremos a reflexionar nos invadirá la sospecha de que no lo hemos elegido, sino que nos lo han dado muy hecho y bien apañadito. Por tanto, para quienes piensen que lo propio de la filosofía es combatir siempre la tendencia natural a creer, y especialmente revelarse contra aquellas creencias que aspiran a controlar lo todo y a todos, vale la pena aquí también salirse del camino, situarse fuera de ese juego de lenguaje que nos condena a reproducir la lógica de la argumentación compartida que, como los ejércitos victoriosos, encuentra en su éxito (su expansión) evidencias para su legitimación.

Comencemos, pues, por desvelar y describir esta lógica activa omnipresente en todos los textos legales y paralegales, y también en los discursos públicos. La matriz de la misma puede esquematizarse en una serie de pasos o momentos que, de forma ritual, siguen con gran fidelidad todos los textos. Este sería su esquema: primero, habitualmente en el preámbulo o prolegómenos, suelen justificar la propuesta del texto echando mano de dos argumentos, con énfasis muy desigual: la defensa o protección del individuo y la cohesión democrática europea; segundo, ensalzan de forma rotunda, como pilar de la argumentación, la dignidad humana como bien supremo del hombre; tercero, reafirman de forma tópica el poco cuestionable derecho a la información del paciente; en fin, cuarto, fundan el derecho al consentimiento informado como exigencia de la dignidad y corolario del derecho a la información. En esta lógica, la clave está en la dignidad humana, que se afirma como derecho fundamental, cosa razonable, pero cuyo contenido no se describe ni se contextualiza su sentido; de esta forma la dignidad se postula como valor prepolítico, como derecho predemocrático, y funda un DPCI sin aliento democrático alguno. También se juega, aunque con menos presencia, con la asociación entre el derecho a la in formación y la práctica democrática; ciertamente, la información es una condición de posibilidad de la democracia, un derecho parademocrático, de ahí que, convenientemente descontextualizado, pueda presentarse el DPCI como algo intrínseco a la democracia. Veamos esta lógica en algunos de los textos.

¿Y qué hay bajo esa lógica perversa que acaba reduciendo la dignidad humana a libre elección y la vida buena a la satisfacción de las preferencias? ¿Cuál es el contenido ontológico que subyace a la misma? A mi entender, y aunque sea decirlo de un modo un tanto simplista, en el fondo subyace la antropología del individualismo posesivo, la idea del hombre propietario de si mismo, de su cuerpo y de su alma. Y que, desde ese ser propietario, y desde el derecho liberal más sublime, el derecho del autor a su obra, que para nosotros no es ya un valor absoluto, sino algo más, un modo de ser, se declara que cualquier relación con los demás, cualquier compromiso con la sociedad, es una transacción, un contrato libre y consentido.

Claro está, y aquí aparece la confusión ya señalada como constante entre liberalismo y paternalismo procedente de otras tradiciones culturales, en buena lógica ese derecho del autor a su obra debería llevar a transacciones sin más límites que el libre consentimiento; pero tal consecuencia repugna a la conciencia común, con zurcidos de otros elementos axiológicos y culturales no liberales. Se recurre unas veces a argumentos metafísicos que permitan poner límites al libre comercio con el cuerpo y el alma, como el tópico de que, no siendo el hombre “autor” de su vida (ni el único de su cuerpo y de su alma), no tiene derecho a ciertas cosas: por ejemplo, el comercio de órganos o la eutanasia; otras veces se recurre a argumentos más groseros, poniendo límites más convencionales, como al aborto o a la prostitución. En cualquier caso, constatamos que la formulación liberal va siempre maquillada con límites paternalistas. Lo que no evita que domine la idea del sagrado derecho del individuo a la decisión final sobre sus transacciones de sus propiedades, incluidos su sangre, sus órganos y su alma, como la mejor expresión de su dignidad [2]. Creo, en fin, que debiéramos desacralizar esa idea del individuo, propietario de sí mismo, que exige sin reciprocidad a la sociedad protección de su cuerpo y su alma, y recordar la idea que un día lanzara R. Kennedy y más recientemente B. Obama, profundamente republicana, de que el buen ciudadano no es quien constantemente se pregunta qué le debe dar la nación, sino quien, al menos de vez en cuando, se pregunta qué puede él darle a ésta.


1.1. En uno de los textos pioneros, la Declaración para la promoción de los derechos de los pacientes en Europa (28 Marzo, 1994), encontramos ya las claves de la argumentación dominantes en este tipo de documentos, que sienta las bases de los futuros discursos sobre los derechos de los pacientes. Destaca la ausencia de una preocupación democrática efectiva y el dominio del enfoque liberal de los derechos como protección de la dignidad y la autonomía de los individuos; pero también aparece esa intrínseca confusión entre los contenidos individualistas genuinamente liberales y el proteccionismo paternalista de recio raigambre cultural. Estas dos tendencias, que podemos asociar respectivamente a las componentes liberal y cristiana de nuestra cultura, de una forma u otra aparecen en todos los textos.

Si partimos de esta Declaración de 1994, que no es la primera, es porque expresa, a pesar de sus carencias, una cierta sensibilidad democrática. Efectivamente, su pretensión es genuinamente liberal y proteccionista [3], con la mirada exclusivamente puesta en los individuos, como muestra al afirmar que se persigue

“Asegurar la protección de los derechos humanos fundamentales y humanizar la asistencia que se presta a todos los pacientes, incluyendo a los más vulnerables, como los niños, pacientes psiquiátricos, los ancianos o los enfermos graves”.

No obstante, deja alguna puerta abierta al reconocimiento de la dimensión democratizadora, aunque en una formulación superficial y poco convincente, al aludir a la “participación” de pacientes-profesionales y abrir la puerta a la presencia de las organizaciones (de pacientes, de sanitarios, etc.):

“- Promover y mantener relaciones beneficiosas entre los pacientes y los profesionales de la salud, y en particular alentar la participación activa del paciente;
- Reforzar oportunidades existentes y proporcionar nuevas oportunidades para el diálogo entre las organizaciones de los pacientes, los profesionales de la salud, las administraciones sanitarias y otros agentes sociales”.

Puede observarse que se alude a ciertas prácticas parademocrática (relaciones, diálogos…), y a cierta participación de diversos colectivos; pero se hace de una manera genérica, como invocación al diálogo y la cooperación, pero sin la idea clara de democratización de las prácticas y los mecanismos de toma de decisión.

Si pasamos de los prolegómenos doctrinales del texto a su parte articulada, que tiene indudables pretensiones de servir de patrón a los diversos estados de la UE, se aprecia mejor su déficit democrático. Efectivamente, en el articulado comprobamos que en el puesto de mando está la dignidad humana. Como suele pasar en estos textos político- jurídicos, se da por supuesto que hay una sola idea de dignidad humana, y esta es la que es, al menos la que es oficialmente, la explicitada en todos los textos legales, a saber, la dignidad humana pensada como sacralización del individuo solitario, autoposesivo, acreedor de seguridad y bienestar:

“1.1 Todo el mundo tiene derecho a ser respetado como ser humano;
1.2 Todo el mundo tiene derecho a la autodeterminación;
1.3 Todo el mundo tiene derecho a la integridad física y mental y a la seguridad de su persona;
1.4 Todo el mundo tiene derecho a que se respete su privacidad/intimidad;
1.5 Todo el mundo tiene derecho a que se respeten sus valores morales y culturales así como sus convicciones religiosas y filosóficas;
1.6 Todo el mundo tiene derecho a la protección de la salud mediante medidas apropiadas que prevengan enfermedades y garanticen la atención sanitaria y la oportunidad de lograr el más alto nivel de salud posible”.

Como puede apreciarse, son los derechos universales (“todo el mundo”) constitutivos de la dignidad del ser humano, y sólo el último cae propiamente en el campo de la medicina y la salud; por tanto, son derechos de los individuos, en modo alguno ligados a la condición de paciente. Por otro lado, en su formulación abstracta son derechos perfectamente compartibles; ¿cómo cuestionar la bondad de todas estas protecciones? El mero hecho de cuestionarlos parecería una impostura.

La lógica del texto de la Declaración, que como decimos es tópica en este tipo de textos, consiste en subordinar todos los derechos del paciente a la idea de dignidad humana, como principio evidente que, por incuestionable, sirva de fundamento. La dignidad humana es un objetivo sagrado. Enseguida, sin solución de continuidad, se da por entendido que dignidad humana es sinónimo de autonomía del individuo. Sus autores parece haber olvidado las reglas cartesianas: ¿cómo considerar intuitivo el paso de la dignidad a la autonomía, si se tienen las respectivas ideas claras y distintas? No es difícil pensar otras figuras de la dignidad, ligadas a la solidaridad, al compromiso colectivo, incluso a esa gran variedad de virtudes de nuestra cultura cristiana que ponen el referente en el prójimo. Pues nada, todo eso se invisibiliza y la dignidad deviene un pleonasmo de la autonomía. A continuación, subrepticiamente, se interpreta autonomía como libre elección por el individuo. Seguro que Kant se horrorizaría de esta forma grosera de pensar la autonomía moral (¿o ya la autonomía no tiene nada que ver con la conciencia moral?). La autonomía es un bello ideal en tanto que exige la determinación de la voluntad según el deber; si ese ideal se realizara universalmente, no sería necesario el Estado. Éste se justifica como ideal político -reino del derecho- en tanto que posibilita y promueve el ideal moral; en otros términos, en tanto que, en ausencia de esa voluntad autónoma, que no tiene nada que ver con la espontaneidad del deseo, sirve para hacer cumplir el deber, realizar el deber. Desde fuera, mediante coacción; pero es mejor que nada. Ya se sabe, el problema de los hombres, según Kant, es que son sordos o no hacen caso a la razón práctica, lo que implica que sea la historia -la sangre, el dolor, la barbarie…- la encargada de realizar esa razón práctica, primero en forma de derecho (recordemos: derecho republicano, es decir, democracia en el sentido débil que hemos descrito antes) y al final, hay que confiar en ello, con la vida moral. En definitiva, nada que ver con esa autonomía pensada como libre elección, idea parasitaria que sorbe la belleza y legitimidad de esta tradición kantiana y de otras como ella.

En el apartado segundo de la Declaración, referido al derecho a la información, nos deja ver otro rasgo frecuente en este tipo de textos, y por tanto síntoma de la filosofía liberal paternalista en que se fundamenta. Junto a la afirmación del derecho del paciente a la información completa y veraz sobre diagnósticos, terapias, procedimientos, riesgos, etc. [4], apoyado en la idea del derecho a su libre elección, con toda naturalidad, sin la menor sensibilidad por la coherencia, se pasa a poner límites a la información, límites con fundamento paternalista:

“2.3 La información podrá ser ocultada a los pacientes de forma excepcional (s.n.), cuando existan buenas razones para pensar que esta información les causaría un gran daño, sin ningún efecto positivo. (…)
2.5 Los pacientes tienen derecho a no ser informados, según su petición explícita”.

Ciertamente, el derecho a la información es innegablemente parademocrático; sin la misma la participación sería un simulacro. Ahora bien, el contexto o “juego de lenguaje” en que se encuadra aquí su defensa nos levanta profundas dudas. Por un lado, en el punto 2.3 se fija la legitimidad de ocultarle al paciente la información por su bien; uno puede comprender las ventajas coyunturales de la ignorancia e incluso de las “mentiras piadosas”, pero es difícil compaginarlas en un discurso en que los derechos del paciente pivotan sobre su idea de “dignidad”, pensada como “autonomía” e interpretada como “libre elección”. Podríamos pensar que le estamos quitando la posibilidad de una vida digna…, a no ser, claro está, que reconozcamos que la dignidad no es eso, que al menos no es sólo eso. Igualmente, en el punto 2.5 se defiende rotundamente el “derecho a la ignorancia”, que pone de relieve que la información no se reivindica para participar, sino para decidir personalmente y según el propio interés.

¿Cómo podría un ciudadano, con voluntad de participación política, exigir que se le mantenga en la ignorancia? Eso no tiene sentido, y hemos de aceptar que, si es razonable el derecho del paciente a la ignorancia, es porque no estamos en el campo de los derechos democráticos, es porque estamos en el dominio de la “libertad negativa”, de la particularidad. La ignorancia puede ser útil y defendible en el marco del interés individual; es una manera de cultivar orquídeas. Pero eso no tiene nada que ver con la dignidad, que es un concepto ético, por tanto construido colectivamente, y no a la medida de cada cual.

El apartado 3 aborda de forma directa el tema del “consentimiento informado”, considerándolo un derecho fundamental [5]. Pensamos que, en la medida en que la decisión del paciente afecte exclusivamente a su persona, es razonable que una democracia, dentro del cuidado que debe a la dimensión privada del ser humano, lo garantice y respete. Ahora bien, cuando esa decisión afecta a la colectividad, entonces hay que plantearse con más rigor los límites de este derecho. En la Declaración que comentamos se dice textualmente:

“3.8. El consentimiento del paciente es requerido para la preservación y uso de todas las sustancias del cuerpo humano (e. n.). Se puede presumir el consentimiento cuando las sustancias deban ser utilizadas en el curso actual del diagnóstico, tratamiento y cuidado del paciente”.

Estamos ante uno de los puntos más delicados, y por eso es oportuno centrar en él la reflexión. No es difícil entender el atractivo de este derecho, que lo convierte en universalmente aceptable, especialmente teniendo en cuenta las barbaries y barbaridades de la historia, contra las cuales nos quiere proteger. Y en la medida en que esos riesgos nunca desaparecen del todo, la defensa de los individuos contra semejantes atrocidades parece pertinente. Ahora bien, la fijación de esa protección mediante un derecho absoluto me sigue pareciendo injustificable, dado que estos derechos del paciente le permiten ser inmensamente insolidario y antisocial, e incluso inmensamente cruel. Yo ya entiendo la importancia de proteger al paciente de infinitos abusos, pero hay aspectos que considero abiertamente contrademocráticos que deberían ponerse de relieve. Pongamos dos casos paradigmáticos ya mencionados como circunstancia tipo b: la donación de sangre y la donación de órganos, a los que se refiere explícitamente el punto 3.8. Desde el DPCI las donaciones quedan en manos del “interés” o de la “conciencia ética” de los individuos. De esos mismos individuos que un día, en situación excepcional de pacientes, pueden hacer valer su derecho a exigir al servicio hospitalario menos información y más eficiencia. Yo encuentro más eficiente, y sin duda alguna más democrático, una regulación equitativa y obligatoria de la donación que dejarla en mano de la autonomía del individuo; como encuentro más justo y democrático que la sobrevivencia esté basada en el derecho a comer y a vivir dignamente que dejarla en manos de la beneficencia y la caridad, como ocurría en otros tiempos.

Lo mismo sucede con el derecho del paciente a decidir si su “caso” puede ser usado para la enseñanza y la investigación [6] (circunstancia tipo c). Me resulta difícil pensar como actitud cívica digna aquella en la que se exige, sin reciprocidad, beneficiarse de los conocimientos científicos y de la experiencia médica, lo que supone que otros sí han sido solidarios. Entiendo que la historia nos advierte de la necesidad de control contra la barbarie; pero creo que esa protección ha de venir, precisamente, por la gestión democrática de la práctica médica y hospitalaria, y no por un DPCI absoluto. Y considero que esta creencia no es meramente ideológica, sino con base teórica, fundamentada en la misma idea contractualista en que se fundamentan nuestras democracias liberales. Efectivamente, si la legitimación de un orden político liberal democrático se hace desde la ficción contractualista, sería muy razonable pensar que todos estaríamos dispuestos a incluir en el pacto esa disponibilidad de servicio recíproco, y que no sería comprensible que alguien pretendiera gozar unilateralmente del privilegio y dejar a los demás al azar. (Volveremos posteriormente sobre este argumento). Soy consciente de que son cuestiones complicadas, que entran en conflicto con valores muy íntimos y arraigados; pero si están arraigados es por una larga educación en los mismos, no por ningún privilegio objetivo absoluto. Pasa con estas cosas como con el servicio militar: si no es obligatorio, no sé por qué -o sí lo sé- acaba siendo siempre hecho posible por las capas sociales más débiles, que abastecen el mercado de nuestra “libre elección”.


1.2. Un segundo texto, en la misma dirección, es el conocido como Convenio de Oviedo [7], que fue firmado por todos los estados miembros de la UE. Este documento señala en sus “considerandos” que “la finalidad del Consejo de Europa es la de conseguir una unión más estrecha entre sus miembros y que uno de los medios para lograr dicha finalidad es la salvaguardia y el fomento de los derechos humanos y de las libertades fundamentales”. No habla de la profundización de la democracia en sentido republicano, participativo, pues a pesar de que la salvaguarda de las libertades y derechos de los individuos dibuja una perspectiva democrática genérica, el contexto teórico jurídico del texto concreta su sentido propiamente democrático liberal. Podemos apreciarlo ya en sus inicios, pues en el “Capítulo I. Disposiciones generales” dice:

Artículo 1. Objeto y finalidad. Las Partes en el presente Convenio protegerán al ser humano en su dignidad y su identidad y garantizarán a toda persona, sin discriminación alguna, el respeto a su integridad y a sus demás derechos y libertades fundamentales con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina. Cada Parte adoptará en su legislación interna las medidas necesarias para dar aplicación a lo dispuesto en el presente Convenio”.

Sin duda el texto del artículo puede leerse desde vocabularios diferentes. Así, podemos interpretar la “dignidad” ligada a la igualdad, la” libertad” como libertad positiva, la “identidad” como comunidad y el “interés y bienestar” del ser humano en el horizonte de una vida en que la fraternidad, la amistad y el compromiso hayan desplazado en buena medida la perspectiva del individualismo posesivo en que nos movemos. Con una lectura así forzada podríamos interpretar el convenio en claves de democracia participativa; pero el contexto del texto legal no nos lo permite. Al contrario, esta aparente “confusión”, que tolera la pluralidad de interpretaciones, es una óptima estrategia retórica para conseguir las adhesiones al modelo liberal. ¿Quién en su sano juicio -se diría hoy- y que no se le haya parado el reloj en los tiempos de antaño, podría no compartir tales pretensiones de protección de la dignidad, la identidad, la libertad, tanto más cuanto que se permite rellenar imaginariamente esos conceptos?

Ahora bien, la ambigüedad tolerada en el Artículo 1 queda perfectamente clarificada en el siguiente:

Artículo 2. Primacía del ser humano. El interés y el bienestar del ser humano deberán prevalecer sobre el interés exclusivo de la sociedad o de la ciencia”.

Este artículo subrepticiamente nos revela el verdadero sentido de esta defensa de los derechos y del sujeto de los mismos: se trata de defender a los individuos, pensados como mónadas aisladas y autónoma, frente a sus enemigos, reales o potenciales, que aquí son identificados como la “sociedad” y la “ciencia”. Lo más curioso, y preocupante, es que no nos produce sobresalto leer que los intereses del individuo han de prevalecer sobre los de la sociedad (lo que presupone que son distintos y contrapuestos) y los de la ciencia. Casi no se nos ocurre hacer lo que al menos en posición filosófica es nuestro deber, a saber, preguntar ¿cuáles pueden ser estos intereses discordantes en un orden político democrático?, ¿qué sociedad es la presupuesta? Al decir simplemente “sociedad” se alude, o se deja pensar, que se trata del Estado, el estado totalitario, al más frío de los monstruos fríos, que hacía temblar a Nietzsche. Si en lugar de decir “sociedad” el texto hubiera dicho “el conjunto de los ciudadanos”, que es otra forma de referirse a la misma, ¿mantendría el discurso su potencia persuasiva? Seguramente no, seguramente nos extrañaría y preocuparía oír que el interés individual ha de prevalecer sobre el interés del conjunto de los ciudadanos, e incluso sobre el de la mayoría de los mismos. O si simplemente hubiera dicho “sociedad democrática”, ¿sería convincente la contraposición? Creo que tampoco. No, se hace uso de la indeterminación del concepto “sociedad” para que, inducidos por el contexto, tendamos a pensar que “sociedad” refiere al mal del individuo; y ello aunque sea con la más evidente de las incongruencias, pues, en definitiva, se lanza la sospecha sobre la sociedad que, organizada políticamente en Estados -sí, en Estados-, es la esperanza de la aprobación del Convenio y de la aplicación de los derechos.

Y en cuanto a la ciencia, ¿podemos sin más pensarla realmente enemiga del individuo? Puedo aceptar que en circunstancias especiales el científico sea un monstruo o el médico un profesional negligente; como puedo convenir en que se han dado y se darán políticas de la ciencia perversas; pero son tales desviaciones las que deben ser controladas, regulando esos conflictos democráticamente, mediante la ley, como los de cualquier agente del mercado en cualquier tipo de intercambio de bienes y servicios, sin necesidad de recurrir a derechos fundamentales que protejan al individuo de la amenaza de la Ciencia. Enfrentar el interés del individuo con la Ciencia equivale a ocultar que ésta es un factor esencial del bienestar general y un instrumento indispensable en la conquista de los derechos; más aún, en gran medida es condición sine qua non de unas condiciones de vida que hacen posible la democracia y los derechos.

El tema concreto del DPCI se aborda en el Artículo 5, donde se fija la “regla general” del consentimiento:

Artículo 5. Regla general. Una intervención en el ámbito de la sanidad sólo podrá efectuarse después de que la persona afectada haya dado su libre e informado consentimiento. Dicha persona deberá recibir previamente una información adecuada acerca de la finalidad y la naturaleza de la intervención, así como sobre sus riesgos y consecuencias. En cualquier momento la persona afectada podrá retirar libremente su consentimiento”.

Una descripción pulcra, difícilmente cuestionable en su formulación abstracta. De hecho es una formulación semejante a la Declaración de 1994, y conviene que ahondemos en nuestra crítica. Digamos de entrada que esta regla, en su formulación general, prescribe un objetivo razonable, asumible por cualquier forma de democracia, que no puede dejar de considerar como uno de sus fines la defensa y el cuidado del espacio privado de vida de los individuos. Por tanto, nada que objetar a esa pretensión de respetar los márgenes de autodeterminación (e, incluso, de autoposesión) más generosos posible. Ahora bien, la democracia exige unos límites a esa generosidad. Creo que un buen criterio, sujeto a posteriores matizaciones, sería el siguiente: que el paciente decida sobre su cuerpo y su alma siempre que su decisión no tenga efectos negativos o genere contradicciones en la convivencia social. Por ejemplo, pleno derecho de la mujer a decidir sobre el aborto y pleno derecho de los individuos sobre la eutanasia. En cambio, cuando las decisiones tengan efectos relevantes para la sociedad, como en las donaciones de órganos o de sangre, o como en el uso de los casos clínicos en la investigación científica, el DPCI se vuelve problemático y contrademocrático.

Suele darse la paradoja que los mismos textos, y la misma base sociológica, que defiende con radicalismo el DPCI en cuestión de donaciones y de cooperación en la investigación, en nombre de un ideal liberal de dignidad humana, se vuelven paternalistas y no dudan en recortar este derecho en los temas del aborto o la eutanasia. Del mismo modo, permitidme la analogía, que los que niegan el derecho del Estado a impartir “Educación por la ciudadanía”, en nombre de la absoluta propiedad individual del alma humana, no dudan en reclamar al estado que siga imponiendo la “Religión católica” en las aulas, para ordenar y salvar las almas de los niños. ¡No hay nada más difícil al ser humano que la coherencia!


1.3. La Declaración de Laeken (2001) y la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (2007), aunque no aportan directamente gran cosa a la cuestión que aquí nos ocupa, son dos textos relevantes y paradigmáticos, que indirectamente nos sirven en nuestro cometido, pues ponen en relación la preocupación por el “déficit democrático” en la Unión Europea y la expansión y garantía de nuevos derechos. De hecho, la Declaración de Laeken no menciona el tema de los derechos del paciente de forma particular; pero su texto expresa con claridad y ejemplaridad la manera de entender la democracia presente en los textos político jurídicos europeos, de ahí que nos haya parecido importante hacer algunos comentarios. En rigor, dado que la Declaración se centra en la corrección del “déficit democrático” en la UE, dado que entiende que esa corrección pasa por preocuparse más y desde más cerca por los ciudadanos, y dado que los derechos del paciente constituyen un núcleo paradigmático de ese acercamiento, difícilmente podría soslayarse su tratamiento.

Ya en el 2001 la Declaración de Laeken señalaba, en un sintético relato histórico triunfalista, y ante el reto de su inminente ampliación, una carencia significativa: el déficit democrático. Todo habían sido avances y logros: se habían derrotado definitivamente los “demonios del pasado” que ensangrentaron el suelo europeo en luchas fratricidas; se había pasado de la “comunidad del carbón y del acero” a la cooperación en políticas sociales, en justicia, asilo, inmigración, policía, defensa…, tendiendo a la creación de “una gran familia”. A pesar de esos avances, constata la declaración, “los ciudadanos consideran que las cosas se hacen demasiado a menudo a sus espaldas y desean un mayor control democrático”; y esta visión negativa es uno de los principales obstáculos para la participación de todos en el proyecto europeo, ya que las instituciones parecen funcionar al margen de los intereses y de la vida cotidiana de los mismos ciudadanos. Y este es un serio inconveniente para la consolidación de la UE como proyecto democrático y, sin duda, erosiona las instituciones y la legitimidad de las decisiones que se toman en la Comisión Europea o en el Parlamento. Hasta aquí, todo correcto.

Pero el diagnóstico se vuelve dudoso en cuanto se empieza a describir el contenido de ese “déficit democrático”, reconstruyendo como conciencia y voluntad democrática de los ciudadanos lo que en realidad es la tópica conciencia y voluntad liberales. Así, la pretensión de autogobierno, de participación democrática, se va invisibilizando en el análisis y acaba siendo sustituida por “la buena gestión de los asuntos públicos”, entendiendo por “buena gestión” la eficiencia, la transparencia, “creación de nuevas oportunidades”. Es decir, del ideal de autogobierno se pasa al derecho a ser bien gobernado y, en oscura transición lógica, a ser gobernado por los mejores, conforme a la mejor tradición liberal de Burke a Popper.

La cuestión está en que ese “déficit democrático” que detectan los redactores de la carta no se reduce, aunque insistan en ello, a la conciencia ciudadana de alejamiento de las instituciones europeas respecto a sus problemas reales cotidianos. Este discurso se ha extendido hasta el punto de que absorbe la totalidad de la retórica política, tan despreocupada a la hora de diseñar ideales como pseudopreocupada por atender los “problema reales”; no obstante, es un diagnóstico ideológico, que bajo la forma de interpretación de lo que “realmente” quiere la gente ejerce su enmascarada función de de legitimar los torpes vuelos de los gallináceos. Y aunque al final -como explicaba José Mª Valverde del paranoico, que acababa siempre teniendo razón- el ciudadano acabe empujado a cultivar sus orquídeas, metáfora más bella que la que usaba J. St. Mills, preocupándose por su inmediatez estetizada, y en consecuencia aplaudiendo que le resuelvan sus problemas y criticando a las instituciones que no se los resuelven, ese proceso de desafección tiene poco que ver con la democracia. Ese fenómenos social no es en sí mismo déficit democrático, sino mera despolitización, mera indiferencia política; y ésta no se corrige con eficiencia y proximidad, aunque sean estas cualidades muy loables de las instituciones políticas. Intentar corregir la distancia entre los ciudadanos y las instituciones con el método de la proximidad, ese tópico de hablar a los ciudadanos de lo que realmente les interesa, la retórica profesión de fe de los dirigentes políticos de preocuparse de lo que realmente interesa al pueblo, supone reproducir y consolidar el problema de la indiferencia política. El paternalismo es bueno para muchas cosas, pero no para el desarrollo de la conciencia democrática, no para la corrección del déficit democrático. El mito de acercar las instituciones al pueblo para gobernarlo mejor, para gestionarlo con mayor prontitud y eficiencia, para mayor transparencia y buen uso de los recursos públicos…, todo eso está bien en ausencia de democracia. Cuando se insiste en esos puntos de vista se desvela la auténtica “concepción de la democracia” que semioculta el discurso, que no pasa de ser en el mejor de los casos una gestión paternalista (satisfacer necesidades) del poder. Pero, de este modo, satisfaciendo necesidades y deseos, tal vez evitarán revueltas, pero no lograrán adhesiones, y mucho menos complicidad en la construcción política. En rigor, ni lograrán satisfacciones duraderas.

La Carta en gran medida recoge y traduce a un discurso articulado el texto de la Declaración de Laeken; lo que en ésta eran relatos y preguntas, en la Carta toma forma normativa; lo que en aquella eran principios abstractos, en ésta se configuran como repertorio de derechos. Y entre ellos están los derechos del paciente y, en particular, el DPCI, que así se presenta como una vía de corrección del “déficit democrático”. Por tanto, es un buen texto para plantear la cuestión del estatus democrático de los derechos del paciente.

En el “Preámbulo” se recogen las mismas preocupaciones y el mismo relato que en la Declaración de Laeken. Se manifiesta la misma preocupación por la debilidad democrática de nuestra sociedad, y se afirma que la Carta, que tiene voluntad de de devenir Ley, aspira a corregir esa situación. Pero el enfoque no es correcto. Aunque se afirma, y con razón, que la ley “sitúa a la persona en el centro de su actuación”, lo cierto es que no trata los derechos de las personas orientados a su participación política, sino a su autonomía particular. Por ejemplo, se reconoce en la Carta que

“Una de las principales dificultades para el avance efectivo de la convergencia política en la Unión está en la percepción que, a menudo, los ciudadanos tienen de las instituciones y, en general, de la forma en que se toman las decisiones “en Bruselas””.

En el “Preámbulo” de la Carta encontramos algunas referencias que nos ayudan a clarificar este problema. Allí se dice:

“Los pueblos de Europa, al crear entre sí una unión cada vez más estrecha, han decidido compartir un porvenir pacífico basado en valores comunes. Consciente de su patrimonio espiritual y moral, la Unión está fundada sobre los valores indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la solidaridad, y se basa en los principios de la democracia y del Estado de Derecho (e. n.). Al instituir la ciudadanía de la Unión y crear un espacio de libertad, seguridad y justicia, sitúa a la persona en el centro de su actuación”.

Destaquemos su afirmación de que “Se basa en los principios de la democracia y del Estado de Derecho”. Dejemos de lado la referencia al Estado de Derecho, que o bien se usa en términos estrictos y originario, en cuyo caso describe la idea de un orden político articulado en torno al principio de legalidad (y, por tanto, éticamente neutral), o bien se define, como es lo usual entre los constitucionalistas actuales, añadiendo al principio de legalidad el de la separación de poderes y el de respeto y defensa de los derechos fundamentales; en este segundo sentido, al que sin duda responde el texto, la referencia revela la profesión de fe liberal, excluyendo convencionalmente cualquier otra forma política democrática, y en especial la tradición republicana. Más sustantivo es la referencia a “los principios de la democracia”. Ciertamente, en la ley hay elementos de neta inspiración y contenido democráticos, como el Capítulo II, donde se garantizan las libertades; el III, sobre la Igualdad ante la ley (Art. 20) y la no discriminación (Art. 21); el IV, sobre la solidaridad, donde se defiende el derecho a la información (Art. 27), el derecho a la negociación colectiva y a la huelga (Art. 28). Pero, por un lado, la Carta responde a la doble inspiración liberal y paternalista dominante en nuestras sociedades; por otro, aunque haya artículos democráticos o parademocráticos, en el sentido antes fijado, no nos parece que sea este el caso del derecho al consentimiento informado.

La Carta, en el marco de la defensa general del “derecho a la integridad de la persona”, se refiere a los derechos de las personas en relación con la biomedicina y prescribe en su Artículo 3:

“1. Toda persona tiene derecho a su integridad física y psíquica.
2. En el marco de la medicina y la biología se respetarán en particular: a) el consentimiento libre e informado de la persona de que se trate, de acuerdo con las modalidades establecidas en la ley; b) la prohibición de las prácticas eugenésicas, y en particular las que tienen por finalidad la selección de las personas; c) la prohibición de que el cuerpo humano o partes del mismo en cuanto tales se conviertan en objeto de lucro; d). la prohibición de la clonación reproductora de seres humanos”.

Texto elocuente el de este artículo 3.2, que encierra importantes confusiones y contradicciones que conviene desvelar. El subapartado (a), en la medida en que formula el derecho del paciente a la información, parece un “derechos democrático”; y lo es en su formulación general, pues si lo intrínseco a la democracia es la participación política, cuya idea establece la bondad de la misma y, por tanto, la fija como un deber, en correspondencia la democracia habrá lógicamente de garantizar a los ciudadanos el disfrute de las condiciones materiales y espirituales para poder ejercerlo, y nada más básico que la información suficiente y correcta.

Ahora bien, el contexto discursivo niega -o, al menos, cuestiona- esta dimensión democrática. La ambigüedad se mantiene por no establecerse la finalidad de ese derecho, o sea, su justificación. Si ésta fuera la finalidad democrática antes indicada, es decir, posibilitar al individuo una participación efectiva y simétrica en la decisión colectiva, sería un derecho democrático; pero si la justificación del mismo no pasa de ser la libertad de elección individual, el derecho no pasará de ser liberal. Y este es el caso, pues el contexto apunta a la simple defensa del individuo como propietario de su cuerpo y, por tanto, se le reconoce el derecho a decidir sobre el mismo; ese es el sentido que la Carta atribuye al “consentimiento libre e informado”. Aunque, como suele ocurrir con los derechos liberales, casi siempre aparecen contaminados de paternalismo. La propia expresión “consentimiento libre e informado” lo manifiesta al unir la idea liberal de uso libre de la propiedad con el paternalismo encubierto en la exigencia a “ser informado” por la sociedad.

Este contexto, a la vez liberal y paternalista, realmente complejo y confuso, viene indirectamente reforzado y definido por los apartados b, c y d del artículo, que son netamente antiliberales e incuestionablemente paternalistas, al estar dictados desde una idea del bien y del valor moral doctrinario y contradictorio con los criterios aplicados en otros caso semejantes, donde se argumenta desde el derecho del individuo a decidir libremente sobre su vida y su cuerpo. Paradójicamente, este artículo, que pasa por ser progresista, por expresar un avance en la protección de la democracia, no es ni siquiera consecuentemente liberal (es decir, radicalmente defensor de la autonomía del individuo), sino que expresa la presencia de principios doctrinales transcendentes que ponen límites al uso del cuerpo. Es cierto que en este caso los ejemplos a los que se alude pueden servir de coartada y seducción; mencionar o insinuar el tráfico con órganos, los rostros ocultos de la clonación y cosas semejantes constituyen una poderosa manera de convencer. Pero no debemos olvidar que el mismo principio subyace a la hora de poner límites al derecho al aborto, al suicidio, etc. En cualquier caso, la conclusión que pretendemos extraer es esta: no es un derecho democrático, ni siquiera liberal.

En conclusión, acercar las instituciones a los ciudadanos, como proclama la Declaración de Laeken y proclama seis años más tarde la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, equivale a preocuparse de sus problemas; pero no incluye necesariamente la preocupación democrática. Cuando se confunde proximidad de la elite política al pueblo con autogobierno del pueblo, se acaba llamando derechos democráticos a los pequeños privilegios paternalistas de nuestras sociedades ricas. Derechos como el que aquí nos ocupa, que simplemente otorgan al sujeto la facultad de decidir sobre su cuerpo como una propiedad absoluta, será un regalo que el ciudadano agradecerá, sintiéndose ilusoriamente amo de su cuerpo y su destino, pero eso nada tiene que ver con la democracia. La desafección política de los ciudadanos europeos, que sólo es cuantitativamente diferente a la despolitización interna a los Estados, es un hecho y un problema de déficit democrático; pero la conciencia de pertenecer a una colectividad multinacional o nacional no se logra facilitando desde ella los problemas a de los individuos, sino implicándolos en la toma de decisión sobre los mismos. No se logra con derechos liberales, sino con “derechos democráticos”.


1.4. Especial atención merece el mucho más reciente y menos conocido Dictamen del Comité Económico y Social Europeo sobre «Los derechos del paciente» (2008) [8]. Se trata de un texto especialmente relevante por la explicitación que hace de la filosofía subyacente a los derechos del paciente. En su “introducción” reconoce el “auténtico arsenal legislativo” elaborado en los últimos tiempos para regular el servicio sanitario y las prácticas médicas; no obstante, considera que siguen habiendo carencias. Piensan los autores del dictamen que el nivel de protección del paciente es insuficiente en la UE, y se propone ayudar a remediarlo basándose en el “principio de solidaridad”.

Pero lo relevante del dictamen para la tarea que nos ocupa es que enfoca el problema poniendo en relación directa los derechos del paciente con la democratización de las sociedades. Concreta esa relación en las políticas públicas dirigidas a la “participación de los ciudadanos”, que hoy aspiran a ser “actores”, y no sólo “pacientes”, de la vida sanitaria. Hasta aquí, nada que objetar; y mucho menos al reconocimiento crítico explícito que hace el Dictamen al tratamiento habitual del consentimiento informado, afirmando que “se ha agotado el modelo paternalista de interacciones entre el médico y su paciente”, siendo necesario acabar con la estrategia del “coloquio singular” e integrar las relaciones y decisiones en un marco más amplio, que implique al “conjunto de profesionales del ámbito sanitario y médico social”. Se trata, en definitiva, de definir y regular la práctica médica como una práctica social, cuyo protagonista será un “equipo médico-social”. El Dictamen, por tanto, apunta a la dirección democratizadora que venimos defendiendo, corrigiendo la sacralización de la conciencia individual al dar entrada a la coordinación y regulación colectiva de la práctica médico-hospitalaria como una totalidad. Por ello es tan relevante para nosotros, en cuanto permite ver cómo esa voluntad democratizadora se autolimita y contradice.

Como acabo de decir, este fondo filosófico del Dictamen es prima facie atractivo, y no es nada despreciable en este discurso su nítida orientación a la eficiencia de las prácticas sanitarias, que es el fin del paciente qua paciente. Es a tal efecto muy significativo el siguiente parágrafo, que diseña una concepción social de la enfermedad:

“El resultado de la batalla contra la enfermedad y en busca del tratamiento idóneo depende en gran medida de las relaciones que se crean entre el paciente y los profesionales de la salud, y constituye un envite tan importante para el personal sanitario como para los enfermos. Ello implica asimismo espacios de mediación que permitan tener en cuenta las obligaciones sociales (vida profesional, apremios financieros, reconocimiento de derechos, etc.) y las vicisitudes de la vida afectiva y familiar. En este contexto resulta fundamental la posición de los allegados y de las asociaciones de pacientes” [9].

O este otro, que invoca la entrada en escena de colectivos y asociaciones, abriendo tímidamente un horizonte de decisión mediada y colectiva:

“En este sentido cabe considerar el interés que tiene el encuentro entre el colectivo de los pacientes y el colectivo de los profesionales” [10].

Este enfoque del problema, como decimos, es prometedor para la democratización; eso no quita que de vez en cuando eche mano del patrón-oro de la autonomía individual, inevitable contagio del modelo liberal individualista, quedando lastrado por el poderoso peso que ejerce la sacralización de la autonomía del individuo. Efectivamente, a la hora de concretar esta filosofía socializadora y democrática, a la hora de la verdad, en lugar de mantener el punto de mira en la dimensión social de la práctica médica y en la enfermedad como un problema social (por tanto, asumiendo la comunidad el compromiso de tratarla y el derecho correlativo de regularla), se cae de nuevo en el tópico punto de mira de los “derechos del paciente”. Éstos son elevados al rango de derechos básicos o esenciales, siendo declarados absolutos e “imprescriptibles”. Así se expresa en el apartado 3 del texto, sobre “derechos imprescriptibles”, que dice:

“3.1 La afirmación de los derechos de los pacientes se inscribe en los derechos humanos y tiene como objetivo fomentar a la larga su autonomía. Por lo tanto, estos derechos se encuentran a menudo imbricados entre sí”.

Esta caída en el enfoque liberal se manifiesta también en el hecho de que tome como autoridad la Carta de los 14 derechos de la Active Citizenship Network [11], que responden a un enfoque filosófico insensible a la democracia. El CESE considera que “tres de estos derechos presentan un aspecto transversal o previo a los demás”, y los hace suyo. Estos tres derechos fundamentales del paciente son, precisamente, los derechos a la información, al consentimiento informado y al respeto a la dignidad. Y no sólo el de la dignidad, sino también los otros dos derechos, son tratados en otro juego del lenguaje, en el ya conocido discurso liberal de la autonomía y la libre elección [12]. Es cierto que hilando fino podemos encontrar un vocabulario que, al hablar de la conveniencia de “interacción”, de “alianza terapéutica”, de “armonía y coordinación de roles”, sigue insinuando que se apunta fuera del juego de lenguaje liberal; pero hemos de reconocer que este contagio persiste, como si hubieran intuiciones pero no suficiente lucidez respecto a lo que está en juego.

De todas formas, el Dictamen sigue siendo, a nuestro entender, uno de los documentos más sensibles al tratamiento de los derechos del paciente en el marco de la democratización real de las prácticas; por tanto, es uno de los más significativos esfuerzos por armonizar y determinar los derechos individuales desde el respeto a la democratización de la sociedad. Esta tendencia se pone claramente de relieve en el punto “5. Conclusión”, que titula con el prometedor título: “hacia una afirmación de los derechos colectivos” [13]. En el mismo se establece la necesidad de “propugnar el establecimiento de una democracia sanitaria que implique la movilización colectiva de los usuarios y su representación en los diferentes ámbitos del sistema” (5.1.); se defiende, con sensibilidad, que lejos de limitar la autonomía de los individuos se propone otra forma de defender su dignidad, entendiendo que todo paciente tiene la voluntad “de que no se le considere como un ser aparte y sobre todo como un ser aparte de la sociedad” (5.2); en fin, se argumenta, de forma elegante y seria, que “Ceder la palabra a los usuarios y a sus representantes resulta tanto más necesario cuanto que las problemáticas de la salud afectan a otros ámbitos: los modos de producción, las formas de vida, las condiciones de trabajo, la protección del medio ambiente, etc. Ello implica por tanto tomar decisiones societales, económicas y éticas que van más allá de la responsabilidad de los profesionales de la salud” (5.5). Por todo ello considero que esta perspectiva, aun expresando la hegemonía de la perspectiva liberal en la caracterización y fundamentación de algunos derechos, es sensible a la necesidad de apertura democrática y apunta vías de reflexión y de organización esperanzadoras [14]. Más aún, creo esta perspectiva es paradigmática del pensamiento progresista contemporáneo al respecto: intuye el problema, apunta direcciones, pero carece de la lucidez, y a veces de la voluntad, de llevar a cabo el trabajo teórico y político adecuado. Y sed cede al lastre de la tópica, que siempre es conservadora.


1.5. En fin, cerremos esta reflexión con un breve comentario sobre el “decálogo del paciente”. Los días 20 y 21 de mayo de 2003 se llevó a cabo en Barcelona una reunión en la que participaron profesionales de la salud y representantes de organizaciones y asociaciones de pacientes y usuarios de todo el Estado español. El objetivo de la misma se concretaba en la información a los pacientes. El resultado se recogió en la denominada Declaración de Barcelona de las Asociaciones de Pacientes, que se resume en el Decálogo de los Pacientes. Un aspecto a destacar de este decálogo es la explicitación del papel relevante del médico en todo el proceso de información y de consentimiento. Así se dice en el “primer mandamiento” del decálogo que “los pacientes necesitan información de calidad contrastada según criterios de acreditación explícitos y proporcionada por profesionales, preferentemente médicos”. En el segundo, asumiendo sin matices la primacía de la voluntad expresada por el paciente y el incuestionable respeto a la misma, se insiste en que “las decisiones sobre una intervención sanitaria deben estar guiadas por el juicio médico, basado en el mejor conocimiento científico disponible”. Es decir, se respeta el DPCI, pero se enfatiza el papel del médico en el proceso de información, que en otros textos no parece tener una presencia semejante. En esta perspectiva se entiende que el cuarto mandamiento describa la importancia de la relación médico-paciente y el quinto prescriba la formación específica de los médicos en técnicas y habilidades de comunicación.

Otro aspecto destacable de este Decálogo es su sensibilidad democrática. Esta sensibilidad se manifiesta en la forma equilibrada con que el texto trata la relación entre el respeto a la libre decisión informada y la llamada a la participación de los pacientes, organizaciones sanitarias y ciudadanos en general en el diseño de las políticas sanitarias públicas. Ya en el punto 3, sobre el “respeto a los valores y a la autonomía del paciente informado”, se manifiesta este tratamiento equilibrado:

“Cuando muchas decisiones asistenciales admiten alternativas distintas, el compromiso de una sociedad democrática con el respeto a la dignidad y a la autonomía de sus miembros aconseja avanzar en el desarrollo de medidas que faciliten la máxima adecuación entre las opciones elegidas y las deseadas por los pacientes correctamente informados”.

Visiblemente llama a una convergencia entre dos procesos legítimos: los deseos del “paciente correctamente informados” y mediadas o estrategias de política sanitaria. Entienden los autores del texto que una sociedad democrática tiene un compromiso con “el respeto a la dignidad y a la autonomía de sus miembros”; y que, como ese respecto debiera ser compatible con la esencia de la democracia, que es la participación, propone esa estrategia de convergencia y de adecuación. Podría pensarse que el texto no va tan lejos en su profesión de fe democrática. Ciertamente, y en coherencia con nuestra sospecha del déficit democrático habitual en este tipo de textos, podríamos decir que en modo alguno se habla de “derecho democrático” , que sólo se resalta el “compromiso” de la sociedad democrática con el respeto a la dignidad y a la autonomía de los individuos. Y aunque es razonable que una sociedad democrática asuma como un objetivo fundamental la adecuación entre “estrategias médicas” y “deseos del paciente”; y es también razonable pensar que la información al paciente contribuya a ello (si el paciente se deja convencer...), persisten abundantes y buenas razones para defender que el Decálogo arrastra el déficit democrático de no contemplar con claridad que el sujeto y el objetivo de la democracia es la colectividad.

Pero, bien mirado, y dicho en honor del Decálogo, aunque la lectura literal no permita ir tan lejos la lectura sintoma parece justificada. Basta leer el sexto mandamiento para comprender que es así, que nos hallamos ante un texto especialmente sensible a la democratización del discurso y las prácticas en el campo de la medicina. Efectivamente, en este punto se llama abiertamente a una más activa participación de los pacientes y de los ciudadanos en general en el diseño y regulación de las prácticas en el sistema sanitario

“Los ciudadanos y, sobre todo, los pacientes y las organizaciones que los representan, tienen que participar de forma más activa en la determinación de prioridades que definan las condiciones de acceso a los servicios sanitarios y que contribuyan a identificar, valorar y satisfacer sus necesidades de salud”.

Esta llamada del sexto mandamiento es genuinamente democrática; como lo es también la del séptimo que prescribe la “democratización formal de las decisiones sanitarias”, que argumenta así:

“Se debe promover, en un sistema sanitario centrado en los pacientes, mediante la aplicación de las Leyes existentes, la existencia de mecanismos formales que favorezcan una mayor implicación de los ciudadanos en la definición de las políticas públicas relacionadas con la asistencia sanitaria”;

o en el octavo, que prescribe el “reconocimiento de las organizaciones de pacientes de la política sanitaria”, insistiéndose en que

“Las asociaciones de pacientes y organizaciones que los representan tienen un papel fundamental en facilitar la implantación de la leyes aprobadas y fomentar una mejor comunicación entre sociedades científicas, Administraciones Sanitarias y los pacientes individuales”.

Lo que pretendemos poner de relieve es que por el mero hecho de que los pacientes informados aproximen sus decisiones a las estrategias médicas o de salud no se consigue una patente democrática. En cambio, el componente democrático florece a través de la presencia de las asociaciones en el diseño de objetivos y de protocolos de actuación. En este sentido, el Decálogo apunta en la buena dirección. La implicación de los ciudadanos en la definición de las políticas públicas relacionadas con la asistencia sanitaria y el fomento de asociaciones y organizaciones de pacientes responden a la idea democrática genuina de participación política y autogobierno, perfectamente distinguibles de la idea de libertad de elección individual. Con todas sus limitaciones, es el texto de este género que me parece más avanzado; de hecho me parece una excepción, comprensible tal vez por la naturaleza de los autores, ajenos a la máquina administrativa de los estados.


2. Las leyes y sus filosofías.

Pensamos que, a pesar de sus limitaciones, y por supuesto su diversidad, los dictámenes, informes, cartas y proyectos, como exposición de buenos deseos, son un poco más sensibles a la cuestión democrática; cuando estos se traducen en leyes a las que inspiran, en cambio, se da un paso atrás, para dar conformidad a las tradiciones culturales conservadoras, liberales y paternalistas. De hecho, incluso en los mismos textos paralegales, cuando incluyen una propuesta articulada, en ella las formulaciones dan un “giro a la derecha” respecto a los conceptos establecidos en la parte doctrinal (Introducciones, Preámbulos, etc.), como si les temblara la conciencia al simular el redactado legal.

Ya la Ley 4/1986, ley general de sanidad [15], en su Artículo 10 recoge la idea, si no el concepto, del DPCI [16]. Pero limitaremos nuestro comentario a tres textos más recientes.


2.1. La LEY 41/2002 o Ley Básica Reguladora de la Autonomía del Paciente y de Derechos y Obligaciones en Materia de Información y Documentación Clínica [17] es uno de nuestros textos legales de referencia. Esta ley, cuyo eje rector, “la autonomía del paciente”, queda claramente especificado en su título, fija en su Artículo 2 los “Principios básicos” en que se inspira:

“1. La dignidad de la persona humana, el respeto a la autonomía de su voluntad y a su intimidad orientarán toda la actividad encaminada a obtener, utilizar, archivar, custodiar y transmitir la información y la documentación clínica.
2. Toda actuación en el ámbito de la sanidad requiere, con carácter general, el previo consentimiento de los pacientes o usuarios. El consentimiento, que debe obtenerse después de que el paciente reciba una información adecuada, se hará por escrito en los supuestos previstos en la ley.
3. El paciente o usuario tiene derecho a decidir libremente, después de recibir la información adecuada, entre las opciones clínicas disponibles.
4. Todo paciente o usuario tiene derecho a negarse al tratamiento, excepto en los casos determinados en la ley. Su negativa al tratamiento constará por escrito”.

Su formulación, netamente liberal, queda reforzada en el Capítulo II, Artículo 4, sobre el derecho a la información sanitaria, afirmando:

“1. Los pacientes tienen derecho a conocer, con motivo de cualquier actuación en el ámbito de su salud, toda la información disponible sobre la misma, salvando los supuestos exceptuados por la ley. Además, toda persona tiene derecho a que se respete su voluntad de no ser informada. (…)
2. La información clínica forma parte de todas las actuaciones asistenciales, será verdadera, se comunicará al paciente de forma comprensible y adecuada a sus necesidades y le ayudará a tomar decisiones (s.n.) de acuerdo con su propia y libre voluntad.
3. El médico responsable del paciente le garantiza el cumplimiento de su derecho a la información. Los profesionales que le atiendan durante el proceso asistencial o le apliquen una técnica o un procedimiento concreto también serán responsables de informarle (e. n.)”.

Como vemos, está en la misma línea que la Carta, y apenas necesita comentarios. Si acaso, resaltar ese “derecho a no ser informado”, genuinamente contrademocrático, que permite desde la entrega a la voluntad de la institución a la decisión personal más arbitraria. Nótese también que no se contempla una decisión colectiva: como señala el punto 2 sólo se pretende “ayudar a tomar decisiones”. En fin, destacar la completa subordinación de la institución social al servicio del individuo, al hacerla responsable de informarle. Debemos pensar que, si esa información debe ser verdadera y completa, ha de incluir valoraciones de la calidad y experiencia del equipo médico, comparativas con otros equipos…Y nos preguntamos: ¿tiene derecho el paciente informado a elegir esos equipos que maximicen sus posibilidades de vida y salud? Seguramente ahí no llegan las prerrogativas de la libertad liberal.

La Ley ya pone de relieve la señalada tendencia a argumentar la defensa del “consentimiento informado” desde su fundamento en una idea sacralizada de la autonomía del paciente. Se ve con claridad en el siguiente texto:

“CAPÍTULO IV. El respeto de la autonomía del paciente.
Artículo 8. Consentimiento informado.
1. Toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado, una vez que, recibida la información prevista en el artículo 4, haya valorado las opciones propias del caso.
4. Todo paciente o usuario tiene derecho a ser advertido sobre la posibilidad de utilizar los procedimientos de pronóstico, diagnóstico y terapéuticos que se le apliquen en un proyecto docente o de investigación, que en ningún caso podrá comportar riesgo adicional para su salud.
5. El paciente puede revocar libremente por escrito su consentimiento en cualquier momento”.

En su momento reflexionaremos sobre la dimensión real de esa autonomía, que con frecuencia no pasa de ser un simulacro; pero aquí nos interesa cuestionar la idea de autonomía, la pretensión de fundar los derechos en este único principio; y nos interesa, en todo caso, poner de relieve que en su uso contextual tal autonomía se aleja del horizonte democrático. El celo con que se deja en manos del paciente la decisión de si su caso puede o no ser usado en la investigación, al tiempo que se le concede en abstracto el derecho a ser “bien informado” de las terapias y estrategias médicas y a ser tratado por los mejores, resulta sorprendente. Me da la impresión que se trata este escenario biomédico como un lugar más del mercado, donde la transparencia en la transacción requiere del derecho a la información antes de la decisión libre de intercambio; pero con la componente idealista y embaucadora de que, en este caso, la otra parte no puede poner condiciones. El servicio hospitalario no puede decir, por ejemplo: pondremos nuestro saber y nuestra tecnología al servicio de tu vida y de tu salud, a cambio de que nos ofrezcas tu cuerpo como espacio de experimentación.


2.2. La Ley 21/2000, de la Comunidad Autónoma de Cataluña [18], sobre “los derechos de información concerniente a la salud y la autonomía del paciente, y a la documentación clínica”, ya recogía esta misma filosofía. El objetivo básico de esta ley es, en definitiva, “profundizar en la concreción práctica de los derechos a la información, al consentimiento informado” y al acceso a la documentación clínica de los ciudadanos de Cataluña en el ámbito sanitario. En el Artículo I del Capítulo 1 se concretan estos objetivos:

“a) Determinar el derecho del paciente a la información concerniente a la propia salud y a su autonomía de decisión; b) Regular la historia clínica de los pacientes de los servicios sanitarios”.

En el Artículo 2 del Capítulo II, sobre “El derecho a la información”, se recoge la problemática y emblemática idea del derecho a la información y a la ignorancia:

“1. En cualquier intervención asistencial, los pacientes tienen derecho a conocer toda la información obtenida sobre la propia salud. No obstante, es necesario respetar la voluntad de una persona de no ser informada (e.n.).
2. La información debe formar parte de todas las actuaciones asistenciales, debe ser verídica, y debe darse de manera comprensible y adecuada a las necesidades y los requerimientos del paciente, para ayudarlo a tomar decisiones de una manera autónoma.
3. Corresponde al médico responsable del paciente garantizar el cumplimiento del derecho a la información. También deben asumir responsabilidad en el proceso de información los profesionales asistenciales que le atienden o le aplican una técnica o un procedimiento concretos”.

Y en el Artículo 6 del Capítulo IV se regula el “consentimiento informado”:

“1. Cualquier intervención en el ámbito de la salud requiere que la persona afectada haya dado su consentimiento específico y libre y haya sido previamente informada del mismo, de acuerdo con lo establecido por el artículo 2.
2. Dicho consentimiento debe realizarse por escrito en los casos de intervenciones quirúrgicas, procedimientos diagnósticos invasivos y, en general, cuando se llevan a cabo procedimientos que suponen riesgos e inconvenientes notorios y previsibles susceptibles de repercutir en la salud del paciente.
3. El documento de consentimiento debe ser específico para cada supuesto, sin perjuicio de que se puedan adjuntar hojas y otros medios informativos de carácter general. Dicho documento debe contener información suficiente sobre el procedimiento de que se trate y sobre sus riesgos.
4. En cualquier momento la persona afectada puede revocar libremente su consentimiento”.

Como puede apreciarse, conceptualmente no aporta nada nuevo. Son los mismos valores y la misma lógica, el mismo discurso. No obstante, esta “repetición” en los textos normativos de la UE referentes a los derechos del paciente no debería pasarnos desapercibida, en tanto que es indicativa de la coherencia y consistencia del modelo de sociedad en que se inscriben los derechos. Y esta consistencia pétrea se ve reforzada por la homogénea interpretación de los tribunales.

En un minucioso estudio de Miguel Carmona Ruano sobre “Aplicación de la Carta de Derechos Fundamentales en la Unión Europea [19], señala que son muy numerosas las invocaciones de la jurisprudencia civil a la Carta en lo concerniente al “consentimiento informado del paciente y las consecuencias de intervenciones médicas que no lo tienen en cuenta”. Entre las diversas citas, recogemos por su interés para nuestra argumentación la del magistrado ponente Luis Martínez-Calcerrada Gómez, en una Sentencia de la Sala 1ª, de lo Civil del Tribunal Supremo [20], que dice:

“El consentimiento informado constituye un derecho humano fundamental, precisamente una de las últimas aportaciones realizada en la teoría de los derechos humanos, consecuencia necesaria o explicación de los clásicos derechos a la vida, a la integridad física y a la libertad de conciencia. Derecho a la libertad personal, a decidir por sí mismo en lo atinente a la propia persona y a la propia vida y consecuencia de la autodisposición sobre el propio cuerpo, Regulado por la Ley General de Sanidad y actualmente también en el Convenio Internacional para la Protección de los Derechos Humanos y la Dignidad del Ser Humano con respecto a las Aplicaciones de la Biología y de la Medicina y que ha pasado a ser derecho interno español por su publicación en el B.O.E. forma parte de la actuación sanitaria practicada con seres libres y autónomos". (Sentencia 12-1-2001).

Destaca la rotundidez con la que se afirma que el derecho a la libertad personal, a decidir por sí mismo en lo atinente a la propia persona y a la propia vida, es consecuencia la “autodisposición sobre el propio cuerpo”. Al magistrado parece habérsele escapado ese argumento que, tal vez a su pesar, pone la propiedad de sí mismo en la base de la libertad. Pero así se pone el discurso jurídico sobre sus piés: no es la libertad y la autonomía el fundamento de la propiedad, sino al contrario; y no es la dignidad el fundamento de la propiedad, sino al contrario, aunque nos resistamos a admitirlo. Y si se trata de eso, de reconocer la propiedad del propio cuerpo como el fundamento de lo sagrado, al menos podemos poner las cosas en su sitio. Pues esa propiedad, como es bien sabido y a diferencia de la posesión efectiva, no es otra cosa que un reconocimiento social, un título social; por tanto, sometido a la decisión democrática.


2.3. Tampoco muestra mucho interés por la dimensión democrática la Ley 14/2007, de Investigación biomédica [21]. De hecho, si mi lectura rápida y transversal -pues estos textos soy incapaz de leerlo con fervor- no me engaña, no aparece ni una sola vez las palabras “democracia”, “democrático” o “democrática”; en cambio, abundan las palabras “autonomía”, “libertad individual”, “dignidad de la persona” o “derechos individuales”, apareciendo siempre todas ellas como indisolublemente unidas.

Así, en las “Disposiciones generales”, nos dice en el Artículo 1, referido al objeto y ámbito de aplicación de la norma:

“1. Esta Ley tiene por objeto regular, con pleno respeto a la dignidad e identidad humanas y a los derechos inherentes a la persona, la investigación biomédica (...)”.

Y en su Artículo 2 insiste sobre el tema para disipar cualquier dudas, aunque tanta insistencia, casi obsesiva a lo largo de la ley, nos hace sospechar que quiere anticiparse a las sospechas que suscita; pero sólo a las sospechas desde posiciones conservadoras, sacralizadoras de la vida, y en modo alguno se preocupa de las sospechas que pudiera suscitar desde posiciones materialistas y democráticas como la que aquí de alguna manera defiendo. Dice al enumerar los “Principios y garantías de la investigación biomédica”:

“La realización de cualquier actividad de investigación biomédica comprendida en esta Ley estará sometida a la observancia de las siguientes garantías:
- Se asegurará la protección de la dignidad e identidad del ser humano con respecto a cualquier investigación que implique intervenciones sobre seres humanos en el campo de la biomedicina, garantizándose a toda persona, sin discriminación alguna, el respeto a la integridad y a sus demás derechos y libertades fundamentales.
- La salud, el interés y el bienestar del ser humano que participe en una investigación biomédica prevalecerán por encima del interés de la sociedad o de la ciencia.
- Las investigaciones a partir de muestras biológicas humanas se realizarán en el marco del respeto a los derechos y libertades fundamentales, con garantías de confidencialidad en el tratamiento de los datos de carácter personal y de las muestras biológicas, en especial en la realización de análisis genéticos”.

No creo que necesitemos repetir aquí los comentarios, pues los temas se reproducen. Subrayemos, en todo caso, la contundencia con que se afirma la superioridad de la salud, el interés y el bienestar del ser humano sobre el interés de la sociedad o de la ciencia. Preocupaciones que en cierta manera podemos compartir, pero sólo en la medida en que tomamos como escenario el de una sociedad no democrática, como decía Marx, de enemigos; pues es difícil pensar que una sociedad democrática pueda tener intereses contrarios a los de sus ciudadanos; y que en ella la ciencia pueda ser su enemigo.

En cuanto a la información y al consentimiento informado, se reiteran los mismos principios y normas, como se recoge en el Artículo 4:

“Se respetará la libre autonomía de las personas que puedan participar en una investigación biomédica o que puedan aportar a ella sus muestras biológicas, para lo que será preciso que hayan prestado previamente su consentimiento expreso y escrito una vez recibida la información adecuada (e.n.). La información se proporcionará por escrito y comprenderá la naturaleza, importancia, implicaciones y riesgos de la investigación, en los términos que establece esta Ley”.

Podría pensarse que al menos aparece un elemento democratizador, o una preocupación democrática, al definir la función de los Comités de Ética, en el Artículo 12. Pero la verdad es que no consideramos que dichos comités estén pensados como elemento democratizador; desde luego, la ley no lo dice así.

“1. Los Comités de Ética de la Investigación correspondientes a los centros que realicen investigación biomédica deberán ser debidamente acreditados por el órgano competente de la comunidad autónoma que corresponda o, en el caso de centros dependientes de la Administración General del Estado, por el órgano competente de la misma, para asegurar su independencia e imparcialidad. Para la acreditación de un Comité de Ética de la Investigación se ponderarán, al menos, los siguientes criterios: la independencia e imparcialidad de sus miembros respecto de los promotores e investigadores de los proyectos de investigación biomédica, así como su composición interdisciplinar. Las autoridades competentes podrán disponer la creación de Comités de Ética de la Investigación que desarrollen sus funciones en dos o más centros que realicen investigación biomédica.
2. El Comité de Ética de la Investigación correspondiente al centro ejercerá las siguientes funciones: - Evaluar la cualificación del investigador principal y la del equipo investigador así como la factibilidad del proyecto; - Ponderar los aspectos metodológicos, éticos y legales del proyecto de investigación. Ponderar el balance de riesgos y beneficios anticipados dimanantes del estudio; - Velar por el cumplimiento de procedimientos que permitan asegurar la trazabilidad de las muestras de origen humano, sin perjuicio de lo dispuesto en la legislación de protección de datos de carácter personal; -Informar, previa evaluación del proyecto de investigación, toda investigación biomédica que implique intervenciones en seres humanos o utilización de muestras biológicas de origen humano, sin perjuicio de otros informes que deban ser emitidos. No podrá autorizarse o desarrollarse el proyecto de investigación sin el previo y preceptivo informe favorable del Comité de Ética de la Investigación; - Desarrollar códigos de buenas prácticas de acuerdo con los principios establecidos por el Comité de Bioética de España y gestionar los conflictos y expedientes que su incumplimiento genere; -Coordinar su actividad con la de comités similares de otras instituciones; -Velar por la confidencialidad y ejercer cuantas otras funciones les pudiera asignar la normativa de desarrollo de esta Ley (…)”
“4. Los miembros de los Comités de Ética de la Investigación deberán efectuar declaración de actividades e intereses y se abstendrán de tomar parte en las deliberaciones y en las votaciones en que tengan un interés directo o indirecto en el asunto examinado.”

Es decir, se mire como se mire, su función es técnica y, si se quiere, paternalista. Pero difícilmente se puede argumentar que los mismos, aunque nos gusten, constituyan una instancia de democratización de las prácticas y decisiones de los agentes y pacientes del sistema de salud. Forzando la interpretación es posible interpretar que dichos comités expresan la intervención de la sociedad civil en la toma de decisiones, de lo cual puede hacerse una lectura democratizante; pero, una vez más, si nos atenemos al contextos y a la función que éste otorga a dichos comités, habremos de reconocer que en el caso del DCJP, aun siendo esa información beneficiosa, no puede considerarse realmente potenciadora de la democracia, porque la decisión final es individual y sagrada, y porque la información está dirigida a un uso privado.




Aunque el análisis podría extenderse a otros muchos textos legales y paralegales, considero que para el objetivo que me había propuesto son suficientemente ilustrativos. Aunque en muchos casos, especialmente en los dictámenes y cartas, y en los preámbulos de las leyes, suele hacerse mención a que el desarrollo de los derechos del paciente, y en especial el DPCI, se enmarcan en la voluntad de ensanchar la democracia, lo cierto es que los discursos y normas explicitados no cumplen ese objetivo. No lo cumplen, desde luego, si asumimos como referente la idea de democracia radical, es decir, conforme al modelo republicano, cuya esencia sería la participación y sus principios la solidaridad, la reciprocidad y la justicia social; pero tampoco lo cumplen si aceptamos como referente la democracia liberal, en la cual la autonomía del individuo, pensada como libre elección, se instala como supremo bien, haciendo de la política una estrategia instrumental para garantizar las libertades negativas. Ello es debido a que, a pesar de las declaraciones que fundan la dignidad de los seres humanos en la libertad, los textos recurren reiteradamente a límites paternalistas. Es decir, no son textos radicalmente democráticos, pero tampoco son consecuentemente liberales; ignoran la participación y sacralizan el individuo, pero no asumen las consecuencias derivadas de la mitificación de la libertad individual, recurriendo a límites paternalistas, transcendentales o metafísicos.

Con ello cerramos nuestra argumentación sobre el déficit democrático de algunos derechos del paciente; sobre su carácter peridemocrático e incluso contrademocrático. Déficit que, sin duda, no es exclusivo de los derechos del ámbito de la medicina y la biología, sino que puede extenderse a otros segmentos de los derechos emergentes, como los llamados “derechos a la ciudad”. Déficit democrático que no simplemente configura un problema teórico, como el de la función y límites políticos de los derechos; al fin nosotros mismos asumimos que, además de los democráticos, la democracia está comprometida con la defensa de otros derechos que protegen la individualidad, la privacidad, la intimidad, valores que no siendo democráticos en sentido fuerte ni constituyendo el objetivo único y sagrado de la democracia, como interpreta la perspectiva liberal, se nos revelan como culturalmente irrenunciables. Ese déficit democrático manifiesta un problema un problema práctico, ético y político, de máxima relevancia y actualidad: el problema del estatus democrático de los derechos del paciente (y, en general, de los emergentes) es, ni más ni menos, el problema contemporáneo de redefinición de la ciudadanía en un mundo no sólo global, cosa que acertadamente se repite hasta la saciedad, sino condenado a la inmanencia y a la existencia en la inmediatez. Problema complejo en un mundo en el que es más cómodo, e incluso más creíble y verosímil, fundar el valor en el deseo del individuo que poner límites no ya metafísicos sino políticos. No puedo liberarme de la sospecha de que no sólo la política ya no es lo otro de la economía, sino el último espacio social colonizado por ésta; y no puedo dejar de pensar que, en esa nueva colonización, los derechos son vividos y sentidos como meros productos de consumo; eso sí, como productos selectos, formalmente al alcance de todos, materialmente al de muchos menos. Hubo un tiempo en el que la expansión de los derechos expresaba la calidad de la ciudadanía y, con ella, de la emancipación de los seres humanos; un tiempo que el que se aceptaba espontáneamente que la presencia de los derechos medía la justicia de la comunidad. Me temo que hoy no puede mantenerse tan ingenuamente esa confianza. Me temo, incluso, que nuestra voracidad occidental en la reivindicación de nuevos derechos no pasa de ser un reflejo condicionado del consumo obsesivo, una manifestación de la hegemonía de la ontología del poseer. Y dada esa metamorfosis, no sólo axiológica sino ontológica, no resulta tan extraño que la “voluntad de voluntad” devenga mero simulacro del alejamiento efectivo de la conciencia de sí. En un mundo así, los derechos del paciente son un segmento de los derechos del consumidor. Y éstos, ¿qué tienen que ver con la democracia?


J.M.Bermudo (2010)




[1] Un texto de referencia es el “Convenio sobre los derechos humanos y la Biomedicina”, aprobado y suscrito por representantes de 20 países, miembros del Consejo de Europa, en una reunión celebrada en Oviedo, el 4 de abril de 1997. En el Capítulo II, Artículo 5, se aborda el tema del consentimiento en los siguientes términos: “No podrá llevarse a cabo intervención alguna en una persona -en materia de salud- sin su consentimiento informado y libre. Dicha persona deberá ser informada antes, y de manera adecuada, sobre el objetivo y naturaleza de la intervención, así como de sus consecuencias y riesgos. Podrá revocar el consentimiento en todo momento y con plena libertad”. (Ref. Convenio sobre los derechos humanos y la biomedicina (Bioética & Debat, 5, año II. Instituto Borja de Bioética, de Barcelona).

[2] Claro, cuando los progresistas, por inercia o pereza en la reflexión, defendemos ese derecho, nos vemos abocados a una paradoja: la de no tener argumentos coherentes para oponernos a los que niegan al Estado legitimidad para imponer la “Educación para la ciudadanía”. Al fin, si uno es propietario absoluto de su cuerpo, ¿cómo negarle la propiedad de su alma? Y, si es así, como diría Locke, ¿qué derecho tienen potros a labrar en ella, sin mi consentimiento?

[3] “En el tratamiento de los derechos de los pacientes, debería hacerse una distinción entre los derechos sociales y los derechos individuales. Los derechos sociales en la atención sanitaria hacen referencia a la obligación social del gobierno y otras entidades públicas o privadas de proveer una atención sanitaria razonable en el sector de la salud pública para toda la población. Lo que se considera razonable en términos de volumen y oferta de servicios disponibles y el grado de sofisticación, tecnología y especialización dependerá de factores políticos, sociales, culturales y económicos. Los derechos sociales también suponen un acceso igual a la atención sanitaria para todos aquellos que vivan en un país u otras áreas geopolíticas y la eliminación de barreras discriminatorias injustificadas, ya sean económicas, geográficas, culturales, sociales o psicológicas”.

“Los derechos sociales son disfrutados colectivamente y hacen referencia al nivel de desarrollo de la sociedad en particular. En cierta medida, están sujetos al juicio político referente a prioridades para el desarrollo de una sociedad concreta. Por el contrario, los derechos individuales en materia de atención al paciente se expresan con mayor facilidad en términos absolutos y cuando se transforman en algo operativo pueden ser defendidos en nombre de un paciente concreto. Estos derechos cubren áreas como la integridad de la persona, su privacidad y convicciones religiosas (…)”.

[4] “2.2 Los pacientes tienen derecho a ser informados en detalle sobre su estado de salud, incluyendo los datos médicos sobre su estado; sobre los procedimientos médicos propuestos, junto a los riesgos potenciales y beneficios de cada procedimiento; sobre alternativas a los procedimientos propuestos, incluyendo el efecto de no aplicar un tratamiento; y sobre el diagnóstico, pronóstico y progreso del tratamiento. (…) 2.7 Los pacientes deberían tener la posibilidad de obtener una segunda opinión. 2.8 Cuando sean admitidos en un centro sanitario, los pacientes deberían ser informados de la identidad y estatus profesional de los profesionales de la salud que se están ocupando de ellos y de las reglas y rutinas que se aplicarán durante su estancia y cuidados (s. n.)”.

[5] “3.1. El consentimiento informado del paciente es el requisito previo a toda intervención médica. 3.2 El paciente tiene el derecho a negarse o a detener una intervención médica. Las implicaciones de negarse a recibir o detener tal intervención deben ser cuidadosamente explicadas al paciente”.

[6] “3.9 El consentimiento informado del paciente es necesario para su participación en la enseñanza clínica. 3.10 El consentimiento informado del paciente es un requisito previo para la participación en la investigación científica. Todos los protocolos deben ser sometidos a unos procedimientos de revisión éticos adecuados. Dicha investigación no debe llevarse a cabo en aquellas personas incapaces de expresar su voluntad, a no ser que se haya obtenido el consentimiento de un representante legal y la investigación pudiera redundar en beneficio del paciente”.

[7] Convenio sobre los Derechos Humanos y la Biomedicina (Oviedo, 4-IV-1997).

[8] (DOUE, 2008/C 10/18). El 14 de julio de 2005 el Comité Económico y Social Europeo decidió elaborar un dictamen sobre: “Los derechos del paciente, que aprobó en Bruselas, en su 438º Pleno de los días 26 y 27 de septiembre de 2007 (sesión del 26 de septiembre de 2007).

[9] Introducción, 2.2.3.

[10] Ibid., 2.3.

[11] La Carta Europea de los Derechos del Paciente fur redactada en 2002 por Active Citizenship Network, y proclama catorce derechos que el CESE valora positivamente y reconoce.

[12]3.2 El derecho a la información. 3.2.1 La información concierne en primer lugar al paciente que sigue un tratamiento. La información debe referirse a la enfermedad, su posible evolución, los posibles tratamientos con sus beneficios y sus riesgos, las características de las estructuras o los profesionales que dispensan estos cuidados y los efectos de la enfermedad y el tratamiento en la vida del enfermo. Esto resulta especialmente importante en los casos de enfermedad crónica, dependencia, discapacidad y tratamientos de larga duración que entrañan una reorganización de la vida cotidiana de la persona y de su entorno. 3.3 Derecho al consentimiento libre e informado. 3.3.1 Se trata de afirmar el derecho de los pacientes a participar en las decisiones que les conciernen. Ello no significa una transferencia de la responsabilidad del médico al paciente, sino prever su interacción en una perspectiva de alianza terapéutica en la que cada cual se mantenga en su lugar, con sus derechos y su ámbito de responsabilidad. 3.4 Derecho a la dignidad. 3.4.1 Esta rúbrica abarca el derecho a la intimidad, el derecho al tratamiento del dolor, el derecho a una muerte digna, la protección de la integridad del cuerpo, el respeto de la vida privada y el principio de no discriminación”.

[13] “5.1 La eficacia de los derechos individuales dependerá en buena medida de las respuestas colectivas que se den para apoyar esta iniciativa. Esta es la razón por la que es necesario propugnar el establecimiento de una democracia sanitaria que implique la movilización colectiva de los usuarios y su representación en los diferentes ámbitos del sistema. 5.2 Los derechos del paciente son una expresión entre otras de los derechos del ser humano, pero en ningún caso una categoría aparte: manifiestan la voluntad de todo paciente de que no se le considere como un ser aparte y sobre todo como un ser aparte de la sociedad. 5.2.1 Es forzoso admitir que los usuarios del sistema sanitario expresan cada vez con más viveza su sensibilidad ante las condiciones de la asistencia que reciben partiendo de su propia experiencia, y también porque cada vez reciben más información. 5.3 Por lo tanto, hay que interrogarse sobre el lugar que ocupa el paciente en un sistema de decisiones que le afectan velando por la transparencia de los procedimientos y por el respeto de las individualidades. 5.4 No se trata de caer en una actitud legalista de defensa a ultranza de los consumidores, sino de reconocer que el paciente tiene la suficiente madurez para participar en las decisiones que le afectan basándose en el respeto de sus derechos. 5.5 Ceder la palabra a los usuarios y a sus representantes resulta tanto más necesario cuanto que las problemáticas de la salud afectan a otros ámbitos: los modos de producción, las formas de vida, las condiciones de trabajo, la protección del medio ambiente, etc. Ello implica por tanto tomar decisiones societales, económicas y éticas que van más allá de la responsabilidad de los profesionales de la salud”.

[14] En la misma dirección apunta El decálogo del paciente, que comentamos después.

[15] Ley general de sanidad (BOE 101/1986 de 29-04-1986).

[16] “Artículo 10. Todos tienen los siguientes derechos con respecto a las distintas Administraciones públicas sanitarias: 1. Al respeto a su personalidad, dignidad humana e intimidad sin que pueda ser discriminado por razones de raza, de tipo social, de sexo, moral, económico, ideológico, político o sindical. 2. A la información sobre los servicios sanitarios a que puede acceder y sobre los requisitos necesarios para su uso. 3. A la confidencialidad de toda la información relacionada con su proceso y con su estancia en instituciones sanitarias públicas y privadas que colaboren con el sistema público. 4. A ser advertido de si los procedimientos de pronóstico, diagnóstico y terapéuticos que se le apliquen pueden ser utilizados en función de un proyecto docente o de investigación, que, en ningún caso, podrá comportar peligro adicional para su salud. En todo caso será imprescindible la previa autorización y por escrito del paciente y la aceptación por parte del médico y de la Dirección del correspondiente Centro Sanitario. 5. A que se le dé en términos comprensibles, a él y a sus familiares o allegados, información completa y continuada, verbal y escrita, sobre su proceso, incluyendo diagnóstico, pronóstico y alternativas de tratamiento. 6. A la libre elección entre las opciones que le presente el responsable médico de su caso, siendo preciso el previo consentimiento escrito del usuario para la realización de cualquier intervención, excepto en los siguientes casos: a) Cuando la no intervención suponga un riesgo para la salud pública; b) Cuando no esté capacitado para tomar decisiones, en cuyo caso, el derecho corresponderá a sus familiares o personas a él allegadas; c) Cuando la urgencia no permita demoras por poderse ocasionar lesiones irreversibles o existir peligro de fallecimiento. 7. A que se le asigne un médico, cuyo nombre se le dará a conocer, que será su interlocutor principal con el equipo asistencial. En caso de ausencia, otro facultativo del equipo asumirá tal responsabilidad. 8. A que se le extienda certificado acreditativo de su estado de salud, cuando su exigencia se establezca por una disposición legal o reglamentaria. 9. A negarse al tratamiento, excepto en los casos señalados en el apartado 6; debiendo, para ello, solicitar el alta voluntaria, en los términos que señala el apartado 4 del artículo siguiente. 10. A participar, a través de las instituciones comunitarias, en las actividades sanitarias, en los términos establecidos en esta Ley y en las disposiciones que la desarrollen. 11. A que quede constancia por escrito de todo su proceso. Al finalizar la estancia del usuario en una Institución hospitalaria, el paciente, familiar o persona a él allegada recibirá su Informe de Alta. 12. A utilizar las vías de reclamación y de propuesta de sugerencias en los plazos previstos. En uno u otro caso deberá recibir respuesta por escrito en los plazos que reglamentariamente se establezcan. 13. A elegir el médico y los demás sanitarios titulados de acuerdo con las condiciones contempladas en esta Ley, en las disposiciones que se dicten para su desarrollo y en las que regulen el trabajo sanitario en los Centros de Salud. 14 A obtener los medicamentos y productos sanitarios que se consideren necesarios para promover, conservar o establecer su salud, en los términos que reglamentariamente se establezcan por la Administración del Estado. 15 Respetando el peculiar régimen económico de cada servicio sanitario, los derechos contemplados en los apartados 1, 3, 4, 5, 6, 7, 9 y 11 de este artículo serán ejercidos también con respecto a los servicios sanitarios”.

[17] BOE de 15.11.02.

[18] BOE de 29 de diciembre del 2000.

[19] Miguel Carmona, “Aplicación de la Carta de Derechos Fundamentales en la Unión Europea”, en Jueces para la Democracia. Seminario sobre la aplicación jurisprudencial de la Carta de derechos fundamentales en la Unión Europea. Sevilla, 3-XI-2006.

[20] Sentencia 447/2001, de 11 de mayo de 2001.

[21] BOE de 3 de julio de 2007.