CIUDADANÍA, PERO DE CALIDAD





En los últimos años nuestro grupo de investigación “Crisis de la Razón Práctica”, encuadrado en el Seminario de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona, ha centrado su reflexión en la complicidad de la filosofía contemporánea, y particularmente de su deriva pragmatista y esteticista, con las nuevas formas políticas de la democracia (más consensualista que parlamentarista, más sensible a la opinión que a la razón, más afín a la proliferación de derechos que a la universalización de los mismos), y con los cambios en la conciencia ética de nuestra sociedad tecnológica y del consumo (más sensible al sentimiento moral que a la norma moral, más motivada por el gesto solidario que por la norma del deber, más sensible a la compasión que a la igualdad). Nuestros resultados, muchos de ellos divulgados y otros en vías de publicación, han avalado la tesis de que la puesta en escena y la conclusión de los grandes debates ético políticos de la filosofía contemporánea (crisis de la razón, desautorización de la voluntad de verdad, muerte del sujeto, ontología de la contingencia, renuncia al fundamento, complicidad entre racionalidad y técnica, identidad entre saber y poder, etc.) han servido, si no para promover, al menos para describir y legitimar los profundos cambios que la metamorfosis de la sociedad capitalista han impuesto en el orden práctico. Aunque no sea éste el lugar de exponer los pormenores de nuestras conclusiones, en tanto que las mismas definen nuestro punto de partida actual merecen al menos ser nombradas. Dichas conclusiones, además de profundizar la reflexión crítica sobre la conciencia contemporánea, pueden sintetizarse en dos tesis.

La primera tesis afirma la complicidad de la filosofía con ese profundo cambio social que va desde el liberalismo individualista y universalista al pluralismo etnocentrista y contextualista; afirma, pues, la complicidad de la filosofía con la quiebra del proyecto universalista liberal, el proyecto ilustrado, enarbolado en nombre de una naturaleza humana común, a manos de una propuesta político cultural basada en el reconocimiento de la irreductibilidad y la inconmensurabilidad de las diferencias. Si se quiere una formulación más concreta y rotunda de esta tesis, podríamos decir que la misma afirma la complicidad de la filosofía con la quiebra del universalismo a favor del pluralismo.

La segunda tesis formula la complicidad de la filosofía en la crisis del ideal de hombre ilustrado, profundamente individualista e igualitarista, y basado en la idea de autodeterminación, a manos de una antropología que asume la esencialidad de la contingencia ontológica y el relativismo axiológico, al tiempo que abandona la ética del deber y opta por una vía moral sentimentalista y emotivista, cuando no meramente pragmatista. También en este caso, si se prefiere una formulación más escueta y efectista, podemos decir que esta segunda tesis general de nuestras conclusiones defiende que la conciencia contemporánea se ha visto profundamente afectada por el desplazamiento del humanismo hacia el humanitarismo.

Cada una de estas dos tesis sobre nuestra época, la que enuncia la crisis cultural y política del universalismo ante el pluralismo y la que constata el desplazamiento del humanismo al humanitarismo, han sido ampliamente discutidas y argumentadas, de forma crítica, en sendos volúmenes que recogen los trabajos de los investigadores de nuestro grupo a lo largo de los cuatro últimos años, y que son referenciados en el historial del grupo: Pluralismo epistemológico y pluralismo político (2003) y Del humanismo al humanitarismo (2005). Somos conscientes, no obstante, de que estamos ante una genuina open question, característica que sigue animando nuestro trabajo.




En esa perspectiva de continuidad hemos considerado que, en la fase actual de nuestras investigaciones, y sin abandonar del todo los frentes abiertos, de los que aún manan frutos, es conveniente abrir otro nuevo, que recoja una problemática ético política que nos parece muy relevante en los momentos actuales, la de la ciudadanía. La ciudadanía es un tema muy presente en la reflexión filosófica y política de nuestros días, y muy particularmente en nuestro país, como pone de relieve la bibliografía que inunda nuestro espacio cultural universitario. La actualidad del debate crítico sobre la misma revela que el concepto tópico de ciudadanía no se ajusta ya a la realidad, no permite pensar la creciente complejidad y la nueva cualidad de ésta. La figura simple y sencilla del ciudadano del estado liberal, plenamente soberano, que define un marco homogéneo de igualdad jurídica haciendo abstracción de toda determinación natural o histórica y de toda condición social o cultural, aquella idea que recogía toda su belleza en la expresión “ciudadano Presidente”, no sirve para conceptualizar el presente, para pensar a los seres humanos en el mundo globalizado de nuestro tiempo, en nuestras sociedades cada vez más diferenciadas y más multiculturales, en nuestros órdenes políticos cada vez más matriciales, policéntricos y multideterminados. Si la idea clásica de ciudadanía tomaba su sentido de la voluntad de emancipación política en el seno de un estado, a la que en el correr del tiempo se sobreañadiría la voluntad de bienestar de la nación, una idea actual de la misma debe incorporar las exigencias de una vida sustantiva y sostenible a nivel planetario, porque hoy ni la paz ni el bienestar son pensables en un imaginario mundo de estados aislados. Por tanto, sea con pretensiones meramente descriptivas, o sea con modestas y secretas pretensiones normativas, consideramos conveniente la reformulación de la idea liberal democrática de ciudadanía para que tenga efectividad en nuestros días.

Los nuevos cambios socioeconómicos, demográficos y geopolíticos que afectan al mundo actual plantean un desafío a la política, que implica también un desafío a la filosofía: el de reformular la idea de ciudadanía, ajustándola a sociedades cada vez más multiculturales, a culturas consumistas con bases filosóficas pragmatistas y a estados democráticos pluralistas que asisten a la fragmentación de la soberanía que ayer detentaban y que ahora ven repartida entre comunidades locales y asociaciones internacionales. El proyecto liberal humanista ilustrado, productivista y ascético, hecho suyo por la burguesía, cede inevitablemente el paso a un modelo de democracia liberal, de capitalismo consumista y hedonista, que hace del pluralismo su mejor criterio de legitimación. Recogiendo este reto nos hemos propuestos en el Seminario de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona iniciar una investigación a largo plazo sobre esta temática orientada por tres finalidades:

Nos hemos propuesto, en primer lugar, abordar filosóficamente la reformulación de una idea de ciudadanía que pueda servir de modelo ideal en nuestros tiempos, caracterizados por la globalización de nuestras prácticas y por la existencia humana en la inmediatez, ambas determinaciones impuestas por el capitalismo del consumo. En este sentido creemos que un selecto recorrido por varias figuras históricas que nos sirva para comprender la dependencia, compleja y multidireccional, de los contenidos de la ciudadanía respecto a las condiciones políticas y económicas que subyacen a los mismos nos ayudará a comprender la necesidad actual de un nuevo concepto y nos proporcionará referentes desde donde proceder a su construcción.

Una segunda finalidad, continuación de la anterior y núcleo central de este proyecto, es la de dar pasos en la elaboración de un criterio práctico, normativo, de valoración de la calidad de la ciudadanía. Pensamos que no es razonable seguir considerando la excelencia de la ciudadanía con patrones decimonónicos, recogiendo en su concepto el ideal de vida social contrapuesto y subordinado a las exigencias impuestas por el capitalismo de matriz productivista y por un Estado liberal resistente a las concesiones democráticas y sociales; entendemos que ya no tiene sentido una concepción de la calidad de la ciudadanía como infinita ampliación del repertorio de derechos que gozan los ciudadanos, que en el contexto contemporáneo de predominio de los derechos sociales y económicos acaba por identificarse con el concepto técnico de nivel de vida, que a su vez embellece y enmascara el simple y grosero nivel de consumo que se disfruta. Los cambios sociales, políticos e incluso antropológicos, y la consciencia que hoy tenemos de los mismos, nos llevan a pensar como necesaria la elaboración de un concepto de ciudadanía no sólo más cualitativo, sino más orientado a la calidad de la misma; un concepto complejo, que combine factores antropológicos, éticos, estéticos, políticos, económicos, ecológicos, etc., y que lo haga en un marco internacional y en los límites que imponen los criterios razonables de sostenibilidad; un concepto que tenga en cuenta la optimización de los diversos contenidos de la ciudadanía y pondere adecuadamente la presencia relativa de cada uno de ellos. Un concepto, sobre todo, que responda a los aludidos cambios sociales y culturales que nos exigen elaborar el vocabulario, que se adecue a los mismos y proporcione base epistemológica y ética a un nuevo criterio de calidad de la ciudadanía que permita, al mismo tiempo, la conveniente justificación filosófica y la imprescindible operatividad en la decisión política.

En fin, en último término nos proponemos llevar a cabo una reflexión a fondo sobre el paquete de derechos que deben entrar en esa ciudadanía de calidad, huyendo del tópico, exacerbado por la democracia de opinión y la sociedad del consumo, de simplemente acumular a los derechos clásicos del liberalismo nuevos derechos emergentes. Trataremos, pues, de poner límites y de fijar criterios de jerarquización para situaciones inevitables de conflicto; y también, en la medida en que lo creamos conveniente, intentaremos sustituir o redefinir algunos de los derechos hoy sacralizados para encajar en la idea de ciudadanía aquellos derechos ayer arrojados a las cunetas de la historia, derechos que fueron reconocidos en diversos grados como esenciales para la igualdad entre los hombres y que hoy parecen olvidados, como el paradigmático –y problemático- derecho universal a elegir nacionalidad.




Como decimos, se trata de un programa de largo alcance, que iremos desarrollando en el tiempo y del cual aquí ofrecemos los primeros resultados, que corresponden a las ponencias presentadas y discutidas en el SFP a lo largo del curso 2005-2006 y en la III Semana de Filosofía Política de Noviembre de 2005, organizada por nuestro grupo de investigación. En futuras publicaciones iremos recogiendo los resultados de los próximos años, de ahí que éste sea caracterizado como “Volumen I”. En tanto que resultados parciales, añaden a la intrínseca provisionalidad de toda reflexión filosófico-política un plus derivado de la parcialidad; pero no nos preocupa gran cosa, pues también la parcialidad es intrínseca a este tipo de producciones teóricas. En cualquier caso, entre la parcialidad y la provisionalidad es posible ir fijando algunas tesis, que se afirman al ritmo mismo de realización del proyecto y que configuran el escenario teórico de nuestra posición inicial.

Efectivamente, desde nuestro conocimiento actual del material producido en este debate, y aunque estaremos abiertos a modular nuestro diagnóstico si el resultado de nuestra investigación nos induce a ello, creemos que el mismo está poderosamente afectado por la idea de ciudadanía fijada por Th. H. Marshall en “Ciudadanía y clase social”. En este ensayo el pensador inglés distingue tres ámbitos indiscutibles de la ciudadanía, la pertenencia o nacionalidad, los derechos y la participación política; pero, en su tratamiento asimétrico de esas tres dimensiones, acaba reduciendo la ciudadanía al repertorio de derechos que gozan los ciudadanos de un país. Es decir, como buen liberal concede poco valor a la participación política de los ciudadanos y, en cuanto a la pertenencia, los límites estatales del escenario de reflexión que asume le condicionan impidiéndole prestar al tema la atención conveniente. Si en el texto de Marshall, por exigencias metodológicas, aún quedan algunas referencias a la pertenencia y a la participación, los dos componentes marginados de la ciudadanía, la tradición que el mismo puso en marcha radicalizaría el olvido y limpiaría el concepto de dichos residuos.

Una ojeada sobre la bibliografía de las últimas décadas revela, con cuantas excepciones sean necesarias, que el tratamiento de la ciudadanía ha modificado escasamente el modelo marshalliano de los tres elementos, la pertenencia, los derechos y la participación. Se sigue valorando la ciudadanía básicamente en claves liberales, por el repertorio de derechos que se disfrutan; los cambios en el modelo sólo han afectado sensiblemente en uno de sus ámbitos, el de la participación política, más o menos en la línea que iniciara T. Bottomore en su artículo “Ciudadanía y clase social, cuarenta años después”; en cambio la cuestión de la nacionalidad o pertenencia sigue siendo relativamente marginado. Se ha progresado mucho, por supuesto, en la riqueza y sutileza de las descripciones, pero el modelo hermenéutico de los tres ámbitos, con su tendencia liberal a identificar la calidad de la ciudadanía con el repertorio de derechos (y, últimamente, como revela el auge de los derechos sociales y económicos, con el nivel de vida o consumo), sigue presionando fuerte sobre las reflexiones filosófico políticas en nuestros días. La llamada de la izquierda (socialdemocrática y comunitarista) a cuidar la participación política, que se ha mostrado de facto o políticamente impotente, en su aspecto teórico tampoco ha servido para reequilibrar la matriz marshalliana, en cuya matriz se movía a pesar suyo.

Dado que en sus orígenes la lucha por la ciudadanía se identificaba como lucha por los derechos del individuo, derechos que a su vez eran pensados como protecciones o resistencias a la dominación despótica y arbitraria del estado al que de facto se pertenecía, en gran medida el pensamiento filosófico político tendió a identificar la ciudadanía con una lista de derechos de los individuos-súbditos en su pretensión de salir de la servidumbre y devenir miembros de iure del estado (ciudadanos); la inercia política y teórica empujó a seguir interpretando la reivindicación de nuevos derechos como mejora de la ciudadanía, tal que la historia de ésta sigue el ritmo exitoso de la sucesión de “generaciones de derechos”. Pensamos que esa inercia, esa construcción ciega de la ciudadanía, propia de una sociedad cada vez menos autoconsciente y dueña de sí misma, es un obstáculo que está impidiendo afrontar directamente el problema de la calidad de la ciudadanía, que no es otro que el problema de un ideal político para nuestro tiempo.

Sobre este diagnóstico –que, insistimos, estamos abiertos a matizar y corregir si la marcha de la investigación lo requiere- se asienta nuestra propuesta de revisión del concepto de ciudadanía, con pretensiones máximas de radicalidad, que incluyen la revisión o corrección de cuantos límites afecten a la fecundidad de la reflexión. Por ejemplo, la renuncia al límite que impone el presupuesto casi sagrado del marco estatal como escenario de reflexión y demarcación de la ciudadanía; o a la incuestionabilidad de la bondad absoluta de la libertad de los individuos. Si no renunciamos a este marco conceptual, por sacralizado que esté, el tema de la pertenencia seguirá enmascarando su verdadera problemática; y si mantenemos el enfoque dentro de una idea liberal de la sociedad, la llamada a la participación se vuelve nostalgia retórica, condenándonos a discutir matizaciones internas al discurso sobre los derechos y acabando por identificar la ciudadanía de calidad a la que más libertad negativa, en terminología de I. Berlin, proporciona. De ahí que en nuestro proyecto pretendamos romper con ese marco y pensar la construcción de una idea de ciudadanía de calidad como algo equivalente a una nueva “Declaración de derechos de los seres humanos”, es decir, como una propuesta que pueda razonablemente ir siendo asumida por los individuos y los estados, por las culturas y las naciones; que pueda, en fin, irse convirtiendo en objetivo que se extiende hacia la universalidad, es decir, que pueda ser deseada para todos y defendida por todos.

No entendemos que la calidad de la ciudadanía derive única y directamente de la cantidad de derechos de los que el individuo es titular; tampoco podemos confiar la calidad a la simple reivindicación de que el creciente listado de derechos que disfrutamos formalmente los ciudadanos de las democracias ricas sea realmente efectivo, aunque esta efectividad ha de ser pensada, sin duda, como indicio de calidad. Al situarnos en un marco supraestatal nos comprometemos a elaborar una idea de ciudadanía que, además de una vida sustantiva en el seno de las respectivas comunidades políticas, posibilite un mundo equilibrado, sostenible y pacificado; porque entendemos que esas cualidades, esas condiciones contextuales, también enriquecen la ciudadanía. Por tanto, frente a la tendencia ciega a optimizar la ciudadanía mediante la simple ampliación del horizonte de los derechos y la garantía de la efectividad de los mismos, nos proponemos elaborar una idea antropológicamente equilibrada, éticamente digna, geopolíticamente soportable y económicamente sostenible; un ideal de ciudadanía que, como exige la razón moral de nuestro tiempo, ha de ser universalizable, defendible para nosotros y para los otros, esos “otros” de hoy y de mañana.

En definitiva, entendemos que una ciudadanía de calidad es algo mucho más complejo que el disfrute de una lista de derechos, por ambiciosa que esta sea; la ciudadanía define un tipo de existencia compartida y, por tanto, no se agota en los derechos, aunque añadiéramos la efectividad de los mismos. Creemos que se necesita una nueva descripción de la ciudadanía que incluya y articule las diversas dimensiones de la existencia social del individuo, especialmente los límites y articulación de su vida pública y su vida privada. La dimensión de ciudadano no agota la esencia humana; ésta cuenta también con una dimensión privada, individual, irreducible. Es decir, el hombre es ciudadano e individuo. Por tanto, es un grave error teórico y político confundir la calidad de la ciudadanía con el goce de derechos y privilegios que sólo afectan a su vida privada; pero es mayor error no tener en cuenta que, con frecuencia, el disfrute de ciertas condiciones de vida en algunos estados es hecha posible por la negación de condiciones semejantes en otras partes del planeta. Aparte de que la calidad de la ciudadanía también ha de tener en cuenta la solidaridad entre los pueblos y la equidad de las relaciones con ellos (la política internacional en tanto que ámbito público afecta también a la condición de ciudadano, co-responsable de la misma en las democracias), se ha de tener en cuenta que el nivel de vida de los países capitalistas de tecnología avanzada no podría generalizarse a todos los pueblos del mundo, por no resistirlo el planeta. Lo que quiere decir que si confundimos nivel de consumo y ciudadanía nos veremos obligados a asumir que la defensa de nuestra calidad ciudadana implica negar una equivalente a amplias regiones del mundo. Tal idea de ciudadanía, por tanto, es sospechosa en cuanto a moralidad, por su evidente cinismo; pero también es políticamente sospechosa, en cuanto que pone en riesgo la paz y la integración social, valores que nos parecen han de estar incluidos en una idea de ciudadanía de calidad.

Si bien es cierto que hoy por hoy se es miembro de un estado, y que los derechos y condiciones de existencia privada y pública que se disfrutan vienen estatalmente canalizados, no lo es menos que la situación del mundo no es ajena a los estados y, por tanto, a la dimensión política de los ciudadanos, a las actitudes, prácticas, valores y fines que pone en juego en ese ámbito de su vida. O sea, la situación del mundo es responsabilidad de todos los individuos en tanto que ciudadanos de uno cualquiera de los estados; y como tal sufrirán o gozarán los efectos de esa situación mundial. En consecuencia, la idea de ciudadanía de calidad ha de superar su abstracto escenario localista de representación y asumir que su legitimidad e incluso viabilidad exige pensar sin horizontes; ha de ser, pues, una idea de ciudadanía defendible como objetivo compartido sin exclusión, como proyecto a defender y realizar por la existencia de los seres humanos de un mundo en el que el capitalismo ha impuesto con hierro y fuego la globalización; en definitiva, ha de ser una idea de ciudadanía subordinada a las dimensiones y peculiaridades actuales de ser ciudadano.




De lo dicho se deduce que una idea de ciudadanía universalizable, además de un repertorio de derechos, que en todo caso deben acotarse desde una perspectiva mundial globalizadora, contiene entre sus contenidos una dimensión o ámbito moral, en el sentido de que ha de extender la igualdad de derechos y oportunidades a todos los ámbitos de lo público, incluida la elección de nacionalidad; tiene también un ámbito ético, de integración, cohesión social, tolerancia y convivencia multicultural y paz, todo ello no sólo a nivel estatal sino en un marco mundial; ha de tener también un ámbito político, que se mide no sólo por la participación (sin la cual propiamente sólo habría “ciudadanos pasivos”, primera figura del liberalismo, lo que sería una ciudadanía castrada en su esencia), sino también por la articulación, siempre problemática pero inevitable, entre las dos dimensiones sociales del hombre: la vida privada como individuo y la vida pública como ciudadano; también un ámbito estético, pues aunque la “creación de sí mismo” pueda pensarse como una estrategia que pertenece a la esfera privada, la posibilidad de la misma, no renunciable, se ejerce en unos límites (en el doble sentido de limitaciones y de condiciones de posibilidad) públicos; también un ámbito económico, en cuanto que la condición de sostenibilidad nos parece hoy esencial en un mundo que el capitalismo ha hecho pequeño y destruible; en fin, y sin pretensiones de exhaustividad, ciertamente no podemos olvidar el ámbito existencial de la ciudadanía, que no se reduce al incremento ciego del poder de consumo, sino al disfrute de una cultura que en lugar de reproducir la reificación y la banalización sea una fuerza de identificación sustantiva y consciente. Seguramente no serán los únicos ámbitos de contenido de la ciudadanía de calidad universalizable; pero creemos que los enumerados sirven como buen punto de partida y como suficiente ilustración del modelo que nos proponemos conceptualizar.

Sin duda alguna, el proyecto que proponemos se justifica, como decimos, por la situación actual del debate sobre la ciudadanía, que al mismo tiempo que es, por un lado, intenso y apasionante en su forma de presencia, por otro está lastrado por un escenario de reflexión que pesa y dificulta la reformulación de la idea. No cuestionamos en absoluto la fecundidad de los muchos trabajos publicados en los últimos tiempos, entre los cuales se cuentan varios de distintos miembros de este grupo de investigación, que también se elaboraron en la misma matriz teórica; pero creemos que el enfoque que proponemos es original e innovador, y tenemos depositadas en el mismo sólidas esperanzas.

Este proyecto también se justifica, a nuestro entender, por los cambios profundos que se están produciendo en el mundo y afectan a la vida pública y privada en nuestras democracias occidentales, forjadoras de la idea moderna del ciudadano. Cambios que afectan de manera frontal a la existencia humana e invalidan la vieja idea de ciudadano circunscrita en el marco del Estado-nación, regida por la idea moderna de soberanía, que presupone una fuerte homogeneidad no sólo política, sino cultural y axiológica. Los tiempos actuales requieren de una nueva idea que permita pensar ciudadanos con pluralidad de identificaciones y con reversibilidad de adscripciones; requieren una idea de ciudadanía que permita pensar la inversión, hoy por hoy irreversible, del origen o fuente de los derechos de los individuos, que antes monopolizaba crecientemente el estado y hoy cada vez más se diversifica en una pluralidad de fuentes, locales o transestatales; demandan una idea de ciudadanía, en fin, coherente con la metamorfosis de la soberanía, a la que históricamente estaba subordinado su concepto, pues en estos tiempos de globalización la soberanía se fragmenta y flexibiliza poniendo sobre la escena el hecho incuestionable e irreversible de que los derechos del individuo provienen cada vez más de distintas fuentes soberanas, cuyos compromisos y lealtades se jerarquizan y diversifican en una sociedad plural (incluso multicultural) y en un estado pluralista (incluso multiculturalista). Por tanto, nos parece históricamente necesaria una reformulación de la idea de ciudadanía que se inscriba ajustadamente en la nueva positividad existente; una idea que sea apropiada para los pueblos que se están incorporando a la democracia, sin tradición de ciudadanos; una idea, en fin, que sea posible en un mundo sostenible, solidario y equitativo. Y ello no sólo porque un ciudadano de un país que carezca de virtudes morales de justicia y solidaridad no es un buen ciudadano, sean cuales fueren las ventajas privadas que obtenga derivadas de la riqueza y régimen político del país donde vive, sino porque hoy la paz y la libertad, sin las cuales la ciudadanía es ficticia, se juegan también en la posibilidad de un mundo sostenible y equitativo. Por todo ello nos ha parecido importante plantearnos el objetivo de elaborar una idea de “ciudadanía de calidad”, que cual idea reguladora sirva de referente crítico a la existencia actual de los ciudadanos de nuestras democracias liberales capitalistas y juegue un papel semejante al que en otros tiempos desempeñó la idea de derechos del hombre y del ciudadano para mantener las reivindicaciones sociales de los pueblos.

Este primer volumen recoge nuestras primeras reflexiones; esperamos que otros le sigan y que en ellos lo que ahora son preocupaciones e intuiciones puedan fructificar en conceptos y propuestas. Estamos convencidos de que un problema importante de la política es su falta de consciencia, hasta el punto de que está cayendo en la tentación de hacer de la necesidad virtud y alabarse a sí misma en su abocamiento a la inmediatez, la provisionalidad y la contingencia. Nuestros dirigentes y los cuadros intelectuales que configuran la opinión pública se han creído de verdad la idea popperiana de la política como “ingeniería social”; y al creerla como verdad la han malentendido. Lo hemos dicho muchas veces: puede vivirse sin verdad, aunque vale la pena preguntarse qué clase de vida es esa; y pueden gobernarse y organizarse nuestras ciudades y estados sin concepto, aunque vale la pena preguntarse adónde nos llevará. En todo caso, sea cual sea el destino que la razón o el azar guarden para nuestros pueblos, quienes nos dedicamos a la reflexión filosófica debemos hacer lo posible por salir de la complicidad en que la filosofía contemporánea parece haberse instalado. Y se sale de la misma rechazando el culto al positivismo, sea de ida o de vuelta, y recuperando para el pensamiento la función que mentes lúcidas le asignaron: negar prometeicamente la realidad, aunque se enfaden los dioses.


J.M.Bermudo (2007)