REPUBLICANISMO O LA BÚSQUEDA DEL ARCA PERDIDA





Quiero hablar del neorrepublicanismo como del nuevo “fantasma” que recorre Europa. Un fantasma amable y hospitalario, de balneario romántico, genuinamente postmoderno, apropiado a un mundo desencantado que, como dice Weber, ya no teme al Conde Drácula, convertido en reclamo turístico de la Transilvania. El capitalismo, con su infinito poder desacralizador, ha convertido en valor de cambio a vampiros y licántropos, personajes que inundan nuestras conciencias virtuales. Y el republicanismo, que en su día convulsionó las conciencias y las estructuras sociales, hoy resucita como discurso de la virtud y la no-dominación, en definitiva, como discurso de amor a la patria perdida, a la humanidad disipada, a la historia embellecida en el relato de la memoria.

Para evitar en lo posible confusiones innecesarias en la interpretación de las ideas que a continuación expondré, me parece conveniente establecer una distinción que explicite y fije el sentido y los límites de mi discurso. Comenzaré, pues, por diferenciar y valorar dos ideas de la república, que implican dos formas de ser republicano.


1. El republicano y el republicanista.

Esta reflexión no tiene por objeto el republicanismo de ayer, el evocado en La marsellesa, Els segadors o La Internacional; nada tiene que ver con los republicanos ni con la república en sus figuras históricas, pues no creo que haya otra forma política digna que la república; ni me interesa aquí el republicanismo como opción ideológica históricamente determinada, correspondiente a un momento político en el desarrollo del capitalismo, sostenida por la burguesía progresista en su destino de cambiar el mundo. Todos mis respetos para esa ideología histórica, a la que debemos muchos nobles ideales y valores. Aquí me propongo hablar del neorrepublicanismo y de los republicanistas contemporáneos, surgido en las últimas décadas de almas nobles que, horrorizadas ante el mal político, el mal liberal, reescriben un discurso tan moralista, normativo, abstracto y universalista que no tiene ni patria, ni bandera ni himno nacional (o, lo que es lo mismo, que suponen válido para cualquier patria, bandera e himno, para cualquier música y cualquier letra política democrática, pues todo consiste en prescribir que el hombre sea bueno con el hombre, es decir, virtuoso. O sea, ni se me ocurre cuestionar a los republicanos, ni a los de ayer ni a los de hoy; mis comentarios críticos se dirigen a las propuestas republicanistas aparecidas en nuestros días, que en su osado moralismo angélico llegan a proponer una vida republicana sin república, una vida republicana en el seno de las monarquías [1].

No se trata propiamente de una opción política, sino de una “familia filosófica” que ha arraigado en nuestras academias y espacios culturales y políticos en las últimas décadas, y que piensa la republicana como una forma de vida ajena e indiferente tanto a la forma de Estado (lo que los clásicos llamaban “tipo de gobierno”) como al modelo económico de producción. Al grito de “republicanizar la política”, animan a todos, sin sexo, ni raza, ni clase, a ser buenos, a ser cívicos, a ser simplemente “decentes”. Si se me permite la ironía, prescriben algo así como una versión laica de la agustiniana “ciudad de Dios”, que comparte con la otra el soporte material pero es enteramente ajena a sus fines. Para precisar esta distinción parto del postulado de que hay dos formas de pensar la república, correspondientes a dos formas de ser y sentirse republicano, que conviene diferenciar.

A). Hay una forma trivial de ser republicano,una forma espontánea, popular: como simple y radical rechazo del reino, de la monarquía como reino (y enfatizo esta precisión pues es pensable un orden monárquico sin reino). Es una forma simple de ser republicano, casi instintiva, que brota de los genes de los hombres libres (que aman la libertad, que la necesitan para vivir con dignidad). Estoy pensando en aquellos hombres que describía Rousseau a comienzos del capítulo primero de su libro republicano Del Contrato social, al enunciar el prodigio, que persiste en el tiempo, de que “el hombre nació libre, y en todas partes se le encuentra encadenado”, cuyo enigma se proponía descifrar. ¿Qué enigma? Sencillamente, que los más estuvieran sometidos a los menos, que los fuertes estuvieran sometidos a los débiles, que los pobres no sólo soportaran a los ricos, sino que les reconocieran –y así defendieran- su condición de ricos; en definitiva el enigma del orden político no republicano, de cualquier orden político en que la libertad y la igualdad hayan sido sustituidas por la servidumbre, impuesta o voluntaria. El republicano pensador ginebrino sentenció el límite de lo humano: “Decir que un hombre se da gratuitamente es decir una cosa absurda e inconcebible. Un acto semejante es ilegítimo y nulo sólo por el hecho de que quien lo realiza no está en sus cabales. Decir eso mismo de todo un pueblo es suponer un pueblo de locos, y la locura no crea derecho” [2]. Contra Grocio, que en nombre de la libertad defendía la servidumbre voluntaria, Rousseau viene a decir que elegir libremente ser siervo tal vez pueda llamarse técnicamente una “elección libre”, pero nunca será la elección de un “hombre libre”. Será la elección de un enajenado, de un loco, y la locura no es nunca, en ninguna circunstancia, fuente de derechos.

Esta manera espontánea de ser republicano se concreta en dos postulados, que responden a dos rechazos, dos negaciones, dos límites de la dignidad humana: a) Ninguna autoridad que no emane del pueblo; y b) Ninguna autoridad no delegada y no revocable. Se trata, por tanto, de los dos postulados de la república, de la forma espontánea de ser republicano; fundamentan la racionalidad del orden republicano y la rebelión contra su otro, la monarquía. No son “derechos”: son, en el fondo, condición de posibilidad de los mismos. Si se ahonda más, de la raíz de esos postulados brota el más sagrado de los derechos, el que establece la línea de demarcación entre una comunidad de ciudadanos y una comunidad de súbditos. Me refiero al derecho cuya presencia inaugura la comunidad política moderna: el derecho a la igualdad de derechos. No hay ninguno más fundamental; todos los demás están subordinados y delimitados por este derecho a la igualdad de derechos. Ni siquiera la libertad y la igualdad son derechos tan básicos, especialmente porque pueden ser pensados con contenidos muy diferentes. El derecho a la igualdad de derechos, en cambio, es concreto, preciso, rotundo, no admite matiz o condición; su exigencia no prejuzga el modelo político de sociedad (liberal, anarquista, socialista..., jacobina o multicultural); simplemente establece que su presencia o ausencia determina que la comunidad política sea de ciudadanos o de súbditos [3].

Creo que podría decirse sin impostura que se trata de un imperativo de la razón política que nos prescribe la manera más radical de ser políticamente libres, tal que su olvido, que conlleva el consentimiento de la desigualdad en derechos, equivale a desear la servidumbre (aunque sea la servidumbre del otro), lo que es una perversión de la voluntad, es la enajenación del ser humano. Aceptar un rey, un ser que transciende los límites de la ciudadanía, que está en algún aspecto por encima de los derechos y deberes de los ciudadanos, es asumir libremente la servidumbre, y tal cosa no es propia de hombres cuerdos. Esa monarquía puede ser dulce, benevolente, paternalista o providencial: pero en ella los hombres, aunque fueran felices, nunca serán todos iguales, nunca serán ciudadanos como los pensaba Rousseau.

Entonces, la manera de afirmarse como ser humano exige el rechazo de la monarquía. En rigor exige el rechazo de los dioses, de cualquier sumisión a la transcendencia. “Ni dioses ni reyes”, podría ser una máxima feliz del alborear de la libertad. Dioses y reyes, en la ontología política, pertenecen al mismo género: son dos figuras del amo. Basta recordar que los reyes siempre se presentaban como elegidos de los dioses, cuando no representantes de los mismos: “rey por la gracia de Dios”, era su forma de presentación y legitimación. La mayoría de edad del género humano pasa por liberarse de las múltiples formas de alienación, y la que nos ocupa es de las más potentes.

B). Y hay una forma filosófica de ser republicano, una forma sofisticada y culta, de llamarse y sentirse republicano; una forma de militancia teórica –de ahí que les llamemos republicanistas- enmarcada y bien elaborada, que responde a una redefinición de la vida buena y la sociedad justa, y que construye un particular ideal normativo [4]. Aquí el ser republicano no se define negativamente contra la monarquía, sino positivamente frente a otras propuestas ético políticas igualmente antimonárquicas (y, por tanto, prima facie republicanas); no se postula como espacio común de vida emancipada (sea ésta liberal, comunitarista, comunista, cooperativista), sino como opción de vida sustantiva, individualizada por una moral, unas prácticas, unas instituciones sociales y políticas, unos sentimientos y actitudes, etc. Subjetivamente, se trata de una definición densa del republicanismo ético y cultural, que constituye una propuesta completa de vida política y social frente a otras. En fin, como digo, aquí la credencial republicana no es una simple posición antimonárquica basada en el igualitarismo radical sino una definición particular de la ciudadanía, que es tanto como decir un ideal de vida en común.

Delimitadas estas dos formas de pensar la república, la de los republicanos y la de los republicanistas, de lo dicho puede inferirse que nada tengo que decir de la primera, salvo expresar mi mayor consideración y añoranza. Si acaso, y para justificar la irritación ocasional que puedan traslucir mis palabras, recordar que, a diferencia de otros países, incluidas las repúblicas nacidas de las colonias, los españoles nos hemos pasado la historia en los sótanos de la Monarquía; sólo hemos conocido dos momentos republicanos, el primero no duró dos años y el segundo apenas cinco más tres de agonía bélica. Por eso me intriga que en un país como el mío, que se acostó republicano y despertó –eso sí, tras tres años de sangre y miedo- monárquico; un país cuyos más jóvenes ya no saben el significado del 14 de Abril, porque nadie se lo recuerda; un país cuyos personajes más aclamados y respetados son la familia real (y ahora el Papa); en un país así, sin republicanos, ¿no es sorprendente que florezcan los republicanistas?


2. El contexto del neorrepublicanismo.

Fijadas esas dos concepciones, pasemos a contextualizar el actual debate republicanista. Tal contextualización requiere dos referentes, el propiamente político y el filosófico. Desde el referente político podríamos caracterizar las corrientes neorrepublicanas, de forma provocativa pero sin ninguna malevolencia, como “hijos de la derrota”. Considero que, políticamente, el resurgimiento del ideal republicano en nuestro tiempo es una fuga ilusoria de la conciencia forzada por la derrota de los dos ideales que han gestionado el capitalismo, el liberal (que en sus orígenes era republicano) y el socialdemócrata (que en sus orígenes era comunista); derrota de los dos proyectos de reforma y humanización del sistema capitalista. El originario liberalismo, que era en su esencia republicano (surgió contra el despotismo, paternalista o inhumano, de la monarquía), ha devenido neoliberalismo, imagen fea, insoportable para todos, incluidos los liberales honestos, quienes horrorizados ante el monstruo huyen en fuga hacia el origen; huida radical, buscando un punto de la historia exento de la semilla del mal neoliberal, un pre-origen pre-liberal que sirva de refugio y de comienzo de una nueva historia de esperanza. Y lo encuentran en los republicanos liberales que teorizaron las revoluciones burguesa, la americana y la francesa, especialmente los primeros, más liberales, menos igualitaristas, menos comunitarios… Por su parte, el originario socialismo y comunismo marxista, también mutó de esencia anticapitalista a engañosa o perversa socialdemocracia, representación ingenua del sueño de un confuso capitalismo social; y el marxista derrotado, definitivamente cerrada la “puerta staliniana” al socialismo (y otras puertas que la voluntad de creer mantuvo abiertas cuanto pudo), también ha sido empujado a los orígenes en busca del punto cero desde el que reiniciar la historia. Y ese origen, ese lugar imaginario antes de la caída, pensado como ese momento de la conciencia en que la idea socialista era cosa del pueblo en vez de cosa de la clase obrera, se situará igualmente en el momento de las revoluciones burguesas, en el origen del estado capitalista, si bien la mirada selecciona ahora preferentemente a los republicanos demócratas que radicalizaron la revolución francesa [5].

Desde esta perspectiva hermenéutica, las dos grandes vías actuales al republicanicismo aparecen como dos figuras de la derrota que vuelven su mirada atrás, al punto cero antes del error, antes de la deriva (en un caso, de la deriva del liberalismo republicano humanista al neoliberalismo sin alma; en el otro, de la deriva del republicanismo igualitarista hacia la lucha de clases anticapitalista). ¿Para qué ese regreso imaginario, para qué esa vuelta atrás de la mirada? ¿Para reiniciar el camino y repetir la historia, esta vez sin desviaciones? ¿Para vivir sin culpa, en la inocencia del origen? Sin duda las explicaciones psicosociales son complejas; en todo caso, como ya decía el joven Marx, el anacronismo –y creo que se trata de eso, de una opción anacrónica, tal vez bella pero anacrónica- expresa siempre impotencia de la conciencia; de la conciencia y sin duda de la voluntad, de la acción. Pero aquí nos interesa la impotencia de la conciencia, que seguramente lleva inevitablemente la huella de la derrota que oculta.

En esta reflexión, centrada en la libertad republicana, centraré la atención en la línea de neorrepublicanos más apropiada para mi objetivo, la de ascendencia liberal, formada en gran parte por liberales con corazón, que se sienten decepcionados por la deriva liberal hacia un neoliberalismo sin alma, que ha roto la identidad nacional, fragmentado la comunidad política y diseminado los proyectos de vida en la privacidad. El horror es el rostro neoliberal del liberalismo, tan antisocial, tan antirrepublicano, que los neorrepublicanos reniegan de su origen liberal, reniegan de su nombre y emplean buena parte de su esfuerzo en limpiar todo contagio.

El segundo referente de contextualización que quería explicitar, y que considero puede ayudar a comprender la aparición y expansión del discurso neorrepublicano, es el referente filosófico, constituido por el marco general de la filosofía política de nuestro tiempo, decididamente volcada hacia la “filosofía práctica”, hacia las propuestas positivas, en definitiva, hacia el normativismo. Una vez más la filosofía olvida que sólo es una forma de la conciencia social y, por ello, está inevitablemente sometida a las determinaciones y vaivenes de la sociedad, olvida que tiene su esencia fuera de sí; una vez más se aliena en el atractivo simulacro de sentirse sujeto pensante que, desde el ojo de Dios, dicta y propone normas y juicios; o sea, una vez más cae en la alienación, en la huida idealista provocada por su eterna vocación demiúrgica. Pero, aun así y a su pesar, en su forma enajenada, hunde sus raíces en el presente que se obstina en ocultar. Y, en consecuencia, persiste como tarea crítica el desvelamiento de este amo oculto, al cual por encima de todo se sirve.

Aunque resulte insoportable para el endiosado y ególatra intelectual de nuestro tiempo -¿cómo no sentirse Dios en un universo nihilista desdivinizado?, ¿cómo no sentirse demiurgo en un mundo hecho (o deshecho) por el infinito poder capitalista? La filosofía contemporánea nace y vive en el capitalismo; sea como apología de la positividad, sea como crítica de la misma, en su complicidad con el poder o en su impotencia marginal, la filosofía hunde sus raíces en la sociedad capitalista, carece de esencia propia, se constituye en su relación dialéctica, tipo amo-siervo, con la realidad social que la alimenta.

Pues bien, desde esta toma de posición, conscientemente subjetiva, conviene recordar que el estado capitalista burgués se presentó en la escena filosófica con el ideal de los derechos del hombre y del ciudadano, auténtica filosofía del estado burgués, como dijera Marx. El debate directo en torno a los derechos, que se prorrogará en el tiempo en la medida en que éstos son a la vez la defensa política del débil y la forma político jurídica de dominación, ha cedido el protagonismo a debates indirectos sobre los mismos. Tras las dos guerras mundiales y la barbarie fascista y nazi, tras Auschwitz y el Gulag, era difícil seguir confiando en el orden liberal democrático, incapaz no ya de defender su ideal, los derechos de los individuos, sino de respetarlos. La “sociedad justa” exigía más; nuevos derechos, sin duda, pero también más igualdad. En esos tiempos el marxismo arraiga en el espacio intelectual y pone al descubierto las sombras de la sociedad capitalista. Y en esos momentos, cuando más lo necesitaba, y contra los recalcitrantes neoliberales que seguían con su vieja letanía de defensa a ultranza de los derechos de los individuos frente a la justicia (me refiero a los extravagantes “libertarianos”, aferrados a su fe, como ejemplifican los R. Nozick, los Friedman, los Rothbard [6]), irrumpe uno de los más fecundos debates filosófico políticos de la segunda mitad del siglo XX sobre la sociedad justa. Se inicia propiamente en los años setenta, con Una teoría de la justicia (1971), la afortunada obra de J. Rawls. Podría parecer enigmático que una obra tan mediocre (a diferencia de otros textos posteriores de Rawls) tuviera tal impacto; pero en nuestra sociedad capitalista las cosas ocurren así, enigmáticamente, ocultando la realidad y arrastrándonos a vivir en el simulacro. Basta una ojeada al libro publicado sólo un par de décadas más tarde por Philippe van Parijs, ¿Qué es la sociedad justa? (1991), que cataloga y resume decenas de propuestas de “sociedad justa”, para comprobar que el mundo filosófico quedaba ordenado, clasificado y jerarquizado por la posición relativa de cada autor ante la propuesta normativa de Rawls, en una desbocada carrera por definir la verdadera justicia. La abundancia de teoría de la sociedad justa no impidió que la crítica mostrara los límites del debate: ya no se trataba de repartir justamente los bienes sociales en un estado, sino plantear otras cuestiones: justicia internacional, justicia como reconocimiento de las minorías, de las mujeres, problemas de identidad nacional y cultural… La vida buena no se reducía a la vida justa; o la justicia ya no podía reducirse a la redistribución de los bienes.

Un debate semejante se abrió apenas unas décadas después, éste en torno a la ciudadanía. La recuperación del texto de Theodor Humphrey Marshall, Ciudadanía y clase social (1949), serviría de referencia para, a partir de él o contra él, construir modelos de ciudadanía para nuestro tiempo. Cada filósofo satisfacía su secreta envidia al hacedor proponiendo el formato de la vida buena, de la existencia ética, de la ciudadanía de calidad. ¿Quién de nosotros no ha tomado posición al respecto proponiendo cómo debe ser el hombre en sociedad?

Pues bien, dentro de esa necesidad de producir modelos éticos de ciudadanía se incluye, como una subclase, la recuperación de la ciudadanía republicana, que tiene su más notorio adalid en Philip Pettit, gracias a su libro, que no merece mejor calificación que el de Rawls, Republicanismo. Una teoría de la libertad y del gobierno (1997). Y desde entonces proliferan los modelos republicanos: de izquierdas, de derechas, liberales, democráticos, humanismo cívico, igualitaristas, comunitaristas… Propuestas sólo discernibles en el cuerpo a cuerpo, en diálogo de amigos, pero que en la distancia resultan excesiva y sospechosamente indiscernibles como para no verlos como flores estacionales.

A estas alturas de los tiempos me preocupan muy poco esos dos debates; en realidad, no espero nada de ellos, ni formulaciones filosóficas potentes ni propuestas políticas atractivas. Poco cabe esperar de esta voluntad normativa que ha inundado nuestro espacio filosófico empujando a la cuneta de la historia la filosofía crítica que, prefiriendo la lúcida desesperación a la ignominiosa reconciliación, arraigó en nuestra conciencia precisamente al anochecer, cuando la esperanza en una radical transformación social se perdía por el horizonte. Tras la derrota política, pues, la derrota de la conciencia crítica. Y sobre ese fondo de derrota surge el discurso sobre la sociedad justa y sobre la ciudadanía republicana, que tiendo a considerar fugas imaginarias, ficciones consoladoras. Una sociedad capitalista justa ¿no es una broma?; una ciudadanía ética en el capitalismo de consumo ¿no es una burla?; y, vamos a lo que aquí nos preocupa, una vida republicana ¿no es un ingenuo anacronismo?

El discurso neorrepublicano se estructura en torno a una serie de tópicos como el contrato social, los derechos, las leyes, la identidad cultural, la participación política, etc. Tal vez los dos temas claves, las dos ideas en torno a las cuales se construye el discurso neorrepublicano, son la libertad y la virtud cívica. Dos ideas no fáciles de articular ni filosófica ni institucionalmente, por lo que debieran ser tratadas unitariamente. No obstante, por razones de espacio aquí me limitaré a la primera, dejando para un futuro próximo la crítica a la idea neorrepublicana de virtud cívica. Organizaré mi reflexión sobre la libertad republicana en tres apartados sucesivos: comenzaré por mostrar las suspicacias republicanas ante la democracia radical y participativa (3), que interpreto como herencia liberal del neorrepublicanismo; pasaré a continuación a valorar las deficiencias y límites conceptuales de la idea republicana de libertad, definida como no-dominación (4); y cerraré este frente con una crítica externa a la misma visibilizando las implicaciones políticas de la propuesta (5).


3. Carencias democráticas de la libertad republicana.

Yo creo que el elemento clave del republicanismo clásico fue siempre la virtud: pensar la política desde la virtud, al servicio de la ciudad virtuosa y de la vida buena. Hoy mismo, el objetivo práctico de los republicanistas, liberales o socialistas, es el de “republicanizar la política” para “moralizar la sociedad”; por tanto, un proyecto político con fines éticos. En el fondo todos lamentan el dominio del proceso económico sobre la vida y sus devastadores efectos en la comunidad y en la propia vida y conciencia de los seres humanos, y aspiran a recuperar la identidad perdida. Lo que ocurre es que la reivindicación de la virtud en nuestros tiempos no es tarea fácil, ni para los republicanistas comunitarios ni para los liberales. Respecto a estos, que aquí nos ocupan, en gran parte acaban cediendo el puesto de la virtud a la libertad, sea poniendo ésta como virtud suprema, sea pensando la virtud cívica como necesaria para, y al servicio de, la libertad. Pero, como libertad y virtud no tienen una identidad nítida, ni siquiera está asegurada su coherencia instrumental, los republicanistas liberales tienden a redefinir la libertad en términos virtuosos, cargándola de algún sentido ético. De ahí que buena parte de su reflexión se dedique a construir un concepto de libertad nuevo y, sobre todo, superior al concepto de libertad liberal, vacío de ética y políticamente neutral.

Los neorrepublicanos parecen obsesionados con la necesidad de argumentar la superioridad ética de su ideario respecto al liberal, identificando éste de facto con la degradada conciencia social y política de nuestras sociedades neoliberales: “Cuando los hombres de la commonwealth y los republicanos tradicionales invocaban el ideal de libertad como no-dominación, nunca llegaron a imaginar que fuera otra cosa que un ideal para una elite de propietarios, en general varones: después de todo, no eran sino hombres, y hombres de su época. Pero tenemos todo tipo de razones para pensar que deberíamos recuperar ese ideal y reintroducirlo como un ideal universal para todos los miembros de una sociedad contemporánea. En cualquier caso, tal es mi convicción…” [7]. Y con esta pretensión, que presentan como alternativa a un orden social y cultural que se desliza fatalmente por el desbarrancadero, acumulan argumentos en torno a los dos núcleos teóricos básicos: mostrar la superioridad ética de su propuesta de libertad republicana y convencer de que son los defensores privilegiados de hombres cívicos y repúblicas virtuosas.

El afán de autoidentificación del neorrepublicanismo con referencia al liberalismo y al socialismo-comunitarismo es tan obsesivo que resulta inquietante; me recuerda al que padecimos en otros tiempos en el seno del marxismo, que nos condenaba a pensar con el censor interno activado, pendientes de trazar sutiles líneas para separar trotskismo y leninismo, maoísmo y estalinismo, izquierdismo y revisionismo, y un largo etc. Y me temo que, como en aquel entonces, exprese más una patología del pensamiento que una necesidad del discurso. Esta obstinada búsqueda de una tercera vía, de una identidad inmune al mal de la sociedad liberal (existencia individual sin sentido) y al mal de la comunidad igualitarista (ausencia de la individualidad), queda bien ejemplificada en un pasaje del libro de S. Giner, Razones del republicanismo. Tras reconocer que la propuesta republicana está emparentada con el liberalismo y el comunitarismo, opciones que se reparten el espacio democrático, pues “al fin y al cabo, todas son concepciones de lo que es una politeia democrática”, teniendo entre ellas mucho en común, individualiza así la opción republicana: “De las tres opciones, se ha favorecido la republicana porque, por definición, se ve obligada a asumir los mejores postulados propios del liberalismo, con los mejores del comunitarismo, además de añadir a ellos los que le son a él [al liberalismo] privativos. En efecto, si bien es cierto que el republicanismo se basa, sobre todo, en ciudadanos políticamente activos así como en una sociedad civil de gentes libres y responsables, también lo es que su actividad sólo puede realizarse en el marco procedimental y de derechos civiles preconizados por los liberales sin exclusión del de los mutuos reconocimientos y respetos entre seres y agrupaciones distintas que caracterizan a las concepciones comunitaristas. En otras palabras, la incorporación de algunos supuestos de las otras dos posiciones no diluye el republicanismo. Ni lo degrada en un sincretismo irreconocible, pues posee un núcleo duro, que le es propio y lo distingue de las otras concepciones. En cambio, sí diluiría al comunitarismo aceptar demasiado liberalismo, y al revés” [8].

Como puede apreciarse, parece un juego de cocina, algo así como buscar nuevos sabores elaborando nuevos cócteles: un poco de aquí, otro de allí, para conseguir un buen plato a la carta bien cocinado. Si se nos ocurriera una pregunta tan ingenua como “¿por qué el republicanismo es la mejor opción?”, se nos diría eso, que somos ingenuos (o algo peor). Ya se ha dicho con claridad en la cita: “por definición”, porque como el cielo, según el catecismo del Padre Ripalda que nos enseñaban en la escuela católica franquista, el republicanismo es “el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno”.

Aunque esta voluntad de demarcación afecta tanto al frente de la libertad como al de la virtud, especialmente el primero arrastra su discurso a confusiones y posiciones bastante sorprendentes. Efectivamente, esa voluntad identitaria del neorrepublicanismo tiene un lugar áureo en la idea de libertad. Consideran los neorrepublicanos que el sentido, e incluso la posibilidad, de su existencia como opción filosófico-política diferenciada se juega en esa batalla por desmarcarse del liberalismo, de cualquier liberalismo, no sólo del monstruo neoliberal actual, cosa fácil, sino del liberalismo ético de comienzos de la modernidad, contaminado a posteriori por su deriva histórica. Esa obsesión, como quien huye de su propia sombra, lleva a los neorrepublicanos a reconstrucciones históricas sospechosas, como la de recalificar como “republicanos” a pensadores liberales tan clásicos como Locke o J. Stuart Mill, e incluso a preliberales como Montesquieu [9], para no dejarlos en el campo enemigo.

Lo más curioso del caso es que al elegir como frente principal de demarcación con el liberalismo precisamente la idea de libertad, el discurso neorrepublicano se complica la existencia y se condena a la impotencia. De entrada, no deja de ser paradójico que se elija como eje de diferenciación la idea de libertad, voluntad que destila en sí misma aromas liberales, pues revela que se renuncia a otros valores alternativos a la libertad e+n que sustentarse, y que serían más favorables para su pretensión. Competir con el liberalismo en la belleza de las respectivas ideas de libertad no es fácil, especialmente si se huye como de la peste de la “libertad positiva”, excesivamente socializante. Puesta la libertad como valor supremo, la máxima demarcación que puede conseguir el neorrepublicanismo contemporáneo es la de un liberalismo peculiar, un “liberalismo republicano”, distinguido de otros, como el de los rawlsianos, que se autodenominan “liberalismo igualitarista” o “liberalismo de izquierdas”, etc. La elección de la libertad como frente de demarcación no es una buena estrategia.

Pienso que, dada su afición a buscar en la historia su tradición legitimadora, habrían podido detectar que el republicanismo clásico, hasta Maquiavelo incluido, no es un republicanismo de la libertad, sino de la virtud; o sea, ese republicanismo de tradición aristotélica que les parece, con razón, excesivamente comunitarista, puede distinguirse precisamente por eso, por poner la eudaimonía por encima de la libertad. Ese republicanismo sí puede distinguirse claramente del liberal; pero no así un republicanismo fundado en una idea de libertad, por hermosa que esta sea. Aunque sea machaconamente repetida y descrita la distinción entre la idea de “libertad como no-interferencia”, que elevan arbitrariamente a paradigma del liberalismo, y la de “libertad como no-dependencia” o como “no-dominación”, que erigen en credencial identificadora de la apuesta republicana, no se ve su claridad y distinción, como exigiría el pensamiento racional desde Descartes.

Y es normal que encuentren dificultades conceptuales en esa tarea demarcadora. Al fin, la propuesta de libertad republicana como no-dominación que defiende Ph. Pettit en su libro Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, y que se ha convertido en obligado referente del discurso republicanista, al igual que Una Teoría de la Justicia de J. Rawls lo fuera de las propuestas liberales, parece responder más bien, curiosamente, a una idea aristotélica de virtud como aurea mediocritas, como término medio. Pues es sabido que Pettit parte de la difundida distinción de I. Berlin en “Dos conceptos de libertad” [10] entre libertad positiva y libertad negativa, propuesta sospechosamente normativista que a su vez es el resultado de una reformulación muy ideológica de la ya clásica y afortunada distinción de B. Constant entre libertad de los antiguos y libertad de los modernos, que tenía más pretensiones descriptivas. Pettit fuerza el esquema, que Berlin asocia respectivamente a liberales (buenos) y a comunistas (totalitarios), para introducir entre ambas opciones una nueva figura de la libertad que defina un espacio político diferenciado entre ambos. Entre la negativa, que atribuye abiertamente al liberalismo, y la positiva, que sin estridencias acerca al comunitarismo y casi disimuladamente al socialismo, sitúa como vía intermedia –por tanto, la de la virtud- la libertad como no-dominación.

Esa pretensión no es fácil de llevar a cabo. Por un lado, porque filosóficamente es difícil mejorar la idea de libertad liberal –otra cosa es el valor que se le asigne. Por otro, el discurso neorrepublicano está condenado a quedar atrapado en la red liberal por su desprecio de cuando implique comunidad, igualitarismo, participación, en definitiva, comunitarismo o socialismo. Por tanto, como diría Marx, el término medio, lejos de ser solución, es una vez más un “error compuesto”. Huyendo del otro extremo, del comunitarismo (que sin duda encubre también el comunismo), los neorrepublicanos abdican explícitamente de la democracia participativa, de la participación política. Pettit lo dice explícitamente: “Aun cuando la tradición republicana halla valiosa e importante la participación democrática, no la considera un valor básico inconmovible. La participación democrática puede ser esencial para la república, pero sólo porque resulta necesaria para promover el disfrute de la libertad como no-dominación, no por sus atractivos intrínsecos: no porque la libertad, según sugeriría una concepción positiva, sea ni más ni menos que el derecho a la participación democrática” [11].

Maurizo Viroli, por su parte, en su libro Republicanessimo [12], ha dejado bien claro que la libertad republicana no debía confundirse con la democracia participativa, estableciendo la separación precisamente en torno al problema de la participación. Él se ha afirmado con contundencia, refiriéndose a la idea de los escritores republicanos clásicos, que “Consideran que el gobierno de la ley hace que los individuos sean libres no porque la ley sea su voluntad, porque le hayan dado su consentimiento, sino porque la ley es un mandato universal y abstracto y, como tal, protege de la arbitrariedad” [13]. Y no sólo se adhiere a ella sin reservas, sino que con su propia voz no es menos rotundo: “La concepción republicana de la libertad también es diferente de la idea democrática que afirma que la libertad consiste en “poder darse normas a uno mismo y a no obedecer otras normas que las que uno se ha dado a sí mismo (libertad en el sentido de autonomía) (…). La concepción republicana de la libertad política es próxima a la idea democrática de la libertad como autonomía de la voluntad, en la medida que ve en la constricción una violación de la voluntad; ésta, no obstante, no es idéntica a la libertad democrática, en tanto considera que la voluntad es autónoma cuando está protegida del peligro constante de ser sometida a constricción, no cuando la ley o la norma que regula mis acciones corresponde a mi voluntad. Los escritos políticos republicanos no han sostenido nunca que la liberad consista en la acción regulad por la ley autónoma, es decir, aceptada voluntariamente, o en el poder de darnos normas a nosotros mismos y de seguir sólo las normas que nos demos; sino que han sostenido que el poder de darse las leyes –indirectamente, por medio de representantes- es el medio eficaz (junto con otros) para vivir libres, en el sentido de no estar sometidos a la voluntad arbitraria de uno, de pocos o de muchos individuos” [14].

Por tanto, la participación en la construcción de la ciudad, exigencia irrenunciable de la izquierda política, es claramente menospreciada, al requerirla sólo como estrategia instrumental, no como algo con valor antropológico, y sólo circunstancialmente. Posición sorprendente en un discurso que incansable y aburridamente prescribe la bondad de la virtud cívica, que difícilmente puede pensarse de otro modo que no sea el compromiso político, si no se pretende reducirla a mero humanitarismo (cosa que, sin citarlo, a veces se transparenta).


4. Carencias conceptuales de la idea de “no-dominación”.

Es obvio que una caracterización de la libertad como ausencia de dominación, tal vez por ser un simple pleonasmo, tiene un atractivo intrínseco, pues visualiza la verdadera esencia de la libertad; la ausencia de dominación es el otro nombre de la libertad. Es su rostro negativo, con la peculiaridad que en el marco liberal es el único pensable e imaginable. Además, para Pettit esta figura republicana de la libertad proporciona una imagen “muy rica y convincente de lo que es razonable esperar de un estado decente y de una sociedad civil decente” [15]. El atractivo del ideal de “no-dominación”, especialmente cuando se pone como contrapuesto al mediocre y menguado ideal liberal de “no-interferencia”, parece indiscutible, pues implica dar profundidad a la libertad, desvelar su verdadera esencia; pero, como enseguida veremos, la “no-dominación” propuesta por los neorrepublicanos es mucho más limitada e insatisfactoria de lo que deja pensar su enunciación abstracta.

Aunque la caracterización de la libertad como no-dominación aparece hasta el cansancio en casi todos los textos de los republicanistas, la verdad es que no es la claridad su mayor mérito. Ph. Pettit, a pesar de que, como padre de la expresión, la convierte en monotema de sus escritos, apenas nos aclara su sentido, excepto que se trata de una no-interferencia y algo más; ese algo más –que a veces parece algo menos– refiere a la arbitrariedad: “Esta concepción (de la libertad como no-dominación) es negativa, en la medida en que se requiere la ausencia de dominación ajena, no necesariamente la presencia de autocontrol, sea lo que fuere lo que este último entrañe. La concepción es positiva, en la medida en que, al menos en un respecto, necesita algo más que la ausencia de interferencia: requiere seguridad frente a la interferencia, en particular frente a la interferencia arbitrariamente fundada” [16]. Pero, exceptuando ese impreciso contenido de la ausencia de arbitrariedad (que en el fondo implica aceptar condicionadamente la interferencia, el límite a la acción humana), la idea de no-dominación tiende a confundirse con la de no-interferencia: “Disfrutar de la no-dominación es estar en una posición tal, que nadie tiene poder de interferencia arbitraria sobre mí, siendo ésta la medida de mi poder” [17].

El mero rechazo de coacciones arbitrarias es una trivialidad, pues parece tan elemental que no se comprende que pueda caracterizar una posición ético-política. El más recalcitrante liberal estará dispuesto a aceptar las interferencias o límites necesarios, en especial los puestos por la ley, aunque no sea por amor a ésta sino para evitar la hobbesiana bellum omnium contra omnes. Por otra parte, es difícil pensar una sociedad donde no se den coacciones arbitrarias, contingentes, casuales; una sociedad sin interferencias arbitrarias es algo así como una comunidad de santos, y en tal caso no sería necesaria la política republicana, pues la virtud estaría asegurada. Por tanto, resulta ingenuo aspirar a una existencia humana sin interferencias arbitrarias y parece mucho más atractivo perseguir una vida en ausencia de dependencia o dominación “necesarias”, pues una sociedad donde es manifiesta la necesidad de sumisión, la inevitabilidad de la dominación, al menos debería ser considerada una forma política muy sospechosa. Pero los republicanistas insisten en darle caña al mono de la arbitrariedad, asumiendo acríticamente la coerción necesaria; es bien cierto, no obstante, que hay momentos en que, reconociendo la imposibilidad de acabar con las coerciones arbitrarias, metamorfosean el criterio y acaban por considerar que la amenaza para la calidad de la libertad no es la mera presencia de interferencias arbitrarias sino su presencia impune, posición sin duda más razonable pero igualmente trivial.

En la misma línea de rechazo de la coerción arbitraria -que les permitiría pensar la ley como coerción no arbitraria y, por tanto, legítima, o sea, como no-dominación- se manifiesta M. Viroli en su ya citado libro Repubblicanesimo, y concretamente en los capítulos II (“La nueva utopía de la libertad”) y III (“El valor de la libertad republicana”). Tras definir el republicanismo como tradición y utopía, sin solución de continuidad entra en el tema parafraseando a Pettit: “Los teóricos contemporáneos del republicanismo afirman, de hecho, que la libertad política auténtica no consiste tan sólo en la ausencia de interferencia (en las acciones que los individuos desean realizar o tienen capacidad de realizar) por parte de otros individuos o instituciones, como sostiene la escuela liberal. Consiste más bien en la ausencia de dominación (o de dependencia), entendida como la condición del individuo que no depende de la voluntad arbitraria de otros individuos o instituciones que le puedan oprimir impunemente si quieren hacerlo” [18]. Como tesis clonada, es la “impunidad” de la opresión, y no la opresión misma, el objeto a combatir; es la sumisión a la “voluntad arbitraria”, y no simplemente a la “voluntad” de otro, la causa del mal social. De este modo, como veremos, son las extravagancias contingentes del orden capitalista el elemento a extirpar, dejando lo otro, las condiciones generales e intrínsecas de la producción y el orden político, fuera del objetivo crítico al ser tenuemente aludido como límite necesario.

La verdad es que la idea de libertad como no-dominación puesta en escena por los neorrepublicanos es conceptualmente muy débil, sin lograr diferenciarse de la libertad liberal más allá de algún acento ético de escasa consistencia. Efectivamente, a pesar de su esfuerzo por autocaracterizarse –y autoembellecerse- frente a los liberales, lo cierto es que tanto Pettit como Viroli aportan escasa documentación para mostrarnos que efectivamente es así, que a lo largo de la historia los pensadores liberales han defendido la libertad como no-interferencia y han olvidado la libertad como no-dominación. Esto es tanto más sorprendente cuanto que ambos pensadores, especialmente Viroli, gustan del rastreo y selección de ideas (a veces a costa de los conceptos) como mecanismo de argumentación de la larga tradición republicana. A la sospecha derivada de la escasa documentación hay que añadir la propia de los textos liberales que se usan al efecto, como los de B. Constant, que al describir la “libertad de los modernos” (la libertad negativa, la libertad liberal por excelencia), dice que: “Consiste en el derecho de cada uno a no estar sometido sino a las leyes, a no ser arrestado, ni detenido, ni asesinado, ni maltratado de ninguna manera a causa del arbitrio de un solo individuo o de más de uno. El derecho de cada uno a manifestar su opinión, escoger su profesión y ejercerla, disponer de su propiedad y abusar de ella; de desplazarse sin tener que pedir permiso y sin tener que dar cuenta de sus propias acciones y de su propia conducta. El derecho de cada uno a reunirse con los otros individuos, sea para satisfacer sus propios intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieran, o simplemente de ocupar los días y las horas de la manera que se ajuste mejor a sus inclinaciones, a sus fantasías. En fin, el derecho de cada uno a influir en la administración del gobierno, sea nombrando todos o algunos de los funcionarios, sea por medio de protestas, peticiones, demandas, que la autoridad se vea más o menos obligada a tomar en consideración” [19].

No es fácil de comprender, si ésta es la definición canónica de la libertad liberal, y así lo entiende Viroli, qué motivos tienen los neorrepublicanos para rechazarla. Puede parecerles insuficiente, pero en modo alguno despreciable. Ni siquiera es tan asépticamente “negativa”, pues hay una defensa de los derechos políticos, y por tanto de la vida política, nada desestimable. En el fondo describe bastante bien el modelo democrático liberal existente. Lo que suelen criticar los republicanos a Constant es que abriera la puerta a una vida virtuosa de espaldas a la vida política, como un programa de vida privada. Ciertamente, en su discurso la participación queda fijada como derecho, pero no como virtud, tal que no puede ser impuesta normativamente, ni por el discurso filosófico jurídico ni por el moral. Y aquí se revela la lucidez de Constant, que ha comprendido que el ideal de vida política tradicional ya no es posible para todos, que el orden capitalista aleja inevitablemente a los hombres de la polis, lanzándolos a una vida privada que hay que reivindicar también como opción de vida virtuosa. Y esto es lo que parecen no entender los neorrepublicanos: que la opción liberal es más orgánica al orden capitalista que ese sueño de ciudad integrada, virtuosa, comunitaria. En todo caso, y cara a lo que aquí nos ocupa, la referencia a Constant para mostrar los límites de la idea liberal de libertad no es apropiada porque la idea de libertad de éste es muy razonable y “republicana” y, sobre todo, porque responde a un discurso descriptivo y explicativo potente, y no a una voluntad normativa ideal y anacrónica.

Digo, pues, que los neorrepublicanos no aportan suficientes argumentos textuales para ilustrar esa esquelética libertad liberal, ajena a toda presencia política y, sobre todo, insensible a la dominación, que atribuyen los neorrepublicanos al liberalismo clásico. Esa figura de la libertad es una abstracción sectaria con la simple función de que sirva de fondo ideológico sobre el que, cual espejo encantado, el neorrepublicano pueda reconocerse y reconciliarse consigo mismo. No es extraño que esta actitud les lleve a visibles violencias en sus relatos históricos, como al recoger cual ejemplo de libertad republicana la descripción de Montesquieu en El espíritu de las leyes: “La libertad política, en un ciudadano, consiste en aquella tranquilidad de espíritu que proviene de la convicción que cada uno tiene de la propia seguridad; y, para que esta libertad se ejerza, es necesario un gobierno que esté organizado de tal manera que impida que un ciudadano pueda temer a otro ciudadano” [20]. ¿Puede defenderse razonablemente que esta definición de libertad sea más republicana que liberal? Ya de entrada es sospechoso incluir a Montesquieu, frente a la historiografía dominante, en el círculo de pensadores republicanos clásicos, pues su contingente oposición a la monarquía absoluta no es credencial suficiente para hacerle republicano. Tan sospechoso al menos como presentarlo, como hace la historiografía, cual prototipo liberal por el mero hecho de haber reivindicado el equilibrio de poderes, propuesta que una lectura atenta del texto revela que no se hace en clave moderna, burguesa, liberal, sino en el contexto del antiguo régimen, como expresión de la resistencia de los “estados” a la voluntad centralista de las monarquías absolutas. Esa “seguridad” que pide en el texto antes citado, y que tanto gusta a los neorrepublicanos, no me parece suficiente acreditación. El combate contra el miedo, por la seguridad, no es privativo de los republicanos. ¿No montó Hobbes, el único liberal clásico que los republicanistas anatemizan, todo su discurso legitimador del orden político en nombre de la seguridad, de la eliminación del miedo?

La verdad es que cuesta trabajo aceptar la caricatura de un liberalismo aferrado al estéril palo de la no interferencia. Sin duda conocemos la reflexión de Hobbes –que, por cierto, apenas citan los neorepublicanos- cuando afirma: “Libertad, o independencia, significa (propiamente hablando) la falta de oposición (por oposición quiero decir impedimentos externos al movimiento); y puede aplicarse a criaturas irracionales e inanimadas no menos que a las racionales. Pues de cualquier cosa atada o circundada como para no poder moverse sino dentro de un cierto espacio, determinado por la oposición de algún cuerpo externo, decimos que no tiene libertad para ir más allá. Y lo mismo acontece con todas las criaturas vivientes mientras están aprisionadas o en cautividad, limitadas por muros o cadenas; y con el agua mientras está contenida por diques o canales, cuando en otro caso se desparramaría sobre una extensión mayor. Solemos entonces decir que tales cosas no están en libertad para moverse como lo harían sin esos impedimentos externos. Pero cuando el obstáculo al no movimiento está en la constitución de la cosa misma no solemos decir que le falta la libertad, sino el poder para moverse; como cuando una piedra yace quieta, o un hombre es atado a su cama por una enfermedad” [21].

Se aprecia el contexto del discurso hobbesiano, por un lado filosófico y, por otro, atento a los usos de la palabra (“Vía libre”, “donación libre”, “hablar libremente”). Y de ahí puede concluir: “Y con arreglo a este sentido adecuado y generalmente reconocido de la palabra, un hombre libre es quien en las cosas que por su fuerza o ingenio puede hacer no se ve estorbado en realizar su voluntad” [22].

En filosofía, nos viene a decir, y una vez definido el sujeto humano por su deseo de vida, por su voluntad de poder (de vivir, garantizar su vida y poseer cuando favorece esa garantía de vida), la libertad del hombre viene definida por su efectividad (no por su capacidad abstracta, pues la vida se ejerce siempre en un contexto) para realizar “su voluntad, su deseo, su inclinación”. ¿Y cómo garantizamos la “libertad de la voluntad, del deseo o de las inclinaciones”? A Hobbes esa pretensión es un salto a la metafísica, pues no tiene sentido predicar la libertad de la voluntad, del deseo o de los instintos, sino sólo del hombre al que constituyen; como no tiene sentido predicar la libertad de los fenómenos y de las leyes naturales. Por eso puede decir algo que nos inquieta: “El miedo y la libertad son compatibles; como cuando un hombre arroja su mercancías al mar por miedo a que el barco naufrague, pues lo hace entonces de muy buena gana y podría abstenerse si así lo quisiera. Por tanto, su acción es la de alguien que era libre… Y, por lo general, todas las acciones que los hombres realizan en las repúblicas por miedo a la ley son acciones que estaban en libertad de omitir” [23].

Pues bien, en este conocido capítulo “Sobre la libertad de los súbditos”, de título sorprendente y sospechoso de contradicción (¿pueden ser libres los súbditos?), donde dice cosas que han provocado ríos de tinta y que a mi parecer merecen ser mejor evaluadas (carácter imaginario de la libertad de las repúblicas griegas y romanas, audaz comparación entre los miembros de Lucca y Constantinopla, tendencia de los autores modernos a derivar las normas y principios no de la vida y de la historia, sino de los textos de Aristóteles y Cicerón…). En ese capítulo, digo, Hobbes afirma nada más y nada menos que “todos los hombres son igualmente libres por naturaleza” [24], que las leyes deben estar respaldadas por la fuerza de la espada  y que es del análisis del pacto social, y no de los textos antiguos, de donde hay que extraer la libertad posible: “Pues en el acto de nuestra sumisión consiste tanto nuestra obligación como nuestra libertad, lo cual debe, por tanto, inferirse mediante argumentos tomados de allí, no habiendo obligación de hombre alguno que no surja de algún acto suyo…” [25].

Y en ese mismo texto el autor que aparentemente ha defendido la servidumbre, acota el espacio de libertad que le permite el pacto constituyente en el que el hombre ha enajenado sus derechos naturales, pero no todos. Porque hay cosas intransferibles, entre ellas el derecho a la autodefensa, el derecho del acusado a mentir ante el juez, el derecho a negarse a ir a la guerra: “En cuanto a otras libertades, dependen del silencio de la ley, Allí donde el soberano no ha prescrito regla, el súbdito tiene libertad de hacer o no hacer con arreglo a su propio criterio” [26].

El afán de autodemarcación frente al liberalismo lleva a los neorrepublicanos a elaborar verdaderas caricaturas de la propuesta liberal, presentándolo como enemigos de las leyes, incapaces de distinguir entre interferencias arbitrarias y necesarias. Viroli no encuentra autor más apropiado del que echar mano para ilustrar que la lucha contra la coerción arbitraria es el elemento doctrinal básico del republicanismo clásico que el propio J. Locke, el más indiscutible de la historiografía liberal: “La finalidad de la ley no es abolir o reprimir la libertad, sino conservarla y aumentarla, porque en todas las condiciones de seres creados capaces de regirse por medio de leyes, donde no hay leyes, no hay libertad; porque la libertad consiste en estar libre de la represión y de la violencia de los otros, situación que no puede darse donde no hay ley; pero la libertad no es, como suele decirse, “la libertad de cada uno de hacer lo que le parezca” -de hecho, ¿quién sería libre si fuese tiranizado por el capricho de todos los otros?- , sino la libertad de disponer y ordenar su persona, sus acciones y sus posesiones y toda su propiedad como le parezca dentro de los límites que le permitan aquellas leyes a las que está sometido, sin estar por ello sujeto a la voluntad arbitraria de otro, sino siguiendo libremente su propia voluntad” [27]. Claro está, si cualquier pensador que mantenga estas posiciones es calificado de “republicano”, dejando para el liberalismo el mal abstracto, se consigue la autoidentificación, aunque sea imaginaria. Pero lo razonable es reconocer que liberales como Locke ya tenían esa idea de libertad que excluía la coerción innecesaria y defendía la de la ley; lo razonable es pensar que esa idea “republicana” es común a los liberales, particularmente a los del periodo clásico.

No solamente no encuentran en los clásicos apoyos definitivos para elaborar la concepción moderna de libertad republicana como “no dominación”, sino que su construcción conceptual es también muy débil, a pesar de que abra una perspectiva atractiva y pertinente. En el fondo, con el recurso a la caracterización de “no dominación” se trata de llamar la atención sobre la pseudolibertad que se goza en nuestras sociedades capitalistas, donde las libertades “formales” no evitan, sino que enmascaran y hasta cierto punto reproducen o legitiman, formas de dependencia y jerarquización al menos paralegales. Esta denuncia de la libertad formal, que cohabita con la dominación, y esta llamada a ir más lejos, a profundizar más la emancipación humana, es oportuna, correcta y loable, si bien su concreción resulta visiblemente ingenua.

¿Qué entienden los neorrepublicanos por dominación? Tal vez lo mejor sea citar literalmente a Pettit, para ver la escasa fuerza de sus argumentos: “La respuesta es que mientras los liberales equiparan la libertad con la ausencia de interferencia, los republicanos la equiparan con estar protegidos contra la exposición a la interferencia voluntaria de otro: estar seguro contra tal interferencia. La libertad en este sentido equivale a no estar bajo el poder que tiene otro de hacernos daño, a no estar dominado por otro” [28]. La idea de Pettit es que, bajo la dominación, el amo tiene la capacidad, aunque no la ejercite, de interferir, de obstaculizar, de dirigir, de imponer su voluntad al siervo; y es precisamente esa situación, esa posibilidad de coacción, se ejercite o no, lo que es republicanamente inadmisible (y, presuntamente, liberalmente aceptable). El hecho de la coerción puntual es para este autor socialmente irrelevante, mero accidente; la posibilidad abierta, efecto de una situación estructural, es lo verdaderamente significativo para la libertad. Tanto es así que definen tipos ideales de sociedad: “sin ir más lejos en el análisis de la dominación, y de hecho de la interferencia, una mínima reflexión debería dejar en claro que la no dominación y la no interferencia son ideales completamente diferentes” [29]. Por un lado, consideran dominación la coerción o interferencia, como los liberales; por otro, incluyen también situaciones en que, sin la presencia de interferencias, éstas se encuentran como posibilidad en el horizonte. La idea que se me ocurre para explicitar este concepto de dominación es la kantiana de la paz perpetua, que además de la ausencia exige la imposibilidad de la guerra. Pero me temo que no se llega a tanto, pues Kant expulsa también toda guerra necesaria o guerra justa, mientras los republicanistas parece que sólo excluyen la dominación arbitraria.

Pettit pone todo el énfasis del mundo en definir la dominación como una relación distinta de la interferencia, llegando a usar un argumento que le parece definitivo: “es posible tener dominación sin interferencia e interferencia sin dominación” [30]. Como si previera la perplejidad que tal afirmación puede causar en el lector, nos lo aclara así: “yo puedo estar dominado por otro –por ejemplo, para ir al caso extremo, puedo ser el esclavo de otro- sin que ese otro realmente interfiera en ninguna de mis decisiones” [31]. Es difícil imaginar qué tipo de sociedad esclavista tiene Pettit en la mente; pero ha de ser un régimen muy curioso para que pasen esas cosas. Claro está, si pensamos un esclavo con voluntad de esclavo, con “naturaleza” de esclavo, que diría Rousseau, podemos imaginar que pueda seguir siendo esclavo (dominado) sin que le enseñen a cada instante el látigo; pero si ese “esclavo” tiene voluntad de libertad, si quiere elegir el lugar de residencia, tener sus propiedades, decidir sobre su cuerpo, ocupar cargos públicos…, es decir, si su naturaleza responde a la del hombre corriente de nuestro tiempo, en ese mismo momento, en ese mismo instante de aparecer su voluntad de hacer algo no propio de esclavo, aparecerá la dominación bajo su figura más real: como prohibición, como límite. Y la certeza de esa relación, certeza siempre presente, explicará que el “esclavo” no intente realizar su voluntad (transgredir la voluntad del otro), con lo que hace innecesario que el amo actualice la suya, que así queda invisible, pero presente. La prohibición, la coacción, la violencia, están siempre presentes, siempre en activo, aunque invisibles cuando se ejercen sobre el alma. La ausencia de esa dominación, como lo imagina Pettit, llevaría a pensar esclavos a part-time, con momentos de libertad, cosa realmente absurda.

Dice Pettit que “puede suceder que mi amo tenga un carácter amable y no intervencionista o puede simplemente suceder que yo sea lo suficientemente astuto como para ser capaz de salirme con la mía haciendo lo que yo quiera” [32]. No sé la capacidad de astucia de Pettit, que podría superar a la de Ulises; pero la astucia de los hombres normales a lo largo de la historia no ha podido engañar al amo, y cuando la astucia ha sido más útil ha sido cuando ha logrado liberarse del amo, salir de esa relación. En este escenario de relaciones triviales sólo se pueden decir trivialidades: “La tradición republicana es unánime en presentar la libertad como el opuesto de la esclavitud y en ver la exposición a la voluntad arbitraria de otro, o vivir a merced de otro, como el gran mal” [33]. Claro que sí, pero no en exclusiva, sino compartido con la tradición liberal, la marxista, la cristiana y cualquier corriente de pensamiento razonable. Es tan obvio, tan de sentido común, que sorprende que necesite ser argumentado y con citas de autoridad.

Pero Pettit lo hace, y vale la pena que detenerse en uno de ellos. Son muy ilustrativas sus referencias a Harrington, autor referente del neorepublicanismo liberal, quien dice cosas como éstas: “El hombre que no puede vivir por sí mismo debe ser un sirviente; pero aquel que puede vivir por sí mismo puede ser un hombre libre” [34]. Pettit lo usa para ilustrar su contraposión entre liber y servus, que tanto le gusta. Pero contextualiza las ideas, no sitúa estos textos en la literatura retórica que, con los nuevos aires del capitalismo, teorizará la “independencia” (recordemos el kantiano “derecho a la independencia”), y especialmente la independencia económica, como el fundamento de la libertad y de los derechos. Estos discursos más que reivindicar la igualdad y la libertad de todos los hombres, con frecuencia tenían por función justificar los privilegios de un derecho político censitario. En el capitalismo ser libre tiende a confundirse con ser propietario, disponer de los medios de producción, y la “independencia” se usa como argumento para legitimar la desigualdad; en consecuencia, la escisión entre quienes son capaces de valerse por si mismos, de ser independientes, y quienes dependen de otros, de su voluntad y de su propiedad, necesita reinterpretarse en otras claves que las ofrecidas por los neorrepublicanos. El mismo ejemplo que pone nos revela esta retórica de la libertad. Nos cuenta que los autores de las Cato´s Letters, defendían que “Libertad es vivir de acuerdo con los términos de uno, esclavitud es vivir a merced de otro” [35]. Y en base a eso consideraban que las colonias americanas eran esclavas, porque el Parlamento inglés podía aplicarles impuestos. El mismo Joseph Priestley radicalizaría el discurso diciendo: “pues por el mismo poder por el que el pueblo de Inglaterra puede obligarlos a pagar un penique, puede obligarlos a pagar hasta el último penique de que dispongan” [36]. Sin cuestionar que el colonialismo es una relación de dominación, y reconociendo la fuerza retórica del argumento de Priestley, deberíamos preguntarnos por qué no aplicar una argumentación semejante a la relación entre patrono y obrero, por qué Pettit siempre usa expresiones como amo-siervo, o déspota-súbdito, y elude el vocabulario de la producción capitalista y del orden político democrático que, al fin, es lo real en nuestra existencia.


5. Dominación en la superficie y en las profundidades.

Y así llegamos al final de nuestra reflexión, donde abordaremos las implicaciones prácticas del discurso neorrepublicano. Cualquier propuesta política debe ser valorada por su potencial emancipador; por eso decía anteriormente que la neorrepublicana de la no-dominación tiene un fuerte atractivo. Pettit nos cuenta que el agravio que tiene en mente al hacer su propuesta de libertad republicana es “el de tener que vivir a merced de otros…”. Si cortamos aquí el texto, resulta insinuante y prometedor, pues deja abierta la puerta a cuestionar las dependencias profundas, incluso la que se establece en el trabajo asalariado; pero si seguimos leyendo aparecen los límites y desaparece la ilusión: “…el de tener que vivir de tal manera que nos volvamos vulnerables a algún mal que otro esté en posición de infligirnos arbitrariamente” [37]. La esperanza se ha desvanecido. Pettit no rechaza cualquier dependencia; en especial, no rechaza las dependencias profundas, las estructurales, como las derivadas del sistema productivo, sino que se contenta con rechazar las propias de la plaza pública, las contingentes, en definitiva, las de la superficie. Al acotar las coacciones ilegítimas como “arbitrarias”, deja pensar que las “necesarias” son legítimas, soportables, aceptables en la vida republicana. Lógicamente, la línea de demarcación entre ambas queda imprecisa; ésta es la condición para que su tesis parezca verosímil. Ni una palabra sobre la arbitrariedad o necesidad de la dependencia derivadas del modo de producción; ni siquiera sobre las fijadas en las leyes. Se presume que las leyes son justas (si no, son arbitrarias e ilegítimas); y que el mercado es justo (los abusos son arbitrarios e ilegítimos).

A los republicanistas sólo les preocupan las relaciones personales, libres e individualizadas. El mal es personal, la injusticia es personal, la dominación es personal; por tanto, el modelo socioeconómico es neutral, inocente, y la terapia debe orientarse simplemente a corregir las disfunciones conservando el modelo. En la anterior cita la palabra sagrada es “arbitrariamente”. Sólo el mal arbitrario es verdadero mal; el mal necesario, como en el orden natural, es legítimo es exigido por la vida. Pettit lo repetirá incansable: “Carecer de libertad consiste en estar sujetos a un tira y afloja arbitrario: estar sujetos al arbitrio potencialmente caprichoso, o al juicio potencialmente idiosincrásico, de otro” [38]. Esto sería un principio para Pettit: “si la interferencia no es arbitraria, no hay dominación” [39].

Seguramente no hay noción más relativa e ideológica que la de “arbitrariedad”, absolutamente encerrada en un código ético. Tal vez por ello una noción como la dominación arbitraria sea tan difícil de conceptuar. Al menos así resulta para los republicanistas, que faltos de concepto recurren a los ejemplos, con lo cual la confusión está asegurada. Es lo que hacen tanto Pettit como Viroli, que consideran que lo mejor es poner algunos ejemplos. Yo creo que no, que los ejemplos no sustituyen con eficiencia al concepto, ni necesariamente ayudan a su construcción; a veces lo ocultan y obstaculizan. En todo caso, los ejemplos que ponen ambos son los mismos y repetidos. Pettit, ya lo sabemos, recurre incansable al ejemplo de los propietarios de esclavos como paradigma de la dominación, del “poder absoluto de interferencia arbitraria”; y asimila al mismo el de “ciertos potentados despóticos sobre los súbditos… en ciertos regímenes”. Pero esos casos paradigmáticos resultan poco útiles hoy, y menos para describir una sociedad republicana, donde están ausentes tales relaciones. Por eso el republicanismo recurre a otros ejemplos, los del poder de baja intensidad, que están presentes incluso en sociedades gobernadas por reglas: “El marido que puede golpear a su esposa por desobedecer sus instrucciones, sujeto cuando mucho a la tibia censura del vecindario; el patrono que puede despedir caprichosamente a sus empleados, apenas azorado tras la decisión; el maestro que puede castigar a sus discípulos a la menor excusa, real o pretendida; el carcelero que puede convertir en un infierno las vidas de los reclusos, a cara descubierta y sin necesidad de disimulo: todos estos personajes disfrutan de grados de poder arbitrario sobre las personas a ellos sujetas. No son tan comunes en algunas de las sociedades contemporáneas como lo fueron antaño. Pero no nos resultan tan poco familiares como el esclavista o el déspota potentado, y aún allí donde se extinguieron, a menudo han dejado en su lugar una progenie menos poderosa pero aún reconocible” [40].

A los mismos ejemplos recurre Viroli para ilustrar la idea de dominación que centra la reflexión republicanista, una dominación en la que la interferencia no está presente, sino invisible, en el ambiente: “Consideremos los casos siguientes: un tirano o un oligarca que puede oprimir sin temor a incurrir en las sanciones que la ley establece; una mujer que puede ser maltratada por el marido sin poder resistirse ni obtener reparación alguna; unos trabajadores que pueden padecer todo tipo de abusos, mezquinos y graves, por parte del empresario o de un superior; un pensionista que ha de depender del capricho de un funcionario para obtener la pensión que le corresponde legítimamente; un enfermo que ha de confiar en la buena voluntad del médico para curarse; unos jóvenes estudiantes que saben que su carrera no depende de la calidad de sus trabajos sino del capricho del docente; un ciudadano que puede ser enviado a la prisión de forma arbitraria por alguna magistratura” [41]. Como puede apreciarse, la interferencia se identifica con la violación de la ley, los usos y las costumbres, pero ni una sola palabra sobre la dominación a través de relaciones económicas o mediante instrumentos ideológicos y jurídicos. Cuenta sólo la no-interferencia como criterio: “En todos los casos que he descrito no hay ningún tipo de interferencia: no he hablado de un tirano o un oligarca que oprime, sino que puede oprimir si quiere; no he dicho que el marido maltrate a su mujer, sino que puede maltratarla sin temor a las sanciones, y el mismo discurso vale para los empresarios, los funcionarios, los médicos, los docentes o los jueces en los ejemplos mencionados. Ninguno de éstos impiden a los otros perseguir los fines que quieren perseguir; ninguno de ellos interfiere en la vida de los otros, La mujer, los trabajadores, el pensionista, el enfermo, los jóvenes de los ejemplos citados son pues totalmente libres si por libertad se entiende no estar sometidos a ninguna interferencia o, lo que es lo mismo, no ser obstaculizado u obligado. No obstante, están sometidos a la voluntad arbitraria de otros individuos y, así, viven en condiciones de dependencia, como los esclavos de los que habla Plauto en sus comedias, que frecuentemente son libres de hacer lo que quieren, sea porque el amo está lejos, porque es buena persona o porque es necio, pero que a pesar de todo están sometidos al arbitrio del amo, que puede castigarlos duramente si quiere” [42].

Y en otro momento dice que la dominación: “Es el agravio expresado en la mujer que se halla en una situación tal que su marido puede pegarle a su arbitrio, sin la menor posibilidad de cambiar las cosas; por el empleado que no osa levantar queja contra su patrono, y que es vulnerable a un amplio abanico de abusos, insignificantes unos, serios otros, que su patrono puede arbitrariamente perpetrar; por el deudor que tiene que depender de la gracia del prestamista, del banquero de turno, para escapar al desamparo manifiesto o a la ruina; y por quienes dependen del bienestar público, que se sienten vulnerables al capricho de un chupatintas para saber si sus hijos van o no a recibir vales de comida” [43]. Cita extensa que transparenta la posición republicanista ejemplarmente. La gran aportación del republicanismo sería, frente a unos liberales superficiales y sin alma, anclados en los fenómenos, desviar la mirada a las profundidades, llamar la atención sobre las condiciones que hacen posible la interferencia o la coerción, y dar a estas condiciones de posibilidad un rango moral superior al meramente fenoménico. La interferencia puntual, imposible de evitar, cede su lugar en la escala de la dominación a las estructuras políticas que lo permiten, toleran e incuso fomentan. La “no-dominación” republicanista se concreta en la propuesta del “gobierno de las leyes”; por supuesto, de las “leyes justas”, que formalmente rechazan y están al servicio de la libertad. Las leyes expulsan la dominación de la estructura política; y si bien no pueden impedir coerciones en la plaza pública, en las relaciones interpersonales, éstas devienen puntuales, contingentes, efímeras, y en todo caso no quedan impunes. Lo intolerable para los republicanistas es la coerción arbitraria e impune, la dominación de superficie. Bien mirado, se trata de rechazar la dominación política, que pasa por la igualdad de derechos, el gobierno de las leyes y la sanción de su incumplimiento.

Ahora bien, mirado de cerca este ideal es no sólo insuficiente, sino ilusorio. A estas alturas de los tiempos no podemos mirar las relaciones sociales de forma tan ingenua sin caer en un anacronismo perverso. Después de décadas de filosofía, desde Marcuse a Foucault, de Horkheimer a los postmodernos, instaurar un discurso contra las formas de dominación exige más rigor conceptual y más finura analítica que la puesta en escena por los neorrepublicanos liberales. La verdad es que, sorprendentemente, escasas veces, si alguna, refieren a esta tradición crítica de décadas de filosofía.

Para un lector europeo –al menos, de la Europa occidental- resulta insólito abordar filosóficamente el problema de la dominación, del poder, sin una sola referencia a décadas de filosofía crítica postmarxista, postnietzscheana y postfreudiana entregada al desvelamiento de los sofisticados mecanismos de la dominación en todos los ámbitos, de la economía a la gramática, de la técnica al derecho, del conocimiento al arte. Yo no la he encontrado en Pettit, y el “Índice analítico del libro” confirma mi sin duda falible lectura de su texto, ni una sola referencia a Nietzsche, ni a Foucault, ni a Horkheimer, ni a Adorno, ni a Marcuse, ni a Benjamín… De Marx hay dos referencias. Una de ellas es accidental, al decir que I. Berlin vincula la libertad positiva con “románticos como Herder, Rousseau, Kant, Fichte, Hegel y Marx” [44]. La otra, aunque también parece de cortesía, tiene mayor relevancia para nosotros y merece un comentario. Aparece en un pasaje en que intenta argumentar que la propuesta republicana puede ser aceptable para los socialistas. Y dice: “Cuando el capitalismo empezó a desarrollarse en el siglo XIX, y cuando los agravios de una clase obrera industrial comenzaron a crecer y multiplicarse, una de las principales ideas que sirvió para articular los descontentos de los socialistas fue la de la esclavitud de los salarios (Marx, 1970, cap. 19)[45].

Al mencionar la “esclavitud de los salarios” podríamos esperar que abra una nueva dimensión de la crítica a la dominación, que afronta la crítica a la dominación capitalista, pero se trata una vez más de un espejismo. Del mismo modo, las dos únicas veces que escribe la palabra “capitalismo”, como si tuviera que ver poco o nada con la dominación, aparecen en esta misma página de este mismo pasaje. Una es la de la cita anterior; la otra al decir que “Lo que ellos (los trabajadores) hallaban rechazable, y lo que llevó a los socialistas a una requisitoria contra el capitalismo temprano como sistema de esclavitud asalariada, es el hecho de que, por poca que fuera la interferencia padecida por los trabajadores, no dejaban de estar permanentemente expuestos a interferencias, en particular a interferencias arbitrarias” [46].

Eso es todo. Pettit ni siquiera plantea el problema de la dominación intrínseca al trabajo asalariado; en la primera cita simplemente relata el “descontento de los socialistas” por la esclavitud de los salarios; en la segunda cita lo aclara al exponer su propia crítica, que sólo se dirige a la situación de los trabajadores en la medida en que están expuestos a interferencias y “en particular a interferencias arbitrarias”. Y ya sabemos cuáles son: los malos modos, los malos tratos, los abusos de los patronos; o sea, cosas personales que en modo alguno expresan la maldad del sistema; cosas accidentales que pueden corregirse con educación y leyes. Como he dicho, coacciones o interferencias políticas, de superficie.

Y no se trata de exigir que se asuma la defensa del marxismo como dogma; simplemente denuncio como dogmático silenciarlo de esta manera, silenciar la corriente de pensamiento filosófico político más fecunda en la crítica de la dominación en todas sus formas. Hablar de dominación sin someter a juicio al capitalismo resulta pueril. Si nos está proponiendo una sociedad, por supuesto capitalista, donde reine la libertad republicana, una sociedad donde no haya dominación, no me parece aceptable que, en el ámbito filosófico en que se sitúa el texto, no se afronte la crítica a los discursos que con lucidez y sutileza han desvelado los mecanismos del poder capitalista. Estas referencias de cortesía, aunque puedan hacerse en nombre de la “libertad negativa”, no pueden legitimarse desde una racionalidad crítica. Reducir el problema de la dominación capitalista a las arbitrariedades de los patronos, a sus tratos personales despóticos, es o bien una ingenuidad, que no creo, o una militancia ideológica que no puede cubrir sus vergüenzas con el manto del republicanismo.

Según Pettit, resulta que los socialistas conscientes habrían de adherirse al republicanismo cuando “los patronos, en algún ámbito, son colectivamente capaces de poner en una lista negra a quien les resulte enojoso, como sin duda lo eran muchos patronos decimonónicos, y si efectivamente el desempleo trae consigo privaciones” [47]. La dominación del capitalismo para Pettit es sólo esa, la derivada de comportamientos arbitrarios de los patronos, de excesos posibilitados por su posición de privilegio, que una sociedad republicana desecharía. Por eso dirá: “La imagen de los trabajadores como esclavos asalariados les presenta dependientes de la gracia y la merced de su patrono, obligados a cautelas y deferencias a la hora de tratar, individual y colectivamente con sus jefes. Si esta imagen tiene que servir para mostrar las lástimas de la condición obrera, tiene que fundarse en lo atractivo que resulta su contrario: en el atractivo de la idea de que los trabajadores no deberían estar expuestos a la posibilidad de interferencia arbitraria, que deberían disfrutar de libertad como no-dominación” [48].

No dudo de que cualquier trabajador asalariado persiga eliminar de su existencia esas ofensas a su dignidad, y que las considere limitaciones de su libertad. Pero también estoy seguro que esos mismos trabajadores sienten como dominación la explotación que sufren, que los patronos se apropien de su trabajo; sienten como opresión insoportable la desigualdad profunda derivada de las relaciones de producción, la sumisión a una burocracia cuyo fin es la reproducción del sistema, el sometimiento a una democracia procedimental que disemina y silencia la voluntad del pueblo. Creo, incluso, que pueden llegar a considerar intolerable el engaño de una moral paternalista humanitarista como la republicana, que invisibiliza la injusticia y neutraliza la voluntad de rebelión. Pues bien, sobre estos y otros muchos aspectos de los mecanismos de dominación puestos en escena en la sociedad de consumo actual, con las bio y las tecno-ciencias a su servicio, los republicanistas guardan un silencio objetivamente cómplice.

Plantearse radicalmente la no-dominación ha de llevar como mínimo a plantearse su desaparición en todas su formas, y no sólo las recogidas en los ejemplos citados; y, tal vez, a plantearse la desaparición de sus condiciones de posibilidad, en vez de quedarse en la corrección o sanción de los “abusos” y malos tratos personales. Creo que la argumentación contra la dominación en nuestros días tiene el imperativo práctico de elegir el escenario del capitalismo contemporáneo, de situarse en las relaciones sociales propias de nuestras sociedades modeladas por el consumo, la multiculturalidad y la globalización; en cambio, hablar de la relación amo-esclavo o déspota-súbdito es una extravagancia estéril; y aunque centrar la atención en la dominación del hombre sobre la mujer tiene todo su sentido y urgencia, si no se aborda la forma de dominación genuina del capitalismo de consumo y las democracias formales, con su deriva a la gobernanza, no se llega al fondo de la cosa. Y esa reserva de crítica, ese espacio silenciado, resulta especialmente sospechoso cuando, como hacen los republicanistas, se defiende ir más allá de los fenómenos (las “interferencias” de superficie) y centrar la crítica en las estructuras, en las condiciones objetivas.

Efectivamente, este sería un ejemplo paradigmático, pues es obvio que la ausencia de interferencia o violencia en el mercado de trabajo, (relación entre “propietarios”, iguales en tanto propietarios y absolutamente libres de comprar y vender cada uno lo suyo, lo que cada uno tiene, uno el capital y otro la fuerza de trabajo) no oculta las relaciones de dependencia y subordinación, las formas de dominación. Si la libertad republicana, libertad como no-dominación, asumiera como objetivo la ausencia radical de dominación, en todas sus formas, incluido el ideal de ausencia de su posibilidad, de no-dominación perpetua, bienvenida sea. Pero me temo que no sea ésta, que no se llegue tan lejos, que los ejemplos más que ayudar a construir la idea sirven para acotar su campo de aplicación, para poner un límite al espacio de no dominación. Creo que tomar en serio la lucha por la emancipación, contra toda forma de dominación, exige plantearla en el escenario del capitalismo y la democracia en sus formas actuales; no se sale del simulacro cínico o angélico si no se centra la crítica precisamente en este orden socioeconómico caracterizado por su infinita capacidad para invisibilizar y enmascarar la dominación, por sus sutiles mecanismos para hacerla deseable, por su enorme potencia para hacerse amar. ¿No es eso lo que ha desvelado la filosofía crítica ahora ignorada?

Adolfo Sánchez Vázquez, en el “Prólogo” a La vigencia del republicanismo, relaciona el surgimiento de la idea republicana con la crisis de la democracia representativa, el déficit de participación de la misma y la metamorfosis de la política que abandona su lugar natural, la plaza pública, para presentarse en el espacio massmediático. Su diagnóstico, que comparto, es totalmente pertinente: el liberalismo asociado a esta democracia poco tiene que aportar y el marxismo tiene que seguir expiando sus culpas por su asociación con el “falso socialismo” [49]. Desde ese diagnóstico dice comprender que el republicanismo –creo que se refiere, por el contexto, al republicanismo de izquierdas- se proponga ofrecer una alternativa “a esta democracia puramente formal y representativa del liberalismo”, que pretenda llevar “la participación más allá de una democracia formal o puramente representativa” [50]. Lo comprende, pero duda de su eficiencia y de su sentido, pues incluso este republicanismo que asume radicalmente la democracia participativa resulta insatisfactorio, como se aprecia en la conclusión del profesor Sánchez Vázquez: “aunque, a mi modo de ver, si no se cuestionan también las relaciones de producción que condicionan precisamente el carácter limitado y formal de esta democracia, no se podría avanzar lo necesario hacia una verdadera democracia real” [51]. Yo también lo creo, y soy mucho más pesimista que el profesor Sánchez Vázquez respecto a cuánto pueda avanzar la propuesta republicana de izquierdas (¡y no digamos de la propuesta republicana liberal!). Soy más pesimista porque en política las alternativas anacrónicas no son simplemente estériles, sino con frecuencia regresivas; en la historia lo que no hace avanzar suele ser un lastre que hace retroceder. La buena voluntad, el “voluntarismo”, tal vez pueda justificar a los hombres, pero no a los sujetos históricos.

De todas formas, en cuanto a los republicanos liberales, es obvio que no pasa por su mente poner en cuestión las “relaciones de producción”, que ocultan bajo las “relaciones éticas” entre los agentes. Si incluyeran el capitalismo en el repertorio de lugares de la dominación, la libertad republicana así ampliada exigiría su crítica, y ésta llevaría necesariamente a una alternativa anticapitalista, que nuestros republicanos liberales no se plantean por principio (aunque sea un principio oculto). Y lo hacen con razón, pues la historia del republicanismo moderno –el otro, el republicanismo en sociedades esclavistas, clasistas y serviles aquí no nos interesa- ha sido la historia del esfuerzo por construir una sociedad capitalista armónica y comunitaria, o sea, un ideal imposible si admitimos, cosa nada difícil, que le es intrínseco al capitalismo el conflicto y la individualización. Por eso los republicanistas contemporáneos repiten hasta la saciedad las bondades de la no-dominación y la ilustran con formas de dominación obsoletas o particulares, silenciando que el orden capitalista es la forma universal de dominación o dependencia, derivada de la expropiación de los medios de trabajos y de la sustitución del ciudadano por el consumidor.

La reflexión final tendría que ser esta: pensar la libertad como no-dominación en sentido radical, y tomar posición a su favor, implica una posición anticapitalista que el republicanismo aleja de su campo de visión. Su libertad, su “no-dominación”, su “no-dependencia”, no pasa de ser un rechazo de formas particulares de la misma. Por tanto, se trata de una propuesta consoladora, en tanto tiene esperanza en un capitalismo de rostro humano, y anacrónica, en tanto ignora que la dominación es intrínseca a las relaciones sociales capitalistas y tal vez no sólo a ellas.


6. La virtud cívica.

No hay discurso filosófico político que no predique algún modelo de ciudadano y de ciudad, algunas veces porque su producción parece ser el objetivo y justificación de la política, otras muchas porque ese buen ciudadano y esa ciudad bien ordenada facilitan la reproducción del sistema económico social. En este caso “sed buenos” viene a significar “sed dóciles”; “sed virtuosos” equivale a “cultivad las prácticas prescritas”; “morid por la patria” oculta un “muere por nuestro orden injusto”. Quiero decir con ello que es ingenuo pensar que predicar la virtud no hace mal a nadie; es ingenuo considerar que, si bien el discurso de la virtud puede ser utópico, tiene el mérito eterno de siempre ser agradable y estimable. La verdad es que no siempre es así: la vida republicana no siempre está a la altura de la buena voluntad de quienes la proponen. Ya se sabe, a veces el profeta no es del todo responsable del mensaje de su señor; al fin como profeta anuncia su venida al mundo, siéndole por tanto desconocido su rostro; ya sabemos que los sacerdotes no miraban a los ojos a su dios, sólo escuchaban su voz. Digo esto porque, de entrada, el mensaje de los republicanistas me cae bien, y tengo tendencia a empatizar con su discurso; pero a estas alturas de los tiempos el peor pecado contra el pensamiento es ser anacrónico.


6.1. La República virtuosa

Y de eso se trata, del aspecto anacrónico de la propuesta de una república virtuosa en unos tiempos en que ya no hay propiamente ni república ni virtud. No hay república en sentido propio, como mero orden político fundado en la igualdad real de derechos; y mucho menos hay república en sentido ético, de vida o pathos republicano, de identidad colectiva basada en la igualdad profunda (de condiciones, de perspectivas, de horizontes). Y sobre todo porque no hay virtud, ni como prácticas éticas ni como mera honestidad. No es extraño que algunos neorrepublicanos digan que sólo persiguen una “sociedad decente”. Tal vez por eso, porque no hay república ni hay virtud tenga atractivo el discurso neorrepublicano que las reivindica. Pero su atractivo, su poder de seducción, no es ni filosófica ni políticamente una fuente de legitimación; incluso puede ser lo contrario.

¿Tiene sentido reivindicar la virtud? ¿No equivale a reivindicar el pasado? Bertold Brecht advertía del peligro que el fuego nos hiciera añorar el humo, que asfixia igual aunque más dulcemente. Venimos del pasado; venimos del mundo de las virtudes, que vivíamos como cadenas cubiertas de guirnaldas de flores. La historia tuvo que finiquitar ese mundo y sustituirlo por otro que se vivía como liberación. Luego resulta que este otro también ahoga, que también es cruel. ¿Otro salto adelante posiblemente con similares resultados? ¿Regreso al pasado idealizado desde la distancia? ¿O aceptar que no hay lugar adónde ir, ni hacia adelante ni hacia atrás? ¿Aceptar que no hay ni izquierda ni derecha en el cosmos?

Es de sobras conocido que la modernidad se constituyó desplazando una moral de las virtudes por otra del deber. La primera respondía a una especie de existencia en sí de la sociedad, de absoluta sumisión inconsciente a los lares y penates; la idea del bien estaba establecida con precisión y la virtud expresaba la adecuación (sumisión espontánea) del individuo a esa idea. La modernidad irrumpe rompiendo con esa forma de conciencia: la emancipación del individuo era también y fundamentalmente emancipación de su inmersión en el mundo de las virtudes, es decir, escisión, fractura, negación, distanciamiento necesario para la toma de conciencia de sí. La alternativa a la ética de las virtudes fue la moral del deber (y su cara positiva, los derechos). Se trata de la ruptura con la costumbre y su sustitución por el derecho. La idea de una sociedad instituida en un pacto implicaba esa presencia imaginaria de individuos libres y despojados de sus casacas (también de sus costumbres y virtudes, como de su lengua, etnia, religión o genealogía) que libremente establecían un contrato (en la sociedad moderna no valen las costumbres, sino los contratos firmados y validados) que instauraba unos vínculos: unos derechos y unos deberes. Y es comprensible que así fuera, pues la modernidad cuenta como rasgo esencial de su cultura el de ser la alternativa a la sociedad de las virtudes (y de las costumbres), constituirse como sociedad de los derechos (y los deberes). Por simbolizarlo de modo fácilmente visible: de Hobbes a Kant se deja en la cuneta la moralidad de los antiguos, tejida en virtudes y costumbres, y se instituye la moralidad de los modernos, amasada en derechos y deberes, en leyes y normas. Y si queréis profundizar este tema, pensad a Hume, el gran liberal conservador, como la transición y sus contradicciones.

La nueva sociedad capitalista mercantil es tan refractaria a las costumbres y a las virtudes como afín a los deberes. Kant, la moral kantiana, es el modelo: el individualismo como forma de conciencia capitalista es ajeno a la virtud y subsidiario del deber. Pensar el individuo libre es representarnos al hombre como sujeto de derechos y deberes. Eso es tan obvio que no merece la pena insistir. Los afortunados trabajos de Zera Fink [52], J. G. A. Pocop [53] y Q. Skinner[54], los historiadores pioneros de este revival republicanista, han contribuido a ilustrar ese corte, ese cambio social; y el mismo A. McIntyre [55] desde su comunitarismo católico ha apostado fuerte por el mundo de las virtudes, viendo en el salto al mundo del deber el origen del mal humano y social [56].

¿Por qué, entonces, el neorepublicanismo contemporáneo reinventa el ideal de la república de ciudadanos virtuosos? Creo que es una buena pregunta, especialmente si tenemos en cuenta que la república moderna, la república liberal, expresaba a la perfección ese cambio de un paradigma ético-político a otro de forma jurídica. El ideal de estado moderno fue el de una república fundada en el derecho (por tanto, en el juego de derechos y deberes); y si el discurso moral mantuvo algún tiempo el vocabulario de las virtudes, fue un efecto de inercia, decreciente, y metamorfoseado: el ciudadano “virtuoso” era ahora el que cumplía escrupulosamente con su deber, un deber prescrito explícitamente por las leyes positivas pero también por la voz de la propia conciencia, que en el silencio de las pasiones siempre hablaba como voz de la “voluntad general” o de la “razón práctica”, como subrayaban Rousseau y Kant [57]. ¿Por qué, pues, esta anacrónica reivindicación? Pero, sobre todo, ¿por qué esta reivindicación del discurso de las virtudes, que el capitalismo mercantil expulsó de la historia, imponiendo el reino del deber como su propia alma, precisamente sin cuestionar en modo alguno la sociedad capitalista? ¿Tendrá algo que ver con el momento presente, con el capitalismo de consumo y su puesta en crisis de la moral del deber, sustituida por una moral sin deber, indolora, humanitarista, como dice Lipovetsky [58]? O es simple anacronismo,simple refugio ideal –que, como todos los mitos, buscan aval en el pasado, en el origen- ante la deriva de una sociedad que expulsó la virtud y fagocitó el deber, que liquidó el humanismo, su camisa anterior, para dotarse de otra más coloreada y ligera, la del humanitarismo. Son preguntas que debemos hacernos, que debemos intentar contestarlas.


6.2. Virtudes republicanas.

Creo que si hay un rasgo peculiar y común a la mayoría de las corrientes que comparten el republicanismo contemporáneo, dicho rasgo va ligado a la idea del ciudadano como “hombre virtuoso”. La producción y defensa de la virtud parece ser el fin último de la sociedad republicana, el que da sentido y legitimidad a la vida en común. En lugar de poner el acento en la felicidad, el bienestar, la independencia, el progreso, (sin que se opongan a ello) fijan el hombre virtuoso como objetivo de la comunidad. Las virtudes a las que se alude parecen ser muchas, diría que todas la que el sentido común aprueba. Javier Peña [59] se ha tomado la molestia de extraerlas de su dispersión en textos como los de W. A. Galston y S. Macedo [60], y en una lista inacabada recoge entre otras las siguientes: Iniciativa, Perseverancia, Prudencia, Diligencia, Reflexión autocrítica, Disposición a experimentar lo nuevo, Autocontrol, Independencia de juicio, Discernimiento, Moderación, Autodisciplina.... Como puede apreciarse, se trata de echar al carro de la compra una selección imaginativa. Claro, el resultado es que uno no sabe qué tipo de virtudes son éstas, si son morales o estratégicas, si son virtudes éticas o capacidades-habilidades técnicas para triunfar en la vida. Y tampoco se ve su “republicaneidad”.

Como si el mismo Javier Peña se encontrara insatisfecho de esta anodina amalgama de bondades, se atreve a ofrecernos su propia selección, que tiene más criterio pero que adolece de la misma enfermedad, a saber, la de atribuir “virtudes” comunes a nuestra civilización a una forma específica de conciencia o de ser, la republicana. Ésta es su lista: Disposición al diálogo, Justificación pública de las propias posiciones, Acatamiento de la ley, Respeto de los derechos, Imparcialidad, Civilidad... Bueno está, estas cosas no hacen mal a nadie.

La verdad es que si se trata de identificar una posición política, como el republicanismo, esta lista no es eficiente; son virtudes extraídas de nuestra cultura, donde lo liberal, lo cristiano, lo humanista, aparece indisolublemente emulsionado con lo republicano. Una identificación del republicanismo por sus virtudes propias, si es eso lo que se pretende, ha de ser mucho más potente y radical, y sin duda más simple. Para fijar fronteras cartesianas, la distinción ha de ser nítida, sin contaminaciones ni impurezas; si no es así, el republicanismo no consigue su autodemarcación.

Al problema de la identificación de las virtudes se añade otro, el de la interpretación y sentido de las mismas. De entrada, buena parte de la confusión procede de que a veces parece que el hombre virtuoso es el producto de la república, y otras que la república sólo es posible con hombres virtuosos, lo cual plantea problemas de argumentación complicados. Aunque no pretendo entrar en este problema, quiero hacer constar que aquí enraíza el debate sobre si ha de confiarse el futuro del ciudadano y de la república a la educación, al sistema educativo (creación del hombre honesto y cívico que posibilitará la ciudad republicana), o sila república hay que apoyarla en las instituciones y las leyes, que garantizarán su bondad y, al mismo tiempo, forzarán al hombre a ser un ciudadano honesto y virtuoso. Complejo problema, que ya plantearon los ilustrados, como Helvétius, y que aún no hemos sabido resolver.

Como digo, estas cuestiones quedan aplazadas. De momento me basta con subrayar esta preocupación por la “sociedad decente”, que dice Salvador Giner, que otras veces se define como “democracia fraternal”, y que coexiste con otra reivindicación de regusto liberal, la “ausencia de dominación”. Pienso que la idea que manejan está próxima a la kantiana de “comunidad de hombres libres”, que une la dimensión fraternal, solidaria, comunitaria, con la liberal de la libertad individual. En todo caso, la república es para los republicanos antes que nada una sociedad virtuosa; y el ciudadano republicano es antes que nada un ciudadano virtuoso. Y como elaborar una lista de virtudes es poco relevante, prefieren identificar la virtud republicana por excelencia, que individualiza al ciudadano republicano: la virtud cívica, que en cierto modo las engloba a todas y a veces parece una virtud peculiar, aunque de contenido impreciso.

Baste la siguiente muestra, donde Viroli describe la virtud de la república virtuosa: “Se trata de una virtud civil para hombres y mujeres que quieren vivir con dignidad y, como saben que no se puede vivir con dignidad en una comunidad corrupta, hacen lo que pueden, cuando pueden, para servir a la libertad común: ejercen la profesión a conciencia, sin extraer de ello ventajas ilícitas ni aprovecharse de de las necesidades o debilidades de los otros; viven la vida familiar basada en el respeto recíproco, de manera que su casa parezca más una pequeña república –¡la de Ikea!- que una monarquía o una reunión de extraños que se mantiene unida por interés o por la televisión; cumplen los deberes civiles, pero no son en absoluto dóciles; son capaces de movilizarse para impedir que se apruebe una ley injusta o para obligar a quien gobierna a afrontar los problemas de interés común; son miembros activos en asociaciones de diverso tipos (profesionales, deportivas, culturales, políticas, religiosas); siguen los acontecimientos de la política nacional e internacional; quieren entender las cosas y no quieren ser guiados o adoctrinados; desean conocer u discutir la historia de la república y reflexionar sobre las memorias histórica” [61]. Ya acabo, pero vale la pena terminar con el siguiente texto: “Para algunos, la motivación que prevalece en el compromiso procede de un sentido moral y, más exactamente, del desdén contra las prevaricaciones, las discriminaciones, la corrupción, la arrogancia y la vulgaridad; en otros `prevalece un deseo estético de decencia y de decoro; otros, aún, se sienten movidos por intereses legítimos: quieren calles seguras, parques agradables, plazas bien cuidadas, monumentos respetados, escuelas serias, hospitales auténticos; otros, finalmente, se esfuerzan porque quieren ganar estima y aspirana los honores públicos, sentarse a la mesa de la presidencia, hablar en público, estar en primera fila en las ceremonias. En muchos casos, estos motivos actúan simultáneamente, y se retroalimentan” [62].

Veamos por fin su valoración de esta adormecedora vida republicana: “Este tipo de virtud civil no es imposible ni peligrosa, y es republicana más que ninguna otra.(…) El problema es que en nuestro país (Italia) este tipo de cultura civil está eclipsada por otras muchas maneras de vivir, sobre todo por la cultura de la arrogancia y del servilismo. Si quien gobierna y quien hace las leyes premiase más frecuentemente a quienes se lo merecen y quien hace el bien por la república, en lugar de cubrir de honores a los espabilados, la cultura civil de nuestro país ganaría fuerza” [63].

De lo cual no cabe ninguna duda. Pero, sin conocer las leyes italianas, pienso que su elegancia latina les ha llevado a condenar la grosería, el fraude, el egoísmo… Con poco resultado, claro.

Por supuesto, ni una palabra sobre el sistema de producción, la desigualdad, la división en clases, los conflictos sociales… Parece que si los ciudadanos son virtuosos, la virtud les pone por encima de todas esas contaminaciones; parece que la república virtuosa es, precisamente, la que supera esas escisiones y esas luchas, incluso esas representaciones y esa conciencia. Todo se supera con virtud. Ya Spinoza decía que el mal derivaba del punto de vista particular; desde la totalidad no hay mal, sólo necesidad y perfección. Tal vez por eso reduzcan todas las virtudes públicas a una: el amor a la patria, por si es verdad que el amor todo lo puede.


6.3. La virtud civil: amor a la patria.

No es extraño que, ante esta confusión, Viroli haya encontrado una peculiar manera de concretar la virtud cívica: el amor a la patria. Para ello cuenta con el aval de los clásicos, que encuentra en abundancia gracias a su erudición y a su facilidad en el rastreo de ideas: “Durante siglos los escritores políticos republicanos han sostenido que la pasión principal que da fuerza a la virtud civil es el amor a la patria” [64].

No le resulta difícil a Viroli, como digo, llevar a cabo ese rastreo de textos clásicos, especialmente en la Italia post-renacentista, que conoce de forma envidiable, para ilustrar la llamada unánime a la virtud y al amor a la patria; sólo nos deja la duda, por el uso descontextualizado de esas citas, de si la llamada a la virtud es específicamente republicana o genérica. No es extravagante señalar que el amor a la patria se ha usado a veces para la llamada a la guerra, al sacrificio ante la escasez, a la sumisión en nombre de la unidad. Y si bien es cierto que en esos textos cuidadosamente recogidos la llamada a la virtud se hace en nombre de la república, no lo es menos que la res publica se usaba ya en esa época como nombre genérico del orden político, hasta el punto de que solía distinguirse entre repúblicas monárquicas, aristocráticas y democrática, sin olvidar las repúblicas mixtas. Por tanto, la documentación histórica no prueba la exclusividad republicana en el amor a la patria y a la virtud.

La estrecha relación entre amor a la patria y virtud cívica, que unas veces ponen como causa-efecto y otras identifican como nombres de lo mismo, hace que hablen poco y confusamente de las virtudes de ciudadanos, reduciéndolas a una especie de vaga disposición al sacrificio por la patria (sacrifico que Viroli se encarga de desdramatizar, para ajustarlo a nuestros tiempos), una preocupación por su unidad y armonía y, en general, dar prioridad moral al bien común sobre el particular. Contrasta, pues, la recurrencia de la llamada a las virtud con la vaciedad de contenido de las virtudes cívicas, que con frecuencia se reducen a una, la “virtud cívica”, presentada como caritas rei publicae, es decir, amor caritativo por la ciudad y por los ciudadanos, sacrificio del bien particular al bien común.

Esa república virtuosa es realmente blanda y almibarada, cosa que se revela en las conversaciones entre Viroli y Bobbio. En cierto sentido y con sutileza Bobbio se burla paternalmente de la propuesta de Viroli: “Me parece que la república de los republicanos, y por lo tanto la tuya, es una forma de Estado ideal, un “modelo moral”…El estado como debería ser y como no es: anhelo del futuro o nostalgia del pasado” [65]. Viroli contesta sumiso: “Te lo admito sin dificultad”; y plantea la gran cuestión, su oportunidad, su validez para el presente, tan desastroso que cualquier cosa es mejor: “¿no podría ser un ideal moral y político importante, en un momento como el actual tan pobre de ideales políticos capaces de mantener el comportamiento cívico?”.

Viroli no parece haber entendido la ironía de Bobbio. El problema no es que la propuesta republicana sea un ideal, ni siquiera que sea un ideal moralista; el problema es la huida a lo imaginario, al “republicanismo utópico”. Ante el mal real el pensamiento ha de plantear su negación, y por tanto será ideal y moral; pero ese enfrentamiento a la realidad puede hacerse desde la huida a lo imaginario –sin pararse a pensar a qué mano invisible se obedece-, o desde el esfuerzo por conocer el movimiento de esa realidad, por comprender su juego, su ritmo y su tendencia, por acotar los límites, las fracturas, las contradicciones, en fin, por hacer lo que el ser humano hace en la vida: intervenir en los límites de la negación posible, transformar el mundo con conciencia de finitud.

De ahí que valga la pena sopesar la densa posición de Bobbio frente a ese activismo idealista de Viroli: “Es el mismo tema que hemos tratado varias veces… En política soy realista. Creo que sólo se puede hablar de política si se mantiene una mirada fría sobre la historia. Sea monárquica o republicana, la política es lucha por el poder. Hablar de ideales, de virtudes, del modo que tú lo haces, me parece un discurso retórico” [66].

Como digo, Bobbio toma distancia irónica frente a la república de ciudadanos virtuosos [67]. Para el severo profesor italiano el orden político es un mal necesario para combatir el mal, no un espacio para la perfección ética del hombre, como desde Aristóteles se ha tendido a pensar la ciudad; sabe que la presunción de ciudadanos virtuosos haría innecesaria la república; la necesidad del estado se basa en la tendencia viciosa de los hombres: “Los estados, repúblicas incluidas, existen para controlar a los ciudadanos viciosos, es decir, a la mayoría. Ningún estado real se rige por la virtud de los ciudadanos, sino por una constitución, escrita o no, que establece reglas para su conducta” [68]. En definitiva, “¿Qué otra cosa son buenas costumbres si no lo que tú denominas con exceso de retórica “virtud”? [69].

Y Viroli, a la defensiva, dirá que su idea de la virtud cívica no es trágica, sino gay, jovial; no entiende por “virtud cívica” algo así como “inmolarse por la patria”, sacrificarle la vida y la propiedad. Se trata, por el contrario, de algo más débil, algo asumible, algo así como “una virtud para hombres y mujeres que quieren vivir con dignidad…, y hacen lo que pueden para servir a la libertad común: ejercen su profesión a conciencia, sin obtener ventajas ilícitas ni aprovecharse de la necesidad y debilidad de los demás; su vida familiar se basa en el respeto mutuo, de modo que su casa se parece más a una pequeña república que a una monarquía o una congregación de desconocidos unida por el interés o la televisión; cumplen los deberes cívicos pero no son dóciles, son capaces de movilizarse con el fin de impedir que se apruebe una ley injusta o presionar a los gobernantes parta que afronten los problemas; participan en asociaciones de distintas clases (profesionales, deportivas, políticas, religiosas; siguen los acontecimientos de política nacional e internacional; quieren comprender y no ser guiados o adoctrinados…” [70].

Me hubiera gustado ver la cara del viejo Bobbio, curtido en mil batallas, leal a su saber, con severidad republicana, al escuchar aquella descripción de una república apañadita, sin problemas, dulce, tierna, sensible… Porque creo que Bobbio es de los que piensa que hasta los sueños han de tener verdad para merecer su relato.


7. Algunas conclusiones, aunque sean provisionales.

En cuanto a su idea de libertad, las libertad republicana básicamente entendida como “ausencia de dominación”, si es que realmente puede diferenciarse de la libertad negativa, no escapa al marco liberal (por su ontología). Y, sobre todo, en lugar de afrontar radicalmente la crítica a la dominación y sus formas teje una máscara que oculta y defiende las condiciones de necesidad y posibilidad de la dominación.

Y en cuanto a su propuesta de “virtud cívica”, se concrete ésta en las virtudes morales (entre las cuales se incluyen con fuerte presencia las virtudes cardinales cristianas y algunas, si no todas, las teologales, adecuadamente redefinidas), sea en la figura de virtudes políticas fuertes alrededor del“amor a la patria”, no escapa al anacronismo y a la contradicción, al respetarse el capitalismo como marco de la propuesta, lo que impide ver que es este modo de producción el que exigió y llevó cabo el derrumbe de la sociedad de las virtudes, e incluso la sociedad de los deberes, de modo semejante a como hoyimpone la figura del consumidor como figura (¿alternativa?, ¿negación?) del ciudadano. Pensar en seres virtuosos, con fuerte compromiso con lo público más allá del bien y del mal, implica en el mejor de los casos un ingenuo ocultamiento de la inevitabilidad del conflicto, de la necesidad de la escisión y de la fragmentación sociales.


J.M.Bermudo (2010)




[1] En la constitución española se dice, entre otras cosas: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (II, 56, 3); y “Corresponde al Rey: El mando supremo de las Fuerzas Armadas; ejercer el derecho de gracia con arreglo a la Ley”, (II, 64).

[2] J-J. Rousseau, Del Contrato social, IV.

[3] El propio Rousseau, a quien los republicanistas ponen como referente de calidad republicana, en el pasaje tal vez más citado lo que dice es: “Llamo república, pues, a todo Estado regido por leyes, cualquiera que sea la forma de administración que adopte, porque sólo entonces es el interés público el que gobierna, y la cosa pública es algo. Todo gobierno legítimo es republicano” (Del Contrato social. Madrid, Alfaguara, 432).

[4] El renacer del republicanismo tiene su espacio en la vida norteamericana de los años setenta. Un renacer caracterizado por la añoranza de otras épocas en las que imperaba la "ética de las virtudes" y en las que lo público era el eje que daba sentido a la vida de los ciudadanos. El interés por las teorías del republicanismo ha tenido un significativo reflejo en la ciencia política, la filosofía y la sociología españolas, tal como se refleja en la obra de Rafael del Águila, Helena Béjar, Victoria Camps, Elías Díaz, A. Domènech, Salvador Giner, F. Inciarte, Félix Ovejero, Ángel Rivero, Fernando Vallespín, R. Vargas Machuca. Ver al respecto el libro de María José Villaverde Rico, La ilusión republicana: Ideales y mitos (Madrid, Tecnos, 2008). El libro pretende alcanzar dos grandes objetivos. El primero, revisar la tradición del republicanismo a través del estudio de sus autores más representativos: Aristóteles, Cicerón, Maquiavelo, los republicanos ingleses y norteamericanos y Rousseau. El segundo, pasar revista a los planteamientos actuales de la teoría republicana, con especial referencia a la obra de J. Pocock, M. Viroli, Q. Skinner y P. Pettit. Coinciden las teorías del republicanismo en su crítica al liberalismo y a la crisis de los valores cívicos que amenazaría a las sociedades modernas. Por debajo de esta coincidencia, Villaverde describe la existencia de muchos republicanismos a los que reprocha la incorporación parcial de los grandes autores de la tradición liberal, como Locke, Montesquieu, A. Smith, Stuart Mill o A. Tocqueville, “a sus particulares y en ocasiones sincréticos puntos de vista”.

[5] En España entre los autores republicanistas de ascendencia liberal menciono a Victoria Camps y Salvador Giner; con origen socialista, el grupo de filosofía política en torno a Fernando Quesada y la Revista Internacional de Filosofía, el de Antoni Domènech (Eclipse de la fraternidad) y Daniel Raventós en torno a Sin Permiso, o J. I. Lacasta (Memoria colectiva, pluralismo y participacion democràtica), Félix Ovejero (Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo) y una larga lista.

[6] R. Nozick, Anarquía, Estado y Utopía. México, FCE, 1988; D. Friedmann, The Machinary of Freedom. La Rochelle, Arlington House,1973; M. Friedmann, Capitalism and Freedom. Chicago U.P., 1962: M. Rothbard, For a New Liberty. The Libertarin Manifesto. New York, Collier, 1978.

[7] Ph. Pettit, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno. Barcelona, Paidós, 1999, 23.

[8] S. Giner, Las razones del republicanismo (http://www.alcoberro.info/V1/republica8.htm)

[9] Montesquieu necesita una relectura, pues el tópico de la “división de poderes” le ha convertido incluso en el padre de la moderna democracia representativa. Ver la tesis doctoral de L. Althusser, Montesquieu, la política y la historia. Madrid, Ciencia Nueva, 1968.

[10] I. Berlin, “Dos conceptos de libertad”, en Cuatro ensayos sobre la libertad. Madrid, Alianza Editorial, 1998.

[11] Ph. Pettit, Op. Cit., 25.

[12] M. Viroli, Republicanessimo. Roma, Laterza, 1999 (Edic. catalana, Republicanisme. Barcelona, Angle Editorial, 2006

[13] Ibid., 76.

[14] Ibid., 64-65.

[15] Ph. Pettit, Op. cit., 21.

[16] Ibid., 77.

[17] Ibid., 99.

[18] M. Viroli, Republicanisme, 56.

[19] Ibid., 60.

[20] Montesquieu, El espíritu de las leyes. XI, 6 (Ref. Viroli, Republicanisme, 58-59).

[21] Hobbes, Leviatán. XXI, 300.

[22] Ibid., XXI, 300.

[23] Ibid., XXI, 301.

[24] Ibid., XXI, 306.

[25] Ibid., XXI, 305.

[26] Ibid., XXI, 308.

[27] Cf. M. Viroli, Republicanisme, 75

[28] Ph. Pettit, Republicanismo, 119

[29] Ibid., 119.

[30] Ibid., 119.

[31] Ibid., 120.

[32] Ibid., 120.

[33] Ibid., 120.

[34] Ibid., 121.

[35] Ibid., 120.

[36] Ibid., 120.

[37] Ibid., 121

[38] Ibid., 122.

[39] Ibid., 252,

[40] Ibid., 84-85.

[41] M. Viroli, Republicanisme, 56-57.

[42] Ibid., 57.

[43] Ibid., 62.

[44] Ph. Pettit, Republicanismo. Ed. cit., 36.

[45] Ibid., 187.

[46] Ibid., 188.

[47] Ibid., 188.

[48] Ibid., 187.

[49] A. Sánchez Vázquez, “Prólogo” a Ambrosio Velasco et alia (coords.), La vigencia del republicanismo. México, UNAM, 2006, 8.

[50] Ibid., 8.

[51] Ibid., 8.

[52] Zera Fink, The Classical Republicans: an Essay in the Recovery of a Pattern of Thought in Seventeenth-Century England. Evanston, Northwestern Univ. Press, 1962.

[53] J. G. A. Pocop, The Machiavellian moment. Florentine Political Theory and the Atlantic Recpublican Tradition. Princeston U. P., 1975. (Edición castellana en Tecnos, 2002).

[54] Q. Skinner, The Foundations of Modern Political Thought: I: The Renaissance; II: The Age of Reformation (Cambridge U. P., 1978). Ver también, del mismo autor, Machiavelli (Oxford U. P., 1981); Liberty before Liberalism (Cambridge U. P. 1998); Visions of Politics. 3 vol., Cambridge U. P., 2002); y Hobbes and Republican Liberty. (Cambridge University Press, 2008).

[55] A. C. MacIntyre, Tras la virtud (Barcelona, Crítica, 2001); Animales racionales (Barcelona, Paidós, 2001); Is patriotism a virtue? Lawrence (Kan.), University of Kansas, 1984

[56] Sobre el republicanismo en las ciudades italianas, un texto clásico, excelente, es el de H. Baron, The Crisis of the Early Italian Renaissance: Civic Humanism and Republican Liberty in an Age of Classicism and Tyranny (Princeton: 1966; 1955). Ver también In Search of Florentine Civic Humanism: Essays on the Transition from Medieval to Modern Thought, 2 vols. (Princeton U.P., 1988).

[57] En una obra ya clásica, de 1983, Q. Skinner (“La idea de liber­tad negativa”, en La filosofía en la historia, Paidós, 1990) ya rechazaba esta tesis y trataba de probar que en la tradición cívica republicana, y en concreto en la obra de Maquiavelo, considerado el principal arquitecto del pen­samiento republicano en el mundo incipientemente mo­derno, se puede encontrar una concepción de libertad que, aunque incluye los ideales de participación política y vir­tud cívica, es específicamente negativa y, en consecuencia, moderna. Esta misma idea negativa estaba ya en la con­cepción romana originaria de la libertad. Dice Maquiavelo que la avidez de libertad del pueblo no viene de un deseo de dominar, sino de no ser dominado: «Una pequeña parte de ellos desea ser libre para mandar; pero todos los de­más, que son incontables, desean la libertad para vivir en seguridad. Pues en todas las repúblicas, cualquiera que sea su forma de organizarse, no pueden alcanzar las posi­ciones de autoridad sino a lo sumo cuarenta o cincuenta ciudadanos».

[58] G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber: la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos. Barcelona. Anagrama, 2005.

[59] J. Peña, “El retorno de la virtud cívica”, en Rubio Carracedo et al. (edits.), Educar para la ciudadanía, monográfico de Contrastes, Revista Internacional de Filosofía (2003):81-105.

[60] W. A. Galston, Liberal purposes: Goods, virtues and diversity in the liberal state. Cambridge U.P., 1991; S. Macedo, Liberal virtues: Citizenship, Vurtue and Community in liberal Constitutionalism. Oxford, Clarendon Press, 2000.

[61] M. Viroli, Republicanisme, 107

[62] Ibid., 107-108.

[63] Ibid., 108.

[64] Ibid., 110.

[65] N. Bobbio-M. Viroli, Diálogo en torno a la república. Barcelona, Tusquets, 2002, 12-13.

[66] Ibid., 13

[67]Dice Bobbio refiriéndose al concepto de “república”: “Como ya te he comentado, para mí, como para la mayoría de los estudiosos de la política y el derecho, “república” es el nombre de la forma de gobierno opuesta a la “monarquía” o “principado”, comenzando por Maquiavelo. Piensa en las discusiones, que tan bien conoces, sobre la comparación entre repúblicas democráticas y repúblicas aristocráticas, y sobre la superioridad de una u otra, a propósito, por ejemplo, de uno de tus autores, Montesquieu. Ninguna de ellas, sin embargo, como ti mismo reconoces, se parece a la república de los republicanistas” (N. Bobbio- Mauricio Viroli, Diálogo en torno a la República. Barcelona, Tusquets, 2002, 10). ¿Se puede decir más claro? La república real, posible, está al otro lado del despotismo; luego, en su seno, hay tantas figuras y modelos como pueblos y circunstancias. En la tradición clásica “república” o “politeia” se usaba normalmente bien para designar la forma de gobierno más eminente, usualmente el régimen mixto, bien para designan cualquier forma de gobierno. La expresión “res publica” es un término genérico que incluye formas de gobierno o de estado muy diferentes. En el célebre texto Les six livres de la république (1576), de Jean Bodino, se describen las tres formas tópicas de gobierno clásico, incluyendo la monarquía, tal que todas aparecen como tipos diferentes de “repúblicas”.

[68] Ibid., 149

[69] Ibid., 159

[70] Ibid., 15-16.