1. El guión y el escenario.
En esta reflexión partimos de un diagnóstico ampliamente compartido sobre los males de la política. No sería difícil elaborar un inventario abierto de problemas graves, tal vez irresolubles,con referencia a la crisis del gobierno representativo y sus instituciones tópicas (parlamento, partidos, sindicatos, magistraturas), a las desviaciones perversas en el modelo democrático, alas dificultades para asumir el multiculturalismo o la voz del sur; a los efectos incontrolables de la globalización económica, a los retos de la nueva economía o de la revolución tecnológica. Y podemos añadir el holocausto ecológico, la crisis del Estado-Nación, la vulnerabilidad ante el terrorismo urbano o el fin del futuro, que no de la historia, de la periferia geopolítica del mundo. Incluso, en dominios más cálidos, habríamos de incluir la imparable despolitización de la sociedad, la inevitable inmersión en el gregarismo y la repetición,la cultura de la magnificación de lo obvio y de la sacralización de lo precario.
Dejemos el repertorio abierto e interactivo, como gusta a nuestra época. En tal descripción conviene el amplio abanico de pensadores escépticos en los que, con desigual confianza, late aún la llama del reformismo. Es decir, establecemos una línea de demarcación entre dos diagnósticos, el de los males de la política, que tomamos por referente, y el de la política como mal, que dejamos para otra ocasión. Y, en el escenario elegido, trazamos una línea imaginaria que ponga la diferencia entre aquellos males del dominio de la razón instrumental (miseria intrínseca del poder y contingente de los políticos, carencias institucionales o estratégicas, errores, ignorancias o perversidades) y los enraizados en la razón práctica (debilidad en el establecimiento de los fines y en la jerarquización de los valores y los derechos,impotencia argumentativa o fundamentadora, sospechas de subjetivismo o arbitrariedad, y cosas de este estilo). Dejamos los primeros a sus cualificados gestores, al cuidado de las ciencias sociales; y a las víctimas de los mismos, es decir, a las existenciales opiniones de los miembros de la gran tribu globalizada; los mantenemos, no obstante, como fondo de intuiciones, pues no podemos ni queremos ignorarlos. Es decir, nos quedamos con los males éticos de la política, abstrayéndolos a efectos analíticos de los males instrumentales; nos quedamos con la política como disciplina filosófica práctica y, en lo posible, nos distanciamos de la política como disciplina técnica. Esta opción es meramente metodológica, no es la máscara de una opción de valor, de una jerarquización de los males.
Fijado nuestro referente, los males éticos de la política, vamos a introducir un postulado que aquí no podemos argumentar; lo hacemos con la consciencia de su disputabilidad, pero con la convicción de que, a fortiori, será considerado razonable. Dicho postulado enuncia que todos esos males de la política contemporánea expresan o están relacionados con la deriva individualista. Como argumento retórico a favor de este postulado mencionemos la estrecha identificación en la representación de lo político entre el neoliberalismo, nombre político de nuestra época, y el individualismo; identificación ésta compartida por la izquierda y la derecha, por los apocalípticos y por los integrados.
La oportunidad de este postulado podrá comprenderse desde la pretensión teórica que anima nuestra reflexión. Ésta consiste en poner en relación los males éticos de la política con el desarrollo de la filosofía. Parece obvio que tal relación se hace más visible si reducimos los males reales y empíricos a discurso, quedando el objetivo teórico reformulado como puesta en relación entre el debilitamiento del discurso práctico y la autodisolución del discurso onto-epistemológico, entre los asaltos a la razón práctica y el suicidio de la razón. Ahora bien, esta tentación tanática de la filosofía contemporánea ha tomado sus formas más expresivas en la metáfora de la muerte del hombre, es decir, en la tenaz y variada crítica al sujeto; por ello, y por la exigencia de límites en un trabajo como éste, podemos reformular definitivamente nuestro objetivo de relacionar los males éticos de la política con la filosofía como confrontación entre la deriva individualista y la deriva antisubjetivista.
En absoluto pretendemos ignorar que la explicación de los males de la política, del contundente afianzamiento del individualismo, debe hacerse en otro escenario, donde el referente principal fuera el nuevo estatus ontológico de los productos (materiales o intelectuales), cuya “naturaleza” y sentido se han diluido respectivamente en la existenciay en la contingencia. Estamos convencidos que ese enfoque, que ha de partir de las nuevas formas de relacionarse de los hombres con los objetos, con el mundo y entre sí, derivados de los cambios en la producción y en el consumo, ofrece un enfoque explicativo más fuerte. Ahora bien, entendemos que el reconocimiento de la determinación socio-económica en la deriva individualista no deslegitima una reflexión que aspire a constatar la presencia en ella de otra fuente de determinación; en todo caso, sin necesidad de la hipótesis de una acusación de los males sociales por la filosofía, podemos aspirar a que la puesta en relación de ambas “derivas” ayude al menos a conceptualizar y comprender mejor los males de nuestra época.
Por otro lado, -y ésta es una justificación añadida de la elección del escenario- un enfoque orientado a representar la génesis psico-sociológica del mal se ve fatalmente abocado al silencio o a la reiteración obstinada. Podemos ilustrarlo con un ejemplo paradigmático. Rousseau comienza su obra Del contrato social con una explicitación metodológica ejemplar: “Quiero ver si en el orden civil puede existir alguna regla de administración legítima y segura tomando a los hombres tal como son y las leyes tal como pueden ser. Procuraré siempre unir en esta indagación lo que el derecho permite con lo que prescribe el interés, a fin de que la justicia y la utilidad no se hallen en conflicto” [1]. Con su habitual lucidez el pensador ginebrino nos advierte del gran problema: articular la razón instrumental y la razón práctica, aceptar los límites de ambas. Y enseguida plantea la cuestión que ha pasado a ser el horizonte de todo pensamiento liberador: “El hombre nació libre, y en todas partes se le encuentra encadenado. Hay quien se cree el amo de los demás, cuando en verdad no deja de ser tan esclavo como ellos. ¿Cómo ha podido acontecer este cambio? Lo ignoro. ¿Qué puede legitimarlo? Voy a intentar resolver esta cuestión” [2]. Hoy ya sabemos la respuesta: nada puede legitimarlo. Pero los hechos están ahí, tozudos, retando al derecho. Dos siglos y medio después la razón instrumental sigue mostrando su perversión (como aliada del poder) o su impotencia (como aliada del derecho). La cuestión rousseauniana sigue planteada, pero de forma más inquietante, pues su reformulación ya incluye la sombra de una derrota: la alternativa “reforma o revolución” ha dado paso a “reforma o deserción”. Y dado que el reformismo de los intelectuales más lúcidos se apresura siempre a matizarse de “reformismo escéptico” o “escepticismo activo”, en sus paradójicas autorepresentaciones aparecen las sombras de una segunda y definitiva derrota, aún no confesada por el lúcido temor de quien sabe que el silencio definitivo es complicidad. Y ahí nos encontramos todos.
Tal vez haya llegado el momento de revisar la última [3], de las Tesis sobre Feuerbach de Marx; tal vez hayamos regresado a una situación en la que lo importante – ¿lo único posible?, ¿lo revolucionario y audaz?- sea la pretensión de comprender el mundo. Tal vez la impotencia práctica esté afectada por la debilidad especulativa; tal vez la obstinación escéptica en la afirmación del ideal sea la última figura, la del último hombre, de la modernidad. Tal vez la deserción política de la filosofía, en versiones melancólica o cínica, no sea más que la contrafigura de la obstinación moralista de la conciencia derrotada: una buscando la impunidad, aboliendo simbólicamente en su decreto de fin de la historia el “Juicio Final”, metáfora de la responsabilidad ante los demás; la otra buscando la inocencia, afirmando hasta el último momento su yo público lo que su yo privado no puede creer: que Dios no ha muerto. ¿Estamos condenados a esta alternativa? Pensar los efectos de la deriva antisubjetivista en la deriva individualista nos puede permitir un doble registro de respuestas: uno, las referente a la responsabilidad de la filosofía en el mal político; otro, las posibilidades aún no cerradas de pensar la política fuera de esa alternativa reformismo moral/deserción cínica.
No podemos ignorar la contundente crítica (nietzscheana) a la modernidad, atrincherándonos en figuras (kantianas) de la resistencia. Nuestra época tiene que hacer un esfuerzo por pensar después de Heidegger y de Foucault, como ya se ha acostumbrado a pensar después de Marx y de Freud [4]. La alternativa modernidad/postmodernidad es un planteamiento de confrontación, de guerra, de transición. Las abundantes llamadas a la deserción política de la filosofía y a su refugio en los espacios privados de la literatura - sea por considerar, con A. Badiou [5], que en su relación con el poder se vuelve necesariamente cómplice perverso o instrumento servil; sea por entender, con R. Rorty [6], que su presencia en el espacio público es estéril, innecesaria o peligrosa- encubren, bajo su aparente búsqueda de neutralidad, un inquietante anhelo de impunidad. Pero seguir proyectando el mal sobre la racionalidad instrumental, mantener secretamente la fe en Platón y en Kant, equivale a un obsceno culto público a los dioses por si existieran. La filosofía no garantiza su inocencia renunciando a su pecado original, su pasión de filósofo-rey; tampoco con su figura renacentista de espejo de príncipes, que con sus virtudes ejemplares guíen a los hombres; ni tampoco con su ideal de príncipe moderno, a quien se dicta el bien y la justicia y se encargala regeneración moral y la emancipación del género humano. Este escenario, articulado en la linealidad filosofía-política-ciudad, hoy se revela anacrónico. En la democracia de opinión el político no puede cargar con el proyecto ético de crear una ciudad,en tanto que está inapelablemente sometido al mercado electoral; y ni siquiera está legitimado para ello, en tanto que está comprometido a escuchar los deseos de los individuos y gestionarlos con eficacia; su función no puede sobrepasar la salvaguarda de los derechos-libertades (proyecto liberal), la optimización del bienestar (proyecto utilitarista) y la gestión de la paz (proyecto humanitarista) entre los socios. Cualquier otro proyecto que requiera representaciones estables y amplias de intersubjetividad, de identidad, de socialización, encontraría el obstáculo de la objetividad y la opacidad de las consciencias. Describir el espacio y las formas de intervención política de la filosofía que quedan abiertas tras la deriva individualista y la muerte del hombre se nos revela, por consiguiente, una tarea urgente y actual.
2. Confusión en el discurso político moderno.
El problema político, sin menospreciar su complejidad, desde la perspectiva que estamos diseñando puede reducirse a una alternativa simple que, variantes y matizaciones aparte, se concreta en la siguiente opción: a) Pensar la política como gestión o administración de los deseos de los individuos; o b) Pensar la política al servicio de una idea de hombre (construir hombres con tête et cœur, que decía Diderot).
Ambas opciones estuvieron presentes en el pensamiento político moderno, pero no se presentaron como alternativas; al contrario, más bien fueron pensadas como los dos extremos, en sí mismos rechazables, de un espacio escalar donde fijar el ideal político. Salvo en posiciones provocadoras o extravagantes, los individuos eran pensados con algunas capacidades y sentimientos humanos, y sobre todo dotados de algunos derechos del hombre; del mismo modo, salvo en minoritarias reproducciones delideal religioso de “comunidad de los santos”, la representación del hombre en el discurso político moderno incluía la individualidad. El resultado de esta insuficiente distinción fue, junto a la confusión conceptual, la contraposición permanente de representaciones osmóticas. Ahora bien, las carencias en cuanto a claridad, distinción y consistencia no implicaron problemas prácticos; las representaciones híbridas se mostraron capaces para organizar la subjetividad y la vida en torno a ideales y proyectos dinámicos; incluso no es gratuito sospechar que esa confusión teórica aportaba por sí misma estabilidad y sentido a la política.
Ese espacio político desigualmente contaminado de individuo y de hombre permitió organizar la subjetividad en torno a polos o modelos que se disputaron la hegemonía. Simplificando mucho la historia, una de las configuraciones más arquetípicas sería la articulada en torno a dos concepciones de gran fuerza, cada una de ellas apuntando a un extremo, representadas por Hobbes y Rousseau. En el modelo hobbesiano aparecen representados individuos exteriores entre sí, ontológica, epistemológica y moralmente incomunicados; la única intersubjetividad a la que tienen acceso, la única figura de la universalidad que comparten, son lasreglas del pacto, dictadas por la razón instrumental [7] y sin más objetivo que la sobrevivencia; reglas, por tanto, exteriores, que no aportan identidad sustantiva, que no articulan una cultura interiorizada, que sólo instauran una exterioridad abstracta donde luchar por la vida con menos riesgo de muerte que en el estado de naturaleza (metáfora que refiere a un escenario de seres independientes y totalmente indiferentes) [8]. En el modelo rousseauniano aparecen hombres identificados en la “voluntad general”, lo que supone una profunda identidad de esencia. Aunque en el origen aparece el individuo, sujeto del pacto social, en dicho pacto niega su individualidad para conseguir la identidad colectiva [9]. El acto de asociación suprime “la persona particular de cada participante” y pone en su lugar “un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea” [10]. Se trata de una forma fuerte de construcción de una subjetividad, un yo común, con voluntad, con responsabilidad, con vida y destino: una persona pública.
Rousseau no hace sino seguir un principio sagrado del pensamiento moderno, bien fijado por Spinoza: la razón, que es lo común, une a los hombres; los sentimientos y pasiones, que es lo particular, los separan. Pero ni siquiera en el modelo rousseauniano, de identidad fuerte, desaparece el individuo; al fin, el pacto se hace para vencer los obstáculos a la sobrevivencia; la enajenación de “cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad” se justifica tanto en la razón instrumental, en la mejor defensa frente a los particulares, como en la razón práctica, en la igualdad, “pues dándose cada cual a todos no se da a nadie”. Rousseau entiende que la pertenencia a la ciudad o república, lejos de ser una sumisión a lo otro, es la única forma de ser libres e iguales: libres de cualquier voluntad arbitraria privada e iguales en la construcción de la voluntad general. Es la única forma, por tanto, de ser individuo y ciudadano, súbdito y soberano; en definitiva, la única forma de ser hombre.
Son bien conocidas las críticas que ambos modelos han recogido a lo largo de los siglos; pero la confusión y la tensión se ha reproducido. Y, visto en perspectiva, bajo su radicalismo existencial, el debate quedaba controlado por esa hibridación conceptual. Los textos de B. Constant, de A. De Tocqueville o de J. St. Mill [11] , por poner sólo algunos de los más brillantes autores políticos modernos revelan esa confusión entre el individuo humanizado y el hombre individualizado. Las tradiciones liberal y republicana, insistentemente contrapuestas pero resistentes a una diferenciación radical, es una forma de escenificación del problema. Los reiterados debates entre bien individual/bien común, privado/público, son otras tantas manifestaciones. Los pensadores más lúcidos se verán llevados a una distinción radical entre las opciones seguida de una coordinación sofisticada o genuina: la “mano invisible” de A. Smith, o los vicios privados/virtudes públicas” de B. De Mandeville; o, en registros más teleológicos, la “insociable sociabilidad” de Kant y la “astucia de la razón” de Hegel. Una larga tradición que, como hemos dicho, se mantiene hasta nuestros días, donde reaparecen los esfuerzos de demarcación entre liberalismo y comunitarismo, entre una idea de la ciudad como simple asociación mercantil y voluntaria de socios para obtener ventajas mutuas, y otra idea de la ciudad como comunidad de esencia, necesaria para una vida humana, a la cual hay que sacrificar cuotas de instinto y espontaneidad [12].
3. Confusión en el discurso político contemporáneo
En el pensamiento político liberal contemporáneo, afectado de un fuerte desplazamiento hacia el individualismo, hacia el “modelo hobbesiano”, se sigue apreciando la confusión, ahora con más claridad, pues es manifiestamente paradójico que la máxima fragmentación e individualización de la conciencia y la existencia coexista con la generalización del discurso de los “derechos humanos”, de la dignidad y la autoestima humanas. Sería sin duda muy elocuente una indagación, con esta perspectiva, de los textos de pensadores liberales relevantes; aquí sólo haremos una breve referencia, a título de ilustración, a dos autores.
David Gauthier, en The Best of Times [13], puede imitar a Leibniz y afirmar que "Vivimos en el mejor de los tiempos". ¿Por qué? Porque asistimos a una "transformación casi milagrosa" que está haciendo posible "que cada persona viva como un individuo autónomo en una comunidad sin ataduras" [14]. Lo curioso es que Gauthier reconoce que "no podemos saber ahora si nuestro logro inaugurará una época de florecimiento humano, o si nos excederemos, empobreceremos nuestro medio ambiente y pondremos en peligro la supervivencia". ¿Qué importan estas pequeñas cosas? Lo que cuenta en nuestra "afortunada posición", lo que hacen de ella "el mejor de los tiempos", es que "se abre la posibilidad de una nueva forma de comunidad humana profundamente sustentadora de la individualidad" [15]. Una comunidad que rompe con las formas culturales, religiosas, lingüísticas que ya son "mordazas en lugar de herramientas", que, en todo caso, "impiden más que estimulan la realización de la individualidad humana" [16].
Reconozco no saber muy bien qué es una "individualidad humana", tal como no entiendo qué significa un "individuo autónomo". Me inclino a pensar que hay confusión, si no contradicción en los términos, en estas expresiones. No es evidente que pueda reivindicarse la individualidad en el seno de un paradigma que se aferra a los derechos del hombre; y es sorprendente la hibridación retórica en expresiones como "doctrina de la democracia y de los derechos individuales". ¿Tiene sentido una democracia de individuos? ¿Tiene sentido la expresión "derechos individuales?”. En las Declaraciones modernas los derechos se predicaban, con mayor consistencia, "del hombre y del ciudadano" [17]; no eran derechos derivados de la individualidad, sino de su esencia humana o su condición francesa o virginiana. No dudo que Gauthier lo entiende así; sólo pongo de manifiesto la confusión no inocente, derivada aquí de la pretensión de situarse mirando al liberalismo, mirando a Hobbes, sin ser capaces de dar el paso final y apostar por el estado de naturaleza, por el “hombre lobo para el hombre”.
Incluso un pensador como Ph. Van Parijs, de liberalismo matizado, se siente obligado a reconocer que "el ideal sigue siendo una sociedad de individuos libres para quienes la libertad de la sociedad no es nada más que un medio" [18]. ¿Qué son esos individuos libres para Van Parijs? Lo dice muy claro, en voz hobbesiana y de la mano de Voltaire: individuos libres son aquellos que hacen lo que quieren hacer. Y para impedir una interpretación perversa de la máxima que permita llamar libre a quien manipulando restrictivamente sus deseos los ajusta a sus posibilidades, caso paradigmático del "esclavo satisfecho", ha de buscar una corrección. Y ha de buscarla entre Hobbes y Rousseau.
No le gusta la cláusula de Rousseau, que acepta la definición sólo en los casos en que el hombre quiera hacer o poseer lo que debe querer hacer o poseer. Van Parijs renuncia a cualquier determinación del deseo en nombre de una instancia exterior al mismo (voluntad general o interés público). Si para el ginebrino una sociedad es libre si permite a los hombres hacer lo que deben hacer, a Van Parijs le parece que la libertad del individuo no puede determinarse desde ninguna virtud cívica compartida, pues una sociedad libre, nos dice, incluye en su concepto la disputabilidad de cualquier norma moral, la pluralidad de ideologías inconmensurables.
Tampoco le agrada la concepción kantiana, que identificaría libertad con autonomía, en el sentido en que Elster dice que "Ser un hombre libre es ser libre de hacer todo lo que uno automáticamente quiere hacer" [19]. Al pensar la autonomía como mera independencia, considerará que el esclavo integrado en el orden esclavista gracias a una estrategia de seducción sería más libre que el inadaptado y rebelde.
Le gusta más una tercera vía, de raíz berliniana, en la que para ser libre no cuenta tanto la ausencia de obstáculos a un deseo actual, que enreda en el problema del esclavo satisfecho seducido, como la ausencia de obstáculos al deseo potencial, a lo que uno pueda llegar a querer. De este modo puede reafirmar que "el ideal de una sociedad libre, que tratamos de detallar, queda ahora aclarado con mayor amplitud: la soberanía individual en relación con la cual hablamos de una sociedad libre es la libertad de hacer cualquier cosa que uno pudiera querer hacer" [20].
Increíblemente, uno no es libre si puede hacer lo que quiere, sino sólo en el caso en que pueda hacer todo aquello que pueda llegar a querer. ¿Y dónde llega este poder querer? En rigor, al infinito, pues cualquier limitación histórica es eso, un obstáculo. En todo caso, tenemos de nuevo al individuo libre, con su libertad referida al deseo y agrandada al deseo potencial, para evitar perversiones. Si alguien preguntara por el lugar del hombre, seguramente darían una respuesta inspirada en Zaratustra: este ingenuo idealista aún no se ha enterado de que el hombre ha muerto [21]. Ciertamente, el hombre no puede vivir tras la muerte de Dios; la cuestión es, no obstante, si puede sobrevivir el individuo tras la muerte del hombre [22].
4. Confusión en el discurso filosófico moderno.
La confusión vista en el discurso político no hace sino reflejar la existente en la filosofía. La articulación confusa e inestable que dominó la modernidad entre liberalismo y republicanismo reproduce en el discurso político la compleja y nada armoniosa relaciónentre individualismo y humanismo en la filosofía moderna. Es bien conocido que desde Hegel, y tras la potente interpretación heideggeriana, la filosofía moderna es leída como filosofía de la subjetividad. Efectivamente, la constitución de la subjetividad será el objetivo del discurso filosófico moderno. Pero, a nuestro entender, pensar la subjetividad y pensar el mundo desde la subjetividad y como subjetividad no es reducible a pensar el hombre o a pensar el mundo como humano [23]. La antropologización que la filosofía padece en algunos autores modernos no debe ocultarnos que la deriva subjetivista es eminentemente ontológica.
Entendemos, pues, que el humanismo y el individualismo son dos figuras de la filosofía de la subjetividad, que no se agota en ellas. Dos figuras potentes, sin duda, y enfrentadas, disputándose la representación del espacio antropológico, pero también del espacio civil. Si la filosofía moderna gira en torno a la construcción del sujeto, humanismo e individualismo son dos formas particulares de abordar y resolver ese objetivo; dos formas culturales, en rigor, dos filosofías de la subjetividad, pero no las únicas. Es decir, no son simplementerostros ético-políticos de la filosofía de la subjetividad, sino dos versiones de la subjetividad pensada en coordenadas antropológicas. No son dos maneras de pensar la esencia del hombre (debate antropológico) sino dos maneras de pensar el sujeto (debate ontológico). La confusión de planos es efecto de la mirada política sobre la filosofía.
La filosofía de la subjetividad, en sus formas más acabadas, equivale a un cierre ontológico del sujeto sobre sí mismo, a un olvido radical de la transcendencia, de la exterioridad. El sujeto ha de sacar de sí la verdad, el valor, la belleza, el sentido e incluso la ley. El conocimiento pasa de ser lectura de la esencia en el ser, en el objeto como exterioridad, a constituirse como escritura de la esencia en la inmanencia. El mundo deviene representación; el conocimiento deviene autoconsciencia; el sujeto es el autor de una realidad sin exterioridad.
Ahora bien, no es posible un pensamiento filosófico sin una escisión sujeto/objeto, “lo mismo”/ “lo otro” [24]. La filosofía del sujeto ha de reinventar el objeto encerrado en su inmanencia. Si en la filosofía premoderna, en la metafísica del ser, la objetividad (del conocimiento, de las representaciones del sujeto) exigía la exterioridad, al ser pensada desde una concepción de la verdad como adecuación de la idea a la cosa, en la filosofía de la subjetividadla objetividad de las representaciones debe ponerla el sujeto sin transcender su inmanencia. Así, tanto en el cogito cartesiano como en el sujeto transcendental kantiano (y aquí sus notables diferencias no son relevantes) refieren la objetividad -y por tanto la verdad- de las representaciones a la esencia del sujeto, es decir, a las reglas o categorías del pensamiento. En ambos casoslos errores o las ilusiones no son efectos del pensar, sino del no pensar, de las impurezas, de las determinaciones de la res extensa, del yo psicológico De ahí el rechazo cartesiano de la imaginación, hasta el punto de prohibir el uso de figuras y de ejemplos empíricos en la enseñanza de las matemáticas: su algebraización de la geometría es la más bella expresión de esa idea según la cual si la “cosa pensante” piensa –y no sueña, imagina, alucina, etc.- su obra es la verdad.
Tanto en el cogito cartesiano, como en el sujeto transcendental kantiano aparece la diferencia entre el individuo empírico y el sujeto pensante. Y aparece como contraposición: la garantía del pensamiento reside en el silenciamiento del yo psicológico. Pensar, ser sujeto en sentido ontológico, requiere desindividualizarse, autodeterminarse desde la identidad, desde la universalidad. El “yo pienso”, paradójicamente, requiere que el yo empíricoguarde silencio. O sea, la identidad se consigue mediante la espiritualización del sujeto, mediante la salida idealista; el sujeto es así reducido a esencia desencarnada, abstracta, sin individualidad; y la individualidad a determinación empírica, sin consciencia, inesencial.
Cuando este problema se aborda en claves antropológicas o, al menos, ético-políticas, fácilmente se traduce esa escisión en términos de la contraposición “hombre”/”individuo” y se identifica la humanidad con el pensamiento, con la esencia universal,y la individualidad con el sentimiento y la pasión, con la irreductible particularidad. De ahí que Spinoza pueda fundar la democracia en el atributo del pensamiento, en la razón como, elemento de unidad e identidad entre los hombres, mientras que el atributo de la extensión (imaginación, pasión y deseo) es considerado elemento de fragmentación e individuación. En todas las concreciones históricas de la filosofía de la subjetividad, en su cara práctica, aparece esa fisuraen el sujeto: como hombre y como individuo, como universalidad y como particularidad, como identidad y como diferencia. Como veremos enseguida, en tanto que el sujeto se piensa como actor, agente creador, ha de representarse como individualidad; en tanto que autor, agente del sentido, ha de representarse como identidad.
Conviene, no obstante, destacar que el sujeto que aspira a instaurar la filosofía moderna no es el hombre [25], aunque con frecuencia se presente en su traducción antropológica. Un ejemplo paradigmático nos lo ofrece Hegel, en cuya metafísica las dos figuras antropológicas del sujeto moderno, el hombre y el individuo, quedan profundamente subordinados a la dialéctica de una sustancia-sujeto en que aquéllos son meros momentos, irreales en su representación abstracta. Cuando, desde posiciones liberales, se critica a Hegel la disolución del sujeto (del hombre y su individualidad) en la totalidad, se pone una vez más de relieve la doble confusión: primero, porque Hegel no sacrifica el sujeto, sino que lo eleva a absoluto segundo, porque contra la totalidad hegeliana se reivindica de forma indistinta al hombre humano y al hombre individuo.
No es aquí el lugar para reconstruir, ni siquiera en forma esquemática, una historia de la subjetividad; aunque sería interesante hacerlo desde perspectivas diferentes a la heideggeriana, construida en claves muy reduccionistas y antropologistas. La breve alusión a Hegel nos permite destacar que la modernidad se esforzó en pensar la subjetividad de formas muy variadas; Marx también nos serviría de argumento; incluso el YO fichteano parece una apuesta por la desantropolgización, la desindividualización y la deshumanización del sujeto. A nuestro entender, cada gran filosofía de esta época ofrece una forma de instituir la subjetividad; la diferencia entre las distintas filosofías modernas se expresa en la diversidad de los rostros (más o menos universales, más o menos antropomórficos) de sus respectivos sujetos. Nos limitaremos, para cerrar este apartado, a comentar un elemento de identidad y otro de diferenciación útiles para el empeño que nos ocupa.
El elemento de identidad, común a las distintas representaciones modernas del sujeto, es su sustancialidad. Todas las propuestas coinciden en la postulación de figuras estables, consistentes, de la subjetividad. Podemos encontrar diferencias de grado, pero, si exceptuamos el evanescente sujeto humeano, que parece una anticipación postmoderna [26] al confiar su entidad a los hábitos y la memoria (a los relatos, diríamos hoy), todos piensan la subjetividad como referencia estable. Unas veces será el estructurado sujeto kantiano, afirmado en la transcendentalidad, con las fijas y universales máximas de la razón práctica; otras veces será la más individualizada mónada leibniziana, atada a su punto de vista; o la “conciencias de clase” marxista, o el “espíritu de un pueblo” hegeliano y romántico, sin pretensiones de universalidad, pero definidos como intersubjetividades bien determinadas. Lo interesante a destacar es esa suficiente consistencia ontológica, necesaria para pensar el sujeto delque depende la verdad y el valor, el saber y el sentido, y el derecho, la moral y la ciudad.
El elemento de diferenciación es el ya mencionado grado de universalidad del sujeto. En el ámbito del conocimiento, la escisión se da entre aquellas posiciones que piensan un sujeto universal y un saber universal y las que introducen variantes historicistas. En el ámbito práctico, la escisión se da entre las formas más universalistas del sujeto como “hombre”, otras más locales como “nación”, otras contextuales como “clase”, etc. Tampoco deberíamos olvidar, junto a estas subjetividades ontológicamente fuertes, que llegan a ser pensadas como naturales (efectos de reificación), otras más instrumentales y artificiales, comolas religiones y las ideologías, que atraviesan en diagonal los universos de las anteriores, y que son formas sólidas de organizar la intersubjetividad y de construir sujetos prácticos (iglesias, partidos, sindicatos, etc.), llegando a naturalizarse en procesos de cosificación altamente extendidos.
De estas provisionales y fragmentarias reflexiones sobre las maneras de construir la subjetividad en las filosofías modernas queremos extraer algunas consecuencias. La primera, que podemos constatar que la modernidad pensaba el mundo, la historia y la vida humana en términos de subjetividades autoconscientes, que se daban fines y medios, que ejercían de autor y de actor; en suma, que el sujeto era el referente indispensable paraponer el sentido. En segundo lugar, que no ha habido homogeneidad, sino diferencia y a veces confusión entre las diversas alternativas, enfrentándose en cuanto a la universalidad del sujeto y en cuanto a su contaminación antropológica. Y, en fin, en tercer lugar, que al menos en el ámbito práctico la tensión se ha dado especialmente a la hora de establecer el grado de universalidad del sujeto, tal vez por los efectos políticos inmediatos y visibles. No es trivial que aún hoy tanto el hombre-individuo como el hombre-universal se reivindican frente a la clase o a la nación como el marco y el límite adecuados de la subjetividad; no es trivial que el pensamiento liberal, tolerante y laxo en la hibridación entre el individualismo y el humanismo, siempre se ha mostrado riguroso y contundente ante la figura del enemigo, es decir, ante cualquier representación política que pusiera la subjetividad en la clase o en la nación.
5. Confusión entre el autor y el actor.
Las distintas figuras de la subjetividad modernas coinciden en pensar el sujeto como el lugar de la autoconsciencia, de la representación y de la voluntad libres de toda determinación. Es decir, el sujeto es pensado como fundamento (fuente de legitimación y otorgación de valor) y como autor [27] (fuente del sentido), tanto en el ámbito epistemológico, como en el estético,moral y político, e incluso en el ontológico. Autorde la verdad, del valor y de la belleza;autor del mundo, reducido a representación para sí; y, sobre todo, autor de sí mismo, de su esencia (y, en consecuencia, como propietario de su obra). El sujeto se revela autor del mundo a través de la ciencia (representación) y la técnica (construcción); y se revela autor de la ciudad a través de la ética (representación) y de la política (construcción). O sea, todas incluyen un ideal y una estrategia, esencialmente diferentes, radicalmente contrapuestas, sin mediación posible, dado el rechazo común a toda exterioridad; las síntesis y articulaciones son, en ese nivel filosófico, meras ilusiones.
El humanismo y el individualismo, que centran nuestro interés actual, ilustran bien estos rasgos. En ambas filosofías se piensa la subjetividad como actor y autor; es decir, como actividad, cognitiva o volitiva,sin sumisión a ninguna exterioridad o transcendencia. Las diferencias se revelan en la manera de entender la voluntad libre, la actividad legisladora del sujeto; y, en particular, la tarea de autodeterminación. El humanismo piensa su sujeto, el hombre, orientado a su autodeterminación, a la construcción de una esencia transcendental, universal y a priori; es decir, un sujeto dotado de razón práctica, cuya libertad se realiza determinando su voluntad conforme a los preceptos de dicha razón (el ejemplo más canónico es el sujeto kantiano, con su esencial autonomía de la voluntad). El individualismo, en cambio, piensa su sujeto, el individuo, enfrentado a cualquier determinación, rehuyendo incluso la autodeterminación, en tanto que su efecto sería la fijación de su esencia, su naturalización, su reificación; es decir, un sujeto que interpreta su libertad como espontaneidad y su esencia como indeterminación. Podríamos decir que el humanismo acepta la muerte de Dios y asume la hora del hombre; y como su representación de Dios era leibniziana, es decir, un Dios sometido a la lógica, a los principios de la razón, omnisciente pero no omnipotente, la hora del hombre equivale a trasladar el mundo platónico de las ideas al interior de su inmanencia. La muerte de Dios es, a nivel filosófico, intrascendente; el sujeto sigue sometido a la razón, pero ahora sabe que es la forma de su esencia y no la prescripción de una transcendencia. El individualismo, en cambio, con la idea de un Dios omnipotente, interpreta su muerte como la hora de la arbitrariedad, de la libertad como independencia, sin más límites que los necesarios para evitar el caos y la destrucción; en todo caso, límites provisionales, sin que se fijen en una cultura o una moral, siempre revisables, excepto aquellos principios sagrados que protegen al individuo: vida, libertad, independencia, seguridad y propiedad. Humanismo e individualismo, por tanto, se articulan en torno a dos maneras de pensar la esencia del sujeto humano: el humanismo, como hombres orientados a construir la identidad con los demás hombres en una cultura, en una moral, en una ciudad; el individualismo, como individuos orientados a cuidar su diferencia, en un marco político-jurídico común, pero mínimo y exterior, meramente instrumental. El hombre del humanismo se identificapor su voluntad racional, que paradójicamente niega su singularidad; el individuo del individualismo se libera de esta voluntad racional, y paradójicamente pierde con ello cualquier identidad. Sólo en la unidad confusa entre humanismo e individualismo podía constituirse ese hombre individual y autor de sí mismo.
Concluimos, pues, resaltando que las diferencias entre las distintas filosofías de la subjetividad de la época moderna, y entre el humanismo y el individualismo en particular, surgen en torno a la concepción del sujeto como actor y como autor, es decir, como agente de lo real (en la construcción del mundo, de la historia, de la ciudad) y agente del sentido. Las referencias de Hegel al “espíritu de un pueblo” y las de Marx a la clase como sujeto de la historia, como totalidad de sentido, en la cual el sujeto individual se revelaba ilusorio, mero instrumento, son ilustrativas de una concepción de la subjetividad alternativa tanto al humanismo como al individualismo. La diferencia resalta aún más si las comparamos con la representación lockeana del sujeto, tal vez la más equilibrada síntesis entre humanismo e individualismo. En el sujeto bifronte lockeano, mitad hombre y mitad individuo, mitad súbdito y mitad ciudadano, conciencia escindida ilusoriamente unida en la figura del burgués,es precisamente su esencial carácter de autor la fuente de legitimación, en forma casi sublime, del derecho de propiedad [28].
Dado que aquí nos interesa acentuar las diferencias entre individualismo y humanismo, hemos de resaltar su distinta manera de pensar al sujeto como autor. Podríamos decir que, mientras el humanismo afirma un hombre autor en sentido fuerte, en el doble sentido de actor y guionista, y por tanto absolutamenteresponsable de sí mismo y del mundo, el individualismo sólo parece reivindicar su carácter de actor sin guión, de agente libre y, por tanto, sin responsabilidades derivadas ni de la acción ni del proyecto. Tras conseguir la condición humanista (reducción del mundo a representación, negando la objetividad como transcendencia, librándose del límite de lacosa en sí) la filosofía de la subjetividad se encuentra ante la exigencia individualista (librar al sujeto de sí mismo, de su esencia, del riesgo de que su infinita tentación de determinar el mundo le arrastre a autodeterminarse, a cosificarse; liberarlo, en fin, de su pasión de ser (algo).
H. Arendt ha descrito con belleza la distinción entre hacer la historia y ser su autor, es decir, entre ser autor y ser meramente actor. Aunque Arendt argumenta esta tesis en otro contexto y con otro sentido> [29], pues en el fondo parece exculpar a los hombres de cuanto acontece en el mundo, podemos redescribirla para nuestro propósito. La concepción arendtianadel hombre es claramente no-humanista: les otorga el poder de creación, pero no les reconoce el control del guión, la autoría del sentido. Producen la historia pero ésta no es su obra; la crean pero no le dan sentido; son actores, pero no autores. En consecuencia, no son responsables de ella, no son responsables de sus acciones. Arendt regala así la impunidad a los hombres. El humanismo, en cambio, acepta la muerte de Dios y carga a los hombres con el poder de legislar y poner sentido; y, en correspondencia, con la responsabilidad y la culpa.
6. Humanismo y modernidad.
Establecida, aunque de forma no exhaustiva ni sistemática, la correspondencia entre el discurso ontológico y político en la modernidad, nos parece el momento de profundizar en el estatus teórico delhumanismo y el individualismo. Para ello nos serviremos de un modelo interpretativo que, aunque convencional, en sus tesis implícitas nos parece ampliamente aceptado. Dicho modelo se adapta a los tres momentos tópicos de la historia de la filosofía, pero caracterizándolos de una forma sistemática y con alguna aportación que estimamos novedosa [30]. Distinguimos, pues, tres grandes representaciones, cada una incluyendo una descripción del mundo y de la ciudad, postulando en las representaciones una fuerte correspondencia formal internay una radical discontinuidad entre ellas. La representación clásica se concretaría en las ideas de “cosmos” y “polis”, o mundo cerrado y ciudad cerrada; la moderna, en las ideas de “universo infinito” y de “estado-nación” o gobierno representativo; la contemporánea, en fin, en las de “orbe indeterminado” y “democracia de opiniones” [31]. Las tres representaciones del modelo se diferencian por una pluralidad de criterios, pero cara a lo que aquí nos preocupa tomaremos como referencia uno de ellos: el grado de indeterminación de sus respectivas ontologías. Es decir, el espacio que cada una deja para pensar el sujeto.
Es un tópico muy extendido que el humanismoindividualista aparece con la modernidad [32], con la muerte de Dios, con la ruptura con la tradición y con el derrumbamiento del cosmos y de la ciudad cerrada, en definitiva, con la quiebra del sentido. Por decirlo en palabras de A. Koyré, con la sustitución de la representación del mundo cerrado por la del universo infinito [33]. Debemos, por tanto, preguntarnos por los rasgos específicos del humanismo que lo hacen compatible con la filosofía moderna de la subjetividady que, en cambio, no permiten su aparición en la representación antigua del mundo y del hombre.
El paso de la representación clásica del mundo a la moderna supone una ruptura profunda Las tesis de Koyré, en líneas generales compartidas por la historiografía, describen ese corte como el finde una representación en la que el mundo aparecía como totalidad acabada, ontológica y moralmente jerarquizada, unidad de sentido, donde el hombre ocupaba un lugar natural, fijo y bien determinado. El cosmos, como ha señalado Cassirer [34] aportaba jerarquía y orden metafísico, físico y moral. Su representación otorgaba al hombre un lugar privilegiado, en cuanto a su perfección ontológica: su capacidad de representación y de desciframiento del mundo, su capacidad de leer su orden y su destino; y, sobre todo, la de encontrar en ese orden, en esa totalidad armoniosa, el sentido de la vida humana, su fin y su perfección, su esencia y su destino. El conocimiento del orden del cosmos, el desciframiento de la verdad, el valor y la belleza, permitía al hombre dar sentido a su discurso y su acción; desde dicho orden podía decir el bien y el mal, lo justo y lo injusto. El hombre, de este modo, derivaba su dignidad de su privilegiado lugar culminante de la creación, o sea, de su capacidad de leer o reflejar la ley del ser, de pensar y vivir conforme a la naturaleza.
Ahora bien, en tal representación la esencia y el destino del hombre le estaban definitivamente asignados;había de encontrar la norma o el fin fuera de sí, en un objeto exterior, descifrando la voz de Dios en la naturaleza, la Biblia o el corazón;la ley del ser estaba dada, y con ella la verdad; su deber estaba fijado; por tanto,en esa representación del cosmos el hombre, a pesar de la dignidad derivada de su privilegiada posición, no era verdadero sujeto, no era autor del mundo, ni de la historia, ni de sí mismo. Aunque ocupara un lugar de privilegio en el orden natural, estaba ligado a ese lugar y sometido a ese orden. No era dueño. No había lugar para el humanismo, en ninguna de sus versiones. Como tampoco se pensaba a sí misma autor de la ciudad, de las leyes, de la moral, referidas siempre a momentos inaugurales, mitológicos, o a grandes legisladores personalizados (Solón, Licurgo), o a tradiciones bien consolidadas. Y cuando la ciudad deja de ser pensada desde la mirada de la ley divina, desde la physis, y pasa a serlo desde la convención, desde el nomos, ésta no es pensada como decisión arbitraria, subjetiva, sino refiere siempre a un logos, a una racionalidadcompartida, a una esencia [35].
Por tanto, si el humanismo y el individualismo son dos filosofías del sujeto, y si piensan a éste como autor, no caben en el paradigma clásico. El afianzamiento consecuente de una perspectiva humanista exige romperdos obstáculos: la ley del ser y la ley de la esencia; o, si se prefiere, exige acabar con la pretensión de verdad objetiva y con la pretensión de valor objetivo. El humanismo, por tanto, apunta a una ontología de la indeterminación, confiando a la creatividad humana, a su esencial autonomía, la puesta en orden del caos y la autodeterminación. La máxima dignidad humana en perspectiva humanista no es ocupar el último escalón de la creación divina, sino hacer el mundo (mundo como representación) y hacerse a sí mismo, ser causa sui; en definitiva, el humanismo consiste en instaurar un hombre que haga de dios. Liberado del orden natural, de la tradición y de Dios, ha de sustituirlos en su función legisladora. Sartre lo verá con lucidez: "El hombre no tiene otro legislador que él mismo"; y añadirá que no puede librarse de esa tarea legisladora. No hace falta indicar que aquí enraíza la concepción de los derechos subjetivos [36] y del contractualismo, alternativa a las legitimaciones teológicas, tradicionales o carismáticas, y que se representa la ciudad como obra humana [37].
La segunda representación del modelo refiere al universo infinito de Newton y Laplace, que ensancha el campo de posibilidades para la perspectiva humanista, pero de forma insuficiente, pues no introduce una ontología de la indeterminación [38]. El universo infinito sigue siendo un universo cerrado en sus formas generales (leyes fijas e inmutables del mundo, aunque sólo fueran conocidas por el “demonio de Laplace” [39]); la indeterminación sólo se introduce en los modos particulares, en las cosas finitas. Este mundo de los modos particulares puede pensarse como contingente, manejable, humanizable; es un espacio de libertad conquistada para la acción humana, el dominio del autor. Pero, con la vista en la totalidad, la representación del mundo se presenta como orden legal, fijo y bien determinado. El verum factum de Vico expresa con perfección los límites: los hombres pueden conocer la historia porque la hace; no así el mundo, del que no son autor, y del que sólo pueden tener conocimiento verosímil, gracias a la “segunda creación”, es decir, a la reproducción mediante el experimento. Porque, si no hemos hecho el mundo, aunque sepamos reproducirlo en el laboratorio nunca sabremos si su creación siguió otro camino. Por tanto, podemos dar sentido a la historia, a la ciudad, pero no al mundo [40].
En el universo newtoniano las leyes son fijas y los modos contingentes, abriendo así un espacio a la creación humana, un lugar para el humanismo. Algo semejante ocurre con la representación de la ciudad: unas leyes fijas para todos, que dejan en sus huecos espacios para la realización personal. Las religiones, los sistemas de moralidad, las ideologías, fijan lo intersubjetivo, pero dejan en su seno espacios para la diferencia, para la libertad... Si el orden del universo está garantizado por las leyes generales de la naturaleza, el orden moral tiene su base en unos valores y derechos naturales, universales, de los que el hombre no es autor, a los que debe someterse. El postulado de que los mismos no son transcendentes, que la razón los encuentra en sí misma gracias a su autotransparencia, no afecta al hecho de que son representados como objetivos y fijos; por tanto, como objetividad y limitación del sujeto como autor libre. La razón sólo puede leer y prescribir esos valores, establecerlos como esencia humana. Esta esencia sigue siendo un deber.
Este carácter imperfecto o inacabado del humanismo moderno podemos verlo en la Oratio de hominis dignitate de Pico della Mirandola, a quien suele atribuirse la primera descripción del hombre como sujeto autónomo de esencia indeterminada. En rigor, se trata de una redescripción del mito de la creación del hombre por Dios, hecha en perspectiva humanista-moderna, si bien enmarcada en un escenario sumamente tópico y tradicional. El pasaje merece por sí mismo la reproducción completa: “Ya el gran Arquitecto y Padre, Dios, había fabricado con arreglo a las leyes de su arcana sabiduría esta morada del mundo que vemos, templo augustísimo de la divinidad; ya había embellecido la región superceleste con las inteligencias, animado los orbes etéreos con las almas inmortales y henchido las zonas excretorias y fétidas del mundo inferior con una caterva de animales y bichos de toda laña. Pero, concluido el trabajo, buscaba el Artífice alguien que apreciara el plan de tan grande obra, que amara su hermosura y admirara su grandeza. Por ello, acabado ya todo (testigos Moisés y el Timeo [41]), pensó al fin crear al hombre. Pero ya no quedaban modelos ejemplares de ninguna nueva raza que forjar, ni en las arcas más tesorosque legar como herencia al nuevo hijo, ni en los escaños del orbe entero un sitial donde asentar al contemplador del universo. Todo estaba lleno, todo distribuido por sus órdenes sumos, medianos e ínfimos. De todas formas, no iba a fallar ahora, por ya agotada, la potencia creadora del Padre en este último parto. No iba a fluctuar la sabiduría como privada de consejo en cosas tan necesarias. No podía sufrir el amor dadivoso que aquél (el hombre) que iba a ensalzar la divina generosidad en los demás se viera obligado a condenarla en sí mismo.
Decretó al fin el supremo Artesano que, ya que no podía darle nada propio, poseyera en común lo que en propiedad a cada cual había otorgado. Así, pues, dio al hombre la hechura de una forma indefinida y, colocado en el centro del mundo, le habló de esta manera: "No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti los tengas y poseas por tu propia decisión y elección. Para los demás, una naturaleza contraía dentro de ciertas leyes que les hemos prescrito. Tú, no sometido a ningún angosto cauce, definirás tu naturaleza según tu propio arbitrio, al que te entregué. Te coloqué en el centro del mundo para que volvieras más cómodamente tu vista a tu alrededor y miraras todo lo que hay en este mundo. Ni celeste ni terrestre te hicimos, ni inmortal ni mortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión" [42].
Ese es el relato. Pico elogia la simpar generosidad de Dios y la dicha del hombre, "al que le fue dado tener lo que deseare y ser lo que quisiere". Mientras que los brutos, como dice Lucilio, nada más nacidos ya traen consigo del vientre de su madre lo que han de poseer; mientras que los espíritus superiores, desde el comienzo, o poco después, ya fueron lo que han de ser por eternidades sin término, "al hombre, en su nacimiento, le infundió el Padre toda suerte de semillas, gérmenes de todo género de vida. Lo que cada cual cultivare, aquello florecerá y dará su fruto dentro de él. Si lo vegetal, se hará planta, si lo sensual, se embrutecerá; si lo racional, se convertirá en un viviente celestial; si lo intelectual, en un ángel y en un hijo de Dios" [43].
Ese camaleón, ese Proteo, es el hombre del humanismo moderno. La idea de ese hombre, descrita en el texto, aparece en el escenario de una ontología de la indeterminación,donde el hombre, autor y actor, está en condiciones de elegir su mundo, su rostro y su destino. Ese escenario, hay que reconocerlo, es neutral en la confrontación entre el hombre y el individuo. Tal vez por ello Pico, militante de un humanismo más clásico que moderno, dejará poco espacio a la elección humana; tras concederle la libertad, tras declarar al hombre autor de sí mismo, le dicta el modelo. Recuperando el cosmos teológico cristiano se apresurará a decir al hombre lo que debe elegir, de definir su esencia y su destino entre los coros angélicos de serafines, querubines y tronos. Un hombre renacentista no podía ir más lejos; en rigor, todos los modernos sucumbieron a ese límite, aunque revisaran la esencia y la alejaran poco a poco de la iconografía cristiana. Incluso Mills, que explícitamente otorgaba al sujeto la posibilidad de optar entre Sócrates insatisfecho y un cerdo satisfecho, implícitamente defendía que esta última opción no es humana.
7. Del humanismo esencialista al antihumanismo.
Los límites del humanismo de Pico se reproducen en los demás autores de la modernidad. No es extraño que Heidegger, en su Carta sobre el humanismo, pueda definir éste como la representación del hombre en busca de su esencia. Las diversas figuras del humanismo vendrían fijadas por las diversas formas de pensar la esencia del hombre. La forma clásica del mismo la encuentra en el mundo romano, en el homo humanus frente al homo barbarus; en este escenario el hombre aparece en su esfuerzo por determinar su esencia conforme a la virtus romana, mediante la paideia griega (De ahí el ligamen del humanismo con la eruditio et institutio in bonas artes). El humanismo romano, según Heidegger, reaparece en el renacimiento (renascentia modernitatis), siempre ligado a la formación del hombre en disciplinas y artes clásicas. En el humanismo cristiano la estructura persiste, si bien con un cambio en el repertorio de virtudes.
El enfoque, según Heidegger, persiste en la modernidad, donde la esencia sigue siendo transcendente; sólo cambian las virtudes constitutivas de la misma. En Marx el homo humanus es el hombre social; su dignidad no reside ya en su formación humanista, sino en la cualidad de sus relaciones sociales, amo de sí mismo y libre de toda sumisión. La novedad introducida por el humanismo existencialista sartreano sería la del rechazo de una esencia fija previa a la existencia; la dignidad del hombre no consistiría ya en conseguir ningún estatus moral o social, sino en el poder de optar, decidir, comprometerse, proyectarse.
Heidegger, es bien conocido, entiende que todas las formas de humanismo están afectadas del mismo error: cargar al hombre con el deber de realizar un ideal conocido.Considera que todas las formas del humanismo son metafísicas porque se representan al hombre como sujeto y amo de sí mismo y del mundo y porque valoran como lo más eminente del ser humano su dominio sobre el ser (sobre la naturaleza, sobre los hombres y sobre sí mismo). De ahí sus críticas a esas representaciones del hombre lanzado a la conquista de su esencia armado del saber y del poder; de ahí que pueda poner el humanismo como el rostro ideal de la técnica, es decir, de la acción humana como control y dominio.
Denunciado el humanismo como filosofía de la subjetividad, queda puesto como el rostro práctico, ético-político, de la metafísica y de su efecto técnico, la racionalidad instrumental; por tanto, cómplice de la barbarie y causa directa de la vida ilusoria e inesencial del hombre, de espaldas a la verdadera esencia. El hombre, en el enfoque heideggeriano, no puede descubrir su esencia mientras ignore su relación con el ser, mientras mire la realidad con ojos medidores y calculadores, mientras piense que el dominio sobre las cosas y los hombres es la realización de su esencia, mientras cargue al ser con el peso de principios racionales, de la lógica o de la moral; en definitiva, mientras se represente el mundo como el lugar donde realizar sus fines y sus ideales. El humanismo, en visión heideggeriana, es en realidad un antihumanismo, pues al prescribir al hombre determinarse conforme a una esencia exterior le exige una violencia sobre sí mismo. El humanismo se revela, pues, como dominio de la racionalidad estratégica.
En Heidegger encontramos una denuncia radical del humanismo metafísico en nombre de lo que llama verdadero humanismo. Invita a "pensar y cuidar de que el hombre sea humano y no inhumano", a una vida conforme a la verdadera esencia. Heidegger viene a decir que si el humanismo consiste en pensar la humanitas del homo humanus, entonces su filosofía es "humanismo en sentido eminentísimo" [44]. Pero en ese nuevo juego del lenguaje se ha cambiado el sentido de la esencia, tal que exige renunciar precisamente a lo más esencial del humanismo clásico: la idea de hombre liberado de los dioses, de la tradición, de la cosa en sí; un hombre amo de sí mismo, autor de sí mismo y de la historia, enfrentado al mundo en una batalla de dominio y autocontrol. El homo humanus heideggeriano es el que renuncia a ser autor y actor, el que escucha el ser, el que le deja hablar a su través; no es el autor del mundo, es el pastor del ser; no es el señor del ente, es el vecino del ser. Si ante la mirada heideggeriana el humanismo de la esencia se revelaba como el antihumanismo de la técnica, ante una mirada ilustrada el humanismo del Dasein es el antihumanismo nihilista de la impunidad.
El antihumanismo heideggeriano nos trae un mensaje inquietante, que no deberíamos esconder. Heidegger censura a los 2500 años de filosofía el terrible error de haber creado al hombre. Nos lo dice con mucha gracia y seducción, enmascarando el mensaje en el juego de la diferencia, de la sustitución de la pregunta sobre el ser por la del ente. Pero en el fondo está desautorizando al hombre para cargar al mundo con una ontología teórica, es decir, de pensar el mundo en claves lógicas (principios de identidad, no contradicción, tercero excluido); y está censurando la legitimidad de cargar al mundo y a la historia con una ontología práctica, es decir, de pensar el mundo en claves de progreso, de esperanza, de fines e ideales. Y cuando se deconstruye como ilusión perversa, como vida inesencial, la pretensión del hombre de liberarse de la exterioridad y de imponer su ley (teórica o moral), se está desarmando al hombre.
Pero no podemos menospreciar este mensaje. En el fondo, Heidegger ha llevado al absurdo la pretensión humanista del sujeto-autor. Primero, le ha exigido radicalismo y coherencia: que elimine todos los límites externos e internos, todas las esencias. Equivale a exigir al humanismo clásico que confiese su verdad: la secreta pasión del hombre por ser Dios; en consecuencia, que sustituta al Dios muerto, que declare al hombre omnisciente y omnipotente, es decir, arbitrario. Segundo, le ha exigido que asuma el absurdo de un Hombre-Dios arbitrario y las perversiones derivadas del mismo (la barbarie de la técnica, el vértigo de la voluntad de voluntad). Tercero, en fin, que renuncie al desvarío y vuelva al principio, no ya a la situación anterior a la muerte de Dios, sino a la anterior a la creación platónica de los dioses en forma de ideas transcendentes, a la situación anterior a la sumisión de la existencia a las esencias. O sea, exige al hombre que renuncie a ser sujeto y a pensar el mundo desde la subjetividad; le propone constituirse en lugar inocente donde aparecer el ser.
Lo más inquietante es que Heidegger no es la culminación del antihumanismo. En Heidegger aún persisten ciertos residuos del hombre, aunque ya no sea el sujeto autoconsciente, transparente a sí mismo, fundamento de la verdad y el valor, autor de la historia; persiste al menos como Dasein, como lugar del lenguaje y casa del ser, donde éste se revela. Estos restos se perderán en la deriva postheideggeriana, con la pérdida definitiva de la subjetividad [45].
8. Humanismo e indeterminación.
Si aceptamos a Heidegger como el referente tópico de la deriva individualista, por su deconstrucción de la tradición humanista, de la filosofía de la subjetividad, comprendemos el abandono de su primer proyecto (Ser y tiempo), en el horizonte de una nueva ontología, que siempre resultaría sospechosa de estar contaminada de logos; y su definitiva opción por una (no)ontología que prescinda de la razón, ya que ésta se muestra intrínsecamente matrizada por la identidad,tanto al pensar el mundo desde la lógica (con sus principios de identidad, no-contradicción y tercero excluido), como al construir sus representaciones reduciendo la diversidad del fenómeno a la unidad del concepto o de la ley. Ha de ser una (no)ontología que piense el ser sin reducirlo a los entes o al ente general, sin someterlo a determinaciones transcendentes ni inmanentes, a poderes lógicos o morales. Por tanto, ha de ser una (no)ontología de la indeterminación.
Es fácil, por tanto, interpretar el pensamiento heideggeriano como entrada a la última fase de nuestro modelo, que tiene sus referentes cosmológicos privilegiados en las representaciones de la física relativista einsteiniana y de la mecánica cuántica, que han ido consolidando una cosmovisión del universo y de la realidad cada vez más indeterminada. La indeterminación ante el problema de la localización espacio-temporal de las partículas, o ante el estado de la materia, son ejemplos tópicos de una representación de la realidad que debe dar cabida a la incertidumbre, a la contradicción, al caos. El espontáneo y mimético embellecimiento de los modelos interactivos en las ciencias humanas simplemente formaliza este desplazamiento. La indiferencia cultural, el nihilismo, la anomia, la despolitización, la inesencialidad de toda esencia, parecen figuras subjetivas adecuadas a la nueva (no)ontología. El espectáculo “El gran hermano”, que estos días convulsiona a televidentes y sociólogos, sería el producto cultural más adecuado a este universo: sin guión, sin finalidad, sin reglas, sin imaginación ni concepto, todo incertidumbre, espontaneidad, indeterminación.
En ese escenario de un mundo intrínsecamente abierto e indeterminado cualquier figura de la subjetividad resulta ilusoria por impensable;ese espacio de la incertidumbre y la contingencia es refractario a la mirada teleológica, excluyendo toda idea de la historia, todo orden de sentido. En consecuencia, cualquier representación del sujeto resulta extravagante. Rorty, el más lúcido historiógrafo de este fin de etapa, ha puesto de relieve cómo el sujeto ya estaba herido de muerte en las embestidas de Marx, Freud, Nietzsche, Dewey, Weber, Wittgenstein y Heidegger; Foucault, Derrida y Deleuze sólo tenían que escenificar, en bellos relatos, las diversas formas de su disolución en la indeterminación y la contingencia [46]. El fin del sentido es, por tanto, el efecto inevitable del fin de la subjetividad. [47]
En el primer momento de la deriva antisubjetivista, de la batalla contra el sujeto, el discurso buscó el refugio antropológico contra las figuras colectivas del sujeto. Basta con recordar la dura rebelión contra la subjetividad hegeliana y marxista, en nombre del individuo o la persona, ahogados en las totalidades y totalitarismos de la dialéctica, la más identitaria de las lógicas. Nietzsche y Kierkegaard inspirarán esa batalla por el individuo. En los ámbitos de pensamiento socialista puede apreciarse este desplazamiento antropológico en la historia ya escrita de la recuperación del Hegel de la Fenomenología y del Marx de los Manuscritos de 1844, textos más apropiados para seguir pensando en claves humanistas. Sin duda alguna, de forma indirecta, esta reivindicación del humanismo servirá de coberturaa la permanencia del discurso liberal, refractario a la filosofía, en su postulación de la subjetividad individual; los esfuerzos de K. Popper contra Hegel y contra Marx constituyen el arquetipo [48].El efecto político de este definitivo desplazamiento filosófico a la defensa de figuras individuales de subjetividad, a costa de las colectivas (clase, nación, pueblo), sería el afianzamiento del liberalismo.
Pero el triunfo contemporáneo de las figuras individuales del sujeto frente a las colectivas, que parece reproducir el espacio de la modernidad, no debe ocultar la batalla más profunda contra cualquier forma de subjetividad. No es trivial que el tema estrella de la filosofía contemporánea haya sido la “muerte del Hombre”; el escenario de confrontación ha sido el humanismo. Si la deriva individualista es el rostro político de la postmodernidad y conlleva la quiebra radical del republicanismo, su expresión filosófica, la deriva antisubjetivista, es la disolución del sujeto y el silenciamiento definitivo del humanismo. Las batallas filosóficas contra el sujeto [49], los discursos sobre la muerte del hombre [50], los debates sobre el humanismo tanto en ámbitos filosóficos liberales como marxistas [51], son páginas destacadas de esta historia, que merecen ser repensadas y redescritas.
No se trata de una reedición del debate moderno hombre/individuo, aunque reaparezca en algunas posiciones; ahora ambas figuras se juegan en la misma partida. La representación moderna de la muerte de Dios cargaba al sujeto con la construcción del mundo y de sí mismo; pero éste podía recurrir a su inmanencia, donde guardaba la huella divina en forma de verdad y valor transcendentales. La validez de la norma estaba ontológicamente garantizada por la universalidad de la forma de la subjetividad, sea la del cogito, la del sujeto transcendental o la de la voluntad general. La liberación de ese resto de transcendencia implica el deslizamiento del humanismo al antihumanismo, que no es sólo individuo sin humanidad, sino sin subjetividad. Ese desplazamiento se concreta en la ejecución y ritualización de la “muerte del Hombre”.
No podemos detenernos a describir este cuadro; pero es en él donde toma todo su sentido la deriva individualista y antihumanista de la segunda mitad del XX. Si la muerte de Dios dejaba paso a un humanismo limitado y siempre bajo amenaza controlada de individualismo, la muerte del Hombre abre definitivamente y al mismo tiempo las puertas a un humanismo consecuente y a su máximo riesgo de disolución en el mero individualismo. La máxima liberación del hombre parece pasar por superar la simple autonomía de su voluntad, que le exige autodeterminación, y conquistar la total independencia del deseo, que le exige arbitrariedad; pero, paradójicamente, en esa liberalización pierde su determinación de ser humano. Más aún, pierde su condición de sujeto. La muerte del hombre parece implicar la muerte del sujeto; y, por tanto, del individuo como sujeto. Del desastre de la subjetividad moderna sólo se salva el individuo sin sustancia, reducido a simple rizoma [52], a nudo en una red de poder [53] o de deseo [54], a simple efecto arbitrario de una huella ciega [55].
Tal vez sea éste uno de los aspectos más escondidos de la historia de la subjetividad: la lucha entre sus distintas figuras conduce a un final trágico, a la disolución de todas sus formas. El triunfo del “individuo” es sólo aparente, tanto en el discurso ontológico como en el político. La filosofía lo reducirá primero a efecto de las estructuras (R. Barthes, C. Lévi-Strauss, L. Althusser [56]), privándole de subjetividad;la arqueología y la genealogía acentuarán el proceso, restándole sustancialidad y constancia ontológica, hasta culminar en su dispersión ante la mirada dela diseminación y de la contingencia [57]. La arqueología foucaultiana pondrá el individuo como un “invento simbólico”, un efecto de la episteme subyacente, privándole de toda subjetividad, aunque conservando su sustancialidad. A Deleuze le parece que un yo, aunque sea simple efecto de lo otro (inconsciente edípico, episteme de la época o infraestructura socioeconómica), no deja de ser un yo, es decir, una realidad con sustancialidad y consistencia; por tanto, aspira a ir más allá en ese camino imparable de indeterminación. Así, sustituye el psicoanálisis edipizante (constructor del yo) por su “esquizoanálisis”, donde las “máquinas deseantes” ponen el soporte a los “cuerpos sin órganos”, pura energía-deseo sin límites, fines, leyes o formas. El esquizo confunde los códigos, se ríe de los dualismos y las diferencias, se mueve en lo polimorfo y lo amorfo, en definitiva, consigue deshacer hasta el último residuo del yo [58]. Pero el discurso político, a pesar de su pertinaz insistencia en poner el individuo como referente, ha renunciado a su construcción: la difusión acelerada del gregarismo el plano sociológico y la defensa teleológica del consenso, las dos formas más relevantes de constitución de la subjetividad contemporánea, ponen de relieve la muerte del individuo. La paradoja se ha cumplido: de la muerte de Dios en nombre del Hombre se pasa a la muerte del Hombre en nombre del Individuo; pero así se llega, de forma inquietante, a la disolución del individuo en lo otro. Tal vez era inevitable: en perspectiva antropocéntrica subjetividad y humanidad parecen indisociables; un individuo sin humanidad parece impensable como subjetividad.
9. Después del individuo.
Dejemos la historia abierta, pues sin duda hay páginas por escribir. Nuestros residuos ilustrados nos empujan a cerrar el discursorecuperando la cuestión inicial de los efectos de la deriva antisubjetivista de la filosofía en los males éticos de la política. Confiamos, al menos, en haber avanzado en el segundo objetivo: comprender un poco mejor la deriva individualista, la tentación neoliberal; pero también hemos avanzado en el primero. La crisis de la subjetividad implica la desautorización de la razón práctica; por tanto, pone a la política ante una alternativa dramática: establecer fines moralmente arbitrarios o gestionar los deseos sin otro fin que la optimización en su satisfacción. En ese contexto no es sorprendente que la razón instrumental acabe reificándose e instaurándose como instancia moral.
Si aceptamos que esa situación no es contingente, sino que responde a una ontología de la indeterminación (cuya necesidad habríamos de constatar poniéndola en relación con las nuevas formas de producción material y con la nueva manera de relacionarse los hombres con los productos), las salidas parecen ser escasas y poco convincentes. La primerapasaría por olvidarnos de esta historia y recuperar el horizonte de la modernidad, es decir, insistir en la vigencia de los sujetos clásicos (clases, nación, partidos, organizaciones). En este caso sólo tenemos que seguir insistiendo en que la política es el instrumento de la filosofía para realizar el bien moral y político; y si las cosas no funcionan, como suele ocurrir, insistir en que el mal está en el instrumento, en que la culpa corresponde al Príncipe que es opaco a la filosofía. Es el camino fácil, bien trillado, en el que siempre encontramos compañeros de viaje dispuestos a la complicidad. No obstante, es también el largo camino del escepticismo, que amenaza con llevarnos de los males de la política a la política como mal, punto de no retorno.
Una segunda salida, llena de dificultades, pasaría por aceptar el fin de siglo y buscar una redefinición de las figuras de la subjetividad posibles en el nuevo escenario de la ontología de la indeterminación. Es decir, aceptar como definitiva la crisis de la razón práctica, propia de subjetividades fuertes, y buscar una nueva racionalidad y una nueva subjetividad. Creemos que en esta vía se sitúa Habermas. La razón comunicativa, el sujeto como comunidad de hablantes, aunque tenga ciertos residuos modernos (no despreciables) se ajusta bastante a la nueva ontología. La razón comunicativa, en la medida en que se libere de toda sombra transcendental y aspire a ser una racionalidad sin subjetividad ontológica, sin ontología teórica ni práctica, constituye una apuesta atractiva, aunque difícil. Creo que también podemos incluir en esta perspectiva el proyecto rawlsiano, en sus últimas versiones, con sus acentos contextualistas. Se trata, en definitiva, de pensar subjetividades no sustanciales, como conjunto de reglas procedimentales, suficientes para llegar a acuerdos compartidos, revisables pero no efímeros, sin fundamento ontológico pero con legitimidad. Ambas tienen, a nuestro entender, el mérito de la lucidez: saben lo que ya no puede ser pensado. El peligro es que, en su traducción al discurso político y cambiar de referentes (del contrato al consenso, de la ley a la negociación) pueden servir de cobertura al reinado de la fuerza, metamorfoseada en formas de dominio elegante.
Una tercera salida que se nos ofrece pasaría por aceptar la crisis definitiva de las subjetividades sustantivas, capaces de poner sentido y fines, aceptando el marco general de incertidumbre y confiando a la espontaneidad las tareas históricas. Se trata, en definitiva, de pensar las nuevas formas de organizar la subjetividad en movimientos no institucionalizables, frágiles, discontinuos, locales, insuficientes para la mirada universalista y eterna del pensador ilustrado,pero posible y nada despreciable en una época en la que los hombres se acostumbran con rapidez a vivir sin horizontes, sin destino, sin sentido.
Sin duda hemos de seguir pensando en éstas y otras salidas, que aquí hemos descrito de forma balbuceante y sin convicción. Pero no debemos olvidar que mientras tantoel mercado, espacio sin subjetividad, muestra su creciente poder y suficiencia para hacer posible la vida, aunque sea una vida inesencial; y que la metáfora deleuziana “el Capital es el cuerpo sin órganos del ser capitalista” es cada vez menos profética y más descriptivas. Esperemos que las dificultades no nos arrastren ni a la deserción ni a la repetición.