1. Dos reflexiones contextualizadoras.
Buena parte de los problemas filosóficos son hermenéuticos; y con ello no insinúo la inocencia de la hermenéutica, sino todo lo contrario, la necesidad de plantear en ella y desde ella la crítica. Ahí se juega buena parte del resultado. Por ello quiero comenzar con dos reflexiones que nos ayuden a contextualizar la propuesta que quiero discutir con vosotros; una propuesta hermenéutica que pretende aportar más luz y, sobre todo, más reconciliación a la escindida conciencia de nuestro tiempo. O, al menos, más consciencia de la escisión, que ya sería un buen comienzo.
A). La primera reflexión versa sobre las falacias, de las que difícilmente escapamos.En mi dedicación a la filosofía he llegado a dos conclusiones que, sin pretensiones dogmáticas, me parecen defendibles como postulados hermenéuticos: .
Primer postulado: todos los males de la filosofía, de sus frecuentes crisis, son deficiencias de diagnóstico; si lo preferís, deficiencias hermenéuticas. En la reflexión sobre sí misma la filosofía suele cometer la falacia que frecuentemente comete al hablar de lo otro. Me refiero a la falacia hermenéutica, consistente en tomar las tesis interpretativas por tesis ontológicas, los efectos hermenéuticos por cualidades del ser.
El discurso actual sobre la enfermedad, la crisis, o el fin de la filosofía -como el de la historia- adolece de esta confusión. La "crisis de la modernidad", de la "racionalidad moderna", es efecto de la hermenéutica con que la filosofía contemporánea piensa o ajusta sus cuentas con la filosofía moderna. Al enunciar el mal del su objeto, y porque en rigor es una reflexión sobre sí misma, en rigor enuncia la crisis de su conciencia de sí (por eso se vive como conciencia desgraciada). Basta cambiar el enfoque hermenéutico para ver las cosas de otra manera, sin duda menos trágica (es lo que intentaremos).
Segundo postulado: toda filosofía realmente creadora, para constituirse, ha de hacerlo contra las otras existentes, declarando su esterilidad, su ilusión o su inconsistencia. Hume, con su insólita lucidez, nos lo decía en su "Introducción" al Treatise: "Nada hay que resulte más corriente y natural en aquéllos que pretenden descubrir algo nuevo en el mundo de la filosofía y las ciencias que el alabar implícitamente sus propios sistemas desacreditando a todos los que les han precedido".
El verde del árbol destaca más sobre un paisaje yermo y desértico. Por eso el mismo Hume, tras esa sincera confesión, no duda en recurrir él mismo a los mismos recursos retóricos, describiendo así el panorama filosófico ante sus ojos: "Principios asumidos confiadamente, consecuencias defectuosamente deducidas de esos principios, falta de coherencia en las partes y de evidencia en el todo: esto es lo que se encuentra por doquier en los sistemas de los filósofos más eminentes; esto es, también, lo que parece haber arrastrado al descrédito a la filosofía misma".
Este uso retórico e incluso técnico de la negación, de la crítica -si queréis, de la deconstrucción- es intrínseco a la filosofía; pero ha de tener un límite para no ser perverso. Si para ejercer su negatividad mejor, más fácil y con mayor rotundidezla reflexión filosófica se ve arrastrada a la ficción del objeto, entonces lo indirectamente afirmado, su propia conciencia de sí, será igualmente ilusoria.
Hoy por hoy -y tal vez sea una determinación etnográfica- parece que una filosofía, para constituirse, no puede hacerlo sino en diálogo negativo, en lucha, con las otras formas de representación del mundo existentes; pero creo que es una falacia, una ilusión, inferir la fuerza propia de la debilidad del enemigo. Construir una idea de la ilustración apropiada para la crítica fácil y para el apoyo retórico, por vía indirecta, de las propias posiciones, es un procedimiento perverso en el que, al final, se confunde si el mal está en la conciencia o en la autoconciencia, en el en-sí o en el para-sí. Me temo que en esta falacia cae frecuentemente buena parte de la filosofía contemporánea.
La idea de que la filosofía ilustrada, por ser la raíz de nuestra cultura, nos ha llevado a los males del presente es una impostura que tiene un efecto secundario pernicioso: nos impide preguntarnos por la tarea del presente. La fundamentación racionalista del mundo y de la ciudad, propias de la ilustración, nos parece insatisfactoria para el presente, pero tuvo efectos positivos en su momento; nuestros males no proceden de ella, sino, en todo caso, de nuestra impotencia para haberla sustituido. Y al poner el mal en el origen se corre el riesgo de someter a juicio a la filosofía, en lugar de poner sobre la mesa el papel actual de la filosofía.
B). Una segunda reflexión contextualizadora refiere al dominio de la tópica, de los lugares en que se sitúa el discurso, del dominio del espacio de representación. Creo que es evidente que la filosofía contemporánea, tanto la del final de la modernidad (Nietzsche, Heidegger, incluso Husserl, Adorno...) como la del más allá, la de la "postmodernidad", se han constituido como un ajuste de cuentas con la conciencia anterior, con su origen. Pero convendréis conmigo en que hay ciertas ambigüedades y confusiones a la hora de establecer el "origen del mal", aunque todos diagnostican que es "occidental".
Para unos, el mal se identifica con la tradición greco-latina, o sea, con la racionalidad filosófica occidental. Foucault, como es sabido, lo sitúa en la perversión intrínseca a la "voluntad de verdad" instaurada por Platón. También Heidegger enraíza el mal en la impostura socrática. Adorno, en cambio, acorta nuestra genealogía y lo sitúa en la ilustración, en la racionalidad instrumental...
De momento sólo quiero constatar esta confusión; no podemos entrar en los detalles. Poner dos orígenes del mal no es en sí contradictorio; pero si, simultáneamente, se piensa sobre la el postulado implícito de que la modernidad se construyó sobre las cenizas del mundo antiguo, entonces las cosas no encajan y se pone de relieve la necesidad de revisar la perspectiva hermenéutica. Es lo que haremos a continuación.
2. De la lectura del ser a la escritura del mismo: el camino del subjetivismo
Hasta bien entrada la modernidad, la filosofía se pensaba a sí misma como lectura: de las leyes de la naturaleza, de las leyes del ser, o de la moral o la ciudad. La modernidad, lentamente, irá afianzando una idea de la filosofía, del saber en general, como escritura. Como es bien sabido, para los ilustrados la filosofía, el pensamiento racional, consistía en "poner orden en el mundo", en "crear un mundo con sentido". En rigor, podría decirse que, para los ilustrados consecuentes, liberados de la metafísica de la cosa-en-sí, se trataba de "crear el mundo", el único mundo del que se puede hablar, el "mundo como representación. En Kant, es sabido, pensar es legislar: imponer al caos de las sensaciones las leyes ("formas a priori") de la sensibilidad, del entendimiento y, en fin, las ideas como máximo ideal regulador.
De momento no es relevante esa distinción, pues lo que nos interesa resaltar son los presupuestos sobre los que la filosofíase representa el mundo, el trasfondo de su representación; y, a tal efecto, es indiferente la que lo considere cosa-en-sí que representación, es indiferente su autoconciencia.
Partiendo de esa idea ilustrada, que nos parece básicamente correcta, y con la mirada puesta en el trasfondo, podríamos sentar la tesis de que lo propio de la filosofía, del pensamiento racional, es "crear un mundo, un orden cerrado, en un espacio abierto". Esa tarea, constante en la historia, pone la unidad de la filosofía, su diferencia como discurso; y ofrece una matriz para distinguir y valorar las diversas concreciones históricas.
Desde esta perspectiva la función de la filosofía queda dramatizada: establecer un orden sobre el fondo de lo indeterminado, instaurar un espacio de sentido sobre lo indiferente, o sea, cerrar lo abierto. Y, para que su existencia sea más trágica, ha de cumplir esa función ordenadora y unificadora respetando y reconociendo la radical infinitud e indeterminación, el intrínseco inacabamiento, de su sombra. En definitiva, consciente de que, como el aire para la paloma kantiana, en ello le va la existencia.
En fin, decir que el trasfondo no es un dato o límite de la filosofía; paradójicamente, es también obra suya, forma parte del paisaje sobre el que se constituye el cosmos. Por tanto, nuestra propuesta hermenéutica consiste en pensar la filosofía, por decirlo de nuevo con una metáfora, como creación de un mundo cerrado con trasfondo abierto. Y, para decirlo con más rigor: creación simultánea de los dos, del "mundo cerrado" y del "universo abierto".
Esta tarea aparece a lo largo de la historia de la filosofía y, en especial, en sus momentos más productivos: con la aparición del mundo clásico, con la aparición del mundo moderno y con la aparición del "postmoderno". Esos tres grandes momentos simbolizan tres saltos en la construcción del universo abierto, que cuestionan la reconstrucción del espacio cerrado y fuerzan a la filosofía a saltar sobre las paradojas.
2.1. Momento griego.
Recordemos, para empezar, que la filosofía comienza con la aparición de un espacio abierto o, de forma invertida, con la ruptura del orden cerrado. Cuando se dice que la filosofía aparece con la democracia -con la democracia griega, ateniense-, tesis bien aceptada, en el fondo se está diciendo lo mismo, pues la democracia expresa el orden abierto. Sean cuales fueren la determinaciones concretas de las democracias de las ciudades-estados, sean cuales fueren sus límites, sus deudas con el pasado, en la idea la democracia expresa la sociedad abierta, el final del orden cerrado y fijo; y expresa también la necesidad de la filosofía.
La filosofía comienza con la democracia, con la ciudad abierta, porque la democracia impone la necesidad de justificar y legitimar lo existente. Es el abandono del orden de la physis para irrumpir en el del nomos: y en éste es necesaria la legitimación. En la democracia el ciudadano ha de elegir; por tanto, ha de juzgar. En el límite, la democracia condena la ciudad a la incertidumbre al poner la voluntad general en el lugar de una teoría ontológica del bien.
Esta topografía entre el orden abierto y el orden cerrado aparece con perfección en la República: la perfección de la ciudad y su justicia viene dada porque cada uno ocupe su lugar, su arte, su perfección, su bien...
Cicerón nos describe con dramatismo y amargura cómo se ve el orden abierto desde la atalaya del orden cerrado:
"Cuando el pueblo está devorado por insaciable sed de independencia y, servido por pérfidos aduladores, cuando ha bebido hasta las heces la copa de libertad sin mezcla, entonces sus magistrados y jueces, si no son mudos y obedientes, son objeto de ataques, persecuciones y acusaciones terribles, siendo llamados déspotas, reyes, tiranos. (...). El pueblo insulta a los que quieren obedecer a los magistrados, llamándoles esclavos voluntarios; por el contrario, los magistrados que afectan la igualdad popular y los ciudadanos que procuran borrar toda diferencia entre ellos y los magistrados, reciben alabanzas y honores. Resulta inevitable que en la república así gobernada la libertad se derrame por todas partes; que desaparezca toda autoridad en el seno de las familias y que este contagio alcance hasta a los animales mismos; que el padre tema al hijo, que el hijo no reconozca a su padre y quede proscrito el pudor para que la libertad sea completa; que no exista diferencia entre el ciudadano y el extranjero; que el maestro tenga miedo a los discípulos y los adule, y que los discípulos desprecien al maestro. En este estado de cosas, los jóvenes se atribuirán la autoridad de los ancianos y los ancianos tomarán parte en los juegos de la juventud para no serles odiosos e insoportables; los esclavos se permiten enseguida toda clase de licencias; la esposa se cree igual al esposo: y, en medio de esta independencia universal, los perros, los caballos, los asnos, en su completa libertad, retozarán en la vía pública, obligando a que se les ceda el paso. De esta ilimitada licencia resulta, al fin, que los ánimos se hacen susceptibles y delicados, que se indignan a la primera señal de autoridad y no pueden soportarla, y que poco a poco llegan hasta el desprecio de las leyes para encontrarse completamente libres de toda sujeción" [1].
La cita de Cicerón, que simplemente redescribe, de forma dramática, ideas de Platón, dibuja en negativo la idea de "comunidad cerrada". Su visión imaginativa del "orden abierto" nos describe con perfección el ideal desde el cual se habla. Comprendemos así la preocupación de Cicerón al contemplar el orden abierto desde la atalaya del orden cerrado. ¿Qué podía ver desde allí? Sólo la perversión. El paisaje patético de ancianos jugando a jóvenes, la execrable impostura de extranjeros ciudadanos, la impúdica subversión del orden (entre maestro y discípulo, entre padre e hijos, entre marido y mujer). Su imagen más lograda, los hombres (de bien) cediendo el paso a los perros, los caballos y los asnos que arrogantes ejercen sus derechos retozando por la vía pública, evoca el seductor hechizo del orden, de ese orden cerrado en que cada uno está donde debe estar, en su lugar natural.
Comprendemos así la rabia contenida de "Sócrates" al ver que hasta los zapateros se consideraban con derecho a intervenir en la vida política, mientras no pasaba por su ánimo ejercer la medicina o la navegación, como si aquél fuera un arte al alcance de todos, siendo el más difícil y el más noble, como corresponde a su objeto. Y comprendemos también los más serenos esfuerzos de Aristóteles por convencer de que "el régimen mejor es esa organización bajo la cual cualquier ciudadano puede prosperar y vivir felizmente", y de que ese objetivo se consigue si cada cual se dedica a lo suyo, al arte que conoce, para el que está capacitado y el cual ha aprendido, pues en "la ciudad más perfectamente gobernada (...) los ciudadanos no deben llevar una vida de trabajador manual, ni de mercader (pues esa forma de vida es innoble y contraria a la virtud), ni tampoco deben ser agricultores los que han de ser ciudadanos (pues se necesita ocio para el nacimiento de la virtud y para las actividades política)". Lo comprendemos en esos pensadores; nos es más difícil comprender el hechizo de la polis en nuestros días, después de una aventura filosófica tan larga y una historia real tan dramática sin más sentido que conquistar la libertad y la igualdadde los hombres que Cicerón, como Platón y como Aristóteles, sólo pueden pensar para los ciudadanos, para los "miembros de la polis".
Cicerón, como Platón y, con menos dramatismo -tal vez porque era meteco- Aristóteles, piensan la polis cerrada cuando ha desaparecido, cuando está ausente; y tal vez pueda interpretarse esta añoranza como expresión de su ideología aristocratizante y antidemocrática. Pero yo quiero insistir en que Platón, como Aristóteles o Cicerón, piensan ya tras el hundimiento del "mundo cerrado", piensan en un espacio abierto.
Las filosofía nace con los sofistas, y éstos son enemigos de la polis, porque llevan ideas, valores y dioses extranjeros, ajenos al mundo cerrado; por eso los "filósofos de la polis", aunque rechazan a los sofistas por no compartir con ellos el contenido de su filosofía, coinciden con ellos en ser filósofos, en asumir la tarea de cuestionar la polis, de pensarla, de legitimarla. La democracia nace Atenas, pero es considerada por los "filósofos de la polis" como enemiga de la polis: Platón, Aristófanes, Aristóteles, Tucídides..., todos los filósofos ven en la democracia el fin de la polis. Hay coincidencia general entre los estudiosos a la hora de señalar que los grandes filósofos griegos, así como el helenismo en general, reflexionan sobre la polis cuando ésta ya está en crisis, cuando ha desaparecido en sus formas más puras (más cerradas); por tanto, la polis que reconstruyen, la polis que piensan y que, como ideal, trasmiten a la historia occidental, encierra la paradoja: un ideal de vida comunitaria (orden cerrado) ofrecido por la filosofía (pensamiento abierto que implica un orden abierto) es necesariamente paradójico; pues la filosofía existe sólo porque ese orden cerrado se ha roto y en tanto que se ha roto. Este origen filosófico del ideal, unido a cierta confusión entre polis y comunidad democrática, ayuda a mantener el ideal de comunidad cerrada en la tradición occidental; todas las "ciudades ideales" renacentistas, formas de concreción de la utopía, eran mundos cerrados, internamente cerrados y acabados, haciendo de la fijeza de las relaciones internas su perfección comunitaria.
Lo cerrado y acabado no está exento de fascinación, al menos para espíritus conservadores. Y la polis, en la idea, es ante todo un ideal de vida fija, estructurada, integrada, eterna. Cerrada la economía en el ideal autárquico; cerrada la vida social en la jerarquización natural; cerrada la política en el orden tradicional y el pensamiento en los valores propios.
El "cosmos" limitado, frente al "universo" infinito y abierto [2], tiene el atractivo de su orden interno, de su racionalidad; y, sobre todo, de su sentido. Castoriadis ha destacado cómo la unidad de sentido es propia de las sociedades tradicionales, que se autoinstituían como unidades de vida y sentido diferenciadas y excluyentes: "Hasta Grecia y fuera de la tradición greco occidental, las sociedades están instituidas según el principio de un estricto cerco", creando un ámbito de sentido aislado y contrapuesto a lo otro, una concepción del mundo y de la vida desde cuya perspectiva puede declararse que "nuestra visión del mundo es la única que tiene sentido y que es verdadera, las "demás" son extrañas, inferiores, perversas, malas, desleales" [3].
Esa forma de institución abarca a las polis clásicas, a la ciudad-estado; la génesis en su seno de la democracia, como hemos dicho, es el principio del fin de la polis como comunidad cerrada. Así lo entiende también Castoriadis, que resalta que la democracia implica la filosofía y, por tanto, el espacio abierto, la superación del "espacio cerrado", ya que la democracia requiere pensar la política, objetivar y reflexionar sobre lo instituido, preguntarse por lo instituyente, romper el cerco, desgarrar la unidad de sentido del universo totalitario en los mil sentidos de una pluralidad de espacios a fin de, al ver el variado paisaje de sociedades diversas, comparar y, en definitiva, juzgar y elegir: "Quiero decir más precisamente que el simple hecho de juzgar y decidir o elegir, en un sentido profundo, presupone no sólo que formamos parte de una historia particular, de esta tradición particular en la que por primera vez se hizo efectivamente posible juzgar y decidir, sino que antes de todo juicio y decisión de "contenido" nosotros ya hemos juzgado afirmativamente y elegido esta tradición y esta historia. Pues tal actividad y la idea misma de juzgar y decidir son greco occidental, fueron creadas en ese mundo y en ninguna otra parte. La idea no se le habría ocurrido ni podría habérsele ocurrido a un hindú, a un hebreo clásico, a un auténtico cristiano o musulmán. Un hebreo no tiene nada que decir o elegir; recibió de una vez por toda la verdad y la ley de manos de Dios; si se pusiera a juzgar y a decidir sobre esto ya no sería un hebreo. Tampoco un cristiano tiene nada que juzgar ni decidir: sólo tiene que creer y amar pues está escrito "no juzgues y no serás juzgado" [4].
El orden cerrado, pues, conforma una totalidad de sentido que hace imposible cualquier interrogación, cualquier objetivación y distanciamiento crítico, cualquier juzgar y decidir; el orden cerrado es siempre fundamentalista. En cambio, el orden abierto, que Castoriadis identifica con la tradición grecoocidental -en rigor, con la tradición democrática y filosófica, con la tradición política-, tiene esa característica de la indeterminación, al ser siempre obra humana, decisión humana.
En ese espacio abierto caben posiciones diferentes, y conviene valorarlas bien. Ahí aparecen los sofistas, que suelen ser identificados como "pensadores de la democracia". Ciertamente, los sofistas expresan la ruptura de los mundos cerrados de las polis, con sus valores y representaciones particulares; expresan la relativización; y, en nuestro esquema, expresan la opción por disolver la filosofía en retórica, o sea, la opción por disolverse en la indeterminación del espacio abierto. Los sofistas sólo construyen el universo abierto.
Pero en ese mismo espacio aparece Platón, que expresa la opción de la filosofía de, sobre el universo abierto, cerrar un mundo. Platón acepta el espacio abierto: habla como filósofo, asume la tarea de juzgar y elegir, de fundamentar el bien o la ley. Pero aspira a un cierre: en el orden del ser, una ontología que permite establecer una jerarquía; sobre ella, y en el orden de la ciudad, una estructura en la que cada uno ocupe su lugar, con una constitución para siempre, una educación para siempre...
La apertura del mundo antiguo es muy limitada; la polis democrática no ha logrado romper el límite entre ciudadanos y extranjeros, mujeres, etc.; ni siquiera entre polis (esto sería con los imperios y el helenismo lo refleja). Y mucho menos, el nivel internacional.
2.2. Momento ilustrado.
La filosofía moderna se estructura en torno a una nueva idea del mundo abierto: el universo infinito. En el ámbito natural, irrumpe con el copernicanismo y las tesis de Galileo, que rompen las esferas fijas y los espacios naturales. Uniformidad, movimiento, reducción del cambio cualitativo al cuantitativo, posibilidad de infinitas combinaciones...
El cambio de mentalidad es lento, pero exhaustivo. De la cosmología se extiende a las ciencias de la vida y de la tierra, donde se van formulando las teorías de la evolución, rompiendo con el "fijismo de las especies". Y en el orden político, con todas sus variaciones y vacilaciones, acabará formulándose la idea de las "república del género humano".
Hemos de mencionar la bella descripción de Koyré, quien de forma afortunada describió el cambio de paradigma hacia la modernidad como "del mundo de cerrado al universo infinito". El "universo infinito" es la forma moderna de pensar el espacio abierto.
La asunción del "universo infinito" no fue tarea fácil. Hemos de reconocer la fascinación del orden cerrado, que identifica perfección y felicidad con reposo; comprendemos el rechazo de la inquietud [5], de la inseguridad, de la experiencia escéptica. La "marquesa" del Entretien de Fontenelle [6] sentía vértigo ante el universo infinito. Un universo infinito implicaba un mundo donde la indiferencia y la homogeneidad sustituían a la jerarquía y la desigualdad; un mundo sin norte y sin sur, sin derecha ni izquierda [7]; un mundo abierto, sin hacer, imprevisible, inquietante.
Comprendemos todo eso, pero este universo infinito y abierto no está exento de atractivos; en todo caso, es la representación del mundo coherente con la democracia y la filosofía, opciones con las que occidente confiesa identificarse. Al fin es el mundo del juicio y de la decisión humanos, de la "voluntad general", que sustituye a la idea paternalista de "bien", configurando una sociedad abierta, fuertemente indeterminada, sin rangos, status, condiciones y privilegios fijos, sin asimetrías definitivas. La modernidad rompió todo esquema de comunidad cerrada al sustituir el "bien" por la "voluntad general", la virtud por la libertad, la teología por la filosofía; ésta no reconoce ninguna razón, ningún bien, ningún ideal, ningún deber, que no fuera su libre y espontánea manifestación; ni siquiera respeta su obra, considerando como esencia de su poder la capacidad para negarse o corregirse. La modernidad, en definitiva, era la conquista de la libertad absoluta por el hombre, libre por fin de toda idea de bien, de todo referente externo, sea éste la ley natural o Dios; en definitiva, libre de la cosa-en-sí, de la metafísica. Comprendemos el vértigo de la marquesa en los albores de la modernidad; pero el regreso actual al mundo cerrado supondría una angustia y claustrofobia equivalentes.
Lo cierto es que la ilustración instaura la "razón inquieta". La idea nos la presta Roberto Cortesse, con el título de su libro "Pierre Bayle. L'inquietudine della ragione" (Nápoles, Guida Editori, 1981). Ciertamente, Bayle, el Bayle del Diccionario histórico y Crítico, el Bayle que alimentara la reflexión humeana, fue el primer "inquieto" en una época de inquietos.
Fontenelle es otro "inquieto" y nos dice en su Eloge des Académiciens: "Entre todas las ciudades de Italia Bolonia es célebre en relación con las ciencias y las artes. Tiene (...) una academia de las ciencias, que se llama "Academia de los inquietos", nombre bastante conveniente a los filósofos modernos que, no estando sujetos a ninguna autoridad, buscan y buscarán siempre".
Efectivamente, fue fundada por un tal Eustachio Manfredi en 1690. Es cierto que en Italia había cientos de Academias, y con nombres curiosos: Abbandonati, Ansiosi, Ociosi, Arcadi, Confusi, Difettuosi, Impatienti, Inabili, Indifferenti, Indomati, Inquieti, Instabili, Della Notte Piacere, Scienti, Sonnolenti, Torbidi, Vespertini.
Pero "L’Accademie degli Inquieti" no es un accidente.Jean Deprun nos ha dejado un bellísimo libro, La philosophie de l´inquiétude en France au XVIIIe. Siècle). El mismo D’Alembert, en el Discurso Preliminar, pone la inquietud del espíritu en la base de la investigación y del conocimiento.
El "universo infinito" obra de la filosofía moderna, su más bella obra; pero, simultáneamente, tuvo que crear el "mundo cerrado"; si se prefiere, tuvo que pensar el universo infinito como mundo cerrado. Y lo consiguió pensándolo -el universo, la sociedad, el hombre- como un artificio sometido a leyes. Leyes fijas, numerables, escasas y simples, que permiten a la filosofía pensarlo, abarcarlo.
De esta manera, quedando infinito y abierto en formas y variaciones, resultaba cerrado y ordenado en sus reglas. El universo galileano y newtoniano es "cerrado", en la medida en que está determinado por leyes fijas e invariables. Del mismo modo que la democracia liberal es cerrada porque, aunque la voluntad de la mayoría introduce la indeterminación, la voluntad de la mayoría "legítima" está sometida a límites o reglas: los derechos individuales. (Ciertamente, más cerrado era el orden rousseauniano de la "voluntad general", pues ésta era expresión no definida de la racionalidad práctica).
2.3. Momento actual.
El problema de la filosofía contemporánea proviene de que enfoca como "crisis de la racionalidad moderna" -y, en cierto sentido, como "crisis de la filosofía"- lo que en realidad es el desgarramiento y la inquietud provocada por el asalto definitivo al "espacio abierto".
Si los ilustrados pensaron el espacio abierto como "universo infinito" (idea de progreso en el orden social), tal que era abierto en sus manifestaciones fenoménicas pero cerrado en sus leyes -por eso Hegel puede escribir la doctrina de la lógica antes de que el entendimiento hubiera agotado su infinita tarea penelopeana-, ahora se trata de pensar el "universo indeterminado", constantemente inacabado, in fieri.
En el orden socio-político, la "sociedad abierta" abandona el referente de la "república del género humano", como forma de universalización de la justicia, los derechos, en fin, la humanidad, para dejar indeterminado el horizonte como exige un orden basado en el deseo, intrínsecamente contingente, variable y precario.
Esta indeterminación intrínseca permite en su seno posiciones diversas. Unas, como el "deconstruccionismo", permanecen en la negatividad, en la "crítica de la razón impura", o sea, en el desvelamiento de la impotencia y la ilegitimidad de la razón -al fin cultural o etnográfica- para fundar ningún orden, para cerrar ningún espacio. Otras, como la filosofía de la diferencia, apostando por la diversidad y la distinción como cualidades intrínsecas que la razón debe respetar; más aún, que la razón ha de hacer suya. Por su parte, el pragmatismo rortyano, desautorizando la función política de la filosofía, convirtiendo ésta en cosa privada y confiando a la libertad de las prácticas sociales el establecimiento de unas pautas aceptadas que hagan posible la vida.
Incluso el esfuerzo de Habermas, por encontrar en el diálogo racional, en la deliberación, un fundamento inmanente del orden ético y político, expresa ese ajustamiento de la filosofía al universo abierto. Lo propio de la razón contemporánea es su renuncia a cualquier cierre fijo del espacio, asumiendo que todo cierre es provisional, precario, y sin más fundamento que la contingencia.
a). Lo apreciamos en R Rorty, tal vez el mejor prototipo de "regreso al mundo cerrado", aunque ahora se haga en claves "etnográficas". Viene a defender que no podemos salir de nuestra propia piel, que no podemos ascender al "ojo de Dios", o sea, al punto de vista de lo universal; en consecuencia, la justificación de nuestras creencias no tiene otro referente que las prácticas sociales. La filosofía se reduce a "descripciones etnográficas de las actividades productoras de conocimiento". Entendiendo las "reglas de juego" de un lenguaje, sabemos cuánto podemos y necesitamos saber.
La "verdad" deviene una creencia socialmente alabada. Gádamer ya había señalado que la creencia "ilustrada" de estar más allá de los prejuicios, de la tradición, de la convención, era falsa conciencia. Este "contextualismo" es común a Rorty y a los deconstruccionistas. Y que lo entiendan como superación de la Ilustración, sólo se debe a una doble ignorancia: mala interpretación de la racionalidad ilustrada y falaz interpretación del slogan "Dios ha muerto, todo está permitido".
En "Prioridad de la democracia sobre la filosofía" Rorty considera la filosofía una actividad literaria más; por tanto, un "asunto privado" como la poesía. Considera que el error de los filósofos desde "Sócrates" es haberse tomado la filosofía en serio, creer que podía clarificar y fundar la verdad, la justicia, la moralidad. El postestructuralismo, nos dice, ha puesto las cosas en su sitio: como "escritura" que es, la filosofía es cosa privada.
De la misma manera que se ha privatizado la religión, conviene privatizar la filosofía. Considera que debemos liberar la política de los residuos filosóficos perniciosos. En rigor, la justificación se restringe al ámbito cerrado de una comunidad, particularmente la occidental, y no va más allá de las creencias compartidas.
En fin, Rorty propone una teoría despolitizada y una política desteorizada. Se suma a la crítica de la ilustración, de sus nociones de razón, verdad y libertad. En rigor invita a olvidarnos de la verdad: ésta surgirá de la libertad.
b). Y también lo apreciamos en J. Derrida, de potente influencia en nuestros días. No podemos entrar en muchos detalles, pero una de las claves del pensamiento de Derrida reside en su idea, razonable, del "descentramiento del sujeto frente al lenguaje". Es decir, el significado del lenguaje es una función de relaciones complejas, en gran medida inconscientes, entre significantes, hablantes, oyentes, situaciones, contextos. Dichas relaciones responden a momentos sociales e históricos; por tanto, nunca somos totalmente dueños de lo que decimos. "El sujeto, nos dice, y sobre todo el sujeto consciente y hablante, depende del sistema de diferencias y del movimiento de la différence" [8]. El proceso de significación es un "juego de diferencias"; ningún elemento puede funcionar como signo sin referir a otros elementos, que no están presentes.
Puesto que el sistema de relaciones y diferencias deja sus huellas en el significante, nunca podemos alcanzar la univocidad de significado. Más allá de todo significado presente yace la red ausente, indecible, impensada, incomprendida, de condiciones, presuposiciones, mediaciones. etc. O sea, el lenguaje y la escritura esconden una interminable "diseminación" de sentido, una indefinida multiplicidad de "recontextualizaciones" y "reinterpretaciones". En consecuencia: no es posible una aprehensión unitaria y fija, como la filosofía pretende.
A Derrida le parece que la filosofía implica el rechazo de esa situación, implica desarraigar el significado del "tejido relacional y diferencial" en el que está enredado [9]. La historia de la filosofía es la historia de los esfuerzos por "inmovilizar el juego de la différence", imponiendo significados ideales unívocos (las formas), un referente último o "significado trascendental" (el Ser), ideas claras y distintas en mentes autoconscientes y autotransparentes, conocimiento absoluto, la esencia lógica del lenguaje, etc.
La filosofía es un esfuerzo por atajar la diseminación del significado, metiéndolo en uno u otro sistema cerrado de verdad. Pero tal "clausura" es imposible; la filosofía no puede transcender su medio. "La pretensión de haberlo hecho siempre descansa en la ignorancia, la exclusión, la marginalización o la asimilación deaquello que escapa a las rejas de inteligibilidad que ésta impone al movimiento de la différence. Y esta represión de lo que no ajusta tiene, inevitablemente, sus consecuencias en forma de paradojas, contradicciones internas e incoherencias sistemáticas; sacarlas a la luz es la tarea del análisis deconstructivo.
Como vemos, es otra perspectiva, pero responde a la misma matriz. Aquí el problema del espacio cerrado se plantea en el ámbito del significado, pero la filosofía "mala" aparece como esfuerzo de cierre y de orden fijo y la "buena", aquí el análisis deconstructivo, como esfuerzo por deslegitimar e impedir esa clausura. Es el eterno juego.
3. Reinterpretar la ilustración.
Creemos que hoy no se puede pensar como si nada hubiera pasado, ignorando a Marx y a Nietzsche, a Heidegger y a Rorty, a Freud y a Foucault. Una filosofía actual ha de asumir esa herencia. Y el efecto global es obvio: el "fundamento" moderno, la "evidencia" cartesiana, a pesar de los nobles y épicos esfuerzos de Víctor Gómez Pin, hoy es historia. ¿Quiere decir esto que hay que pensar sin fundamento, que hay que disolver la filosofía en la opinión periodística, como ella precaria, indiferente a la coherencia, mera expresión emotivista del deseo? En absoluto.
Pensamos que la filosofía ha de asumir su reto y, manteniendo abierto tanto el plano fenoménico como el de las leyes, tanto las formas institucionales como las virtudes y los valores, cumplir su tarea de poner orden en el mundo. Y hoy, para ser actual, se trata de pensar el orden abierto, sin falsos cierres ideales, asumiendo la indeterminación, reconociendo el carácter efímero y contingente del ser contemporáneo.
Nos parece que hay dos respuestas a este reto. Una, que parece haber dominado el panorama, y que se presenta como ruptura con la ilustración, pone sus esfuerzos en la defensa del orden abierto, advirtiendo contra toda ilusión, prefiriendo incluso la huida hacia órdenes cerrados siempre que sean plurales (etnografismo, indigenismo, culturalismo o nacionalismo). Otra, que podemos enraizar con la ilustración -la "ilustración desconocida" o ignorada por la filosofía antiilustrada- y que resiste la tentación de cerrar el espacio (el universo o la ciudad) de forma dialéctica. Es decir, no ya negándose a afirmar y a fundamentar, sino haciéndolo con la conciencia de su provisionalidad y su convencionalidad, estando siempre dispuestos a revisarlo, a someterlo a la prueba de la falsación.
Esta es la actitud que encontramos en los ilustrados más lúcidos, en Diderot y Hume; y que, en el fondo, sólo hacen una interpretación nueva de la propuesta cartesiana. Veámoslo.
3.1. Descartes.
Descartes fue, según nuestro criterio, quien situó la tarea filosófica a las espaldas de la negatividad [10]. Es cierto que perseguía como objetivo la evidencia positiva, y que tal supuesto no sólo predeterminaba el resultado, sino que determinaba fuertemente el método y el desarrollo de la investigación; no obstante, abría un camino que otros llevarían a sus verdaderos límites. La más explícita prueba de que Descartes introduce la filosofía como tarea negativa nos la ofrece en sus Principios de filosofía [11]. Los dos primeros principios que establece son elocuentes. En el primero dice que "Para examinar la verdad es necesario, una vez en la vida, poner todas las cosas en duda tanto como sea posible" [12].
Es, viene a decir Descartes, el precio para pasar de ser niño a ser hombre, para pasar de la creencia ingenua, precipitada, a la reflexión filosófica como vía de conocimiento, o sea, de creencia fundada en la evidencia. Y si este primer principio exige dudar de todo, el segundo lo radicaliza y dramatiza al afirmar que "Es también útil considerar como falsas todas las cosas de las que se puede dudar" [13]. Aquí no sólo se recomienda la duda, sino que se invita a rechazar cuanto sea susceptible de ella.
Esta misma posición, explícita en los Principios, aparece implícita en sus Meditaciones metafísicas y en su Discurso del Método. Aquí la evidencia aparece como impotencia de la duda; la evidencia, la afirmación, sólo surge cuando la razón, lanzada a una duda sin límite, encuentra un obstáculo insuperable. Desde Descartes, la filosofía moderna no puede ejercerse, de forma consciente, sin incluir la duda, el uso negativo del entendimiento, como método de reflexión; y sin considerar la evidencia como mera derrota de la fuerza negativa de la razón. Lo de menos es que unos filósofos crean que ese obstáculo salvador de la verdad se ha de encontrar necesariamente; e incluso que dicha creencia sea la que haga posible el encuentro del obstáculo que hace surgir la evidencia; o que otros consideren que, elegido tal camino, el obstáculo definitivo nunca surgirá, convirtiéndose la filosofía en negativa, en tarea crítica infinita. Lo de menos, pues, son las soluciones particulares de cada pensador; lo importante es constatar que, a partir de aquí, sólo se puede aceptar como evidente, como fundamento, como verdadero, aquello que resiste la crítica y en tanto que la resiste.
Hemos de decir, para acabar la reflexión sobre Descartes, que éste limitaba sus consejos a la razón teórica, siendo mucho más prudente a la hora de hablar de la razón práctica. Así, en el principio tercero dice que "No debemos en absoluto usar esta duda en lo referente a la conducta de nuestras acciones" [14]. La duda se aconseja en la actividad teórica, cuando la razón busca "la contemplación de la verdad". Considera Descartes que "es muy cierto que en lo referente a la conducta de nuestra vida estamos frecuentemente obligados a seguir opiniones que sólo son verosímiles" [15]. Pero esta diferencia se debe exclusivamente al contenido de los dos principios señalados: la práctica tiene unas exigencias temporales, impone y exige unas respuestas puntuales a las circunstancias dadas, de modo que "pasarían casi siempre antes que pudiésemos liberarnos de todas las dudas" [16]. Es decir, el radicalismo de la duda exige la "moral provisional", pues hace imposible la conquista de la evidencia ante la urgencia de las respuestas.
3.2. Diderot.
Para el enciclopedista por antonomasia la tesis que organiza y `pone límite a toda reflexión filosófica es la siguiente: la razón humana no puede ir contra la naturaleza humana. Es una especie de "imperativo práctico", que para Diderot define la mayoría de edad -es decir, la autonomía- del hombre. La razón es un instrumento al servicio del hombre, y no una instancia neutra desde donde dictar las máximas que obedecer y a someterse.
Una razón que no esté al servicio del bienestar y la felicidad del hombre es una razón perversa; y si la "perversión", como la "enfermedad", puede ser considerada "natural", igual de "natural" es luchar contra ella (Recordar a Rousseau: Profesión de Fe). Por eso Diderot no entiende a Pascal [17] un hombre de ciencias, brillante, con genio, y que ha caído presa de una religión -jansenismo- que le exige renuncia a la vida, sumisión, ascesis. Como dice Diderot, si es en nombre de Dios que se somete la razón a la fe, la felicidad al dolor, entonces es en nombre de "una mala idea de Dios".
Es decir, si se trata de inventar la voluntad de Dios, la razón sana debe pensar un Dios que prefiera la vía a la muerte, la razón a la fe; ¿por qué postular un Dios que exige la sumisión de la razón? Sería una razón perversa.
Este es el tema de los Pensamientos filosóficos: no es tanto la crítica de la idea de Dios cuanto la crítica de una idea perversa de un Dios perverso. En rigor, no se critica la religión sino el fanatismo religioso. Con más rigor: hay cabida para una religión racional, el deísmo, en el que Dios es pensado desde su obra, el orden del universo; por tanto, con voluntad de orden, de simplicidad y de vida. Ateos y deísta pueden vivir juntos. Este es el mensaje, y para ello nos ofrece un andamiaje filosófico hecho de escepticismo y eclecticismo.
a). El escepticismo pasa por ser la posición filosófica de Diderot. Es ejemplar por la coherencia con su práctica; pero también es arquetípica como modelo para nuestro caso. Comencemos por ver su tratamiento del "escepticismo", que debemos entender como problematización de la fundamentación, del cierre, propio de la filosofía.
Su posición ante el escepticismo responde a una máxima que cultiva con pleno convencimiento: Es preferible el escepticismo al entusiasmo. La relación de Diderot con el escepticismo es una cuestión compleja; no fue uniforme a lo largo de su vida, sin duda porque iba buscando un "escepticismo peculiar". En elP. XXII dice "rezo por los escépticos, pues carecen de luces". Pero en el P. XXVII expresa la idea de que "el escepticismo no conviene a todo el mundo": “La ignorancia y la increencia son dos susurros demasiado dulces; pero para gustarlos es preciso tener la cabeza tan bien hecha como Montaigne". En cualquier caso, es preferible el escepticismo al entusiasmo: a los "imaginaciones ardientes", a los "espíritus ardientes" que prefieren asirse a una cruz incandescente antes de arriesgarse a lo desconocido. El escéptico es embellecido: prefiere la soledad a unirse al coro de una ilusión; soporta el silencio, la aridez de la suspensión del juicio, la renuncia a la tentación de ficción; vence la tentación de rellenar el vacío con seres de fantasía.
Es el escepticismo que interesa a Diderot: el sincero, el escepticismo posible, que eleva a actitud metodológica. Un escepticismo controlado por la razón, y no controlador del espíritu. Diderot lo tiene muy claro: el riesgo del escepticismo es que acabe por minar la espontaneidad de la imaginación y esterilizar la fuente de las pasiones, es decir, que neutralice esa audacia necesaria para todo pensamiento creador: "La incredulidad es a veces el vicio de un necio, y la credulidad el defecto de un hombre de espíritu. El hombre de espíritu ve lejos en la inmensidad de los posibles; el necio apenas ve otros posibles que lo que es. Tal vez sea esto lo que vuelve a uno pusilánime y al otro temerario" (P. XXXII). Y tal vez por eso postula el equilibrio:"Se corre tanto riesgo en creer demasiado como en creer demasiado poco...; el escepticismo es la única filosofía que puede garantizar, en cualquier tiempo y lugar, contra estos dos excesos opuestos" (P. XXXIII).
El escepticismo, podemos avanzar, es la posición filosófica que no acepta ningún espacio cerrado, ningún límite ni fundamento definitivos, pero que no cuestiona la necesidad de límites y fundamentos. Pero este peculiar escepticismo que trata de definir Diderot no es un "justo medio", ni mucho menos: "Un semiescepticismo expresa la carencia propia de un espíritu débil. Revela un pensador pusilánime que se deja asustar por las consecuencias; un supersticioso que cree honrar a su Dios por las trabas que pone a su razón; una especie de incrédulo que teme desenmascararse a sí mismo" [18]. El escepticismo de Diderot no es una filosofía que domine y someta la conciencia sino una actitud y una técnica metodológica al servicio de la liberación de esa conciencia: de su independencia respecto a cualquier absoluto, de su autonomía respecto a cualquier imperativo no puesto por ella.
Sí, el escepticismo diderotiano es muy particular, pues el racionalismo también forma parte de su andamiaje. Diderot es un exquisito racionalista, como se nos muestra en el releído Pensamiento L, donde nos dice: "Una demostración me afecta más que cincuenta hechos", cien milagros valen menos que un razonamiento; "Estoy más seguro de mi juicio que de mis ojos". No le bastan los prodigios; sólo pide razones. Que es tanto como decir: la experiencia sola, sin estar sometida a la disciplina y orden de la razón, no basta; a la inversa, la argumentación abstracta, ajena a toda experimentación, no basta. Una y otra, aisladas, deben ser tenidas por sospechosas de "ilusiones". Eso es el escepticismo racionalista o racionalismo escéptico del enciclopedista...
El escepticismo de Diderot, en lugar de ser duda respecto a la razón, consiste, en rigor, en poner las creencias en manos de la razón, con un sólo imperativo práctico: una razón, como la "pirrónica", que tras ser declarada única legitimadora de las creencias optara por devorarse a sí misma no es aceptable por perversa. Por ello en la Adición a los Pensamientos radicaliza una radical defensa del escepticismo. Y lo hará juntamente con una defensa fervorosa de la razón: "Si renuncio a mi razón, no me queda ninguna guía; y sería preciso adoptar a ciegas un principio secundario y suponer lo que está puesto en cuestión" (P. IV).Y enseguida: "Perdido en un bosque inmenso durante la noche no tengo más que una pequeña luz para guiarme. Surge un desconocido y me dice: "Amigo mío, sopla la candela para encontrar mejor tu camino". Este desconocido es un teólogo" (P. VIII). Lo que nos haceconcluir que, para Diderot, ser hombre es usar la razón, es pensar, que no es lo mismo que conocer.
b). Base de su andamiaje es su concepción del saber que podríamos calificar de constructivista. Su mejor exposición se encuentra en los Pensamientos sobre la interpretación de la naturaleza. En ella se describe el conocimiento como "poner luz y orden en la experiencia".
En Descartes el conocimiento es un camino ascenso, de progreso en una trayectoria definitivamente iluminada. Para Descartes el conocimiento o es verdadero o no es; la ciencia es un avance paso a paso, pero definitivo, de conocimiento verdadero, de sucesión de ideas claras y distintas. En Spinoza, en cambio, se avanza de otra manera: de totalidad en totalidad, de representaciones más oscuras, desordenadas y parciales a más claras, ordenadas y adecuadas. Pues bien, Diderot parece unir ambas perspectivas, como dos espacios de luz que hay que ir combinando y reajustando.
La concepción diderotiana del saber puede resumirse en las tesis que a continuación enumeramos:
* Primera Tesis: El proceso de conocimiento es intrínsecamente inacabado. En la dedicatoria "a los jóvenes que se disponen al estudio de la filosofía natural", establece un postulado constituyente: hay que dudar de la razón cuando ésta cree haber llegado al final del recorrido, cuando opta por cerrar el orden del saber.
El pensamiento es esfuerzo por someter la diversidad de los fenómenos a la unidad de la ley; el caos de la experiencia al orden de la razón. Y ese camino es interminable: cualquier fin o cierre es imaginario, una ilusión, una ficción del espíritu. Como diría Kant, un "salto a la metafísica" de una razón que quiere ahorrarse el camino infinito del entendimiento. En definitiva, una imaginaria instalación en el "ojo de Dios", en el lugar del "entendimiento divino".
Hay que aceptar la infinitud del camino, la indeterminación y la intrínseca abertura del conocimiento. Entre la imaginaria posesión de lo absoluto y la melancolía de la indeterminación y provisionalidad, el filósofo ha de elegir la segunda. La primera es la figura del despotismo y del entusiasmo; la segunda, de la tolerancia y el escepticismo. Diderot es rotundo en la alternativa: "Tengo siempre presente en mi espíritu que la naturaleza no es Dios; que un hombre no es una máquina; que una hipótesis no es un hecho". Es decir, contra Spinoza, contra La Mettrie, contra Maupertuis..., contra cuantos buscan el sistema, el espacio cerrado, nuestro autor propone la aceptación de un orden abierto.
Con frecuencia se pasa por alto la modernidad de la concepción diderotiana del saber, la grandeza de la misma, su honda lucidez. Tal vez podríamos resumirla en tres rasgos, a cual más sugestivo. En primer lugar, Diderot se opone a la idea del saber como “posesión”de algo que está fuera, y proponme como alternativa el saber como “creación” de nuestro mundo. En segundo lugar, recha la clásica idea de saber como “descubrimiento” de la verdad exterior y en su lugar pone el saber como “producción” de representaciones adecuadas. En tercer lugar, rechaza la idea de saber como “lectura” en el gran libro de la naturaleza, escrito de una vez para siempre, nada menos que en lenguaje matemático, y propone entenderlo como “escritura” desde la experiencia, la naturaleza como una gran creación literaria y filosófica. En fin, frente a la tentación especulativa de ver el saber como “contemplación” del mundo, el enciclopedista nos sugiere pensarlo como “actividad”, como acción teórica y práctica, objetiva y subjetiva. Y es que Diderot, contra la pasión filosófica por cualquier monismo simplista, opone la diferencia, la radical irreductibilidad. Recordémoslo, ya nos lo ha dicho insistente: la naturaleza no es Dios, el hombre no es una máquina y la hipótesis no es un hecho.
El saber inacabado, como corresponde a un mundo inacabado, no puede quedar cerrado. E "inacabado" no quiere decir "infinito", que nos condenaría a la provisionalidad y, por tanto, a la ignorancia; la idea diderotiana de un mundo inacabado simplemente asume la indeterminación como trasfondo. Claro, en cierto sentido puede hablarse de “infinito”. La naturaleza es sin duda un proceso infinito; infinitas son sus formas y combinaciones pasadas, presentes y futuras. Por tanto, infinito ha de ser el proceso de conocimiento. Pero la "infinitud de formas" naturales podía ser aceptada por cualquier cartesiano, galileano o newtoniano; y éstos, a continuación, recurren a cerrar el sistema declarando esa infinidad de formas meras "variantes" o "casos" de unas leyes fijas y finitas (y cuantas menos mejor).
Más aún: para un cartesiano el conocimiento, en rigor, supone el conocimiento definitivo de esas reglas fijas que gobiernan las mil formas y movimientos del mundo. Conocer esas leyes posibilita conocer el pasado y el futuro, reducido a un problema de inferencia lógica. Del "mundo cerrado", con sus especies y cualidades fijas y limitadas, se pasa al "universo infinito"y abierto. Pero, bien mirado, era un infinito ficticio: infinito y abierto en lo fenoménico, pero fijo y cerrado en la esencia.
Diderot no cae en esa falacia y reivindica un universo, y una idea del mismo,más coherentemente abiertos: no sólo infinito sino indefinido (por tanto, no postulable); y reivindica un conocimiento consecuentemente abierto, que es válido, acabado, para cada uno de sus momentos, pero que no puede consolidarse y petrificarse como la idea definitiva de las figuras del futuro. Un mundo inacabado es compatible con un conocimiento momentáneamente cerrado; lo exige así, lo impone. La “imperfección”sería del mundo; el saber cumple representándolo tal como es aquí y ahora. Y como, en rigor, esa carencia es su perfección, que le hace ser abierto, inacabado, el saber deviene una eterna tarea de construcción igualmente inacabada. Por eso conviene el escepticismo: puede conocerse el mundo, pero en su inmediatez, en su ahora; la deriva dogmática es a la vez un derrotero oscurantista.
En sus Pensamiento sobre la Interpretación de la Naturaleza, enel VI, acaba con la ilusión de unas "leyes de la naturaleza" inventariables: porque hasta las mismas leyes, en tanto que naturales, están afectadas de transformación, al ser la naturaleza una proceso abierto de potencia infinita; idea de la naturaleza como productividad infinita: "Parece como si la naturaleza se complaciera en variar su propio mecanismo de una infinidad de maneras. No abandona un género de producciones más que después de haber multiplicado los individuos bajo todas las formas posibles. Cuando se considera el reino animal, y nos apercibimos que entre los cuadrúpedos no hay ninguno que tenga sus partes, especialmente las interiores, enteramente semejantes a las de otro cuadrúpedo, ¿podría creerse fácilmente que no haya habido más que un primer animal, prototipo de todos los animales, del que la naturaleza no ha hecho más que alargar, recortar, transformar, multiplicar, reformar ciertos órganos?
*Segunda Tesis: Conocer es producir orden. Conocer es producir. Y producir no es confiar o creer. Producir es una actividad que exige seleccionar y recoger unos elementos, disociarlos, combinarlos, transformarlos y obtener uno nuevo. Es el trabajo de la abeja, metáfora que Diderot repite: "Todo se reduce a ir de los sentidos a la reflexión y de la reflexión a los sentidos; entrar en uno mismo y salir sin cesar. Es el trabajo de la abeja. Ha batido el terreno en vano si no entra en la colmena cargada de cera; ha hecho pilas de cera inútiles si no sabe formar con ella los panales" (PIN, IX). La idea es sugerente, y muy interesante. El conocimiento no es inventar, ni descubrir o intuir; es transformar, es producir en sentido fuerte (con materia prima e instrumentos de trabajo).
Y se trata de una especialmente relevante porque en ella enraíza su defensa del "eclecticismo", que tantos problemas ha dado a los estudiosos de su pensamiento: "El ecléctico no reúne las verdades al azar; tampoco las deja aisladas; y mucho menos se empeña en hacerlas encajar en un plan determinado. Cuando ha examinado y admitido un principio, la proposición de la que se ocupa inmediatamente después, o se revela deriva con evidencia de este principio, o no se deriva del todo o resulta opuesta. En el primer caso, la toma como verdadera; en el segundo, suspende su juicio hasta que las nociones intermedias que separar la proposición que examina del principio que ha admitido le demuestran su ligazón o su oposición con el principio; en el último caso, la rechaza como falsa. He ahí el método del ecléctico. De este modo procura formar un todo sólido, que es propiamente su obra, a partir de partes que ha juntado y que pertenecen a otros; de donde se ve que Descartes, entre los modernos, fue un gran ecléctico"
Diderot da mucha importancia al momento de confección de la conjetura. No la entiende como resultado de una técnica metodológica, como en el positivismos: no es una inducción o una generalización. Es la producción de la unidad, de la luz, del orden, de un espacio claro en un bosque denso, en la que participan el hábito y el ingenio, la información y la imaginación: "La verdadera manera de filosofar ha sido, es y será siempre la de aplicar el entendimiento a la experiencia; el entendimiento y la experiencia a los sentidos; los sentidos a la naturaleza; la naturaleza a la investigación de los instrumentos; los instrumentos a la búsqueda y a la perfección de las artes, que se extenderán al pueblo para enseñarle a respetar la filosofía (PIN, XVIII).
Se trata de un equilibrio de controles; esa es su manera de ser escéptico. Porque, en definitiva, ¿qué es la naturaleza y la razón sino un espectáculo de equilibrios? Recoger hechos y relacionarlos; manobras y arquitectos: sólo su articulación produce la obra. Y ninguna parte más importante que la otra: "El entendimiento tiene sus prejuicios; el sentido, su incerteza; la memoria, sus límites; la imaginación, sus desvaríos; los instrumentos, sus imperfecciones. Los fenómenos son infinitos; las causas, ocultas las formas, pueden ser transitorias. No tenemos contra tanto obstáculo, los que encontramos en nosotros y los que la naturaleza nos pone desde fuera, más que una experiencia lenta, y una reflexión limitada. Esas son las palancas con que la filosofía se ha propuesto remover el mundo" (PNI, XXII)
Y también deja un consejo final a quienes, por arraigar en su alma, no pueden renunciar a su tentación de construir sistemas: "construid un sistema, os lo concedo; pero no os dejéis dominar por él" (PIN, XXVII). Esa es la c lave. La vocación de unidad, de totalidad, de eternidad, de absoluto, anida en el filósofo; Diderot lo asume y adecua su reflexión a la naturaleza. Pero dice: construirlos, fabricarlos, pero no os dejéis llevar por ellos. Y creo que silenció: “construirlos, pero no os los creáis” [19].
* Tercera Tesis: Conjeturas sí, principios no. El talante de Diderot aparece con claridad en sus reproches a Del Espíritu y Del Hombre, los dos libros de Helvétius. Un par de citas generosas nos permite sintetizar su posición.
Le critica Diderot, con cierta suficiencia: "Vuestra lógica no es tan rigurosa como podría ser. Generalizáis demasiado vuestras conclusiones, pero no dejáis de ser por ello un gran moralista, un muy sutil observador de la naturaleza humana, un gran pensador, un excelente escritor e incluso un gran genio... La diferencia que hay entre vos y Rousseau es que los principios de Rousseau son falsos y las consecuencias verdaderas, mientras que vuestros principios son verdaderos y las consecuencias falsas. Los seguidores de Rousseau, al exagerar sus principios serán unos locos; los vuestros, temperando vuestras consecuencias, serían sabios. Sois de buena fe con la pluma en la mano; Rousseau no es de buena fe cuando la abandona: es la primera culpa de sus sofismas.
Rousseau creía al hombre de naturaleza buena; vos lo creéis malo. Rousseau creía que la sociedad no es propia más que para la depravación de la naturaleza humana; y vos creéis que sólolas buenas leyes sociales pueden corregir el vicio originario de la naturaleza. Rousseau se imagina que todo es mejor en la selva y más malo en la villa; vos pensáis que todo está bastante mal en las ciudades, pero que es peor en la selva.Rousseau escribe contra el teatro y hace una comedia; preconiza el hombre salvaje y sin educación y compone un tratado de educación. Su filosofía, si es que tiene una, está hecha de trozos y restos; la vuestra es una. Yo preferiría tal vez más ser él que vos, pero preferiría haber escrito vuestras obras a las suyas.Si tuviera su elocuencia y vuestra sagacidad, valdría más que los dos juntos"
La segunda cita, en otro momento del texto, dice así: "A pesar de los defectos que tiene vuestra obra, no penséis que la desprecio. Contiene cien bellas, muy bellas páginas; aporta observaciones finas y verdaderas, y lo que me desagrada lo rectificaría con un simple retoque. En lugar de afirmar que la educación, y la educación sola, hace a los hombres tal como son, decid solamente que así lo creéis”. Se trata de so, solo de eso, de diluir el fanatismo, la fe, la excesiva confianza en el propio saber; se trata de eliminar las afirmaciones rotundas, de poner de vez en cuando un toque de falibilidad, como "frecuentemente", "causas principales", “tal vez”… Ese es Diderot, poniendo en duda cualquier fe, sea la del creyente racionalista en su razón afirmativa o la del creyente escéptico en su razón negativa.
3.3. David Hume.
Toda la reflexión filosófica de Hume se orienta a cuestionar la legitimidad de la razón para construir un espacio cerrado. Hume hace más: muestra la intrínseca necesidad de la razón para actuar así. Pensar es imponer un orden, instaurar un espacio de sentido. Hay un "orden natural", cerrado, suficiente para la vida práctica: lo llama "creencia" y tiene un carácter fuertemente cultural y etnográfico.
Cuando se cuestiona ese orden, cuando comienza la duda, se inicia la filosofía. Y entonces caben dos actitudes: la de quienes entienden que la tarea es la reconquista de la fe perdida, dotando a la creencia de una base racional; y la de quienes tienen conciencia de que, abierta la puerta de la sospecha, el camino es infinito y cualquier cierre es arbitrario y dogmático.
El espacio cerrado se reproduce automáticamente: "La costumbre actúa antes de que nos dé tiempo a reflexionar" [20]; o "la creencia es más propiamente un acto de la parte sensitiva de nuestra naturaleza que de la cogitativa" [21]. La filosofía descubre, anuncia el espacio abierto al declarar sospechosos e ilegítimos los límites del espacio cerrado de la creencia, la costumbre y el hábito; y, descubierto el orden abierto, se condena a adoptar una de las dos actitudes mencionadas.
La tarea de Hume tiene dos frentes. El primero lo constituye su reflexión más general sobre la filosofía, sobre su sentido, finalidad y manera de hacer; una reflexión de autoconciencia, que presenta el escenario de la filosofía, esa batalla de la filosofía por optar entre la afirmación y la negación, entre la creencia y la duda, entre el espacio cerrado o el abierto. (Momentos cumbres en Secc. I y II de la Parte IV del Libro I: "Del escepticismo"). El segundo se presenta en su análisis "deconstructivista" de las filosofías en donde muestra cómo y por qué el pensamiento filosófico se ve abocado a buscar "causas", "sustancias", "sujetos", en fin, entidades metafísicas para cerrar un mundo que sólo se le presenta en forma de flujo de imágenes. (El momento más paradigmático y dramático está en la Sec. VI de la Parte IV del Libro I: "De la identidad personal". En las Secciones III y IV hace la "deconstrucción" de las filosofía antiguas y modernas). Nos centraremos en el primer aspecto; el segundo, el "yo" como flujo de sensaciones, es más explícito.
Hume parece recoger el reto cartesiano, y aplicarlo con más coherencia. Aparentemente libera a la filosofía de toda finalidad práctica; ésta se guiará por lo verosímil, como en Descartes, por las creencias que han ido naciendo, seleccionándose y cristalizando a lo largo de la experiencia de la vida humana. La vida práctica impone la necesidad de creer como condición de la acción, y la satisfacción de esta necesidad, que no está al alcance de la razón, está asegurada por la naturaleza: "La naturaleza, por medio de una absoluta e incontrolable necesidad, nos ha determinado a realizar juicios exactamente igual que a respirar y a sentir (...)" [22].
Tales juicios, obviamente, no tienen valor gnoseológico: son prácticos, enuncian el "deber ser" bajo la forma del "es". Son, en rigor, manifestaciones de la voluntad y el sentimiento: "(...) la creencia es más propiamente un acto de la parte sensitiva de nuestra naturaleza que de la cogitativa" [23].
La naturaleza, por tanto, ha propiciado los medios necesarios para resolver todas las exigencias de la vida práctica. Y lo ha hecho al margen de la razón, como si no confiara en ella, como si supiera que las cosas importantes, necesarias e inaplazables no pueden dejarse en manos de la razón teórica, que para Hume está aquejada del mal de la eterna indecisión. Por tanto, la naturaleza ha cubierto el hueco abierto por la debilidad de la razón [24].
Por otro lado, Hume distinguía entre un uso positivo o afirmativo, dogmático, de la razón y un uso escéptico o negativo. El juego de ambos, la oposición permanente, constituía la filosofía. Combate necesariamente eterno, sin posibilidad de derrota absoluta, dadas las características de los contendientes: "Hay un primer momento en que la razón parece estar en posesión del trono: prescribe leyes e impone máximas con absoluto poder y autoridad. Por tanto, sus enemigos se ven obligados a ampararse bajo su protección, utilizando argumentos racionales para probar precisamente la falacia y necedad de la razón, con lo que en cierto modo consiguen un privilegio real firmado y sellado por la propia razón. Este privilegio posee al principio una autoridad proporcional a la autoridad presente e inmediata de la razón, de donde se ha derivado. Pero como se supone que contradice a la razón, hace disminuir gradualmente la fuerza del poder rector de ésta, y al mismo tiempo su propia fuerza, hasta que al final ambos se quedan en nada, en virtud de esa disminución regular y precisa. La razón escéptica y la dogmática son de la misma clase, aunque contrarias en sus operaciones y tendencias, de modo que cuando la última es poderosa se encuentra con un enemigo de igual fuerza en la primera; y lo mismo que sus fuerzas son en el primer momento iguales, continúan siéndolo mientras cualquiera de ellas subsista: ninguna pierde fuerza alguna en la contienda que no vuelva a tomar de su antagonista" [25].
No podía ser de otra manera, pues no se trata de dos facultades, sino de dos usos de la misma facultad. Las razones para dudar y las razones para creer dependen de la fuerza de la razón: por tanto, sus desequilibrios sólo son existenciales, y así garantizan la eternidad del conflicto. La filosofía no va a ninguna parte, no avanza hacia ninguna parte; simplemente, escenifica el duelo interno de la razón [26].
La imposibilidad de un final definitivo determina que no se consiga una evidencia desde la que construir el conocimiento absoluto y, al mismo tiempo, que no se consigan argumentos convincentes para el escepticismo, para renunciar a todo conocimiento. De esta forma garantiza la eterna marcha del pensamiento, condenado a seguir escenificando su lucha. "Hay que agradecer a la naturaleza, pues, que rompa a tiempo la fuerza de todos los argumentos escépticos, evitando así que tengan un influjo considerable sobre el entendimiento..." [27].
En el marco descrito por Hume la moralidad queda garantizada por la "naturaleza", y su contenido por las costumbres, de forma satisfactoria. Y la razón parece relegada de su función práctica; en rigor, la razón es liberada incluso de toda tarea gnoseológica, pues la ciencia, reducida a conocimientos empíricos y probables, quedaría con el status de creencia, garantizada y determinada por la "naturaleza". La razón, pues, entendida como filosofía, como fundamentación racional de las creencias, sean ésta teóricas o prácticas, queda instaurada como misión problemática; pero no como tarea estéril.
Aceptar este juego de la razón puede producir melancolía, al tener que asumir la imposibilidad del objetivo: "Un descubrimiento tal nos quita no solamente toda esperanza de obtener alguna vez satisfacción en este punto, sino que se opone incluso a nuestros deseos (...)" [28].
Más aún, al tener que asumir que el entendimiento, "cuando actúa por sí solo y de acuerdo con sus principios más generales, se autodestruye por completo, y no permite el menor grado de evidencia en ninguna proposición, sea de la filosofía o de la vida ordinaria" [29],conduce a la desesperación. Parece realmente trágico tener que "elegir entre una razón falsa o ninguna razón en absoluto" [30], como dice Hume. Pero la naturaleza se ha encargado de prever esta melancolía y este "delirio filosófico", y ofrecer remedios a la misma: "He aquí que me veo absoluta y necesariamente obligado a vivir, hablar y actuar como las demás personas en los quehaceres cotidianos" [31].
Hume, pues, nos abre la puerta a la filosofía negativa, al uso negativo de la razón. La misma no consiste en dar la espalda al conocimiento positivo, en renunciar a las creencias, ni a la fundamentación de las mismas; consiste meramente en una actitud metodológica, en una manera de practicar la filosofía. Esta manera de filosofar parte, ciertamente, del reconocimiento de la imposibilidad de decidir sobre la legitimidad de los principios; parte, pues, de la renuncia a la exigencia de evidencia. Pero no se propone como objetivo demostrar la imposibilidad de la misma, no hace militancia escéptica; se limita a mantener activada la lucha entre los dos usos de la razón, en combatir la tendencia a afirmar y a creer. Le parece a Hume que la razón dogmática o afirmativa es un esfuerzo por recuperar la creencia natural espontanea, rota por la duda. Se trataría de restituir la fe ingenua perdida mediante una fe fundamentada. Y frente a esta tendencia postula seguir siendo filósofo, no cerrar la fractura que originó la filosofía, reabrir constantemente la problematicidad de cualquier principio, de cualquier teoría, de cualquier verdad o imperativo aceptados. De esta forma la actividad negativa no se opone a las creencias, a la aceptación de teorías científicas o éticas; al contrario, consciente de que la "naturaleza" induce a aceptarlas, y así las garantiza como exigencia práctica, asume la tarea de ponerlas constantemente a prueba, de reafirmarlas, de revisarlas; es decir, les impone la exigencia metodológica de legitimación permanente, pues su única fuente de legitimidad proviene de su resistencia a la crítica, a la falsación.