JOSÉ MANUEL BERMUDO ÁVILA



Algún día el azar llevará a alguno de mis antiguos alumnos a esta WEB, y al ver mi nombre no podrá evitar un gesto de melancolía, tal vez de decepción. Recordará mi obstinada resistencia a aparecer en la red, mi rechazo a la ontología de la presencia y, particularmente, a la presencia en la irrealidad virtual. Y, quiero imaginar que con tristeza, se preguntará si mi aparición en la red expresa derrota o deserción. Y ambas cosas me preocupan, pues en ambas se juega la virtud más noble y genuinamente humana, la voluntad de coherencia.

Si me cree vencido por la objetividad, tal vez hará suya la herida de esta nueva derrota de la lealtad a las ideas con que intentamos determinar nuestras vidas; e incluso se preguntará si ante la impenetrable y tozuda opacidad de la realidad vale la pena obstinarse en estos pequeños gestos de disidencia. Si le invade la sospecha de mi deserción, la herida será más profunda, pues ambos nos hundiremos en la desolación de la pérdida del sentido: yo vaciando el de mi pasado, él agujereando el de su futuro, que es lo que uno y otro tenemos. De una u otra forma, temo que mi fracaso debilite su resistencia al nihilismo, el demonio que nos permitía reconocernos como seres éticos. Me preocupa especialmente, por decirlo de forma sencilla, que mi última lección en la distancia al alumno aventajado, ya compañero, sea que no vale la pena oponerse al torrente de la historia, tarea insana e inútil. Y me entristece que se sienta triste imaginando mi tristeza.

Quiero con estas páginas, si no curar la herida, al menos hacerla soportable. Quiero justificar mi migración al para mí extraño país de los internautas. Ya sé que el rasgo que mejor define este espacio virtual de presencia es la ruptura radical con la máxima de nuestra civilización que exige a los individuos, y a los pueblos, la justificación de sus acciones. Pero yo, aunque migre no me exilio, aunque aparezca aquí no soy ni seré “d'eixe món”; pertenezco y quiero seguir perteneciendo a esa civilización, única según Weber, de seres humanos atrapados en el deber sagrado de justificación de sus acciones (e incluso de sus ideas). Y estoy seguro de que ese alumno imaginario a quien los vientos llevaron a esta web verá con agrado mi explicación; es más, si recuerda aquellos tiempos, muy probablemente la esperará. Y su espera sería para mí una exigencia. Pues justificar nuestras posiciones, éticas o políticas, era, y creo que debe seguir siendo, el pacto de quienes vivíamos y pensábamos en común.

Mi vida profesional ha girado en torno al aula. En el aula y para el aula he pensado, desde ella y para ella he escrito. Mis publicaciones procedían del aula y servían para reproducirse en el aula. Si es cierto, y en gran medida lo es, que la naturaleza del hombre real viene determinada por sus condiciones materiales de existencia, que piensa y siente según las condiciones de vida, que uno se hace a sí mismo en el trabajo, forja su cuerpo y su alma en el trabajo, soportando la determinación de las condiciones, los instrumentos y las relaciones de trabajo…; si todo eso es cierto, y en gran medida tal vez lo sea, he de asumir que mi pensamiento (del vocabulario al método), mi producción teórica (de la investigación a la docencia, en sus contenidos y sus formas), y mi consciencia (con su fondo de esperanza y sus buenas dosis de escepticismo), se han generado y modelado en esos espacios cerrados del trabajo académico, en esos ámbitos estrechos y fuertemente determinados de cursos, seminarios o congresos, figuras distintas del aula.

Reconozco que no todas las determinaciones de la vida universitaria son venerables. Los espacios académicos suelen contagiarnos de “academicismo”, habituarnos en exceso a la repetición, configurar nuestro análisis en modo ecléctico, controlar nuestros objetivos bajo la máxima de neutralidad y representarnos el valor (la verdad, la justicia, la belleza) vestido de indiferencia e imparcialidad. No es lo mismo ejercer de filósofo que de profesor de filosofía (aunque éste disponga de momentos para salir de la caverna y mirar de frente a la luz del sol); y aunque los roles no están cerrados y las funciones suelen ser plurales, en gran medida quedamos atrapados en nuestra fábrica, que nos hace suyos y nos conforma a su manera, que logra reconciliarnos con ella, tolerar sus carencias e incluso sublimar sus valores. Ya sé, ya sé que Rousseau nos enseñó que el ser humano pasa de la condición a la naturaleza de siervo sólo en el momento mismo en que empieza a amar sus cadenas, a reconocerlas constituyentes de su ser. Lo sé, y creo que es una enseñanza que no debemos olvidar porque, precisamente, mientras no la olvidemos no cruzaremos la laguna Estigia en el barco de Caronte.

Dado que, en la academia o en el foro, cada Sísifo carga con su piedra, y liga a ella su destino, es comprensible mi reconciliación –no exenta de escisiones y desgarros- con el aula. A mí me tocó vivir de y para el aula, y el fardo de la historia llegó a parecerme soportable y, por momentos, entrañable. Puedo comprender a quienes sueñan lugares donde la voz circula más nueva, libre y sonora; pero aunque la voz de Calíope fuera más bella que la de Apolo, ambos eran hijos de Zeus; y si importante para las artes eran las musas, no lo era menos ese dios para la filosofía, ni le faltaban perfecciones intelectuales y morales. En cualquier caso, bajando del Olimpo, mi existencia ha estado indisolublemente ligada al aula; y siempre me he sentido un tanto extranjero en otros escenarios.

Cuando me inicié en la docencia universitaria ya estaba en escena la macluhaniana “aula sin muros”, un bello texto profético del futuro que nos inundaba. Una pequeña tragedia: cuando yo entraba al aula el futuro exigía salir de ella. Me rebelé contra McLuhan, contra su “aldea global” que me recordaba el regreso del filósofo a la caverna platónica; contra su menosprecio de la “Galaxia Gutemberg”, del libro, en el que yo y tantos de mi generación veíamos la elegancia de la argumentación, la racionalidad y el infinito del progreso; contra su audaz máxima “el medio es el mensaje” (“the medium is the message"), que radicalizaba con un audaz y discreto gesto semántico fonéticamente imperceptible, “el medio es el masaje”(“the medium is the massage”). Y, con especial relevancia para esta reflexión, me rebelé contra su “aula sin muros”, que me mostraba el cul-de-sac de mi camino. Los motivos inmediatos de esa rebelión no vienen al caso; pero ahora, situado ya en el futuro, comprendo que me resultara insoportable que cuando acababa de encontrar un lugar adecuado, soñado, para ganarme la vida dedicándome a la enseñanza de la filosofía, cuando al fin tenía un aula donde vivir y pensar, el exitoso profesor canadiense, visionario de la sociedad mass-mediática, agitara mi conciencia y viniera a decirme que me estaba recluyendo en lo obsoleto, que anclaba mi existencia en el anacronismo, que el futuro, que ya brotaba en el presente de la expansión de los medios de comunicación de masas, necesitaba abolir lo viejo para dar paso a lo nuevo, abolir el aula para dar entrada al aula sin muros.

Tal vez confiando en que “siempre nos quedará Karl Marx” me encerré en mi guerra particular con McLuhan, que al menos me sirvió para elaborar mi tesis de licenciatura, que luego sería mi primer libro publicado, con el transparente título de El mcluhanismo, ideología de la tecnocracia. Ahora tomo consciencia de que tal vez mi marxismo militante, vocabulario desde el que siempre he intentado pensar, y mi amor al aula pequeña, mi confortable lugar de trabajo, me impidieron ver la “verdad” del discurso mcluhaniano. Lo juzgué precipitadamente, sin haber comprendido su significado de fondo. Ahora me doy cuenta de que pretendía poner puertas al río de la historia. Suele ocurrir cuando tienes prisa en juzgar y transformar la realidad y no esperas a que ésta te desvele sus mil caras secretas; suele ocurrir, cuando abandonas la filosofía, que ha de esperar al anochecer, y caes en la tentación de imitar al “demonio de Laplace”.

Sea como fuere, dediqué en gran medida mi vida profesional a resistir la invasión anunciada del aula sin muros, cuya expansión rugía como la marabunda de la barbarie. Y, en positivo, me dediqué al cultivo del aula, de las relaciones estrechas, de las reflexiones comprometidas y responsables, de los valores de la constancia, la continuidad, la coherencia; me gustaba elaborar un pensamiento cargado de realidad, con colaboradores y destinatarios reales y presentes, firmado y rubricado, con pretensiones de verdad y credenciales de libertad determinada. Desde este lugar-refugio el aula sin muros se me aparecía como extraño, inhóspito y amenazante, como un enemigo; lo veía –y en gran medida lo sigo viendo– como el espacio de la impunidad, donde brotan y crecen exuberantes las plantas del universo post: esas ideas de la moral sin dolor, del pensar sin verdad, de la diseminación del sentido, del significante vacío, de la ontología de lo efímero, lo provisional o lo líquido. Al fin los muros que desaparecen son los de la racionalidad moderna, los referentes consolidados, la exigencia de objetividad, la voluntad de verdad, el valor de la coherencia, la asunción de la finitud…

Siempre he sospechado que bajo el manto del último asalto al monte eidético, donde se culminaba la desdivinización del mundo (y del Estado, y del Derecho, y de la Ética), se ocultaba la divinización del sujeto; que la desdivinización de Dios ha sido el simulacro para divinizar al Hombre. Al fin el creador de los dioses, que simuló ser criatura de ellos, se libera del disfraz y muestra su rostro omnipotente. Autocoronado dueño absoluto de la representación y de los espejos, se ha olvidado de la humilde lección cartesiana contenida en el Genio Maligno y no sospecha –y sin sospecha no hay filosofía, nos enseñó David Hume–, que un día cualquiera pueda pasar por la experiencia del Rey desnudo.

Seguro que en mi apreciación había y hay un potente plus de subjetivismo (al fin la enfermedad del pensamiento de nuestra época) y del malo, del repleto de prejuicios; lo acepto. Pero ha sido así, el aula sin muros me parecía como el finis terrae, y aquí la tierra equivale al pensamiento moderno, ilustrado, racional, el de la “Galaxia Gutemberg” mcluhaniana. El aula sin muros me parecía –y me sigue pareciendo– el espacio de la espontaneidad y la indeterminación, donde todo puede decirse sin pretensiones de justificación ni de coherencia. Parecido, para que me entienda ese alumno que las mareas llevaron a esta web, al espacio del capital contemporáneo, post–nacional, apátrida, sin destino, siervo de su propia e incontrolable voluntad de valorización. Y esa resistencia militante contra el aula sin muros –como digo, subjetiva y tal vez no exenta de prejuicios– se alimentó de la sinécdoque, que sutilmente colonializa nuestro pensamiento: la figura de las “redes sociales” suplantó a la totalidad del aula sin muro, ocultando lo que en ella aún cabía de “aula”. La contraposición aula/red devino eje de demarcación política, cosa comprensible en el capitalismo contemporáneo en que los medios de comunicación juegan un papel de primer orden en las luchas sociales.

Claro está, quienes conocen mi persistente rebelión contra el aula sin muros, ya transmutado en ciber–mundo (donde, bajo la hegemonía de las ciber–redes, perviven subsumidas las ciber–aulas, ciber–salas, ciber–bibliotecas, ciber–cafés…, simulacros del pasado que, validando la tesis de Spinoza, tienden a perseverar en el ser), pueden sentirse sorprendidos y llevados a interpretar que mi presencia en este mundo ciber es una derrota o una deserción del modelo de vida intelectual que he defendido siempre. Pues bien, puedo asegurar a esos amigos que en absoluto se trata de una deserción, pues, por un lado, mantengo la lealtad y el reconocimiento al aula como metáfora de unas formas de trabajo intelectual, unos valores metodológicos y éticos, y unos criterios en la producción de ideas; sigo defendiendo la vida académica, con todos sus lares y penates, con sus límites y subordinaciones; y, por otro lado, mantengo mis sospechas de siempre ante el aula sin muros, ahora incrementadas ante la hegemonía despótica de las ciber–redes, metáfora de otra manera de producir ideas, sentimientos y relaciones sociales (“producir subjetividad”). O sea, nada de deserción. No podía ser de otra manera, pues la filosofía puede permitirte –e incluso aconsejarte– el silencio, pero no te permite engañarte a ti mismo.

Por tanto, ¿es una derrota? La verdad, no estoy del todo seguro; sinceramente, tengo mis dudas. Prima facie podríamos considerarla así, pues he abandonado unas posiciones firmes y continuadas en el tiempo, como acabo de describir. Pero, en realidad, no vivo ese cambio como derrota; en todo caso, se trataría de una derrota muy peculiar; por eso prefiero describir los hechos, la situación empírica, y dejar el juicio a los demás. O sea, partiremos del fenómeno para pasar después al dominio del concepto, que es un buen método de conocimiento.

Se trata, simplemente, de que la vida me ha puesto fuera del aula; algo tan trivial y cotidiano como la jubilación me ha cerrado sus puertas; la jubilación, ya se sabe, en buena medida es eso, abandono definitivo del lugar de trabajo. ¿Es eso una derrota? ¿Tiene sentido hablar de una derrota universal, que afecta a todo el género humano? Además, ¿no fue históricamente la jubilación la conquista de un derecho de los trabajadores? Ciertamente, no es aquí apropiado profundizar en estas consideraciones; la mera enunciación basta para el objetivo actual, el de argumentar que, en todo caso, se trataría de una derrota muy peculiar, con muchas matizaciones.

Lo cierto es que la jubilación me ha situado fuera del aula. Y al estar fuera he tenido que afrontar una alternativa previsible pero no prevista por mí; una alternativa radical, genuinamente filosófica, incluida en la opción hamletiana “to be or not to be”. En otros tiempos un profesor sin aula, sin alumnos, estaba empujado al silencio, y el silencio es la negación de su existencia qua profesor (cosa por cierto nada dramática, pues además de profesor uno es otras muchas cosas). En nuestros tiempos, en cambio, hay una salida (o un sucedáneo de la misma), una “nueva” aula, la sin muros, la que ofrece la red, la que hasta ahora rechacé con convicción. Un espacio que tal vez ya no te permite ser “profesor” (en el sentido histórico y determinado del concepto), pero que al menos no te condena al silencio. Y eso es algo; incluso puede ser una puerta (aunque sea virtual) para “perseverar en el ser”. En realidad, eso es mucho para quien aprendió de Diderot que lo importante de las ideas no es su autor ni siquiera su verdad, sino su movimiento, que circulen, que se expandan por todos los rincones, que lleguen a cuantos puedan usarlas para cumplir su telos, que no es otro que el devenir instrumentos de la actividad más genuinamente humana, la de pensar por sí mismos.

Visto así, pueden persistir motivos para la melancolía, pero no para la desolación. Por tanto, amigo en el ciber–espacio, no desesperes, no sobrevalores mi derrota. Al fin es una decisión libre (recordarás que sólo creo en la libertad determinada) que he tomado para contentar a gente que prefieren sentir mi voz, aunque sea en digital, a imaginarme languidecer en el silencio. Además, –siempre debemos aprender de los errores… y de los excesos–, me ha servido para corregir el dogmatismo en que una y otra vez caemos, empujado por el vicio de la sinécdoque: ahora constato que ni siquiera el aula sin muros es el mal absoluto, pues una parte de la misma, el de las “redes sociales”, han batido su marca. Ahora –tal vez haciendo de la necesidad virtud– veo que en algunos lugares del aula sin muros que previera McLuhan caben las ideas elaboradas en el aula académica, y en ellos pueden seguir circulando; aunque subsumida en su forma –y tú sabes bien qué quiere decir– la voz precisamente nacida y desarrollada en el aula académica puede subsistir cuando ésta, de existencia finita (limitada en espacio y tiempo), ha cerrado sus puertas. Creo, pues, que no es propiamente una derrota aquello que te permite seguir presente, aunque sea como un “sin papeles” en un territorio extranjero. ¡Sapere aude!