REFLEXIONANDO SOBRE LA CIUDADANÍA





Fernando Quesada acaba de editar, con el título Naturaleza y sentido de la ciudadanía hoy [1] los trabajos presentados en un Simposio sobre el tema por un cualificado grupo de “filósofos de las cosas humanas”, como seguramente diría Vico. Dado que considero que lo más intolerable del pensamiento, más aún que su carácter falso o ilusorio, es su anacronismo, es muy grato constatar que el pensamiento filosófico político de nuestro espacio cultural es actual, está a la altura de los tiempos, que no es poco. Esta cualidad, que no es la única cualidad que aportan los trabajos contenidos en el texto de referencia, es suficiente para justificar su aparición en nuestra babelia filosófica, donde la repetición y la extravagancia, la trivialidad y la impostura, conviven pacíficamente gozando ese buen clima generado por la sacralización de la diversidad. En la elección del lugar de la mirada se juega la filosofía su ser, al menos paraquienes creemos con Hegel y el joven Marx que su misión es pensar el presente; y ese presente está hoy ocupado por el problema de la ciudadanía.

Ahora bien, esa actualidad que reclamamos para la reflexión filosófica tiene un doble rostro. Por un lado refiere a la mera contemporaneidad, a poner la mirada sobre tópicos de moda, en este caso la ciudadanía, rindiendo tributo a los gustos o necesidades de los tiempos; pero, por otro, alude a poner el pensar a la altura de los tiempos, a elegir la perspectiva que el mundo social requiere. En el caso que nos ocupa de pensar la ciudadanía ese doble rostro de la actualidad podríamos describirlo esquemáticamente como pensar sobre la ciudadanía y pensar desde la ciudadanía. Nos interesan ambos, pero especialmente el segundo: más interesante que tener la ciudadanía en el punto de mira de la filosofía es mirar filosóficamente la ciudad a través de ella, pensar el mundo a través del cristal de la ciudadanía.

Pues bien, creemos que esta pretensión aparece en la contribución de Fernando Quesada, “Sobre la actualidad de la ciudadanía”, que enlaza con la búsqueda, ya abordada en otros trabajos, de un nuevo imaginario para la filosofía política a la altura de nuestros tiempos; imaginario especialmente sensible a la recuperación de “las figuras del “otro”, de los excluidos, de los incluidos pero no asumidos crítica y filosóficamente, como es el caso de los negros en los EE.UU. y las mujeres en general” [2]. En esta perspectiva, que me parece especialmente atractiva, la ciudadanía deja de ser un tema o aspecto acotado de la ciudad, para devenir el lugar o escenario filosófico desde donde pensar la comunidad política (su estructura, sus valores, sus principios, sus relaciones, sus formas e incluso sus representaciones y máscaras) de una manera diferente. Exige, sin duda, una nueva mirada, distinta a las que se han hecho y siguen haciendo desde otras perspectivas, sea la razón de estado, la justicia, el equilibrio social, el desarrollo económico, etc. Una mirada no neutral, comprometida; una toma de posición que, sin duda, implica una opción de valor, tal vez sin fundamento, bordeando lo irracional, si se cree a Weber, pero contrastable, argumentable, y que en todo caso sirve para establecer la orilla a que se pertenece o que se asume. Una filosofía política, una reflexión filosófica sobre la ciudad, hecha desde la ciudadanía implica –y esa medida coincido con la pretensión del profesor Quesada- un nuevo paradigma o imaginario. Si nos dejáramos llevar por la estética rortyana diríamos que la ciudadanía se nos ofrece hoy como la metáfora que revoluciona el discurso, que permite y fuerza un nuevo relato, una nueva representación o construcción de la comunidad.

Comparto la inquietud apuntada por Quesada respecto a la “hiperrepresentación” de la categoría de la ciudadanía, ante su devenir “un campo simbólico-político con una hiperrepresentación cuasi irrestricta, en el que han venido a confluir los dilemas ideológicos de nuestro momento” (p. 16); me parecen acertadas y lúcidas sus sospechas de que, en tan complejo y desordenado debate, es fácil el enmascaramiento, el oportunismo político y las pseudo legitimaciones ideológicas; y considero que tiene buenas razones para afirmar que hay mucho “pensamiento dogmático” en la querella sobre la ciudadanía y mucha ideología disfrazada de moralidad en las diversas propuestas. Pero creo que esas miserias y carencias, teóricas e ideológicas, no deberían preocuparnos en exceso en la construcción del nuevo juego de lenguaje: primero, porque parece un signo de nuestros tiempos filosóficos ese uso de categorías blandas, ajustables, que sirven para todo, sin perfiles definidos, como puede verse en el uso que se hace de “tolerancia”, “consenso”, “democracia”; segundo, porque convertir la ciudadanía en cajón de sastre es propio del debate sobre la ciudadanía en el viejo paradigma, en el que Quesada sitúa en la modernidad, “proveniente de la revolución americana y francesa” [3], “articulado en el momento constituyente de la Revolución Francesa” (p. 18), y que yo preferiría llamar liberal. Es en el debate sobre la ciudadanía en el imaginario liberal donde surge la confusión conceptual, la inagotable reproducción de contraposiciones ideológicas, las incoherencias y los dogmatismos; es ahí donde la ciudadanía acaba por sustituir la totalidad social y la vida que sustenta, al incluir los derechos (¿no es sospechoso que sigamos bebiendo de la herencia marshalliana?), la justicia, la moralidad, las virtudes cívicas y las religiosas, la democracia, el poder político, etc.; es ahí donde la categoría ciudadanía parece ser otro nombre del orden político social, de la totalidad, y el referente normativo universal. Ahora bien, esa “hiperrepresentación”, si algo enuncia es la necesidad de cambiar la perspectiva de la mirada, de pensar la política y lo político en claves nuevas. Por tanto, no deberíamos preocuparnos de lo farragoso del debate; ni por “la pluralidad de lenguajes políticos sobre la ciudadanía, todos los cuales vienen a reclamarse de alguna tradición, adecuadamente reciclada” (p. 17), cubriendo sus desnudeces con el manto de cualquier aventajado hijo de Sócrates; y tampoco deberíamos proponernos, inútilmente, su definitiva clarificación. Es preferible preocuparse por comprender la oscuridad y volatilidad de esos discursos, pensar sus inevitables sombras, detectar su sentido y establecer los amos a quienes sirven. Se me ocurren, al menos, dos argumentos que el mismo profesor Quesada pone en mi memoria de manera explícita. Uno, que el mismo Quesada ha subrayado, siguiendo de cerca tesis de Castoriadis: “El imaginario alude al denso conjunto de significaciones, no meramente racionales, por medio del cual cobra cuerpo en una sociedad su propio mundo de vida, marca sus relaciones con la naturaleza, establece sus señas de identidad” [4]. Cada imaginario, pues, tiene sus reglas, es una institución de sentido, que invalida en gran medida el esfuerzo de diálogo reformista, la pretensión de acuerdo racional, la tarea crítico pedagógica; las posibilidades teóricas se reducen a comprender que ha llegado la hora del cambio de imaginario, rastreando los argumentos en la pluralidad contradictoria de reflexiones sobre la ciudadanía y en los cambios económicos y sociales que fuerzan la actualidad de esos debates. El segundo argumento es la valoración que hace Quesada de la globalización y las convulsiones civilizatorias: “Es, pues, todo un cambio civilizatorio lo que demanda un nuevo imaginario político que pueda asumir ética y políticamente lo que ni el mercado ni una técnica económica pueden alumbrar” [5].

Estos argumentos del profesor Quesada, que comparto sin reserva, me llevan a pensar que lo que nos apremia es buscar el sentido ahí, en las estructuras sociales y económicas que, con todas las mediaciones imaginables, y aunque sea como “huellas ciegas” lacanianas, gestionan la escenificación del debate contemporáneo entre representaciones competitivas de la ciudadanía. Ambos argumentos, a mi entender, llaman a superar la entrada, aunque sea crítica, en el debate sobre la ciudadanía, que con mayor o menor fortuna acaba siendo inevitablemente una inocente tarea de dibujar la “buena ciudadanía”, para buscar otro lugar desde donde pensar el mundo y la vida. Y ese otro lugar es la ciudadanía, pero pensada y usada de forma nueva. Algo así como el punto de vista de los que no quieren patria.

¿Por qué proponer a la reflexión actual sobre la república (la monarquía es impensable sin anacronismo) que tome el punto de vista de la ciudadanía? No hay aquí lugar para tal argumentación, pero sí para enumerar algunos motivos: tal perspectiva pone a prueba la consistencia del pensamiento liberal, exige revisar los presupuestos de la democracia de opinión, cuestiona la legitimación de la propiedad capitalista, exige repensar las formas modernas y postmodernas de identidad colectiva, etc. etc. Es decir, las mayores ventajas que veo en una filosofía política hecha desde la perspectiva de la ciudadanía abierta, sin patria, es su potencia revolucionaria, pues exige redefinir y reconstruir las categorías y representaciones liberales de lo político. Aunque sean muchas las carencias del debate contemporáneo sobre la ciudadanía, como señala el profesor Quesada (p. 17-18), para mí tiene el interés de ir forzando el otro punto de vista, el “tercer imaginario” filosófico político, tras el griego y el de la revolución francesa (p. 18). Y puesto que siguen abiertas cuestiones como “la demanda nunca satisfecha de igualdad en la ciudadanía defendida por el feminismo, la distinción entre nación y estado en las sociedades multiculturales, la configuración de nuevos nacionalismos, los problemas de doble nacionalidad en función de los movimientos migratorios, el horizonte de una ciudadanía mundial ligada a la propia dimensión de la dignidad de la persona, la idea de ciudadanía como instancia legitimadora de los estados” (p. 17), coincido con Quesada en que las mismas claman por “una reconstrucción de los elementos estructurales”, que de forma abstracta apunta a la necesidad de ese tercer imaginario. Y me parece innecesaria, aunque clarificadora de su búsqueda, la justificación que aporta el profesor Quesada de que su crítica no es a la actualidad o moda del debate sobre la ciudadanía, sino al “tratamiento ahistórico de los nuevos problemas de la ciudadanía por parte de ciertos lenguajes de tradiciones plurales”; su crítica apunta a “las categorías epistemológicas empleadas en tales construcciones” (p. 18).

Tengo mis dudas, no obstante, que el camino propuesto por Fernando Quesada en este texto sea el más idóneo para elaborar el nuevo paradigma. Sin menospreciar el diálogo crítico conneoconservadores, neoliberales y comunitaristas, no creo que esa vía proporcione otra cosa que cierta consciencia negativa de las puertas que conducen a donde no se quiere ir. Considero más atractivo la dirección que el mismo Quesada escoge en “Hacia un nuevo imaginario político”, donde “los dilemas de la civilización occidental” apuntan directamente a los cambios económicos y sociales. Creo que no deberíamos ir a remolque del pensamiento liberal, que ha marcado el ritmo en las últimas décadas; creo que la mera crítica ya no nos justifica, una vez se acepta la pluralidad epistemológica postwittgensteiniana; creo que es la hora de una apuesta positiva, de una apuesta ontológica y epistemológica valiente, construida desde los escombros filosóficos dejados por décadas de postnietzscheanismo, postheideggerianismo, deconstruccionismos y dialéctica negativa; una propuesta construida con la vista puesta en un mundo que, al imponer la globalización, ha invalidado el discurso fundado en las fronteras, en el ius solis y el ius sanguinis, en la justicia (nacional) y la pertenencia prepolítica, en los derechos universales (locales) y en tantas otras cosas. Pienso, en definitiva, que la apuesta por un nuevo imaginario simbólico debe incluir cierta relajación autocrítica, cierta audacia afirmativa, si se me permite, cierta voluntad de poder, aunque bajo la inevitable forma de voluntad de verdad.

La aportación del profesor Javier Peña, “La formación histórica de la idea moderna de ciudadanía”, es de impecable factura académica. Debo honestamente reconocer el rigor y claridad de su discurso, aunque, en coherencia con lo antes dicho, se incluye en el debate sobre la ciudadanía, y no desde la ciudadanía; creo que es una bella disertación académica, pulcra, documentada y neutral. Considero un mérito indiscutible la sólida reconstrucción histórica del concepto de ciudadanía, pasando con brevedad pero con acierto por los autores apropiados.

Preso del vicio de la crítica diré que sobre el trabajo de J. Peña pesa en exceso la tradición abierta por T.H. Marshall con su trabajo sobre ciudadanía y clase social, quien, como dice Peña, “viene a identificar el desarrollo de la ciudadanía con el establecimiento progresivo de diversos tipos de derechos; un ciudadano es un sujeto de derechos” (p. 44). Esta tradición marshalliana sigue dominando el debate sobre la ciudadanía, empeñado en definir el “buen ciudadano” (y el orden político que lo posibilite y garantice) y, además, pensando éste en términos de titular de derechos. El “imaginario”, paradigma o simplemente discurso liberal ha impuesto su ley: el ser humano es pensado unidimensionalmente, como sujeto de derechos; cualquier otra relación o actividad es reducida al valor de cambio de los derechos. Así, la historia de la ciudadanía es la historia del acceso del hombre, ayer siervo o súbdito, a la condición o estatus de ciudadano o titular de derechos.

Creo, honradamente, que la absolutización de esa perspectiva, dominando todo el escenario, oculta otras dimensiones de la ciudadanía, a la que el propio Marshall aludió. El profesor Peña no lo ignora, sino que es muy consciente de que “no siempre se vio como aspecto primordial de la ciudadanía la condición de sujeto de derecho” (p. 44). Por tanto, me intriga que el sólido relato histórico del profesor Peña se construya sacrificando el “tercer elemento”, junto a la participación y los derechos, que incluye la definición marshalliana de ciudadanía, a saber, la pertenencia. Es bien cierto que ya en el texto de Marshall queda difuminada, e incluso confundida, pues al final no sabes si es la fuente de los derechos –como parece razonable pensar, y en cuyo caso sería el elemento principal- o el resultado de la titularidad de los mismos. Pero que en T.H. Marshall el tratamiento de la pertenencia sea ambiguo y, al final, sea sacrificado, no justifica a la tradición que en él se inspira (sea esto dicho con el mayor respeto a que cada uno elija sus orquídeas)

Hemos de decir que J. Peña desestima consciente y explícitamente centrar su trabajo en la pertenencia; por tanto, ni mucho menos ignora la importancia del problema. Y llega a decir, con lucidez, que “El dilema está aquí entre una ciudadanía que mantiene su cohesión e integridad mediante la clausura, y una ciudadanía abierta, pero a riesgo de verse disuelta” (p. 45). Yo suscribo el dilema, aunque lo reescribiría en otra retórica en la que la “ciudadanía abierta” no fuera pintada con los inquietantes colores de la disolución. Porque, al fin, la “cohesión e integridad” sólo puede aludir a la identidad (prepolítica), ya que la mera cohesión, orden y unidad de un estado pueden sostenerse con una ciudadanía abierta, y la historia ofrece testimonios múltiples; y, en ese escenario, la ciudadanía abierta puede verse en tonos tristes, como disolución de la identidad, o en colores alegres, como liberación de la identidad o triunfo de la diversidad.

En cualquier caso, quiero subrayar que la historia del debate sobre la ciudadanía ha tendido a ocultar ese tercer elemento, esa otra dimensión, que para mí es importante por sus implicaciones políticas y por lo que puede aportar a la construcción de ese nuevo paradigma aludido. La ciudadanía como inventario de derechos es algo interno al discurso liberal, que permite ser elucidado en su seno del mismo modo que, en el plano de la objetividad, puede ser implementado en el orden político jurídico; habrá debate, alternativas, resistencias, luchas, pero no pone en cuestión los límites del discurso ni los del estado capitalista. En cambio sospecho que la ciudadanía como pertenencia pone en cuestión ambas instituciones: el discurso y el orden político liberales.

Dicho muy sucintamente, pues no es este el lugar para su argumentación, pensar el ius solis o el ius sanguinis, casi en secreto, como fundamento de la pertenencia a una comunidad política, y la pertenencia como titularidad de derechos, y éstos como contenido de la ciudadanía, y ésta a su vez como ideal de vida, es una cadena argumentativa que quiebra en su base. Tanto el ius solis como el ius sanguinis, en su sentido burgués, referían a un principio anterior: el derecho del autor a su obra [6]. Es este derecho el que funda el discurso liberal burgués legitimador de la propiedad. Es este mismo derecho el que espontáneamente se usa hoy para justificar nuestros derechos de autor, que nos erige en propietarios de nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestras obras e incluso nuestra imagen. Pues bien, este discurso –con potente fuerza persuasiva- sobre el que pivota la legitimidad de la propiedad justifica tanto la propiedad individual como la colectiva, de los bienes de la esfera privada y de la pública, tal que permitía a un pueblo sentirse autor, y por tanto dueño, de la paz, el orden, el desarrollo material y cultural, la creatividad científica, las instituciones, las funciones etc. de su patria, de su Estado; en consecuencia, cual socios de un club, podían repartir los títulos de pertenencia. Esta idea, digo, hoy no es argumentable; y no ya porque parezca injusta a un cierto criterio de igualdad o a principios religiosos de amor al prójimo, sospecha presente desde hace siglos. Hoy es inargumentable porque ha cambiado la base material en la que, aunque un tanto enmascaradamente, se justificaba: el carácter nacional de la producción y la distribución. Hoy es obvio que la riqueza no siempre se acumula donde se produce; hoy es manifiesto que en elbienestar de occidente interviene el trabajo de pueblos ajenos al mismo; hoy es evidente que la riqueza –y la paz, y la cultura, y la seguridad- de nuestros estados occidentales no es producida sólo aquí. Por tanto, de acuerdo con el principio liberal capitalista del derecho del autor a su obra, ya no podemos decirnos propietarios de nuestro club; ya no tenemos ningún argumento liberal para erigirnos en dueños y expendedores de títulos de pertenencia.

Pensar la pertenencia hoy, de forma consistente con las condiciones económicas de la globalización, exige un nuevo paradigma; y esa tarea es tan urgente, aunque se viva como menos pregnante, como solucionar las avalanchas de fuerza de trabajo provocadas por la producción mundial. Podemos seguir cuidando nuestras orquídeas, cultivando con celo y ambición nuestros derechos, llamando estérilmente a la participación; en el fondo, esa tarea es como un eco prolongado de un tiempo en que la pertenencia real a la comunidad política pasaba por acceder de súbdito a ciudadano, conquistando los derechos y haciéndolos efectivos. Tal vez esa consciencia no deba perderse, pues, como dice Maquiavelo, es una constante humana olvidarse de defender aquello que tanto sacrificio costó alcanzar, con lo cual se pierde fácilmente una vez conseguido; de todas formas, esa no es hoy la tarea actual: en el nuevo paradigma hay que pensar la justicia, los derechos y la ciudadanía en otra escala; y, en esa escala, de nuevo toma relevancia algo que en nuestra tradición liberal ya no tenía sentido, que era anacrónico, a saber, el acceso a la pertenencia. En el viejo paradigma era un simple primer paso hacia la ciudadanía plena; pero en el nuevo tal vez no sea sólo un paso, sino la clave en torno a la cual construir la nueva figura de la misma. No es trivial que los inmigrante en nuestro país no piden derechos, ni participación, en sentido general, sino “papeles”, es decir, algo simple, una pertenencia mínima, que les permita trabajar aquí, elegir el lugar de trabajo; lo otro ya vendrá por su propio peso. Y algunas de esas cosas, como la participación, que siempre encubre el requerimiento de la integración, con frecuencia no la desean, aunque estén dispuestos a fingirla como pago de lo otro.

Creo que pensar la ciudadanía como pertenencia nos lleva a pensar la ciudad desde la ciudadanía. Desnaturalizar la pertenencia, liberarla de su subordinación al ius solis y al ius sanguinis, a las contingencias del lugar de nacimiento y del parentesco, e instituirla como un derecho universal puesto por la voluntad general, nos obligaría a repensar las categorías políticas, sociales y jurídicas. Habríamos de revisar la idea de apropiación justa; la idea de la justicia como distribución acotada por las fronteras; la idea de participación –el otro elemento marshalliano de la ciudadanía, pues en la nueva configuración del capitalismo mundial habría que respetar la distancia, física y jurídica, entre el el lugar de trabajo, el de identificación cultural y el de participación política.

Ver la ciudadanía básicamente como pertenencia, pensar ésta desligada de relaciones prepolíticas, implica una ruptura con el liberalismo burgués, que permanece anacrónico y residual en nuestra cultura. Y con ello queremos decir dos cosas. Primera, que es el propio capitalismo el que está forzando el nuevo horizonte de representación, las nuevas relaciones político jurídicas, al mismo ritmo que revoluciona las relaciones económicas y sociales; segunda, que el liberalismo entra en contradicción con los principios generales en que se apoyó, especialmente con la idea originaria del contrato y con sus formulaciones abstractas de la libertad y la igualdad. Porque, en rigor, la formulación del contrato en los clásicos, de Hobbes a Kant, pasando por Locke o Rousseau, nunca se ponen fronteras ni se cierra el plazo: es intrínseco a su esencia estar abierto a cuantos quieran firmarlo. No se puede decir: tu has llegado tarde, no das la talla, el aforo está completo. No se puede decir tu vienes de otra parte, tu tienes otra pertenencia. Claro está, no se puede decir con coherencia y legitimidad; se puede decir, y se dice, como simple acto de fuerza: no te queremos. El discurso liberal contractualista, y dado que la riqueza hoy no se acumula allí donde se produce, no tiene legitimidad para repartir títulos de pertenencia, no puede hacerlo sin traicionar sus principios y vender su alma. Y si alguien dice que lo que cuenta es que lo hacen, podremos contestar: a la fuerza debe contestarle la fuerza; a la filosofía sólo le corresponde quitarles la palabra, deslegitimar su discurso.

Y es en este sentido, conforme a esta última reflexión, que quiero valorar los trabajos de Pilar Allegue y A. García Santesmases, incluidos en el libro. El de la profesora Allegue, “De la ciudadanía. Tesis para un debate filosófico-jurídico”, es una estructurada y bien ordenada cartografía de la problemática. No pretende, o yo no he sabido verlo, defender una posición filosófico-política delimitada, sino ofrecer una descripción del panorama complejo del debate, sus distintos planos, distintas estrategias y distintos contenidos formales y sustanciales. Si interpreto bien el texto y esta es su preocupación, no encuentro nada objetable; al contrario, nos ofrece una sugestiva y ordenada radiografía de un debate que, como he dicho, se está haciendo y considero muy beneficioso que se haga. La fidelidad de la descripción del mismo que nos ofrece Pilar Allegue se refleja, precisamente, en el cuasi olvido de la pertenencia, que en su trabajo, extenso y prolijo en el análisis, sólo ocupa un apartado de menos de media página. Esa es la realidad: en el debate liberal sobre la ciudadanía la pertenencia es un elemento secundario y subordinado. Desde una óptica estatal, la ciudadanía se limita a los derechos y su efectividad; la pertenencia es una cuestión resuelta. Sólo cuanto se adopta otra perspectiva y se pone en suspenso la legitimidad de esas fronteras la pertenencia se revela importante. La profesora Allegue, en esa breves líneas, llega a afirmar que la pertenencia “nos permite analizar los conflictos de los “particularismos” y de los “universalismos” en la confrontación de los derechos de las personas y derechos de los ciudadanos/as” (p. 108). Alusión abstracta que, a mi entender, alude a problemas ligados a la globalización y los movimientos migratorios que promueve. Idea que, barriendo para casa, parece apoyar la tesis de que el debate sobre la ciudadanía, incluso cuando se juega en el escenario liberal, en el que cabe la posición política antiliberal, es interesante cara a abrir el nuevo imaginario.

La aportación del profesor García Santesmases, “Dimensiones y problemas actuales del concepto de ciudadanía”, parte de una definición de ciudadanía que, a mi entender, oscurece el problema de la pertenencia. Si ciudadanía es “sinónimo de nacionalidad”, nos movemos en el paradigma liberal, con sus luces y sus sombras; desde ahí, claro está, ciudadanía equivale a disfrute igual de derechos: “Es ciudadano el miembro de una comunidad política que tiene los derechos y las obligaciones que corresponden a los miembros de una nación” (p. 115). Es decir, el escenario teórico de la reflexión sobre la ciudadanías es el Estado; el discurso sólo tiene sentido en el espacio nacional cerrado. A partir de ahí se comprende que el profesor García Santesmases, como los autores a quienes invoca en su texto, vean el problema de la ciudadanía como el del acceso a los derechos y la efectividad en su goce y usos de los mismos. Y en esa perspectiva resplandece la coherencia y finura de su análisis, dedicado a mostrar el papel de la educación en el disfrute y uso efectivo de los derechos, es decir, en la formación de verdaderos ciudadanos. La insistencia en la participación revela una concepción de la ciudadanía republicanista y de izquierdas; pero, a nuestro entender, sigue siendo una reflexión hecha en el juego de lenguaje liberal: no hay inconmensurabilidad y es posible el diálogo, e incluso el consenso.

Ciertamente, Santesmases es consciente de los retos y dificultades que plantean al discurso liberal sobre la ciudadanía los cambios geopolíticos estructurales. Él mismo, reconociendo los límites de maniobra que la globalización plantea a los estados, se pregunta: “A nosotros como miembros de un Estado que pertenece a la Unión Europea se nos plantea el tema de si podemos dar un salto para ser ciudadanos de una entidad que supera a los estados existentes o si, por el contrario, somos súbditos de unos poderes económicos y militares cada vez más incontrolables” (p. 116-117). Es decir, su propia reflexión apunta a que el punto de vista del estado para definir la ciudadanía es anacrónico; a que los hechos fuerzan a reconocer ciudadanías múltiples, o diversificadas. El discurso liberal quiebra ante el reto de pensar con un concepto de ciudadanía como universal cerrado un nuevo estatus en que el ciudadano se dispersa en una pluralidad de adscripciones y pertenencias. Las dificultades que encuentra, que se reflejan en lo barroco y oscuro de las propuestas, a mi entender son como anomalías kuhnianas acumuladas que anuncian la necesidad de un nuevo paradigma. Y en ese paradigma la pertenencia no puede definirse, circularmente, como el estatus de quien goza de los derechos; en ese paradigma la pertenencia es la que distribuye los derechos. En ese paradigma la pertenencia tampoco es un título derivado de relaciones o “derechos” prepolíticos, parentesco o nacimiento; al contrario, la pertenencia es el derecho fundamental a elegir los diversos lugares de la existencia. Y este derecho, digámoslo de nuevo, se deriva del fundamento de la propiedad capitalista y de la idea liberal del contrato social, que debe ser interpretado en las nuevas condiciones de globalización.

He dicho “diversos lugares de la existencia”, y me parece conveniente clarificarlo, pues supone un modesto paso en la construcción del nuevo discurso filosófico político. En el imaginario liberal el lugar de existencia era único, en el sentido de que se consideraba que la ciudadanía implicaba estar incorporado a las diversas prácticas y relaciones de una comunidad política, generalmente el estado. Por tanto, coincidía el lugar de residencia, de trabajo, de participación política o de identificación cultural. El ideal de ciudadanía implicaba la total identificación: de ahí el embellecimiento de las políticas de “integración”; y de ahí la importancia de la educación, que el profesor Santesmases tan fluidamente describe. Pero las nuevas condiciones del capitalismo -que, insistimos, son las que fuerzan el nuevo discurso filosófico político- imponen fraccionamientos y descentramientos de la vida y, por tanto, de la ciudadanía, que no dejará de ser una descripción, más o menos idealizada, de la vida social. Si la igualdad formaba parte fundamental de la idea liberal de ciudadanía, el orden económico y sociocultural actual impone una ciudadanía múltiple y diferenciada. Por ejemplo, es pensable en un mundo capitalista globalizado que un “ciudadano del mundo” (eventualmente un magrebí) elija como lugar de trabajo España (Algeciras) y como lugar de participación política o de identificación cultural Marruecos (Tetuán). ¿Por qué privarle de esa diversidad de esferas y lugares de pertenencia? ¿En nombre del ideal de ciudadano del estado nacional, hoy anacrónico?

No pongo en duda, como afirma el profesor García Santesmases, que hay diferencias entre el pensamiento liberal conservador y el de izquierda; y comparto con él su reconocimiento de las tesis de Bottomore, aunque no tanto las de T.H. Marshall. Pero considero que son diferencias en el seno del mismo marco representacional; y que, en lo que concierne a la ciudadanía, se sigue pensado en términos de derechos y en el ámbito cerrado del Estado, aunque se aluda a los problemas de los movimientos migratorios. Pensar el mundo actual exige romper las categorías. Marx ya señalaba que la gran invención burguesa de los derechos del hombre, libertad, igualdad y fraternidad, no fue el triunfo de la razón práctica, sino una exigencia del mercado capitalista. Yo creo que si aquel capitalismo burgués exigía el ciudadano titular de derechos iguales, el capitalismo tecnológico actual fuerza una nueva idea de ciudadano, que la filosofía debe descifrar y registrar, liberándose de atavismos sacralizados.

No cuestiono el interés de reflexionar sobre la construcción de la ciudadanía por la educación en el marco del estado, pues éstos siguen siendo una realidad que está ahí; simplemente señalo que, como el futuro, ya no son lo que eran. La principal diferencia entre el pensamiento conservador y el de izquierda no debería ser la superioridad en realismo o idealismo; el progresismo de una reflexión no se mide por la “bondad” o “justicia” que pregona. Para mí el pensamiento actual, no anacrónico, se mide por su capacidad de pensar los cambios en el momento en que se producen, o cuando ya están a punto de producirse, en vez de resistir a los mismos como. Creo que el profesor Santesmases coincide bastante conmigo en esta tesis, si he entendido bien su análisis.

El trabajo de Mª. Xosé Agra, “Ciudadanía: el debate feminista”, incluido en el libro, nos ofrece una selectiva descripción del debate feminista sobre la ciudadanía. Me parece, y creo que la profesora Agra no intenta ocultarlo, que su mayor preocupación es la de pensar la ciudadanía de forma diferente, romper con el paradigma liberal y/o republicanista dominante. En este sentido, aunque sólo sea en la negatividad, coincide en el propósito de búsqueda de un nuevo paradigma, aunque la vía feminista sea una búsqueda diferenciada. La imagen que Mª. Xosé Agra nos ofrece del debate feminista sobre la ciudadanía permite ver en el mismo la presencia de dos puntos de vista. Por un lado, un debate que, a pesar de la consciencia subjetiva de las autoras, se da en el escenario liberal. Podrá reivindicarse una “ciudadanía amigable”, una “ciudadanía diferenciada”, una “ciudadanía más inclusiva y democrática”; podrá reivindicarse un “universalismo interactivo”, un “universalismo del compromiso moral” o un universalismo diferenciado; podrá insistirse, en fin, en “cuestionar una ciudadanía neutral respecto al género, radicalizar las aspiraciones emancipatorias y universalistas de la ciudadanía” (p. 158); o procurar “un modelo de ciudadanía democrática, activa y participativa (desde el que) no vale una concepción abstracta, ni tampoco hay que esperar a que se produzcan grandes transformaciones en otros órdenes, sino, mejor, dar los pasos necesarios y acordes con dicho ideal” (p. 158). Sea cual sea el radicalismo con que se formulen tales propuestas creo que no se sale del espacio dibujado por las alternativas ciudadanía como estatus frente a ciudadanía como práctica; es decir, en ese escenario la reivindicación feminista no supera los límites de reivindicación de igualdad jurídica y efectiva que otros colectivos han hecho a lo largo de la historia. En otras palabras, creo que ese discurso es reformista, pero liberal, y no cuestiona los límites y principios del discurso filosófico político liberal.

Pero, junto a este debate, a veces sobrepuesto y otras diferenciado, hay otro, que por momentos aparece en el texto de la profesora Agra, y que me parece más atractivo, aunque sólo sea porque aspira con mayor coherencia a un cambio de discurso. Y no me refiero a esas reclamaciones, que suelen ser retóricas, y en las que la llamada a “discursos alternativos” son guirnaldas de flores que apenas encubren su sustancial identidad; ni siquiera me refiero a esos momentos en quela profesora Agra, consciente de ese tópico recurso a llamar alternativo a lo mismo (participativo, plural, democrático, diferenciado) concreta y llama a “poner las bases de un discurso alternativo, de una nueva comprensión que trata de mover, transformar o cambiar los límites y las fronteras que la acotan, siguiendo una lógica incluyente e igualitaria” (p. 158). Me refiero a pasajes de su texto en que, siguiendo de cerca a Nira Yuval-Davis y su propuesta de una “lectura de género de la ciudadanía”, llama a romper con el estrecho marco del concepto marshalliano y caminar hacia una idea de ciudadanía como “un constructo de multiniveles, que se aplica a la pertenencia de la gente a una variedad de colectividades (locales, étnicas, nacionales y transnacionales)” (p. 155). Desconozco el trabajo de Nira Yuval-Davis, “Mujeres, ciudadanía y diferencia”, pero la interpretación del mismo por la profesora Agra me lleva a pensar que esa sí es una vía alternativa y ajustada a nuestro tiempo, y que conjuga la toma de posición feminista con la perspectiva más ambiciosa y urgente de pensar el nuevo mundo, de estatus frágiles, de subjetividades diferenciadas, de adscripciones plurales y móviles, impuestas por el capitalismo postburgués. Por eso, desde mi gusto particular –que la profesora Agra hace bien en no compartir- la separación de esos dos discursos no sólo ayudará a clarificar el relato de las autoras feministas, sino que posibilitaré –e incluso estimulará- la construcción de un conceptos de ciudadanía ajustado a los nuevos tiempos.

El artículo de Manuel Jiménez Redondo, “Ciudadanía y libertades subjetivas en Facticidad y validez de Jürgen Habermas” es de excelente factura, aunque sólo puede incluirse en la problemática de ciudadanía desde esa “hiperrepresentación” del concepto señalada por Fernando Quesada. Aunque el profesor Jiménez Redondo afirma, con razón, que “tomar en serio la estructura intersubjetiva de los derechos significa introducirlos en términos de una teoría de la ciudadanía en el sentido de Rousseau” (p. 171) y que desde tal teoría se ha de explicar el sentido normativo de las tres clases de derecho puestos por T.H. Marshall como constitutivos de la misma, lo cierto es que el artículo tiene su propia problemática que, como decimos, es tangencial a la ciudadanía. En el fondo lo que parece preocupar al autor es la distinción habermasiana “entre libertad subjetiva y libertad comunicativa, y su decisión de conceder valor normativo sólo a la libertad comunicativa y considerar el desencantamiento de la libertad subjetiva moderna sólo como un factum que hay que normar” (p. 185-186). Entiende que así se rompe el equilibrio kantiano que recoge la metáfora de la “insociable sociabilidad”, es decir, entre los dos polos normativos representados por el momento de comunidad y el momento de insociabilidad, el momento democrático y el de libertad negativa liberal, que Kant formularía respectivamente en el principio del derecho público y el principio general del derecho.

Yo creo que el profesor Jiménez Redondo ha visto con lucidez el problema; en ese sentido me parece más correcta su interpretación de Kant que la forzada por Habermas. Lo que ocurre es que, en primer lugar, no hay argumento absoluto para preferir a Kant; y, en segundo lugar, la subordinación de la libertad individual a la voluntad general rousseauniana, en Habermas expresada en términos comunicacionales, no es nada dramático. En todo caso creo que el pensamiento liberal contemporáneo se siente más confortable con ese único polo de normatividad habermasiano, de tradición rousseauniana pero fragilizado y procedimentalizado, que con una sospechosa vuelta a Kant apoyada en Heidegger, que ciertamente, como señala Jiménez Redondo, causa “reticencias”. Yo creo que en la defensa de las libertades subjetivas, es decir, en la teorización del individuo liberal del capitalismo burgués, Kant no necesita el fardo de Heidegger. En cualquier caso, y por lo que aquí nos preocupa, creo que es una feliz idea de Jiménez Redondo ver en Facticidad y validez de Habermas la reconstrucción de la “génesis lógica” de aquella “génesis histórica” de los derechos que Marshall intentara con tanta fortuna en Ciudadanía y clase social (1950). Porque ello nos ayuda a comprender que también el discurso habermasiano se da en el paradigma liberal, asumiendo como escenario el espacio cerrado del Estado.

Juan Ramón Capella, con su trabajo “La ciudadanía de la cacotopía. Un material de trabajo”, nos ofrece un modelo de discurso alternativo, deconstruyendo los conceptos de individuo, ciudadanía, privacidad, soberanía, derechos, etc, en los que se articula el imaginario liberal. En especial centra su atención en poner de relieve cómo lo privado esconde, tras la máscara de indiferencia o neutralidad política, la génesis de los mecanismos de dominio y explotación, siendo la “empresa” la institución paradigmática de esa esfera. En la medida en que esta crítica ayuda a poner en crisis ese imaginario, podemos decir que ayuda o es compañero de viaje de esa nueva representación del mundo que el capitalismo tecnológico y globalizado contemporáneo está forzando; pero, por otro lado, en la medida en que el profesor Capella mira más allá, donde el futuro sigue siendo lo que era, el suyo no es un discurso actual y orgánico, sino con pretensiones revolucionarias. Aparcando esta pretensión crítico revolucionaria, que me parece la más importante, la tarea deconstructiva del profesor Capella ofrece, a mi entender, interesantes elementos para la construcción de ese nuevo imaginario que el capitalismo ya no liberal de nuestro tiempo exige. Y ese efecto secundario no puede interpretarse como asimilación por o complicidad con el capitalismo; en lo más profundo del marxismo había esa consciencia de los tiempos de la revolución, esa idea de que una nueva época no surgía hasta que la anterior había agotado todas sus potencialidades o había puesto en escena toda su capacidad de barbarie y de horror.

Comentando que todo discurso, y el liberal en particular, tienen un “vocabulario mínimo”, que cierra el campo de expresión, dirá que esta noción “es útil al poner de manifiesto que sólo cabe hablar de “ciudadanos” en el interior de un universo discursivo de referencias cruzadas” (p. 198). Y llama a descifrar esos juegos de máscaras representacionales, a los que no escapa la noción de ciudadanía: “Para que podamos vernos como ciudadanos en el interior de la autorrepresentación moderna hemos de realizar una operación doble: en primer lugar, una abstracción, un despojamiento. Nuestras personas han de convertirse en seres humanos sin cualidades: hemos de prescindir de nuestro género, de nuestras raíces culturales (eso a partir de lo cual se habla en ciertos casos de nación), de nuestros rasgos raciales, de nuestra ubicación en el sistema productivo, de nuestras creencias, de nuestra historia o, en una palabra, de todo lo que nos convierte en seres humanos irrepetibles; de todo eso hay que hacer abstracción” (p. 200). Después vendrá una segunda etapa, la de poner a cada una de las abstracciones resultantes su correspondiente máscara representacional, “en cuya construcción son decisivos los derechos” (derechos a la vida, a la propiedad, de participación política), máscaras que dan formas a fantasmas desencarnados.

En esa apasionada tarea crítica el profesor capella articula las exigencias representacionales del sistema productivo –que, bien leídas, y por muy bárbaras que sean, son un salto adelante- y las propias de un discurso anticapitalista y alternativo. Esos individuos (seres que han hecho del fantasma de la individualidad su esencia) sin atributos, que se relacionan como figuras desencarnadas, deshistorizadas y abstractas, son sin duda la exigencia del capitalismo contemporáneo, que ya no puede respetar ni siquiera las determinaciones que en su fase liberal burguesa imponía (nación, cultura, moral). Temo que al querer suprimirlas, al querer evitar el horror, al intentar burlar al momento más negro de la noche, el próximo a la aurora, sea esta la que se aleje o ausente. La descripción ideal de la alternativa no debiera ocultar la necesidad de las sombras por las que hay que cruzar. Creo que hoy la posición anticapitalista debe asumir y apoyar el momento máximo de la abstracción, borrando del discurso político esos residuos de identidad; hoy hay que apostar por diluir simbólicamente las fronteras, por pensar la igualdad haciendo abstracción del origen, el lugar, la cultura, el pasado, el parentesco, la vecindad. Apoyar ese momento máximo de abstracción no significa silenciar la crítica, sino poner una crítica que diga: este es el momento de la abstracción, tan necesario como bárbaro, un momento histórico a superar. Si no es así, si no se reconoce la determinación material y se enfrentan a ella las representaciones abstractas y anacrónicas, me temo que se reproducirá la confusión de nuestros tiempos, en las que, en los pasillos filosóficos, marxistas y comunitaristas cohabitan contra el monstruo frío del estado liberal.

En fin, el libro se cierra con un denso trabajo de Pablo Ródenas, “El ciudadano como sujeto de la política (en diálogo con Aranguren y Muguerza)”. El artículo del profesor Ródenas hay que enmarcarlo en un ambicioso proyecto de reconstrucción de la filosofía política, cuyos referentes hay que tener presentes para una correcta interpretación del texto; hay que decir, no obstante, que el profesor Ródenas, consciente de las dificultades derivadas de la complejidad de “armar el puzzle de lo que di en llamar poli(é)tica”, ayuda al lector con rodeos y contextualizaciones que facilitan la penetración de un texto realmente duro que exige máxima concentración..

Partiendo de tesis expuestas por Aranguren y Muguerza referentes a la relación del intelectual con la política o a la compatibilidad de las figuras del filósofo y el político, Pablo Ródenas se agarra con fuerza a una idea de Muguerza sobre la muerte de los intelectuales, según la cual éstos son “quienes prestan su voz a aquellos que no la tienen”, por lo cual, para que la suya fuera una muerte digna, habría previamente que hacer innecesaria su función, o sea, haber conseguido que el común de los mortales no necesitara la voz prestada, y no porque se contentaran con el silencio sino porque hubieran tomado la palabra “para expresar así su indignación y protesta ante la injusticia en el mundo que está lejos de ser el mejor de los mundos posibles” (p. 227). La alternativa al intelectual, en el supuesto innecesario, sería el ciudadano. Y el profesor Ródenas pone en marcha su potente estrategia teórica para construir el ciudadano.

Me parece muy destacable su intento de distanciarse de la dulce y blanda moda del culto a la ciudadanía, que ha hecho de los noventa la década del ciudadano; o, lo que es lo mismo, que se desmarque de esa tentación de considerar intrínseco a la idea del intelectual o filósofo ejercer insobornable la crítica al oficio de político y la loa al oficio de ciudadano. Me parece respetable su rechazo de la figura del filósofo-rey, o del consejero áulico, que implican que el nuevo intelectual-ciudadano pueda llegar a poseer auctoritas, pero no potestas. No obstante, entiendo que el proyecto de ciudadano que Ródenas construye está fuertemente lastrado en su origen, es decir, afectado de unas exigencias de intelectualidad y excelencias que convierten su discurso en atemporal. El nuevo ciudadano se concreta en el “homo poli(é)thicus”, “auténtico protagonista de la actividad poli(é)tica en el ámbito de lo poli(é)tico” (p. 241). Con ello quiere decir el profesor Ródenas que el ciudadano no debe postularse como mero sujeto moral, dueño de la norma, ni como mero sujeto político, amo de la descripción; o sea, ni como sede de la validez, ni como fuente de la facticidad. Su argumento en la búsqueda de una nueva subjetividad que articule de forma nueva la relación entre ética y política, o que disuelva esa distinción, es sugerente: “Aunque postulásemos su materialidad como “individuo de carne y hueso”, el sujeto moral, tal como fue concebido en sus más conocidas formulaciones canónicas, se ha visto incapacitado para en actuar político. De la misma manera, pese a que postulásemos su espiritualidad como “individuo de palabra y razón”, el sujeto político, tal como fue entendido en la concepción hegemónica, está incapacitado para la actitud moral” (p. 241). Hay, pues, que buscar un nuevo sujeto, y “ese “sujeto” en construcción cuya condición busco sería el homo poli(é)thicus, el protagonista cívico de la actividad práxico-ideológica civilizada y civilizadora que he llamado poli(é)tica” (p. 242).

A pesar del carácter constructivista, fuertemente normativo y exquisitamente especulativo del proyecto o programa de investigación del profesor Ródenas, creo que no es ajeno a las condiciones materiales de nuestros tiempos; en las alturas de sus abstracciones representacionales se oyen los gritos y huelen las angustias de la miseria y la injusticia. Y ese hombre “poli(é)tico” parece prefigurar la subjetividad propia de una sociedad en la que, como señalara Weber, se han roto las barreras entre las diversas prácticas parciales, los límites de las racionalidades acotadas, las claras distinciones entre teórico y empírico, entre norma y descripción, entre explicación y relato. La potente abstracción de su discurso no oculta su contemporaneidad. Pero esa contemporaneidad, a mi entender, significa también que se piensa la ciudadanía como excelencia de la subjetividad, aunque junto a los derechos se ponga el acento en las virtudes, éticas y dianoéticas. Es ilustrativo de ello que las tres “exigencias para el acceso a la condición ciudadana” sean la exigencia de singularización, la exigencia fundamentadora y la exigencia antifundamentalista (p. 145-246). Tales exigencias tienen sentido en la definición de un modelo de hombre político (o “poli(é)tico”), de un hombre nuevo, que al fin prescinde del tutelaje de los intelectuales, que llega a su mayoría de edad. Aunque ese modelo se diseñe en un escenario que en su abstracción puede presentarse como transestatal, me parece que responde a otras fronteras. En todo caso está lejos de ese otro referente político urgente y actual. Porque la pregunta insoslayable es ésta: ¿qué debemos responder hoy a quienes se presentan ante las puertas de la sociedad opulenta y nos dice: “queremos pertenecer”. Debemos, sin duda, preocuparnos por su futuro y, en ese sentido, no viene mal definir el ideal de ciudadano; pero, mientras tanto, la filosofía debe plantearse esta pregunta: ¿qué argumentos tenemos para decir “esto es nuestro”? ¿Qué argumentos para decir “reservado el derecho de admisión”?

Cierro esta reflexión, con la consciencia de parcialidad, en parte querida, en parte impuesta por los límites de un comentario a un libro que recoge trabajos muy sólidos y diversos. Si el mejor elogio que puede hacerse a un texto es, como decía Diderot, que nos haga pensar, entonces este es un gran texto. Si, como aportaciones a un seminario, reflejan un momento de la reflexión de sus autores, sólo nos queda esperar sus pasos siguientes, que seguiremos expectantes. Fernando Quesada, que ha dirigido el seminario y la publicación del libro, tiene ahí su mérito y su compromiso de futuro, así como el de seguir logrando que universidades como la UNED den salida a estas reflexiones.


J.M.Bermudo (2002)




[1] Fernando Quesada, Naturaleza y sentido de la ciudadanía hoy. Madrid, UNED, 2002. Las páginas citadas corresponden a esta edición.

[2] F. Quesada, “Hacia un nuevo imaginario político (seguido de diez tesis)”, en AA.VV., Cambio de paradigma en la filosofía política. Madrid, Fundación Juan March, 2001, 17-92, 48.

[3] Ibíd., 26.

[4] Ibíd.., 55.

[5] Ibíd.., 32.

[6] Ver John Tully, A Discourse on Property. John Locke and his adversaries. Cambridge U.P., 1982.