LOS EXTREMEÑOS Y LA IDENTIDAD





0. (Una reflexión casi previa). He creído conveniente reflexionar este tema entre vosotros, en estos tiempos en que la preocupación por la identidad nos ocupa y nos preocupa; especialmente a nosotros, catalanes de origen extremeño, muchos con el alma escindida entre Extremadura y Catalunya, algunos incluso entre Extremadura, Catalunya y España. Hoy conmemoramos el Día de Extremadura, fiesta de la Comunidad Extremeña (y toda fiesta, toda conmemoración, es una forma de cultivar la identidad); pero pasado mañana conmemoramos la Diada de Catalunya, nuestra otra Fiesta Nacional. Celebrar ambas es un privilegio, que podamos hacerlo muchos años. Eso significará, aparte de que seguimos vivos, que no hemos tenido que elegir entre dos o tres patrias, entre dos o tres identidades.

Claro, es imposible hablar aquí, en Catalunya, de la identidad extremeña, sin contrastarla en algún punto con la catalana. Lo haré lo menos posible y, en todo caso, sin referencias políticas. Y no por eludir un tema espinoso, cosa que no es mi estilo; sino porque “ara no toca”. Estamos aquí para conmemorar el día de Extremadura; pasado mañana conmemoraremos La Diada.

Estamos aquí para conmemorar una fiesta. Una conmemoración no es necesariamente una fiesta. Conmemorar quiere decir originariamente recordar unidos, recordar en común; eso significa con-memorar. Por eso se conmemoran efemérides muy diversas, derrotas y victorias, muertes y nacimientos, desastres históricos y momentos de gloria o fortuna. Hoy sí, hoy aquí conmemoramos algo festivo, aunque no sé si todos exactamente lo mismo. Los creyentes conmemoran hechos prodigiosos, milagrosos, de la Virgen de Guadalupe. Los no creyentes, hasta hace poco, algo menos divino, pero no menos sagrado: el día de la hispanidad, el acontecimiento histórico del descubrimiento y conquista. Fíjense: unidos un hecho de orgullo y otro de dudosa moralidad. Y tal vez nosotros, los que aquí estamos, algo más neutro y sano, el día de Extremadura.

El caso es que siempre, celebremos hechos reales o imaginarios, tragedias o triunfos, una conmemoración nos ayuda a construir nuestro ser colectivo, a sentirnos pertenecientes a una comunidad. En nuestro caso, a sentirnos “paisanos”, que incluye un doble vínculo: comunidad de origen y de destino. Somos paisanos porque somos extremeños, sin duda; pero en Extremadura entre nosotros no nos llamaríamos paisanos. Ser paisanos implica estar fuera de ese origen común, estar fuera de Extremadura, juntarnos en otra parte. En nuestro caso aquí, en Catalunya, en Barcelona, en nuestra otra casa común.

Quiero hacer una breve reflexión sobre las conmemoraciones como estrategia de construcción de las identidades colectivas. Ya se sabe, cualquier conmemoración, y la que aquí nos trae no es excepción, supone una sacralización: se seleccionan unos hechos históricos, unas costumbres, unas hazañas, se enhebran en un relato más o menos imaginaria, para que aparezcan embellecidas y ennoblecidas, y se elevan a referente de identidad colectiva. Este procedimiento es así siempre, y merece ser pensado: la identidad colectiva –de un pueblo, de un grupo social, de un estamento- es una construcción humana. No es una determinación natural, aunque así se postule para darle legitimidad; el análisis del ADN del ser humano, al menos hasta la fecha, no ha identificado rastro de pertenencia al pueblo extremeño, a la nación catalana, al catolicismo o al comunismo, todos ellos potentes referentes de identidad; ni siquiera se ha encontrado en el ADN rastro de pertenencia al Barça, y si alguna huella se encuentra un día será ésta, sin duda la más fuerte. Si la identidad colectiva fuera un hecho natural, no necesitaríamos afirmar constantemente que somos extremeños, que somos catalanes, que somos europeos. No hay identidad colectiva sin voluntad de identidad. Lo que da unidad, complicidad y estima recíproca a un grupo social, es su voluntad de ser. Voluntad de ser cacereño, pacense, trujillano, emeritense…extremeño, catalán.

Aunque con frecuencia hagamos gala de ser “uno mismo”, la verdad es que no resistimos ser meros individuos; necesitamos pertenecer a un grupo, a un pueblo, a un barrio, a un club o parroquia, a una cofradía; necesitamos darnos una identidad colectiva, aunque sea pobre y accidental. Algunos de ustedes lo recordarán, si bien la tradición se ha perdido, el orgullo popular de ser de la quinta del 33, del 54 o del 60. Y recuerdo los relatos para justificar el orgullo de pertenecer a una u otra hornada militar, fuera por el número de quintos, por la magnitud de las fiestas que organizaron, o por la densidad de las borracheras… Al fin, todas las identificaciones colectivas necesitan relatar la grandeza del referente. Podemos sentir orgullo de la riqueza, de los científicos o de los deportistas de nuestros pueblos; y también somos capaces de sentirnos orgulloso de la escasez, la sobriedad o la resistencia de nuestra gente. Lo importante es no sentirse solo, pertenecer a un grupo, constituir un “nosotros”; luego le buscamos enseguida un patrón o patrona, la Verge de Montserrat o la Vírgen de Guadalupe, una leyenda embellecedora, un ritual y una fecha en el calendario para hacer la debida conmemoración.

Hemos de tener en cuenta que la voluntad de pertenencia, esta necesidad de ser colectivo a que me he referido, tiene junto a su rostro de luz su lugar de sombras. La voluntad de ser (ser europeo, ser protestante, ser islamista) va inevitablemente acompañada de su anverso, de la voluntad de diferenciarse. Y la diferencia, que tanto gusta en nuestra sociedad, es siempre una forma de segregación, de exclusión. A veces trivial, a veces trágica, pero la voluntad de identidad va ligada a la exclusión, aunque no sea consciente o voluntaria. La belleza ética de identificarnos como extremeños, como catalanes o como europeos carga al mismo tiempo la fealdad moral de la exclusión del “otro”. Por eso deberíamos ser más reflexivos y prudentes en nuestros gestos identitarios, con frecuencia hirientes para los demás.

Los seres humanos necesitamos identidades colectivas porque no resistimos vivir como individuos; no soportamos vivir sin familia, sin amigos, sin vecinos, sin paisanos, sin camaradas, sin patria; creamos estas identidades para protegernos. Pero, inevitablemente, en la misma partida ejercemos la exclusión: ciudadanos/sin papeles; nativos/colonizadores; autóctonos/inmigrantes; amigos/no amigos, europeos/”los otros”, “los del tercer mundo”… O sea, nuestra identificación, al mismo tiempo que dice quiénes somos (a qué grupo pertenecemos), dice también quiénes no somos (diferenciamos y excluimos a los otros, los extraños, los extranjeros, los distintos…); y lo que no somos, si los procesos identitarios no se hacen con mesura y conciencia, pasa a identificar a los otros sin mencionarlos como nuestros enemigos. Y así, al afirmar lo que nos identifica, para bien o para mal estamos distinguiéndonos y separándonos de los otros; toda identificación es una exclusión, así de trágica es la vida… Hay formas de identificación ligeras y necesarias y formas densas y peligrosas. Debemos ser conscientes de ello.

Tras estas reflexiones generales paso a nuestro tema de hoy, la identidad extremeña. Aquí quiero argumentar algo muy simple, a saber,

a). que la identidad extremeña es débil, y

b). que las identidades colectivas débiles, como la extremeña, son igualmente dignas que las identidades nacionales fuertes, como la catalana;

Quiero argumentar que vivir sin conciencia nacional no es vivir inconscientemente; que reconocerse indefinido, híbrido, mestizo, impuro, no es una mala forma de vivir; en fin, que tener varias patrias o no tener ninguna puede ser incluso más decente que tener “una, grande y libre”. Argumento esto y otras cosas en claves de reflexión filosófica, sin pretensión política. Mi único objetivo es ayudar a reflexionar sosegadamente sobre estas cuestiones de la identidad. Y, claro está, de paso y aprovechando la ocasión, a recordar algunas cosas de “nuestra otra tierra”.


1.La doble cuestión: Identidad en sí y para sí.

No es lo mismo la identidad que la conciencia de identidad; la confusión proviene de que ésta forma parte de aquella, y a veces la constituye. Una identidad se tiene o no tiene, es una determinación objetiva, como la lengua, el color de la piel o la clase social a que se pertenece. La segunda, la conciencia, exige la mediación de la reflexión y supone valores, fines… Un pueblo puede tener identidad y carecer de conciencia colectiva, o puede tener conciencia aunque la identidad sea imaginaria, sea sólo voluntad de identidad, voluntad de ser diferente y vivir diferenciadamente. Extremadura ha vivido con su identidad, fuera o no de alta intensidad, sin conciencia de ello; y en un momento determinado ha surgido la conciencia, la voluntad de identidad, con tanta fuerza que ha confundido lo real con lo imaginario.


1.1. El contexto.

En 1988 escribí y publiqué en Alcántara, Revista del Seminario de Estudios cacereños, un artículo con el título "La identidad como exigencia del reconocimiento" [1]. Se trataba de un número doble (13 y 14) monográfico que, con el título Extremadura como problema, recogía una buena selección de artículos sobre el tema de la identidad, que en aquellos momentos estaba a la orden del día en el debate político y académico. Fíjense en la fecha, estaban aún frescas la aprobación por las cortes españolas de la Constitución de 29 diciembre de 1978, que la convertiría en una Comunidad autonómica del Reino de España, y la del Estatuto Regional de Extremadura (febrero de 1983), que conformaría por primera vez una identidad político-administrativa relativamente propia [2]. La década anterior y la siguiente, de los ’70 y los ’80, fueron sin duda las de mayor fervor en la afirmación regional, en la búsqueda, definición y legitimación de la personalidad o identidad propias. Desde entonces y hasta hoy esa pasión de identidad ha decrecido o se ha mantenido, pero no se ha intensificado.

Quiero destacar, pues es sintomático, que el autonomismo extremeño, para algunos “extremeñismo”, surgió ex novo de un hecho político, la Constitución española que crea el Estado autonómico. O sea, se derivó de un hecho que tuvo lugar “lejos” de Extremadura, sin que ésta previamente lo reivindicara en absoluto. Que la autonomía nos llegara de “lejos” tiene un sentido simbólico, porque en lo esencial Extremadura ha estado siempre lejos de los lugares donde ocurrían los hechos, de donde se tomaban las decisiones que fueron determinando su existencia: lejos del reino de Castilla-León, lejos del reino de Castilla, lejos de la reforma liberal del XIX que la convertiría en provincia, lejos de las cortes españolas que le otorgó, sin haberlo reivindicado nunca, ese estatus de “comunidad autónoma”. Yo creo que Extremadura ha vivido siempre o casi siempre “lejos”, en lugares y posiciones “extremas”, en los márgenes, lejos de los centros políticos y económicos de poder donde se gestionaban los procesos históricos relevantes que la afectaban. Por eso la industrialización, el progreso tecnológico, la internacionalización, llegaron tarde, débil y efímeramente [3]. Estar lejos no es bueno para el progreso, aunque lo sea para la belleza; pero no es en absoluto indigno.

Esa existencia periférica que la afecta desde sus orígenes a nuestros días no es un pecado; puede ser una condena divina o cósmica, pero no un acto de justicia. La historia de los pueblos no ha estado guiada por la moral y la justicia. Los individuos, los países, las naciones, han llegado a ser lo que son a través de una historia que no eligieron; se han visto obligados a formas de existencia, de sobrevivencia, a maneras de vivir, que les ha llevado a ser como son y no les han permitido ser como quisieran o soñaran. Hay muy pocos pueblos, si alguno, que puedan decir que tienen una historia propia, escrita o protagonizada por ellos; la mayor parte han soportado una historia gestionada por otros. Extremadura, a mi entender, siempre estuvo a esta orilla del río, la de los pueblos con historia subordinada. Cuando se pone a Extremadura como protagonista de importantes páginas de la conquista de América, se comete una falacia: hubo gente de Extremadura que protagonizó algunas de esas gestas, pero no representaba a Extremadura, sino al reino de Castilla y Aragón, ante el que rindieron cuentas. ¿Y qué cuentas!. Que se lo pregunten a los Pizarros…

El enemigo exterior suele ser una buena fuente de identidad; juega como el diablo en las religiones. Pero otras veces, cuando ese enemigo es muy poderoso, tiene otros efectos. Creo que es el caso de Extremadura: su fuerte dependencia le arrastró a refugiarse en la indiferencia. No se puede querer lo imposible, s una ley de la naturaleza humana. Ya se sabe, lo de la “zorra y las uvas”. Lo que muchos autores lamentan como característica del pueblo extremeño, su falta de conciencia y voluntad colectivas, de raíces históricas, no es cuestión de esencia ni de elección, ni de incultura, ni de inconsciencia; es simplemente un efecto de la historia vivida, soportada, arrastrada, siempre gestionada por potros; es un recurso de sobrevivencia.

Quiero decir que cada pueblo tiene la identidad y conciencia con que le ha cargado la historia; la identidad, fuerte o débil, no se elige. Y si se carece de ella, no es por indigencia ontológica, no expresa carencia o mediocridad de la esencia de sus mujeres y hombres. Simplemente, no se la concedió la historia. Y para sobrevivir sin ella tuvo que ignorarla, considerarla innecesaria. No se es culpable por eso: no se es responsable de la historia, y mucho menos de una historia en que no se actúa de dominador, una historia que se sufrió. Por tanto, no existe en los pueblos el deber de tener una identidad fuerte y una conciencia de sí identitaria. Que no se nos imponga como obligación. La identidad no es una cuestión de moralidad o dignidad.

Como digo, en esas dos décadas de efervescencia “extremeñista” muchos autores lamentaban la flojedad identitaria del pueblo extremeño, que debilitaba su lucha en favor de sí mismo en el nuevo estado de las autonomías. Entiendo esa preocupación en ese escenario político de lucha por el reparto de los fondos europeos, de solidaridad, etc. Pero la identidad cuando existe en un pueblo es un hecho, un fet, diem a Catalunya; y los hechos no son fuente de valor, ni de justicia. Simplemente son, y punto.

Me estaba refiriendo a mi artículo de 1988, que respondía a un contexto, escrito en unos momentos en que se estaba constituyendo la “identidad regional”, de la mano de la forma política que llamamos “comunidad autónoma”. La forma política, el autogobierno, la ley propia, es un elemento importante en la defensa de una identidad colectiva que ya se tiene; pero en absoluto es un factor suficiente para crear una identidad ex nihilo. Catalunya reivindica el autogobierno para defender y fortalecer su identidad nacional (de cultura, de historia, de lengua, de derecho…), no para construirla. Si algún día Catalunya es independiente su forma política no será nada particular: será una democracia liberal, o una socialdemocracia… Ni siquiera revitalizará el “derecho histórico catalán”, inaceptable en nuestra modernidad democrática.

Por eso, porque la identidad colectiva no se crea por ley (aunque se pueda defender con ella si ya se da), muchos intelectuales y políticos extremeños en ese momento se pusieron a buscarla en otra parte. Se pusieron a indagar en el pasado, en la memoria o en el imaginario, para encontrar elementos con los cuales tejer relatos étnico-culturales-antropológicos que configuraran la identidad extremeña; buscaron elementos que pudieran constituir ese fondo histórico-cultural sin el cual la personalidad jurídica propia no es identidad de un pueblo. La ley es siempre exterior; la ley creadora de las autonomías, la Constitución, es manifiestamente exterior. Por tanto, pone límites, fija fronteras. Puede favorecer el desarrollo o creación de formas culturales, sociales económicas o antropológicas de vida en común, pero no puede crear interioridad. Y la identidad de un pueblo se da siempre interiorizada.

Fijaos bien. Si entre nosotros nos sentimos “paisanos”, esta forma leve, ligera, de unidad e identidad entre nosotros, no es efecto de la ley; es al contrario: nos sentimos “paisanos” cuando estamos fuera del espacio de la ley. En Extremadura, bajo la ley extremeña, no somos paisanos, no tiene sentido; somos paisanos en Catalunya. Los españoles no somos paisanos en España. Pero sí en Australia. Y si estuviéramos en Alemania, no sólo consideraríamos paisanos a los extremeños, sino a los catalanes, a los vascos, a los murcianos… Es la distancia, la lejanía de la ley, la que nos hace sentirnos paisanos. Quiero decir que la ley no es suficiente para crear la identidad [4]; incluso en cierto sentido expresa la ausencia de ella. Desdpués volveremos sobre esta curiosa relación del paisanaje, forma ligera de identificación, tal vez impotente para generar identidad, pero suficiente para crear unidad.


1.2. La doble cuestión.

Volvamos de nuevo al artículo. Decía que en el mismo yo planteaba dos cuestiones bien precisas, que son las siguientes.

a) ¿Tiene Extremadura identidad o personalidad propias?

b) La tenga o no la tenga, ¿es un valor que implique el deber o la conveniencia de desear o aspirar a tener identidad diferenciada?

La cuestión a) es de orden teórico, descriptivo, y estaba (¿está aún?) al orden del día; es y será siempre una open question, un tema constante de debate. Debería ser cosa de científicos (historiadores, antropólogos, etnólogos, sociólogos…), cuestión a decidir en base a criterios y elementos objetivos: un buen concepto de identidad como pueblo, cosa nada fácil, y la verificación empírica de si reunimos esas condiciones. Pero, lamentablemente, si se dice que la economía es demasiado importante para dejarla en manos de los economistas (igual se dice de la política), podemos decir que la identidad de los pueblos es excesivamente delicada para dejarla en mano de los científicos y académicos. En cuestiones como estas la “voluntad de creer”, que decía W. James, es poderosa y contagia el análisis de parcialidad, de subjetividad. La “investigaciones”, que se presentaban como serias y rigurosas, en el fondo tendían a buscar argumentos para justificar la creencia. Sorprendentemente ocurre en estas cosas tan importantes lo que en otras de menor relieve. Cuando el reportero pregunta ¿Quién ganará hoy, el Barça o el Madrid? Las repuestas redundantes son siempre: “El Barça, y por 2 a 1, con goles de Messi y Neymar”. En lugar de un pronóstico –cosa ciertamente no fácil de elaborar con racionalidad- se expresa un deseo. Y en ese orden, la respuesta se excede, sobreabunda, y añade los datos de los goles, y hasta se añade “en el minuto 89”. Realmente excesivo.

Claro, eso es hablar de fútbol y del futuro, terreno apropiado, por intrascendente, para la expresión de deseos; aquí todo está permitido, esa es su gracia. En cambio, cuando se trata de la identidad diferenciada de una región o nación no podemos aceptar trivialidades, hemos de esperar que el debate estuviera regido por reglas más comprometidas con la realidad que con el deseo. Pero la historiografía –o las hemerotecas, como ahora se dice-, nos muestra que muy frecuentemente no es así, que salvando honrosas excepciones se parece al del fútbol; nos revela que la subjetividad bulle y bajo el aparato argumental rezuma la voluntad y los valores personales.

La cuestión b), en cambio, parecía ausente del debate de los estudiosos, no solía plantearse, presuponiendo con cierta frivolidad que la identidad diferenciada es buena en sí, hasta el punto de que si no se tiene hay que buscarla y construirla. Suele suponerse que la identidad es un valor en sí, tal que la persona o el pueblo que carece de ella tiene una carencia, es ontológicamente de segunda categoría. Un pueblo híbrido, mestizo, mezclado, sin sólidos referentes históricos, tiene menor cualidad. Y se afirma aunque, como dijera Marx, “los proletarios no tienen Patria”. O, para que la derecha no sospeche, aunque hoy constatamos que “el capital no tiene patria”. En fin, aunque la moral más universalmente aceptada por la buena gente, la de los “derechos humanos”, presupone la abstracción de toda diferencia sustantiva.

Por tanto, la cuestión b), aunque parezca irrelevante a juzgar por la ausencia del debate, a mi entender es la cuestión esencial en este problema. El problema teórico de fijar si Extremadura es o no es objetivamente una comunidad con identidad diferenciada, con personalidad propia, tiene el interés que tiene, y nada más. Al fin, si lo es no puede dejar de serlo, y no tiene mérito alguno serlo, es un hecho histórico-natural, un accidente de la historia; y si no lo es, no hay culpa alguna en ello, es un hecho y en paz. Lo importante, pues, es la cuestión del valor que otorgamos a ese hecho; lo importante es establecer normativamente si se debemos buscar esa diferencia, o cuidarla, o acentuarla, o exaltarla, o incluso fingirla.

El legislador del Estatuto de Extremadura, no sé si con consciencia o por azar, resuelve este asunto de manera sutil y pragmática: obviando el problema. Nos dice en el Art. 1.1. que “Extremadura se constituye en Comunidad Autónoma “como expresión de su identidad regional histórica y por voluntad democrática de los extremeños”. Ha contestado “sí” y “sí” a nuestras dos cuestiones. Que es tanto como decir que lo es en sí y para sí, diríamos en filosofía. O sea, da por sentado que Extremadura tiene identidad, fruto de su historia, y que tiene conciencia de ello; y afirma que Extremadura quiere tenerla, mantenerla y reforzarla, por decisión normativa, democrática [5].

A nosotros nos interesaba, y nos interesa, esta cuestión b); pero algo hemos de decir de la a), porque, como decía Hume, filósofo escocés del XVIII, la naturaleza nos impide desear lo imposible. Aunque a veces dudo de ello.


2. El problema teórico: factores de identidad.

No hay nada más etéreo que el concepto de identidad. La sociología, la antropología, la etnología y otras ciencias sociales que estudian desde diversos ángulos la identidad de los pueblos, los caracteres constituyentes de una identidad colectiva o personalidad propia, aunque nos parezca extraño no han logrado elaborar un concepto satisfactorio para la comunidad de científicos, y mucho menos aceptable por las comunidades de políticos. No maldigamos de las ciencias sociales; la verdad es que una teoría de la identidad de los pueblos parece un trabajo para semidioses. De los pocos que osaron esa aventura fue nuestro inclasificable e inconmensurable R. Becerro de Bengoa, que nos propuso nada menos que una Teoría de Extremadura. (No sé si aconsejaros la lectura de este iluminado falangista. En todo caso tal vez luego nos referiremos a este curioso personaje que fue Becerro. Si hay alguien de Guadalupe tal vez haya oído hablar de él).

Como siempre que el concepto es difícil, las ciencias recurren a los factores (o estadísticas). Las dificultades para establecer una teoría de la identidad han empujado a los científicos sociales a elaborar un criterio a base de acumular elementos de identidad, rasgos característicos diferenciadores, más o menos razonables. El resultado no podía ser otro que un criterio ecléctico, compuesto por factores diversos sin suficiente orden y jerarquía, sin distinción de rango, subordinación o inclusión, y con contenidos inconmensurables. Enumeremos algunos de ellos, sin ánimo de exhaustividad: a) un territorio bien delimitado; b) una población con etnia y cultura propia y diferenciada; c) una historia común diferenciada; d) una lengua; e) instituciones político administrativas peculiares; f) un sistema jurídico propio; g) una estructura socio económica particular; h) personalidades relevantes en las ciencias, las artes, la política…; i) literatura diferenciada…. Y otros varios. Tal criterio plural y flexible, aplicado a cualquier sujeto colectivo resulta poco operativo, pues permite el sí y el no, e incluso sí y no, en las respuestas; es un criterio elaborado subjetivamente y que potencia el subjetivismo. Un criterio, por otra parte, que puede satisfacer a todos, pues no hay pueblo que en mayor o menor grado no cuente con algunos de esos rasgos…

A los filósofos nos gustan las cosas simples. “Claridad” y “distinción”, decía Descartes, es la exigencia de las ideas verdaderas. Es decir, nos gustan los conceptos. Desde esta perspectiva filosófica es obvio que el repertorio de factores determinantes no nos puede parecer satisfactorio. Primero, porque se confunden los contenidos de la identidad colectiva con los factores externos que la posibilitan, la determinan, la limitan (ejem., el territorio); segundo, porque los factores tienen una universalidad diferentes, hasta el punto que unos son meros desgloses o parte del contenido de los otros (la literatura está subsumida en la lengua); tercero: la irrelevancia de algunos de ellos (los EE.UU. no son un pueblo, y tienen personalidades eminentes….; los pueblos son los reservas indias, y carecen de literatura, economía…..) .

Creo que, aunque sea una simplificación, ganamos en claridad si entendemos que la identidad histórica de un pueblo viene expresada en la dimensión antropológica, étnica y cultural, que incluye la lengua, la religión, la ética…. Y que los otros factores o son determinantes “externos”, que posibilitan y refuerzan, como el territorio (geografía más climatología), la forma político institucional (derecho, administración…), o son factores determinados por esa identidad propia, como la literatura, el arte, etc. Por tanto, si queremos simplificar las cosas, y de paso ordenar los conceptos, parece saludable asumir que el referente de la identidad colectiva, de los pueblos o naciones, es la identidad antropológico cultural. Y ello sin mermar lo más mínimo la importancia de los otros factores. Hay miles de argumentos para decir que sin un estado propio (y ello implica un territorio definido, unas instituciones precisas, unos códigos jurídicos, un sistema económico…) la identidad de un pueblo será imperfecta, coja o amenazada. Ese es un argumento válido y posiblemente razonable; pero no incluye las formas políticas o económicas en la identidad de un pueblo, sino que las pone como sus condiciones de posibilidad, y sus determinaciones existenciales. Fíjense, aunque hoy escuchemos en Catalunya relatos que se remontan a la Marca Hispánica y al conde Borrell para dotarse de la legitimidad que proporciona una larga historia propia, hoy los catalanes no aceptaríamos la recuperación de aquel orden institucional feudal; aunque se llame “parlamento” a las cortes generales de “tres brazos” (eclesiástico, nobleza y villas) y “constituciones” a las propuestas reales aprobadas por los tres estamentos, no dejan de ser un orden feudal contra el cual el pueblo habría acabado por sublevarse. Para hacer una revolución burguesa, y Catalunya había de hacerla, no sólo había que acabar con el absolutismo borbónico sino también con la “división de poderes” feudal, que nada tiene que ver con el liberalismo. Un orden histórico puede servir como referente de identidad histórica, pero no como elemento constitutivo de identidad. La Catalunya de hoy ni quiere ni puede regresar a sus orígenes; hoy no se duda en proponer un modelo de estado democrático liberal, de esencia universalista, Y se reivindica el mismo para defender la identidad de Catalunya, no para incluir esa determinación en su esencia. Aunque se mantuviera la pretensión de recuperar formas organizativas administrativo-judiciales como las vegueries, que a día de hoy parece tema olvidado, las mismas pasaría por el filtro de los derechos de los individuos, que las convertirían en instituciones radicalmente diferentes a las del modelo. La identidad, es razonable admitirlo, no pasa por las formas político-administrativas; si pasara por ahí, se disolverían las diferencias.

Volvamos a nuestro tema. La cuestión inmediata en este momento de la reflexión sería: ¿responde la identidad extremeña a ese concepto antropológico, étnico-cultural? Si creemos al Prof. Juan García Pérez, y merece nuestro crédito [6], Extremadura carece de una identidad fuerte y bien definida: “el territorio y el pueblo extremeños tienen algunos caracteres particulares, ciertos rasgos que los distinguen de las tierras y gentes de otras regiones del espacio peninsular, pero, desde una perspectiva histórica, éstos han sido tan limitados en su número y de una relevancia tan escasa que sólo con dificultad permiten considerar a Extremadura como una región con personalidad auténticamente propia y plenamente configurada”. Y añade: la verdadera «identidad extremeña» viene definida, únicamente, por elementos como su peculiar modo de participación en la historia nacional, su estructura y dinámica económica, su propio sistema de organización social, el carácter, mentalidad y sistema de valores de sus habitantes o su cultura popular y folklore”

Compartimos el diagnóstico, y compartimos su línea analítica, que muestra sobradamente que Extremadura tuvo en contra casi todos los factores que determinan una conciencia colectiva de pueblo. Lo que no compartimos es la valoración de ese hecho: no compartimos que esa carencia de identidad fuerte constituya el “verdadero problema” de Extremadura. No compartimos tesis como ésta: “El verdadero problema de fondo no es otro que la ausencia de raíces históricas sobre las que fundamentar el logro de esa «identidad colectiva», la escasez de elementos auténticamente configuradores de la «personalidad regional extremeña»”.

No, ese “talante” extremeño, como lo llama, no puede ser su problema; no lo es para el pueblo más poderoso del mundo, los EE. UU. Y si lo constituyera, si esa carencia fuera un obstáculo o una rémora para la vida de los extremeños, será equivalente a la carencia de petróleo, de acceso al mar, de lengua propia o de hegemonía económica sobre otros pueblos. No se tienen y en paz, nada de qué avergonzarnos. En rigor ningún pueblo elige el escenario ideal para realizar su vida. No todos los pueblos consiguieron a lo largo de su historia esa identidad que hoy parece reclamarse como curriculum para pertenecer al Top-Ten de los Estados; y son muchos menos los que, habiéndola conseguido en un momento de su historia, consiguieron mantenerla con la irrupción y afianzamiento del capitalismo y de su cultura liberal. Recordemos de nuevo que Marx decía que “los proletarios no tienen patria”; hoy sabemos que “tampoco el capital tiene ni quiere una patria”. Y si hay alguna ideología apátrida, anti localista, universalista, es precisamente la de los “derechos humanos” que vino de la mano del liberalismo. El triunfo del individualismo de la mano de las iglesias cristianas reformadas y del liberalismo económico con el capitalismo fragmentó la conciencia identitaria de los pueblos que la tenían. Sólo se han conservado restos, fragmentos, unidos más o menos imaginariamente a base de voluntad, sea ésta o no democrática, como postula el Estatuto de Autonomía de Extremadura. Pero ilustremos la tesis antes dicha de que todo en la historia estuvo en contra del surgimiento de una conciencia extremeña de pueblo.


3. Factores objetivos de identidad extremeña.

Para poner imágenes y datos a las palabras veamos cómo, efectivamente, los elementos o factores determinantes de la identidad no fueron, como los dioses, generosos con Extremadura. De los factores objetivos comentaremos ctres tipos, será suficiente con ello: la geografía, la historia y las instituciones. Después, tras un comentario epistemológico, pasaremos a valorar el factor subjetivo, la voluntad.

Anticipándonos a quienes pudieran pensar que olvido factores tan importantes como la lengua y la etnia, he de decir que en absoluto, que si los dejo de lado es por su manifiesta poca relevancia en la determinación del pueblo extremeño. La etnia es un campo apto para la explosión de la subjetividad; nada hay más tentador que reivindicar la nobleza, grandeza y originalidad inimitable del carácter, mentalidad, temple, valores… de los extremeños. Pero los estudiosos nos dicen que la descripción científica es implacable: no nos distinguimos mucho, ni en lo bueno ni en lo malo, de otros pueblos de España y del mundo. Aunque nos duela en nuestro falso orgullo. Y es así aunque desde hace siglos haya habido autores (cada pueblo tiene los suyos, claro) entregados a cantar nuestras grandezas étnicas y antropológicas. Para algunos, como Vicente Barrantes (1829-1898), de Badajoz, en su Discurso leído ante la R. A. de la Historia el 14 de enero de 1872, la raza extremeña ha sido “la más vigorosa, la más original de la Península”. José López Prudencio (1870-1949), también de Badajoz, en su libro Extremadura y España se sitúa en esta línea afirmando “la existencia en Extremadura de una raza de extraordinaria fecundidad, tan generosa en el andar de la vida nacional que, suprimiendo la mención de sus intervenciones, quedaría la historia de la Nación privada de un gran número de sus más gloriosos ornamentos”. Pero todo eso es pasión extremeñista, que sirve para perpetuar esa voluntad de reconocimiento, pero que suele tener el resultado perverso de servirnos de consuelo, de compensación de nuestras carencias.

Menos relevante aún es el factor lingüístico. Ciertamente, en Extremadura hay diversas hablas, que en general son diversas formas dialectales del castellano; y el “extremeñu”, llamado “castúo” desde primeros del XX siguiendo al escritor Luís Chamizo, es una forma dialectal del asturleonés, según los expertos. Pero esos curiosos fenómenos lingüísticos no tienen nada que ver con la lengua de un pueblo como factor de identidad.


3.1. La geografía.

La geografía no es favorable a la identidad extremeña. Basta mirar un mapa, e iluminarlo con la historia, para constatar que el territorio extremeño no fue ni pudo ser nunca un factor de ensimismamiento. No está formado por valles protegidos por montañas, que propician el aislamiento y fuerzan la homogeneidad; no es un territorio orográficamente cerrado, que impulsara la autarquía y favoreciera una vida socioeconómica interior densa. Por el contrario, está abierto por el oeste, disolviéndose en tierras actualmente portuguesas, y por el sureste, en tierras manchegas y andaluzas; e incluso divido en dos zonas tan distintas que durante mucho tiempo se distinguían como Extremadura Alta y Extremadura Baja. El territorio no favoreció la identidad, a diferencia por ejemplo del pueblo vasco, aislado y protegido en los valles del Pirineo navarro. Las tierras extremeñas fueron siempre de tránsito, indefinidas, móviles en fronteras y población. Zonas de transhumancia; tierras de fuertes migraciones. Tierras de granito y tierras de pizarra. ¿Qué tienen geográficamente de parecido la Vera, las Villuercas, la Tierra de Barro…?

Además, el territorio extremeño tardó en tener contornos regionales precisos, siendo durante siglos zona de transición en lo físico y en lo humano, “espacio fronterizo”, inseguro, conquistado y reconquistado en esos ciclos cortos que la Historia de la Reconquista, hecha desde la gran distancia, invisibiliza. En fin, “territorio de síntesis y contrastes”, nada apto para forjar homogeneidad en las costumbres, los caracteres y las formas de vida.


3.2. La historia.

Todos los pueblos con pretensiones de identidad han de tener una historia propia; y si no la tienen se la crean en relatos legendarios. A juzgar por la literatura a todos los pueblos les agrada ser producto de una leyenda épica. Buscar orígenes antiguos, puros y sagrados ha sido una tentación desde los orígenes, la Odisea o la Eneida nos lo revelan. Recordemos la leyenda de los Vikingos, los Nibelungos, fuente la nación germana; las de la isla de Avalon, el rey Arthur y el hada Morgana, que tejen de mitos el origen de Inglaterra. Mitos celtas, mitos galos, leyendas más o menos antiguas (la de Juana de Arco, la del Cid, la de Wilfredo el Pilós). Es una constante general. El discurso legitimador de un pueblo necesita siempre de un origen sagrado, de un momento augural, lo más épico y divinizado posible. Pero la historia real es siempre más grosera, ambigua y contingente.

También Extremadura tuvo sus mitólogos; pero no es en estos discursos ditirámbicos y épicos el lugar apropiado para buscar la realidad extremeña. Los pueblos han llegado a ser lo que son de manera más humilde, silenciosa y discreta, como la encina de Machado, que “crece derecha o torcida, / con esa humildad que cede/ sólo a la ley de la vida, / que es vivir como se puede”. En ese “vivir como se puede” Machado captó el alma de Extremadura, como la de tantos otros pueblos.

Una historia siempre tiene un origen; y para que haya un origen de algo es necesario su concepto. Y aquí surge el primer problema, que el concepto de Extremadura, su idea de sí misma, es bastante tardío. En “Origen de la conciencia regional extremeña; el nombre y el concepto de Extremadura” el profesor Bonifacio Palacios Martín dice que la constitución de la “Extremadura real, físico administrativa, se inicia en la reconquista”. Serio y prudente, el profesor Palacios Martín acaba con los apologetas de la vetusta y áurea Extremadura: nada de Viriato ni del momento romano, visigótico, o musulmán, y menos del lusitano prerromano o vetón. ¿Es que no existía nada en ese lugar del mapa que hoy identificamos con Extremadura? Claro que había algo, pero otra cosa, con otros límites físicos, con otras formas de poblamiento y de vida. Por allí se extendían unos territorios sin nombre, que con el devenir del tiempo pasarían a constituir la “Lusitania”; pero poner ahí el “origen” de Extremadura equivale a poner el origen del David de Miguel Ángel en las canteras de mármol de Carrara. La Lusitania era mucho más extensa e indefinida en sus confines y en su interior. Luego esos territorios, o muchos de ellos, pasaron a formar parte del califato de córdoba; otros del Reino de Portugal, tras su separación de Castilla en 1385. Posteriormente, una parte constituyó el reino taifa de Badajoz.

Pero esas aventuras del territorio, esas formas de poseerlo y organizarlo por distintos pueblos en distintos momentos no son el germen de Extremadura. Si acaso, una materia prima indefinida con la cual acabaría construyéndose, en sucesivas transformaciones, una comunidad política autónoma. Podrán decirme que lo mismo o parecido pasa con la mayoría de los pueblos… Cierto, y es un motivo más para no mantener estas figuraciones; los otros no tienen mejores credenciales que las nuestras; su origen épico y pureza étnica es igualmente imaginaria. Ni objetiva ni subjetivamente, ni en sí ni para sí, existía Extremadura. Esta es la verdad de la historia, aunque muchos quisieran un origen más antiguo y noble, a ser posible ligado con los héroes y los dioses.

Tiene razón Palacios Martín al decir que sin concepto no hay conciencia regional. Pues bien, el concepto de Extremadura fue de nacimiento tardío, no antes de la edad media. No hubo un “pueblo extremeño” étnica y antropológicamente definido, como el pueblo galo, o los hunos, los celtas…; estos pueblos no necesitaban un territorio fijo y ordenado ni unas instituciones políticas para tener identidad; su concepto estaba fijado étnica y culturalmente. “Extremadura” designaba un territorio difuso, como hemos visto, no un pueblo. No tenía, por tanto, una historia propia; era un lugar donde otros tejían la historia. Como resultado de ese juego geopolítico, y por la vía de una determinación administrativa, esos territorios y sus poblaciones acabarían constituyendo una comunidad.

Pues bien, esa unidad político-administrativa origen de Extremadura llega tarde y subordinada. Me parce incluso muy generoso situar el momento en la edad media. En esos tiempos constitutivos los límites eran difusos, imprecisos y precarios. Las tierras reconquistadas por el Reino de León se ensanchan y estrechan, ganan o pierden, en función de la guerra. Luego pasan al Reino Castellanoleonés, y por fin al de Castilla… en un proceso lento de configuración, de acercamiento a los límites actuales y a la organización político administrativa actual.

En rigor hasta el siglo XVII, allá por 1653, cuatro siglos después de la reconquista del territorio, no se configura como “provincia” y aparecen algunas instituciones administrativas unificadoras; pero éstas, si bien son específicas y diferenciadoras por el territorio de aplicación, no por su forma y contenido, pues eran semejantes al de otras provincias castellanas. Extremadura aparece así como una “provincia” de un reino, sólo diferenciada de otras administrativamente, o sea todas diferenciadas en la unidad e identidad formal del orden político administrativo del Reino de Castilla. Esto se mantiene hasta el XIX, seis siglos después de ser arrebatada al dominio musulmán: las instituciones “propias” solo la configuran como región del reino de España. Y así se llega al XX, momento en que aparecen instituciones políticas que reconocen su identidad “como expresión histórica y como voluntad democrática”: pero esa identidad es la de “comunidad autónoma” en el seno del estado español. Una identidad tutelada, delimitada, gestionada desde fuera.

No, no ha tenido Extremadura una historia unificadora, con origen preciso y desarrollo propio, aunque algunos, como J. L. Cordero, vean su origen en los “vetones”; otros en la Lusitania y la pax romana, y otros consideren que tuvo un momento propio y autónomo, como “reino o nación independiente, en el IX, hasta la llegada de los Almorávides [7]. Pero esas “extremaduras” son otras, ajenas, que tienen poco que ver con la que se irá constituyendo político administrativamente a partir del XVIII. Por tanto, Extremadura nunca tuvo una historia propia; desde su constitución como entidad administrativa vivió la historia del reino de Castilla; Extremadura vivió siempre una existencia subordinada, mediada por la de España. La historia no es un factor relevante de identidad extremeña.


3.3. El factor institucional.

Tampoco la forma institucional, jurídico-política y administrativa, favoreció la unidad, homogeneidad y conciencia de la móvil y diversa población extremeña. El citado profesor García Pérez enfatiza este factor institucional como factor constituyente de la entidad extremeña. Pero hemos de reconocer que, aunque así fuera, las instituciones extremeñas llegaron tarde y de otra parte. Sólo aparecieron de forma visible a partir del XVIII (por ejemplo, la Capitanía General en 1720 y la Real Audiencia de Extremadura 1791). Y no aportaban a Extremadura personalidad político administrativa propia y diferenciada, sino una forma a imagen y semejanza de las del Reino de España, mera prolongación de éstas; no aportaban fisionomía propia [8].

El proceso de configuración institucional fue lento, tardío y subordinado al exterior. Hasta 1653 Extremadura no es reconocida como “provincia”; hasta 1822 no se delimita Cáceres y Badajoz; hasta el Real Decreto de 30 de Noviembre de 1833 (reforma político administrativa de Javier de Burgos), no adquiere la fisionomía contemporánea. Pero incluso en esa reforma unificadora y estructuradora no pasa de ser una mera provincia del Reino de España. Por tanto, en sus usos y costumbres político-administrativos, institucionales, Extremadura no se diferencia de Castilla; la identidad administrativa no aporta identidad antropológica. Lo ha dicho con autoridad el profesor Pérez García:

“Durante los tiempos medievales y modernos, sus instituciones y poderes, sedes episcopales y parroquias a cargo de obispos y párrocos en el ámbito eclesiástico; alcaldías, regidurías, procuraciones, corregidurías con sus funcionarios, representantes del poder central, en el ámbito civil; comunidades de villa y tierra, señoríos, laicos o eclesiásticos; mesas maestrales de las Ordenes Militares, junto al tribunal inquisitorial de Llerena…, constituyen un entramado político-administrativo distribuido por todo el marco geográfico regional, creado en tiempos de la repoblación y reconquista (siglos XI al XIII), consolidado y/o renovado más tarde (siglos XII al XVIII) e igual, en su configuración y funciones, al de los restantes territorios del país situados bajo control de los reyes castellanos, primero y de las monarquías austríaca o borbónica después”.

Esta es la descripción real, hecha por un estudioso que echa de menos la identidad, que considera la carencia del “sentimiento de identidad colectiva” el verdadero problema de Extremadura, pero cuya ética de científico le impone objetividad. No puede ser de otra manera cuando ni el territorio, ni la historia, ni la forma institucional…, ni otros como el derecho [9] o la etnia [10] han sido factores favorables a la constitución de identidad colectiva. Como diría el castizo, “lo que no pue ser, no pue ser; y además es imposible”.

Por tanto, la determinación político-administrativa como fuente de identidad del pueblo extremeño es tardía y débil. La forma político-administrativa por sí misma no crea un pueblo; puede crear una identidad “política”, lo que hoy se llama “patria constitucional”, para distinguirla de la “patria nacional”. Además, la forma política moderna, liberal, no perseguía conseguir un pueblo, sino una sociedad de individuos: individuos que compartían las reglas de juego de sus relaciones, pero no ya costumbres, religión, sentimientos comunitarios… Si estos existían en el estado moderno era porque resistían, porque se conservaban a pesar de todo; pero el estado moderno no perseguía fortalecer ese sentimiento. Como decía Rousseau, en la república, en el estado basado en el contrato social, la “patria” (unidad constitucional) sustituía a la “nación” como referentes de la unidad.

O sea, la forma político-administrativa le llegó a Extremadura tarde, débil y a contracorriente. Prueba de ello es que cuando en 1240 los de Coria piden a Fernando III que acudiera a realizar los juicios de alzada les contestó: «Yo he mucho de ver e non puedo andar tan a menudo por esa tierra como mi padre (Alfonso IX) andaba». Al Rey santo le interesaba más Andalucía; dejó aquellas tierras lejanas, marginales de Extremadura en manos de las Ordenes Miliares. Nada de eso favorecía el nacimiento de una conciencia común.


4. ¿Y la Gramática?

Tampoco nos ayuda la Gramática. La etimología no es un factor de identidad, pero sí un buen lugar para valorar el peso de los factores antes mencionados. Una máxima filosófica clásica decía que “el nombre hace la cosa”. Sin nombre no hay cosa. Los nombres son identificadores imprescindibles. Pues bien, hasta el nombre le vino de fuera y sin gloria especial. “Extremadura” llega tarde, de fuera, confuso y enigmático; y sin nombre no hay concepto, y sin concepto no hay identidad. Ciertamente pasa algo semejante con los demás pueblos, incluido “Catalunya”, pero en este caso estaban presentes otros factores: por ejemplo, la Generalitat procede del XIV. En fin, tardó mucho en fijarse el de “Extremadura” y aún hoy no sabemos bien su sentido originario, aunque esto no sea un drama para nosotros. La aventura del nombre y sus enigmas puede verse en las notas que Antonio Mateos Martín de Rodrigo recoge en su blog bajo el título: La palabra “Extremadura” (Historia, crítica etimológica e historiográfica y restitución de su significado).

Al principio estas tierras de límites indefinidos se designaban alternativa e indiferenciadamente como “Transierra” y “Extremadura”, nombres que utilizaban otros (los leoneses, los castellanos…) para designar las tierras de su reino que estaban lejanas en espacio y accesibilidad, más allá de las sierras, más allá del Duero; eran las tierras de los límites, de la frontera. Tierras conquistadas, pero no consolidadas; las que están más allá de la sierra, en el extremo.

Puede apreciarse el carácter “provisional” y contingente del nombre, aunque acabara fijándose. Cuando el reino castellano leonés extiende sus dominios más allá de Sierra Morena, pierde sentido el nombre “Transierra”, pero se mantiene y afirma el de “Extremadura”, más genérico, más flexible; y se generaliza a partir del XII.

Pero ¿qué significaba “Extremadura” en aquella época? Los estudiosos no se ponen del todo de acuerdo [11]. Para muchos es un topónimo, refiere a un lugar. Generalmente designa un lugar “marginal”, en los márgenes; un “lugar extremo”. Pero esta expresión tiene diferentes sentidos según el contexto en que se aplique. El Marqués de Torre Cabrera interpreta “extremo” en términos de espacio, como “extremo del Duero”, tierras más allá de la cuenca del río. Dice: “...antigua Beturia, parte de la Bética, nombre que en la dominación árabe desapareció, tomando después de su expulsión el de Extremadura, cuya etimología unos dicen es de Extremo Doris, extremos o confines del Duero”.

Y Moreno de Vargas lo interpreta en términos de tiempo: “nuestros antiguos castellanos y leoneses, después que establecieron los reinos de Castilla y León, llamaron Extremaduras las tierras postreras que iban ganando y confinaban con las de los moros, porque Extrema Ora es lo mismo que la región última ... Extremadura fueron los extremos y fines de estos reinos”.

Como puede apreciarse, es un topónimo genérico. Los textos de la época hablan de distintas “extremadura”, cada reino tenía su “extremadura”: las tierras sorianas eran la de Castilla en el XI; el reino de Portugal tuvo la suya, su “extremadura”, en la actual región de Lisboa. La nuestra sería la “extremadura” del reino de León. Distintas extremadura, de contornos móviles, propio de espacios fronterizos en una época de conquistas. Béjar, hoy de Salamanca, hubo un tiempo en que se incluía en nuestra Extremadura.

Con el tiempo el término “extremadura” cayó en desuso para designar las tierras fronterizas, que pasarían a nombrarse con otro topónimo, “de la frontera”: Jerez de la Frontera, Arcos de la Frontera, Agilar de la Frontera, Morón de la Frontera. Pero respecto a nuestra tierra “extremadura” se sustantiva y se fija como nombre de una región.

Otros autores buscan una etimología ligada a las prácticas económicas y las formas de vida. Paredes Guillén, entre otros, entiende que, en el ámbito económico, “extremadura” es el límite del espacio de actividad ganadera, el lugar lejano de pastos, lugar extremo del espacio económico. Barrientos Alfagenes, por su parte, considera que el término procede de la sustantivación de un verbo, de una actividad: la de “extremar”, que significa “estructurar el nuevo rebaño a partir de las parideras en las dehesas de las penillanuras”. Extremadura como lugar donde se extrema, donde se lleva el ganado transhumante, que designará un territorio, lo delimitará por la actividad económica, ya que ni físicamente ni étnicamente estaba bien limitado, pues contiene reminiscencias lusitanas, beturias y vettonas.

También los hay que derivan la etimología de los hechos históricos. Pedro Barrantes, hermano de San Pedro de Alcántara, considera que el nombre de “Extremadura” deriva de “extrema hora”, que evoca tierras conquistadas recientemente; y Vicente Barrantes, que recoge y retuerce la etimología anterior y propone el significado de “extremos duros de León”, que expresaría la dureza de los combates de su reconquista. En esta línea de derivar el significado de características históricas, otros señalan que “extremadura” se usaría para designar la “frontera difícil de sostener”, es decir, aludía a una tierra extrema dura o penosa de vivir en ella, por la circunstancia de tener muy cerca al enemigo. Y Henao Muñoz cuenta una leyenda: “En el año 983, dice (un autor anónimo ), el rey D. Bermudo de León juntó un ejército, que alistó a los extremos del Duero, para pelear con D. Vela, caudillo de los moros, quien se había asociado al partido de los bárbaros por algunas disensiones que tuvo con los cristianos, y como el Duero fue extremo de ambos ejércitos, de Extrema Duris salió el nombre de Extremadura, territorio que en parte estaba en la demarcación del reino de León, sin haber perdido su antiguo nombre de Lusitania”.

Y no faltan quienes, como Sorapán de Riero, relacionan el nombre con el clima: “Dizen algunos que se le impuso a esta provincia el nombre de Estremadura, por ser de invierno frigidissima, y en el estío muy cálida pero la experiencia nos muestra lo contrario, y assi no se admite esta razón. El Maestro Pedro de Medina, en el Libro de las Grandezas de España afirma que tiene este nombre, porque baja el ganado de Castilla a estremo, a Estremadura. Pero la razón que más quadea, y que se a de tener por verdadera, trae el padre Mariana en el lib. 9 de la Crónica de España cap. 2. adonde dice que “el nombre de Estremadura es compuesto, de estremo, y de durio. Como si dixessemos, los estremos, de aquella Prouincia, y reyno de Duero, hasta todo lo que aora se dize Estremadura. De adonde se vino a llamar Estremadurii, y corrupto el vocablo Estremadura”.

Todo ello lleva a una conclusión, que recoge un texto didáctico publicado en Cáceres en 1854: “¿Por qué se llama Extremadura? No se sabe de un modo positivo: unos creen que este nombre tiene su origen en lo extremo de sus estaciones, otros, en que los límites de la antigua Lusitania tocaban el Duero; y otros, por último, en la extrema distancia en que se hallaban los dominios del rey de León”.

Territorio indefinido, nombre indefinido…. ¿cómo extrañarnos de la ausencia de una identidad propia y bien diferenciada? Pero no habríamos de preocuparnos, la cuestión de la identidad es muy posterior, muy reciente; durante siglos, y aún milenios, los pueblos han vivido… como han podido, sin preocuparse de su manera de ser, arrastrándose por la historia.


5. Voluntad de identidad.

Como vemos, la identidad es un concepto muy complejo y polivalente, tejido de muy diversos factores. La identidad en sentido fuerte era un conjunto de determinaciones o características objetivas de los pueblos, que eran como eran, no las elegían… Aunque muchas fueran históricas, su constancia llevaba a vivirlas y considerarlas naturales. En el fondo los pueblos no se preocupaban de cómo eran; su identidad les llegaba a través de los ojos de los otros, cómo los veían los otros, cómo los diferenciaban. Unos eran vistos como pueblos guerreros, otros comerciantes; unos perezosos, otros astutos… ¡Excesivos tópicos!

La modernidad se revela como un momento de la subjetividad y la conciencia. Paradójicamente, la modernidad era al mismo tiempo el mayor reto a la identidad de los pueblos y el momento de la conciencia de la misma. Con la modernidad, ya lo sabemos, llega la subjetividad y la voluntad; amenazada la identidad objetiva por la poderosa uniformización del progreso capitalista, surge defensivamente un nuevo factor de identidad: la voluntad.

Con la modernidad los pueblos y los hombres se declaran autores de sí mismos: derechos a elegir cómo quieren ser y cómo quieren vivir. El capitalismo trajo esa idea: la voluntad de poder. A partir de entonces la subjetividad, la conciencia y la voluntad, pasan a formar parte del ser de los pueblos, de lo que los identifica. Lo que hace a un pueblo un pueblo diferente, lo que le aporta unidad y particularidad, es su voluntad de ser. Como dice el himno del Barça: tant se val d´on venim si del sud o del nord, ara estem d'acord, estem d'acord, una bandera ens agermana!!!. Importa sólo la bandera, símbolo de una voluntad de ser, de sentirnos un “nosotros”, de elegir nuestros dioses y nuestros demonios, nuestros valores, nuestros colores, nuestra orientación sexual, incluso nuestro género.

Esto se ve en nuestros días: el ser ha pasado a ser cosa de la voluntad, al menos idealmente se es lo que uno quiere ser, lo que uno elige. El ser ya no es producto de identidades que se transportan sobre las espaldas, sino de identificaciones que se quieren y eligen. Yo he escrito, con ironía, que lo que más identifica al individuo en nuestros días es el “carro de la compra”: el supermercado como metáfora de la sociedad, en la que cada uno busca y elige –se identifica- con unos productos, unas marcas… El individuo de nuestros días se constituye por una pluralidad de identificaciones cotidianas, más o menos relevantes: un partido político, un equipo de fútbol, un conjunto de rock, una peña, un club deportivo o lúdico…, una ideología, una carrera, una religión, una comunidad política, una forma de gobierno, un género..., una etnia, una lengua, una historia, un sexo, una raza. Las más determinantes, especialmente aquellas que no se pueden elegir, son las más identitarias.

La identidad de los pueblos o comunidades es también el resultado de una extensa pluralidad de identificaciones, de factores determinantes, con jerarquías flexibles. Hoy los pueblos se preocupan por definir su imagen. Normalmente dicen “hacerse visibles”; tal vez sí, aunque pienso que en esa visibilización hay una falsificación, un enmascaramiento; más que mostrar lo que somos tratamos de que nos vean conforme a lo que queremos ser, a una imagen de nosotros mismos idealizada, de fotoshop. Es normal, en un mundo de mercado la visibilización ha de estar dirigida, controlada, con hábiles juegos de luces y maquillajes. Hoy somos - ¡y queremos ser!, ¡nos lo exige el mercado! - una marca: marca España, marca Catalunya, marca Barcelona, marca Extremadura. Incluso contratamos “embajadores” de esa marca, asesores de imagen que nos la pulan, lobbies que nos la vendan…

La vida tiene estas paradojas: cuando la realidad es insoportable, pero no podemos eludirla, nos instalamos en lo imaginario. La vida de hoy nos obliga a vivir en la superficie, en lo efímero, en la provisionalidad. No ya el trabajo, sino hasta los “derechos” se han vuelto provisionales, duran mientras duren. Aquello de los “derechos consolidados” nos huele a obsoleto, e incluso a franquista. Pues bien, lanzados a vivir superficialmente, nos instalamos en nuestro imaginario donde el valor real es la identidad. Cuando la excelencia es copada por la innovación, se elogia la cultura, que es culto a lo eterno. Cuando la historia nos ha llevado a fragmentar la soberanía en el imaginario la reinstauramos como valor a adorar. No es extraño que así sea. Al fin, si creemos a los clásicos, del mismo modo los hombres inventaron a los dioses: adornados de todos aquellos tributos de los que el hombre real carecía.

Pero vayamos a lo nuestro: el concepto de identidad colectiva. A poco que uno lea a los especialistas de este tema constatamos que hoy, a los factores objetivos aludidos que determinan la identidad en sí, se suma otro que los activa, los refuerza, los recrea… al volverlos para sí: la voluntad de ser. En los tiempos modernos lo que un pueblo es depende en gran parte de su voluntad; en gran parte, pero no en su totalidad. Además, la voluntad es a su vez un producto de lo que se es, y lo que es deriva de su historia, de sus condiciones de vida, de su geografía y su clima, de sus leyes e instituciones, en fin, de esa larga lista de factores a la que hemos hecho referencia. Pero la voluntad es hoy un factor muy fuerte, en muchos casos dominante y definitivo: hoy la voluntad de ser un pueblo independiente en Catalunya obedece menos a la identidad que arrastra del origen (incierto como en todos los pueblos) que a las identificaciones; responde menos a la objetividad que a la voluntad.

La defensa de la identidad es una tarea titánica contra el tiempo en nuestras sociedades capitalistas de cambios acelerados. Ya fue difícil a los pueblos resistir tres determinaciones de fondo, la Pax romana, el cristianismo y el capitalismo, inmensamente homogeneizadores y unificadores; hoy, la cultura del consumo y la globalización son nuevos asaltos que ponen a prueba esa voluntad de identidad diferenciada. El “som i serem” hoy es una forma de decir “volem ser”. Piensen en ello.

En Extremadura, aunque el Art. 1 del Estatuto de Autonomía de Extremadura, como hemos dicho, recoge la idea, la verdad es que la voluntad de identidad extremeña es muy reciente y creo que débil. Hasta hace poco los autores extremeños que apasionada y honestamente querían resaltar el valor de Extremadura lo hacían no tanto resaltando su diferencia cuanto su mejor y más noble expresión de lo “español”. Lo característico del extremeño era su españolismo puro. Por ejemplo, el pacense J. López Prudencio (1870-1949), escritor y ensayista, en libros como Extremadura y España. Conferencias familiares sobre la Raza de los conquistadores(1903),o El genio de Extremadura(1912)destaca la “españolidad de Extremadura”. Le gusta poner el alma extremeña en el centro de la españolidad y destacar el papel de Extremadura en la construcción de España: “El alma extremeña vino a comprometerse de tal modo en el alma de España que apuró todas sus energías en luchas por los grandes destinos nacionales”. Entiende que Extremadura tiene una indiscutible personalidad “que le distingue de todas las demás regiones de España”, loa “el temperamento de nuestros hombres, de nuestra raza”, enaltece la audacia innovadora de los extremeños, sus inamovible “aficiones a lo tradicional y castizo”, su genio soñador…

Un poco más cercano en el tiempo, E. Hernández Pacheco (1872-1965), geógrafo afincado en Alcuéscar, define a Extremadura como “unidad geográfica, histórica y económica”; como “gran reservorio de las energías vitales de España”, como “síntesis del espíritu de España”; como “verdadera esencia de España”. Entiende que es en la tierra extremeña “donde más potente y con más fuerza se manifiestan esas características comunes al conjunto peninsular”. En fin, nos dice: “Extremadura, por sus características naturales, al igual que por las raciales e históricas, es la tierra más genuinamente española, corazón generoso de la tierra hispana”.

Podemos decir que esa voluntad que destacan estos y otros muchos autores es imaginaria, es su ideología; que el pueblo extremeño es ajeno a ella. Seguro que sí, el pueblo llano era indiferente a esa conciencia españolista. Pero la ideología orgánica, que acaba penetrando las conciencias y formando la opinión pública, era esa. Lo extremeño, cuando se reivindicaba, era puesto como esencia y culminación de lo español. O sea, no había conciencia genuinamente extremeñista.

En el franquismo se afianza el “extremeñismo patriotero”, esencialista, religioso: ¡Extremadura auténtico solar de la Hispanidad”. Es el momento de decir algo sobre el extravagante personaje filo extremeño R. Becerro de Bengoa, que se firma como “Delegado de Excombatientes y Fundador de la Asociación de Amigos de Guadalupe”, en su Ensayo para una Teoría de Extremadura [12] (no dejéis de leerla, no tiene desperdicio) llega a reivindicarla como “vanguardia de la Hispanidad”, “sustancialidad romana del genio extremeño”, la “romanidad originaria”, “región más adelantada en la comprensión del destino de España”. Y en su exaltación llega a decir que “en Extremadura, desde su época romana, ya se encuentran en ella las raíces de la Unidad Peninsular y de la Hispanidad Transoceánica”. Veamos algunas citas, que hablan por sí solas:

Hay que crear “una Doctrina extremeña” para lo cual hay que poseer el concepto de lo extremeño. Aquí está el concepto: “Física y biológicamente, Extremadura central viene a ser como la síntesis peninsular. Por geografía y por su naturaleza en ella se dan como quintaesenciados los elementos fundamentales del soporte geográfico y ambiental de nuestra Hispánica: Geología y relieve, clima y producción, plantas y animales, hombres e historia…” [13]

El concepto hay que extraerlo de las figuras que vivieron en esta tierra “españolísima, dura y austera”. “Y así, del ancestral y caótico fondo de los pobladores prehistóricos de Extremadura, extraemos el carácter de fuerza indómita y de reciedumbre vital y el genio de Capitanía puestos de manifiesto en Viriato, y que aparece inequívocamente en figuras posteriores” [14], nos dice enardecido, y añade: “Santa Eulalia nos da la expresión de un catolicismo público y manifiesto, la antítesis de un cristianismo de catacumba. Massona es la encarnación de una inteligencia conciliar; las órdenes de Santiago y Alcántara, la concreción de un espíritu religioso y militar; El Brocense, la devoción del espíritu de latinidad; Arias Montano, el magisterio de una Filosofía teológica; Pedro de Valencia, su Poligrafismo Tradicionalista y su sentido económico fisiocrático; San Pedro de Alcántara, el ejemplo de su catolicismo a la española...”

Y alcanza el éxtasis proclamando que ”Nacionalidad hispánica, romanismo y cristianismo” son nada más y nada menos que las “bases ontológicas” del ser extremeño: “Cualquier otra comprensión desconectada del hondo enraizamiento Romano-cristiano, es decir, Católico, del Genio Extremeño, es falsa e inoperante. Solamente sobre él es posible levantar la bandera de un quehacer extremeño imbuido de Universalidad y Españolismo” [15].

Y el fondo romano-cristiano late en el cuerpo y el alma de los extremeños, sobre éstos se funda el carácter de la hispanidad: “Porque hay que subrayarlo, sin Extremadura, sin sus glorias, sin sus valores espirituales y raciales, alma y temperamento, esto que hoy designamos como Hispanidad no figuraría dentro de la categoría de los conceptos operantes como algo indiscutible capaz de dar al mundo una orientación definida hacia ese Nuevo Orden de Justicia y de Paz que es anhelo de los hombres de buena voluntad” [16]

Es curioso que esa Extremadura cuna de la españolidad del discurso franquista no es nunca un reconocimiento fáctico de su realidad; es como un ideal superpuesto. Extremadura es un espíritu que no acaba de penetrar en sus hombres, excepto en algunos privilegiados. Los extremeños siguen siendo descritos como atrasados, apáticos, adormecidos, sin conciencia. Las grandes virtudes pertenecen al modelo, a esas figuras idealizadas que se reparten las cualidades meritorias.

Es curioso, pero creo que esto ha sido una constante. El espíritu extremeño no se extrae de su gente humilde, trabajadora, explotada, con más honradez que cultura científica. Cuando se trata de destacar nobles ejemplos, no salen del pueblo, sino de los mártires religiosos o la nobleza. Lo vemos en el siguiente texto, que condensa un argumentario tópico de ayer y de hoy: “En las familias aristocráticas de la región se situó la representación genuina del carácter belicoso, pero también noble y honrado, propio de los hombres de Extremadura. El gigante trujillano Diego García de Paredes, sus paisanos los Pizarros y Sotomayores, los pacenses Pedro de Hinojosa, Valdivia, Hernando de Soto, Núñez de Balboa, Alonso de Vargas, Juan de Soto, Hernán Cortés y otros muchos menos conocidos ejemplificaban, en última instancia, la extensa gama de valores (dureza, apasionamiento, reciedumbre, capacidad de sufrimiento, fiereza, violencia, fuerza, valor, individualismo extremo, heroísmo, honradez, casta, espíritu combativo y aventurero, altivez, arrogancia, virilidad, orgullo y abnegación) que siempre han distinguido a los extremeños de los pobladores de otras regiones españolas”.


6. Conclusión.

Si los factores de identidad (territorio, lengua, etnia, historia, instituciones…) no forzaron una identidad extremeña fuerte, tampoco la voluntad de identidad, que como hemos visto ha sido tardía y débil, y sobredeterminada por el estado de las autonomías, ponía el viento a favor. A partir de este diagnóstico el problema pendiente es el de valorar si esa carencia o debilidad identitaria es algo a añorar o lamentar. Y conviene responder evitando fáciles falacias.

Claro, a primera vista la falta de consciencia nunca es algo positivo; es bueno tener conciencia. Ahora bien, tener conciencia histórica de pueblo no es asumir un objetivo político, no es militar bajo una bandera; es simplemente ser consciente de la realidad. Y en este sentido tiene el mismo valor ser consciente de la identidad que ser consciente de que se carece de ella.

La falacia está en incluir en la conciencia de lo real, como parte suya, una voluntad determinada: así, ausencia de conciencia (nacionalista, regionalista) se llama a la ausencia de voluntad (nacionalista, regionalista), ausencia de compromiso político. Y este no es un mal, ni una carencia. Yo quiero que los extremeños, que todos los seres humanos, tengamos conciencia, seamos consciente. Conscientes de lo que somos, de lo que fuimos, de lo que queremos ser, de lo que podemos ser. Pero no veo bondad ni verdad en desear una identidad geopolítica local. Por decirlo con claridad y sinceridad: me gusta más una voluntad universalista fuerte y una voluntad regionalista o nacionalista débil que lo contrarios. Por tanto, conforme al uso, no veo la necesidad ni la legitimidad absoluta de una conciencia extremeñista.

Yo puedo entender que la falta de raíces históricas, de identidad colectiva, de “personalidad regional” sea un “problema de fondo” para quienes quisieran ver al pueblo extremeño alzado en armas (metafóricamente) en lucha por su autogobierno, defendiendo la radicalización de la autonomía, compitiendo con las mismas armas en el tablero del “estado de las autonomías”. Para eso, ciertamente, la carencia de identidad colectiva es un terrible obstáculo. Ahora bien, quien no ponga en primera línea ese objetivo político-ideológico, quien considere que esa lucha no es la suya, esa carencia no es un “problema de fondo”, es sólo un “problema de superficie”; no es un problema antropológico, ni ético, es sólo político y económico.

En fin, desde mi conciencia ética no me preocupa la identidad de Extremadura, tanto si se entiende como identidad histórica o como identidad de futuro. Ni me identifico de facto, ni quiero identificarme con todos los extremeños, de ayer y de hoy; no me sale del alma. No tengo nada en común ni con los fascistas (que los hubo y tal vez los hay) ni con los terratenientes (que los hubo y los hay). Me atrae más, me interesa más y me parece más noble la identidad con quienes estamos del mismo lado del rio en cuestiones de justicia, de igualdad, de valores, de ideales, sean extremeños, catalanes, gallegos, murcianos, colombianos o palestinos. Me siento más identificado, y quiero seguir estándolo, con quienes sufren la injusticia que con quienes la provocan, sean extremeños o catalanes. Y es esta identidad ética la que quiero fuerte y resistente; la identidad nacional o regional…, sin despreciarla, no me importa que sea débil.

Para finalizar, quiero repetir que la ausencia de una identidad colectiva “profunda” entre los extremeños no impide la presencia de ciertas coincidencias, similitudes, homogeneidades, de intereses, de valores, de esperanzas, de experiencias comunes… No seremos un pueblo con historia y lengua propia, pero, como he dicho, somos paisanos; y este vínculo del “paisanaje”, humilde, débil, discontinuo, provisional, funciona y nos funciona. Nos permite recordar juntos, evocar paisajes, colores, costumbres, injusticias compartidas, sueños aplazados… Fijaos bien: evocar juntos, pero evocar cada uno los suyos, los de su región, la Vera o la Serena, Hervás o Monesterio. Pues Extremadura es tan variada en sus lugares y gentes que resulta artificioso forzar la identidad regional. Prueba de ello es que entre quienes aquí estamos hoy, evocando juntos cada cual sus experiencias, unos soñaremos con un frite compartido con amigos y otros soñaréis con una caldereta. Y no soñaremos con las mismas migas, ni con el mismo cocido. Algunos lo solarán con hierbabuena, cosa que a mi abuela le parecía una herejía. Y sabemos que frites, migas, cocidos… los hay en todas partes; incluso que nuestras migas derivan del cuscús de los árabes… Pero es igual, añorando cada uno lo suyo, sabiéndonos muy diferentes, nos sentimos cercanos unos a los otros. Y esa unión, débil y humilde como Extremadura, es para mí suficiente.

El presidente de la Federación, Manuel Guerrero, aquí presente, puede dar testimonio. Cada vez que me ha llamado para alguna de estas cosas en que se juntan extremeños, he hecho lo imposible por asistir. Y así seguiré, pues yo con quien quiero identificarme es con la gente honesta, sean de Azuaga o de l’Hospitalet; de Olot o de Marraquesh; del Trujillo extremeño o del Trujillo peruano o del venezolano; de Palestina o del Sahara. Sólo quiero identificarme con la gente de bien, ese universo apátrida de gente de ayer y de hoy, próximos y lejanos, conocidos y desconocidos, dispersos en mil territorios, mil lenguas, mil historias, mil etnias, pero que, ante la injusticia, la opresión, la exclusión, la miseria y la desigualdad, nos sabemos unidos y estamos siempre del mismo lado. Esa es la identidad que quiero. Y cuantos más paisanos, extremeños y catalanes, entren en ella, tanto mejor.


J.M.Bermudo (2014)