PENSAR (CON MARX) EL CAMBIO SOCIAL





Es una bella máxima: “Pensar con Marx”. Pensar filosóficamente con Marx. Especialmente en estos tiempos postmodernos, en que se piensa poco; en que domina la acción sobre el pensamiento; y, en éste, el pensamiento instrumental, que al fin es pensamiento para la acción, sobre el filosófico, sobre la pretensión de comprender el mundo.

Me viene al recuerdo, una vez más, el precio que este dominio de la acción sobre la comprensión del mundo y de la vida se ha cobrado. Y me viene a la memoria, como otras veces. Con nombre y apellidos en los damnificados, con rostros de amigos que abandonaron el estudio y el pensamiento filosófico, muy ligado a la lectura de Marx, por la acción en la lucha obrera; dejaron la Universidad d Barcelona por las empresas del Baix Llobregat. Era allí donde, creían, en aquellos días se luchaba por la revolución, por la trasformación de la sociedad; y no en las aulas. Entre el humo y el ruido de las máquinas, y no en las atmósferas cálidas y silenciosas de las bibliotecas. Y allí se fueron muchos. Al destino incierto.

En aquellos días de los años sesenta éramos muchos los estudiantes universitarios que veíamos aquella opción llena de sentido y referente de coherencia. Incluso quienes no seguimos el camino, vete a saber por qué -por determinaciones pequeño-burguesas, nos decían quienes dieron el salto- sentíamos la tentación; nuestra conciencia, nuestra mala conciencia, nos señalaba aquella vía como verdadero compromiso con las ideas y con el pueblo. Sí, lo recuerdo bien, nuestra conciencia bombardeada por la undécima de las Tesis sobre Feuerbach, aquella que nos recordaba constantemente: “Los filósofos se han dedicado hasta el presente a comprender el mundo; ha llegado el momento de transformarlo”. Leída deprisa y en el contexto político universitario empujaba fuerte hacia ese giro obrerista; leída con más calma y cuando la revolución está lejos, como el sol en invierno, puede escucharse en ella otro mensaje. Frente al menosprecio del pensamiento frente a la acción que entonces rezumaba, puede captarse bajo su letra otra idea, que podríamos reescribir así: “los filósofos ya han cumplido con su función de pensar el mundo, su pasado, presente y futuro; ya es tiempo de que nosotros, los no filósofos, los obreros y los ciudadanos, nos entreguemos a su transformación”. Al fin, hay mucho narcisismo en la pretensión de que la filosofía sea el sujeto, del pensamiento y de la acción; al fin, hay pocas razones para ver en Marx una llamada de abandono del pensamiento por la actividad revolucionaria. Entraría en contradicción existencial con su vida.

Bueno, éste es mi reconocimiento a aquellos amigos que primero abandonaron la filosofía por la lucha obrera y, luego, años después, ésta los centrifugó a los márgenes de la política, donde ni la acción ni el pensamiento arraigan bien. Como dirían los hegelianos, tuvieron la fortuna de que su conciencia pasara por ambas figuras; y que reconocieran así la finitud de ambas, la parcialidad de cada una de ellas aislada, erigida en absoluto.

Ahora pasaremos a pensar con Marx. Lo haré en dos apartados: uno, el contexto teórico e histórico en que pensó; otro, un comentario a un pasaje áureo de su metodología histórica. Doy por sentado que la dialéctica y la subsunción son los ejes de su comprensión del movimiento social, como he expuesto en otro trabajo [1]; pero aquí no los abordaré.


1. El cambio social y la historia.

1.1. Comencemos con unas reflexiones históricas generales. Pensar el cambio social fue el gran reto de la modernidad, y en especial de los padres de la teoría social moderna (Marx, Weber, Durkheim, Pareto, Tönnies…). En realidad,ha sido un problema constante del pensamiento, desde los orígenes de la ciencia y la filosofía. De los astrónomos a los cosmólogos, comprender el orden y el destino del tiempo, la ley y el fin del movimiento, se reveló como necesidad a la vez pragmática y espiritual, del cuerpo y del alma. Hasta tal punto es esencial ese orden y sentido del tiempo que los griegos tenían tres dioses para representarlo, Kronos, Aión y Kairós. Desde casi siempre el pensamiento necesitó pensar el sentido de las cosas, y en sus orígenes ese sentido pasaba por comprender el telos del hombre y de la naturaleza, el destino del mundo y del universo. Pensar el orden y el fin era el modo de cerrar el mundo, de acotarlo, de hacerlo finito en la representación para así hacerlo manejable. Lo infinito siempre se ha resistido a la imaginación humana; la matemática puede pensarlo, pero no representarlo, a no ser recurriendo a modelos meramente abstractos, como los sistemas de ecuaciones. La exigencia de finitud, siempre puesta por la imaginación, se ve en la ciencia natural, con el predominio del fijismo de las especies animales y vegetales, que dura hasta la modernidad, que rompe las compuertas con el evolucionismo; y la misma exigencia de finitud se expresa en los milenios de hegemonía de las teorías circulares o cíclicas de la historia, que dominaría hasta los tiempos modernos, combinada en occidente con la escatología cristiana.

La modernidad ilustrada rompió con esos paradigmas de la finitud de las especies, del espacio y del tiempo; aunque permanecen restos de los mismos en Maquiavelo (primer moderno) y en Vico (último premoderno), la modernidad (Descartes, Galileo, Newton, Laplace) abrió el universo, disolvió sus cierres (en el origen y en el final) y diseñó un paradigma de progreso indefinido, de devenir abierto, de tiempo sin destino; en definitiva, pensó el mundo -y la sociedad, y la historia- como resultado del caos impuesto por el conflicto entre las partículas, incluidas esas moléculas que llamamos “individuos”, cada uno con su voluntad irrenunciable. La ilustración cumplió la tarea que A. Koyré describió con belleza y lucidez extremas en su libro Del mundo cerrado al universo infinito. Aquel nuevo universo, sin izquierda ni derecha [2], ni norte ni sur, que producía vértigo a la Marquesa de Lambert, delicioso personaje de las Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos, de Bernard de Fontenelle.

¿Era la nueva cosmología ilustrada, la nueva ontología, expresión del avance de la verdad a caballo de la ciencia? Puede pensarse así a cambio de no olvidar que ésta es una herramienta humana, producida en cada momento para responder a las necesidades del presente; y que ese presente era el del origen del capitalismo. Y el capitalismo, en general, no tolera ninguna finitud: ni la discreta finitud impuesta por la “cosa en sí” o noúmeno kantiano, ni la barrera de un telos impuesto a la historia. ¿Armonía? La justa, la que resulta de la lucha, de la confrontación de las “miserias privadas”, que misteriosamente se creía -se esperaba, se dejaba al azar- que generarían las “virtudes públicas”. ¿Para qué la armonía cuando se llamaba a rebato a dominar el mundo? No, el capital no tolera ningún límite ontológico, ninguna objetividad ni transcendencia a la que respetar y someterse; y, en particular, no tolera la historia, cargada de telos, de ley y de moralidad que realizar, a no ser que sea la historia de sí mismo, historia del capital, cuyo concepto excluye todo límite por pertenecer a su esencia su destino de reproducción ampliada.

Podíamos sospechar esa rebelión contra la autoridad de la objetividad en su rechazo del derecho y los derechos históricos, en su menosprecio de las tradiciones, en su no reconocimiento de lo otro, en su exigencia de laissez faire, laissez passer… Y, de forma deslumbrante, en su defensa del individuo como sujeto epistemológico, moral, político o estético, que desemboca en la inevitable subjetivación del mundo, como ha teorizado Heidegger. El capitalismo, su conciencia, su teoría y sus valores no caben en un orden cerrado y teleológico; exige una ontología de la indeterminación (de la contingencia, del acontecimiento, dicen hoy R. Rorty o G. Vattimo), y la filosofía post-moderna, sumisa, se la ha aportado con elegancia y buen estilo. ¿Qué es el postmodernismo sino esa ontología adecuada al momento presente? El capitalismo no tolera la historia, ni la tradición ni la teleología. De ahí que hoy nos bombardeen con las teorías de la “re-descripción”, de la “re-significación”, de la “re-invención”, figuras de un espectáculo que ya abiertamente y sin vergüenzas se postula como simulacro. Cuando escuchas a titulados anticapitalistas defender la estrategia de “creación de subjetividad”, aunque sea por medio de los “significantes vacíos”, se me vienen a la memoria el vigésimo versos del Cantar de Mio Cid: “¡Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor!” Pero, ya lo sabemos, no era posible que el Cid sirviera a una república; y ahora también parece imposible que nuestros jóvenes anticapitalistas defiendan frente al subjetivismo reinante una concepción objetiva de la historia.

El capitalismo y su cultura ilustrada, que ponen la incompatibilidad entre ciencia y destino, hacen de la teleología una herejía. De ahí el clásico debate en el XIX entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, entre las metodologías de la explicación y la comprensión. Y de ahí el reciente y definitivo debate sobre el fin de la historia, que al mismo tiempo, y de manera solapada, oculta, era el debate sobre el fin del Juicio Final, cuya derrota garantiza la impunidad a la injusticia, a las felonías y a la ignorancia.

Quiero insistir en esta necesidad del capitalismo de un mundo sin objetividad y sin historia; o, por decirlo de otro modo, su necesidad de reducir los objetos a su uso y la historia a acontecimiento. Podemos convenir en que sólo puede pensarse el cambio; la ciencia sólo puede representar el cambio. Antes se aspiraba a pensar las esencias de las cosas, pero hoy las esencias son las leyes o determinaciones del cambio. Ahora bien, pensar el cambio social es pensar la historia; por eso, cuando dejamos de pensar la historia, se nos hace imposible pensar el cambio social; y todo queda en la siguiente explicación del mal: “falta de voluntad política”. Eso ya lo sé, pero esa voluntad ¿dónde se cuece? “Ese hombre es malo”, dicen los niños. El subjetivismo nos infantiliza.

No, no queremos pensar la lógica del cambio social; hemos renunciado a ello. Nos contentamos con los cambios cuantitativos que recoge la estadística. El capitalismo no lo necesita; le bastan esas variaciones estadísticamente cuantificables de la oferta y la demanda, de la producción y el consumo. El capitalismo necesita una existencia reducida a la superficie. Aquí más que nunca es oportuna la sentencia de que “la vida (en el capitalismo) es un fenómeno de superficie”.

Pensar el cambio, pensar la historia, implica reconocer la objetividad: y hoy estamos en la gran borrachera del subjetivismo, creación máximamente exitosa del capitalismo. El capital, que es muy objetivo y que guarda toda la objetividad para sí, se esconde tras ella y hace aparecer esa figura hueca del individuo que, liberado de la transcendencia (dioses, valores, leyes objetivas), se ve a sí mismo como demiurgo; el individuo se siente y ve a sí mismo sujeto, ignorando que es un lacayo con la casaca del capital, éste sí Sujeto histórico de verdad, amo de sí mismo y de los otros. Ahora lo comprendemos: la historia era un obstáculo a la divinización subjetivista del individuo; era el último obstáculo ontológico del sujeto, eliminada ya la cosa en sí y el noúmeno o transcendental kantiano. Lo que no acabamos de ver claro es que ese individuo coronado es el representante del capital en el foro.

Los clásicos, ajenos a la hybris capitalista, creían en la razón objetiva, presente en el cosmos y en la historia. Y como no podían concebir lo infinito, ni querían fingirlo, pensaron el cosmos y la historia finitos; pusieron un telos a los astros, las especies animales, los hombres y las sociedades. Los modernos, hijos del capital, rompieron los límites, que remitían a un dios o demiurgo exterior, y exigieron espacio y tiempo infinitos para poder jugar a la creación en ese escenario tetradimensional, para construir en él su mundo y realizar su “historia”, pensada como sucesión de acontecimientos de libre elección, yuxtaposición de sensaciones en un mosaico revisable.

Sin historia de la buena, de la que pesa y duele, la existencia social gana la libertad; nos lo recalcó Nietzsche, que tenía sus motivos para preferir “hacer historia” a “conocer la historia”, al entender que ésta era pesada y nos dirigía, nos comprometía. Se vive bien sin la carga del deber: el niño, existencia en la espontaneidad y la inocencia, es más ligero y alegre, -más danzarín, como Zaratustra-, que el camello, existencia cargada de deber, compromiso y finalidad. Sin la historia que señale un destino a la existencia de los hombres y los pueblos se vive más libre; al menos son más libres los más fuertes, y más felices, pues se convive con la impunidad. Sin destino no hay izquierda ni derecha, arriba o abajo. Por eso Kant advertía: la historia es un imperativo de la razón práctica. Y Diderot, más desplazado al fenómeno, clamaba contra la pérdida de fe de su generación en la “posteridad”, pues vivir sin ese culto al juicio del futuro equivale a condenarse a la impunidad, la banalidad y el sin sentido.

Se comprende así, espero, que en esta tradición Marx tuviera que decidir ante el reto de Kant. Pensar sin historia, liberado del peso de los muertos que no permitían la vida a los vivos, como decía Thomas Paine (1791), uno de los padres fundadores de los EE.UU, en su libro Rights of Man [3] , o buscar en la historia la forma de dar vida a los muertos, o al menos la forma de que su muerte no fuera una burla, como luego diría W. Benjamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia.


1.2. En la realidad las cosas no son puras. Al siglo XVIII, siglo del racionalismo ilustrado, sigue el XIX, siglo del positivismo. Pero, por aquello de las impurezas (¡o de la dialéctica histórica!), el siglo XIX es también el siglo de la recuperación de la historia, y aparecen paradigmas que piensan el cambio como proceso ordenado y con sentido, o sea, teleológico. El reto hermenéutico de Kant lo encontramos en Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y Sobre el uso de los principios teleológicos en la filosofía; y consistía en la necesidad de recuperar la teleología en la Historia y en la Naturaleza, para que el devenir social, y sobre todo la vida social y moral, tuviera sentido. Aunque Kant, tan crítico de la metafísica, lo exigiera como postulado de la razón práctica, sin validación posible por el uso teórico de razón. O eso, o el silencio (moral, político, jurídico, humano), nos decía. Hegel, más audaz, sospechando siempre que el miedo a la vida nos impediría vivir, no sólo recupera la teleología, sino que la subvierte al sacarla de la transcendencia, quitarle la exterioridad que la convertía en imposición, e introducirla en el interior de la realidad, en su lógica. Ya el telos, parecía decir a los modernos, no se lo impone Dios, la Naturaleza o el Hado a la historia de los hombres; ya no es un límite al progreso social y a la subjetividad humana; es un resultado interno del desarrollo de la totalidad, que incluye la actividad de todos los hombres. No convenció mucho al mundo del capital, que se identificaba más y mejor con las actividades individuales y privadas que con la participación colectiva en la producción de la lógica interna de la totalidad del ser. Tampoco convenció a Marx, aunque éste también buscó resolver el problema de una historia con sentido en clave moderna, es decir, sin límites ni telos transcendentes.

En el XIX ya estaba consolidada la división del trabajo científico, la separación entre Filosofía y Ciencia. Los filósofos, al menos en Alemania, entregados a la Ciencia filosófica y los científicos a la Ciencia normal, o positiva; grosso modo, la primera encargada de definir la esencia y la segunda de ordenar y cuantificar los fenómenos. Con diferentes grados, según los lugares que ocupaban, filósofos y científicos se miraban de reojo y tendían a ignorarse, cada vez más. Los primeros aspiraban a contemplar lo eterno, lo siempre igual, menospreciando los fenómenos, que sólo les servían, si acaso, de ilustración o “ejemplo” de sus conceptos, formas y leyes universales; los segundos, entregados a la descripción y medición de los movimientos en la superficie, ignoraban las formas y relaciones de esos habitantes de las profundidades que son las esencias o, en el más solidario de los casos, las reducían a generalizaciones inferidas desde los hechos o a intuiciones axiomáticas obvias o postuladas. Y así convivían ignorando que, a la mirada desde la frontera que había reclamado Spinoza, su juego de reconocimiento o lucha por la supremacía era el vínculo dialéctico que las unía, determinaba y generaba simultánea y conjugadamente. Pero ésa es otra historia.

Marx, pensador del XIX, acabaría elaborando un proyecto peculiar y propio. Su primera peculiaridad consistía en su irreductible voluntad de pensar ambos campos, el de los filósofos y el de los científicos, el de las esencias y el de los fenómenos. Aunque ésta no fuera una vocación única de Marx, se acercaba mucho a la originalidad si añadimos el presupuesto originario e incondicional en su tarea de pensar el movimiento: el presupuesto de pensar de forma desigual pero combinada y sincronizada el cambio en el fenómeno (cosa trivial y tópica) y el cambio en la esencia (cosa insólita, pues por definición la esencia era lo inmutable, aquello que hace que algo sea lo que es, lo que fija su concepto). Y éste fue el proyecto original de Marx: pensar el cambio y la transformación en ambos lugares del ser, en el de la esencia y en el del fenómeno. Por tanto, hacer filosofía y ciencia al mismo tiempo y en el mismo inseparable proceso; ir construyendo la ontología sobre la marcha, para dar coherencia y consistencia al vocabulario de la ciencia, e ir elaborando y reelaborando ésta a medida que su ontología le proporcionaba mejores medios de conceptualización o producción teórica. Trabajó así en gran manera de forma espontánea, sin pararse a reflexionar sostenidamente en su práctica investigadora; tal vez fuera poco a poco tomando consciencia de ese “método”. En todo caso, un día nos revelaría este secreto de su proyecto, aunque sin declararlo un “descubrimiento”; pero seguramente fue el momento teórico más importante de su vida, aquél en el que desvela que sobre el proceso de trabajo, de producción de mercancías (al fin un proceso material, fenoménico), cabalgaba el proceso de valorización del capital, de producción de valor (un proceso sin cuerpo pero sin el cual el otro, el proceso de producción de mercancías, pierde su sentido, deja de ser lo que es -movimiento del capital- para ser otra cosa).

Pero volvamos al presente. Marx sabía, cosa que se aprende en el gremio, que todo proceso de producción de algo ha de ir combinado con otro en que se reproduzcan los instrumentos y las materias primas del mismo. En su caso, dado el doble registro de su producción teórica, debería de ir produciendo los “medios de producción de teorías” adecuados para cada uno de ellos; o sea, en el nivel filosófico, producir el aparato categorial que llamamos ontología; y en el científico, el aparato conceptual y el vocabulario que llamamos, en su caso, Economía Política. Y dado que, como hemos dichos, ambos procesos están muy combinados, y en Marx lo estaban al máximo grado, todo ese aparato de producción marxiana, aunque distinguible en el análisis, se ha de ir produciendo sobre la marcha, simultáneamente, de “forma desigual y combinada”, como ya detectó Trotsky en el desarrollo del capitalismo, y luego Mandel, y luego con elegancia Samir Amín, al que rendimos reconocimiento por su lucidez y agradecimiento por las enseñanzas que nos ha dejado.

En resumidas cuentas, que Marx al mismo tiempo que trataba de pensar, de comprender, de describir y dar razones del movimiento del capitalismo, centrando la mirada en momentos, instancias o coyunturas particulares, tenía que ir produciendo el lenguaje científico adecuado para construir esa representación mental de esa realidad; y, simultáneamente, en tanto buscaba pensar la esencia de esos procesos, estaba obligado a producir el lenguaje filosóficos adecuado para comprender las determinaciones esenciales del ser social, y en particular del ser capitalista. Y como no se trataba de una creatio ex nihilo, sino de una producción de una ciencia y una ontología, desiguales y combinadas, había de partir de lo dado, principalmente de la ciencia económica clásica y la filosofía del derecho y de la historia hegeliana, las más avanzadas del momento cada una en su género. De ahí que Marx autodefiniera su proyecto, de manera incansable, como crítica: de la filosofía de Hegel, de la economía política, de la ideología alemana, sin olvidar aquella “crítica de la crítica crítica” con que subtitulaba su texto de La Sagrada Familia.

No nos corresponde aquí, sería excesivo pretenderlo, ni siquiera esbozar la génesis de estos dos vocabularios, y mucho menos de su correspondencia y adecuación. La historiografía sobreabundante ya ha hecho, y sigue haciendo, esta tarea. Incluso me temo que de forma excesiva. La nueva edición de la MEGA ha puesto en manos de los estudiosos la tecnología informática, utilísima para detectar el día y la hora, y el orden de aparición, de los términos y conceptos particulares.

Por tanto, tras esta reflexión histórica y contextualizadora sobre la idea del cambio social y su concreción filosófica en la idea de la historia, se entenderá mejor la segunda parte de mi intervención, centrada en dos tesis hermenéuticas marxianas. Estoy convencido de que el lugar más apropiado para ver la elaboración de la ontología marxiana es la historia en sentido filosófico, pensada no como colección o mosaico de hechos, sino como cambio histórico de lo social; es decir, con orden, fin y sentido, como despliegue de una fuerza inmanente prima facie comparable a la que tiene la semilla y que la lleva a reproducirse como semilla por la mediación de la planta, la flor y el fruto. Su ontología dialéctica está elaborada a la medida de la historia. No obstante, es imposible separar sus reflexiones sobre la historia de sus reflexiones sobre el desarrollo del capitalismo, del juego de las diversas figuras del capital, de las relaciones que acompañan su danza y de las representaciones (los conceptos, las reglas, los criterios) que de ese mundo se hace la ciencia, la Economía Política, así como de su ingenua conciencia de verse como conocimiento imparcial y distanciado cuando es una de las prácticas más sofisticadas y eficientes de la reproducción de ese mundo. Lo veremos enseguida, y así paso definitivamente a la parte final de esta charla, que se centra en uno de los pasajes más afortunados de su obra.


2. El futuro que podemos ver.

Hay un lugar en la obra de Marx donde se esconden dos tesis que, a mi entender, son una joya hermenéutica. Dos tesis que pasan, por discreción y sencillez, desapercibidas. Enmarcadas en un texto potente, tal vez el más citado para ilustrar de forma contundente la dialéctica materialista de Marx, estas dos tesis suelen permanecer silenciadas, conservadas en la penumbra, sin desgastarse, esperando que algún azar les saque a escena para iluminar el escenario, paradójicamente obscurecido y silenciado por la sobreabundancia inhumana de watios y decibelios.

Pues bien, en una semi-ausencia pudorosa Marx nos legó esas dos tesis, que no son coyunturales, sino que recogen un sentimiento marxiano de juventud cuidado hasta su vejez. Nos reveló este sentimiento en una célebre Carta a Ruge, en los inicios de su viaje, cuando le viene a decir refiriéndose al movimiento comunista (cito de memoria): “No sabemos adónde vamos, pero sabemos de dónde venimos”. Era como decir que la historia no se nos revela en su mañana, sino en su ayer; no nos enseña a conocer el futuro, ni siquiera a soñarlo, pero desde el pasado y el presente nos empuja hacia él. Como si nos exigiera un acto de fe en ella para merecer su alianza.


2.1. Las dos tesis a las que me refiero se encuentran en el afortunado pasaje del “Prólogo” de 1959 a su entonces proyecto de la CCEP [4] , cuando Marx, consciente de que por fin emprende el camino de construcción teórica que tanto había soñado y prometido, el de su anunciada Crítica de la Economía Política, reconstruye en pinceladas sintéticas su biografía intelectual -es importante este contexto-, para dejar claro el “de dónde venimos” que, a su manera, aporta la escasa luz para apuntar hacia dónde vamos. Como se trata de unas reflexiones especialmente interesantes para nosotros, la gente de filosofía, que estimamos sobre todo la voluntad de autoconciencia, quiero evocar aquí el contexto de ese paisaje epistémico. A Marx le gustaba escribir “Prólogos” e “Introducciones” a sus proyectos antes de escribirlos (muchos de ellos quedarían en meros borradores, mientras sus introducciones aparecían solitarias como los personajes de Pirandello, en este caso buscando un libro donde existir, donde realizar su esencia, donde poder ser lo que son, “introducciones”). Parece como como si necesitara perfilar en abstracto su idea antes de desarrollar sus concreciones; como si necesitara dibujar el camino a recorrer antes de recorrerlo. Pues bien, en esas fechas, con los Grundrisse sobre la mesa, (testimonio de sus lecturas e indagaciones económicas, con la riqueza, ambigüedades y desorden propios del método de descubrimiento), se proponía escribir la Contribución a la Crítica de la Economía Política; por tanto, tenía que poner en orden las ideas, era el momento del método de exposición, para Marx tan importante, ya que comulgaba más con Spinoza que con Descartes, con el criterio de la “idea adecuada” (según el cual el sentido y la verdad de un concepto procedía de su lugar en el discurso, de su adecuación en la argumentación) que con el de “claridad y distinción” (que otorgaba el aval de verdad desde la certeza del cogito).

Bien, pues en ese contexto, cuando se propone poner en orden sus ideas sobre el funcionamiento del capitalismo y la evolución de la sociedad, considera conveniente hacer una reflexión sobre su trayectoria intelectual, sobre su punto de partida y su posición momentánea, actual, de llegada. Para ello describe sus primeras incursiones intelectuales ligadas a aquella lucha de los joven-hegelianos que con el “arma de la crítica”, la crítica filosófica, aspiraba a conseguir la emancipación humana, concretada en los ideales de la Revolución Francesa: emancipación de la dominación religiosa y de la dominación política, crítica de los dos grandes poderes. Crítica especialmente al poder político, que no era verdadero estado, que en su dependencia de los particularismo no estaba a la altura de su concepto, como estado racional y universal. Nos cuenta, en definitiva, su profunda convicción, su descubrimiento, de que las vías de emancipación no había que buscarlas en la mediación del estado sino en la sociedad civil, de cuyo estudio no se había ocupado hasta entonces la filosofía, sino la Economía Política; y así su decisión de entregarse a estos estudios.

Pues bien, ese recorrido ha tenido sus frutos, y al escribir este “Prólogo” hace un alto en el camino para exponer sus resultados, la posición filosófica a que ha llegado. Y, como he dicho, tras resumirnos en media página esa posición, ese resumen de su “materialismo histórico” -tal vez el pasaje más citado por la historiografía, referente ineludible sobre el que volveremos más adelante-, nos ofrece como conclusión esas dos tesis que antes dije estaban en las fuentes de mi sospecha. Para ver este efecto, recojamos el texto en amplitud:

“En la producción social de su vida, los hombres entran en determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a un determinado grado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. Estas relaciones de producción en su conjunto constituyen la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se erige la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. En cierta fase de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o bien, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad en el seno de las cuales se han desenvuelto hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas. Y se abre así una época de revolución social”.

Hagamos un pequeño alto en el camino. Acaba de exponerlos la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción, que para Marx es la contradicción fundamental del movimiento histórico, del cambio de las sociedades. Una contradicción intrínseca a la vida social, a la producción social de su vida (y no puede haber otra forma no social de sobrevivir). Una contradicción que arraiga en la relación entre el hombre y la naturaleza, que es una doble relación -como objeto y como provisora de bienes de vida-; pero Marx aquí se centra en la segunda, en el trabajo, que implica la mediación de los medios de trabajo. Marx insiste en esta idea del hombre como ser que trabaja, o sea, que produce sus medios de trabajo y de producción en su relación con la naturaleza para que ésta sude sus medios de vida.

Nótese cómo el desarrollo de esos medios, de las fuerzas productivas, aparece como constante, siempre creciente; al menos es así en la historia. Si ésta se cerrara cabría la hipótesis de un crecimiento cero; pero ésta no cabe en mundos, en sociedades, donde reina la escasez. De ahí que Marx viera en el capitalismo la virtud de desarrollar enormemente esas fuerzas productivas, en definitiva, como diría Marcuse, de “hacer posible la realización de la utopía” [5] , que en síntesis se identifica con un orden social donde las necesidades humanas estén satisfechas.

En fin, la cita nos revela la contradicción posible entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción establecidas entre los hombres, relaciones mediadas por los medios de producción (en particular, la propiedad). De la dialéctica entre ambas, cuando las relaciones no den más de sí, que producirá una situación de ruptura, una situación que pone al orden del día la revolución. Pero ahí se para; nada nos dice de ésta ni de las nuevas relaciones que permitirán la continuación del movimiento, del desarrollo de las fuerzas productivas sobre el que cabalga la satisfacción de las necesidades. El día después lo deja en blanco. Sigamos con la cita:

“Al cambiar la base económica, se transforma más o menos rápidamente toda la superestructura inmensa. Cuando se examinan tales transformaciones, es preciso siempre distinguir entre la transformación material -que se puede hacer constar con la exactitud propia de las ciencias naturales- de las condiciones de producción económicas y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en breve, las formas ideológicas bajo las cuales los hombres toman conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo. Del mismo modo que no se puede juzgar a un individuo por lo que piensa de sí mismo, tampoco se puede juzgar a semejante época de transformación por su conciencia; es preciso, al contrario, explicar esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción”.

Otro alto en el recorrido. Aquí ha seleccionado, ha abstraído, otro movimiento de la realidad para su análisis, la contradicción entre la base económica y las sobreestructuras, que se activa y crece con el desarrollo de las fuerzas productivas; luego habrá de integrar esta relación en el movimiento complejo de la realidad, donde todo está sobredeterminado; pero de momento hay que separarlo para su análisis. En la contradicción base/sobreestructura aparecen anunciadas numerosas relaciones que se dan entre otros elementos de la sociedad: las fuerzas productivas y las relaciones de producción aparecen unidas y subsumidas en la “base económica”, tiene presencia unitaria, aquí no es necesario distinguirlas. Es decir, en el mayor nivel de abstracción, en este nivel de análisis de máxima generalidad, funcionan como un elemento unitario y simple. Esta base económica se relaciona con la sobreestructura, nombre que a su vez engloba una variedad de esferas (políticas, jurídicas, filosóficas…) que en análisis más concretos convendrá distinguir y diferenciar, e incluso mostrar sus contraposiciones. La relación de la sobreestructura -y de cada una de las esferas que la constituyen- con la base es también dialéctica; ora se favorecen, ora se enfrentan. Del movimiento de esa contradicción (de esas contradicciones) surgen los cabios sociales, los movimientos de la sociedad, en la objetividad y en la conciencia, que sólo desde esas contradicciones pueden comprenderse y explicarse. Por tanto, desde esa estructura de contradicciones se explica todo el cambio social, pudiendo hacerse de forma más general o de forma más particularizada; eso lo decide el análisis con el nivel de abstracción que imponga.

Y ahora, con el enunciado de esas dos contradicciones que están en el origen del cambio social, y que son dialécticamente determinadas por dichos cambios, tras esa sintética escenificación de la dialéctica de la historia, es cuando Marx cambia bruscamente el tono hasta casi hacerlo imperceptible al oído castigado por el do mayor, en los dos siguientes compases:

“Una formación social no desaparece nunca antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen relaciones de producción nuevas y superiores antes de que hayan madurado, en el seno de la propia sociedad antigua, las condiciones materiales para su existencia”. (...)
(...) “Por eso la humanidad se plantea siempre únicamente los problemas que puede resolver, pues un examen más detenido muestra siempre que el propio problema no surge sino cuando las condiciones materiales para resolverlo ya existen o, por lo menos, están en vías de formación”.

Para enseguida elevarlo de nuevo y aclarar que está hablando de la historia, donde se han alineado -con ruptura o sin ella, con ligámenes o sin ellos- una pluralidad de modos de producción antes de aparecer el capitalista; y para sentenciar lo antes silenciado: que el capitalismo será la última forma de producción antagónica del proceso de producción, en el sentido de antagonismo de clase. Después, seguirá la producción, y seguirá su desarrollo, y seguirá la dialéctica entre las fuerzas productivas acumuladas en la historia y las nuevas relaciones de producción, pero ya sin antagonismo, sin perspectivas de nuevas revoluciones. La historia se ha cerrado, ha acabado. Porque la historia, y aquí Marx no lo menciona, es la lucha de clases, la lucha social mediada por la determinación de clase; y, tras la revolución socialista, las clases se habrán acabado. Se ha acabado o empieza, pues Marx cierra la cita con la rotunda afirmación de que con el socialismo “se cierra la prehistoria de la sociedad humana”:

“A grandes rasgos, el modo de producción asiático, el antiguo, el feudal y el burgués moderno pueden designarse como épocas de progreso en la formación social económica. Las relaciones de producción burguesas son la última forma antagónica del proceso social de producción; antagónica, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un antagonismo que emana de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para resolver dicho antagonismo. Con esta formación social se cierra, pues, la prehistoria de la sociedad humana”.

Éste es el texto, y he puesto en cursiva la parte de las dos tesis que pasaré a analizar a continuación; no es difícil apreciar que quedan sumergidas en un relato poderoso de la marcha de la historia; incluso pudiera parecer que constituyen un paréntesis, que desentonan con su humildad en medio de esa segura y robusta descripción fuertemente determinista de la historia. No obstante, son dos tesis filosóficas de gran calado ontológico, sin las cuales el análisis marxiano perdería profundidad y coherencia.


2.2. Analicemos la primera tesis. De las dos tesis, la primera viene a sostener que lo nuevo nace y se alimenta en el seno de lo viejo, que unas formas sociales nuevas (ideológicas, políticas, económicas), se engendran siempre en las viejas, a las que acabarán desplazando, cuando éstas ya no den más de sí. Pero lo nuevo no aparece hasta que lo viejo no se haya vaciado, hasta que no haya dado todo lo que puede dar (y no antes); en definitiva, lo nuevo no aparece hasta que lo viejo, en su agotamiento, haya hecho posible su nacimiento. Marx lo dice con rotundidez en el pasaje ya citado: “Una formación social no desaparece nunca antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen relaciones de producción nuevas y superiores antes de que hayan madurado, en el seno de la propia sociedad antigua, las condiciones materiales para su existencia”.

La tesis marxiana descansa en un supuesto muy exigente: una formación social cualquiera, y en particular la capitalista, no es resultado de la invasión desde el exterior de una forma extraña y ajena, tal vez monstruosa, sino que surge dentro de “otra”, se desarrolla en ella, pasa de subordinada a hegemónica cuando sea más adecuada para satisfacer las necesidades humanas naturales e históricas. Esta idea es importante, y nos exige pensar que el capitalismo puede ser el demonio, pero no el demonio con cuernos, cola y rabo [6]. La tesis marxiana sugiere que lo nuevo, la sociedad alternativa, no surge ex nihilo, sino que aparece oculto en lo viejo, al mismo tiempo subordinado al capital y resistente al mismo; subordinado incluso cuando surge en los márgenes, como alternativa tolerada (caso de las economías “solidarias” o “uberizadas”). Tesis que nos lleva a pensar que lo nuevo, que en el contexto se refiere a los contenidos y relaciones socialistas, se engendran sí o sí en el capitalismo; sugiere que existen allí antes de aparecer, o, si se prefiere, son antes de existir, antes de tener presencia. En todo caso, son en-sí antes de devenir para-nosotros, antes de que contemos con las categorías que nos permitan pensarlos.

Esta existencia sin presencia, este ser antes de existir, que parece reenviarnos a extrañas metafísicas, es fácil de comprender desde la ontología de la subsunción; basta pensar esos elementos socialistas subsumidos bajo la forma capital, subordinados a la determinación de éste, y a un tiempo ofreciendo resistencia a la función impuesta. Sabemos que su naturaleza no es capitalista [7], aunque su función sí lo sea. Sabemos que son como la alternativa que la totalidad se reserva para cuando su orden se haya agotado. Por tanto, no nos resulta extravagante reconocer ese modo de ser, indescifrable e inadmisible para una ontología positivista.

El texto de Marx citado nos dice que una forma social no desaparece mientras pueda dar respuestas a los problemas, mientras pueda reproducirse, perseverar en su ser [8]; y dice también que no aparecerán relaciones “superiores” nuevas mientras no se hayan desarrollado las condiciones materiales para su existencia. Cuando una forma social se agota, cuando se acerca a la situación de no dar para más, lo nuevo ha de estar allí, aunque enmascarado, pugnando por salir; han de estar allí sus condiciones materiales de posibilidad de existencia y la necesidad de una nueva forma que, a través de la insatisfacción generalizada, pugna por salir.

Pues bien, en esta perspectiva tiene su sentido nuestra sospecha, que hemos defendido en otros textos, de que el Estado de Bienestar sea un final de etapa [9], porque evidencia síntomas de estar acercándose al límite; el Estado de Bienestar en su totalidad expresa que el capitalismo está en su ocaso, aunque el ocaso pueda ser un tiempo excesivo para la existencia humana. ¿Acaso su estado de crisis permanente (aunque sólo fuera crisis de la conciencia) no revela, al mismo tiempo, el cansancio, la vejez del capitalismo, su cada vez más difícil y convulsa reproducción? ¿No es síntoma de su envejecimiento, de su ocaso, esa paradoja cada vez más sangrante entre su inmenso poder para satisfacer necesidades (sean vitales e históricas, reales e imaginarias), y al mismo tiempo su no menos infinito poder para generar insatisfacción y nuevas necesidades? ¿No es evidente que su infinito poder de controlar la conciencia social, contando para ello con la subordinación de las ciencias sociales y la poderosa tecnología, convive con la aparición de formas ideológicas y culturales cada vez más rebeldes, indignadas e ingobernables? ¿No es obvio que el Estado del Bienestar ha dado el salto definitivo de la mera política a la biopolítica, haciéndose cargo de la vida humana en su totalidad, incluso en su dimensión biológica, dejando cada vez menos espacio exterior, indispensable al capitalismo? ¿No es obvio que hasta la relación básica, central en el capitalismo productivista nacional del XIX y buena parte del XX, la propiedad privada, ha perdido buena parte de su funcionalidad, rompiendo su nexo con la posesión efectiva, tal que el actual más que un capitalismo de los propietarios es de los gestores? Como mínimo me aceptaréis que hay muchos motivos para la sospecha.


2.3. Pasemos a la segunda tesis. Esta segunda tesis no es menos provocadora, y en cierto modo complementa la anterior, al quedar así formulada, recordémosla:

“Por eso la humanidad se plantea siempre únicamente los problemas que puede resolver, pues un examen más detenido muestra siempre que el propio problema no surge sino cuando las condiciones materiales para resolverlo ya existen o, por lo menos, están en vías de formación”

A la anterior idea marxiana de que lo nuevo, antes de existir (como nuevo) vive sumergido en lo viejo, en cuyos huecos y de cuyas contradicciones ha nacido y se ha nutrido, ahora añade que la sociedad avanza de esa manera, casi a ciegas, sin saber su futuro, casi sin saber su pasado mañana, previendo si acaso el acento de su alba más próxima, el aroma de su aurora naciente. El texto dice que la sociedad presiente el advenimiento de lo nuevo cuando ya está presente, cuando se sienten sus problemas cual dolores del parto, cuando se sufre la debilidad y la impotencia de lo viejo para rejuvenecerse. Marx nos sugiere que el orden social -y éste es su destino- avanza cargando en su interior su potencia para renovarse, para reproducirse; pero al mismo tiempo y con la misma necesidad va generando en su seno a su otro, a su alternativa, para cuando su elasticidad se agote; de la misma manera que aquél proletario que veía Marx, renovando cada noche la fuerza de trabajo gastada durante el día y, para cuando ya no diera más de sí, había engendrado de paso a quien le sustituirá en ese largo viaje del trabajo de la especie.

Pero también nos dice, como si quisiera alimentar nuestra esperanza, que esa percepción alicorta del mañana va acompañada de otra determinación: los problemas sólo se nos presentan cuando ya tenemos los medios para solucionarlos o estamos en vías de producir esos medios. El futuro siempre está abierto, por escribir; es como si estuviera esperando al autor capaz de rellenar la siguiente página. Porque, recordando de nuevo a los personajes de Pirandello, los personajes creados por el “autor” (aquí la sociedad capitalista) y luego no usados en el guion, sin papel en la escena, sin trabajo, ocultos en los espacios oscuros de la imaginación de su creador, esos personajes en algún momento llamarán a la puerta y buscarán un “director” de la obra y le exigirán que reconozca su derecho a existir, a salir a escena, a pasar de ser sin presencia a ser presentes.

Pues bien, en la línea de esta segunda tesis sobre la historia, ¿no podríamos ver el Estado del Bienestar como expresión de ese momento de transición, ese “instante” de la historia en que los nuevos personajes llaman a la puerta del ser? ¿No encontramos en el Estado del Bienestar síntomas de lo nuevo gestándose en lo viejo, más o menos a punto de brotar, sin aparecer del todo? Más en concreto, ¿no es la enorme expansión de lo público la última forma capitalista de lo común que llama a la puerta? ¿No son esas mil y caóticas nuevas formas de la política -más mencionadas que usadas-, la última fase del estado, que se anuncia en la voluntad de transcendencia?

No sé, pero creo que no debiéramos cerrar ni los oídos ni los ojos. El capital resiste y resiste…, cierto, pero eso también es síntoma de su vejez: su exhibición en cuanto a su capacidad de readaptarse, metamorfosearse, reinventarse, no corresponde necesariamente a su juvenil lozanía, sino más bien a la necesidad constante de nuevas trincheras, síntomas de que está en retroceso, de que es sensible a la inquietante cercanía de su alternativa; huele su agotamiento, siente su ocaso. Bien mirado, parece que el capital hoy se “reinventa” hasta la infinitud, tanto que en el límite se identifica con la repetición del eterno retorno. Su reinvención constante deja vislumbrar su incapacidad de retoque -que es lo que gusta al poder-, de reforma y renovación; su huida hacia adelante revela su agotamiento. Parece una manifestación de lo advertido en abstracto por Marx en la anterior cita: no puede plantearse nuevos problemas, nuevos retos, nuevas esperanzas, porque no cuenta con la potencia para solucionarlos, porque ha agotado su vestuario; los pasos que da son como el baile de los Derviches, en que la variedad (en sí misma espléndida) brota de la más monótona repetición de movimientos.

Esta escena de lo viejo que se agota y lo nuevo que no acaba de salir, ¿no es como si el futuro estuviera esperando su ocasión, esperando pasar a la existencia?; ¿como si ya estuviera y, en cambio, esperara a que lo sacaran? Porque, nos sugiere Marx, hay que sacarlo, y para ello hay que generar los medios para producirlo: no aparecen los problemas hasta que los medios para solucionarlos no estén presentes. O en vías de hacerlo. Aunque, como le hacía Nietzsche decir a Zaratustra, la última noche siempre es la más pesada, y la última hora la más larga.


2.4. ¿Qué conclusión quiero sacar de este comentario? Que la dialéctica marxiana no nos permite ver el mañana, y mucho menos el fin. De hecho, como hemos visto que Marx caracteriza ese final, el día después, de forma muy abstracta, como simple fin de las clases, exigencia racional de una alternativa a la clasista sociedad burguesa. Pero lo dice de pasada, sin énfasis; y sin buenas razones. A lo largo de la historia, nos reconoce, ha habido muy diversas formas sociales, y en su mayoría divididas en clase. Clases muy distintas, pero clases al fin y al cabo. Es cierto que en otros momentos aporta argumentos para mostrar objetivamente que la alternativa al capitalismo será una sociedad sin clases. Pero los mismos valen en la medida en que el concepto esté exclusivamente ligado a la producción, como ocurre con las clases en la sociedad burguesa. Pero no es extravagante pensar -la historia nos ha dejado pinceladas de ello- en la dominación y explotación en un orden social donde dominen ciertas formas de propiedad colectiva o pública. En consecuencia, incluso esa caracterización genérica del mañana sin clases podría parecer excesiva, bello deseo moral sin fundamento objetivo. La verdad sería enunciada en las tesis de bajo tono. Y en ellas se dice que el mañana que podemos ver no hay que soñarlo ni extraerlo de la racionalidad, frecuentemente empapada de moralidad, sino que hemos de buscarlo en el presente; y aquí se encuentra, si se encuentra ya, si está próxima el alba, enterrado en el fango, subsumido y sirviendo al capital, con formas y vestuario en que no es fácil reconocerlo como futuro, en una forma de existencia que enmascara su esencia.

Podría sospecharse que una ontología de este tipo que apenas nos sirve para mirar sobre nuestros hombros es engañosa, que una dialéctica así es tramposa. La dialéctica de Kant, un tanto tosca y trágica, al menos nos revelaba el reino de los fines, el mundo del derecho, aunque fuera en abstracto y como horizonte, como “transcendental” de la vida práctica. La de Hegel, más fina y pulida, y más gratificante, nos revelaba la reconciliación final, la vida ética, sustentada en el Estado universal expresión de la racionalidad. ¿Cómo aceptar que la de Marx no nos deje ninguna puerta a la esperanzas? Porque, si no tiene cierre, si no tiene final, el horizonte queda abierto y dominado por la indeterminación. Cierto, no nos lleva al paraíso. Aunque, para quien necesite consolación, esa indeterminación del futuro es la libertad; y es el reconocimiento de que está en nuestras manos.

Pero, ¿y el comunismo, la sociedad sin clases, no es un final feliz? La verdad es que, insisto, salvo alguna alusión vaga y muy de pasada (ver La Ideología Alemana, el Manifiesto o algunos pasajes de los Grundrisse), que puede entenderse como concesión ideológica a la retórica militante, el comunismo queda ausente, como si no cupiera en la teoría. Tal vez imposible de ser pensado hasta que no lleguemos al final de este largo presente capitalista. Al fin, eso dicen las dos tesis: sólo cuando está a punto de nacer se nos revela, cuando ya tenemos, o casi, los medios para alcanzarlo. Pero se nos revelará en su posibilidad real, con sus formas y relaciones actuales, no como fuera soñado desde el rechazo y la negación del capital. A veces las formas posibles no son las más bellas; aunque, si se piensa bien, la belleza pierde si no es real, si es imaginaria, maquillaje.

Para acabar, permitidme contar una experiencia, o mejor, una lección, de un joven cubano, crítico pero comprometido a muerte con la Revolución cubana. Allí, en su tierra, en su casa, ante su padre que escuchaba indeciso, me dijo: “El socialismo que soñó mi abuelo, cortador de cañas toda su vida, no es el que queremos nosotros, a quienes la Revolución nos ha hecho ingenieros, médicos, filósofos. Él soñaba una vida como la que la Revolución ha dado a mi padre; nosotros necesitamos otras cosas”. Y hablaba allí, en una casa humilde, en unas tierras humildes, ante la mirada inescrutable de su padre, que compensaba la escasez con la dignidad, mientras su madre nos servía guarajo de caña con trozos de mango y, de tanto en tanto, me dirigía la mirada diciendo: “estos jóvenes tienen razón”. Y es que si los elementos de la nueva sociedad han de salir de ésta, aunque sea necesaria su redención, también los conceptos, las ideas y los sueños han de ser los de hoy, no los de la miseria y el miedo del pasado.


J.M.Bermudo (2018)




[1] Me refiero a “La ontología marxiana”, en www.jmbermudo.es

[2] Ver el bellísimo libro de Martin Gadner, Izquierda y derecha en el cosmos. Barcelona, Salvat-Alianza, 1972.

[3] Si tenéis ocasión leed algunos de sus escritos, como Rights of Man (1791), Common Sense (1776) o La edad de la razón (1793-94). Es un escritor excelente y lleno de ingenio; fundamental para conocer su época.

[4] K. M. “Prólogo” a Crítica de la Economía Política”. México, S. XXI, 1978.

[5] Ver su libro El final de la Utopía. Barcelona, Ariel, 1968.

[6] Puede ser Satanás al final, pero en el origen era Lucifer, “portador de luz”.

[7] En rigor su “naturaleza” tampoco es socialista. Llegarían a ser socialistas en tanto subsumidos en una forma-socialista

[8] Spinoza, Ética. Parte 3ª, Prop. VI.

[9] Sin prejuzgar su elasticidad, sus límites.