RETOS DE LA RAZÓN POLÍTICA:
TOLERANCIA, PLURALISMO, BANALIDAD





1. Permitidme que justifique el título del Congreso, que en su formulación retórica y general pudiera parecer excesivamente alejado de las tareas propias de la SIEU. Obviamente, no lo creemos así. Para nosotros los retos de la razón política son, en gran medida, los retos a las dos formas de racionalidad que se han disputado la legitimidad para prescribir las normas, proponer ideales y organizar la ciudad.

Durante los dos últimos siglos la razón práctica, la reflexión ético política, ha sido agitada por la escisión entre la pasión deontológica y la tentación consecuencialista, entre el trascendentalismo moral y el utilitarismo, si se quiere, entre Kant y Mill, sus figuras más estilizadas. El largo debate por decidir o, al menos, jerarquizar, el criterio del deber y el de la eficacia ha pasado a ser una brillante página de la historia de la razón práctica, de indudable fecundidad teórica. Esa confrontación sigue activa, sin duda; hace apenas tres días tuvimos el privilegio de escuchar, en la voz de la profesora Julia Barragán, dos formas de tomarse en serio los derechos: la de Dworking, preocupado por enumerarlos, nombrarlos, definirlos, sistematizarlos, en fin, afirmarlos, y la propuesta de la propia Dra. Barragán, situándolos allí donde sólo podemos elegir entre un mal y otro peor.

Creo que estas reflexiones son nuevas páginas de una inevitable escisión de la razón práctica, que Weber describió con inquietantes efectos dramáticos en su distinción entre “ética de la convicción” y “ética de la responsabilidad”. Esa escisión insondable está y seguirá estando activa, acompañará a los seres humanos mientras no pierdan del todo la humanidad. Y aunque la reificación de nuestra cultura, especialmente en el ámbito de las decisiones públicas, contribuya a suturar la herida ética, neutralizando la fibra moral de nuestra conciencia y centrando la mirada en los resultados instrumentales, habrá momentos en que aquella estalle de nuevo, irreconciliable, gritando ¡basta ya!. Porque, hasta el mismo Weber, tras afirmar insistentemente y sin reparos la ética de la responsabilidad como la propia del hombre público, llegando a decir que "Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines buenos hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas [1], se ve obligado a reconocer que “Ninguna ética del mundo puede resolver tampoco cuándo y en qué medida quedan santificados por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos” [2].

Ese Weber que afirma, con lucidez y cinismo, el inevitable pacto con el diablo que la política impone: "Repito que quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder" [3]; y que niega lo político como ámbito de la ética deontológica: "Quien busca la salvación de su alma y la de los demás, que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy duras, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza. El genio demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor, incluido el dios cristiano en su configuración eclesiástica, y esta tensión puede convertirse en todo momento en un conflicto sin solución" [4]; ese Weber, digo, habrá a su vez de afirmar rotundamente que la ética consecuencialista tiene un límite, en el cual han de aparecer de nuevo los silenciados principios: “Es, por el contrario, infinitamente conmovedora la actitud de un hombre reflexivo y maduro [...] que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de responsabilidad, y que al llegar a cierto momento dice: "no puedo hacer otra cosa, aquí me detengo". Esto sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo" [5].

Este “¡basta ya!”, que surge sin razones y contra los desvaríos de la razón, por un lado ilustra el carácter irreducible y agónico de la oposición entre razón deontológica y razón consecuencialista, entre trascendentalismo y utilitarismo, como constitutiva de la conciencia moral de nuestra cultura; pero, por otro lado, nos advierte contra el inagotable avance de la razón instrumental, que cosifica los medios en fines, que convierte las estrategias en valores, que en un feedback diabólico valora las consecuencias por sus efectos en la reproducción del proceso, pervirtiendo así su pretensión moral. El límite weberiano a la ética de la responsabilidad o, si se refiere, a la racionalidad instrumental, está puesto desde lo otro de la razón, desde una opción de valor declarada irracional, al conceder a cada individuo la legitimidad para elegir sus propios dioses y demonios, ante la imposibilidad de la razón para decidir entre principios diversos y opuestos en la práctica.

Es ya tópico, en la historiografía ético política, que Weber abre una de las vías que confluyen en la crisis de la razón práctica, a través de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt; y parece poco discutible que la actual deserción política de la filosofía, la difusa apuesta por el nihilismo, e incluso la búsqueda desesperada de referentes y fundamentos en la comunidad, sea ésta étnica, histórica o meramente comunicacional, responden igualmente a ese cuestionamiento de la razón práctica, al rechazo de la legitimidad del trascendentalismo y el utilitarismo en sus pretensiones de decir la verdad, el deber y el valor. De este diagnóstico inferimos que el reto actual de la filosofía es el enfrentamiento a muerte con ese obstáculo insalvable señalado por Weber, a saber, la impotencia para fundar una elección entre opciones de valor alternativas y para jerarquizar y subordinar los principios en el seno de una opción moral; o, traducido a lo político, la impotencia de la razón para establecer jerarquías entre los ideales.

Ese reto continúa abierto; y, en consecuencia, el conflicto entre Kant y Mill sigue y seguirá planteado, como fondo constante, testimoniando que la vida moral se articula en esa tensión sin consenso, en esa antinomia sin reconciliación. Creo que seguirá activo, aunque los ávidos de consuelo se esfuercen en proporcionarnos procedimientos algorítmicos para automatizar las respuestas, ocultando que tras el cálculo racional de la máquina se oculta la voluntad, tal vez inevitablemente voluntad de poder; seguirá presente e inquietante aunque los ávidos de impunidad se esfuercen en persuadirnos de que siendo la elección individual la fuente del valor, y no a la inversa, cualquier opción es igualmente inocente. Las infinitas sospechas que la crítica negativa, deconstruccionista o pragmática ha acumulado sobre la razón práctica, en la medida en que tienen éxito, no pueden disimular que, a su pesar, su efecto no es neutral y sirven al reinado de la impunidad; así, como decía Pascal, se ha sustituido la fuerza de la razón por la razón de la fuerza; la filosofía no es ni puede ser inocente.


2. La tensión agónica en el seno de la razón práctica ha sido sustituida, en el momento actual, por discursos del consuelo y de la reconciliación. La terrible brecha abierta por Benjamín y Adorno contra la reconciliación-identidad que daba sentido al proyecto ilustrado, la desesperada apuesta por la dialéctica negativa, por la militancia sin esperanza, ha dado paso a otro tipo de reconciliación, como mero consenso, como pura indiferencia, en una representación del mundo basada en la ontología de la contingencia y la banalización cultural y moral.

Estamos, sin duda, en tiempos filosóficos de pensamiento débil y de categorías blandas. El exceso de información y, sobre todo, la inflación de opiniones, diseminan y degradan el pensamiento, cuando no lo impiden. La impotencia de la razón para poner orden y sentido se interpreta como síntoma del desorden, la contingencia y el sinsentido intrínseco al mundo. Lo que en el fondo es simplemente crisis de la conciencia, miseria de la subjetividad, se presenta como lucidez en el espejo encantado de la ideología narcisista del individualismo. Lo que debería ser reto al pensamiento –comprender, ordenar, pensar- es declarado conciencia obsoleta de quien, como dijera el Zaratustra nietzscheano, aun no se ha enterado de que Dios ha muerto.

En el dominio práctico –ética, estética, política– la inexorable y sin duda justa crítica analítica y deconstructivista, marxista, freudiana o nietzscheana, a la razón práctica no ha provocado sólo, como sería de esperar, un desplazamiento desde la vía del fundamento ontoepistemológico al fundamento político; su efecto más dramático, y tal vez más perverso, ha sido la crisis de cualquier forma de racionalidad, teórica o práctica, lógica o dialógica, pura o pragmática. Lo que debería conducir a una nueva mañana, a una aurora limpia de absolutos, parece haber conducido a una noche donde todos los gatos son pardos. El antiguo amor de la filosofía por el análisis, el rigor conceptual, la claridad y distinción cartesianas, la univocidad léxica y la coherencia argumentativa, han dado paso al elogio de la ambigüedad, de la analogía y la alusividad, de las metáforas móviles y del lenguaje poético y poiético. Y este desplazamiento, vivido en tonos sublimes como reconquista del contacto con el ser o en tonos patéticos como final del sentido, apenas sirve para enmascarar lo que parece ser la marca de la filosofía contemporánea: el retiro vergonzante de la filosofía autoderrotada.

En nuestro dominio, el de la reflexión ético-política, el inevitable fundamento político ha seguido un subterráneo proceso de degradación: la racionalidad política, acosada anteayer por Nietzsche y Weber, ayer por Wittgenstein y Heidegger, hoy por Foucault y por Rorty, o por Feyerabend y Derrida, apenas logra autointerpretarse como diálogo que, a su vez, apenas consigue legitimarse como búsqueda del consenso. Para centrar nuestro objeto actual, la tolerancia, elemento clave de la racionalidad práctica y, en particular, del discurso fundador del Estado moderno, pierde sus perfiles y se identifica con el pluralismo, dando así un paso de terribles consecuencias para la filosofía y de impredecibles efectos para la política: el paso que va desde la coexistencia en conflicto de las diferencias a la convivencia neutral de ideales y teorías.

La indiferencia axiológica es una vía de banalización, pero no la única. La ontología de la indeterminación o de la contingencia, teorizada desde la crisis del fundamento, pero dictada desde un mercado cuyo ritmo de circulación ya no puede tolerar la fijación de gustos, hábitos, valores, pone la banalización como determinación cultural de nuestro tiempo. Más que crisis de valores nuestra sociedad provoca adscripciones efímeras, valores de pret-á-porter, de usar y tirar, a un ritmo cada vez más acelerado, como exige la rotación del capital. Los que han muerto son aquellos valores o ideales que actuaban como referentes constantes de la autodeterminación del hombre, para dar paso a otros, vividos incluso con más pasión e histerismo, impuestos sin piedad a unos seres humanos que, machacados por la heteronomía, acaban vaciados de humanidad. O sea, categorías blandas para pensar y valores blandos para vivir.

La tolerancia y el pluralismo son dos de esas ideas blandas, usada en mil contextos, tan universalmente aceptadas y glosadas que devienen sospechosa. Tolerancia y pluralismo, nociones vagas e ideológicas y no conceptos, confundidos entre sí y confundidos con otras igualmente sacralizadas (democracia, libertad, humanismo, liberal), son categorías blandas, proteicas, con perfiles interactivos, es decir, con los rostros propios de los nuevos ídolos sagrados de la sociedad del self-service. Tolerancia y pluralismo, en su uso confuso y cómplice, son, en definitiva, síntomas de la banalización del discurso ético político.

Por eso nos pareció importante proponer al Congreso la reflexión sobre estos conceptos, que incluso el pensamiento liberal intenta librar de las paradojas. Recordemos que K. Popper, en La sociedad abierta y sus enemigos, describe la “paradoja de la tolerancia” aludiendo a sus circunstancias. Tras comentar las paradojas de la libertad en la doctrina platónica, nos sorprende con este texto: “Menos conocida es la paradoja de la tolerancia: “La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultados será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por acusar a todo razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que presten oídos a los razonamientos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñan a responder a los argumentos mediante el uso de los puños o las armas. Debemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Debemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos” [6]. No es difícil constatar que toda la fuerza del argumento popperiano proviene de su presupuesto de una “racionalidad” que pone los límites y que comparten los hombres serios: en cuanto pongamos en crisis la racionalidad su argumento puede ser compartido por cualquier fanático que, en nombre de su dios, dice cuando hay que poner en suspenso la tolerancia; y, en ese momento, tan justificada está la puesta en escena de la violencia del estado que la lucha armada de un pueblo oprimido.


3. Tolerancia, pluralismo, banalidad, constituyen tres tópicos de la reflexión actual, que reciben su sentido de la crisis de la racionalidad y, en particular, de sus dos formas históricas más relevantes, kantismo y utilitarismo. Al mismo tiempo, parecen describir las fases del proceso de esa crisis, la historia de una renuncia, el relato de una deserción. De la tolerancia como regla que regulaba el conflicto entre los hombres, permitiendo la lucha a muerte contra el mensaje en los límites impuestos por el respeto al mensajero, a su cuerpo y a su voz, el concepto se desplaza hacia el pluralismo, en el que se tolera el mensaje por indiferencia respecto al mensajero. La identidad se sustituye por el consenso, la pretensión de verdad por pretensión de acuerdo, la búsqueda de conceptos por búsqueda de metáforas, el pensamiento por la retórica…, y en esa banalización de las ideas y la cultura se arroja al niño con el agua de la bañera.

Creo que es oportuno pensar estos deslizamientos, de la mano de filósofos que tuvieron la lucidez de presentirlos y describirlos. Ya Max Horkheimer denunciaba la ambivalencia de la tolerancia en su Crítica de la razón instrumental: “Por un lado, tolerancia significa libertad frente al dominio de la autoridad dogmática; por otro, fomenta una posición de neutralidad frente a cualquier contenido espiritual y, por consiguiente, fomenta el relativismo” [7]. Horkheimer ha puesto en relación la tolerancia y el pluralismo con la crisis de la razón objetiva. Sitúa la aparición de esta crisis ya en los tiempos modernos, con la tolerancia religiosa, escisión entre religión y política, entre ética y política, etc.. El origen del mal estaría en esa condescendencia de la razón para permitir la diferencia en su seno, tal que, en el orden objetivo, puedan vivir en el mismo estado diferentes religiones y morales. Esas escisiones harán avanzar el debilitamiento de la razón objetiva y contribuirán a aumentar su formalización, su instrumentalización.

De todas formas, Horkheimer considera que en el XVII aún está presente con fuerza la razón objetiva, ya que la filosofía aspira a una doctrina fuerte sobre la naturaleza y el hombre, que supla a la religión en su papel directivo. La filosofía apuesta por la razón en su desafío exitoso a la teología para poner el sentido del mundo, en su esfuerzo de deducir, explicar y revelar el contenido de la razón como verdadera esencia de las cosas y de la vida. Conocer las cosas, amarlas y actuar conforme a su naturaleza, forma parte del proyecto de todas las filosofías de la razón objetiva modernas. La batalla entre filosofía y teología era una batalla por el control y definición de la razón objetiva: "Así como la Iglesia defendía el poder, el derecho y el deber de la religión de enseñar al pueblo cómo había sido creado el mundo, en qué consistía su finalidad y cómo había de comportarse, la filosofía defendía el poder, el derecho y el deber del espíritu de revelar la naturaleza de las cosas y de deducir de tal entendimiento las maneras del recto actuar" [8]. Racionalismo y catolicismo coincidían en el supuesto y en el proyecto: existencia de una realidad objetiva expresión de la razón y acceso al conocimiento de la misma para desde allí reglar la vida. Quienes tomaban posición contraria eran los calvinistas, con su doctrina del Deus absconditus y el empirismo, con su visión de la metafísica como pseudoproblema.

Como se sabe, la batalla por la razón objetiva acaba en tablas, acaba renegando -sea parcialmente- de la misma razón: filosofía y religión se reparten respetuosas sus ámbitos de autoridad, se declaran y reconocen mutuamente dominios prácticos separados. La religión renuncia a su pretensión totalitaria y deviene opción cultural; consigue su reconocimiento renunciando a la teología. Por su parte, la filosofía también arrastra pérdidas; consigue su hegemonía sobre lo racional pero a cambio de renunciar a la metafísica. O sea, la paz entre religión y filosofía supone para ésta la pérdida de la razón objetiva; puede decirse que la filosofía se derrota a sí misma. Berkeley y Hume se encargaron con suficiencia de mostrar la deslegitimación de la razón como instrumento de comprensión ética y política. Horkheimer puede llegar a decir que la tolerancia es la idea que condensa la crisis de esa razón objetiva: "Todas estas consecuencias se hallaban ya contenidas en germen en la idea burguesa de tolerancia, idea ambivalente. Por un lado, tolerancia significa libertad frente al dominio de la autoridad dogmática; por otro, fomenta una posición de neutralidad frente a cualquier contenido espiritual y, por consiguiente, fomenta el relativismo. Todo dominio cultural conserva su "soberanía" con relación a la verdad general. El sistema de la división social del trabajo se transfiere automáticamente a la vida del intelecto, y esta subdivisión de la esfera cultural surge del hecho de que la verdad general, objetiva, se ve reemplazada por la razón formalizada, profundamente relativista" [9]. La tolerancia, desde esta perspectiva, más que virtud práctica es derrita teórica.

Horkheimer también nos ofrece una atractiva valoración de las ideas de democracia y pluralismo. Con abundantes referencias históricas a filósofos y a textos constitucionales pone de relieve que durante la época liberal la defensa del "principio de la mayoría" siempre se hacía en el marco del respeto a unos derechos fundamentales o a unos supuestos de la razón objetiva; dichos referentes actúan como límite o control de las voluntades particulares empíricas. Es decir, el principio democrático liberal supone que las voluntades individuales quieren lo que deben querer, al menos en su mayoría; si así no fuera en una situación dada, entran en juego las exigencias de la razón objetiva, que imponen sus límites y sus tutelas. En el momento liberal se aceptan principios a los que la democracia sirve, y que se declaran invulnerables por ésta; son límites o trascendentales de la democracia, sin que ésta pueda cuestionarlos sin pervertirse. En el capitalismo del siglo XX las cosas han cambiado: “Hoy la idea de mayoría, despojada de sus fundamentos racionales, ha cobrado un sentido enteramente irracional. Toda idea filosófica, ética o política -cortado el lazo que la unía a sus orígenes históricos- muestra una tendencia a convertirse en núcleo de una nueva mitología, y ésta es una de las causas por las cuales en determinadas etapas el avance progresivo de la Ilustración tiende a dar un salto hacia atrás, cayendo en la superstición y la locura" [10]. El principio de mayoría, aplicado sin límites, humilla al pensamiento: "Es un nuevo dios, no en el sentido en que lo concibieron los heraldos de las grandes revoluciones, es decir, como una fuerza de resistencia contra la injusticia existente, sino como una fuerza que se resiste a todo lo que no manifiesta su conformidad" [11]. El recurso a la mayoría expresa el dominio del interés; la mayoría se convierte en el medio de hacer triunfar la pasión; la opinión pública es reivindicada como "sustituto de la razón" por los intereses oscuros. Cuando eso ocurre, el progreso de la práctica democrática ha devorado la sustancia ética de la democracia. Cuando más domina el interés, más se recurre al principio de mayoría: "La mayoría tiene la misión de justificar los sustitutos de la cultura en todas sus ramas hasta descender a los productos de engaño masivo del arte popular y la literatura popular" [12]. El principio de mayoría, así entendido, es la alternativa a la verdad, la bondad, la justicia y la belleza objetivas; en definitiva, la alternativa a la razón, que impone de forma definitiva una política sin voluntad de verdad, y en el fondo sin voluntad de justicia.

La crisis de la razón objetiva tomará su mejor expresión en el reinado del pluralismo. Según la razón subjetiva, no hay manera de legitimar la superioridad de unas preferencias sobre otras, sean éstas sobre la vida, la religión, el arte, la filosofía o la política: "Puesto que los fines ya no se determinan a la luz de la razón, resulta también imposible afirmar que un sistema económico o político, por cruel y despótico que resulte, es menos racional que otro" [13]. En esa indiferencia de los fines, el pluralismo, que en perspectiva de Horkheimer es una enfermedad de la razón, puede aparecer como ideal absoluto, como criterio de todo, de verdad y justicia, de bondad y belleza, e incluso de racionalidad. Hoy el pluralismo se afirma incluso en la epistemología.

¿Queda algún lugar para la esperanza? Horkheimer no los encuentra. Acepta, sí, que el proceso de subjetivación de la razón parece tener un límite, o al menos un obstáculo; que frente a este dominio de la razón formalizada parece alzarse la persistencia de viejos ideales, el respeto a ciertos valores y ciertos hábitos. Pero su coherencia le exige interpretarlos como restos de la razón objetiva, residuos fragmentados y anacrónicos, que gozan del atractivo de lo ideal. Tienen a su favor el ser comúnmente aceptados, es decir, estar apoyados en la voluntad de la mayoría; pero, en rigor, su fuerza no le viene de ser un precepto de la razón práctica, sino de ser una tradición, del amplio consenso que persiste en torno a ella. Es el triunfo de la fuerza fáctica de la aceptación, sin que en ella se exprese la presencia de la razón; persisten espontáneamente, sin filosofía, de forma efímera, sin base teórica teológica o racionalista. En consecuencia, "tienden a convertirse, más que nunca, en mero saldo y pierden así paulatinamente su poder de convicción" [14]. Cuando estaban vivas, lo estaban porque esas concepciones de justicia, fraternidad, igualdad, formaban parte de la verdad. Pero la razón subjetiva ha ido destruyendo los orígenes mitológicos y objetivos; su fuerza actual es meramente fáctica, de presencia residual de una tradición. Mantendrán cierto atractivo: "Estas antiguas formas de vivir que arden lentamente debajo de la superficie de la civilización moderna proporcionan aún en muchos casos el calor inherente a todo encantamiento, a toda manifestación de amor hacia alguna cosa por la cosa misma y no como medio para obtener otra" [15]. Pero son sólo eso, restos anacrónicos de un pasado perdido.

Para Horkheimer, la formalización de la razón permite ratos de placer, pero no aporta vida interior. Cree que la "creencia en la bondad o santidad de una cosa precede a la alegría por su belleza" [16]; es decir, que el sentimiento estético y la conciencia ética están ligados a viejas formas de idolatría. Las ideas progresistas, por tanto, junto a su dimensión negativa -negación de la etapa anterior de injusticia y desigualdad- debe conservar su "significación originaria, absoluta, arraigada en sus tenebrosos orígenes" [17]. De otro modo se camina hacia la indiferencia.

Esta referencia a la conservación de los "tenebrosos orígenes" es una idea clave. La racionalidad subjetiva pone la legitimación en la elección o preferencia; pero, al negar a éstas todo referente objetivo, considerándolas legítimamente arbitrarias, abre la puerta del sinsentido. Horkheimer ve ahí la necesidad de ese horizonte sagrado de objetividad, aunque se muestre tenebroso y oscuro, aunque no esté accesible a la racionalidad subjetiva; sólo así se mantiene el necesario encantamiento del mundo.


4. Hace treinta años H. Marcuse, en su provocador ensayo Tolerancia represiva, se hacía estas aún hoy inquietantes preguntas: "¿Hay condiciones históricas en las cuales tal tolerancia impide la liberación y multiplica las víctimas que son sacrificadas al statu quo?"; "¿Puede ser represiva la garantía indiscriminada de derechos y libertades políticas?"; "¿Puede actuar tal tolerancia en el sentido de obstaculizar el cambio social cualitativo?". Preguntas que la filosofía no puede eludir sin deslegitimarse, y que hoy, en cambio, no parecen actuales ni pertinentes. Formularlas hoy, aunque sea a nivel teórico, levantan sospechas de imposturas o traiciones en un marco ideológico dominante en el que se acepta como trivial y evidente (en otros tiempos se diría "dogmáticamente") que "la tolerancia es un fin en sí misma". Es inquietante esta sacralización. Y no discutimos la bondad de la tolerancia, su fuerza práctica, las razones para pueda llegar a ser razonablemente aceptada; sólo cuestionamos de dogmática e irreflexiva su aceptación coral, su acrítica aceptación ritual. Lo que cuestionamos, en definitiva, es la elevación de la tolerancia regla sagrada del discurso político, a un "juego del lenguaje".

Si las preguntas de Marcuse hoy suenan a sospechosa heterodoxia, algunas de las respuestas de las que daba ("lo que se proclama y se practica hoy como tolerancia, en muchas de sus más efectivas manifestaciones, es en realidad un servicio a la causa de la opresión"; "el problema no es el de una dictadura educativa, sino el de romper la tiranía de la opinión pública y de sus gestores en la sociedad cerrada"; "la tolerancia liberadora significaría intolerancia hacia los movimientos de la derecha y tolerancia de movimientos de la izquierda"; "si la tolerancia democrática hubiese sido suspendida cuando los futuros dirigentes [nazis y fascistas] iniciaron su campaña, la humanidad hubiera tenido la posibilidad de evitar Auschwitz y una guerra mundial"...), ¿no suenan a peligrosas herejías marginales?

Quien conoce la obra y la biografía de Marcuse sabe que no tenía nada de "intolerante"; al contrario, que su pensamiento y su actitud personal se dedicó con fuerza, convicción y éxito a romper con represiones (intolerancias) regresivas e innecesarias. La suya fue una voz cualificada de un movimiento esencialmente antirepresivo, liberador y antiintolerante; él mismo habla desde la "experiencia de la intolerancia", que reclama Reyes Mate [18]. Marcuse sospechaba que luchar contra la intolerancia no es lo mismo que predicar la tolerancia; que luchar contra el dogmatismo no es luchar por el escepticismo; que luchar contra la guerra no es luchar por el pacifismo. Venía a decirnos, en definitiva, algo tan trivial como que hay que ser intolerante con determinadas situaciones, comportamientos o reglas; que hay que ser intolerantes con la intolerancia; pero que también –y esto suele hacer más daño- hay que ser intolerantes con determinadas formas de la tolerancia, cuya función social es la de mantener un orden de explotación y represión, de desigualdad e injusticia. En definitiva, Marcuse ponía de relieve algo tan trivial como que la tolerancia no es un fin en sí misma, no es necesariamente buena, no es una virtud humana o política absoluta. Es sólo un instrumento más, una norma ético-jurídica más, que hay que saber definir, delimitar, utilizar, dosificar, en la construcción de un modelo de sociedad pensado desde otra perspectiva, desde la perspectiva de la emancipación.

Las preguntas y sospechas de Marcuse son hoy tan pertinentes como en su tiempo, pero mucho más urgentes de plantear; en rigor, nos parecen inaplazables. Hoy más que nunca la imagen bella de un uso contextual de la tolerancia es hipostasiada a norma universal de la vida práctica y teórica, ocultando su nueva función; hoy más que nunca el rostro compasivo y amoroso de la tolerancia puede ser simple máscara de la dominación, como sugiere Marcuse.


5. Si la tolerancia y el pluralismo, en el uso y sentido que toman en el discurso filosófico contemporáneo, reflejan la crisis de la racionalidad práctica, ésta toma su más humillante expresión en la banalización del pensamiento y de la cultura. Decretada la impotencia de la razón, especialmente en su pretensión práctica, normativa, se comprende la tentación de deserción que prolifera en la reflexión contemporánea; en otras palabras, se comprende la tentación de banalidad. En ese escenario destaca la fuerza del argumento adorniano en su Dialéctica negativa. La pretensión de Adorno es responder a una doble pregunta: por la actualidad de la filosofía (pregunta por el sentido) y por su función en el momento contemporáneo (pregunta por los límites). La primera es trivial: le pasó su tiempo; la segunda, que exige una reformulación de la filosofía, es la dominante. Efectivamente, la filosofía tuvo su momento de realización (de superación) y lo dejó pasar. Podemos reflexionar sobre las razones de esa pérdida, pero no podremos evitarla; los dados han sido lanzados. Ahora bien, el mismo hecho que la declaró imposible e inactual le proporcionó el derecho a la subsistencia; perdió su ocasión de realización, perdió su sentido práctico; pero por ello sigue existiendo. Sus palabras son elocuentes: “La filosofía, que antaño pareció superada, sigue viva porque dejó pasar el momento de su realización” [19]. Al no realizarse, al perder el tren, gana la existencia, se sobrevive a sí misma.

Esta es la primera paradoja: ¿significó una pérdida su no realización? Una filosofía hecha para la realización que fracasa sugiere impotencia o imperfección; pero si el fracaso es la razón de su persistencia, ¿no es un triunfo? Tras su fracaso práctico, ¿no se oculta el éxito de haberse salvado de devenir facticidad? Se trata, por tanto, de descifrar qué hay tras una filosofía, esencialmente afirmativa, que pierde su oportunidad de afirmarse. ¿No opera en ella una fuerza secreta –algo desconocido- que la obliga a traicionarse para no caer en la positividad? En ese enigma se oculta tanto el sentido como la función actual de la filosofía.

Si la filosofía tuvo su momento de devenir realidad y lo desaprovechó, devino anacrónica; a no ser que su fracaso ya se originara en el anacronismo, es decir, que su pretensión de realización contaminara su esencia de anacronismo. En tal caso, su sobrevivencia es un triunfo contra ella misma, contra su esencia afirmativa; es un triunfo de “algo” que hay en ella, de una filosofía diferente que está en ella silenciada y enmascarada. Por tanto, para que el fracaso sea un triunfo, éste ha de ser el triunfo de ese algo: de esa filosofía cuya única presencia es la impotencia o el fracaso de la filosofía afirmativa. Hay que buscar ese algo, identificarlo, recuperarlo; sólo así la filosofía no realizada será una filosofía triunfante; sólo así la filosofía podrá seguir teniendo una forma de existencia no anacrónica. Ese “algo” alude a la nueva filosofía para los nuevos tiempos, es decir, para los tiempos en que ya pasó el momento de su realización; para los tiempos sin esperanza.

Adorno nos reta a valorar el momento de no realización, ese punto de no retorno; la valoración de su significado determinará tanto la valoración de su pérdida como el sentido que pueda tener la filosofía actual. En síntesis, caben dos posiciones, dos valoraciones de ese momento. Una, interpretarlo como simple ocasión, sin cualidad, que se repetirá en el futuro; una oportunidad circunstancial, contingente, en una historia uniforme y neutral. Otra, interpretar el momento perdido como punto de no retorno, como sanción definitiva de su no actualidad, como condena inevitable a la esterilidad práctica y a la futilidad teórica.

En el primer caso, o perspectiva del tiempo neutral, cabe una lectura optimista: pensar que sólo se trata de una pérdida transitoria, que simplemente obliga a esperar al nuevo tren; pensar que no son necesarios cambios en la forma ni en el contenido de la filosofía, que simplemente deberá insistir a la espera de un tiempo más favorable y procurar estar más alerta y mejor dispuesta. Esta posición empuja a seguir como siempre, como si nada hubiera pasado, como si nunca pasara nada que afectara a la filosofía, a su mirada sub specie aeternitatis. Pero también cabe una lectura pesimista: pensar que una vez más la filosofía falla en la transformación del mundo, deja pasar los momentos, muestra su impotencia práctica, persiste en su incesante y estéril tarea de reinterpretar el mundo; una vez más aporta pruebas contra sí misma, o se revela como simple especulación. Esta crítica desemboca en la resignación y, como dice Adorno, en el “derrotismo de la razón”. En el segundo caso, o perspectiva historicista, la filosofía ha de plantearse el sentido de su sobrevivencia, preguntarse por su muerte, hacer frente al horizonte de una no-existencia qua filosofía, o sea, de una existencia sin verdad y sin justicia, en definitiva, sin esperanza.

La alternativa no es trivial. Como bien señala Adorno, la filosofía no cuenta con lugar alguno desde el cual poder enunciar el anacronismo de la teoría, su no actualidad, aunque se acumulen sospechas sobre ella. Que la filosofía, por ejemplo, no se realizara en los términos y plazos establecidos por Marx deja siempre la puerta abierta a pensar en el diseño erróneo de la transición. Pero, por otra parte, dilatar en el tiempo su realización, alejar el momento de la realización indefinidamente, conlleva la pérdida por parte de la praxis de su dimensión de instancia crítica de una teoría presuntamente lanzada a la especulación; y, además, este distanciamiento y esta pérdida de la praxis como referente crítico servirá, alternativamente, o bien para reproducir la filosofía (afirmativa) como mera especulación, o bien para estrangular la filosofía (negativa), el pensamiento crítico, como extravagancia. Por tanto, hay que afinar en la decisión. Y no podemos ignorar que la misma obedecerá a la idea que se tenga de la filosofía y, en particular, a si se piensa ésta como lógica (filosofía afirmativa), como dialéctica afirmativa (gracias al efecto prodigioso de la “negación de la negación”), o como dialéctica negativa (sorprendente proyecto de pensamiento conceptual de lo no conceptual).

La repuesta de Adorno, es bien conocido, se dará desde la dialéctica. Pero de una dialéctica sin reconciliación, de una dialéctica sin momento afirmativo final, es decir, de una dialéctica sin esperanza. Tal vez podríamos decir que Adorno no permite consuelos a la filosofía, exigiéndola una negatividad al mismo tiempo interminable y sin esperanza; tal vez porque, en el fondo, piensa que la filosofía es culpable. ¿De qué? ¿De no haber encontrado la verdad? ¿De su impotencia práctica? No, nada de eso: culpable de Auschwitz.

La filosofía tradicional había separado la trascendencia, declarándola lugar de la eternidad e inmutabilidad; y así había abierto un espacio a la metafísica. Hegel, con su dialéctica, lejos de escapar a este impulso místico le dará cobertura conceptual. Efectivamente, Hegel pensaba que la existencia temporal incluía en su concepto la aniquilación; de este modo, la existencia temporal servía a la eternidad, que aparecía como despliegue de la destrucción. Por tanto, Hegel defendía la tesis de la inmutabilidad de la verdad y la movilidad de la apariencia, y con ella la otra tesis de la indiferencia entre las ideas eternas y las existencias temporales. En consecuencia, tanto la filosofía tradicional como la dialéctica hegeliana ofrecían fundamento a la metafísica. Adorno se plantea su sentido actual: “Después de Auschwitz, la sensibilidad no puede menos de ver en toda afirmación de la positividad de la existencia una charlatanería, una injusticia para con las víctimas, y tiene que rebelarse contra la extracción de un sentido, por abstracto que sea, de aquel trágico destino” [20].

¿Qué quiere decir “afirmación de la positividad”, que Adorno califica de injusticia para las víctimas? Se trata, claro está, de dar sentido a la positividad, o sea, de pensar la inminencia a la luz de la trascendencia; se trata, claro está, de explicar la existencia desde un orden de razones que permita comprenderla y justificarla. La imposibilidad de afirmar la positividad equivale al cuestionamiento de la posibilidad de la metafísica afirmativa, dialéctica o no.

Adorno refiere a dos ejemplos de existencia que ponen a prueba el sentido de la metafísica. Uno natural, el “desastre de Lisboa”, que basó a Voltaire para ridiculizar la teodicea leibniziana; el otro social, de dimensiones incomparables, “cuyo infierno real a base de maldad humana sobrepasa nuestra imaginación”, y que debería bastar para ridiculizar la dialéctica afirmativa hegeliano marxista, al poner de relieve su imposibilidad de conectar con la experiencia: “Si la capacidad de la metafísica ha quedado paralizada, es porque lo ocurrido le deshizo al pensamiento metafísico especulativo la base de su compatibilidad con la experiencia” [21]. Hegel había pensado la destrucción, la muerte, como base del proceso dialéctico; pero tras Auschwitz la muerte se resiste al pensamiento. La muerte, bajo la forma de “asesinato administrativo de millones de personas”, se vuelve antinatural, irreducible a la vida. Antes la muerte formaba parte del proceso de vida: moría el individuo pero sobrevivía la especie; en Auschwitz no sólo moría el individuo sino “el ejemplar de una especie”. Por eso, los individuos que escaparon a la muerte murieron en parte: “El genocidio es la integración absoluta, que cuece en todas partes donde los hombres son homogeneizados, pulidos –como se decía en el ejército- hasta ser borrados literalmente del mapa como anomalías del concepto de su nulidad total y absoluta. Auschwitz confirma la teoría filosófica que equipara la pura identidad con la muerte” [22].

Para Adorno, Auschwitz es una metáfora del sentido de la historia, que tiende a la “indiferencia por la vida individual”, que al dotar al individuo de libertad formal le vuelve irremediablemente “disponible y sustituible como lo fue luego bajo las patadas de sus liquidadores” [23]. Auschwitz es la metáfora de un orden social cuya ley es “el provecho individual universal”, en el cual el individuo sólo posee un yo sin cualidades, indiferente. Quien escapó a la muerte, no puede dejar de preguntarse si puede seguir viviendo cuando de suyo tendría que haber sido asesinado: “¡Qué culpa tan radical la de quien se salvó! Su pago son los sueños que padece, como el de quien ya no vive, sino que fue pasado por la cámara de gas en 1944, cuya existencia posterior entera es mera imaginación, emanación del deseo delirante de un asesinado hace veinte años” [24]. Para Adorno, “la culpa de vivir se ha llegado a hacer irreconciliable con la vida” [25]. La culpa se multiplica incesantemente porque nunca llega a hacerse del todo presente a la conciencia: por eso hay que filosofar: “Esto y no otra cosa obliga a filosofar” [26].

La filosofía tiene sentido porque somos culpables. Y no se trata de pensar la culpa; sino todo lo contrario: la filosofía ha de aceptar que cuanto más se adentra en el pensamiento de la culpa más se aleja de ésta tal como es de verdad. Creo que la filosofía es culpable de la banalidad de nuestra cultura; creo que la filosofía es culpable de la deserción política. Y creo que en ese desgarrado discurso adorniano puede encontrarse aún un motivo para seguir pensando sin falsa evasión de la desesperanza. ¿Por qué pensar? Aunque parezca paradójico, hay que pensar por Hitler, que ha impuesto a la humanidad un nuevo “imperativo categórico” apropiado a su actual estado de esclavitud. Dicho imperativo prescribe al hombre “orientar su pensamiento y acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante” [27]. Se trata de un imperativo que se resiste a cualquier fundamentación, a cualquier justificación. Dicho imperativo pone el “factor adicional” en que consiste lo ético: no un argumento, sino una mostración, una puesta en evidencia de algo tangible, corpóreo, práctico, a saber, el “aborrecimiento… al inaguantable dolor físico a que están expuestos los individuos, a pesar de que su individualidad, como forma espiritual de reflexión, toca a su fin” [28].

El mundo, la realidad, o lo que sea, que el espíritu intentó en vano determinar o construir a su imagen y semejanza, ha tomado la dirección de lo que no se parece al espíritu ni acepta su dominación, revelándose como el mal absoluto. Auschwitz escogió como lugar los cuerpos: quemó los cuerpos sin los consuelos del espíritu, sin las mediaciones calmantes de la cultura. La metafísica, por tanto, acaba yendo hacia donde no quería ir originariamente: a las cuestiones de la existencia material. Y hoy que pequeños Auschwitz nos rodean y amenazan nada nos parece más apropiado que acabar esta reflexión silenciando el comentario sobre los siguientes bellos textos de Adorno que decretan que la cultura es culpable; que la metafísica también lo es, por estar fusionada con ella; que la filosofía es culpable, pues el espíritu absoluto era la aureola de la cultura y ha ejercido su violencia sobre la realidad que decía expresar; que, en definitiva, “Auschwitz ha privado de su derecho a toda voz de las culturas, aunque sea teológica” [29]; que, por tanto, sólo nos queda pensar en silencio: “Había un hostelero, de nombre Adán, que mataba delante de su hijo con un palo las ratas que salían de sus guaridas al patio. A imagen de él se hizo su hijo, que le quería, la imagen del primer hombre. El olvido de esa imagen, el que ya no comprendamos qué es lo que sentíamos ante el coche del perrero, es el triunfo de la cultura a la vez que su fracaso. Si el recuerdo de esa zona le resulta intolerable, es porque se comporta constantemente como el viejo Adán, y esto precisamente es incompatible con la idea que la cultura tiene de sí misma. Si aborrece el hedor es porque ella misma hiede; porque, como dice Brecht en un magnífico pasaje, su palacio está hecho de caca de perro. Años después de escrito este pasaje, Auschwitz demostró irrefutablemente el fracaso de la cultura” nos dice en su Dialéctica Negativa. Y añade: “El hecho de que Auschwitz haya podido ocurrir en medio de toda una tradición filosófica, artística y científico-ilustradora encierra más contenido que el de que ella, el espíritu, no llegara a prender en los hombres y cambiarlos. En esos santuarios del espíritu, en la pretensión enfática de su autarquía, es precisamente donde radica la mentira. Toda la cultura después de Auschwitz, junto con la crítica contra ella, es basura. Al restaurarse después de lo que dejó ocurrir sin resistencia en su casa, se ha convertido por completo en la ideología que era en potencia desde que, en oposición con la existencia material se arrogó el derecho de insuflarle la luz; una luz que precisamente el aislamiento del espíritu se había reservado para sí quitándosela al trabajo corporal”. Para venir a concluir que: “Quien defiende la conservación de la cultura, radicalmente culpable y gastada, se convierte en cómplice; quien la rehúsa fomenta inmediatamente la barbarie que la cultura reveló ser. Ni siquiera el silencio libera de este círculo; lo único que hace es racionalizar la propia incapacidad subjetiva con la situación de la verdad objetiva, degradando de nuevo a ésta a una mentira”..


No sé si os parecerán buenos argumentos. Por otro lado –permitidme la confianza– no tenía muchas esperanzas de que os lo tomarais en serio. Siempre pensé que, con este u otro título, cada uno vendría a hablar de lo suyo. Lo importante es que vinierais. Conseguido esto, sólo me queda agradeceros de nuevo vuestra presencia y desearos que alcancéis en este Parque Científico de nuestra Universidad la verdad y en nuestra ciudad de Barcelona la felicidad.


J.M.Bermudo (2002)




[1] M. Weber, El político y el científico. Madrid, Alianza, 1993, 165

[2] Ibid., 165.

[3] Ibid., 173.

[4] Ibid., 174.

[5] Ibid., 176.

[6] K. Popper, La sociedad abierta y sus enemigo. Barcelona, Ed. Orbis, 268.

[7] M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental. Buenos Aires, Editorial Sur, 1969, 30.

[8] M. Horkheimer, Teoría tradicional y teoría crítica. Barcelona, Paidós, 2000, 28.

[9] Ibid., 30.

[10] Ibid., 41.

[11] Ibid., 41.

[12] Ibid., 41.

[13] Ibid., 42.

[14] Ibid., 44.

[15] Ibid., 46.

[16] Ibid., 47.

[17] Ibid., 47.

[18] Reyes Mate, “De la tolerancia indiferente a la tolerancia compasiva (Dos teorías de tolerancia en Natán el Sabio, de Lessing)”. Madrid, 1997.

[19] Dialéctica negativa. Madrid, Taurus, 1975, 11.

[20] Ibid., 11.

[21] Ibid., 362.

[22] Ibid., 362.

[23] Ibid., 362.

[24] Ibid., 363.

[25] Ibid., 364.

[26] Ibid., 364.

[27] Ibid., 365.

[28] Ibid., 365.

[29] Ibid., 367.