LA SOCIALIZACIÓN NO ES (TODA) SOCIALISMO





1. Justificación (in)necesaria.

Weber decía que nuestra civilización tiene la característica –tal vez el problema- de ser esclava de la máxima según la cual es necesario justificar cuanto hacemos (e incluso cuanto pensamos). Tal vez sea por eso, pero lo cierto es que personalmente siento con fuerza esa necesidad, sufro irremediablemente esa obligación; aunque no la valoro como un límite. Y como este trabajo se me ha encargado para un volumen sobre la “legitimidad” en la práctica política, me veo empujado a justificar –por si de su lectura no resultara obvio- que se ajusta al tema, que trata de la legitimidad en política, aunque sea de un modo peculiar, que intentaré precisar.

En los últimos meses, al socaire de nuestra particular coyuntura política, se ha acentuado el debate sobre la legitimidad de las propuestas y posiciones políticas. La cuestión de la legitimidad ya domina la escena desde hace unas décadas, de la mano de la fetichización del pluralismo, ese “discurso de derecha”, que decía Sartre. Si antes la democracia –igualmente fetichizada- se usaba como criterio de valor en la actividad humana (¡incluso en la ciencia y en la religión!), ha venido a disputarle su hegemonía axiológica el pluralismo, que delimita el cielo del infierno. Y, de la mano de este nuevo señor de las conciencias, se abrió paso de forma apodíctica la máxima benevolente de que cualquier política es legítima. El pluralismo parece exigir la presencia del bien en todos los lugares de la práctica humana.

Claro está, esta universalidad de la axiología pluralista tiene sus pequeñas y nada irrelevantes restricciones; dicha máxima es universal en cuanto debe sobreentenderse que se aplica entre gente decentes, es decir, a un universo un poco recortado, el dominio definido por el criterio rawlsiano del “pluralismo razonable”, el cual, como sabemos, excluye la violencia a un tiempo del ámbito de la razón y de la legitimidad. La violencia, pues, es el límite, sea en su figura física, caso del terrorismo, sea en otras más espirituales, como la violencia emocional y conceptual que irradian las posiciones teocráticas, integristas y cualquier otra forma de fanatismo xenófobo. Pero, excluido ese territorio hostil de lo “no razonable”, en el resto ejercita su hegemonía esa máxima de “cualquier posición política es legítima”; aunque nos lleve a la barbarie, como el abrazo de la pitón. Estamos acostumbrados a ello, recordemos el “Fiat Iustitia pereat mundus” atribuido a Fernando I de Hungría.

Un límite éste de lo “razonable”, hay que reconocerlo, que no afecta a los fines, a los ideales, a los sueños…; sólo afecta a los medios, a las estrategias para conseguirlos. El pluralismo ha de asumir, en su lógica, que sea legítimo perseguir una sociedad nazi o teocrática, siempre que la estrategia renuncie a la violencia; y, con muchos más, motivos, el pluralismo legitima las propuestas de sociedades obscenamente desiguales y las leyes profundamente inhumanas, siempre que se persigan sin recurrir a la violencia. Antes se decía que era lícito combatir las ideas, no a los mensajeros; ahora se añade que las ideas no han de ser prohibidas, sólo las acciones violentas para realizarlas. Si un Estado promulga una ley conforme a los procedimientos democráticos habituales que valida la pena de muerte o que regula a la baja los derechos de los inmigrantes, es legítima, en cuanto en la elaboración de la misma no ha intervenido la violencia. Y en esas estamos

Son bien conocidas las situaciones a las que brillantes filósofos se han visto llevados al asumir esta ontología del pluralismo y su correlativa epistemología pragmatista. Por citar uno de ellos, el rostro del anarquismo esteticista de Feyerabend, aquel que clamaba “Contra el método”, no se craqueaba al verse arrastrado a reconocer que, ciertamente, desde su posición no tenía argumentos contundentes contra el nazismo, o contra un orden teocrático, más allá de una redentora llamada a preferir el amor al odio [1]. Pero estamos en estas cotas, y la topografía no siempre puede escogerse. Hoy campea en los discursos éticos, sociales o políticos el “(casi) todo es legítimo”; y, como efecto particular, para lo que aquí nos ocupa, hasta las tres figuras clásicas de la legitimación política son declaradas igualmente legítimas. Y aquí “legítima” se usa de forma normativa, es decir, cada cual puede elegir la que le plazca. Cosa totalmente ajena a Weber, quien sólo describía tres formas dominantes y, pensaba él, sucesivas en la historia, esbozando un cierto progreso nada despreciable. Hoy no, hoy se igualan en valor y se asume, por lealtad al fetiche del pluralismo, que cada cual tiene derecho a elegir la que quiera.

Sobre ese fondo pluralista de uso laxo de la legitimidad (y, en el pragmatismo que subyace a esa ideología del pluralismo, el “significado es el uso”, como nos enseñara Wittgenstein), ha aparecido recientemente un debate particularmente curioso, centrado en la distinción, e incluso antagonismo, entre legalidad y legitimidad. Ciertamente, son conceptos distintos y deben pensarse desde sus diferencias; pero en el debate grosero la simple contraposición sólo consigue borrar la claridad y distinción de cada uno, conditio sine qua non del uso ideológico de ambos.

Todos recordamos la clásica distinción weberiana de las tres formas y fuentes de la legitimidad política, que hasta ahora se ha mostrado fecunda en su función hermenéutica: la tradicional, la carismática y la racional. Podríamos buscar otras, pero no ganaríamos mucho. Las tres figuras refieren a la obediencia voluntaria (concepto con connotaciones más amplias que el de “servidumbre voluntaria”); las tres figuras tipifican, cada una a su manera, distintos modos del consentimiento o reconocimiento del poder por los súbditos o ciudadanos. Las tres, a pesar de sus distancias, tienen una profunda raíz liberal, pues tienen en común –no podía ser de otra manera en la modernidad- poner en la base de la legitimidad política de un poder o institución a la gente, idealmente a la “voluntad de los individuos”. Las enfoquemos en clave normativa o meramente descriptiva, las tres figuras de la legitimidad vienen a constatar que –así ha sido o así debe ser- los miembros de una sociedad aceptan ser mandados o gobernados por uno de estos tres motivos: a) amor o veneración a la tradición, culto a la genealogía; b) entrega incondicional a la voluntad de un líder carismático que encarna sus sueños y esperanzas; y c) confianza en la racionalidad, en la estructura legal analizada, discutida y acordada democráticamente.

Creo que es obvio que, en general, preferimos la última, que nos parece más moderna, más progresista, más propia de seres humanos emancipados que se construyen su propia ciudad. Ahora bien, en los tiempos actuales, perdidos en la ontología de la contingencia y las éticas del  pluralismo, la tentación, casi la obligación, nos lleva fácilmente a decir que cualquiera de estas tres figuras weberianas de la legitimación política es buena, que ninguna es mejor que otra, que cada cual puede elegir la que prefiera, en definitiva, que “es legítimo cualquiera de estos criterios de legitimación”; con cuyo razonamiento cerramos el bucle y rendimos atributo a la crisis de fundamento que conlleva esta época llamada de la post-verdad y que tal vez debería denominarse época del post-pensar.

Para quienes tenemos ya algunos años de más, pero conservamos la memoria selectiva de nuestra juventud, cuando nuestros discursos se repartían contra los dioses, los reyes y los líderes, y de forma compulsiva contra el “culto a la personalidad”, nos sobrecoge un poco esta indiferencia contemporánea ante nuestro mal de ayer (y me temo que también de hoy). Para nosotros las tres figuras weberianas eran tres formas sucesivas que, aunque se mantuvieran sus restos, indicaban el progreso de la razón: era nuestra manera de oponernos tanto a la Monarquía como al Fascismo (dos figuras históricas concretas de las dos primeras formas de legitimación weberianas), y de apostar por la legalidad democrática, por la razón, que para nosotros era el progreso, la justicia y la igualdad. Y de ellas, la que nos parecía más diáfana y moderna, era la “racional”, que se materializa en la ley, pensada como norma democráticamente elaborada y con fundamentos de verdad.

¿Qué otra legitimidad política sería defendible hoy? Quiero creer que las otras figuras de la distinción weberiana, la “tradicional” y la “carismática”, ya no tienen ni pueden tener chance entre las mentes progresistas de nuestro tiempo. Por ello me deja perplejo que haya quienes contraponen legitimidad a legalidad, que contextualmente casi siempre suena a oponer la calidez del bien ético a la frialdad y aridez de la norma racional, sin más encanto que su ocasional y problemática necesidad. Podría entender que hoy, tras la dura batalla contra la ilustración, alguien introduzca dudas razonables sobre la racionalidad (y la legalidad, y la democracia, a ella ligadas) y proponga nuevas formas de legitimación que, además de “creativas”, sean simplemente verosímiles. Pero me resulta difícil que la crítica a la racionalidad se concrete en igualar en legitimidad a la ley con las figuras de la tradición y del líder.

Hemos llegado a unos niveles de inconsciencia –yo diría de debilidad conceptual- que escuchamos sin perturbarnos que políticas insolidarias, autoritarias, clasistas… son calificadas como “legítimas” por el mero hecho de excluir la violencia de su estrategia; se sacralizan los fines, los contenidos, con tal que se respeten las reglas de juego de la democracia parlamentaria. Si los medios son pacíficos, los fines son “legítimos”, se viene a argumentar. De la excomulgada máxima “el fin justifica los medios” (que se atribuyó falsamente a Maquiavelo para que resultara más infernal, aunque el florentino nunca afirmara tal cosa) hemos pasado al beatífico lema “los medios legitiman el fin”. Algún día deberíamos repensar estas cosas con más libertad de pensamiento que el que se pone en escena en la sacralización de la democracia pluralista.

Esta aclaración viene a cuento por lo siguiente: la reflexión que haré a continuación trata de la legitimidad política. Porque el problema de las prácticas y propuestas políticas legítimas debe abandonar el estrecho círculo de la democracia para incluir el más amplio del saber, del conocimiento. La fuente de legitimidad de una política no puede venir ni de los fines ni de los medios; ha de venir de su racionalidad. La práctica de un proyecto de un arquitecto, o de un médico, no se legitima por sus ensoñaciones, deseos o intenciones, ni por sus maestros, ni por su prestancia personal; se legitima por su inclusión en unos saberes de la comunidad científica que le aportan viabilidad y grado de eficiencia. En política, de modo análogo, no se trata de competir por ver quién es capaz de soñar una sociedad más bellas y buena; sino de quién es capaz de diseñar un programa de intervención que disminuya el mal, el sufrimiento, que minimice el dolor. La legitimación política, pues, ha de venir, en parte importante, del saber científico y filosófico de la sociedad. Y en ello estamos.


2. El ideal y el concepto.

Como sabéis, mi interés teórico actual es pensar una vía al socialismo que sirva de referente de legitimación objetiva de las posiciones y propuestas socialistas. Preocupación que nace de mi convicción de que la política socialista se hace en gran medida a ciegas (y de este modo, por muy buena voluntad que se aporte, no se legítima la acción política) [2]. Política ciega no por carencias subjetivas de los socialistas (que a veces también) sino por determinaciones objetivas exteriores. Las cosas funcionan así: si el socialismo, como toda realidad social, ha de ser construido, se necesita estar en posesión de su concepto; para pensar e implementar una política socialista, entendida como un instrumento de construcción del socialismo, se necesita de ese concepto; y es aquí, en la posibilidad de tener el concepto de “socialismo”, donde surgen algunos de los problemas que me propongo analizar.

Uno de ellos es la confusión del concepto con el ideal (si se quiere, con la “idea”) Éste, el ideal socialista, como cualquier ideal, como cualquier representación, es histórico, inevitablemente diferente en cada momento, lugar y posición de la historia; inevitablemente ligado a experiencias, necesidades y aspiraciones particulares, como nos revela el interminable debate clásico en el seno de la familia socialista, y entre socialistas, comunistas, anarquistas, etc. El concepto, por otra parte, aunque sometido a metamorfosis como toda realidad histórica (y las categorías no escapan a esa determinación), ha de elevarse sobre la inmediatez y las determinaciones contingentes, pues debe y puede ser compartido, como ocurre con los conceptos de las ciencias naturales o sociales. Sin duda es inútil, y ni siquiera conveniente, proponerse la universalidad de un ideal; en cambio, es razonable y necesaria la voluntad de conseguir y usar conceptos ampliamente compartidos.

Pues bien, las políticas socialistas serán ciegas en tanto sustituyan el concepto de socialismo por ideales socialistas como guía para la acción; y se irán iluminando –siempre en los límites de las condiciones y la experiencia históricas-, en la medida en que vayan construyendo y consolidando el concepto de “socialismo” y definiendo sus justas relaciones con el ideal. Tarea, por cierto, nada fácil, en la que hay que comenzar por la humildad de reconocer su necesidad y su ausencia, como profilaxis en la tarea de buscar un método adecuado de producción del conocimiento. Es complicado, pero esperanzador. Estoy convencido de que, si solucionáramos los problemas del concepto, equivalente al “atributo” spinoziano, se disolvería –o estaríamos en mejores condiciones de esclarecer- ese eterno debate sobre los “modos”, es decir, sobre las distintas ideas de socialismo y de estrategias de construcción del mismo.

¿Por qué es ciega la política socialista? [3] Hay respuestas que, aunque positivamente estériles, negativamente han de plantearse  asumirse. Tal vez ésta sea una de ellas: la política socialista es ciega porque el socialismo es (será) del futuro, y aunque abandonáramos el criterio de certeza cartesiano, de conceptos claros y distintos, y adoptáramos el humilde verum factum viquiano, más estimulante para las ciencias sociales, que limita nuestras posibilidades de conocimiento a lo que ya hemos hecho (la historia), a las cosas creadas por los hombres, aun así el futuro, en tanto aún no producido, se resiste y escapa a nuestra representación; y el socialismo se nos escapa con él. Aunque seamos nosotros (los individuos, las clases, los pueblos, las masas, la multitud, como queráis) los autores de la historia, aunque escribamos sus renglones y propongamos el guión, aunque en el “relato” lleguemos victoriosos al saber absoluto, la realidad, cuando el futuro se hace presente, siempre se nos irá de las manos y, en un momento u otro, emergerá su cabeza para mostrar su sonrisa irónica de irrebatible vencedora. Incluso si nuestro subjetivismo de tercera fase nos permite creer que el mundo es solo representación, y que el mundo pensado es el límite de lo real, aun así solo habríamos mostrado, como nos enseñara Leibniz, que ese mundo descrito en un relato coherente es ciertamente “posible”; pero solo posible, de ahí no se deriva su necesidad, ni por tanto su existencia. Para ser real ha de ser también “necesario”, y su necesidad no brota ni de los más puros y perfectos argumentos racionales; mucho menos de los frecuentes simulacros imaginarios. Como en las obras de Pirandello, los personajes (de ficción), nuestras creaciones (imaginarias), adquieren vida propia, se rebelan y plantean exigencias. Hoy diríamos, dominados por nuestro subjetivismo pandémico, que la historia es “inter-activa”; yo prefiero decir que es “inter-determinada”. En todo caso, si no aceptamos una posición ontológica, materialista y dialéctica, que permita ver y distinguir en las obras históricas las huellas del autor y de sus personajes enfrentadas, nos perpetuaremos en el espacio de representación en el que estamos, condenados a la repetición permanente, a la innovación de lo mismo. ¿Quién sabe? Tal vez sea ese el “eterno retorno” con que Nietzsche no sé si nos alentaba o nos amenazaba.

Defiendo, pues, una ontología en que todos los elementos de la historia, -y las ideas, las categorías, los ideales y los conceptos, forman parte de ella-, son productos, que sirven de materia prima (Althusser dixit) para la reelaboración de los mismos. Entre el “ejército de metáforas móviles” que gustaba mencionar R. Rorty debemos también saber encontrar el ejército de conceptos móviles. Y entre ellos el del “socialismo”, que también se mueve.

Os lo he contado alguna vez, pero es ocasión de repetirlo. Me decía un amigo cubano, nieto de cortador de caña, que el socialismo que había sido capaz de pensar y desear su abuelo, súbdito en la semiesclavitud de la vida cuasi colonial, no era el mismo que podía y deseaba él y su generación, ciudadanos hijos de la revolución. El “socialismo” se mueve, y ni siquiera el que pensaron y soñaron los rebeldes de Sierra Maestra es ya el que sueñan y piensan los jóvenes cubanos de hoy, aun manteniendo fidelidad a su Revolución, que entre otras cosas les ha permitido –arrastrado- a pensar y rechazar los límites de la misma en la idea de sus abuelos. Y ese movimiento de las necesidades, de las ideas y de los sueños no es sólo un enorme reto político, práctico, sino un desafío teórico: distintas necesidades exigen formas sociales diferentes y, por tanto, políticas diferentes; distintas situaciones sociales originan distintas aspiraciones, distintos ideales. El cinturón de su abuelo era excesivamente estrecho para una nueva generación que no solo podía, sino que era empujada a nuevos horizontes de vida.

Mi joven amigo cubano, nieto de cortador de caña, al defender la legitimidad de pensar un socialismo diferente al de su abuelo, nos planteaba un reto teórico importante, a saber, el de diferenciar entre el ideal y el concepto de socialismo y fijar su relación. Mostraba de forma contundente que el ideal se movía, y que su metamorfosis no era perversión o contaminación ideológica de su esencia; al contrario, desde una ontología materialista y dialéctica, lo que Marx llamaba “ontología de la praxis”, su esencia incluía su movimiento y transformación.

Pero este movimiento del ideal es sólo el epicentro del problema, su manifestación fenoménica. Si queremos horadar la superficie y desvelar algo de lo oculto en las profundidades hemos de reconstruir el concepto; en paralelo al movimiento del ideal hemos de activar el movimiento del concepto, para que el socialismo no se cosifique en una representación ayer viva y hoy anacrónica. Ante nuevas circunstancias sociales, el ideal se irá reajustando por sí mismo; y lo hará automáticamente. Pero el concepto, menos mecánico, necesita ser reelaborado para ponerse a la altura del nuevo tiempo. Y ponerlo a la altura de su tiempo no equivale a diluirlo en la fenomenología del ideal sino ajustarlo a la realidad, para ser representación histórica del socialismo realmente existente. Y aquí “realmente existente” no refiere a una representación que se identifique con las experiencias, casi siempre frustradas, de construcción del socialismo; más bien refiere a un socialismo fenoménicamente ausente, pero presente en el concepto, una representación que, entre otras cosas, debe incluir elementos del ideal, pues el socialismo, como cualquier modelo de sociedad, ha de adatarse a los seres humanos, a sus necesidades, esperanzas e ilusiones. Solo un concepto de socialismo ajustado a su tiempo, a las posibilidades objetivas y subjetivas, a la potencia productiva y la conciencia colectiva, puede iluminar la acción política hacia el socialismo; sólo así es instrumento de la misma.

Demos un paso más. Partamos de la representación del socialismo presente en la conciencia social de nuestras sociedades, construida con elementos recogidos de la experiencia y con idealizaciones propiciadas por las nuevas condiciones materiales de vida, mezcla de necesidades e ilusiones. Asumamos que esa representación es el “concepto empírico”, resultado del movimiento de la realidad, que empuja a los seres humanos a buscar salidas a sus males, a ensayar vías, a superar sus límites. Podríamos preguntarnos: si el concepto empírico se mueve, cosa obvia, tal vez sea porque se mueve la “esencia". Al fin, en esa ontología materialista y dialéctica, las categorías tienen una historia, acompañan al ser de las cosas en el devenir de la realidad, formando parte de ella, y sólo al final, plenamente desarrollada, iluminan el camino recorrido y nos vuelve transparente la historia (suya y de la realidad). El socialismo (pensado, posible) de hoy no es el de ayer, y será obsoleto mañana; solo al final se nos revelará el camino recorrido, solo entonces veremos sus momentos, sus metamorfosis –el socialismo de mi amigo cubano y de su abuelo- como el ir abriéndose paso, revelándose, la idea. Sólo en las representaciones teológicas la esencia es inmutable. Cuando la consciencia de Hegel tiene el privilegio del filósofo de subir al monte eidético y contemplar el mundo de las Ideas inmutables, lo que descubre es la lógica, el orden de la mente divina que rige la creación. Pero esa visión de lo eterno desde el monte eidético sólo está permitida a quienes, llegados a las alturas, cuentan con el privilegio de mirar cara a cara al Gran Arquitecto y leer directamente en su mente; al resto de los filósofos, condenados a la finitud, solo nos está permitido, y ya es bastante, mirar atrás y ver, leer, en la historia, que es siempre un fenómeno de superficie, las huellas de esa lógica demiúrgica de la que es expresión. Las alturas nos permiten descubrir en ella que todo, absolutamente todo, es evolución, metamorfosis, sucesión de figuras de la Idea que nunca llegan a agotar la esencia. Por eso la esencia no se expresa en ninguna de ellas; ni siquiera el conjunto puede recoger su riqueza ontológica. Solo la exposición historia se acerca a esa exhibición completa de la esencia, como revelación permanente e inagotable de la misma. “Revelación” en vocabularios donde quedan restos de ontología teológica, ya que alude a un origen demiúrgico; Marx rompería con ese lastre y hablaría de “producción”, que cierra toda pretensión de origen, en su ontología de la praxis.

La política socialista es sustancialmente ciega, ahora lo entendemos, porque no conoce ni puede conocer el final; porque este nunca está escrito, acabado, cerrado. Metafóricamente, porque el Juicio Final, momento en que se fija definitivamente la categoría, está al final, que es su sitio. En definitiva, la política socialista es ciega porque no puede estar en posesión del concepto de “socialismo”. Carencia o límite, insisto, que no deriva de la indigencia del conocimiento humano, sino del ser de la realidad -o, al menos, de la ontología con que la pensamos-, siempre produciéndose, siempre inacabada, sin esperanza de repetición [4]. Una realidad pensada como producción infinita no se deja fijar en un concepto empírico. Y esto no sólo lo percibió Marx; mucho antes lo advirtió Diderot en sus Pensamientos sobre la Interpretación de la Naturaleza. No es un límite de nuestro conocimiento (que tiene otros), sino una manera de ser de la realidad. O sea, ni el Demonio de Laplace, con su visión de totalidad e imparcialidad infinita, ni Dios, con su potencia infinita de conocimiento (omnisciencia) y de creación, pueden conocer el destino final. Simplemente, porque éste no existe (si se quiere, porque éste no es representable). Las filosofías que cierran esa infinitud ontológica, que exigen un origen y un destino, sufren el mismo vértigo que aquella marquesa a la que Fontenelle da entrada en sus Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos, para quien un universo infinito de infinitos mundos implicaba el fin del suyo, de su ordenado, jerárquico y empañadito orden social en que cada cual está en su lugar (el de ella en la Corte, cercana al Rey).

Y, claro está, como para la acción, habituados que estamos a la acción técnica, es necesario el telos, a falta del concepto la política socialista parece condenada a imaginárselo. Esto es empíricamente inevitable. Siempre hay “ideal” en la política socialista; es constitutivo de la misma. Inevitable que así sea; indeseable que así no fuera. Por tanto, siempre hay ideal en el concepto, sea cual fuere la fase de construcción de éste. Es así y no cabe desesperación, pues lo importante y al alcance del hombre es mantener el ideal sin caer en el idealismo. El idealismo es el fetichismo del ideal, la conversión de éste en referente sagrado, en canon, en finalidad última. El idealismo, como fetichismo del ideal, equivale a olvidar que el ideal, cuya presencia es necesaria y conveniente en la práctica política, es un producto humano, y que como tal irá –y ha de ir- metamorfoseándose, cambiando, y de paso cambiando los instrumentos y las técnicas de la política. El idealismo, como fetichismo del ideal, resulta del olvido de que éste es un producto social, fruto de unas condiciones de existencia, y de su conversión en un ídolo sagrado, un Moloch cualquiera al que someter y sacrificar nuestras vidas. El ideal, que expresa la necesidad y posibilidad del hombre de transcenderse, una vez fetichizado deviene obsoleto y anacrónico, deviene lastre dogmático.

Pero si el concepto siempre estará contaminado de ideal, siempre incluirá la bella imperfección del ideal, efecto de nuestra finitud, deberíamos procurar que el ideal también sea modulado por el concepto. Procurar que el ideal socialista no adultere la esencia del concepto de socialismo y, al mismo tiempo, que el concepto ponga límites al idea, para que éste no degenere es mera fuga negativa de lo dado, rupturas imaginarias que desembocan en la enajenación de la voluntad, en la alienación, en esa búsqueda en la transcendencia del Gran Juez que cure las heridas de nuestra impotencia. Recordad lo que enfaticé al principio, el doble reto, de construir el concepto y fijar su relación con el ideal. Esa es una tarea irrenunciable.

Entiendo, pues, que el pensamiento socialista está condenado a reconstruir el ideal socialista en cada momento, constantemente. Y, claro está, haría bien en cumplir esa tarea sin caer en el camino fácil, en el voluntarismo o cualquier otra forma del subjetivismo, que busca legitimación en la máxima “lo que quieran los trabajadores”, “lo que pida la gente”, que cual guirnaldas de flores –decía Rousseau- cubren las cadenas de hierro de la dominación, tan bellas y aromáticas que domestican sus deseos. Reducir el ideal a la indeterminación del deseo, aunque sea el sacralizado deseo del pueblo que sirve de disfraz a la democracia ausente, es positivizarlo y, en rigor, negarlo. Esos ideales socialistas que, legitimados desde una idea de democracia igualmente fetichizada, optan por el camino fácil de identificar sus límites con la voluntad espontánea de la gente, implican abandonar la necesaria compañía el concepto, renunciar al referente socialista y entregarse en brazos del preferentismo, forma grosera del utilitarismo de nuestro tiempo. 


3. Cuestiones de método.

Antes de entrar de lleno en la reflexión sobre la socialización, quisiera plantear unas “cuestiones de método”. Se trata de responder a la aludida necesaria ceguera de la política socialista. Al fin, si el concepto (¡no el ideal!) de socialismo no puede anteceder a la existencia del socialismo, dado que el desarrollo de las categorías es inseparable del de la realidad que expresan, ¿qué sentido tiene plantearse su construcción hoy? ¿No estamos condenados a sustituirlo por el ideal (idealismo)? ¿No estamos condenados a una historia ciega que sólo al final, al anochecer, nos rebela sus entrañas?

Hay una respuesta, que aquí no vamos a explorar, que nos dicta la propia ontología de la praxis, concretada en la dialéctica del espíritu, que nos empuja a pensar la inseparable y estrecha indeterminación entre la historia y la consciencia de la misma. Relación dialéctica, y por tanto relación productiva de ambos términos, tal que cada uno está inevitablemente presente del otro, cada uno es constituyente, “creador” del otro. Pero, como digo, no entraremos ahora en la fenomenología de la conciencia.

Prefiero partir de una propuesta marxiana para solucionar este problema -en los límites que tiene solución- de la anticipación histórica de la categoría a su objeto, es decir, de permitirnos producir el concepto antes de que la realdad haya engendrado su objeto (y, por tanto, aislar un momento la producción teórica de la realidad que la hace posible) [5]. La verdad es que la perspectiva que Marx nos ofrece, además de ser audaz y atractiva, parece ser una respuesta al problema que nos ocupa. Nos la ofrece como dos tesis hermenéuticas formuladas por Marx en uno de los pasajes más filosóficos y más referenciados de sus textos, formando parte de ese núcleo duro de su dialéctica. Además, las dos tesis formuladas aparecen en un momento especialmente filosófico de Marx, una de esas ocasiones dispersas en sus obras en que, alzando la mirada por encima del horizonte del capital, cuyo movimiento trata de reproducir conceptualmente, busca en lugares más profundos categorías más universales. En esta ocasión se entrega a una reconstrucción de su recorrido intelectual, donde nos esboza el movimiento de sus ideas, la génesis de las categorías en su proceso teórico. Y así aparecen estas tesis, como “cuestiones de método”, que diría Sartre.


3.1. (Primera tesis). Se trata de dos tesis sorprendentes que inducen dos reglas metodológicas que abren una posición epistemológica realmente “revolucionaria”, y en todo caso totalmente coherente con la ontología de la praxis. Son dos tesis que nos aportan luz, que nos permiten neutralizar, en lo posible, el subjetivismo, la enfermedad filosófica de nuestra época, y que nos ayudan a legitimar una práctica política al margen de la moralidad de los fines u objetivos y de la ortodoxia de los procedimientos. Claro está, esta legitimación quedará subordinada a que valoremos al saber, que decía Sartre en Cuestiones de método, hipótesis hoy nada garantizada.

La dos citadas tesis están en el famoso “Prólogo” de 1859 a la Contribución a la Critica de la Economía Política. Están allí como escondidas, casi tapadas al final de uno de los pasajes más luminosos y citados de la obra marxiana, donde expone de forma sintética y madura su concepción del “materialismo histórico”; tal vez por eso, por estar incluidas en un texto tan potente, escasamente salen en la foto de la cita. El lector suele centrar su mirada en la sobria descripción marxiana de la marcha de la historia a caballo de la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción, en la contundente subordinación del estado, diluido en las “sobreestructuras”, a la hegemónica “base”, a la producción. La enorme montaña teórica que formula ese discurso le impide como el sol fijarse en los humildes detalles de las laderas. Pero allí, al final de la descripción, en las estribaciones del perfil de tan poderoso macizo teórico, casi en las sombras, aparece el silencioso texto de las dos citas, con presencia discreta y humilde, pero firme, como si reivindicara su pertenencia a la totalidad del texto; confiado como si pensara que, sin él, la montaña no tendría final, ni tal vez origen.

La primera de las dos tesis viene a sostener que lo nuevo nace y se alimenta en el seno de lo viejo, que unas formas sociales nuevas (ideológicas, políticas, culturales, económicas), se engendran siempre en las viejas, a las que acabarán desplazando cuando éstas ya no den más de sí (y no antes). Dice: “Una formación social no desaparece nunca antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen relaciones de producción nuevas y superiores antes de que hayan madurado, en el seno de la propia sociedad antigua, las condiciones materiales para su existencia” [6].

La tesis marxiana contiene una doble afirmación. De un lado enuncia que una formación social cualquiera, y en particular la capitalista, no es resultado de la invasión desde el exterior de una forma extraña y ajena, de un “ideal”, sea éste bello o monstruoso, sino que surge siempre dentro de “otra”, se desarrolla en ella, pasa de subordinada a hegemónica cuando sea más adecuada para satisfacer las necesidades humanas naturales e históricas. Esta idea es importante, y nos exige pensar que el capitalismo, aunque lo juzguemos monstruoso, aunque puede ser el demonio, nunca será el demonio con cuernos, cola y rabo [7]. Como decía Mao, por citar a quien hoy ni los comunistas chinos citan, en su vientre nace la luminosa primavera que lo destruirá.

La tesis marxiana sugiere que lo nuevo, la sociedad alternativa, al fin producto humano y no creación divina, no surge ex nihilo, sino que se engendra y aparece oculto en lo viejo, al mismo tiempo subordinado al capital y resistente al mismo; subordinado incluso cuando surge en los márgenes, como alternativa tolerada (caso de las economías “solidarias” o “uberizadas”). Tesis que nos lleva a pensar que lo nuevo, que en nuestro contexto analítico actual se refiere a los contenidos y relaciones socialistas, se engendran sí o sí en el capitalismo; sugiere que existen allí antes de aparecer, o, si se prefiere, son antes de existir, antes de tener presencia. En todo caso, son en-sí antes de devenir para-nosotros.

Esta existencia sin presencia, este ser antes de existir, que parece reenviarnos a la metafísica, es fácil de comprender desde la ontología de la subsunción; basta pensar esos elementos socialistas subsumidos bajo la forma capital, subordinados a la determinación de éste, y a un tiempo ofreciendo resistencia a la función impuesta. Sabemos que su naturaleza no es capitalista [8], aunque su función sí lo sea. Sabemos que son como la alternativa que la totalidad se reserva para cuando su orden se haya agotado. Por tanto, no nos resulta extravagante reconocer ese modo de ser, indescifrable e inadmisible para una ontología positivista.

Pero el texto de Marx citado contiene otro enunciado igualmente potente: dice que una forma social no desaparece mientras pueda dar respuestas a los problemas, mientras pueda reproducirse, perseverar en su ser [9]; y dice también que no aparecerán relaciones “superiores” nuevas mientras no se hayan desarrollado las condiciones materiales para su existencia. Es toda una regla práctica para la política: nada de prisas, nada de trochas, no ponerse delante del tren que ha de pasar –y tal vez parar- en todas las estaciones. Cuando una forma social se agota, cuando se acerca a la situación de no dar para más, lo nuevo ha de estar allí, aunque enmascarado, pugnando por salir; han de estar sus condiciones materiales de posibilidad de existencia y la necesidad de una nueva forma que, a través de la insatisfacción generalizada, pugna por salir.

Frente a la tentación, comprensible, de soñar destinos y procesos, esta regla invita a la modesta tarea del científico de buscar pacientemente los elementos significativos que permitirán validar una ley, consolidar un saber, perdidos entre el ruido y la contingencia; frente a la tentación, ¡tan filosófica ella!, de imitar al Arquitecto del Universo o de hacer de Filósofo Rey, esta regla nos trae la invitación socrática de hacer de partera.


3.2. (Segunda tesis). La segunda tesis no es menos sugerente ni menos provocadora, y en cierto modo complementa la anterior, al quedar así formulada: “Por eso la humanidad se plantea siempre únicamente los problemas que puede resolver, pues un examen más detenido muestra siempre que el propio problema no surge sino cuando las condiciones materiales para resolverlo ya existen o, por lo menos, están en vías de formación”

A la anterior idea marxiana de que lo nuevo, antes de existir (como nuevo) vive sumergido en lo viejo, ahora añade que la sociedad avanza de esa manera, casi a ciegas, sin saber su futuro, casi sin saber su pasado-mañana, previendo si acaso su alborada, el color y el acento de su mañana más próximo, el aroma de su aurora; la sociedad presiente el advenimiento de lo nuevo cuando ya está presente de la forma particular que el futuro tiene de mostrar su existencia, a saber, haciendo insoportable el presente. La fanfarria de la llegada del futuro, síntoma de su presencia efectiva, se siente en las entrañas de lo viejo como agitación e inquietud ante problemas insolubles; y aparece, cual dolores del parto, cuando se sufre la debilidad y la impotencia para rejuvenecerse.

Marx nos sugiere en esta segunda tesis que el orden social -y éste es su destino- avanza cargando en su interior su potencia finita para renovarse, para reproducirse; pero al mismo tiempo y con la misma necesidad va generando en su seno a su otro, a su alternativa, para prolongarse en su otro cuando su elasticidad se agote: de la misma manera que el individuo gasta su vida finita en la sobrevivencia de la especie; de la de la misma manera que el trabajador renueva cada noche la fuerza de trabajo gastada durante el día y, para cuando ya no dé más de sí, ha engendrado de paso al hijo que le sustituirá en ese largo viaje del trabajo de la especie.

Pero también nos dice en la cita, como si quisiera alimentar nuestra esperanza, que esa percepción alicorta del mañana va acompañada de otra determinación: los problemas sólo se nos presentan cuando ya tenemos los medios para solucionarlos o estamos en vías de producir esos medios. El futuro siempre está abierto, por escribir; es como si estuviera esperando al autor capaz de rellenar la siguiente página. Porque, recordando de nuevo a los personajes de Pirandello, los personajes creados por el “autor” (aquí la sociedad capitalista) y luego no usados en el guion, sin papel en la escena, sin trabajo, ocultos en los espacios oscuros de la imaginación de su creador, en algún momento llamarán a la puerta y buscarán un “director” y le exigirán que reconozca su derecho a existir, a salir en escena, a pasar de ser sin presencia a ser presentes.

No sé, pero creo que no debiéramos cerrar ni los oídos ni los ojos. El capital resiste y resiste…, cierto, pero eso también es síntoma de su vejez, que no se mide por su lozanía, sino por la cercanía de su alternativa. El capital hoy se repite hasta la infinitud, pero así muestra su incapacidad de renovarse, su agotamiento; parece un síntoma de lo advertido en abstracto por Marx: no puede plantearse nuevos problemas, nuevos retos, porque no cuenta con la potencia para solucionarlos, porque ha agotado su vestuario; los pasos que da son concesiones a su enemigo. ¿No podríamos sospechar que esa figura decadente del capital se prolonga gracias a la creciente socialización? Y, puestos a ejercer la sospecha, ¿sería tan extravagante pensar que la socialización es la substancia y el capital una de sus figuras accidentales que, cumplida su vida finita, pasará a la cuneta de la historia mientras la socialización avanza eternamente?

Esta escena de lo viejo que se agota y lo nuevo que no acaba de salir, ¿no es como si el futuro estuviera esperando su ocasión, esperando pasar a la existencia?; ¿como si ya estuviera y, en cambio, esperara a que lo sacaran? Porque, nos sugiere Marx, hay que sacarlo, y para ello hay que generar los medios para producirlo: no aparecen los problemas hasta que los medios para solucionarlos no estén presentes. O en vías de hacerlo.  Aunque, como suele decirse, la última noche siempre es la más pesada, y la última hora la más larga.


3.3. (Propuesta de Harvey). En este apartado sobre cuestiones de método me parece oportuno referirme a las sugerentes ideas expuestas por David Harvey [10] en una entrevista reciente, que me dan la oportunidad de tomar posición. Le preguntaron: “¿Cómo nos deshacemos del capitalismo?”. Su respuesta, que tal vez decepcione a los apocalípticos, me parece de gran sutileza, por lo que pasaré a comentar tres ideas. La primera apunta al estatus de la “Revolución” en la vía al socialismo. Comienza por reconocer que “el capitalismo es una forma de producción, distribución y consumo muy bien organizada”, de modo que “no se puede pensar en el fin del capitalismo como un proyecto que incluya una suerte de evento revolucionario catastrófico, lo cual ha sido la fantasía del pensamiento anticapitalista”. Por tanto, se posiciona frente a la “fantasía” de la revolución como condensación en el tiempo de un proceso que será largo, como lo fue el “emerger del capitalismo en el seno del feudalismo”, que duró más de dos siglos.

Comparto esta idea desde hace tiempo, pero con una matización de calado. Por mi parte no hay fundamentos –más bien al contrario- para excluir la necesidad histórica de la Revolución en su concepción clásica, como violencia de las masas; solo los hay, y fuertes, para excluir su necesidad lógica en la representación de la vía al socialismo. O sea, yo la excluyo de la lógica, pero no de la historia, y hago míos los argumentos usados por Kant para explicar y comprender (no legitimar) la presencia del terror en la Revolución de 1789. Nos decía Kant que si la razón práctica, por débil, o por obstinación de sus enemigos, no puede avanzar en la construcción del reino del derecho, la historia resolverá esas resistencias por sus medios habituales, y estos medios son la violencia y la guerra. Por tanto, como “accidente”, como “contingencia”, la Revolución puede irrumpir de la mano de la desesperación de los pueblos; y esa desesperación no es una posibilidad lamentablemente probable. Pero, aun así, la Revolución no forma parte de la lógica de una vía al socialismo; y, en consecuencia, no significa el recorrido de un trayecto. Por el contrario, como contingencia, solo puede ayudar a la lógica, desatascar sus obstáculos. La Revolución, a pesar de los dolores que la acompañan, no ahorra el parto, y los pueblos que así lo han creído descubrieron, unas décadas después, que había sido fallido, que había que regresar y pasar por la fase infantil del desarrollo.

La segunda observación de Harvey concreta el proceso mismo de construcción del socialismo en el seno del capitalismo. Personalmente me gusta más la idea de construir el socialismo en su otro, en el seno del capitalismo, que su concreción, mediante una política desmercantilizadora. Nos dice: “El elemento fundacional del capitalismo es la mercancía y aún existen cosas que no han sido mercantilizadas, a pesar de que estamos en una etapa en donde lo que no es mercancía, ha terminado siéndolo. Entonces, lo que se necesita es una política que consista en devolver cosas que han sido incorporadas al mercado a su valor de uso”. Propone, pues, una estrategia de políticas de desmercantilización y desprivatización: “En la misma manera que la privatización se ha instalado abrumadoramente, necesitamos de manera creciente profundas políticas de desmercantilización y desprivatización. De esta forma, mientras más cosas podamos remover del poder que tiene el capital para determinar lo que ocurre con ellas y moverlas hacia el poder de las organizaciones sociales, más podremos hacer, más podremos alejarnos de la dominación del sistema capitalista”.

Como digo, la concreción de la estrategia, aceptable en la superficie, me parece muy mejorable; esa idea de pensar el futuro (socialista) con imágenes del pasado (pre-capitalista) no me agrada. Pero comparto sin reparos la intuición de que el socialismo se ha de construir en el seno del capitalismo, lo que nos abre un campo extraordinario de reflexión y acción políticas. Si no me agradan sus propuestas positivas concretas, entre otras cosas, es porque a pesar de la posición general del autor rebosan subjetivismo, lo cual se revela en que son propuestas formuladas desde el exterior, como ideales redentores. Creo que lo correcto, en clave materialista e inmanentista, es mostrar que esas propuestas (de desmercantilización y de desprivatización), si están llamadas a formar parte del futuro socialista no es porque alguna mente prodigiosa lo haya descubierto o decretado; la revolución no viene de fuera, de mesías forjados en el desierto, fuera de la ciudad, exteriores a la caverna. En definitiva, nuestra tarea, desde la ontología expuesta, pasa por mostrar que ese regreso de la mercancía a producto del trabajo, ese cambio de hegemonía del valor hacia el valor de uso no es respuesta a la llamada del ideal, sino que ese cambio ya se está dando, está apareciendo en el seno mismo del capitalismo. Si se me permite una forma exagerada de expresarlo: nuestra tarea consiste en mostrar que el capitalismo está construyendo el socialismo en su interior, y ayudarle a ello: es decir, en lugar de proponer desde fuera del capitalismo las formas anticapitalistas o socialistas, mostrar cómo esas nuevas relaciones están apareciendo ya en el capitalismo, como exigencias internas para su sobrevivencia.

En fin, en la tercera idea nos ofrece un diagnóstico del capitalismo lleno de clarividencia. Comenta Harvey que, en esas políticas anticapitalistas, mientras más rápido vayamos, mejor, pues ayudan a que “el poder del capital disminuya”. Y nos dice: “Porque si bien es cierto que el capitalismo parece enorme en este mismo momento, se encoge cuando muchos elementos y ámbitos de la vida ya no se encuentran supeditados a esta suerte de lógica de la mercancía y la escasez, y la lógica de la inequidad que el sistema capitalista produce”. Idea, como digo, de gran lucidez, que se enfrenta a la habitual descripción del enorme poder del monstruo que sólo una sublevación universal apocalíptica podría parar antes de que nos arrastre al abismo (en el que, por otra parte, ya estaríamos). Nos invita a afinar nuestra mirada en busca de la debilidad del capital incluso en sus gestos más omnipotentes. El capitalismo, para reproducirse, ha ido metamorfoseándose, y esas metamorfosis, que de forma inmediata le propiciaban la vida, iban minando sus fuerzas. Este es el enfoque que nos parece productivo, innovador e incluso provocador.


4. La socialización de/en la sociedad.

4.1. (Lugares y funciones de la socialización). Para avanzar en la elaboración del concepto de socialismo, en el marco de la ontología inscrita en las dos tesis hermenéuticas de Marx, me ha parecido necesario y oportuno reflexionar sobre un pariente suyo, el de “socialización”; identificados en la metonimia, donde los significados se confunden, y unidos en la ambigüedad de la sinécdoque, aleatoriamente tomados uno como parte del otro; alguien diría que uno es un mero pleonasmo del otro. Nada más habitual que aproximar hasta confundir el la socialización y el socialismo, como el proceso y la obra; nada más obvio que pensarlos como instrumento y resultado, como medio y fin. Pero las cosas, como suele pasar, no son simples y diáfanas; de ahí que sea necesario profundizar en la comprensión de la socialización como estrategia teórica de acercarnos al concepto de socialismo.

Ahora bien, esta analogía, que radicaliza la identidad entre socialismo y socialización, parece enfrentarse a un poderoso contrafáctico, a saber, la evidencia empírica de que la socialización se da en el capitalismo (y, en la interpretación que haremos, incluso lo antecede). Esta paradoja exige clarificación, cosa que intentaremos argumentando a lo largo de este texto tres tesis: a) La socialización (germen del socialismo) se genera en el interior del capitalismo, en su seno (e incluso lo antecede); b) La socialización se desarrolla con el desarrollo del capitalismo, como su fuente de alimentación; y c) La socialización es resistencia y en el límite negación del capitalismo. Pero, antes de entrar en el análisis, quiero anteponer una reflexión, basada en una aparente analogía, que nos ponga en situación.

Me refiero a la analogía entre la función de la socialización y la que Marx asignaba al proletariado, cuando ponía a éste como condición de posibilidad del capitalismo, en tanto creador del valor-capital, al tiempo que resistencia a su desarrollo y valorización y, en el límite, su “enterrador”. ¿No podríamos pensar la función de la socialización de forma análoga? ¿No podríamos pensar que el capitalismo la necesita, y requiere su expansión imparable, aunque con ello ayude a engendrar su propia alternativa? La analogía que se ve más clara aún si pensamos ambos, proletariado y socialización, desde la ontología de la subsunción, en la cual ambos subsumidos en la forma capital, como elementos en esencia transcendentes –y por tanto resistentes- pero funcionalmente condiciones de posibilidad del capitalismo. Al fin, pensado detenidamente, si el proletariado es fuente de producción de plusvalor absoluto, la socialización lo es del plusvalor relativo; si el proletariado es la clase anti-capitalista por esencia, la socialización es la forma social anti-capitalista, su alternativa por naturaleza. Uno y otro pueden pensarse como “enterradores” del capital.

Puesta la analogía, pasemos al análisis de la socialización. Aunque espontáneamente pueda –y de hecho así ha sido- pensarse llanamente como “construcción del socialismo” (las nacionalizaciones, la propiedad pública o común, suelen ser valorados como elementos socializantes), la verdad es que el concepto de socialización encierra enigmas y su relación con el socialismo plantea algunos problemas. El término “socialización” se usa con inusitado desparpajo. Y a poco que detengamos la mirada en esos usos apreciamos su diversidad; hoy se habla de socialización para designar fenómenos muy dispares, que tienen lugar en diferentes esferas de la práctica social, en diversos dominios de la vida. Por ejemplo, en los últimos tiempos, con las terribles experiencias del terrorismo, ha ganado protagonismo en el discurso público la expresión “socialización del dolor”, que usada por los terroristas nos puede perecer monstruosa pero que, en otros contextos, puede parecer caritativa. Muy recientemente ha saltado a la primera página del debate político de nuestro país la “socialización de las pérdidas”, provocada por la intervención del Estado en la crisis del sistema financiero. Y se habla con espontaneidad de la socialización en la escuela, de la medicina socializada, o de la función socializadora de la religión o del deporte. Incluso en expresiones como “política social”, “legislación social”, “doctrina social”…, la socialización queda insinuada y no confesada, con esa sutil ambigüedad liberal que implica reconocer en la socialización el progreso y el peligro. ¿No son los derechos, y especialmente los derechos sociales, el mecanismo más potente de socialización con que cuentan nuestras sociedades? ¿No se define en la constitución el nuestro como “estado social”?.

Todo ello nos indica que la socialización se extiende por todos los tejidos de nuestras sociedades capitalistas, que penetra cada vez más incluso en los “lugares prohibidos”, en lo hasta ayer privado; que invade amenazante las esferas íntimas de la existencia, como ha descrito Hanna Arendt. Que incluso los espacios bien protegidos por el capital, como la distribución del producto social, donde es esencial la apropiación privada, individual, se ven amenazados por la socialización, con la tenaz expansión de los derechos y las políticas sociales. Esta aceleración del fenómeno de la socialización en las últimas décadas del capitalismo, diverso, desigual, contradictorio, está a la orden del día. La socialización aparece por todas partes, pero no siempre con las mismas formas y las mismas funciones. Los usos del concepto “socialización” componen un rico territorio semántico, que debemos analizar, ordenar, comprender; y, por esa vía, debemos avanzar en el enriquecimiento de la idea, en la ordenación de sus diversos sentidos, y sobre todo en la construcción de su concepto. Para dar algunos pasos en esa dirección intentaré cruzar dos criterios de clasificación que nos permitan organizar esa variedad de sentidos y usos en cuatro tipos ideales, que diría Weber; no es la solución definitiva, es un mero acercamiento al problema, pero algo es algo.

El primer criterio es topográfico, pues refiere a la multiplicidad de esferas sociales afectadas por la socialización, en las que ésta ejerce, que para simplificar agruparemos en dos familias, la socialización económica o productiva y la socialización cultural o ideológica. La distinción es obvia en casos como el de socializar la riqueza, los cargos, la tierra o las deudas, frente a socializar a los niños, las costumbres, los inmigrantes o las leyes; pero, como veremos, no siempre es tan transparente la diferencia. En todo caso, el criterio topográfico es consistente y de fuerte base empírica, por lo que ha de estar presente en el concepto, aunque sea insuficiente para fijarlo definitivamente.

En segundo criterio, el funcional, es más sofisticado y menos intuitivo, pero a mi entender es más penetrante y de mayor calado; y tal vez más problemático. Se basa en los fines o efectos de la tarea socializadora, que también por razones analíticas concretaremos en dos tipos: la función de unificar y la función de identificar. Para ayudar a visibilizar la distinción entre unificar e identificar, o entre unidad e identidad, podemos pensar la primera como la unidad de relaciones entre los cuerpos (de los individuos) que pone una estructura económica, social o política; y la segunda como la identidad de las almas (de los individuos), es decir, sentimientos, gustos, valores, que con frecuencia persigue la educación y la cultura. Nótese que lo socializado es siempre el individuo; la socialización refiere a los individuos, su sentido, su condición de posibilidad, su presupuesto, es la existencia de individuos “individualizados”.

Consecuencia de este cruce de los dos criterios, el topográfico y el funcional, serían cuatro tipos ideales de socialización, resultantes de combinar el lugar (la economía o la cultura) con la función (unitaria e identitaria). Pues, aunque prima facie en la socialización económica domina la función de unidad, y la cultural parece más afín a la de identidad, en cada una de ellas tienen presencia ambas funciones. Aunque la socialización cultural vive semiculta, casi clandestina, en las esferas de la producción, y la económica en las de la educación o la cultura, como si fueran extranjeras en esos territorios ajenos, con o sin peleles su presencia, su existencia, es innegable. Por tanto, las distinciones son siempre exigencias del análisis, que impone autoritariamente la necesidad de la abstracción. Basta distinguir en la socialización cultural (del alma) la forma democrática de la integrista, y en la socialización económica (del cuerpo) las formas de división del trabajo artesanal, gremial y de la gran máquina automatizada, para constatar, a la vez, la conveniencia de distinguir y cruzar los dos criterios; pero, por semejantes motivos, nunca hay que olvidar que la socialización del alma no es privilegio exclusivo de los aparatos educativos y culturales, pues también en la vida económica se generan valores y formas de conciencia comunes; ni la socialización del cuerpo es monopolio de la economía, pues también en la escuela se incide, con las distribución de habilidades y capacidades, con el reparto de las titulaciones y cualificaciones , en la constitución de las relaciones técnicas y sociales de producción que mantendrán los individuos.

Insistamos un poco más en esta idea. Habitualmente los diversos usos de la socialización suelen aludir a la pluralidad de esferas sociales donde tiene lugar el proceso. Ahora bien, estas esferas separadas son construcciones analíticas, son abstracciones necesarias para pensar la realidad social; ésta, en su existencia objetiva, es un concreto material, empírico, resultado de la combinación de economía y cultura, de política e ideología, tal que la “socialización económica” de los individuos va siempre acompañada de la cultural, y a la inversa. Recordemos aquella definición de la ciudad que nos ofrece Platón en la República, cuando nos la describe como una e idéntica, como “comunidad de alegrías y penas”. Aquí la socialización, por mediación de sus efectos, nos aparece como generadora de valores éticos, organizados alrededor de una idea de justicia igualitarista, pues la belleza ontológica de la ciudad, su perfección, se revela como igualación en las determinaciones de la vida (en el dolor, en la fortuna, en el sacrificio o en el reparto). Por tanto, podemos asimilarla –en el nivel muy genérico de análisis en que nos mantenemos- a la socialización cultural, que genera identidad. Pero, por otro lado, en cuanto esas expresiones no sólo implican sentimientos y valores, sino que refieren a reparto de bienes y cargas, de beneficios y costos, en este uso del término se acerca al concepto de socialización económica. No en vano esa “comunidad de alegrías y penas” define una ciudad que, como recordamos, Platón construye con la guía rigurosa de la división del trabajo, tal que cada uno tenga sus funciones y todas ellas combinadas hagan posible la perfección de la ciudad, que no es otra que su autarquía.

Por tanto, aunque en el análisis de la socialización nos sea necesaria la distinción por los lugares sociales donde se manifiesta (en particular en las esferas económica y cultural), no debemos olvidar que bajo esa abstracción se da la realidad concreta donde confluyen. En otras palabras, no hay socialización cultural sin efectos económicos, ni a la inversa. Incluso si nos fijamos en la más genuina figura de la socialización en la esfera económica, que no es la que se da en la distribución y el consumo, como pudiera imaginarse, sino la que tiene lugar en el proceso de trabajo, que se manifiesta como división del trabajo, podemos apreciar que no está tan alejada de la socialización del dolor o de las pérdidas, ni de la génesis de una consciencia colectiva. Y es que, en gran medida, las diferencias son distinciones puestas por el análisis; pero solo “en gran medida”. Insistiré un poco más en esta idea


4.2. (La socialización del espíritu). La escuela ha sido, y sigue siendo, el altar de la socialización cultural, el lugar sagrado y canon de la socialización de los individuos, aunque en nuestros días le hayan salido competidores poderosos. Competidores para cumplir la función y competidores para cumplirla de modos opuestos [11]. Nada más frecuente –y razonable- que ver la escuela (incluido cualquier nivel y tipo de enseñanza) como el lugar propio e idóneo de socialización; nada más tópico que, ante cualquier manifestación de conflicto o escisión social, se cargue la responsabilidad sobre la educación. Incluso cuando lo hacemos de manera crítica, para denunciar el adoctrinamiento o manipulación ideológica que se lleva a cabo en algunos centros o instituciones de enseñanza, con ello estamos manifestando que una función potente de la institución educativa es la socialización de niños y jóvenes. Tanto es así que no sólo esa función es considerada esencial, deseable y preferida frente a otras instituciones como la familia o los medios de comunicación, sino que, respecto a sus niveles elementales, la opinión pública tiende a priorizar esta función de la escuela frente a sus otras funciones técnicas o de enseñanza. Se prioriza cada vez más la formación o “educación en valor” frente a la transmisión de conocimientos. Lo cual nos deja ver que en este contexto la socialización se usa en términos de formación ideológica, de forja de una conciencia común; en definitiva, de homogeneización cultural.

Y es indudable que es así. Pero, noblesse (critique) oblige, esa potente y clara función no debería llevarnos a sufrir la ocultación  de la “otra” socialización que hace la escuela, vía transmisión de conocimientos, gestionando estructuralmente con eficiencia el reparto de los saberes comunes, -condición de posibilidad de la comunicación, el diálogo y el intercambio- y de los saberes específicos, las distintas cualificaciones y niveles de titulación, en esa división social del conocimiento que acompaña y ayuda a la división social del trabajo del que depende nuestra vida, -especialmente nuestras formas históricas de vida- y que constituye la base material de la socialización económica, en el sentido que hemos fijado. Y de la misma manera que la escuela puede, y de hecho lo hace, ejercer la socialización cultural o ideológica tanto en clave de nación (identidad) como de constitución (de unidad), o producir ambas en proporciones flexibles, pues son dos formas del “lazo social” a veces aliadas y a veces enfrentadas, también la escuela puede, y de hecho lo hace, ejercer la socialización económica preparando y cualificando fuerza de trabajo fuertemente especializada, como exige la producción fordiana y tayloriana, o preparándola para formas productivas donde cuentan más las potencialidades abstractas y de readaptación; o ambas a la vez, en dosis determinadas.

Lo que acabo de decir para el sistema de enseñanza es aplicable en general para otros aparatos o dispositivos de socialización, como los medios de comunicación, especialmente los mass media, y hoy el mundo ciber y sus redes sociales; sin menospreciar sus particularidades, su función es, grosso modo, y para lo que aquí nos interesa, como la de la escuela. Y es oportuno remarcar que, en los medios de comunicación y al mundo ciber, junto a su función de socialización cultural también está presente, más o menos ocultada por ésta, su función de socialización económica. Aunque en estos aparatos la multisocialización suele estar mucho más invisibilizada que en la escuela, no está ausente.  En ésta aparece en la superficie, se ve intuitivamente la poderosa relación entre, por un lado, el reparto técnico (y social) de conocimientos que ejecutan los aparatos de educación, y, por otro, la división técnica (y social) del trabajo en el sistema productivo, relación que abre la ventana para pensar su otra relación, con la socialización económica. En el espacio de las nuevas tecnologías de la información, en cambio, esa multisocialiazación no aparece tan clara, o no es tan fácil de percibir empíricamente, excepto en lo que tiene en común con la escuela, la mera transmisión de conocimientos; el mecanismo de participación de las redes sociales en la socialización económica es más sofisticado, y nos permite a un problema que no podemos abordar aquí, el del “Intelecto General”, que decía Marx, y que es clave en toda la problemática de la socialización, pues viene a expresar la culminación de ésta [12].


4.3. (La socialización como substancia de la sociedad). La socialización, en cualquiera de sus lugares, formas y destinos, es la condición de posibilidad de una sociedad. Una sociedad no es una comunidad, como bien estableciera Weber, siguiendo a Ferdinand Tönnies, en su clásica distinción entre Gesellschaft y Gemeinschaft [13]. Aunque en la realidad nuestras formaciones políticas contengan elementos inseparables de ambas, como tipos ideales son claramente distinguibles. Con la peculiaridad de que, en el caso de nuestras formaciones sociales capitalistas, la Gesellschaft surge necesariamente de la destrucción de la Gemeinschaft. La socialización solo es pensable desde el supuesto de la individualización, desde el fraccionamiento de la vida comunitaria, como construcción de unidad sobre la identidad destruida. La producción capitalista necesita del individuo, arrancándolo de su adscripción o pertenencia a la comuna, relajando los vínculos de la Gemeinschaft; pero igualmente necesita re-enlazarlo, reconstruir la unidad en el trabajo colectivo, en la máquina humana y, luego, en la máquina total [14]. Por tanto, la socialización es la negación vista desde la añoranza del pasado y la negación de la negación con mirada de futuro; la socialización puede pensarse como la recuperación de la unidad perdida con la destrucción de la identidad, que ha de ser una unidad nueva, una superación, una Aufhebund, diría Hegel, que sustituye la unidad de la identidad por la unidad de la universalidad

No está mal echar mano de Hegel, de su idea de la cultura como mediación en el desarrollo del espíritu, como medio de acceso a lo universal. Y esto quiere decir que la cultura permite al individuo acceder a lo común, formar parte de una identidad común. La socialización cultual incluye los modos de acceder a esa identidad básica para la configuración, estabilidad y desarrollo de los estados; con más precisión, y en su vocabulario, para que la “sociedad civil” (donde reina la escisión, la confrontación y la particularidad) deviniera “Estado” (lugar de la universalidad, la identidad y la vida ética) [15]. Esa identidad que va generándose y desarrollándose (ayudada en sus primeras fases por la coacción exterior, claro está) es como el “lazo” o “cemento” social, por usar dos metáforas muy usadas en la actual teoría social; de ahí que no sólo los aparatos ideológicos de un Estado, sino otras muchas instituciones con funciones más técnicas, cumplan esa tarea de socialización cultural. Y de hecho así ocurre, estoy pensando en las decenas de tipos de asociaciones o clubs infantiles y juveniles dedicados al deporte, al excursionismo, a tareas cooperativas… Son tantos y tan obvios que no vale la pena insistir. Lo importante es reconocer que, cada vez de forma más clara y militante, asumen su función socializadora: producen o reproducen cultura, hasta en las empresas se enorgullecen de tener “cultura de empresa”.

Como digo, no está mal echar mano del filósofo de Jena, quien no ignora que además de la socialización cultural en la esfera de la cultura, está la función cultural en la esfera económica. Suele olvidarse que Hegel también interpretaba las “asociaciones obreras”, los sindicatos, junto a muchas otras instituciones sociales, como mediaciones hacia lo universal; el individuo no solo se socializaba por la vía o mediación de la cultura, sino también por la vía o mediación de la organización laboral (e institucional en general), superando su natural egocentrismo e integrando en su consciencia el punto de la fábrica, de las asociaciones, de la clase, hasta identificarse con la totalidad.

Uso a Hegel solamente para mostrar que incluso un pensador que ponía el desarrollo del espíritu –y de ahí la relevancia de la cultura y el saber- en la base del Estado reconoce el papel de la actividad económica en la génesis de la conciencia, en el acceso a la universalidad, o sea, en la socialización. A mi entender se excedió en el peso que otorgó a la función de identidad de la socialización, que aporta la cultura, menospreciando la función de unidad, más ligada a la producción. Toda sociedad tiene un modo de producción, y toda sociedad desarrollada incluye en su modo de producción una profunda división del trabajo. Si la homogeneidad de espíritu –y esa “identidad” puede ser, cosa que no contemplaba la filosofía de Hegel, “pluralista”, “individualista”, “difusa” o “caótica”- pone la identidad necesaria a un Estado para su conservación, la forma productiva pone la unidad suficiente para su producción y reproducción. Sin una cultura común - ¡y hasta la anarquía y el libertarianismo a su modo unifican! - no es posible vida asociada; sin modo de producción compartido no hay vida social. Y aunque Rousseau tuviera razón al pensar que la soledad es la forma de vida perfecta, pues “solo los dioses están solos”, tendríamos que decirle que sí, que tenía razón, pero que los hombres somos más exigentes que los dioses, necesitamos más cosas, y éstas sólo nos las proporciona hoy la división del trabajo, o sea, la socialización económica [16].

Por tanto, el problema teórico filosófico que aquí nos preocupa no es tanto el del lugar donde se activa la socialización, si es en la esfera de la cultura o en la economía, sino la función que la concreta en uno y otro caso. Y es importante por las implicaciones en la política práctica. Aunque a veces no se distingan, la unidad no es ni tiene que ser la identidad; y tal vez ambas deban estar presentes en la vía al socialismo; tal vez éste se juegue su existencia en la combinación adecuada de ambas; tal vez, me atrevo a decir, que de esa combinación, esa proporción, no solo depende el tipo de socialismo que se piense, sino, cosa más importante, el socialismo adecuado y posible para nuestro tiempo.

La socialización como identidad tiende a concretarse, en el campo fenoménico, en la propuesta de “poner en común”, crear comunidad; y es comprensible que así sea, pues cuenta a su favor con la inercia de la historia. El peso y arraigo en la conciencia popular de la tendencia a identificar el socialismo con la primacía de lo común son poderosos y cuentan a su favor con la fuerza de la historia real, en la que la hegemonía de la individualización, de la particularidad, se traduce en dolor y miseria en amplias capas de la población. La sublimación de lo común nos reenvía a un tiempo ucrónico, a pasados y futuros míticos: unas veces a Edades de Oro y Arcadias felices, a las primitivas comunidades de vida, refractarias a la individualización, forjadas sobre la pertenencia; pero también, en otros casos, a sueños objetivados en la esperanza de alguna Nueva Jerusalén, o de alguna Icaria. En los imaginarios del pasado y del futuro la socialización aparece ligada a la comunidad, como vida en común; esto es así, es un factum, y tiene su belleza y su fuerza. En consecuencia, es difícil pensar una vía al socialismo sin cultivar ese sueño. Y aunque llegáramos a la conclusión de que el mismo no es actual, que es anacrónico, que es un lastre en el camino…, aun así, deberíamos pensar si tal vez convendría cultivarlo y mantenerlo vivo, pues tal vez al final del proceso de socialización, necesariamente oscuros, en su culminación inevitablemente inimaginable, en los momentos de la verdad hoy indescifrable, esta función comunalizadora o comunitarista vuelva a presentarse como actual y necesaria. Tal vez, ¿quién sabe? Por si acaso, tal vez convenga tener las eines a punto, “per quan vingui un altre juny”; ya lo sabéis, como els segadors: por si llega, “esmolem ben bé les eines!”, y la voluntad de lo común puede ser una de ellas. Al fin, el concepto tiene escasa fuerza práctica, solo marca el camino, solo crea la posibilidad, pero tal vez será necesaria la voluntad.

Por ello, y aunque, si afilamos la mirada, seguramente encontramos algo de esta función igualitaria e identificadora –de este poner en común- en el mismo seno del capitalismo, en su propia socialización del trabajo, considero conveniente que, en este momento o nivel del análisis, y sin prejuicio de la posición que nos veamos obligados a adoptar en el punto de llegada, mantengamos la distinción entre la comunalización (creación de lo común) y la socialización, en los términos antes señalados. Sin cuestionar las bondades de su asociación, actuales o futuras, habremos de mantener la distinción conceptual; la asociación no es identidad, ni la exige.


5. La socialización de/en el capitalismo.

5.1. (La socialización como forma del trabajo capitalista). Son bien conocidas las muchas referencias de Marx a la socialización, en los distintos lugares y momentos del ciclo productivo. No podía ser de otra manera, pues su obsesión era presentar la economía capitalista, en su materialidad, como un proceso social, aunque se enmascarara de mil formas bajo su aparición fetichista. Ahí centra su crítica al fetichismo, en esas contradicciones del capitalismo que enmascaran la dimensión social de todas sus relaciones (desde la producción del valor a la puesta en marcha de los medios de producción, desde el capital, al fin plusvalor acumulado, al consumo, al fin reproducción social de la fuerza de trabajo) para así legitimar la apropiación privada del producto social. No es extraño que, a nivel práctico, en el movimiento obrero, arraigara la lucha contra toda apropiación privada, sea de los medios de producción, sea del producto, pues los primeros los “poseen efectivamente”, los mueven, los trabajadores, el trabajo colectivo, y el segundo, el producto-mercancía, lleva en su seno el plusvalor, tanto el absoluto (tiempo de trabajo no pagado al trabajador individual) como el relativo (valor no pagado generado por la fuerza de trabajo colectiva). O sea, la socialización o vía al socialismo se entendió como lucha anticapitalista, como construcción del socialismo, proceso que pasaba por la socialización de los elementos privatizados, por la abolición de la propiedad privada de los medios de producción. Nada más ostentosa y manifiestamente socialista que las “nacionalizaciones” o la defensa de la “propiedad pública” de los medios de producción y de la riqueza de un país.

Pero el tratamiento por Marx de la socialización era más profundo, y estaba estrechamente ligado a un elemento técnico, sin moral ni conciencia, a saber, la evolución de la división del trabajo. Es la división del trabajo –rostro técnico de la socialización del proceso de trabajo- el eje sobre el que pivota el desarrollo socialista; y es también el rail del camino al socialismo. Creo que se puede decir sin impostura que para Marx el proceso de trabajo, y la socialización que en el mismo se produce y reproduce, es el eje de comprensión de la historia. Creo que no es ninguna barbaridad afirmar que el socialismo, como formación social con un modo de ser diferenciado, será otra forma de gestionar la inevitable división del trabajo. Otra forma de socialización de la sociedad es necesariamente otra forma de gestionar la división del trabajo. Al fin, el relato que nos deja en sus textos del desarrollo empírico del capitalismo, desde sus orígenes, nos muestra que fue posible en la medida en que, destruyendo las formas comunales y liberando a los individuos de sus adscripciones comunitarias, se constituía como otra unidad, otra forma productiva; y que su consolidación y expansión iba de la mano del crecimiento de la cooperación, de la incorporación de la máquina (primero la “máquina humana”, luego la “máquina deshumanizada” que la imitó y la sustituyó), en definitiva, su triunfo fue de la mano de la génesis del trabajo colectivo. Y esa cadena de elementos simboliza la sucesión de formas, cada vez más intensas, de división y socialización del trabajo.

Curiosamente, aunque la ideología liberal generaba, desprendía y sacralizaba la individualidad, el orden capitalista sólo parecía respetarla en los márgenes, en la apropiación privada del producto y en el consumo “privado” (exteriores al circuito, a la jornada de trabajo, a la fábrica). El capitalismo, cuyo nacimiento necesitaba la destrucción de lo común (de las formas comunitarias de trabajo y de vida), la aparición de los individuos libres y sin equipajes en el mercado, ya desde el origen imponía el trabajo asociado, la producción socializada, el mercado como el más decisivo lazo socializador. Nada hay más socializador en un capitalismo desarrollado que el mercado, tanto si entendemos por socialización la creación de interdependencia como si entendemos por ella la génesis de actitudes, vocabulario, valores y gestos comunes. Nada con mayor fuerza socializante que el mercado. Hasta aquellos trabajadores no asalariados, marginales al capital, parecidos a lo que hoy llamamos autónomos, que en su representación fetichizada de sí mismos se sentían fuera del orden, la disciplina y la explotación del capital, en rigor desde el principio quedaron atrapados en una invisible división del trabajo: en cuanto tenían que vivir de las mercancías que llevaban al mercado, tanto su precio de venta como su tiempo de trabajo, incluso su elección de los objetos a producir, quedaban subordinados –subsumidos- a los límites y líneas de fuerza del capital, como poderoso campo magnético. Todo eso lo sabemos: la socialización acompaña al capitalismo en su existencia y vicisitudes, vive de ella, aunque le arrastre a la muerte.


5.2. (La gran contradicción). Pondré ahora en escena una tesis de Marx que señala como contradicción fundamental del capitalismo la que aparece entre la creciente socialización del trabajo y la apropiación privada de los medios de producción y, a su través, entre dicha socialización del trabajo y la apropiación privada del producto de dicho trabajo. Obviamente es una tesis que vertebra toda la reflexión marxiana sobre el capitalismo, y de la que en nuestro tiempo no siempre se extraen consecuencias ajustadas y coherentes. Elijo para ilustrarla una de sus múltiples exposiciones, la del Capítulos 11 del Libro I de El Capital, que trata de la “Cooperación”, donde dice:

“No bien ese proceso de transformación ha descompuesto suficientemente, en profundidad y en extensión, la vieja sociedad; no bien los trabajadores se han convertido en proletarios y sus condiciones de trabajo en capital; no bien el modo de producción capitalista puede andar ya sin andaderas, asumen una nueva forma la socialización ulterior del trabajo y la transformación ulterior de la tierra y de otros medios de producción en medios de producción socialmente explotados, y por ende en medios de producción colectivos; y asume también una nueva forma, por consiguiente, la expropiación ulterior de los propietarios privados. El que debe ahora ser expropiado no es ya el trabajador que labora por su propia cuenta, sino el capitalista que explota a muchos trabajadores. Esta expropiación se lleva a cabo por medio de la acción de las propias leyes inmanentes de la producción capitalista, por medio de la concentración de los capitales. Cada capitalista liquida a otros muchos. Paralelamente a esta concentración, o a la expropiación de muchos capitalistas por pocos, se desarrollan en escala cada vez más amplia la forma cooperativa del proceso laboral, la aplicación tecnológica consciente de la ciencia, la explotación colectiva planificada de la tierra, la transformación de los medios de trabajo en medios de trabajo que sólo son utilizables colectivamente, la economización de todos los medios de producción gracias a su uso como medios de producción colectivos del trabajo social, combinado. Con la disminución constante en el número de los magnates capitalistas que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de trastrocamiento, se acrecienta la masa de la miseria, de la opresión, de la servidumbre, de la degeneración, de la explotación, pero se acrecienta también la rebeldía de la clase obrera, una clase cuyo número aumenta de manera constante y que es disciplinada, unida y organizada por el mecanismo mismo del proceso capitalista de producción. El monopolio ejercido por el capital se convierte en traba del modo de producción que ha florecido con él y bajo él. La concentración de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en que son incompatibles con su corteza capitalista. Se la hace saltar. Suena la hora postrera de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados [sn]”.

La extensa cita me sirve para resaltar que este proceso de socialización descrito por Marx, centrado en el proceso de trabajo, pero conectado con otras esferas, momentos o aspectos de la producción capitalista, como la concentración y la centralización del capital, el trabajo colectivo, la distribución del plusvalor, etc., tiene su lugar propio en el capitalismo y se nos revela como alma de la vida económica. La socialización parece nacer en el capitalismo, se desarrolla cuantitativamente con él, y adquiere madurez, su forma general, en el capitalismo ya desarrollado, cuando la “producción capitalista puede andar ya sin andaderas”, cuando la socialización se extiende el propio proceso de trabajo a las formas de concentración del capital. Y, si creemos a Marx –y hay muchos argumentos a favor de aceptar esa tesis- no es algo contingente, sino intrínseco al capitalismo, va unido al trabajo colectivo, a la incorporación de la ciencia y de la máquina, a la concentración de capitales, o sea, está en la base de los mecanismos propios del capitalismo desarrollado. Podríamos decir, en consecuencia, que la socialización pertenece a la esencia del capitalismo, está en la base de esas leyes intrínsecas, “inmanentes”, al desarrollo capitalista, que aparecen fenoménicamente en la superficie como expropiación de los trabajadores de los medios de producción, expropiación entre los capitalistas en la concentración de capital, determinación del trabajo colectivo creciente, etc. La socialización, pues, parece estar en la base, en las entrañas, de esos procesos y de esas leyes de desarrollo del capitalismo. Es como el aire para la paloma kantiana, a un tiempo obstáculo a su vuelo y condición de posibilidad del mismo.

Ahora bien, pensándolo bien, no deja de ser curiosa, e incluso paradójica, esta importancia de la socialización en el capitalismo, en la medida en que en el lenguaje habitual la socialización en abstracto parece aludir a otro modo de producción y de vida, precisamente antagónico al capitalismo. Esa tesis de Marx parece a primera vista una ironía, una burla a la que, por cierto, era muy dado. Pero no es así. Marx hablaba en serio: la socialización es intrínseca al capitalismo, aparece en su seno (al menos en su forma desarrollada), le acompaña en su viaje, se manifiesta en esos fenómenos (expropiación de medios de producción, concentración de capital, centralización, trabajador colectivo) y se revela como condición de posibilidad del mismo; la socialización, pues, no es un fenómeno accidental o azaroso, sino una determinación de su esencia que opera bajo los fenómenos que genéricamente identificamos con la “socialización”. Y se corresponde con una de las tesis hermenéuticas de Marx, según la cual el socialismo ha de nacer en su otro, alimentarse de las mismas raíces del propio capital.

Pero ¿no es todo esto extraño? ¿Cómo a la vez puede ser condición de posibilidad del capitalismo y amenaza, alternativa, negación del mismo? ¿Cómo puede ser tan absolutamente necesaria para el nacimiento, desarrollo y sobrevivencia del capitalismo y, al mismo tiempo, su enemigo, su verdugo, su “sepulturero”? Si, parece paradójico o contradictorio, a menos que se piense desde una ontología como la marxiana. Desde la misma es compatible poner la socialización como alma que da vida al capitalismo, tan esencial al mismo que le acompañará hasta el final, hasta su muerte, y al mismo tiempo como alternativa radical, que se construye sobre sus restos [17].

Para ello nos sirve la misma metáfora del “alma”, estirándola un poco más, e interpretándola en el paisaje de la metempsicosis. Como ya se sabe, en estas representaciones el alma deja al cuerpo cuando éste envejece, se libra de él, le da las gracias por sus servicios y sigue su viaje a otra parte, a otro cuerpo. A su modo, la socialización parece jugar ese papel en el capitalismo, acompañándolo, dándole la vida, pero dejándolo en el camino al final del viaje, revelándose al final del mismo que, como el alma órfica, lejos de ser instrumento servil del cuerpo-capital, es su auténtica esencia-amo.

Creo que esta metáfora nos ayuda a salir de la perplejidad, pues permite asumir la creencia generalizada de que la socialización es fundamental, irrenunciable, condición de posibilidad del capitalismo (basta borrar de esa valoración la consideración subordinada de “instrumento” que se le atribuye), y a un tiempo incorporar esta nueva representación en base a la cual sería la socialización la verdadera susbtancia, que en su movimiento se ha valido de la forma capital para avanzar, como antes hiciera con otras (como la forma comunitaria primitiva), dejándolo cuando ya no resiste más, cuando se vuelve viejo, inútil y, sobre todo, prescindible; para pasar entonces a otro cuerpo nuevo con quien seguir su eterna aventura de unir a los individuos [18], como expiando una culpa, pues, al fin, en este relato mitológico está presente el pecado original de la individualización. Desde esta representación metafórica emergente decir que “la socialización es el alma del capital” equivale a poner éste como cuerpo, como materia instrumental, a través del cual el amo cumple su destino superior de eterna búsqueda de la unidad. Belleza, creo, no le falta al relato, e incluso antecedentes familiares, pues se parece mucho a esa idea ilustrada de la razón por reducir lo disperso a orden, lo diverso a ley, la escisión a reconciliación, la lucha de contrarios a paz…

No cuento con otros medios que esta fuga metafórica para abordar conceptualmente esta paradoja, pero intuyo que vale la pena plantearla. Al fin, el mismo Hegel, quien puso la mayor eminencia en el concepto, no despreciaba ni la intuición (arte) ni el sentimiento (religión) como formas superiores del saber, o al menos formas de acceso a lo que no se nos da en la experiencia. Sin regresar a las garras del filósofo de Jena (en el que un jovencísimo Marx cayó mientras huía de ellas, según nos cuenta en una preciosa carta escrita a su padre para enmascarar sus verdaderas pasiones estudiantiles), ¿quién sabe?, igual Rorty tiene razón y son las metáforas las que abren nuevos espacios de significado, anticipando la llegada, siempre más tardía, de los conceptos.


5.3. (Deriva de la metáfora). Esta substancialización de la socialización implica una radical inversión ontológica. De entrada supone asumir que la socialización transciende al capital (creo que la cita de Marx ya lo insinúa), y está en la base de cualquier actividad económica; cosa nada inverosímil, pues no es difícil relacionarla con el principio de optimización, que subyace a la función natural del trabajo, que no es otra que la producción de medios de vida; función que está siempre presente en toda forma de producción, aunque también siempre esté subsumida y oculta por su función histórica, puesta por el modo de producción, en nuestros días la valorización del capital. No es extravagante, pues, ver la socialización como esa categoría que se expresa en los procesos de “desarrollo de las fuerzas productivas”, de la división del trabajo, de la expansión de la máquina, de la cooperación, de la incorporación de la ciencia, etc.; esa categoría que incluso se manifiesta bajo el progreso de las relaciones técnicas de producción, como se deja ver en la concentración, la centralización, y hoy la globalización. O sea, sin pretender disolver ahora la paradoja mencionada, merece la pena tomar en consideración esta idea de la socialización como “alma”, como amo, del capital; aunque nos obligue a repensarlo todo y a profundos cambios ontológicos. Al fin, tampoco es descabellado ni feo reducir el capital a una de tantas figuras del espíritu objetivo que el género humano recorre en su irrenunciable camino a la sobrevivencia; ni pensar la socialización como el elemento esencial de esa lucha humana por la vida, que ha pasado por fases, por metamorfosis, por escisiones y reconciliaciones, incluso por piruetas que solo Hegel podía entender, como la de romper las formas comunitarias (la socialización en-sí), pasar por el océano de sangre de la escisión universal (la individualización) y así, y solo así, poder acceder, negación de la negación, a la socialización que abre paso al socialismo. El relato tiene su qué, aunque ya seamos poco hegelianos para apreciar su belleza.

Desde esta perspectiva el socialismo sería una forma histórica de la socialización; y habría que buscar las determinaciones características. Esta posición teórica me parece menos dogmática e intempestiva que considerar la socialización como una determinación propia del capitalismo, que ha nacido con él, lo ha acompañado desde su origen y lo seguirá acompañando hasta su final, metamorfoseándose con sus metamorfosis; menos dogmática e intempestiva porque asume su presencia en otros modos de producción, y en especial en el llamado “comunismo primitivo”, evitando así el contrafáctico de separar radicalmente el socialismo de las formas de vida comunitaria. Pues, como ya hemos dicho, una cosa es la conveniencia de distinguirlas y otra la de perseguir una distinción de esencia.

En todo caso, aunque unidas en la substancia, en la socialización que las atraviesa, no podemos eludir la dificultad teórica de distinguir entre socialización y comunalización. Al menos en esta ocasión –y sin prejuzgar adonde nos llevaría un análisis más extenso y profundo- descarto recurrir e indagar en la distinción clásica en el mundo marxista entre “socialismo” y “comunismo”, representándose éste como culminación-superación del primero. Creo que el socialismo puede pensarse como una forma social sustantiva, propia, no puente hacia otra parte; creo que es posible y conveniente asumir directamente la defensa de su distinción conceptual. Sin cuestionar, sino todo lo contrario, que en dichas sociedades primitivas se hayan dado o se den relaciones y procesos comunitarios, considero que la socialización es otra cosa, tiene su especificidad. La socialización, al menos el concepto de la misma que trato de construir, no aparece en lo idéntico (cosa innecesaria); no aparece en lo común, al menos cuando lo común se piensa como forma social ética y políticamente densa, como cultura identitaria y economía comunista. La socialización tiene por telos el socialismo, una formación social sustantiva (aunque, la ontología nos obliga a reconocerlo, tan histórica y finita como cualquier otra), cuyo rasgo esencial no es la identidad sino la unidad, no es lo común sino la igualdad.

En fin, aunque la ontología social que estoy bosquejando lleva a pensar la socialización como determinación presente en toda formación social, subyaciendo bajo sus peculiaridades, la verdad es que para la cuestión que aquí nos ocupa, la teorización de una vía al socialismo que aporte objetividad, y en consecuencia legitimidad, a la práctica política, no considero que sea necesario, ni siquiera relevante, decidir si ha habido, hay o habrá socialización en otras formaciones sociales no capitalista; no lo es en la medida en que solo trato de establecer que la socialización aparece y tiene sentido en una sociedad de individuos. En la “comunidad de los santos” no tiene sentido la regla moral, ni en la de los justos la norma de justicia; donde no haya escisión y conflicto no se necesitan factores de cohesión. Ya Aristóteles advertía que en la sociedad de amigos no se necesita el derecho. En esa línea, como la socialización solo tiene sentido donde habita la individualización, siendo ésta su “transcendental”, su condición de existencia, podemos concluir que en las sociedades donde no haya individualización es impensable la socialización; podrá existir allí lo común, la identidad en sí; pero no la socialización, no la unidad de lo diferente. Y en base a esto se comprende que haya tomado fuerza la idea de que la socialización es propia del capitalismo, por ser éste el orden social donde reina la radicalización de la individualización y de la privacidad.

Ahora bien, desde este enfoque, la distinción entre sociedades en base a la ausencia o presencia de la determinación capitalista pierde relevancia, y la adquiere en cambio la presencia o ausencia de individualización. Por tanto, que se dé o no la socialización en otras sociedades no capitalistas solo implicaría que en las mismas se dé o no cierto grado de individualización, pues es la fragmentación social la que pone la necesidad de la socialización para garantizar la cohesión y cooperación imprescindibles en la conservación de la totalidad. O sea, basta reformular el postulado, sustituir “la socialización es propia de las formaciones sociales capitalistas” por “la socialización es propia de formaciones sociales donde se da la individualización” para obviar el problema teórico. La potencia y radicalización de esa fragmentación social fija la necesidad de la presencia de la socialización y de la intensidad y figura de la misma.  Y en ese cuadro abstracto, lo que es indudable y relevante a efectos prácticos actuales, es que el capitalismo se revela como “tipo-ideal” de la individuación y de la socialización, bate todos los records, gana merecidamente el sorprendente título de “gran propietario” de la socialización, lo cual no deja de tener su gracia.

Una última reflexión antes de cerrar el argumento. Como puede apreciarse, el planteamiento que he hecho incide en el debate por dilucidar el lugar, papel o función de lo común en el socialismo. Desde la perspectiva esbozada cabe sospechar que, dado que la historia nos suele plantear en el origen la comunidad, idea compartida por Marx y Locke, y dado que la socialización supone la individualización, o sea, la pérdida del origen comunitario, podríamos o deberíamos pensarla como tendencia “natural” a restituir el origen, a recuperar la comunidad perdida en la individualización (en la apropiación privada de la tierra, por ejemplo, como reflexionan, insisto, Marx y Locke). La verdad es que no me gusta ese regreso al universo de los “lugares naturales”, que suena hoy muy extraño, muy anacrónico, y muy poco consistente con una ontología materialista de la praxis. De todos modos, podríamos revalorizar la presencia actual del origen, del peso de la historia sobre el presente, reformulando esa idea del siguiente modo: la socialización, más que regreso al origen (comunismo primitivo) expresa la resistencia de las relaciones sociales comunitarias (y, no hace falta decirlo, de los hombres que están en su base) a disolverse en la individuación; la resistencia de la propiedad colectiva original a ser sustituida por la propiedad privada; la resistencia de la vida en común a desintegrarse en vidas separadas, indiferentes o enfrentadas. O sea, para entendernos, las múltiples resistencias de la realidad social, de nuestra vida social, a la subsunción en la forma capital. Nada, pues, de regreso al origen, o de perseguir la restauración del mito del pasado en el futuro; nada de perseguir un orden de lo común y la identidad que no pasará de ser una sublimación del pasado, más aún, del pasado imaginario. La socialización es resistencia y el socialismo también será efecto de esas resistencias. Resistencias contra el hambre, contra la desigualdad, contra la injusticia, contra la exclusión, contra el dolor, contra la ignorancia, contra la explotación, contra la opresión, contra la hegemonía de la estupidez, contra la banalización del saber… El concepto de socialismo, como hoy puede ser pensado, es fundamentalmente un concepto negativo; las versiones positivas del mismo son solo ideales, bellos y necesarios ideales (necesarios incluso para resistir), útiles para mantener la resistencia pero no para dar pasos adelante.

Y como la tarea filosófica es de tipo penelopeano, cada paso que damos nos exige un paso atrás. La imagen de la resistencia nos ha proporcionado una nueva idea de la socialización, pero ahora nos vemos abocados a pensar esa resistencia, a fijar su concepto. Al fin, ¿por qué resistirse a la individualización, si esta ha sido un progreso?, ¿o acaso es ella un precio al progreso? Y si no es progreso, ¿por qué ha surgido?, ¿de dónde viene el mal? Ocurre que la resistencia suele tener sentido en ontologías transcendentales, en que aparece como resistencia frente a lo exterior, a lo otro; ya se sabe, el Demonio nunca es Dios, es siempre enemigo a combatir. Pero en una ontología de la inmanencia, como la que aquí asumimos, surgen más dificultades para pensar la “resistencia”. Lo cómodo es hacer como si el capitalismo viniera de fuera, como los bárbaros ante el Imperio Romano. La figura del invasor –que siempre es el otro- da sentido a la resistencia. Pero si la barbarie es interna, si surge en el ser, si está inscrita en la esencia de las sociedades, resulta que la individualización, mal que la socialización ha de combatir, ha de tener su cara buena y necesaria. Hegel, una vez más como referente, lo tenía bien claro: la enajenación era nada menos que la forma de caminar del espíritu, la escisión era nada menos que un momento de la vía de reconciliación, en ese proceso de convertir el todo en totalidad, la multitud de “yo” en “nosotros”, en Estado. Pero a nosotros la “cuestión maquiaveliana”, es decir, pensar que el bien surge del mal, nos ofrece muchos obstáculos. Nos cuesta poner el mal en el origen como nos cuesta poner la negación o el movimiento en el origen; nos cuesta hasta incluso el imaginar que la historia un día nos obligue a ello.

De momento contamos con la ontología de la subsunción, que nos aporta alguna luz. En su marco categorial, lo común (relaciones, valores, necesidades, incluso imaginario) permanece en su otro como subordinado y resistente. Esta es la clave: no es una dialéctica modo Aufhebung, en la que lo comunitario sea superado, asimilado (y, si se quiere, conservado no se sabe de qué misteriosa manera); es la dialéctica de la subsunción, en la que la forma o esencia de lo viejo permanece vencida pero no entregada. Y ya se sabe qué decía Rousseau, el siervo deviene siervo, pasa a tener alma de siervo, cuando comienza a amar sus cadenas. Mientras resista, como el corcel que desgarra su cuerpo antes de dejarse domar, sólo es siervo para el amo (sirve y hace posible al amo); pero no es siervo para sí; y mantiene su esencia de querer ser libre, y la esperanza de poder serlo en otro lugar.


6. La socialización en la política socialista.

No sé si soy muy iluso, pero de un concepto de socialización como el aquí esbozado podrían extraerse algunas ideas para ir corrigiendo la ceguera de la política socialista, y así evitar el balanceo entre la improvisación y las ocurrencias, más o menos afortunadas. En absoluto se trata de deducir un programa político, aunque fuera parcialmente; esa tarea no corresponde a la filosofía. Solo unas conclusiones teóricas que puedan servir de marco referencial.

a). En primer lugar, se trata de asumir que la idea socialista no ha de venir del fuera, no ha de ser una revelación mesiánica, ni un ideal deseable; por tanto, no ha de fijarse en un cuadro, canonizarse su imagen como tabla de la ley socialista. No es ni será producto de una revelación. Se habría de asumir la máxima de que la idea socialista ha de salir del barro de la historia, de su parte más pantanosa y obscura, del seno mismo del capitalismo; ha de estar producida por la propia sociedad capitalista, con sus malos olores.

Esta idea, de todos modos, se entiende mejor si no pensamos el capitalismo como el sistema de y para los capitalistas, sino como una forma social con escisiones y enfrentamientos, resultado de las luchas de los pueblos por sobrevivir; una larga y eterna lucha en la que, en un momento dado, las materias primas y el dinero, los productos y el trabajo, se metamorfosearon en capital, que devino dominante por su potencia productiva. De esta manera puede comprenderse la aparición de la idea de socialización desde una doble fuente: como alternativa negativa, como rechazo general de lo existente (a modo de “ideal”, que a continuación abordaremos), y como mecanismo o método que genera el capital para sobrevivir y que, como las medicinas para el cuerpo, su continuidad indefinida anuncia el final de éste. No hay que buscarlo fuera, no hay que inventarlo; el socialismo debemos encontrarlo dentro, estudiando los movimientos y metamorfosis de las relaciones capitalistas de producción.

b) Una segunda conclusión es la necesidad de dar primacía al concepto sobre el ideal; y esto no sólo por razones pragmáticas. Lo mejor que podemos hacer por un ideal es avanzar en su realización; y esto lo conseguimos mejor guiándonos por el concepto. Cuando Marx hablaba de “socialismo científico”, enfrentándolo al “utópico”, no era por profesión de fe realista, o por lucha por la verdad en la epistemología; era porque confiaba más en la ciencia –incluso en aquella ciencia social positivista que tan duramente criticara- que en los sueños para ayudar a los hombres. Los sueños pueden ser más bellos, pero desde el compromiso político la eminencia pertenece al saber, a la eficiencia.

La defensa que hago del concepto no implica desprecio al ideal, en absoluto. Ya he dicho que, en ciencias sociales, el ideal, el deseo, la subjetividad, está y ha de estar siempre presente, y es necesario que tengamos conciencia de esa presencia. Y ello porque la misma determina la voluntad transformadora, como decía Marx al hablar de la alianza necesaria entre el corazón y la razón, que simbolizaba en el proletariado y la filosofía. Pero el ideal está también presente –y me temo que inevitablemente- de otra forma: “contaminando” el concepto, tiñéndolo de subjetividad. Y lo hace al menos por dos vías: en cuanto subjetividad que forma parte del objeto (ya he dicho que el capitalismo incluye la resistencia, la lucha, la misma subjetividad, tal que sus formas y relaciones concretas contienen, realizados o negados, trozos de esa subjetividad, de esos suelos, de esos ideales); y en cuanto subjetividad que afecta al concepto, subjetividad del sujeto que impregna sus prácticas, incluidas sus prácticas teóricas de producción conceptual. Por tanto, el ideal está siempre presente, no hay que llorar su ausencia.

Por tanto, cuando defiendo la conveniencia de primar el cuidado del concepto frente a la hegemonía del ideal no pongo en peligro la presencia del ideal, sin duda conveniente; simplemente reivindico la necesidad de limitar su presencia y su fuerza, de controlar lo utópico del ideal, para garantizar un grado de rigor y realismo en nuestras representaciones sin los cuales la acción política acaba sin saber a quién sirve, sin conocer a su amo. En nuestros días, donde la pasión de soñar amenaza la de pensar, esta máxima de defender al concepto frente a las derivas esteticistas, anacrónicas y oportunistas se convierte en casi un imperativo de honestidad política; y de eficiencia.

c). Una tercera consideración es la de evitar tópicos tan recalcitrantes como el fetichismo de las “nacionalizaciones”, según el cual nada hay más socialista que la voluntad de nacionalización. En modo alaguno insinúo una crítica a la extensión de la propiedad pública; solo advierto contra los efectos de su fetichización. Seguramente no podemos evitar caer en la cosificación, como no podemos evitar las ilusiones ópticas; pero si podemos, y debemos, fetichizarlas. La reificación de las relaciones sociales, que tanto denunciara Marx, parece ancladas en el lenguaje y, al menos que guardemos silencio, es difícil evitarlas. Ha sido el tópico de la filosofía de finales del pasado siglo. Pero, como nos enseñara Adorno en su Dialéctica negativa, la alternativa no es huir del concepto a la metáfora, no es desertar de la razón para abrazar cualquiera de las máscaras subjetivistas o emotivistas, sino por seguir comprometidos con el concepto, pero sin olvidar que dogmatiza, que cosifica, que tiende a cerrar y fijar, y que por tanto necesita que constantemente volvamos sobre él y le obliguemos a recoger la realidad que deja fuera. Lucha permanente contra el fetichismo, ya que como seres finitos no podemos escapar a la reificación.

No se necesita mucha memoria para encontrar en el capitalismo empresas nacionalizadas por el “bien nacional” (léase para mejor defensa del capitalismo nacional); incluso en formaciones capitalistas del peor estilo, como ocurrió la dictadura franquista. Aceptando que la expansión de nacionalizaciones, o la fuerte presencia de la propiedad del estado en los mercados, puedan verse como formas que anticipan el socialismo, no hay que sacralizarlas, pues en tanto que actualmente subsumidas en la forma capital juegan a favor de la reproducción de éste. Hoy la presencia del poder económico estatal en nuestras sociedades es enorme, basta comparar los presupuestos generales anuales de un país con su PIB para intuir su imparable avance; no faltan razones para ver en ello la debilidad creciente del capital (al menos en numerosos países europeos). Pero sería una representación idealista, en el sentido de no dialéctica, apostar ciegamente por esta forma de socialización de los medios de producción ocultando que estas formas económicas socializadas, aunque sean potencialmente socialistas, en la actualidad apuntalan al capital en su cada vez más difícil tarea de auto valorización. Solo hay que constatar que, cada vez con más fervor, el capital acepta lo que en el XIX habría sido una herejía: vivir de la gestión de lo público, aceptar la titularidad estatal de la propiedad y contentarse con la las con cesiones de servicios. Sobrevivir a cualquier precio, parece ser su máxima de vida, aunque sea una estrategia suicida; y que así sea depende de la lucidez de las políticas socialistas. Al fin el socialismo irá emergiendo, consolidándose y extendiéndose en la medida en que consiga extraer del capitalismo todo su potencial productivo, del mismo modo que éste crecía y dominaba en la medida que era capaz de extraer plustrabajo del trabajador, de optimizar el uso de su fuerza de trabajo, en fin, de maximizar el trabajo de cooperación colectiva no pagado. En definitiva, si la socialización (como el trabajo asalariado) es indispensable al capitalismo, y se mantiene en tanto que sabe usar ambos, aunque sean su “enemigo”, la vía al socialismo depende, entre otras cosas, de que sepa gestionar esa socialización, de que a su través consiga que el capitalismo cumpla su destino de crear unas condiciones materiales y espirituales de existencia que permitan un orden nuevo.

d). Una cuarta reflexión, ésta sobre la sacralización de los derechos, y en particular los derechos sociales. No es difícil ver en ellos el mecanismo de socialización más potente y, a un tiempo, el que mejor cuadra con nuestra idea actual de socialismo. Más, incluso, que el de las nacionalizaciones o el de la expansión de la propiedad pública, que acabamos de comentar. De la misma manera que en su caso advertíamos de que, siendo un instrumento, su oportunidad y forma ha de estar subordinado al fin, la hegemonía de las relaciones socialistas, en el de los derechos sociales deberíamos igualmente relativizar su valor, subordinarlos al objetivo final. En esa perspectiva, me parece arriesgada la defensa abstracta de los derechos, de cualquier derecho. La máxima de cuantos más y más amplios y densos mejor, es perversa y, desde una perspectiva universalista, resulta obscena y, en la medida en que no puede universalizarse, deviene un privilegio. Un ejemplo muy actual puede servirnos de referente.

Recientemente se va extendiendo la idea de que el capitalismo necesita del ciudadano no tanto en condición de trabajador, para producir valor, cuanto en su cualidad de consumidor. Escuchamos perplejos que los sindicatos de trabajadores, en sus reivindicaciones salariales, usen como argumento persuasivo de la justeza de la misma el bien del capital: “mayores salarios, dicen en lógica liberal, mayor consumo”. Y, enmascarando un poco la mediación en la argumentación “mayor consumo, más ganancia de las empresas”, saltan a la conclusión: “creación de más puestos de trabajo… y salida de la crisis”. Y, aún más recientemente, escuchamos a representantes cualificados de las patronales y otras instituciones económicas referenciales, que “ahora ya se puede, y sería oportuno y conveniente, revisar al alza los salarios para reactivar la economía”. Sin entrar en la base real de estos argumentos, me parece que revelan la aparición en escena, definitivamente, del ciudadano-consumidor. Una figura necesaria al capitalismo actual, tanto como la clásica de ciudadano-trabajador.

Pues bien, la defensa abstracta de los derechos sociales, entre los que algunos muy relevantes foros incluyen culto al consumismo, es absolutamente necesaria para la sobrevivencia del capitalismo en nuestras sociedades occidentales, pero ¿es una vía de socialización que conduzca al socialismo? Propuestas como “la renta básica”, que sin duda tiene su sentido en la situación del capitalismo actual, y que al menos como forma de lucha anticapitalista parece potente, ¿es una socialización compatible con el concepto de socialismo? ¿O sería más razonable asumir que el concepto socialismo no permite ciertas reflexiones, ni incluso ciertos “derechos”, por muy atractivos que sean para una vida que se ha de vivir en condiciones de escasez y desigualdad determinadas?

e). En fin, para acabar esta reflexión, otra máxima que puede extraerse de la idea de socialización expuesta se refiere a la distinción de dos funciones de la socialización. El capitalismo ha sabido, y sabe, gestionarlas con eficiencia, con éxito derivado en buena medida de su capacidad para enmascarar el fondo del debate. Ha conseguido, por ejemplo, asociar la vida del capital con la democracia parlamentaria y con la ideología liberal. No importa que la historia nos ofrezca numerosos ejemplos de alianza del capital con dictaduras, bonapartismos, fascismos e ideologías autoritarias e incluso integristas de las más variadas especies [19]; la socialización “cultural” del capitalismo ha conseguido imponer como postulado incuestionable la primacía de la socialización unitaria frente a la identitaria, que en la dialéctica del debate pasa a ser atribuida al otro, que así queda marcado de “integrista” o “totalitario”. Y, lo más sorprendente, es que el “otro”, en este caso la alternativa socialista, ha “comprado” el boleto, ha aceptado la topografía y el rol que su enemigo le ha asignado, montando su defensa en una inversión de valores. Por ejemplo, frente al “patriotismo constitucional”, expresión de unidad ligera, sin densidad, ha reivindicado para sí determinaciones ontológicas fuertes, como la etnia, el género, la nación. Así, en el juego retórico, la socialización unitaria queda propiedad del capitalismo y, por oposición, la identitaria pasa a caracterizar el socialismo. De ahí que, junto a la añoranza del origen – y todo pueblo sometido embellece el pasado-, la vía al socialismo suela cargarse con la política de creación de lo común. Proyecto ideal, con belleza ética y estética, pero que se convierte en rémora cuando es objeto de fetichización. Y recuperando la idea ya expuesta, de someter el ideal al concepto, entiendo que la política socialista haría bien en desacralizar lo común, al menos cuando expresa la identidad, y en sustituirlo por relaciones de igualdad y de unidad. Sustituirlo en el concepto, no necesariamente en el ideal, pues ni siquiera sabemos si en esa vía al socialismo el tramo que nos espera en el horizonte ponga la comunidad en el puesto de mando. Si así fuera, respondería a una necesidad interna, de desarrollo inmanente, y no a la importación de un ideal exterior, desde fuera de la caverna, traído por los filósofos que lograron subir al monte eidético y contemplar cara a cara la luz.

Son sólo algunas indicaciones y preguntas derivadas de la teoría expuesta; dejo la lista abierta para otras ocasiones. Y, claro está, dejo su concreción, su materialización, para otros ámbitos, más políticos, y para lectores inmediatamente comprometidos y más capacitados para ajustar los conceptos a los fenómenos.


J.M.Bermudo (2018)




[1] K. Feyerabend, Adiós a la razón. Madrid, Tecnos, 1982; ¿Por qué no Platón? Madrid, Tecnos, 1993;

[2] Cosa, por otro lado, nada extraña si tomamos en cuenta las reflexiones de Weber sobre la inevitabilidad de que el político tome decisiones cuyas consecuencias en gran parte ignora. Ver Max Weber, El político y el científico. Madrid, Alianza, 1993.

[3] Notad que no me refiero a la “ceguera” de unos partidos o unos dirigentes; esto sería presuntuoso. Sería instalarnos en el “subjetivismo”, verdadera enfermedad del pensamiento socio político de nuestros días, que hace imposible incluso el “diálogo”. Me refiero, más radicalmente, a la determinación ideológica de la política, que invisibiliza la realidad y nos condena a sustituirla por las representaciones más o menos ad hoc de la misma, por lo que ahora se llaman “relatos”. ¿No es encantadora la ingenuidad de quienes reducen la política a encontrar un relato, a cambiar de relato, a reinventarse o redescribirse…? Son los misterios del fetichismo del lenguaje, especialmente del metafórico, del poético.

[4] Es el leitmotiv de la Crítica de la Razón Dialéctica, de J-P. Sartre. Es muy interesante su idea de que Marx, frente al positivismo, ha de afrontar la tarea de pensar el proceso social “sin repetición”, donde el futuro siempre es nuevo, lo que rompe con el modelo y presupuestos de la ciencia social positivista.

[5] Para entendernos, y recurriendo a Hegel, algo así como aislar un momento del desarrollo del “espíritu subjetivo”, abstrayéndolo del “espíritu objetivo”; si se prefiere, aislar y dar protagonismo al momento subjetivo, al pensamiento, respecto a su enajenación productora de la realidad. Algo así.

[6] K. M. “Prólogo” a Crítica de la Economía Política”. México, S. XXI, 1980.

[7] Puede ser Satanás al final, pero en el origen era Lucifer, “portador de luz”.

[8] En rigor su “naturaleza” tampoco es socialista. Llegarían a ser socialistas en tanto subsumidos en una forma-socialista.

[9] Spinoza, Ética. Parte 3ª, Prop. VI

[10] Entrevista de Karina Raña, “La ciudad, flujos de capital y organización de base. Una conversación con David Harvey”, en http://analisispoliticomx.com/docArticulos/Karina

[11] No sería improductivo comparar las funciones de la escuela y de los nuevos medios tecnológicos, de los mass media al ciberespacio, desde la siguiente perspectiva: la escuela como como socializadora de los individuos en un alma colectiva, de valores positivos compartidos, y los medios tecnológicos como socialización de los individuos en un alma “individualizada”. Aunque de entrada pudiera verse una contradictio in terminis en la expresión “socialización en un alma individualizada”, creo que no hay tal, pues podemos hablar de una ideología o conciencia común “individualista”, en la que se comparte la regla o valor de lo individual, que convive –necesariamente para que tenga sentido- con la diferencia positiva de cada una. Lo sugiero como posible indagación.

[12] No niego que exista, sino que es más difícil pensarla. De hecho, incluso tiendo a sospechar que es esta la vía de aportar luz sobre el concepto marxiano de “Intelecto general”, que tantas confusiones y desvaríos ha provocado.

[13] F. Tönnies, Gemeinschaft und Gesellschaft. Grundbegriffe der reinen Soziologie. Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1887 (en castellano, Comunidad y sociedad. Buenos Aires, Losada, 1979. Max Weber hizo uso de esta terminología, con ligeros matices propios, en su obra póstuma Economía y sociedad, de 1921, especialmente al exponer su teoría de la estratificación social. Ver especialmente su “División del poder en la comunidad:clases,estamentos,partidos”, en Max Weber, Economía y Sociedad. Esbozo de sociología comprensiva. 2ª Parte, Cap. VIII, § 6. México. FCE, 1964.

[14] Otro gran teórico de la sociedad, Émile Durkheim, en su tesis de doctorado sobre La división del trabajo social, describe el problema del lazo social en términos de “solidaridad orgánica” frente a “solidaridad mecánica” (Émile Durkheim, De la division du travail social. París, PUF, 1893. Edición castellana en Buenos Aires, Ediciones Libertador, 2004).

[15] Quiero recordar que para Hegel la “sociedad civil” es la sociedad burguesa (burgerliche Gesellschaft), es decir, un modelo de sociedad situado entre otros dos: la Familia y el Estado. Y se caracteriza porque representa el momento de la escisión entre la particularidad y la universalidad. Por tanto, incluye a las dos, enfrentadas, ámbitos respectivos de las dos vidas –o reinos de vida- del hombre, como ciudadano y como individuo. Por ello es “eticidad escindida”, momento de la moralidad kantiana, en la que el deber es exterior y, por ello, se sufre como coacción. En la sociedad civil la universalidad está representada por el Estado; en consecuencia, en la burgerliche Gesellschaft está presente el Estado. Es decir, el concepto hegeliano de sociedad civil incluye tanto lo que hoy llamamos “sociedad civil”, que es el reino de lo particular, como lo que llamamos “Estado”, que es el reino de lo universal. Por tanto, la sociedad civil no es lo otro del estado, sino que incluye el estado: pero un estado producto y término de una escisión, que aparece ante el individuo como “exterior”, como la otra parte, como lo opuesto. Es, en definitiva, la conciencia de sí del liberalismo. The Man Versus the State, reza el libro del Nobel libertariano Herbert Spencer; Our Enemy, the State, titula su libro el liberal Albert Jay Nock.

[16] El Ejército era, en tiempos del servicio militar obligatorio, un potente instrumento de socialización (ahora esa función ha sido limitada, quedando reducida al nivel que pueda ocupar una empresa), con la peculiaridad de que, además de la socialización educativa o cultural, incluía de forma intensa la otra socialización, la del trabajo.

[17] Creo que aquí cabría una interesante reflexión, sin duda atractiva y prometedora, sobre la posibilidad de pensar el capitalismo (como sistema, como modo de producción hegemónico en una sociedad, por ello “capitalista”, aunque con lugares exteriores, si bien cada vez menos) como campo de batalla entre el dos fuerzas, individualización vs. socialización, subsumidas en la forma capital, que necesita de las dos, que necesita equilibrarlas… Incluso bajo el aspecto de la confrontación entre valorización vs. socialización, pensada ésta ahora como creación de riqueza común (por ejemplo, derechos sociales…) frente a la irrenunciable necesidad de valorizar el capital. No sé, son perspectivas que deberíamos explorar.

[18] Esta función de “unir a los individuos”, que es otra manera de decir, “posibilitar su vida”, en la expresión literaria que hemos usado parece un telos, un destino exterior que se impone a la historia como determinación metafísica. Es solo una forma de expresión: ese “telos” es algo tan físico y tan inmanente como la mera “resultante” de las fuerzas en lucha por sobrevivir. Hasta la forma-capital debemos pensarla como un momento de esa resultante, que remite a hegemonías y condiciones históricas materiales.

[19] Ya es conocido el “capitalismo chino”, la construcción del capitalismo desde un orden político de partido único y, para asombro de los creyentes, comunista; pero es menos conocido, y me atrevo a pronosticar que dominará la escena en apenas una década, la irrupción del “capitalismo saudí”, modelo de construcción del capitalismo desde una teocracia.