EL PRÍNCIPE, FIGURA DE EXCEPCIÓN





Hace ya veinte años de la publicación de mi libro Maquiavelo, consejero de príncipes [1], tiempo más que suficiente para que envejezcan las ideas –para que se corrompan”, diría el pensador florentino-, especialmente en este imperio de lo efímero impuesto por el capital, con su infinita voluntad -¿necesidad?- de rauda rotación. Pero, como a todo autor le gustaría que en su obra hubiera algo de eternidad –síntoma según Maquiavelo de la perfección de las instituciones- se me permitirá que, en esta ocasión, intente argumentar que el texto se mantiene actual, no en el sentido banal de estar de moda o venderse en los supermercados, sino en el de provocar preguntas, sugerir respuestas, molestar o inquietar; es decir, en el ambicioso sentido de “actual” propio de un libro, que no puede ser otro que el de seguir siendo útil al fin originario. Finalidad que, en este caso, Jordi Solé Tura, autor del prólogo, captó mejor que yo, autor del libro: “Del mismo modo que esta lectura me ha obligado a interrogarme sobre cosas que creía definitivas, -dice el añorado pensador político-, espero que otros muchos lectores se interroguen sobre otras. Con ello se habrá cumplido el objetivo real del autor –de todos los autores serios-, a saber: que los lectores terminen el libro sabiendo más de lo que sabían y formulándose más preguntas que las que se formulaba” [2].

No sé por cuanto tiempo, pero el grito de rabia contra el presente de hace dos décadas –Maquiavelo es la afortunada ocasión de lanzar ese grito y el libro una forma académica e ilustrada de lanzarlo al mundo- es el mismo que revuelve mi conciencia contra la refractaria y ciega democracia convertida hoy en “estado de excepción permanente” por su complicidad con el capital, a quien sirve, oculta y defiende sin saber por qué. Por eso esta reflexión sobre Maquiavelo lo es también sobre nuestra democracia, una vez degradado su originario ideal republicano y devenida su inevitable y eterna excepcionalidad liberal. Veo en el pensador florentino una lucha equivalente a la nuestra. En su idea de fondo late el pueblo como comunidad de vida ética que puede recibir distintas formas políticas, existir en ellas, en particular las dos históricamente más relevantes: la forma republicana y el principado. En la primera veía el ideal de vida humana, en la segunda una dudosa esperanza, a la que hay que aferrarse cuando no se tiene otra cosa; la primera es la forma civil normal, la segunda es forma civil excepcional e incierta. Siempre leal a su alma republicana, cuando es derrotada se ha de esperar del príncipe que salve al pueblo de su desaparición, aunque sea pasando bajo la forma no deseable de comunidad de súbditos. ¡Terrible tragedia la del pensador que ha de defender el mal, lo necesariamente excluido del ideal! Parecida a la nuestra que, rebajada la democracia a asociación de socios, forzados a vivir fuera del ideal, no nos queda otra esperanza que la de algún príncipe (obviamente, con otras ropas que las vestidas por el de Maquiavelo, el de Lenin o el de Gramsci…) que nos libre de la corrupción (la maquiaveliana y la otra) y nos permita recuperar al menos un simulacro a vida cívica en silencio y con dignidad. Porque creo en este paralelismo rememoraré el texto. Si sigue sirviendo para pensar el presente, hacerse más preguntas, será un síntoma de que sigue vivo; si no fuera así, nos quedaría la duda de si la historia lo ha vuelto obsoleto o si estamos perdiendo la voluntad de preguntar.


1. La república, ideal político.

Un buen día, cargado de experiencia política, Maquiavelo se decidió a dibujar el rostro de la ciudad donde le gustaría vivir; se instaló en la filosofía, en la distancia, calma y silencio que esta exige, y la imagen le salió republicana. Mientras la describía en sus Discorsi, la contingencia el empujó a parar el retrato del ideal y hacer uno de urgencia, de ocasión, en El Príncipe. Y, como esos pintores cortesanos que acaban siendo conocidos por los retratos de los monarcas y la nobleza, nuestro filósofo republicano devino “consejero de príncipes”. Su pensamiento de fondo quedó oculto por el de ocasión, impenetrable sin aquél. Como daños colaterales Maquiavelo recibió el terrible título de autor del “maquiavelismo”, la doctrina del mal por excelencia, de la política sin ética, más aún, sin alma. Y así, condenando al infierno al florentino, se nos olvidó, junto al buen gusto y el sano deber de conocer su mensaje, que quemando brujas nos alejábamos de dios y nos parecíamos más y más al demonio. Satanizando el maquiavelismo como doctrina del infierno no sólo hemos invisibilizado el pensamiento maquiaveliano, cosa soportable, sino que nos ha incapacitado para ver que estamos en el infierno, aunque éste –la historia no pasa en vano- sea en versión light o postmoderna.

Comencemos, pues, por el ideal maquiaveliano, nada “maquiavélico”. Compartimos el tópico según el cual Maquiavelo inauguró un nuevo, moderno, discurso político; lo paradójico es que lo llevara a cabo mirando al pasado, buscando las claves en la historia. Se queja de que la política se haga con sueños (que a veces producen monstruos), a diferencia de lo que ocurre en el derecho y la medicina, donde se parte de los conocimientos de los antiguos; en la política se ignora el pasado, cuando se trata de "ordenar la república, de mantener el estado, gobernar el reino, organizar el ejército y llevar a cabo la guerra, juzgar a los súbditos o acrecentar el imperio, entonces no se encuentra príncipe ni república que recurra a los ejemplos de los antiguos" [3]. En lo importante, en lo más importante, se desprecia la historia, se lamenta el florentino; y se interroga el motivo.

Entiende que esta peculiaridad de construirse dando la espalda a la historia se debe a la creencia común en el carácter imprevisible, azaroso y gratuito, de la conducta humana, que haría imposible el conocimiento científico, que exige el presupuesto de la regularidad y la homogeneidad en las cosas. Esta creencia común se alimenta de dos tradiciones antropológicas: la de quienes piensan al hombre como sujeto libre, como seres dotados de libre albedrío (lo que haría imposible una conducta homogénea, uniforme y atemporal, único supuesto desde el cual tendría sentido dar valor al pensamiento de los antiguos sobre los hombres); y la de quienes lo ven efecto de las circunstancias (en cuyo caso su conducta sería contingente e impredecible). Para corregir esa patología de la política Maquiavelo intentará recuperar una idea del hombre no diluible ni en el libre albedrío ni en las condiciones exteriores; una idea de naturaleza humana como tensión entre la voluntad de subjetividad y la condición natural. Algo así como una subjetividad determinada, en que la voluntad de ser siempre se realiza en los límites impuestos por la naturaleza y las condiciones de vida social. Son los postulados que aparecen en sus frecuentes referencias al juego entre “fortuna” y “virtù”; y son los que justifican y hacen necesario que cuantos aspiren a una ciencia de la política hayan de recoger como valioso las experiencias de las antiguas repúblicas y los conocimientos de los sabios clásicos.

Por tanto, hay que mirar hacia atrás para pensar el presente. Pero el pasado es extenso y variado, y para elegir un modelo se necesita un criterio. Maquiavelo elegirá Roma como referente de ciudad. Hay muchas motivaciones exteriores que podrían justificar esta elección, como su familiaridad con la cultura clásica latina, el prestigio jurídico político de la misma en el renacimiento, su conocimiento denso de la historia romana, su grandeza, su gloria, su belleza… Pero hay razones sustantivas de otra índole, razones teórica esgrimidas por el propio Maquiavelo, que justifican la elección de la experiencia de la república romana como lugar de inspiración.

En primer lugar, según nuestro autor, Roma era por su origen una ciudad libre. Y Maquiavelo, no debiere olvidarse su posición ideológica, piensa una teoría política de y para repúblicas libres: "Quiero dejar a un lado el razonamiento sobre las ciudades que han estado, en sus orígenes, sometidas a otro, y hablaré de las que han tenido un origen alejado de toda servidumbre externa, aunque a continuación se hayan gobernado, por su propio arbitrio, como república o principado, que tienen, junto a distintos principios, diversas leyes y ordenamientos" [4]. Es muy importante el origen, pues cada ciudad irá pasando por diversas formas políticas, en ese juego trágico entre la fortuna y la virtù, pero en sus corsi y ricorsi siempre está presente el origen. Elige Roma porque en el origen fue libre, y porque ese origen está activo en toda su historia; cumple, pues, con este requisito de mejor modelo.

Roma fue, por su origen y su historia, una ciudad libre. Como nos dice el florentino, sea cual fuere el mito sobre el origen de Roma que prefiramos, en ambos casos la ciudad nace libre y de la libertad: "Y quien, según esto, considere la fundación de Roma, si toma a Eneas por su padre fundador, la pondrá entre aquellas ciudades edificadas por los forasteros, y si a Rómulo, entre las edificadas por los nativos; pero, en cualquier caso, la verá siempre con un origen libre, sin depender de nadie..." [5]. No debemos olvidar nunca este aspecto: Maquiavelo sólo piensa para repúblicas libres, y cree que sin esa pureza originaria Roma no serviría de modelo. Su teoría es, más que ninguna otra, una defensa de la libertad política, que es, ciertamente, la libertad de la ciudad, y no la libertad de los individuos en la ciudad; los pueblos que no fueron libres en su origen, difícilmente llegarán a serlo.

En segundo lugar, Roma es el mejor modelo porque es una ciudad que debe su historia a sus leyes. Hay un espléndido pasaje donde Maquiavelo desarrolla la tesis de que “las leyes civiles, imponiendo la necesidad, hacen compatible la virtud y la abundancia” [6]. Plantea el problema práctico de si es más conveniente edificar la ciudad en una zona fértil o en un lugar pobre, que lleva al problema moral de la “querella entre antiguos y modernos”, el de los efectos de la pobreza y la riqueza en los valores de un pueblo. El florentino centra la reflexión en lo político, y desde aquí lo que cuenta es la defensa de la ciudad. Pero su idea de la defensa es extraordinariamente moderna. Rompiendo con los tópicos de que la ciudad está más protegida en lugares escarpados, aislados, de difícil acceso…, afirma con rotundidez que la mejor defensa es la riqueza; en este sentido, es preferible una ciudad rica a una pobre. Maquiavelo ha comprendido que las guerras no se ganan simplemente con el valor o el coraje de quienes luchan por sobrevivir, sino que se necesitan ejércitos organizados, bien armados y equipados, con suministros ágiles y abundantes; y todo ello lo aporta la riqueza.

Entonces, ¿qué pasa con las virtudes éticas de la austeridad, el patriotismo, la religiosidad…, que la escasez alimenta y la riqueza amenaza? El lujo y la libertad ¿no son vías hacia la heterogeneidad y el diletantismo? Maquiavelo, a quien preocupa de la libertad de la ciudad y no la de los individuos, entiende que, desde la ciencia de la política, no es cierto que las virtudes, especialmente las virtudes cívicas, exijan la miseria; tampoco es cierto que de la abundancia se derive el ocio y el vicio. Y es así porque la determinación exterior de los hombres no la ejercen tanto las condiciones materiales de la ciudad cuanto las leyes de la misma. La forma de vida de los hombres se juega en sus leyes. La historia enseña -y Roma es el gran modelo- que las leyes consiguen hacer compatible la riqueza con la virtud. Aunque Maquiavelo siempre es fiel a la idea de que, en la escala individual, la "libertad de elección" es un riesgo, mientras que la "necesidad" es garantía del recto obrar, entenderá que la necesidad no se deriva únicamente de determinaciones (leyes) naturales como la escasez, sino también de las leyes civiles. Estas ponen la necesidad en la conducta y en la vida de los hombres, ponen la posibilidad de la virtud, en medio de la riqueza, que es un factor esencial de la defensa y estabilidad de la república.

Un último argumento de la elección de Roma como modelo, y el más importante, deriva de la idea maquiaveliana y clásica de perfección política. Roma, su constitución, su ordenamiento legal, constituye un bello ejemplo de perfección política. Para Maquiavelo, como para todo pensador clásico, la perfección de un ser se mide por su potencia de obrar, por su capacidad de "perseverar en el ser", como diría Spinoza. Por eso los filósofos antiguos veían la perfección ontológica en la aparente eternidad de los astros o en la ideal eternidad de los números o de las ideas platónicas. El ser político, la república, expresaría su perfección en su capacidad para desafiar al tiempo. Roma, por tanto, era un espléndido modelo de estado a los ojos del florentino, por haber mantenido su poder, su gloria, su autosuficiencia, su unidad, a lo largo de una larguísima y fecunda historia. Y como Maquiavelo estaba convencido -y es una característica muy moderna del florentino- de que la "perfección" política no era subsidiaria de las circunstancias externas, sino de "gli ordini", es decir, del ordenamiento constitucional; más aún, como entendía que la perfección de este ordenamiento se manifestaba en gran medida en su capacidad para dar respuestas adecuadas a las circunstancias cambiantes; por todo ello, pues, Maquiavelo buscó en la república romana, en su ordenamiento legal, los principios de su perfección, es decir, de su éxito expresado en una larga y envidiable historia de poder y de gloria. Y elevó esos principios a fundamentos universales de las repúblicas.

Elige Roma porque, como su historia muestra, en sus leyes reside la perfección política; y entiende por perfección no un referente transcendente, teleológico, sino una cualidad ontológica universal: su relación con la eternidad. Pero, ¿por qué no eligió Esparta, ciudad que gozó de semejante perfección, logrando sobrevivir "ochocientos años sin corromperlas [sus leyes] y sin ningún tumulto peligroso” [7]? En cierto sentido, Maquiavelo reconoce en la república espartana algunos elementos de perfección que aventajan a la romana, especialmente que Esparta recibió su constitución de un sólo legislador, Licurgo, gozando la misma por esta razón de gran coherencia y estabilidad (Maquiavelo siempre ha sido partidario del "legislador único" y personal). No obstante, elige Roma; y lo hace no sólo por razones de afinidad cultural, sino porque la perfección de la república de Roma es más adecuada para el presente. Roma se encuentra entre las ciudades que, a diferencia de Esparta, "adquirieron [sus principios constitucionales] poco a poco y la mayoría de las veces según las circunstancias, como pasó en Roma" [8]. Roma, a diferencia de Esparta, llevó una vida accidentada, llena de situaciones peligrosas, de crisis; pero supo sobrevivir, fue capaz de rectificar su ordenamiento institucional y dar la respuesta adecuada a las cambiantes circunstancias. No contó en su origen con un Legislador omnisciente que la dotara de una legislación perfecta; pero sí se constituyó mediante un ordenamiento dentro del camino recto, tal que, ante las nuevas circunstancias que ponían en peligro su existencia, pudo "reorganizarse a sí misma", salir de la crisis, salvar el peligro de desintegración. En cualquier caso, y es cuanto aquí y ahora nos interesa subrayar, Roma presenta el atractivo de una república que ha sobrevivido no tanto por la perfección originaria de su constitución cuanto por su capacidad de reformarse y dar respuestas exitosas a las nuevas situaciones. Y esta peculiaridad añade un plus de perfección tanto más valorado cuanto más énfasis se ponga en la inevitable corrupción de las cosas civiles, como hace Maquiavelo.


2. El principado, efecto de la corrupción.

En la política maquiaveliana ocupa un lugar destaca dio el pesimismo antropológico, en buena medida determinado por una ontología del ser social afectada inexorablemente por la ley de la degeneración de las cosas civiles. El florentino entiende que esta visión de las cosas debe ser asumida por el legislador o por el "organizador de una república". En efecto, haciéndose eco de la clásica teoría de las tres formas de gobierno (monárquico, aristocrático y popular) y de sus respectivas formas degeneradas, confesará con resignación que las tres buenas son inevitablemente inestables y precarias, pues "el principado fácilmente se vuelve tiránico, la aristocracia con facilidad evoluciona en oligarquía, y el gobierno popular se convierte en licencioso sin dificultad" [9]. La teoría clásica no aporta razón alguna para el optimismo. El político, el forjador de un estado, debe tener presente en su acción ese carácter intrínseco, ontológico, de las cosas humanas: "De modo que si el organizador de una república ordena la ciudad según uno de los regímenes buenos, lo hace para poco tiempo, porque irremediablemente degenerará en su contrario, por la semejanza que tienen en este asunto la virtud y el vicio" [10].

El pesimismo de Maquiavelo, por tanto, se refleja en la rápida y tópica descripción del "círculo en que giran todas las repúblicas, guiadas por la degeneración, a través de los diversos regímenes” [11], pasando inevitablemente de la monarquía a la anarquía a través de la tiranía, la aristocracia, la oligarquía y el gobierno popular. En la misma, la necesidad rige el ciclo de manera inexorable; no se trata de errores históricos corregibles, sino de una ley inscrita en las cosas humanas. Ni el mejor legislador puede evitarlo; todas las naciones se asoman en uno u otro momento a las puertas del infierno; todos los pueblos pasan por esa prueba de poner en riesgo su sobrevivencia..

De todas maneras, el orden de la decadencia no tiene un fundamento cósmico, cuasi divino, como en Polibio, en quien se inspira; el florentino pone la ley de la degeneración en el límite de lo humano, en la frontera entre los cósmico-divino y lo natural-humano. De esta forma, aunque el cincuenta por ciento siga siendo obra de la "fortuna", de la necesidad, la suerte o el hado, el otro cincuenta queda en manos de la "virtù", de la habilidad, talento y oportunidad del hombre, de esos hombres especiales, forjadores de estados, como Moisés, Rómulo, Solón o Fernando el Católico.

La política debe asumir la perspectiva de la degeneración de las cosas civiles, mal expresada en términos de circularidad de la historia. Aunque Maquiavelo, por inercia teórica, habla de "circularidad", en el fondo la niega, rechaza el eterno retorno; lo que hay es nacimiento, crecimiento, degeneración y muerte; hay ciclos, no una historia cíclica, pues "raras veces retornan a las mismas formas políticas, porque casi ninguna república puede tener una vida tan larga como para pasar muchas veces esta serie de mutaciones y permanecer en pie. Más bien suele acaecer que, en uno de esos cambios, una república, falta de prudencia y de fuerza, se vuelva súbdita de algún estado próximo mejor organizado" [12]. En los ciclos, especialmente en los finales del ciclo, se juegan su ser. La fortuna, pues, da chance a la virtù.

Lo que está defendiendo Maquiavelo es la idea de la inexorable degeneración de las cosas civiles. Desde la misma, la crisis de las repúblicas, su desembocadura en una situación de excepción, amenazada de desaparición, aparece como inevitable. Esa situación crítica deja de ser una contingencia para convertirse en un momento de la vida de las repúblicas; y, por tanto, la nueva ciencia de la política, hasta ahora ocupada en el gobierno de las ciudades en situaciones normales, de paz y seguridad, debe reconvertirse y ocuparse -incluso de forma primordial- de las situaciones excepcionales, de esos momentos en que la degeneración pone a un pueblo ante el horizonte de su desaparición como pueblo.

El pesimismo ontológico de Maquiavelo apenas queda atemperado por sus escasas esperanzas de que una república que llegue a ese extremo pueda sobrevivir y reiniciar un nuevo ciclo; ello es muy difícil, si bien no del todo imposible. Las vidas de las repúblicas, incluso de las buenas, son "muy breves"; en el momento augural el legislador tiene en sus manos la ampliación de esa vida, mediante regímenes mixtos, como hiciera Licurgo. Roma gozó de otro privilegio, pues si bien su primera constitución, monárquica, era defectuosa, estaba en el camino recto y pudo, por ello, reformarse. La combinación de los "cónsules" (elemento monárquico) con el "senado" (elemento aristocrático) y los "tribunos de la plebe" (elemento popular) logró un orden mixto en el que descansa buena parte del secreto de su éxito. Pero ni a Esparta ni a Roma les fue concedida la eternidad; sólo consiguieron una larga vida, no puede aspirarse a más.

Esta ontología histórica del florentino marca los límites de la acción política, que se justifica en el mantenimiento de la ciudad pero se sabe finita; y, sobre todo, pone a la acción política en su verdadero lugar: lejano ya el origen, el momento constituyente, la política ha de afrontar las situaciones excepcionales, la degeneración de las repúblicas, y otorgar especial atención a los mecanismos para salir de ese infierno social que es el momento de la disolución de la comunidad en la guerra. Aquí entra la forma política del principado, como única y pobre esperanza de continuidad de la vida de un pueblo. Y digo “pobre” tanto por ser exterior y distinta al ideal republicano, pues el principado no es un camino de vuelta a la república, cuanto por ser en sí misma un esperanza escasamente verosímil, insegura e inestable; pero que en todo caso es la única y la última.

Hay dos o tres momentos en los Discorsi en que el pesimismo maquiaveliano se manifiesta de modo alarmante. El primero es aquél en que desarrolla la tesis de que "un pueblo acostumbrado a vivir bajo un príncipe, si por casualidad llega a ser libre, difícilmente mantiene la libertad" [13], que cierra las puertas a pensar el principado como camino de redención. El "difícilmente" se sustenta en toda una concepción de la naturaleza humana. Aunque Maquiavelo siempre piensa al hombre con un fondo naturalista -como ser inevitablemente voluble, ambicioso, inconstante...-, admite algo así como la "segunda naturaleza" aristotélica, fruto de las costumbres. Desde esta perspectiva, sólo puede vivir en libertad quien ha aprendido a vivir en ella, quien ha forjado su (segunda) naturaleza en una vida libre, en los hábitos y virtudes propios de la misma; de nuevo el peso del origen.

Por tanto, un pueblo acostumbrado a vivir bajo un príncipe, habituado a la sumisión, sólo sirve para vivir bajo el amo: "porque aquel pueblo es como un animal que, aunque de naturaleza feroz y silvestre, se ha alimentado siempre en prisión y servidumbre, y que, dejado luego a su suerte, libre en el campo, no estando acostumbrado a procurarse el alimento ni sabiendo los lugares en que puede refugiarse, se convierte en presa fácil para el primero que quiera ponerle de nuevo las cadenas" [14]. Igual, dice el florentino, pasa con el pueblo en las monarquías. Al no estar acostumbrado a deliberar, desconociendo los principios de la defensa y del gobierno, sin el alma moldeada en la vida política, acabará presa de un yugo más pesado que aquél del que se ha librado.

Es "dificilísimo" que un pueblo pase del principado a la república, régimen de la libertad, aprovechando una contingencia. Y, como el mismo Maquiavelo aclara, ello es así en el supuesto más favorable, a saber, en el caso de un pueblo en el que no ha penetrado la corrupción, pueblos donde aún se encuentra más de lo bueno que de lo malo: "Porque un pueblo donde por todas partes ha penetrado la corrupción no puede vivir libre, no ya un breve espacio de tiempo, sino ni un minuto siquiera, como veremos más adelante" [15].

Entramos así en otra tesis defendida por el florentino: "un pueblo corrompido que ha alcanzado la libertad, muy difícilmente se mantendrá libre" [16] Sirviéndose, como siempre, del ejemplo de Roma, defenderá la diferencia entre aquellos pueblos en los que la corrupción se limita a la cabeza (a los gobernantes), manteniendo el cuerpo (el pueblo) sano, y aquéllos en que la corrupción se ha extendido por todas partes. "Cuando la materia no está corrompida, las revueltas y otras alteraciones no perjudican; cuando lo está, las leyes bien ordenadas no benefician, a no ser que las promueva alguno que cuente con la fuerza suficiente para hacerlas observar hasta que se regenere la materia, lo que no sé si ha sucedido o si es posible que suceda, porque vemos, como decíamos antes, que una ciudad en decadencia por corrupción de su materia, si vuelve a levantarse, es por la virtud de un hombre vivo, y no por la virtud universal que sostenga las buenas leyes..." [17]. Y aunque la ciudad tuviera la fortuna de contar con ese hombre, se sigue cuestionando cualquier motivo de optimismo, porque no existe hombre alguno con una vida suficientemente larga para acostumbrar a una ciudad a nuevas leyes y costumbres, para fijar en sus hombres una nueva naturaleza. "Y si hay uno de larguísima vida -sigue diciendo-, o dos seguidos, no lograrán disponer la ciudad de modo que cuando falten no caiga, como hemos dicho, en la ruina, si no la hacen renacer a costa de muchos peligros y mucha sangre. Pues la corrupción y la falta de aptitud para la vida libre nacen de la desigualdad que existe en la ciudad, y para establecer la igualdad es preciso recurrir a muchas medidas excepcionales, que pocos saben o quieren usar, como más adelante se verá con detalle" [18].

¿Cómo, pues, luchar contra la corrupción? ¿Cómo hacerlo, si en el fondo deriva de la "desigualdad", sin que se resistan quienes de ella se benefician? El florentino ha comprendido con lucidez, desde su ferviente republicanismo civil, que sin igualdad no hay comunidad estable, no hay comunidad libre. Por eso la lucha por la igualdad civil, la lucha contra la corrupción, sus posibilidades y sus límites, es considerada por Maquiavelo como la clave de la ciencia política. La política, en última instancia, es lucha contra la corrupción y contra la desigualdad que la genera; o, en versión positiva, la política es lucha por constituir y mantener la comunidad política, la ciudad libre, por fortalecer su unidad, su autarquía, su independencia, su gloria y todo cuanto contribuye a su sobrevivencia.

Él mismo se hace la pregunta sobre la posibilidad de, en una ciudad corrompida, mantener un estado libre o establecerlo si no existe. Y su respuesta es elocuente: "Respecto a esto, diré que es muy difícil hacer tanto lo uno como lo otro" [19]. Difícil, pero no imposible; o, al menos, no absurdo el intentarlo. En cualquier caso, dice el florentino, dependerá del "grado de corrupción". Poniéndose en situaciones extremas -las más óptimas para el pensamiento filosófico- de ciudades corruptísimas, las dificultades serán las máximas, "porque no hay leyes ni órdenes que basten para frenar una universal corrupción" [20].

La argumentación de Maquiavelo tiene el doble mérito de explicitarnos su idea de la corrupción al mismo tiempo que las posibilidades de su tratamiento político. La corrupción de las cosas civiles, en especial de las leyes y de las costumbres, no hace referencia a ninguna moral o idea de justicia abstractas; refiere directamente a su eficacia, a su vigencia, a su fuerza para conseguir la unidad e identidad de un pueblo. Cuando las leyes y las costumbres no son respetadas -no consiguen hacerse respetar- son consideradas corruptas por el florentino; es decir, han quedado sin funcionalidad, no son adecuadas a las circunstancias. Las leyes incapaces de imponer el respeto a las costumbres son tan corruptas como las costumbres incapaces de imponer el respeto a las leyes.

Por tanto, la corrupción es consustancial a leyes y costumbres en la medida en que los pueblos tienen una historia, cambian las circunstancias, las necesidades, las virtudes, etc. La corrupción es inevitable: "los ordenamientos y las leyes hechos en una república en sus orígenes, cuando los hombres eran buenos, ya no resultan adecuados más tarde, cuando se han vuelto malo". Las circunstancias cambian; con ello, los ordenamientos, las constituciones, quedan desfasados, se vuelven impotentes, o sea se corrompen. Y si, ante esa tendencia de los ordenamientos constitucionales a no cambiar, a devenir anacrónicos, ineficaces y corruptos, se pretendiera completarlos con nuevas leyes, no se escaparía a la corrupción: "si las leyes cambian en una ciudad según los acontecimientos, los ordenamientos no cambian nunca, o raras veces, de donde resulta que las nuevas leyes no bastan, porque las invalidan los ordenamientos, que han permanecido inmutables" [21].Y si las nuevas leyes, para salvar la vida común, van más allá de los principios constitucionales, al devenir arbitrarias expresan otra forma de corrupción.

Maquiavelo no ve salida posible: una ciudad corrompida no tiene otra salida, si tiene alguna, que cambiar el ordenamiento. Pues -sospecha el florentino- el ordenamiento constitucional bueno para una república de ciudadanos libres y educados en el respeto a las leyes y costumbres no lo es para una ciudad corrompida o de súbditos acostumbrados a la servidumbre; nuevas circunstancias imponen nuevas cualificaciones de los político.


3. El "Príncipe" como figura política de excepción.

El mensaje final de Maquiavelo es claro: corrompida la ciudad, no basta con cambiar las leyes -que rigen la vida entre los ciudadanos- sino que deben cambiarse los ordenamientos constitucionales -que regulan el funcionamiento de las instituciones. Esto viene a ser equivalente a afirmar la necesidad de una revolución; pero una revolución que no podrá ser popular y republicana, pues se parte del supuesto de una ciudad corrompido, sino que provendrá de la capacidad personal de un hombre, un forjador de estado, un príncipe dotado de cualidades extraordinarias.

Efectivamente, el florentino, tras definir y describir las situaciones excepcionales y las exigencias en ellas de cambios radicales, no sólo en sus leyes sino en sus ordenamientos constitucionales, se pregunta por el modo de llevar a cabo ese cambio. Rechaza el cambio gradual, dirigido por un hombre prudente, y se inclina por un cambio "de golpe", el cual tampoco ve nada fácil. "En cuanto a renovar los ordenamiento de golpe, cuando todos reconocen que no son buenos, afirmo que esa falta de utilidad, que se conoce fácilmente, es difícil de corregir, porque para hacerlo no basta con recurrir a los procedimientos habituales, que ya son malos, sino que es preciso usar medios extraordinarios, como la violencia y las armas, y convertirse, antes que nada, en príncipe de la ciudad, para poder disponerlo todo a su modo" [22]. Por primera vez nos encontramos con la referencia al "príncipe de gran virtù", capaz de reconstruir un pueblo -pues una ciudad corrupta ha dejado de ser un pueblo, una república de ciudadanos libres, respetuosos de las leyes y las costumbres, que comparten una vida ética- mediante el recurso a "medios extraordinarios". De momento, sólo queremos resaltar que este recurso a medios extraordinarios no es un ideal político general y abstracto; es la única alternativa a un mal en unas circunstancias dadas, a una situación verdaderamente excepcional, en la que el pueblo ha perdido su identidad y vida ética y está abocado a la desintegración o a la conquista por el vecino.

Maquiavelo no defiende el "Principado" -y, mucho menos, un principado absoluto, despótico y tirano- como forma deseable de estado. Simplemente considera que es la única alternativa a una situación de excepción. En tales circunstancias, bien sea con un pueblo corrompido o con un pueblo que, no estando afectado por la corrupción, no está acostumbrado a vivir en libertad, una salida republicana, una revolución popular que instaure y conserve la libertad, no es posible; la única salida que ve a ese pueblo, para salvarse de su desaparición, es la monarquía, el principado: un "príncipe de virtù extraordinaria", que restaure la paz y la unidad, que imponga nuevas leyes y las haga cumplir y que ordene la ciudad de tal modo que, a su muerte, pueda prolongarse su obra hasta que la obediencia por miedo deje paso a la obediencia por costumbre; hasta que el odio al príncipe sea sustituido por simple temor y, a ser posible, por amor al príncipe; en fin, hasta que la lucha sea desplazada por la concordia y la cooperación.

Ahora bien, incluso esa salida de excepción, ese orden político sin libertad impuesto por un nuevo príncipe, no es cosa fácil. La virtù extraordinaria que se requiere permite pocas esperanzas. Se necesita un príncipe que, siendo bueno, sea capaz de hacer el mal; o, con más rigor, siendo de naturaleza bueno, actúe como si fuera malo, como reflexiona en El Príncipe [23]. Un príncipe capaz de recurrir a la fuerza, a la simulación, al engaño; un príncipe capaz de ser temido, si el temor es útil para mantener la paz; un hombre capaz de aparentar crueldad sin ser cruel; capaz de mentir aparentando veracidad: "todo príncipe debe desear ser tenido por clemente y no por cruel (...). Debe, por tanto, un príncipe no preocuparse de la fama de cruel si a cambio mantiene a sus súbditos unidos y leales (...). Y de entre todos los príncipes, al príncipe nuevo le resulta imposible evitar la fama de cruel por estar los Estados nuevos llenos de peligros" [24].

El modelo de príncipe de Maquiavelo no es para tiempos de paz y gloria, sino para situaciones dramáticas, en que se requieren medios no habituales, contrarios a la moral común que rige en situaciones normales; por ello es tan difícil su aparición. "Y como el reconducir una ciudad a una verdadera vida política presupone un hombre bueno, y volverse, por la violencia, príncipe de una ciudad presupone uno malo, sucederá rarísimas veces que un hombre bueno quiera llegar a ser príncipe por malos caminos, aunque su fin sea bueno, o que un hombre malo que se ha convertido en príncipe quiera obrar bien, y le quepa en la cabeza emplear para el bien aquella autoridad que ha conquistado con el mal" [25]. La ciudad que tenga la suerte de, en sus situaciones excepcionales -por las que necesariamente ha de pasar empujada por la inexorable corrupción de las cosas civiles-, contar con un príncipe bueno que tenga la virtù de reinstaurar el bien (la restauración de la república) con medios malos pero necesarios, prorrogará su existencia; la que no, desaparecerá como pueblo.

Maquiavelo, republicano convencido, amante de la libertad y de la igualdad civil, se ve llevado, por su teoría, a reconocer que en las situaciones de crisis políticas extremas los pueblos, para seguir siendo pueblos, no tienen otra alternativa que encontrarse con la fortuna de un príncipe de gran virtù; un príncipe que, en definitiva, sea capaz de comprender que la moralidad pertenece a la ciudad y que, por tanto, salvar la ciudad, instaurarla, es el acto más noble y útil para la vida moral, que es idéntica a la vida civil. Y defiende esta tesis sin otorgarla grandes expectativas prácticas y, sobre todo, sabiendo que se trata de evitar la desaparición del pueblo, no de recuperar la vida republicana, que como ocurre con la inocencia es irrecuperable una vez perdida.

Las virtudes especiales de ese príncipe son requeridas por las características de las tareas que debe realizar. Maquiavelo insiste mil veces en que para consolidar un nuevo régimen se necesitan estrategias que sólo hombres excepcionales pueden llevar a cabo. En particular, y en primer lugar, se necesita "ammazzare i flglioli di Bruto" (matar a los hijos de Bruto) [26]. Según el relato [27], los hijos de Bruto acaban juzgados y ajusticiados por orden de su mismo padre. Maquiavelo toma esa acción de Bruto como símbolo del valor, del coraje, de la virtù. Pero, sobre todo, destaca la actitud de los hijos, que preferían la vida desenfrenada de los reyes a la austeridad impuesta por los cónsules, "de modo que para ellos la libertad del pueblo se convertía en esclavitud" [28]. Se simboliza no tanto la lealtad de Bruto, capaz de ajusticiar a sus hijos, cuanto la dura necesidad del príncipe de eliminar radicalmente los restos del régimen anterior.

En cualquier caso, Maquiavelo eleva a categoría universal la necesidad de eliminar a cuantos conspiran y ponen en peligro la república, y con ello plantea uno de los grandes conflictos entre moral y política. Sin entrar en las complejidades del problema, nos limitamos simplemente a llamar la atención sobre el siguiente hecho: la llamada a "matar a los hijos de Bruto" se hace en un contexto preciso, de máximo peligro para la república; se aplica en un contexto de conspiración contra la libertad del pueblo para recuperar, por unos pocos, los viejos modos de vida del despotismo y los privilegios. Aunque Maquiavelo lo eleva a norma general, al decir que "quien se hace cargo del gobierno de una multitud, en régimen de libertad o de principado, y no toma medidas para asegurar su gobierno frente a los enemigos del nuevo orden, constituirá un estado de muy corta vida" [29], debe entenderse siempre en el contexto de situaciones excepcionales.

Hemos de insistir en que no se trata de una política ideal. De hecho, Maquiavelo debió sentir una gran amargura al verse obligado a reconocer esta tesis, porque implica la imposibilidad de que una república, un "régimen de libertad", surja de una situación excepcional. Su reconocimiento de las ventajas de un Principado viene dictado por su teoría, no por su ideología. Si pone alguna esperanza en el "Príncipe" es debido a que, desde su teoría, de una situación excepcional sólo se sale mediante políticas extraordinarias, llevadas a cabo por hombres extraordinarios.

Maquiavelo cede así a la necesidad impuesta por su teoría, y propone una alternativa política contraria a sus sentimientos republicanos. Ha de reconocer que el príncipe de gran virtù puede y debe usar la fuerza, la crueldad, el temor, la simulación, el engaño, las promesas incumplidas: la situación lo exige y los resultados lo justificarán. De todas formas, no deja de expresarnos su ideología de fondo, al decir que "ciertamente me parecen desdichados los príncipes que, para asegurar su estado, tienen que tomar medidas excepcionales, teniendo a la multitud por enemiga" [30]. Maquiavelo hace una llamada a usar sólo la crueldad necesaria, y a usarla de golpe, sin prolongarla, a fin de conseguir pronto recuperar la amistad del pueblo.

Pero el príncipe no sólo ha de "matar a los hijos de Bruto"; si sólo cumpliera esta consigna, si sólo lograra instaurar un estado y mantenerlo por el terror, eliminando a los disidentes, sería un tirano, pero no un príncipe de gran virtù. Ha de llevar a cabo otras tareas, tal vez más difíciles. En efecto, el príncipe ha de conseguir eliminar la corrupción y restaurar la libertad de la ciudad; es decir, el príncipe de gran virtù es el que instaura un principado y crea en su seno las condiciones para que devenga una república (de gobierno mixto); en definitiva, ha de negarse a sí mismo como príncipe. Si no fuera así, si necesitara del recurso constante a la fuerza, al temor, para mantener la obediencia, sería un tirano, pero no un príncipe de gran virtù.

Esta idea aparece bien expresada en un bello pasaje del capítulo XVII. Dice nuestro autor que "la corrupción y la poca predisposición a la vida libre" de las ciudades nace precisamente de "la desigualdad que existe en aquella ciudad". Y considera que esta desigualdad es la clave de la dificultad intrínseca a los estados corrompidos para reformarse, corregirse y recuperar la normalidad. Es la "clave" porque, como bien dice el florentino, para superarla habría que restituir la igualdad, para la cual cosa "es necesario usar medios extraordinarios" que pocos pueden poner en práctica [31].

No hay lugar a dudas, pues, que el recurso al príncipe no es una alternativa ideal o ideológica, sino meramente racional y estratégica; Maquiavelo sueña siempre con esa "igualdad civil", condición de las repúblicas, cuya ausencia no sólo expresa la corrupción de las leyes sino que explica la poca disposición a la libertad, la naturaleza de súbdito, la "obediencia voluntaria" de la que hablaran La Boétie y Rousseau. Restaurar la "igualdad civil", base de la moralidad y de la estabilidad de los estados, condición de la libertad (y del amor a la libertad) y de la moralidad (y del amor a las leyes y costumbres), ha de ser la otra gran tarea del príncipe. Si para mantener un principado nuevo se necesitan medidas excepcionales, como las de "matar a los hijos de Bruto", para corregir la corrupción y poner a un pueblo en el camino recto se requieren otras no menos excepcionales: "para instaurar la igualdad -dice Maquiavelo- es preciso usar medios absolutamente excepcionales, que pocos saben o quieren usar" [32]. Debe ser así, porque restaurar la igualdad civil equivale a matar de nuevo a los hijos de Bruto, ahora al "hijo de Bruto" que cada hombre lleva dentro cuando su naturaleza se ha forjado en la desigualdad, en el goce de privilegios derivados de la pertenencia a una clase, estamento, gremio, etnia, sexo, religión o ideología, o simplemente de la formación cultural, técnica o científica. Y para esa tarea, para crear hombres aptos para vivir en un régimen de libertad, gozando de la igualdad civil, no basta un príncipe de gran virtù, cuya vida no es suficientemente larga; se necesitan al menos dos [33]. Y si ya es difícil contar con uno, quedan pocas esperanzas de que un pueblo cuente con dos seguidos.

Que Maquiavelo considere un hecho de “fortuna” que una ciudad pueda contar con este príncipe nos muestra la especial función que lo identifica; ha de ser todo menos un depravado dictador, alguien capaz de hacer lo que cualquier tirano sin serlo; y ha de ser bueno sin parecerlo. Ya hemos hecho referencia al uso de la crueldad, simbolizada en el ajusticiamiento por Bruto de sus hijos; ahora comentaremos otras dos armas estratégicas, la simulazione y la dissimulazione, a través de su comentario al relato sobre Quirón.

Tras reconocer "cuán loable es en un príncipe mantener la palabra dada y comportarse con integridad y no con astucia" [34] pero también que sólo han hecho grandes cosas los príncipes "que han tenido pocos miramientos hacia sus propias promesas", sabiendo burlar a los otros con astucia, nos: "Debéis, pues, saber que existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera es propia del hombre, la segunda de las bestias; pero como la primera muchas veces no basta, conviene recurrir a la segunda. Por tanto, es necesario a un príncipe saber utilizar correctamente la bestia y el hombre. Este punto fue enseñado veladamente a los príncipes por los antiguos, los cuales escriben cómo Aquiles y otros muchos de aquellos príncipes antiguos fueron entregados al centauro Quirón para que los educara bajo su disciplina. Esto de tener por profesor a alguien medio bestia y medio hombre no quiere decir otra cosa sino que es necesario a un príncipe saber usar una y otra naturaleza y que la una no dura sin la otra" [35].

Esa "doble naturaleza" del príncipe es tal vez la clave del pensamiento de Maquiavelo, para quien la regla máxima de la política consiste en saber adecuar la estrategia a las circunstancias, con el objetivo constante de salvar la república, su unidad, su identidad, su libertad y su gloria. El príncipe debe saber usar las armas de la bestia, por si fuere necesario; y el príncipe nuevo -tema central del El Príncipe, por ser siempre excepcional la instauración de un estado, necesitará siempre el recurso a la bestia. Pero, dispuestos a combatir como bestias, es conveniente distinguir entre dos formas, ambas útiles y complementarias: la de la zorra y la del león, "porque el león no se protege de las trampas ni la zorra de los lobos" [36]. Es necesario ser, alternativamente, zorra y león, para protegerse de las trampas y para ahuyentar a los lobos.

En ese plano simbólico, la reflexión de Maquiavelo no parece inquietante; en el fondo, en la tradición cristiano occidental siempre se ha aceptado una moral especial para situaciones de guerra. Pero su discurso revuelve la conciencia común cuando se concreta en uno de los temas más sagrados del orden moral y político occidental: el cumplimiento de las promesas. "Un señor prudente, por tanto, no puede -ni debe- guardar fidelidad a su palabra cuando la fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa" [37]. La naturaleza de "león" parece a la conciencia occidental contemporánea más noble y soportable que la de "zorra"; la alabanza que hace el florentino de ésta atrae buena parte de los infinitos odios que ha suscitado.

Ahora bien, Maquiavelo no defiende luchar como bestias sino cuando las circunstancias (excepcionales) lo imponen; en condiciones normales, el príncipe debe combatir como hombre, con las leyes. De hecho, refiriéndose a este último consejo de no respetar las promesas cuando hacerlo sea contraproducente, dirá que "si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto" [38].

Pero Maquiavelo va más lejos, y a las armas del león y de la zorra añade otra exquisitamente humana, la más sofisticada y perversa, la que hace a las otras armas realmente eficaces: la simulazione y la dissimulazione. Los príncipes deben, si las circunstancias lo requieren, luchar como el león y la zorra; pero, además, han de enmascarar esa naturaleza de león y de zorra: "es necesario saber colorear bien esta naturaleza y ser un gran simulador y disimulador" [39]. Una lectura rápida de este capítulo lleva fácilmente a ver en Maquiavelo una defensa cínica del dominio sin principios del príncipe sobre los súbditos; creemos que no sería una lectura correcta. Maquiavelo simplemente ha generalizado un principio, el de la supremacía de la comunidad política (de la vida ética) sobre cualquier idea de autonomía moral o derechos del individuo, totalmente ajena a su época. Y, desde esa convicción, y siempre refiriéndose a situaciones políticas en que está en juego la sobrevivencia de un pueblo, su identidad cultural y lingüística, su unidad e independencia política, su libertad e igualdad civil, defiende toda estrategia por sus consecuencias.

Para Maquiavelo el hombre no es una idea a la cual subordinar el orden de la república y, por tanto, la política; para el florentino el hombre es, en primera instancia, "vulgo": "el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo" [40]. El "vulgo" es la materia prima sobre la que la política -el príncipe- ha de trabajar; el vulgo devendrá hombre si es acostumbrado a vivir como hombre, en comunidad, respeto a las leyes y cumplimiento de las costumbres; en libertad y en ejercicio de la igualdad civil. El "príncipe" de Maquiavelo ya no es el "espejo" de virtudes a imitar, indiferente a las condiciones de vida de los súbditos; sino un "artesano" que tiene que edificar una ciudad y fabricar hombres; y que debe hacerlo con técnicas e instrumentos adecuados a su materia, que se justifican por su resultado y sólo por su resultado. Una concepción de este tipo es, sin duda, inadmisible en el lenguaje oficial de nuestro tiempo; pero en absoluto dicha concepción merece ser considerada perversa o aberrante.


4. El desafío maquiaveliano de pensar el mal.

Junto a este carácter precario de las perfecciones y virtudes humanas, junto a la intrínseca tendencia a la degeneración, el político debe tener presente, a la hora de edificar una ciudad, el fundamento general de la vida en común. Los hombres, para el florentino, no llegan a la vida en común buscando alguna perfección intelectual, sino huyendo de la muerte, por motivos de defensa. Sólo con vistas a la sobrevivencia los hombres se dotan de un jefe, lo aceptan y lo obedecen. Una vez más es la necesidad, y no la libertad, la que pone su determinación, la que está en el origen de la ciudad.

Ahora bien, esa vida en común, forzada por la necesidad, puso las condiciones del conocimiento moral: "Aquí tuvo su origen el conocimiento de las cosas honestas y buenas y de su diferencia de las perniciosas y malas" [41]. La vida ética, por tanto, según Maquiavelo, pertenece a la ciudad, es un don de la vida en común; no es un ideal del hombre, sino del hombre que vive en comunidad, del ciudadano. Sólo en la ciudad se adquiere el conocimiento moral y sólo en ella es posible la vida moral; la moralidad sólo puede ser prescrita a ciudadanos, es decir, a hombres en condiciones de libertad e igualdad políticas, de autonomía de su voluntad.

Esta nos parece una idea básica del pensamiento del florentino, aunque no esté suficientemente explicitada. Su defensa de la política, del estado, aunque sea saliéndose de la prescripción moral, o enfrentándose abiertamente a ella, adquiere un nuevo sentido si se interpreta desde esta perspectiva: todo está permitido para salvar la república, la vida de un pueblo como pueblo, porque sólo en ella tiene sentido hablar de vida moral; salvar la república es salvar la posibilidad de la moral. Esta concepción puede, ciertamente, ser objeto de crítica filosófica, especialmente desde la ontología individualista contemporánea; pero no nos parece susceptible de trivialización e ingenuo desprecio ideológico.

La ciudad no sólo es la condición del conocimiento y de la vida moral; como observa el propio Maquiavelo, esa misma vida en común fue la condición del "conocimiento de la justicia". La vida en común enseñó a los hombres el precio a pagar por sus acciones, el odio y las venganzas suscitadas por unas y la aprobación y reconocimiento por otras; y así, poco a poco, comprendieron la conveniencia de impedir unas y fomentar otras, de elaborar leyes que las regularan y castigos para quienes las violaran. De esta forma conocieron la justicia, que el florentino identifica con las leyes que evitan o castigan lo que produce discordia, odio y escisión en la ciudad, o que propician la amistad, la compasión y la unidad en la misma.

Hay, sin duda, dos grandes posiciones en filosofía política. Una, tal vez la más arraigada en nuestra cultura occidental, es partir de un ideal moral, casi siempre concretado en una idea del individuo como sujeto de derechos, y entender la ciudad, la comunidad, como un instrumento al servicio de ese ideal, tal que su constitución, su legislación y sus prácticas son subsidiarios del miso. La otra, más entendida en el mundo clásico, pone la república -su gloria, su autarquía, su honor, su duración- como fin en sí mismo, considerándola condición de posibilidad de la vida humana. En este caso, la bondad de las leyes o de las costumbres (atenienses, espartanas o romanas) no les viene de ningún fundamento abstracto, sino de ser creaciones de la ciudad. Cuando Platón se oponía a la enseñanza de los Sofistas lo hacía sin el menor escrúpulo argumentando que no eran atenienses, que no conocían ni enseñaban las costumbres atenienses; y Platón quería salvar Atenas, su peculiaridad, su diferencia.

Maquiavelo, en esta alternativa, se sitúa obviamente inclinado hacia la vertiente clásica. Para nuestro autor, la pretensión del político, del legislador y del gobernante, ha de ser la de salvar la unidad e identidad de la república; es la única forma de salvar la vida moral, que no es otra cosa que vida según leyes, costumbres y sentimientos compartidos, cualidades que sólo están vigentes en pueblos que viven en paz, unidos y orgullosos de su identidad, y que desaparece cuando surge la escisión, el deterioro de las instituciones, el orgullo de pertenecer a una república y de compartir con los otros una misma cultura.

Desde esta perspectiva se valoran de forma diferente algunas de sus tesis políticas más duras, más contrarias a nuestra conciencia moral común. Por ejemplo, su justificación de Rómulo, tanto de haber matado a su hermano Remo como de haber consentido la del sabino Tito Tacio, con quien compartía el trono. Maquiavelo justifica a Rómulo, sin duda alguna, por sus resultados, pero también por exigencias de su teoría del legislador o del príncipe único en el origen de las repúblicas; defiende esta tesis por razones de coherencia política, al creer que una sola persona, sabia y razonable, garantiza más la unidad y consistencia de la constitución que si ésta fuese elaborada por varias. "De modo que es necesario que sea uno solo aquél de cuyos métodos e inteligencia dependa la organización de la ciudad. Por eso un organizador prudente, que vela por el bien común sin pensar en sí mismo, que no se preocupe de sus herederos sino de la patria común, debe ingeniárselas para ser el único que detenta la autoridad, y jamás el que entienda de estas cosas le reprochará cualquier acción que emprenda, por extraordinaria que sea, para organizar un reino o constituir una república" [42]. Como vemos, el autoritarismo que en nuestros tiempos parece indisociable del "legislador personal", en el florentino queda compensado y corregido por las cualidades exigidas a ese legislador personal, que pasa a ser una especie de espectador imparcial, sabio y prudente, capaz de interpretar la razón.

En este contexto Maquiavelo recurre a una expresión que, sin serlo literalmente, se acerca un tanto a esa idea del maquiavelismo como doctrina basada en el principio "el fin justifica los medios”, expresión que nunca usó. Efectivamente, Maquiavelo dirá que un legislador o fundador de estados -nótese que siempre sitúa su reflexión en el origen, en las situaciones excepcionales- que actúe de esa manera, olvidándose de sí mismo y orientado únicamente a salvar la república, siempre está justificado "ante los que entiendan de estas cosas". Pues "sucede que, aunque le acusan los hechos, le excusan los resultados; y cuando éstos son buenos, como en el caso de Rómulo, siempre le excusarán, porque se debe reprender al que es violento para estropear, no al que lo es para componer" [43]. De entrada, constatar, como ya hemos advertido, que para el florentino los medios no se justifican por el fin, sino por las consecuencias, por la bondad de las mismas; en segundo lugar, que las consecuencias buenas son las que benefician a la República -y, en especial, las que fundan o salvan una república-, y nunca las que favorecen intereses individuales mezquinos.

Pero, por si hubiera alguna duda respecto a la nobleza política de los objetivos de Maquiavelo, además de resaltar su distinción entre la violencia para destruir y violencia para construir, siendo ésta la justificada, queremos reproducir este hermoso pasaje: "Además, si uno es apto para organizar, no durará mucho la cosa organizada si la coloca sobre las espaldas de uno solo, y sí lo hará si reposa sobre los hombros de muchos y son muchos los que se preocupan de mantenerla. Porque del mismo modo que no conviene que sean muchos los encargados de organizar una cosa, porque las diversas opiniones impedirían esclarecer lo que sería bueno para ella, una vez que se ha establecido no será fácil que se aparten de ahí" [44]. Sus preferencias por el legislador personal son así compatibles con una concepción popular de la política. Al fin y al cabo, nos dice el florentino, si Rómulo merece excusa por la muerte de su hermano y de su compañero es porque lo hizo "por el bien común, y no por ambición"; por eso, enseguida, instauró un senado que le aconsejara, y no una tiranía. Como es obvio, las tesis maquiavelianas, una vez contextualizadas debidamente, adquieren un significado ajeno a lo "maquiavélico".

La república es un bello ideal, y Maquiavelo fue republicano. Obviamente, un republicano de su tiempo, cuando la idea era ajena a la democracia representativa liberal. Por eso es tan sorprendente que hayan cargado sobre sus espaldas la perversa doctrina del mal, la filosofía defensora del despotismo, la crueldad y el engaño, anulando su figura intelectual, que se expresa mejor como un sobrio y clásico republicanismo civil, en el que la paz, la legalidad, la justicia y la libertad son los contenidos del ideal político. La iglesia católica tenía sus razones para pintar de obscuro al florentino, que al fin liberaba el poder temporal de toda subordinación al espiritual desde su tesis “elogio de la religión y crítica de la iglesia” [45]; pero ¿qué interés tenía el poder político en silenciarlo si no era que bajo sus “consejos” al príncipe vieron su republicanismo de fondo?

Hay un pasaje de El Príncipe en que habla de los príncipes que llegaron al poder "por medio de crímenes", es decir, "por medio de acciones criminales y contrarias a toda ley humana y divina" [46]. Maquiavelo toma como modelo a Agatocles, tirano de Siracusa, de condición "ínfima y despreciable", hijo de un ollero, que "durante toda su vida llevó una conducta criminal". Agatocles mostró mucha "virtud de ánimo y de cuerpo". Dedicado a la carrera de las armas, llegó a pretor; un día llevó a cabo un golpe de audacia: "convocó una mañana al pueblo y al senado de Siracusa, como si tuviera que deliberar asuntos concernientes a la república; y a la señal convenida hizo que sus soldados mataran a todos los senadores y a los más ricos de la población" [47]. Así ocupó el principado, sin oposición alguna; tuvo éxitos militares y mantuvo la libertad de la ciudad. Agatocles, quiere resaltar el florentino, no llegó al poder ni por la fortuna ni por favores de nadie; llegó por su virtù; y se mantuvo, igualmente, por su audacia, acierto y buen ánimo.

Ahora bien -y aquí es donde se nos revela el verdadero sentimiento del florentino-, la "virtù" de Agatocles no es la propia de un príncipe fundador de estados: "no es posible llamar virtù a exterminar a sus ciudadanos, traicionar a los amigos, carecer de palabra, de respeto, de religión. Tales medios pueden hacer conseguir poder, pero no gloria". La virtù política no es, pues, simple habilidad para conquistar el poder y mantenerlo; la virtù requiere otras cosas. Maquiavelo es lúcido y claro al plantear la cuestión: por su capacidad para arrostrar y vencer los peligros y por la grandeza de ánimo en soportar y superar adversidades, nos dice, Agatocles no podía ser juzgado inferior a ningún otro; no obstante, "a pesar de todo, su feroz crueldad e inhumanidad, sus infinitas maldades, no permiten que sea celebrado entre los hombres más nobles y eminentes" [48].

Aunque no lo parezcan, son palabras de Maquiavelo; y, a nuestro juicio, del pensamiento profundo de Maquiavelo. Agatocles no puede ser considerado "príncipe de gran virtù"; o, en otros términos, su virtù era la del tirano, no la del buen cristiano, ni la del buen político. Al florentino le interesa esta última, la cual se mide por sus resultados cara a constituir una comunidad política. Como buen tirano, fue capaz de mantener su poder de forma prolongada sobre el miedo; como mediocre político, no consiguió dejar de ser odiado, no pudo renunciar al uso de la crueldad, no llegó a gobernar con el consentimiento del pueblo. Agatocles tenía la virtù del déspota, pero no la del príncipe nuevo, forjador de un estado; por eso consiguió el poder, pero no la gloria. La "virtù política", pues, en el pensamiento del florentino, va indisolublemente ligada al éxito en la consolidación de un estado.

Hay otro momento en que reflexiona sobre el "principado civil" Se trata de aquellos principados en que el poder no se consigue por la fortuna, por virtudes propias o por violencia y crimen, sino "con el favor de los ciudadanos". Depende, por tanto, de los otros, sea del pueblo, sea de los grandes; en cada caso, la situación es peculiar.

Maquiavelo desarrolla su reflexión de manera general. Habla de la existencia en cualquier tipo de ciudad de "dos humores", que resume así: "por un lado, el pueblo no desea ser dominado ni oprimido por los grandes; por otro, los grandes desean dominar y oprimir al pueblo; de estos dos apetitos contrapuestos nace en la ciudad uno de los tres efectos siguientes: o el principado, o la libertad o el libertinaje" [49]. El florentino expresa así su visión de la política, la lucha por el poder y la base social de esa lucha.

En cualquier caso, y aparte de su ideología, para Maquiavelo es obvio que el principado civil, apoyado en el consentimiento del pueblo, es políticamente preferible, por ser más estable, al que se apoye en los grandes: "El que llega al principado con la ayuda de los grandes se mantiene con más dificultad que el que lo hace con la ayuda del pueblo" [50]. En última instancia, viene a decir Maquiavelo, los grandes desean dominar y oprimir y, en consecuencia, sus deseos no pueden ser satisfechos sin riesgos de subversión; el pueblo sólo quiere no ser oprimido ni dominado, cosa que hace fácil ganarse su voluntad. Con coherencia envidiable, nuestro autor concluye que "es necesario al príncipe tener al pueblo de su lado" [51]. Su preferencia por el pueblo, por su libertad e igualdad, se muestra inequívoca en su opción republicana; pero también en su opción por un "principado civil" con apoyo popular cuando la situación excepcional hace inviable la república.

En otro momento nos habla del "principado nuevo", y defiende la necesidad de exigencias radicales, sin reparar en las exigencias de la moral común. Hemos de decir de entrada que la reflexión de El Príncipe, exceptuando los primeros capítulos, se refiere siempre a "principados totalmente nuevos". Este contexto es muy relevante, porque implica que sus reflexiones están dirigidas, aunque a veces de modo tácito, a situaciones excepcionales, pues un principado nuevo responde siempre a una situación extraordinaria.

Pues bien, Maquiavelo considera que la instauración de un principado nuevo, para que pueda tener éxito, exige la renovación de todas las leyes y ordenamientos; un cambio de estado requiere un cambio de la vieja constitución, cuya impotencia, derivada de sus inadecuaciones, es la causa de la crisis. Le parece una regla de oro que "siendo el príncipe nuevo, debe hacerlo todo nuevo en el estado" [52]. Opta por un gobierno nuevo, con nuevas leyes, nuevos hombres, nuevos fundamentos y nuevos criterios de autoridad: "hacer a los ricos pobres y a los pobres ricos". Incluso no duda en la conveniencia de traslados de población; es decir, el florentino aconseja medidas ciertamente excepcionales y contrarias a la moral común.

Maquiavelo parece muy consciente tanto del significado de esas medidas como de su conveniencia o necesidad. Reconoce que estos procedimientos "son muy crueles y contrarios a la forma de vivir no solamente cristiana, sino humana" [53]. Este reconocimiento es ya, en cierta forma, expresivo de su sensibilidad moral, aunque la situación de necesidad le aconseje cerrar los ojos; como mínimo expresa que sólo ante razones poderosas tales procedimientos son justificados. Pero va más allá al decir sin ambigüedades que todos los hombres deben evitar caer en ellos, contemplando la idea de que es preferible dejar de ser rey antes de ocasionar la ruina de tantos hombres [54]. Por tanto, esas estrategias "inmorales" sólo se justifican, en el pensamiento de nuestro autor, en el marco de una situación de excepción como es la fundación de un nuevo principado.

No es cierto, insistimos, en que el florentino subordine la ética a la política; toda su idea de la política gira en torno a la constitución y defensa de una comunidad de vida ética. Tampoco es cierto que oponga política y moral; aunque no tiene una idea moderna, kantiana, de la moralidad, distingue los valores cristianos y humanos; pero su ideal de vida no es la del individuo moral, sino la comunidad ética. Para salvar ésta estará siempre dispuesto a todo.

En Maquiavelo la política siempre tiene la ética como referente; en situaciones normales, porque el gobernante debe ejercer su arte de gobierno en el más escrupuloso respeto de las leyes, usos y costumbres; en situaciones excepcionales, porque el príncipe debe ejercer su arte de fundador de estados de forma inequívocamente orientada a instaurar un principado que dé paso a una república o comunidad de vida ética. En rigor, para el florentino la política y la ética, como la religión y el derecho, son todos instrumentos que se legitiman por sus resultados, por su eficacia en la instauración, defensa y mantenimiento de la república, entendida ésta como la condición de posibilidad de una vida humana.

En fin, en sus reflexiones sobre el castigo el florentino nos ofrece otro aspecto de su filosofía política que, como los anteriores, no encaja en el imaginario personaje maquiavélico que goza con la crueldad y el terror. Maquiavelo se plantea la cuestión de si "para regir una multitud es más necesario el premio que el castigo" [55]. Una vez más, su reflexión parte de la historia de Roma, que ofrece ejemplos de cómo unas veces el trato humano es más exitoso que el rigor y la crueldad, mientras que otras, como dice la sentencia de Cornelio Tácito, "Para gobernar a una multitud, más vale el castigo que el premio". Hay, pues, ejemplos en favor de la benignidad y ejemplos en favor del temor como estrategia del ejercicio del poder.

Maquiavelo, partiendo de esta situación, se eleva a consideraciones teóricas, que ayuden a pensar cada caso y decidir correctamente. Y encontrará que la regla fundamental pasa por distinguir a quién se está gobernando: a hombres acostumbrados a ser libres e iguales, o bien a hombres que han sido siempre súbditos. "Cuando se trata de iguales, no se puede emplear a fondo esa severidad y ese castigo que recomienda Cornelio: y como la plebe romana tenía en Roma derechos políticos similares a los de la nobleza, el que se encargaba de gobernarla temporalmente no podía tratarla con crueldad y dureza" [56].

Es decir, nuestro autor viene a distinguir entre las repúblicas (donde los hombres son libres e iguales) y las monarquías o principados (donde se carece de libertad e igualdad); y, en ese esquema, reconocerá que cada tipo de comunidad política exige peculiaridades en la forma de gobierno. En concreto, los hombres libres e iguales no pueden ser tratados como los súbditos; y no por razones morales -que también, pues sólo los hombres libres son propiamente humanos-, sino por razones políticas, porque no lo admitirían. Cada circunstancia exige una estrategia; la crueldad, los castigos rigurosos, el gobierno por el miedo, es siempre ineficaz e inconveniente en pueblos libres; por tanto, sólo se justifica en situaciones especiales.

Desde nuestra conciencia actual, dominada por el principio de la "igualdad natural" de todos los hombres, repugna esta doble estrategia que parece responder a una doble moral; para la concepción maquiaveliana, en la que "el hombre" era una idea a realizar y "los hombres" simple "plebe" o "vulgo" que los gobernantes deben convertir en hombres, la doble estrategia política parece razonable. Para el florentino el hombre sólo es libre y tiene derechos cívicos si vive en una república, si vive como ciudadano; y es así porque el hecho de vivir en una república quiere decir que esta forma de comunidad política es posible y, por lo tanto, que sus miembros son capaces de vivir como hombres (respetar leyes y costumbres, dialogar, cooperar, compartir valores y proyectos, defender lo común, luchar por la unidad y gloria de la ciudad...).

En la lógica del florentino la existencia del principado alude a una situación de excepción de la que se acaba de salir; una situación transitoria, de un pueblo que aún es un pueblo de súbditos, que aún no sabe ni quiere ni puede vivir como una república. En este caso, el uso del castigo severo, del terror, como del engaño o de la simulación, no sólo le parecen eficaces, sino necesarios; en cierto sentido, los "medios maquiavélicos" no son eficaces en las repúblicas, sino en las principados; no se aplican a hombres-ciudadanos sino al vulgo, que aún no ha adquirido -o ha corrompido- su naturaleza humana. El mal, según una profunda creencia del florentino, sólo puede ser combatido con éxito con el mal. Pero incluso en esos casos, cuando el recurso al miedo y al castigo es inevitable, nuestro autor aconseja que sea el mínimo, "porque hacerse odiar nunca trajo bien a un príncipe" [57].

Por último, hay numerosos pasajes en que Maquiavelo se nos muestra muy lejos de esa defensa de dictadores, simuladores y crueles tiranos que se atribuye a su doctrina. De hecho, el maquiavelismo siempre ha sido visto como un monstruo de doble rostro: el del ateísmo e inmoralismo y el del despotismo político. La primera faceta, como ya hemos dicho, merece muchas matizaciones; Maquiavelo es más "pagano" que ateo, y su inmoralismo sólo expresa distanciamiento respecto a la moral moderna, pero en absoluto ausencia de vocación ética. La segunda faceta es aún menos defendible; nada más extraño al florentino que una defensa del despotismo; si algo sorprende es, precisamente, la fidelidad al republicanismo civil en una época de creciente afirmación del absolutismo.

En los textos de Maquiavelo se encuentran, sin duda, pasajes de justificación y alabanza de dictaduras y tiranías. Ahora bien, estos elogios nunca se expresan de forma general, absoluta y abstracta, sino con referencia a aspectos particulares de dichos regímenes, a su ocasión y a sus circunstancias. Podemos verlo con la mayor claridad en uno de los textos más directos, cuando reflexiona sobre la figura romana del "Dictador". Maquiavelo hace un elogio de esta figura política, así como de su ejecución en los diversos momentos de la vida de Roma. Pero deja bien claro que la bondad de la "dictadura" no procede de una justificación abstracta de un poder absoluto del gobernante o algo parecido; su bondad procede simplemente de su "legitimidad", de estar perfecta y explícitamente contemplada en los textos constitucionales de la república. Por lo tanto, esta primera matización aleja al florentino de cualquier asociación con una ideología o pasión despótica.

Claro está que Maquiavelo no se para en una simple defensa "procedimental" de la dictadura; el florentino defiende, con otro tipo de razones, la bondad de las constituciones que prevén en sus ordenamientos la figura política del "dictador". Lo hará, sin duda alguna, por simple previsión, por si deviniera una situación excepcional que hiciera necesario dotar a un ciudadano de poderes extraordinarios, como ocurre en nuestras constituciones democráticas, en las que se contemplan esas posibles situaciones (de emergencia, de excepción, de guerra, etc.). Maquiavelo siempre consideró perfección de las constituciones el que contemplaran estas contingencias, porque era una manera de garantizar la continuidad del estado en situaciones de crisis. Pero, en el caso de nuestro autor, esta previsión deja de ser meramente prudencial para ser teóricamente exigida, pues desde su teoría esas "situaciones" no son simples contingencias posibles, sino fases necesarias por las que, según la ley de la corrupción de las cosas civiles, pasan todas las naciones.

Ahora bien, en modo alguno Maquiavelo lleva a cabo una defensa de la dictadura como régimen político normal; la ve simplemente como estado de excepción y de acuerdo con lo constitucionalmente previsto. Por eso, cuando el "dictador" tiene otro origen, cuando la dictadura se impone por procedimientos ajenos a los constitucionalmente previstos, cuando se trata de un poder personal y arbitrario en vez de un poder constitucional, entonces el florentino la rechaza radicalmente porque viola las leyes de la república y porque es un mal para la misma [58]. Maquiavelo, pues, defiende una idea muy clara: la dictadura puede ser benéfica, como lo fue para la república romana, por ser constitucional, pero no es así en otros casos: "resulta perniciosa para la vida civil la autoridad que se arrebata a los ciudadanos, pero no la que ellos otorgan por libre elección" [59]. Es cierto que, prevista en la constitución, algún dictador personal puede intentar revestirse de legitimidad invocándola; pero, como dice realistamente Maquiavelo, "si en Roma no hubiera existido el título de Dictador, hubieran inventado otro, pues es la fuerza la que conquista fácilmente los nombres, y no al revés" [60].

Por lo tanto, en una república en situación normal la instauración de la dictadura ni es legítima ni es posible. El florentino insiste reiteradamente en la imposibilidad de que surja y triunfe el dictador si la república no está corrompida y en crisis. Su argumento es sugerente, y merece ser resumido. Considera que para que un ciudadano normal llegue a acumular "autoridad extralegal" se necesitan unas condiciones sociales y políticas que no se dan en las repúblicas no corruptas. Un poder semejante requiere que dicho ciudadano sea "riquísimo" y tener muchos partidarios, piensa el florentino; y, con cierta ingenuidad, poco "maquiavélica", añade que tal cosa "no podrá suceder allí donde se cumplan las leyes, y si a pesar de todo los tuviese, hombres así resultan tan temibles que un voto libremente otorgado no recae nunca sobre ellos" [61]. Ciertamente, parece realmente ingenuo decir que un hombre "riquísimo" y con muchos partidarios no sería elegido en una república; pero es desde nuestra idea de democracia, muy lejana al ideal de comunidad política que nuestro autor entiende por "república". En su idea de república era anómalo que existieran hombres riquísimos y, sobre todo, si existían, que tuvieran muchos partidarios. Pensándolo bien, no es tan ingenuo, si tenemos en cuenta que el florentino habla de repúblicas no corruptas, donde viven ciudadanos iguales, no súbditos con derechos; hombres libres que se autodeterminan, no vulgo gregario; miembros de la comunidad, no simples socios. Verdaderamente hablaba de otras cosas.


J.M.Bermudo (2015,inédito)




[1] Barcelona, Publicaciones UB, 1994. Con prólogo de Jordi Solé Tura.

[2] Ibid.,15.

[3] Discorsi, I, Proemio.

[4] Discorsi, I, 2.

[5] Discorsi, I, 1.

[6] Discorsi, I, 1.

[7] Discorsi, I, 2.

[8] Discorsi, I, 2.

[9] Discorsi, I, 2.

[10] Discorsi, I, 2.

[11] Discorsi, I, 2

[12] Discorsi, I, 2.

[13] Discorsi, I, 16.

[14] Discorsi, I, 16.

[15] Discorsi, I, 16.

[16] Discorsi, I, 17.

[17] Discorsi, I, 17.

[18] Discorsi, I, 17.

[19] Discorsi, I, 18.

[20] Discorsi, I, 18.

[21] Discorsi, I, 18.

[22] Discorsi, I, 18.

[23] Il Principe, XV.

[24] Il Principe, XVII.

[25] Discorsi, I, 18.

[26] Discorsi, I, 16.

[27] Maquiavelo alude al hecho que relata Tito Livio, referente a Lucio Junio Bruto, libertador y primer cónsul de Roma, cuyos hijos añoraban el orden aristocrático abolido, conspiraron contra su padre y pretendieron restaurar a Tarquino.

[28] Discorsi, I, 16.

[29] Discorsi, I, 16,

[30] Discorsi, I, 16.

[31] Discorsi, I, 17.

[32] Discorsi, I, 17.

[33] Discorsi, I, 20.

[34] Il Principe, XVIII.

[35] Il Principe, XVIII.

[36] Il Principe, XVIII.

[37] Il Principe, XVIII.

[38] Il Principe, XVIII.

[39] Il Principe, XVIII.

[40] Il Principe, XVIII.

[41] Discorsi, I, 2.

[42] Discorsi, I, 9.

[43] Discorsi, I, 9.

[44] Discorsi, I, 9.

[45] “Los italianos tenemos, pues, con la Iglesia y con los curas esta primera deuda: habernos vuelto irreligiosos y malvados; pero tenemos todavía una mayor, que es la segunda causa de nuestra ruina: que la Iglesia ha tenido siempre dividido nuestro país”( Discorsi, I, 12)

[46] Il Principe, VIII.

[47] Il Principe, VIII.

[48] Il Principe, VIII.

[49] Il Principe, IX.

[50] Il Principe, IX.

[51] Il Principe, IX.

[52] Discorsi, I, 26.

[53] Discorsi, I, 26.

[54] Discorsi, I, 26.

[55] Discorsi, III, 19.

[56] Discorsi, III, 19.

[57] Discorsi, III, 19.

[58] Discorsi, I, 34.

[59] Discorsi, I, 34.

[60] Discorsi, I, 19.

[61] Discorsi, I, 19.