SE LO DEBEMOS





“¿Por qué este homenaje?”. Es la pregunta que siempre debemos hacernos en estos casos; la pregunta que nos exige respuestas claras y contundentes, pues éstas son el aroma del acto.


1.¿Por qué este homenaje? Simplemente, porque nosotros se lo debemos.

Se lo deben sus alumnos al profesor de creencias profundas, pensar sostenido, habla transparente y decir sugestivo, capaz de desacralizar -¡él, tan definitivamente adherido a lo sagrado!- los conceptos rigurosos de la filosofía y transcribirlos a imágenes vigorosas con vacilantes palabras, más aptas en su humildad epistemológica para decir lo impensable. Sí, se lo deben quienes pasaron por sus clases y aprendieron la lúcida idea de que entre Dios –o el ser, o la verdad o la justicia- y el hombre está la palabra, que une y separa, medio y obstáculo, como el aire para la paloma kantiana. Se lo deben los discípulos al maestro.

Se lo deben cientos de profesores de su universidad, la nuestra, la UB, y de otras muchas universidades que recuerdan su fidelidad a las clases –tan obvia en idea y tan lamentablemente escasa en nuestros días-, la más humilde y a la vez excelsa de las tareas académicas; que recuerdan su férrea lealtad a la institución, su inquebrantable presencia en sus actos, como ritual de un deber que hoy también se diluye, debilita y dispersa en reiteradas ausencias. Deber consigo mismo, consciente de que la indiferencia hacia las instituciones académicas democráticas es en el fondo un menosprecio hacia la propia excelencia. Sí, se lo deben los cientos de profesores que llevan gravadas en sus almas, con grafía latina, aquel gesto popularizado con la bella máxima “nulla esthetica sine ethica”, cual mojón que marca el límite del pragmatismo que amenaza cegar nuestros ojos y, con ello, nuestra voz; etérea y luminosa máxima que marca el límite entre la ética de la responsabilidad y la ética de convicción, los mínimos principios sin los cuales la docencia –docencia de la verdad, docencia de la moral, docencia de la civilidad- deviene indecente simulacro. Se lo deben al profesor universitario y al amigo.

Se lo debe la república de las letras, que ha gozado de su estilo y su saber, y también la otra república, la formada por asociaciones y movimientos civilistas, que lo erigieron en símbolo de la lucha contra la pobreza y la marginalidad. Se lo debe una sociedad que leyó sus poesías [Años inciertos (1970),Ser de palabra, (1976)], sus ensayos [Movimientos literarios (1981), La mente del siglo XX (1982), La literatura: Qué era y qué es (1982)], sus magistrales monografías [(Nietzsche, de filólogo a Anticristo (1993), Azorín, (1971),Antonio Machado (1975), Joyce (1982)], sus insuperables traducciones y exquisitas ediciones de obras literarias de autores tan complejos y relevantes en la historia de la literatura como Goethe, Hölderling, Novalis, Rilke, Eliot, Faulkner o Joyce, cuyo Ulises difícilmente nos habría sido accesible sin su paradigmática traducción.

Se lo debe la simple y llana gente de bien, que recibió cara a cara, en mensajes cortos y próximos, su juicio sólido, su compromiso militante, la fuerza de sus decisiones definitivas. Se lo debe una sociedad que sorbió su saber y su moralidad en tesis, lecciones, consejos, esperanzas y ejemplos. Sí, todo eso y mucho más se lo debemos al profesor, al escritor, al poeta y al militante civilista. Aunque sus méritos le han sido reconocidos con premios literarios, reconocimientos académicos y símbolos tan acreditados como la Creu de Sant Jordi; y, sobre todo, con la tristeza y muestras de estima de tanta gente en aquellos días que siguieron al 6 de Junio de 1996 en que se nos fue el maestro y el amigo; aunque así sea, seguiremos con él, que tal vez creía en la eternidad, en deuda eterna.

Y se lo debe, particularmente, la Universidad de Barcelona, nuestra universidad, la universidad que eligió -¿quién duda que fue una elección libre entre cien opciones posibles?-, a la que dedicó buena parte de su vida, incluido el largo paréntesis del exilio, que en ella comienza y en ella termina. Sí, se lo debía nuestra Universidad de Barcelona, que ya reconoció su deuda creando la “Cátedra José María Valverde”, desde la cual se persigue que su vida, su obra y su ejemplo sigan enseñando donde tantos años en vida lo hiciera; desde la cual esperamos que, evitando su olvido, no tengamos mañana que buscar la recuperación de su memoria. Sí, se lo debía. Se lo debíamos. Y por eso esta exposición, humilde pero con gran potencia afectiva; a imagen de la figura humana de José María Valverde.

Estamos en tiempos de recuperación de la memoria histórica; de una memoria maltratada y sepultada junto a los muertos por la barbarie de una dictadura feroz; de una memoria silenciada junto a las ideas por el horror y el miedo. Esa barbarie, que nos robó el futuro, no logró doblegar el pensamiento de José María Valverde. Pues bien, sería terrible que otra figura de la barbarie, más dulce y soportable pero no menos peligrosa, triunfara donde la del luto y la sangre fracasó. Nos referimos a esta barbarie de la banalización de la vida, del abandono a lo efímero, de la indiferencia y la aséptica ingratitud del reconocimiento protocolario. Sería terrible que hombres, escritores, poetas, profesores como José María Valverde cayeran en el peor de los olvidos, el olvido inocente, el olvido espontáneo y aséptico de la indiferencia. No merece el profesor Valverde ningún tipo de olvido; pero el derivado de la indiferencia sería una ofensa a su palabra, con la que firmó su compromiso con la decencia y la honestidad intelectual.

La Universidad de Barcelona no quiere olvidarlo hoy para lamentarlo mañana; al contrario, quiere llamar ─como siempre hacemos, en ocasiones esporádicas, necesitados de motivos ocasionales─ a la recuperación de su memoria. Quiere hoy evitar la caída en el olvido, hoy que aún están frescas sus palabras:

"En último extremo nuestra vida espiritual, por muy libre que quiera y deba ser, es sólo real en la medida en que se concreta en palabras, en lenguaje” (Meditacions sobre la Llibertat”. Acte inaugural del curs 87-88 a la Universitat de Barcelona).

Hoy que aún nos conmueven sus gestos, reflejados en nuestros ojos. Por eso la UB ha promovido, a través de la Cátedra J. M. Valverde, y con la colaboración de los CC.MM. Penyafort, Monteserrat y Llull, también de la UB, esta exposición in memoriam; por ello la UB apoya la programación de la Cátedra y el premio de literatura social José María Valverde, que parece estar en el buen camino de su consolidación.

Es ésta, pues, una exposición contra el olvido. Estamos muy a tiempo: las imágenes y las palabras de esta exposición se sienten próximas. Muchos las asociarán a fragmentos precisos de su existencia, se verán cercanos, como si Valverde los representara. Algunos, incluso, verán en sus gestos y expresiones una llamada a su conciencia de ayer, a sus posiciones de ayer, a sus compromisos de ayer; y se sentirán próximos o lejanos a Valverde, o sea, próximos o lejanos a sí mismos. Recordar a Valverde en esta muestra será, en muchos casos, recordarnos. Y tal vez valorarnos, al comparar dónde estábamos y dónde hoy se nos encuentra.

En todo caso, una Universidad que no recuerde a sus hombres y mujeres, especialmente si destacaron simultáneamente en sabiduría y virtud, es una Universidad que, en lugar de cumplir su deber de ayudar a la sociedad a construir su mundo, se abandona a la ceguera y a la sinrazón. Vivir en la inmediatez es regresar a lo inhumano; lo propio de nuestra especie es prolongar la existencia inmediata hacia atrás (con la memoria) y hacia adelante (con la imaginación). Así creamos nuestra identidad y nos hacemos dueños de nosotros mismos. Así cultivamos la razón y construimos la libertad. Así una Universidad cumple su finalidad última de ayudar a producir seres humanos con cabeza y corazón, “avec tête et cœur”, como decía Diderot, un autor muy amado para nuestro amigo José María Valverde.


2. ¿Por qué, también, este homenaje? Por un sinfín de razones. Porque sentimos ausencia en las aulas, en los pasillos, en las palabras. Por su caminar indeciso con pies seguros. Porque injertó sus creencias con la eternidad que arrancó a la episteme, despojándola de su verdad. Porque escribió estos versos:

“En vano te sonríen los demás,
corteses, y aun amigos, animándote
desde la lengua en que ellos son los amos:
no aciertas a quererles: se te olvidan:
el fondo de tu espíritu no late
si no vive en la lengua que es tu historia”.

Y estos otros:

“Se quedarán mis cosas sin mí desconcertadas.
Seguirá mi tristeza paseando
por rincones de sombra.
En mi amada ventana del sillón y la mesa
seguirán los ocasos cayendo como siempre,
y el chopo del jardín, crecido ante mis ojos,
morirá y volverá como cuando yo estaba.
En penumbra, mis versos hablarán en voz baja.
Se secarán mis libros poco a poco,
oliendo a fruta vieja.
Diminutas reliquias de mi vida
-una flor en un libro, un verso en alguien-
seguirán, como piedras disparadas,
conservando mi fuerza en este mundo
cuando yo me haya ido”.

Y otros muchos, transparentes y profundos.

Y porque estuvo con nosotros y con ellos, de nuestro lado y del de ellos, pero nunca con los otros.

Porque desafió a Platón quedándose en la caverna con los de abajo, entre sus sombras y sus dudas, iluminándola.

Porque desafió al franquismo cuando la serpiente aún viva paralizaba las voluntades con su mirada de terror.

Porque dijo, más o menos, que donde no hay compromisos éticos no vale la pena plantar semillas de estética.

Porque con claridad y distinción cartesiana, criterio no de su agrado, separó el rojo del azul. Y del amarillo.

Porque se atrevió a burlarse de la “falacia romántica”, del escritor o artista que legitima su obra en tanto expresión de sí mismo, como si él pudiera saber quién es:

"aun suponiendo que un escritor se pudiera expresar auténticamente a sí mismo (…), y aun suponiendo que el lector pudiera comparar y medir ese ajuste, y comprobar su perfección, cabría muy bien que el resultado total y final fuera una estupidez: el memo que, bajo tales hipótesis, expresara perfectamente su íntimo ser podría resultar mucho peor que otro memo análogo que sólo se expresara a medias”.

Porque prefirió los versos volando en las alas de la voz, haciendo suya aquella confesión de Unamuno: “dicen que cuando yo los leo, parecen otra cosa”.

Porque contó sin entusiasmo, y sabía de qué hablaba, la vida y muerte de las ideas.

Porque enseñaba fácil, sin guión ni método.

Porque no le gustaban los gerundios.

Porque lo admiramos.

Porque lo estimamos.

Porque…

Continuad vosotros, amigos; pensad y escribid vosotros los más de mil motivos que hoy nos hacen sentirnos tristes.


J.M.Bermudo (2006)