EL MIEDO EN LOS ORÍGENES DE LA MODERNIDAD





La presente reflexión parte de dos presupuestos: uno, que la cultura reinante en nuestras sociedades capitalistas occidentales rechazan radicalmente el dolor, el conflicto y el miedo, elementos de la realidad social; otro, que la filosofía contemporánea se ha plegado a esa consciencia positiva instaurando discursos cuyo escenario de representación silencian o invisibilizan en lo posible esos elementos reales. En particular, la filosofía política contemporánea, en su tarea de legitimación del orden social y jurídico, pone especial énfasis en el silenciamiento del miedo. Cuando se escenifica la constitución del pacto o la elaboración de las leyes, al tratar el debate público o del mercado, del ejercicio de la justicia o de la vida moral, el miedo no puede tener presencia en la representación. Aunque se reconoce su realidad, su pacto de muerte con la vida, en el orden práctico o normativo se toma como principio absoluto su ausencia del discurso legitimador, su invisibilidad en la construcción en idea de la ciudad. Esta ficción, como hemos dicho, se extiende a otras figuras fácilmente relacionables con el miedo, como la guerra, la violencia, el conflicto o el dolor en general. La filosofía política de nuestros días, haciendo gala de un curioso dominio de las recetas maquiavelianas de “simulación” y “disimulación”, ha radicalizado este angélico principio y ha consolidado hasta la banalización las máximas que de forma redundante prescriben que la presencia de la guerra o la violencia ilegitiman la negociación o el pacto, que sobre el miedo no puede construirse ningún orden político jurídico legítimo, no puede fundarse el Estado. Parece haber olvidado que en los momentos inaugurales del Estado moderno, la filosofía asumía generalmente como postulado que el miedo sólo está ausente, y de forma ideal, al final de la construcción de la república, que exigir su ausencia en el origen de la ciudad sólo sirve para enmascarar la realidad y volver ineficaz el pensamiento.

No abordaremos aquí las causas ni las consecuencias de este posicionamiento filosófico [1]; sólo haremos las referencias necesarias para contextualizar y dar sentido a una tesis particular perteneciente al proyecto, a saber, que esta consciente clausura del miedo como constituyente del orden político, que consideramos propio del pensamiento filosófico político contemporáneo, contrasta visiblemente con el discurso filosófico que apareció en la aurora de nuestra civilización occidental, el discurso fundador del Estado moderno. El análisis y valoración de esta contraposición ayuda a comprender el problema señalado del silenciamiento ontológico del miedo en la filosofía actual.

Para ilustrar esta tesis recurriremos a tres autores: Hobbes, que la historiografía reconoce como una de las fuentes del liberalismo, nos es útil para mostrar la indisolubilidad del vínculo entre el miedo y el orden político, es decir, su carácter constituyente; Maquiavelo, a caballo entre el fin del pensamiento político clásico y los albores del moderno, nos parece adecuado para pensar, en la alternativa estratégica entre amor y temor, la inevitabilidad pragmática del recurso al miedo por el príncipe; en fin, Spinoza, cuya filosofía está peculiarmente comprometida con la democracia, nos servirá como síntesis de las dos ideas anteriores, una posición madura y matizada, pero que consagra el miedo como determinación derivada de la finitud del ser humano.


1. El círculo hobbesiano del miedo.

La importancia del miedo en el pensamiento de Hobbes se ha resaltado hasta extremos tan anecdóticos, que no necesitamos extendernos más allá de rememorar su tesis. Es conocida la leyenda de que su venida a este mundo fue de la mano del miedo, en cuanto su madre le dio a luz bajo el terror de los cañonazos de la Armada Invencible de Felipe II. Leyendas aparte, es obvio que, de la misma manera que la idea de libertad individual es la base sobre la que se organiza la propuesta filosófico-política de Locke, y la idea de igualdad sirve a tal efecto a Rousseau, y la derecho a Kant, en el caso de Hobbes la clave estructurante es la seguridad. Tal vez el liberalismo sea el discurso que articula esas ideas, dependiendo sus matices y tendencias precisamente de la hegemonía relativa de las mismas; pero si buscamos el orden lógico, e incluso el axiológico, en los discursos de los diferentes autores liberales, encontraremos que la seguridad ocupa el lugar fundamental, como condición de posibilidad de pensar y existir todos los demás. En la medida en que esta apreciación sea correcta, estamos otorgando a Hobbes un papel de especial relevancia en la génesis del liberalismo.

Hobbes, bien mirado, sigue siendo el más liberal de los pensadores liberales, si por liberalismo se entiende la consagración absoluta del individualismo en todos los registros del pensamiento. Pues bien, ese Hobbes liberal, reconocía abiertamente que el Estado provenía de las carencias y no de la perfección, que no era un bien en sí sino un mal menor; no sentía el menor pudor en decir que los seres humanos restringían o limitaban sus vidas al encerrarse en las repúblicas, que sólo buscaban “conseguir una vida más dichosa”, salir del mal absoluto de la guerra; en definitiva, que en el pacto político los hombres optaban por conseguir la seguridad abandonando el estado de guerra, que era un estado de libertad natural, estado de espontáneo juego de las pasiones naturales, y en consecuencia amenazado por la violencia y la muerte. Buscaban, en el fondo, salir del miedo. Ahora bien, en esa opción constituyente del orden político no se liberan del miedo; paradójicamente, según Hobbes, los hombres buscan la seguridad mediante la instauración “de un poder visible que los mantenga en el temor”; es decir, el pacto da entrada a un orden donde sigue reinando el miedo. Se pasa del miedo a la guerra en el estado de naturaleza al miedo al poder político en el estado civil; el círculo del miedo limita las posibilidades de la existencia humana.

No duda en proclamar su creencia en que los hombres sólo por “miedo al castigo” pueden ser atados a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes [2]. No sólo es el miedo el que los arrastra inexorablemente al pacto, situándose así en escenario del pacto, en condición necesaria (si no, ¿por qué restringir la libertad y atarse a las leyes?) del mismo; el miedo también se erige en elemento constituyente de la república, pensada no simplemente como algo superior al mero consentimiento y la concordia, sino como profunda y peculiar “unidad de todos ellos en una e idéntica persona hecha por el pacto de cada hombre con cada hombre, como si todo hombre debiera decir a todo hombre: abandono el derecho a gobernarme a mí mismo y autorizo a hacerlo a este hombre o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tú abandones tu derecho a ello y autorices todas sus acciones de manera semejante” [3].Pacto del que resulta la República, persona jurídica que representa la unidad de una multitud; se trata del “gran Leviatán”, del “dios mortal” que garantiza nuestra paz y nuestra defensa. Pero esa garantía de vida, no tiene Hobbes reparos en decirlo, se debe al gran poder y fuerza que gestiona, al “terror” que inspira y gracias al cual es capaz de formar las voluntades de todos [4]. Ese poder de la espada, garantía de eficiencia de la ley, tiene su referente subjetivo en el miedo: sólo el mayor miedo a la anarquía que al poder del estado justifica el pacto constituyente; y sólo el mayor miedo a la espada que respalda a la ley justifica la obediencia civil. No es el amor a la ley, a su racionalidad, a su moralidad, la garantía de obediencia a la misma que exige la vida social; es el temor a la espada la garantía de esa seguridad. No es el amor a los hombres lo que, en claves liberales hobbesianas, lleva a la constitución de la civitas; es el miedo a los mismos, expresado en la figura de la “guerra de todos contra todos”, lo que lleva al pacto, y la desconfianza en los mismos, desde la caracterización esencial del hombre como lobo del hombre, la que empuja a los individuos a preferir la sumisión al poder frente a la amenaza de anarquía. Por mucho que nos angustie ver en la raíz del liberalismo esta entronización del miedo en la constitución y mantenimiento de la república, hemos de reconocer que su ontología no permite otra salida coherente. Para el individualismo radical la ley, como cualquier otra relación social, sólo puede ser pensada como instrumental. Cualquier liberal consecuente prefiere pensar el orden político como sumisión del cuerpo en vez de enajenación del alma; pues. Bien mitrado, amar la ley, amar lo universal, desde la ontología individualista no puede ser otra cosa que una enajenación de esencia.

El tratamiento que hace Hobbes del miedo no puede ser más explícito que en el pasaje que a continuación resumimos, donde responde de forma directa la tópica argumentación de que el miedo invalida los pactos o los compromisos. Vienes a decirnos que el miedo, lejos de ser circunstancia deslegitimadora, es elemento constitutivo del ciudadano y constitutivo de la soberanía. No podría ser de otra manera, pues “quienes eligen su soberano lo hacen por miedo de unos a otros”, de modo semejante a como se someten, también por miedo, a un conquistador. “En ambos casos lo hacen por miedo, y deben tenerlo muy en cuenta quienes consideran nulos todos esos pactos por provenir del miedo a la muerte o a la violencia” [5]. Si fuera cierto este tópico según el cual miedo y legitimidad política se excluyen, comenta, “sería imposible que ningún hombre estuviese obligado a obediencia en ninguna clase de república” [6]. Pues pensar un pacto en condiciones de ausencia radical de miedo o de necesidad es una idealización, una ficción que pone en el origen lo que en el mejor de los casos es el objetivo final de la acción política.


2. El temor sin odio.

El tratamiento del miedo que hace Maquiavelo va estrechamente ligado al del uso de la crueldad en política. Daremos por supuesto, dado que se trata de una tesis que hemos desarrollado en extenso en otro lugar [7], que el recurso a la crueldad, al engaño, a la simulación y la disimulación, en fin, a todos los recursos que componen el mal político, imaginariamente inventariados en el manual de maquiavelismo al uso, lejos de formar parte de la ideología sustantiva del pensador florentino, sólo son recomendaciones estratégicas para el político (el príncipe) en situaciones de excepción. Conviene recordar, frente a las vulgares interpretaciones de Maquiavelo como “maquiavélico”, es decir, la institución de su pensamiento como doctrina del mal, sin duda del mal político, pero incluso del mal en general, que el autor florentino es el más genuino transmisor a la modernidad de algunos de los más noble valores del mundo clásico, sumergidos en la barbarie feudal (“barbarie ritornata”, que diría otro italiano destacado, G. B. Vico. El florentino en sus Discorsi nos transmite la esencia del republicanismo cívico, la defensa sin fisura de la república frente a los principados, la superioridad de las virtudes públicas sobre las religiosas, la primacía de los valores éticos sobre los genuinamente morales o morales (en la distinción no siempre convincente que fijara la modernidad), la conveniencia de someter el poder eclesiástico al poder político (que las malévolas e interesadas lecturas de su obra interpretan como rechazo de la religión), etc.

Dejamos, pues, sentada esta interpretación según la cual el “maquiavelismo” no es la doctrina política de Maquiavelo, sino, aplicando el principio de caridad a una historiografía tan tendenciosa y falsificadora que no se lo merece, la estrategia conveniente en casos excepcionales, en particular, en el caso de un “Principado nuevo”, adquirido por conquista, desintegrado, fracturado, invadido por el mal (la guerra, la violencia, el odio, la amenaza de desaparición…). Es en esas circunstancias, y sólo en ellas, donde puede ser eficaz –como muestra la historia cuyas páginas selecciona- el recurso a l crueldad, el recurso al miedo. Porque, en las circunstancias normales, la política requerida es igualmente normal. Maquiavelo dirá que en repúblicas pacificadas, el gobernante sólo debe respetar las leyes, los usos y costumbres, y nada más; e incluso en los principados consolidados, en situaciones políticas normales de los mismos, "todo príncipe debe desear ser tenido por clemente (pietoso) y no por cruel" [8] . El recurso a la crueldad, por tanto, está ligado a las situaciones sociales extremadamente anormales.

El pensador florentino, en ésta como en otras muchas de sus ideas, ha sido obstinada e interesadamente malinterpretado, hecho al que sus textos se prestan al no contextualizar debidamente los escenarios donde proponía sus máximas. Los estudiosos, por desidia o malevolencia, han podido engordar el mito del maquiavelismo perverso, doctrina del mal político, que inventaran los teóricos de la superioridad del poder temporal del Papa. Como decimos, algunas deficiencias del léxico de los textos permiten esa deformación; pero sólo se aprovechan de ellas autores apologéticos; ante lecturas más frías y rigurosas, las obras del florentino revelan otro mensaje. Un mensaje que, en lo que aquí nos atañe, pone el complicado tema de la función del miedo en la vida política. Maquiavelo, desde su neta distinción entre, por un lado, salvar un estado en descomposición o fundar otro nuevo por anexión, y, por otro, conservar una comunidad política pacificada ya existente, no tiene duda alguna en defender la necesidad del uso de la crueldad en el primer caso y condenar cualquier recurso a la misma en el segundo. Dicho de otra manera, la “cuestión maquiaveliana”, con la cual la filosofía debe enfrentarse y medirse, plantea la cuestión siempre abierta de si puede justificarse el recurso al mal para defender el bien. Tesis que traducida al presente podríamos enunciar en términos de si está justificada la guerra para defender la libertad o construir la paz, si es legítima la violencia para defender los derechos, si es aceptable la sumisión o represión para hacer viable el orden civil, etc.

Para abordar directamente el tema de la crueldad en política lo más apropiado es situar la reflexión en la problemática del miedo. Es bien conocido que uno de los problemas más controvertidos del pensamiento del florentino refiere a su planteamiento de una cuestión que la conciencia europea tradicional suele dar por resuelta, a saber, "si es mejor (para un príncipe, para un dirigente) ser amado que temido o a la inversa" [9] . Desde la idea oficial que nuestros estudiantes acostumbran a tener del pensamiento de Maquiavelo, no cabe duda alguna de que esperarían del florentino la respuesta que han aprendido de sus maestros, incluida en el paquete global del maquiavelismo; es decir, darían por sentado que optaría por el recurso al mal político, que defendería la mayor eficacia del miedo en la dominación política. Pero los textos son tozudos y quien tenga la paciencia de leerlos comprobará que la posición maquiaveliana no es tan “maquiavélica” como suele decirse. De entrada contesta a su propia cuestión con una paradójica afirmación de que es deseable "l'uno e l'altro"; ambos, el amor y el temor, son reconocidos por nuestro autor como medios útiles a la unidad y al orden del estado, a su paz y prosperidad. Respuesta que, pese a quien peses, es totalmente coherente con su filosofía; y que, aunque pudiera sospecharse, no es una forma tópica y ecléctica de eludir la cuestión. Todo lo contrario: define bien su posición, con claridad y con coherencia.

Nos atrevemos a imaginar que al florentino le habría gustado pensar y creer en la posibilidad de un orden político basado exclusivamente en el amor al soberano; y tal supuesto no sería extravagante, dado que la biografía de Maquiavelo está toda ella al servicio de valores políticos defendibles. Por otro lado, no era un revolucionario moderno capaz de ver en el amor al príncipe o a las instituciones una forma de sumisión y entrega. Si contesta "l'uno e l'altro" es porque su experiencia del comportamiento humano pone límites a toda relajación idealizante y le impide confiar la obediencia política únicamente al amor al príncipe. No puede dejar de pensar que los hombres son "ingratos, volubles, simuladores y disimuladores, huyen del peligro, están ávidos de ganancia" [10] ; que esos hombres llegan a ser fieles y dispuestos a entregarte sus bienes, su vida y su sangre "cuando la necesidad está lejos", pero cuando los necesitas te vuelven la cara. Con tal concepción del hombre, desde la que piensa Maquiavelo la política, se comprende su tesis de que no basta al príncipe conseguir el amor, pues éste es frágil, inseguro y versátil; se comprende la inevitabilidad de contemplar la perspectiva del recurso al temor; y, en fin, se comprende la absoluta coherencia de su respuesta, al apoyarse tanto en el amor como en el temor.

Maquiavelo no era un pragmatista contemporáneo, y mucho menos un cínico. Aunque se le haya atribuido tantas veces la máxima “el fin justifica los medios” que ya resuelta imposible corregir el error [11], su respuesta no puede interpretarse como el simple recurso a usar unas veces el temor y otras el amor, la violencia o la seducción, pues a efectos prácticos lo que cuenta es la intención, el fin… Ni siquiera en una perspectiva del maquiavelismo más ajustada, centrada en la máxima de que “los resultados justifican los medios”, según la cual éstos son en sí irrelevantes y subordinados a los resultados. Sería una forma de mostrar la coherencia de su respuesta con su pensamiento, sintetizado en una u otra de las dos máximas, pero no nos referimos a ella. Al afirmar la coherencia con su pensamiento de la respuesta ambigua y ambivalente sobre el recurso indistinto o indiferenciado al temor y al amor, queremos ir más lejos, en la perspectiva que el florentino nos abre en su texto al responder de forma anticipada, cubriéndose en salud, a la cuestión que cualquier lector lúcido le haría al escuchar esa respuesta: ¿cuál de los dos se ha de preferir en cada ocasión, el amor o el miedo, dado que la presencia de uno implica la ausencia del otro? ¿Qué hacer ante la hipótesis de la necesidad de elegir entre "l'uno e l'altro", dado que es difícil mantenerlos juntos?

Pues bien, esa respuesta del florentino, que calificamos también de absolutamente coherente con su filosofía y que sostiene la coherencia de la primera, es bien conocida por todos: "es mucho más seguro ser temido que amado cuando se haya de renunciar a una de las dos" [12] . Con lo cual nos está diciendo: los dos pueden estar presente, es deseable que los dos estén presente, ambos constituyen el vínculo político, ambos están en el origen y mantenimiento, en la esencia, del orden político. Eso sí, ocasionalmente puede haber conflicto entre ambos; en ese caso el temor parece al florentino más sólido argumento que el amor. No que le agrade o desee que sea así, sino que reconoce que es así; es su experiencia, es la historia, el referente de autoridad.

Recordemos a propósito lo ya dicho, que Maquiavelo no sitúa su reflexión en el escenario de la normalidad política, en cuyo caso el príncipe inteligente debe buscar ser amado, ser tenido por clemente, magnánimo, en fin, virtuoso; estamos en un escenario donde está en juego la sobrevivencia de la república, y en esa circunstancia la experiencia avala que es mejor confiarse a la fuerza y a la crueldad que al amor y la benevolencia. Puede resultar moralmente duro, y seguramente lo es; pero lo duro es la realidad, no la ciencia que la describe. Maquiavelo no está predicando una moral angélica, ni siquiera está hablando de política en situaciones normales, en cuyo caso no se necesita el príncipe de gran virtù ni, si mucho me apura, filosofía política alguna. En condiciones de normalidad sólo hay que respetar las leyes, los usos y las costumbres, seguir el sentido común, en definitiva, ser “normales”; la filosofía ha de pensar los conflictos, los márgenes, el lado oscuro, y para ello ha de elegir escenarios excepcionales: el político situado ante la elección del bien o el mal para salvar la república. Hoy, es cierto, sospechamos de los salvadores, de todos; y hacemos bien, es nuestro aprendizaje de la historia reciente; pero Maquiavelo vive en un momento en que la historia la hacen los príncipes, los linajes, las casas, y no las masas. Maquiavelo está planteándose una política que salve una comunidad en crisis, amenazada de extinción, rota por la guerra; una política que reconstruya una comunidad, sin la cual no tiene sentido la vida moral. Y es en ese contexto donde tiene interés la pregunta: ¿es legítimo recurrir al miedo, a medidas in morales, para salvar una comunidad donde sea posible la vida éticas y sin (o, al menos, con menos) miedo?

Maquiavelo sólo nos dice que recurrir al miedo es "más seguro"; no afirma que sea moralmente "mejor", sino prudencialmente más razonable. Es la propia naturaleza humana la que determina la debilidad de la obediencia y de la lealtad basadas en el amor, ya que éste con facilidad cede ante la utilidad; es la naturaleza humana la que fundamenta la mayor fijeza y efectividad del respeto institucional basado en el temor, pues el miedo al castigo, a diferencia del amor, es una constante de la naturaleza del hombre. Maquiavelo, en definitiva, no hace una valoración moral sino meramente prudencial; no dice que sea "mejor" sino simplemente que es "mucho más seguro". Y al hacer tal afirmación establece los límites de su campo de validez, es decir, restringe su valoración a aquellos casos en que "se haya de renunciar a una de las dos", cuando la necesidad imponga la opción.

Si hay que elegir, recomienda el florentino, el príncipe debe optar por apoyarse en el temor. Ahora bien, en ningún caso hay un elogio de esta pasión; en ningún momento se sugiere que "ser temido" sea placentero. Incluso conviene resaltar que el consejo final, completo, de Maquiavelo ante la dificultad de conjugar amor y temor, es el de conseguir al menos compatibilizar el temor y la ausencia de odio. El príncipe debe hacerse temer, pero de manera que "si no le es imposible ganarse el amor consiga al menos evitar el odio, porque pueden perfectamente darse unidos el ser temido y el no ser odiado" [13] . Por tanto, es una máxima maquiaveliana que el gobernante no renuncie nunca a conseguir el amor, el respeto y el reconocimiento de sus súbditos; y, si no se logra, en aquellas situaciones contingentes en que no alcance ese objetivo, debe al menos garantizar la neutralización de su odio.

Este consejo final es muy elocuente. Si, a diferencia del amor, la ausencia de odio es compatible con el temor, debe considerarse una norma del príncipe, pues el odio de los súbditos es un factor de disgregación, que va contra el fin último de la política. Ahora bien, aceptar que el príncipe debe actuar de modo que no levante el odio de los súbditos equivale a poner unos límites claros y distintos a su poder [14] . Como dice Maquiavelo de forma intuitiva y seguramente conforme a los valores tópicos del momento, para evitar el odio debe abstenerse de "tocar las mujeres y los bienes de sus ciudadanos y de sus súbditos" [15] . El florentino sabe que atentar contra la propiedad, sean los bienes o sean las mujeres, de cualquiera de los ciudadanos y súbditos provoca en éstos una inseguridad general y constante al generar la sospecha de que tales acciones pueden repetirse de nuevo y extenderse a éste o a aquél. En cualquier caso, respecto a la idea que venimos exponiendo, ese “miedo sin odio” como condición política mínima pone el límite antropológico de su política: el miedo es intrínseco a la existencia de la ciudad.

El elogio ponderado que Maquiavelo hace de la estrategia del temor se deriva de la que considera la auténtica regla de oro de la política, que afirma que el príncipe debe apoyarse y confiar únicamente en los propios medios. En política exterior, debe basar su poder en el propio ejército; en política interior, su fuerza reside en la propia virtù. Ahora bien, ésta, si existe en el príncipe, garantiza su gobierno sea por el amor, sea por el temor. Pero como, en rigor, el amor de los súbditos al gobernante no depende sólo de las cualidades y acciones de éste, sino que está fuertemente influenciado por la naturaleza humana del otro, mientras que el temor que un príncipe llega a inspirar depende de él mismo, el florentino, fiel a su criterio, ha de inclinarse por el temor. Como hacerse temer depende de las acciones de uno mismo y hacerse amar necesita de la voluntad, intereses, sentimientos y pasiones de los otros, es más firme lo primero, sin que implique renunciar a lo segundo; y, en esta pretensión, una vez se acepta, como recomienda la razón y la experiencia, que el amor constante es imposible, lo razonable es contentarse con lo posible, es decir, conformarse en determinadas circunstancias con no ser odiado.

Maquiavelo siempre será sospechoso de su uso político del miedo; pero otros autores, como Spinoza, que son tenidos acertadamente por indiscutibles defensores de la libertad e incluso la democracia, hacen un uso semejante o, al menos, cosa suficiente para la idea que aquí estamos argumentando, un uso sustantivo, sin procurar su enmascaramiento. Y lo hacen no sólo por un cierto realismo, sin el cual la teoría pudiera parecer extravagante, sino también por razones ontológicas, por una compacta idea del ser humano que ejerce sus determinaciones en la idea de la política.


3. La gestión de las pasiones.

Sin necesidad de introducirnos en el complejo y problemático paisaje spinoziano de su teoría de las pasiones, es bien sabido que pone gran énfasis en la distinción entre afectos primario y los derivados. Los primeros son tres, y sólo tres: el deseo, la alegría y la tristeza, y nuestro autor los trata como determinaciones ontológicas fuertes. La bien conocida Proposición LIII dice que “cuando el alma se considera a sí misma y considera su potencia de obrar, se alegra, y tanto más cuanto con mayor claridad se imagina a sí misma e imagina su potencia de obrar” [16]. Idea que nos advierte, en primer lugar, que la alegría, como la tristeza [17], no dependen de la voluntad del ser humano, ni de su historia, ni de su cultura; son determinaciones de su naturaleza. Cuando garantiza su vida, su poder de vivir (su ser, su “perseverar en el ser”), le alegra (y, en consecuencia, no puede sino desearlo y considerarlo bueno); en cambio, cuanto amenaza su existencia, o la calidad de la misma, en suma, cuanto debilita al individuo, afecta a éste como tristeza, y no puede impedir su rechazo. No son valores éticos, sino determinaciones ontológicas,-naturales, dirá Spinoza- que servirán, precisamente, para fundar una ética racional y razonable. Y, como enseguida veremos, para fundar la ciudad y la política.

Pero, en segundo lugar, la Proposición LIII expresa con claridad que se trata de la “imaginación”. Una imagen equivocada de la realidad provoca dislocaciones en los efectos de los afectos o pasiones. Los súbditos pueden sentir alegría en su servidumbre; como diría Rousseau, pueden sentirse orgullosos de sus libreas y competir por ellas; pueden valorar –verse, representarse, imaginarse- equivocadamente, sentir tristeza cuando no debieran, y a la inversa. Porque se trata no de la realidad, sino de la conciencia de la misma, de cómo el alma se ve a sí misma (de ahí la necesidad absoluta del conocimiento, y la idea de éste como perfección ontológica, pues sólo el conocimiento permite que el alma se vea a sí misma y a su relación con cuanto la rodea según el orden de la razón).

Como dice en la Proposición LVI, cada uno de esos afectos primarios incluye una vasta familia; hay tantas clases de afectos como de objetos que nos afectan [18]. De entre esos afectos derivados destacamos el amor y el odio, concreciones respectivamente de la alegría y la tristeza, expresiones por tanto de la potencia de obrar y de ser, por un lado, y de la debilidad o carencia, por otro. Y los destacamos porque sobre ellos, de forma especial, monta Spinoza su teoría política; la gestión del amor y el odio es la clave del arte de la política y de la sostenibilidad de la ciudad. Y dado que la ciudad o unidad de individuos aumenta la potencia de obrar (su perfección, su alegría), mientras que la soledad extiende su inseguridad (su tristeza), en la política, como gestión del amor y del odio, se juega la posibilidad misma de la perfección humana. No ha de sorprender que de forma insistente afirme que “el odio y el amor son los afectos mismos de la tristeza y la alegría” [19]. Si el amor y el odio fundan la política de Spinoza, y vemos que son variantes de los afectos primarios, comprenderemos la raíz fuertemente ontológica –más que ética- de la filosofía spinoziana.

De todas formas, conviene recordar la distinción que nuestro autor hace entre alegría y amor y entre tristeza y odio. Mientras alegría y tristeza son determinaciones abstractas, que definen estados del ser (del ser humano), sin referencia alguna a un objeto trascendente (es una imagen de sí del alma), en cambio el amor y el odio introducen la mediación de un objeto exterior; siempre se ama o se odia a algo o a alguien. No son, como alegría y tristeza, determinaciones sustanciales, si se quiere, autodeterminaciones del alma, sino derivadas de la presencia y valoración de una realidad exterior. Esto es importante, pues de otro modo no cabría una ética ni una política; es la mediación de la exterioridad el elemento que introduce el riesgo, la amenaza, la inseguridad, y de su mano la ética y la política. Pues bien, aunque haya textos que pueden corregir nuestra interpretación, nos parece que no traicionamos su espíritu al decir que la mediación exterior que origina el amor y el odio, formas particulares de la alegría y la tristeza, refiere a los otros, a las personas, y sólo por analogía a las cosas. Es decir, para Spinoza el amor y el odio, en su forma propia, refieren siempre a los otros seres humanos; sólo analógica o metafóricamente se dice que se ama u odia a los objetos inhumanos. Y no podría ser de otra manera, pues el amor y el odio parecen incluir la contingencia; y sólo las personas son, en este sentido, contingentes: los enemigos podría no haberlo sido, y podrían llegar a no serlo; el dictador, el criminal, el inmoral, podría haber tenido otra figura… Amar u odiar una tormenta, un movimiento sísmico, un animal o un tipo de clima, no es propiamente amor u odio; hay otras pasiones que catalogan esas actitudes de los individuos ante las cosas, como la “inclinación” y la “repulsión”, que explícitamente menciona Spinoza.

Pues bien, así caracterizado el amor y el odio, ya sólo nos falta explicar la aparición del miedo en su discurso. Lo haremos desde la raíz antropológica que hemos esbozado, coherente con su idea de que la razón no puede ir contra la naturaleza, lo que conlleva que sea conforme a la razón que cada hombre se ame a sí mismo, busque su utilidad , apetezca cuanto aumenta su potencia de obrar, busque sin límites perseverar en el ser; antropología que le lleva a pensar la constitución de la ciudad como una prescripción racional conforme a la naturaleza humana, pues “nada pueden desear los hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser, y buscando todos a una la utilidad común” [20]. Idea esta que reaparece en el Tratado teológico político y en el Tratado político, afirmando que “el cuerpo del Estado debe regirse como una sola mente y, en consecuencia, la voluntad de la sociedad debe ser considerada como la voluntad de todo” [21]. Esa identidad, que implica tesis tan potentes como la necesidad por parte del súbdito de cumplir las normas sociales aunque las considera inicuas, es lo que prescribe la razón conforme a la naturaleza humana, es decir, teniendo presente únicamente su utilidad.

Pero los hombres son sujetos de pasiones; y las pasiones o afectos no son en el fondo constitutivas del ser humano, sino algo que los afecta, algo que sufren; son suyas no como autor, sino como pacientes; son azotados por ellas, arrastrados por ellas contra la razón y contra su naturaleza en sentido estricto. Los afectos impiden al alma una idea cabal de sí misma y de las cosas; bajo los afectos se ve como realidad del alma lo que sólo es el alma en tanto que afectada, la afección que el alma sufre. Esa ilusión, ese error, obstaculiza el conocimiento de la verdadera utilidad, y por tanto el sabio consejo de la razón a los hombres de que unan sus vidas para aumentar su potencia común de obrar, su perfección ontológica; y, aunque se alcanzara ese conocimiento, obstaculiza la voluntad de preferir dicho dictamen al dictado por el egoísmo. Spinoza, en este caso como Maquiavelo, muestra sus reservas respecto a la potencia de la razón para hacerse escuchar. Porque, aunque se sepa que “lo que lleva a la consecución de la sociedad común de los hombres… es útil” y “es malo lo que introduce la discordia en el Estado” [22], las pasiones distorsionan el orden de las razones. “El placer puede tener excesos y ser malo”, nos dice, y el dolor puede ser bueno [23]; el amor y el deseo pueden tener excesos [24]. Y así comienza un complejo baile de pasiones, que introducen la incertidumbre en la vida humana. El resultado: los hombres no escapan al odio entre ellos; y el odio es la revelación de su enemistad, del conflicto entre los mismos; y, por tanto, del odio inevitablemente derivado del juegote las pasiones entra en escena el miedo. Como sujetos de pasiones, los seres humanos están condenados a bailar con el miedo: con ese miedo que los lleva a la sociedad, pero también con el miedo que subsiste en la sociedad, pues en ella el odio disputa su puesto al amor.

Para comprender la radicalidad con que se presenta en el pensamiento spinoziano este conflicto, y por tanto la fuerza e inexorabilidad del miedo en los hombres, debemos recordar la idea expuesta en su Tratado Político, donde dice sin contemplaciones que los hombres afectados por las pasiones son arrastrados inevitablemente a la guerra; tesis de la que extrae una consecuencia lógica y trágica: “Y como los hombres, por lo general, están por naturaleza sometidos a estas pasiones, los hombres son enemigos por naturaleza” [25]. Esta enemistad, no contingente sino de naturaleza, recoge la idea hobbesiana [26] de que el mayor enemigo es aquel a quien más se teme; la enemistad se expresa y se mide en miedo.

Miedo en el estado de naturaleza que tiene la salida esperanzadora del orden civil, imaginado así como esperanza contra el miedo: “Dado que los hombres se guían, como hemos dicho, más por la pasión que por la razón, la multitud tiende naturalmente a asociarse, no porque la guíe la razón, sino algún sentimiento común, y quiere ser conducida por una sola mente, es decir, por una esperanza o un miedo común…” [27]. En el fondo, dirá en otros momentos, esperanza y miedo van casi siempre unidos: la esperanza es huida del miedo presente, y su conquista irá acompañada del miedo a perderla. Por otro lado, “el miedo a la soledad es innato a todos los hombres, puesto que nadie, en solitario, tiene fuerzas para defenderse ni para procurarse los medios necesarios de vida. De ahí que los hombres tiendan por naturaleza al estado político, y que sea imposible que ellos lo destruyan jamás del todo” [28]. No deja lugar a ninguna duda respecto a que la república nace del miedo, que el origen del Estado está en el miedo.

Pero también el miedo persiste en el estado civil, en tanto que en el mismo pueden alienarse los derechos naturales, pero no las pasiones, fuentes de la discordia inevitable, de la amenaza constante y la inseguridad permanente. Toda la filosofía política de Spinoza es un esfuerzo por pensar la posibilidad de someter la pasión a la razón; toda su Ética es un sobrehumano esfuerzo por determinar la posibilidad de someter las pasiones a la razón, esfuerzo que deviene infructuoso y cae en el pesimismo. En coherencia con su antropología, y con la idea del derecho de gentes de la época, Spinoza reconoce el derecho de guerra como “propio de las sociedades” [29]; por lo mismo, reconoce la amenaza constante de guerra entre Estados aunque mantengan pactos de paz, pues la alianza “se mantiene firme mientras subsiste la causa que le dio origen, es decir, el miedo a un daño o la esperanza de un beneficio. Pero tan pronto una de las dos sociedades pierde esta esperanza o este miedo, recupera su autonomía” [30]. Pasajes que, bien leídos, nos muestran el círculo político del miedo en la esfera internacional: previo a la alianza, un estado de naturaleza de guerra; el miedo lleva al pacto. Pero el miedo no desaparece, pues, como dice Spinoza, todo Estado tiende a liberarse del miedo y recuperar su autonomía rompiendo el pacto que firmó; por tanto, durante la alianza, respetando el derecho, los pueblos siguen sometidos al miedo, y sólo éste les mantiene en el pacto; la búsqueda de la autonomía, la ruptura de los compromisos, es puesta como una forma de librarse del miedo. Pero, si lo miramos bien, esa autonomía significa el regreso al estado de naturaleza, de inseguridad, por tanto, el regreso al miedo. No se sale de ese círculo infernal.

Podría pensarse que tal cosa ocurre sólo en la relación entre Estados, pero no así en la que se da entre los individuos dentro de un Estado. La verdad es que Spinoza, como Hobbes, piensan el las relaciones entre sociedades y la perspectiva de un derecho internacional a semejanza de su teoría contractualista del Estado; semejanza matizada por una única peculiaridad, derivada de su mayor optimismo en las posibilidades pacificadoras del estado y el derecho interno respecto a sus individuos que las del derecho internacional y un orden político supranacional tendrían sobre los estados miembros. Por lo demás, el miedo persigue igualmente la génesis del Estado, en todas sus fases, como explicita su tesis según la cual la obediencia supone siempre, al mismo tiempo, miedo y esperanza. De igual modo que no hay religión sin un Dios ante el cual se siente a la vez temor y esperanza, lo mismo ocurre con el Estado, que no existe sin temor a la guerra y esperanza en la paz.

Tal vez sea esta relevancia dada a la esperanza la diferencia más significativa con Maquiavelo; pero, en todo caso, incluso si así fuera habría que fijar algunas matizaciones. De hecho esta relevancia de la esperanza explicita la posición democrática spinoziana; aquí Spinoza está hablando de un régimen deseable, no de una explicación del origen y fundamento del Estado. No dice que el miedo no baste para fundar el orden político, sino que en tal caso, la obediencia por simple miedo, no sería una democracia, no sería un orden civil que favoreciera la potencia o perfección de los hombres, sino un estado de esclavitud. Pero esa distinción, a su manera, también lo defendía Maquiavelo, que diferenciaba entre el tirano y el príncipe de gran virtù por el hecho de que el primero se veía llevado a usar de la crueldad constantemente, y por tanto a ser odiado, mientras que el segundo la usaba y conseguía la paz y el reconocimiento, si no el amor.

Es bien cierto que Spinoza dice que “el deseo que surge de la alegría, en igualdad de circunstancias, es más fuerte que el deseo que brota de tristeza” [31], tesis que, concretada en el amor y el odio, parece contradecir al florentino. Tal vez sí, tal vez Spinoza se ve obligado por su ontología y por su posición democrática dar más fuerza política al amor. Pero recordemos que Maquiavelo usaba una oposición diferente, la de amor/temor; el odio nunca fue positivamente valorado por el florentino. En cualquier caso, reconocemos ciertas diferencias en la posición de Spinoza, como la formulada en su idea de que el miedo puede llegar a convertirse en amenaza para el orden establecido, o que el miedo, como cualquier otro afecto, puede ser vencido por otro diferente (el miedo por el heroísmo, por ejemplo). Ahora bien, a los efectos de esta reflexión que aquí nos ocupa, se mantiene una línea constante: la inauguración del Estado, por la conquista o por el pacto, está siempre presidida por el miedo y la esperanza; pero no hay nunca esperanza sin miedo, tanto porque toda esperanza se da como huida de una situación traducible a miedo, cuanto porque la conquista de la esperanza incorpora el miedo a perderla.


4. Reflexión final.

Hobbes, Maquiavelo y Spinoza son tres potentes referentes de la filosofía moderna en sus orígenes, tres discursos que se proponen pensar y legitimar el orden político del Estado. En los tres casos, acentos aparte, asumen una ontología del ser social, una antropología, donde el anida el mal político (el conflicto, la guerra, el odio, el miedo); y en los tres casos, al pensar estos fenómenos como efectos de determinaciones ontológicas fuertes, no sólo se ven abocados a pensar el orden político como salida al miedo (miedo en el origen de lo político), sino a pensar el miedo como constituyente la vida política, dado que el ser humano no cambia su naturaleza al cambiar de modo de vida. Como consecuencia, la política en los tres pensadores es el arte de gestionar las pasiones, lo que conlleva pensar que el conflicto, la guerra, está siempre en el horizonte, y el miedo forma parte del mundo de la vida.

El interés que tiene para nosotros esta posición, que dominará ampliamente toda la modernidad, viene dado porque nos ayuda a pensar lo que consideramos una característica de la filosofía de nuestro tiempo. Cuando ciertas corrientes filosóficas de nuestros días postulan una moral del corazón, como sentimiento espontáneo, deseable pero no exigible, es decir, una ética sin reglas ni imperativos, se está rompiendo con la tradición moderna: las normas se justificaban por el reconocimiento del mal en la vida y las prácticas de los individuos, mientras que las ética sentimentalistas niegan valor a cuanto se impone, a cuando contiene coacción y miedo. Y cuando la filosofía política contemporánea ignora el conflicto (y el rechazo generalizado de la dialéctica expresa la condena absoluta de cualquier ontología del conflicto), reduciendo las contraposiciones entre naciones, culturas, géneros o clases, e incluso las contraposiciones ideológicas y de intereses, a meras contingencias, corregibles mediante el diálogo, superables mediante el consenso, no hace sino expresar esa deriva del discurso filosófico hacia el enmascaramiento de la realidad, impidiendo que se reconozca la inconmensurabilidad y se afronte su irreductibilidad. En fin, cuando se exige que para negociar el fin del mal, esencia de la política, las partes han de estar incontaminadas, purificadas, dejando fuera la violencia, la coacción y el miedo; es decir, cuando se exige previamente salir del mal, se está apostando por esa ficción angélica de la política, que disimula que su realidad y su sentido es habérselas con el mal político, que su existencia sólo se justifica por la presencia de ese mal, en cualquiera de sus figuras; se está apostando, en fin, por una política ciega, sin ontología, que para su actuación exige la desaparición de unas condiciones que, como el aire para la paloma kantiana, justifican su existencia.

Los modernos, como Maquiavelo, Hobbes y Spinoza, nos ofrecen tres lecciones que deberíamos pensar. Una, que es posible pensar el Estado desde antropologías realistas e incluso pesimistas; que es posible justificar la política y lo político como respuestas al mal, en la presencia del miedo; segunda, que es posible legitimar la política y lo político sin exigir su pureza moral, reconociendo su contaminación; y, en fin, tercera, que el mal no desaparece porque se excluya de la representación, que el miedo no se combate clausurándolo imaginariamente.


J.M.Bermudo (2006)




[1] Tal objetivo constituye un ambicioso programa de investigación que estamos llevando a cabo en el grupo de investigación “Crisis de la razón práctica”, de la Universidad de Barcelona.

[2] Th. Hobbes, Leviatán, XVII. Citamos de la edición castellana de C. Moya y A. Escotado (Madrid, Editora Nacional, 1979). En algunos casos hemos corregido su versión para hacerla más fiel al original y, sobre todo, para precisar el sentido del autor.

[3] Ibid., XVII, 267.

[4] Ibid., XVII, 267.

[5] Ibid., XX, 290.

[6] Ibid., XX, 291.

[7] Hemos desarrollado ampliamente esta tesis en J. M. Bermudo, Maquiavelo, consejero de príncipes. Barcelona, Ediciones de la Universidad Barcelona, 1994.

[8] El Príncipe, XVII, 68.

[9] Ibid., 69.

[10] Ibid., XVII, 69.

[11] Nunca he sido capaz de encontrar esa máxima en sus obras. Lo más parecido es algo así como “los resultados justifican los medios”, y siempre usada en un contexto explícito o implícito de excepcionalidad, viniendo a significar que, aunque se recurra a la violencia en política, si se logra el fin de salvar la república o el principado, pacificarlo, devolver a la ciudad la seguridad, las leyes, en fin, las condiciones en que es posible una vida ética, en ese caso el pueblo legitimará con su aceptación a posteriori esa intervención cruel. Pero esa tesis, si se quiere utilitarista, nada tiene que ver con la máxima “maquiavélica” condenada por la religión cristiana y la cultura occidental. Condena, por cierto, que merecería algunos comentarios que aquí omitimos, haciendo constar que es susceptible de interpretaciones legitimantes.

[12] Ibid., 69.

[13] Ibid., 70.

[14] Sobre el tema de la limitación del poder del soberano verHumphrey Butters, "Good government and the limitations of power in the writings of Niccolo Machiavelli", Hist. Polit. Thought 7 (1986): 411:417.

[15] El Príncipe, XVII, 70.

[16] Ética, III, LIII, 234.(Citamos de la edición de Vidal Peña, en Madrid, Editora Nacional, 1979)

[17] Así nos dice en la proposición LV: “Cuando el alma imagina su impotencia, se entristece”.

[18] Ibid., III, LVI, 237.

[19] Ibid., III, XXXVII, 219-220.

[20] Ibid., IV, XVIII, Esc., 283-284.

[21] TP, III, 5, 102 (seguimos la edición de Atilano Domínguez (Madrid, Alianza, 1986.

[22] Ética, IV, XL, 308.

[23] Ibid., IV, XLIII, 309.

[24] Ibid., IV, XLIV, 310.

[25] Tratado Político, II, 14, 92.

[26] Leviatán, I, 13, 224.

[27] Tratado Político, VI, 1, 122.

[28] Ibid., VI, 1, 122.

[29] Ibid., III, 13, 108.

[30] Ibid., III, 14, 109.

[31] Ética, IV, XVIII, 283.