MATERIALISMO Y EMANCIPACIÓN





Una reflexión medianamente completa y actual sobre el materialismo filosófico habría de dilucidar las siguientes cuestiones: clarificar la paradoja de nuestros tiempos materialistas (rara connivencia entre el materialismo cultural y axiológico y el más sutil e intransigente antimaterialismo filosófico); revisar el tópico progresista de la alianza biunívoca entre materialismo y políticas de emancipación; convencer de que el materialismo filosófico, en alguna de sus versiones, resiste la prueba de la experiencia histórica y el desarrollo científico; describir y conceptualizar con precisión la posición materialista adecuada a nuestros tiempos; en fin, desmitificar la función al menos aparentemente emancipadora del subjetivismo pragmatista contemporáneo, genuino idealismo de nuestro tiempo. No pretendemos aquí llevar a cabo esa reflexión exhaustiva y necesaria, pero sí iniciarla y desbrozar un poco el terreno que mañana podamos laborar con fecundidad.


1. Conocimiento y emancipación tras el “giro político”.

Si la historia de la filosofía es la historia de confrontaciones entre opciones filosóficas, el materialismo debiera ocupar en la misma un lugar de privilegio, aunque sólo fuere por haber estado presente en todas las querellas. Sea en el dominio de la ontología y la epistemología, donde se juega la representación de la realidad y la fe en la posibilidad del conocimiento de la misma, sea en el de la ética, la estética o la política, donde se enfrentan opciones de valor y formas de vida alternativos, la posición materialista aparece siempre, en sucesivas metamorfosis, como el referente frente al cual situarse. Como ya defendieran autores tan dispares como Fichte y Lenin, con consciencia o sin ella el pensador, previo al comienzo de la legitimación de la posición filosófica elegida, tiene que situarse en el materialismo o en el idealismo, o en una de las múltiples variantes de ambas, figuras híbridas incluidas. Como la prosa para el ingenuo burgués de Molière, hablamos desde el materialismo o desde el idealismo, aunque sea sin saberlo.


1.1. Giro subjetivista.

Durante milenios la filosofía ha creído –aunque siempre en presencia de sospechas respecto a sus posibilidades- que su función consistía en garantizar el conocimiento de la realidad, en fijar la verdad de las cosas naturales, sociales o morales. Dejando de lado posiciones extravagantes marginales, hasta la modernidad se aceptaba la existencia de la realidad material y observable, trascendente a la subjetividad; y, en constante forcejeo con el escepticismo, que cuestionaba las capacidades cognitivas del hombre, se aceptaba como postulado la posibilidad de conocer el mundo, de forma absoluta o progresiva, elaborando representaciones cada vez más verdaderas o “adecuadas” a las cosas. Esta idea del conocimiento como adecuación (adaequatio) de las ideas a las cosas, de la mente al mundo, expresaba un realismo materialista espontáneo y sano, que llegó a configurar el sentido común.

La filosofía clásica, desde ese realismo y cognitivismo optimistas, fijó el orden adecuado de fundamentación del saber y de la vida. Se suponía que el mundo y las cosas tenían su ser, definido por su esencia, y que el conocimiento elaboraba ideas o representaciones verdaderas de lo real, captaba su esencia. Si la adecuación de las representaciones a las cosas legitimaba el valor de verdad del conocimiento, también legitimaba a éste para valorar, juzgar y guiar las actividades y las creaciones humanas. El conocimiento filosófico determinaba los métodos científicos adecuados a la naturaleza del objeto y los valores morales y políticos apropiados a la vida social; su verdad le autorizaba a fundamentar o legitimar el saber científico y los principios éticos, las teorías de la naturaleza y las normas prácticas. De este modo las formas de vida, los valores morales o estéticos y los principios de la acción ético política, se fundamentaban en el conocimiento de las esencias de las cosas aportado por la filosofía; éste era el orden de fundamentación adecuado: la ontología, y la epistemología a ella ajustada, fundaban la filosofía practica. A pesar de las muchas sospechas sobre las posibilidades de tal empresa y, sobre todo, respecto a sus puestas en escena, en general se respetaba que ese era el orden de fundamentación filosófico: había que acceder a la lógica del mundo, a la mente de su creador, para deducir el comportamiento correcto de los seres humanos, la forma de vida buena y el orden social justo.

Pero ese orden del ser, representado en el saber y proyectado a la vida, ese realismo materialista, que sigue teniendo gran peso en nuestra cultura en cuanto impregna el sentido común, sufrió profundas transformaciones con la modernidad, y no de forma contingente ni trivial. Como ya señalara Marx, el capitalismo ha sido el modo de producción con mayor potencia transformadora de las fuerzas productivas; hoy tenemos muchos más elementos que en el XIX para comprender (o temer) su capacidad para crear y destruir nuestro mundo; hoy no es extravagante presentar al capitalismo como autor de nuestro mundo, de su modo de ser e incluso de su permitida y amenazada existencia; hoy no suena a impostura (aunque encierre una ilusión y una falacia) afirmar que el mundo está en las manos del hombre.

Traduciendo esta idea a lenguaje filosófico podemos decir que la modernidad dejó de ver el mundo (el ser) como un límite exterior al hombre, un orden real en el que éste podía sobrevivir conociéndolo y sometiéndose a su ley, adecuando su trabajo, su orden moral y social a las leyes de la naturaleza, para ir poco a poco representándoselo como algo dominable, transformable, destruible, reconstruible…; en definitiva, la modernidad dejó de pensarlo como objeto a conocer y respetar para pasar a considerarlo materia prima a transformar y, en el límite, mera creación humana a su medida y servicio, simple obra del poderoso individuo-sujeto-dueño del capital. Esta subjetivización del mundo, característica de la filosofía moderna, suponía el abandono del materialismo espontáneo y la adhesión, a veces incoherente y oculta, a una de las formas más exitosas del idealismo. Si a la filosofía moderna se le ha denominado “filosofía de la consciencia” ha sido porque con ella el filósofo deja de preocuparse por el mundo en sí, tal como es en su reconocida transcendencia, para limitarse a contemplar su aparición en el teatro de la imaginación, considerándolo mera imagen que el sujeto se forma del mismo; deja de preocuparse por el mundo para centrar la mirada y el interés en su representación-creación por el sujeto, en definitiva, en las ideas. De esta forma la filosofía sigue el curso del capitalismo, que se siente y proclama creador y amo del mundo, que en su inmenso poder transformador declara la total y definitiva apropiación de la naturaleza en el proceso productivo.

El efecto epistemológico de este giro subjetivista es la ruptura con la clásica teoría de la verdad como adecuación de las ideas a las cosas, que suponía la primacía ontológica del ser (de las cosas) sobre el conocimiento (de las mismas); con la modernidad la ontología perderá su privilegio a manos de la epistemología. De la misma manera que en el orden sociocultural el hombre se erige en sujeto moral, jurídico, económico o estético, haciendo que el mundo sea su mundo, que el bien derive de su voluntad, que la legitimidad derive de su decisión, etc., los filósofos modernos decretarán que el ser se agota en aquello que puede ser pensado, lo que cabe en el lecho de Procusto del pensamiento racional. Si Copérnico acabó con la ilusión geocéntrica haciendo que el sol fuera el nuevo centro del sistema, y Rousseau propuso que la legitimidad del poder del soberano derivara de la elección por los “súbditos”, Kant lleva a cabo su “revolución copernicana” imponiendo sus poderosos argumentos según los cuales no tenemos acceso al mundo en sí, no podemos conocer las esencias de las cosas ni afirmar que las tienen, sólo conocemos los fenómenos, es decir, lo que ocurre en nuestra consciencia, las representaciones que en ella elaboramos. Culmina la idea anticipada por Leibniz en su metafísica de mónadas cerradas al mundo, sin ventana de comunicación, cuya consciencia ha devenido mero espejo cuyas imágenes encantadas ponen los límites del mundo cognoscible, del mundo pensable. De este modo la filosofía ofrecía un marco conceptual apropiado para la producción capitalista, que así podía pensarse y legitimarse como proceso autónomo e inmanente, sin fines transcendentes que cumplir, sin valores que respetar, sin más norma que la de su ciego desarrollo ampliado. No es necesario insistir que para el “mundo capitalista”, para “nuestro” mundo, no hay exterioridad reconocida o respetada, ni en la naturaleza ni en la cultura, pues cualquier exterioridad es mera reserva de materias primas y mercados ya contabilizados. El capitalismo, por tanto, al pensar el mundo como mundo productivo, como creación del hombre, exigía la ruptura con la clásica creencia en su objetividad, sustancialidad y, en definitiva, materialidad. En el capitalismo el papel creador corresponde a las ideas y a la voluntad, o sea, a la subjetividad; aunque sea contrario el tópico y pueda enojar a algunos creyentes, los presupuestos ontoepistemológicos del capitalismo son “idealistas”.

Todo este cambio se dio en un largo proceso histórico. Kant mantuvo la idea de un mundo en sí, incognoscible, residuo materialista de la filosofía tradicional, al que despreció filosóficamente; pero desde entonces, al ritmo del poder creador del capitalismo, la filosofía ha ido asumiendo que lo que llamamos “mundo” es sólo nuestra representación del mismo. Otros después de él radicalizarían esta deriva, asumiendo que ese mundo-representación es un mero simulacro, hasta llegar en nombre de la “coherencia asesina” a prescindir del mundo en sí, definitivamente encerrado en el desván de los fantasmas, y asumir, con Nietzsche, que no hay mundo, sólo perspectivas, sólo representaciones, todas igualmente legítimas, contingentes, precarias, intercambiables e insustanciales, simulacros de realidad que se disputan el dominio de las conciencias ávidas de fe. Nietzsche, anticipándose a los tiempos, culmina la rebelión contra el materialismo de forma radical: las representaciones de la realidad esconden bajo su máscara de voluntad de verdad su verdadera esencia de voluntad de poder. El saber, en el pragmatismo que consagra el punto de vista capitalista, es sólo arma de dominación, tanto de la naturaleza como de la sociedad, tanto del cuerpo como del alma. Por eso hoy se dice sin pudor que todas las ideologías, todos los programas políticos, todas las posiciones morales o estéticas (siempre hay las excepciones que la complicidad permite marginar) son igualmente legítimas: privadas de verdad, de sustancia objetiva, todas se unifican en su condición de simples armas de seducción-dominación.


1.2. Giro político.

Si la filosofía moderna se caracteriza por su idealizante giro subjetivista, primero hacia la consciencia y al final hacia el lenguaje, deviniendo una filosofía de la inmanencia que trivializa la historia y se libra de la amenaza de las diversas figuras del “Juicio Final” (sea el que sigue a la cristiana resurrección de los muertos o el anunciado por el marxismo en la revolución), en nuestros días, cuando asistimos al comienzo del fin del capitalismo de la producción a manos del capitalismo del consumo, la filosofía ha hecho otro quiebro, que llamamos “giro político”, que en esencia consiste en la inversión del viejo orden de legitimación epistemológico que pusiera en escena la modernidad. Efectivamente, y por no remontarnos a la antigüedad, tanto Marx, Nietzsche y Freud como Heidegger, Horkheimer y Foucault han contribuido a poner en crisis ese orden de fundamentación que partía de una evidencia subjetiva originaria (cuando no de un simple deseo) y derivaba de la misma la verdad y la bondad de las cosas y la rectitud de las acciones; su crítica a la filosofía del sujeto, fundamento del liberalismo, ha ido acompañada de una apuesta por salir de la inmanencia, por recuperar el orden del ser, aunque no en la ya impensable idea de la metafísica clásica. Se trata de reconocer que la existencia humana ni histórica ni lógicamente sigue el orden de fundamentación ontoepistemológico tradicional, sino que viene caracterizada por situar en un punto cero imaginario una toma de posición inicial, un compromiso sin metafísica del sujeto, una opción de valor fundacional originaria, tal que la tarea argumentativa del pensamiento aparece como mecanismo de legitimación a posteriori de una ideología espontánea asumida. Se trata de una inversión radical, en la que el compromiso ético político, que en el orden de fundamentación tradicional se derivaba de las verdades evidentes de la ontología, ahora se pone como gesto fundacional de la voluntad exigiendo que el pensamiento lo alabe y legitime como a los dioses. Si Hume anunciaba que la razón era inevitablemente esclava de las pasiones, dejando en la ambigüedad si tal finitud del hombre era lamentable o esperanzadora, los neopragmatistas, paradójicamente seguros de su verdad tras haberla desenmascarado como simulacro del poder, cierran toda puerta a la esperanza decretando el carácter retórico del pensamiento. Ocurre así especialmente cuando, en claves liberales y subjetivistas, se sigue a Weber (no siempre con fidelidad) y su tesis de la irracionalidad intrínseca a esa opción de valor original, elección arbitraria de sujetos libres en un paisaje politeísta de valores inconmensurable, lo que lleva a convertir la tarea filosófica en retórica, en literatura, abriendo el camino del nihilismo (cuando no a bárbaros fundamentalismos); en estos casos se opera desde el supuesto idealista de que cualquier representación del mundo, cualquier “vocabulario”, es igualmente potente y legítimo por ser una obra de creación, y en consecuencia ajena a toda voluntad de conocimiento. Otras veces, como en el pensamiento inspirado en Marx y en Freud, aunque se acepta el mismo escenario se quiere ir más allá, en busca de los oscuros y silenciados orígenes de esa opción de valor inicial, que pasará a ser pensada como determinación exterior al sujeto (sea desde las estructuras socioeconómicas, sea desde las del inconsciente), con lo cual se corrige el subjetivismo reintroduciendo la posibilidad de un discurso materialista. Pero no es difícil constatar que en las últimas décadas del siglo XX esta vía da perdido fuerza. El neopragmatismo parece ajustarse mejor a la idea liberal, desde la cual la elección del sujeto es la fuente de todo valor y de toda legitimación posible: primero impuso la norma en las teorías económicas clásicas, el trabajo como única fuente de valor, y ahora la universaliza a todas las esferas, de la estética al derecho.

En definitiva, interpretado en claves idealistas o materialista, el giro político parece la línea de demarcación entre las maneras moderna y contemporánea de asumir la tarea filosófica; y, por tanto, el lugar adecuado para plantear la cuestión del materialismo que nos ocupa. En la medida en que asumimos el “giro político” de la filosofía, la tarea de definir un materialismo actualizado al siglo XXI pasa por confrontarse con el neopragmatismo, que aparece como culminación del proceso de subjetivización-idealización iniciado en la modernidad. Y dado que la subjetivización del mundo responde a una inequívoca voluntad de emancipación, la peculiaridad de la confrontación actual entre el neopragmatismo (idealismo) y el materialismo es que nos obliga a entrar en la descripción y valoración de dos proyectos de emancipación humana. Hemos de descentrar la conceptualización, un tanto anacrónica, de la confrontación materialismo/idealismo en claves del debate sobre la existencia objetiva, materialidad y cognoscibilidad de la realidad, y abandonar la perspectiva de identificación materialismo/idealismo con liberación/sumisión, para plantear un escenario en el que, al menos en el plano manifiesto, ambas posiciones se disputan la “verdadera” o “más adecuada” emancipación de los hombres, y en el que la opción ontológica se subordine a la eficacia y coherencia de la emancipación. Y este escenario de reflexión exige al pensamiento materialista revisarse y redescribirse a sí mismo.

Nuestro interés en subrayar aquí este “giro político” de la filosofía, y la conveniencia de asumirlo con todas sus consecuencias, radica en dos motivos. Uno, que entendemos que la forma actual de la demarcación y el enfrentamiento entre posiciones filosóficas idealistas y materialista –con discursos más sofisticados y complejos que sus versiones esquemáticas y tópicas- se engendra en torno a la interpretación de ese giro y, en particular, en las diferencias alternativas a la crisis de fundamentación ontoepistemológica (o, se si prefiere el vocabulario postmoderno, en la diferente manera de asumir el fin de la filosofía epistemologista a manos de la filosofía pragmatista). Si el materialismo clásico ilustrado giraba en torno a la materialidad de lo real y a la subordinación o reducción del espíritu (de los dioses y las ideas) a lo sensible y a lo físico, así como al problema de la verdad como adaequatio, el nuevo materialismo parece condenado a constituirse en torno a los problemas que causan, justifican y nacen del giro político.

Segundo, que a diferencia de la imagen histórica que tendía –de forma ingenua y ficticia- a identificar el idealismo con el conservadurismo y la religión y el materialismo con la emancipación y el humanismo radical, las nuevas figuras de ambos tienen en común presentarse con voluntad inquebrantable de emancipación. De hecho, asumir el giro político implica renunciar a encontrar una instancia transcendente desde la que someter, limitar o dirigir la vida humana; equivale a afirmar la primacía, si no histórica al menos moral, de la voluntad humana; por tanto, toda filosofía que asume el giro político antepone la emancipación al conocimiento.

Se comprende que, en esta nueva perspectiva, inquiete que la vieja alianza entre materialismo y emancipación quede bastante eclipsada. El viejo y sano ateismo del librepensamiento y la fuerza del materialismo de la materia y de la biología, avalado por el éxito de la ciencia, no sólo ha quedado obsoleto sino que ha sido reabsorbido por el nuevo idealismo, que ya no necesita de dioses ni tiene temor alguno al saber científico, que puede ser tan antiplatónico y antikantiano como el más refinado materialista. Lo cual nos lleva a la gran pregunta ¿qué sentido tiene ser materialista en filosofía tras el giro político, que ha roto el monopolio de la alianza militante del materialismo con la emancipación de los hombres y los pueblos?

Quiero remarcar que entiendo la filosofía como una actividad que pone en juego de forma diferente la doble función que ha asumido a lo largo de la historia, a saber, la cognitiva y la práctica, la pretensión de guiar y garantizar el conocimiento o representación del mundo que llevan a cabo las ciencias y la aspiración a forjar los criterios y reglas de la conducta práctica (económica moral o política) en su acción transformadora o creadora del mundo natural y social. Si se prefiere, se trata de la distinción entre, por un lado, la pretensión fundamentadora, legitimadora o al menos argumentadora de las creencias, las teorías y las posiciones prácticas (políticas, éticas, estéticas, culturales….), es decir, una función que tiene que ver con el conocimiento y sus condiciones de posibilidad; y, por otro lado, el ejercicio de la crítica, con sus vertientes teórica y práctica, radical y exhaustiva, sin excluirse a sí misma, cuestionando incluso la posibilidad o el sentido del discurso filosófico. Si insisto en esa diferenciación es porque, cara al tema del materialismo que aquí nos ocupa, me interesa dejar bien establecido que en toda filosofía fuerte se dan, con mayor o menor coherencia, sistematicidad y fragmentación, una concepción de la realidad, que pone en escena una ontología y una epistemología, y una propuesta de vida moral y política, más o menos progresista o conservadora, más o menos esteticista o moralista. En toda filosofía hay, pues, una pretensión de conocimiento y verdad, de representación del mundo, de control del pensamiento teórico, y una voluntad de ordenar la vida y la sociedad, de guiar la práctica.

Por tanto, entendida con esta doble pretensión, la cognitiva o de representación el mundo y la pragmática o de su creación, estamos definiendo una posición que asume el verdadero reto contemporáneo que la realidad y su propia historiografía plantean a la filosofía, a saber, el reto de no renunciar a la verdad, al conocimiento, aunque sepamos que es una forma de poder e inevitablemente contagiado de subjetividad; el reto de luchar por un mundo, por un orden social, aunque sepamos de su intrínseca particularidad, de su inexorable contextualidad. De la capacidad de respuesta a este reto depende el sentido y función del materialismo en nuestro tiempo.


2. La paradoja de nuestro tiempo.

He de reconocer que resulta tentador legitimar una posición filosófica por su capacidad de emancipación, dejando de lado su voluntad de verdad, hoy difícil de pensar si no es como máscara del poder. De todas formas, pienso que la opción por el materialismo nos impone asumir el valor de la verdad, aunque sea redefinida, del mismo modo que nos impone el reconocimiento de la transcendencia del mundo, aunque sea formulado en ideas nuevas. Creo que hemos de resistir las sirenas de la emancipación idealista, y desmitificar su hechizo y su fiabilidad, especialmente en su forma de presentarse en el neopragmatismo contemporáneo, renunciando a la verdad y legitimándose en su propuesta de emancipación; hemos de recuperar armas teóricas contra su máscara emancipadora, que incluye gestos heroicos de renuncia a toda transcendencia –a Dios y al Mundo- como vía de liberación radical de todo límite metafísico. No es tarea fácil, especialmente porque el materialismo fue siempre una filosofía de la emancipación y tendemos a admirar cualquier simulacro de la misma. ¿Cómo oponernos a una filosofía con voluntad liberadora, una filosofía que relata en términos heroicos la renuncia a la verdad y la objetividad con el único fin de divinizar al hombre, liberándolo de todo límite exterior?

Creo que puede afirmarse sin extravagancia que, aunque el debate filosófico por el materialismo se haya dado, como no podía ser de otra manera, en los dominios de la ontología y la epistemología (materialidad del ser, objetividad del conocimiento, necesidad histórica), la filosofía materialista siempre puso en primer plano los efectos emancipadores que transportaba. Aunque se presentara como representación verdadera y adecuada a las ciencias, el materialismo se revestía prima facie como una filosofía de la emancipación; aunque la convención del orden de fundamentación determinara su aparición en escena como ontología y epistemología, disputando al idealismo el ser y la verdad, siempre colocaba en la vanguardia las ventajas y beneficios del materialismo para la vida humana libre. Desde Epicuro a nuestros días, el materialismo ha estado siempre, o casi siempre, contra las supersticiones y a favor de la ciencia, contra la fe y a favor de la razón, contra el dogma y a favor de la experiencia, contra los dioses y a favor de los seres humanos; ha ido siempre, pues, contra las formas de opresión y dominación y a favor de la emancipación, el bienestar y el placer sensible. Me parece innegable que los materialistas de todos los tiempos han mostrado su filosofía, de forma más grosera o selecta, como una apuesta por lo terrenal, por la vida, por el cuerpo, por lo sensible, por el placer, por la libertad de pensamiento y conciencia.

Ahora bien, aunque así haya sido, considero igualmente intrínsecas al pensamiento materialista su ontología realista, su creencia en la verdad, su fidelidad el conocimiento científico, su incuestionable afirmación de la existencia objetiva y transcendente del mundo. El materialismo ha repartido su corazón entre su voluntad de verdad y su voluntad de emancipación; y aunque hoy sea difícil defender la ontología del materialismo clásico, aunque resulte seductora la llamada a abandonar el lastre del ser y de la verdad e identificar materialismo pura y simplemente con emancipación, creo que, como Ulises, debemos atar bien nuestros conceptos al mástil de la realidad para poder oír el canto sin sucumbir al hechizo de las sirenas.

La historia nos revela como ingenuas cualquiera de las dos siguientes tentaciones: una, la de creer que la emancipación se deriva de las tesis materialistas en forma algorítmica, cual proceso automatizado y biunívoco, ignorando los límites históricos y contextuales en la formulación de la idea de emancipación usada por el materialismo clásico, que responde a una antropología y una axiología particulares sin valor absoluto; otra, no reconocer en ninguna de las variantes históricas del idealismo una voluntad emancipadora, aunque responda a otra idea de ser humano, a otro código de valores últimos. La verdad es que no sería difícil registrar situaciones históricas donde las distintas figuras del materialismo han mostrado sus límites emancipadores sirviendo para apoyar opciones de dominación (por ejemplo, la concepción evolucionista de la historia, el darwinismo social, las concepción histórica de los derechos, etc.); y, a la inversa, resulta sumamente fácil mostrar que tesis de indudable factura idealista, como la idea de derechos naturales o las de la teología de la liberación han sembrado en situaciones precisas fecundas semillas de revolución. A mi entender, el materialismo en sus diversas concreciones históricas (dejemos de momento de lado el marxismo) ha puesto más énfasis y ha sido más eficaz en la misión de emancipar a los hombres de la sumisión a los dioses que en la de liberarlos de la dominación de los propios hombres; y aunque sea atractiva esa liberación, especialmente porque los dioses han sido instrumentos de dominación en manos de los hombres, no agota la voluntad radical de emancipación humana.

Precisamente porque todas las filosofías, y el materialismo en particular, contienen esos dos núcleos de reflexión, el teórico y el práctico, el descriptivo y el prescriptivo, y porque la relación entre los mismos, como acabamos de insinuar, no es tan biunívoca como suele creerse, conviene mantener la distinción operativa entre materialismo filosófico y materialismo práctico para referirnos respectivamente a los contenidos ontológicos y epistemológicos que toda filosofía incluye como instancia de fundamento y a los efectos éticos, políticos, estéticos o culturales, efectos relacionados con la forma de vida, que históricamente se suelen asociar al mismo y valorar como emancipadores. Esto nos permite pensar el “materialismo práctico” con relativa independencia del “materialismo teórico”, tesis importante para comprender el materialismo contemporáneo. Pues un importante enigma a descifrar en la conciencia contemporánea, verdadera característica de nuestro tiempo, consiste en la paradoja de ser una época de pleno dominio del materialismo práctico y al mismo tiempo de radical ausencia del materialismo filosófico. Definirse hoy materialista, en sentido genuinamente filosófico, es decir, en perspectiva ontoepistemológica, parecería hoy día en muchos espacios académicos y culturales una extravagancia, un rasgo inequívoco de ignorancia y obsolescencia. En cambio, nunca la cultura occidental ha sido tan coherente con el ideal materialista clásico, nunca se han realizado en la conciencia y en la vida humana tan plenamente los ideales más ambiciosos del materialismo práctico.

Cuando el Papa actual, como el anterior, voz de tantos otros moralista, describen el nuestro como “mundo materialista”, cuando enuncian la bárbara hegemonía del materialismo, emiten un diagnóstico que en lo que tiene de descriptivo es fácil de compartir por cualquier progresista. Lo que éste le reprochará, sin duda, es que esa descripción se haga en un contexto de discurso propio de la moral ascética cristiana y contenga sus correspondientes juicios de valor, desde los cuales se erige el materialismo en rostro del mal, interpretándolo como perversión de la naturaleza humana y llamando a la carga contra su reinado, que roba al hombre la luz para su salvación. Cualquier progresista ante semejante discurso se siente situado en la otra orilla, desde la que contempla lo mismo pero con satisfacción y optimismo. Sin necesidad de pensar el materialismo como el “rostro del bien”, cualquier progresista valorará más las filosofías que sirven para emancipar al hombre en esta vida que las que sirven para salvarlo en la vida eterna, para extender la igualdad que para consentir las diferencias; preferirá la filosofía que libera a los hombres de su sumisión a los hombres que las filosofías que liberan al hombre de su sumisión al demonio; y donde el Papa ve sombras, él verá luces. Claro que el Papa y sus seguidores no se cansarán de decir: “esa es una falsa liberación”. Y cualquiera que además de ser progresista sea consciente y crítico deberá, ahora sí, tomar en serio esas palabras, recordar que la liberación tiene diversos rostros y muchas máscaras.

Podemos aceptar que nunca una cultura hizo del bienestar un valor tan absoluto como la dominante en nuestra sociedad de consumo; que nunca la extensión del consumo se convirtió en canon de la bondad y justicia social de forma tan inequívoca; que nunca se soñó con vivir en la más absoluta inmediatez y finitud, en la más absoluta renuncia a cualquier transcendencia o universalidad; que nunca se rindió tal culto a la sensibilidad, al acontecimiento, hasta erigirlo en nueva ontología; que nunca se habló tan cínicamente de la creación de sí mismo, de la disolución del deber, de la reducción de la moral al sentimiento y de la ética a la estética. Pero aunque aceptemos que, ciertamente, nuestro momento histórico ha realizado el sueño materialista de los intelectuales de hace dos siglos, y eso no es poca cosa, no podemos ver con buenos ojos la sacralización de ese ideal; aunque lo defendamos frente a quienes simplemente lo ven como figura del mal, no queremos silenciar nuestra crítica y renunciar a nuestro compromiso de redefinir un ideal de vida materialista para nuestro tiempo. Y no lo querremos mientras sigamos pensando que, en los repliegues de su discurso, se encuentra una mejor defensa de la libertad real y de la igualdad real.

En esa perspectiva situamos la conveniencia de la reflexión ontológica, cuyo olvido o disolución permite derivas aventureras; en esta perspectiva intentamos repensar de nuevo la verdad, las reglas, la universalidad, la objetividad; y es en ese intento que se nos aparece la paradoja del materialismo de nuestro tiempo. En este mundo felizmente impregnado de materialismo práctico, cuyas prácticas y valores aparecen como signos del reinado absoluto del materialismo, cabría esperar la presencia hegemónica de la filosofía materialista, en cualquiera de las diversas formas de la familia. Pero, y aquí surge la paradoja anunciada, el triunfo inapelable del materialismo práctico convive con la derrota radical del materialismo filosófico. Nunca la ética y la política fueron tan marcada y abiertamente materialistas; y nunca la filosofía materialista fue sociológicamente tan débil, tan marginal, tan vencida.

O sea, que si hasta cierto punto es comprensible la confusión histórica entre materialismo filosófico y materialismo práctico, por la supuesta implicación “lógica” entre ambos, parece en cambio sorprendente la perfecta cohabitación en nuestro mundo de una cultura incuestionablemente materialista con la hegemonía absoluta de una filosofía no materialista [1] . Y es tanto más sorprendente cuanto que, a nuestro entender, no se trata de una mera contingencia, de un pasajero momento de autonomía del materialismo práctico que en su marcha dialéctica avanza al materialismo filosófico, al que acabará arrastrando, recuperando la reconciliación; por el contrario, creemos que el materialismo práctico dominante excluye objetiva y conscientemente al materialismo filosófico. Lo que significa que hay otra filosofía, no materialista, extendida y dominante, ligada y cómplice de este materialismo práctico de nuestros días; una filosofía ésta que excluye el materialismo filosófico de la manera más radical: lo excluye, en primer lugar, denunciando y negando su propio discurso filosófico como impensable e incompatible con las ciencias y la experiencia histórica, y lo excluye, en segundo lugar, como superfluo, como innecesario –e incluso como obstáculo- para la emancipación.

Esta situación de doble exclusión del materialismo filosófico a cargo del materialismo práctico, que entiendo como una “característica de nuestro tiempo”, es la que debemos comprender. Y esta voluntad de comprensión nos lleva a preguntas como las siguientes: ¿No era cierta la complicidad entre materialismo filosófico y materialismo práctico?, ¿cómo se puede pensar el definitivo e inapelable triunfo del materialismo práctico en tiempos de derrota de la filosofía materialista? ¿No era cierta la alianza entre materialismo filosófico y emancipación?, ¿cómo pensar el triunfo de los contenidos morales, estéticos, etc., progresistas, emancipatorios en tiempos de filosofía idealista? ¿Acaso el idealismo filosófico es también soporte emancipatorio? ¿O es que también ha sido derrotado y marginado el idealismo, apareciendo “otra” filosofía (que deberíamos caracterizar), que ha asumido para sí la función emancipadora en el presente? Y una pregunta particular, que está en el fondo de esta reflexión, ¿está afectado del mismo mal el materialismo marxista, cuyo perfil hemos de delimitar?

Son preguntas que vale la pena plantearse a la hora de pensar el materialismo filosófico, sus fundamentos, sus valores, su función, su sentido. Porque, querámoslo o no, con lucidez o con falsa consciencia, muchos de nosotros –y miles de seres humanos antes que nosotros- hicimos de la alianza entre materialismo (marxista y no marxista) y emancipación el leitmotiv de nuestra práctica intelectual y de nuestro compromiso político. Y tal vez el constatable desconcierto político que inunda el espacio intelectual de izquierdas no sea del todo ajeno a esta paradoja de una cultura y un orden político que parecen haber realizado en gran medida los contenidos de emancipación del materialismo pero de forma insatisfactoria, por imaginaria o perversa. Lanzados a la deriva emancipadora, reificando y sacralizando la emancipación que el capitalismo de consumo permite y necesita, reinventamos nuevos pequeños placenteros dioses que, como apuntaba Rousseau, nos hacen olvidar el camino y amar las cadenas del eterno retorno.


3. Marxismo y materialismo.

Puesto que no tenemos duda alguna de la irrenunciable profesión de fe materialista del marxismo, debemos plantearnos ahora en qué materialismo ha de sustentarse el marxismo contemporáneo, tanteo por lo dicho hasta ahora cuanto porque, como es bien sabido, las confrontaciones en torno al materialismo marxista han acompañado, y no sin sangre, la historia de éste.

El marxismo aparece como crítica a la modernidad, tanto en sus formas idealistas como materialistas; por eso puede compartir buena parte de la crítica a la misma llevada a cabo por el neopragmatismo contemporáneo. Ahora bien, el marxismo llevó a cabo esa crítica antes del acontecimiento que hemos llamado “giro político” y de la inevitable deriva relativista de la filosofía, que ha desembocado en el pluralismo (epistemológico, cultural, ético y político), condenando en juicio sumario a la verdad, acusada de doble crimen: el crimen teórico de ser ilusoria y el crimen práctico de ser cómplice del poder. O sea, el neopragmatismo ha puesto en escena toda una batería de argumentos en contra de las pretensiones de fundamentar el conocimiento de la realidad y, además, ha implementado un discurso en el que se autojustifica como perspectiva radicalmente emancipadora. En consecuencia, debemos plantearnos si el materialismo marxista tiene actualidad, es decir, si tiene respuestas ante el nuevo idealismo, si puede aportar hoy argumentos cognitivos satisfactorios respecto a nuestro nivel de experiencia y conforme a las ciencias contemporánea; y si, al mismo tiempo, puede presentar mejores credenciales de su proyecto emancipador, puede pensar una emancipación humana y social más seria, veraz y deseable.

El marxismo irrumpió en escena con esta doble caracterización: de un lado, como un materialismo radicalmente nuevo y coherente con la concepción del mundo configurada por las nuevas ciencias; de otro, como una doctrina radicalmente emancipadora de los hombres y de los pueblos de todas sus sumisiones, ideológicas o sociales. Esta doble voluntad forma parte de sus señas de identidad, sean cuales fueren las dificultades, que no fueron pocas, por articularlas en un discurso coherente. En algún otro texto he defendido que el proyecto teórico de Marx se concretaba en la instauración de una “ciencia filosófica revolucionaria”, en el sentido específico que tenían estos términos en la filosofía alemana de su tiempo; proyecto realizado de forma insatisfactoria –lo que no le quita grandeza- y que, por sus deficiencias, tal vez insuperables, legó al marxismo una lista de debates interminables y a veces dramáticos [2] . Pues bien, creo que ese proyecto no es otro que el de construir un discurso que al tiempo que pretende el conocimiento del mundo pone en juego un potencial transformador, revolucionario. De ahí que haya sido una constante de los pensadores instalados en posiciones materialistas distinguir en esta filosofía una doble función: emancipadora y cognitiva. Discreparán a la hora de ordenar la jerarquía entre ambas opciones: unos enfatizando la dimensión del materialismo como verdadero conocimiento, como filosofía aliada de la ciencia, de cuya verdad deriva precisamente su función emancipadora, sus múltiples beneficios para la vida humana; otros acentuando y poniendo en el puesto de mando la función emancipadora, política, desde cuya perspectiva, y sólo desde ella, podía construirse una interpretación verdadera y científica del mundo. En todo caso, todos compartían el mismo principio de identidad entre conocimiento y emancipación [3] , que podemos considerar principio fundamental del materialismo, y que hoy conviene actualizar de forma especial y urgente.

La relación del marxismo con el materialismo ha sido dramática: no podía dejar de asumirlo, dada su función emancipadora, y al mismo tiempo no podía renunciar a de negarlo, reformularlo o superarlo, por los límites específicos de la emancipación que vehiculaban. Muchas páginas de la densa y trágica historia interior del marxismo han brotado de los debates sobre el materialismo. Materialismo versus idealismo, materialismo dialéctico versus materialismo mecanicista, materialismo histórico versus materialismo de la naturaleza, materialismo de Engels versus materialismo de Marx..., son debates que condensan los momentos más filosóficos de sus líneas de pensamiento. Aunque abunden los trozos de esta historia, son sólo fragmentos casi siempre surgidos en la batalla; queda pendiente de escribir una historia crítica y de hacer una valoración ajustada de la compleja relación del marxismo con el materialismo. Historia dramática y fratricida, como decimos, no porque se pusiera en juego la verdad sobre el mundo, pues el mundo puede vivir en paz sin verdad, sino porque en ese debate filosófico se decidían el orden social a construir y la estrategia política para hacerlo; es decir, se decidía la emancipación humana, y sin ella la justicia está siempre ausente y la guerra está siempre en el horizonte. No podemos aquí entrar en esa historia; lo que ahora nos preocupa es responder a las dos siguientes cuestiones: primera, ¿tiene sentido hoy, después de Auschwitz, como diría Adorno, después de la genealogía, la dialéctica negativa y la deconstrucción, en plena deriva pragmatista, en el contexto social consumista, dominio ético del nihilismo y apogeo de la estatización de la vida…; tiene sentido hoy, preguntamos, una filosofía materialista sustantiva, con voluntad de verdad y pretensiones normativas?; y, segundo, ¿sería el marxismo, con un discurso renovado y actualizado, ese materialismo nuevo? Dos preguntas que, dado que en la historia fue el marxismo quien se erigió en heredero y continuador de la tradición filosófica materialista, y dado que en el último siglo ni siquiera en el dominio de la filosofía de las ciencias han surgido competidores pro-materialistas, podemos refundir en una sola, a saber, ¿puede el marxismo ofrecer hoy esa doble respuesta, enarbolar esa doble voluntad de conocimiento verdadero del mundo y emancipación real de los seres humanos que se considera intrínseca a un materialismo consecuente? Para responder esta pregunta repasaremos con trazos gruesos la “conciencia de sí” del marxismo a lo largo de su historia, en sus principales figuras, y siempre con referencia al posicionamiento materialista.


3.1. Profesión de fe materialista.

Es ya un tópico plenamente asumido que el marxismo se presentó como materialismo nuevo, que heredaba la tradición, de Demócrito y Epicuro a D´Holbach, y que revisaba, reformaba, superaba las carencias de las concreciones anteriores, a las que reconocía como formas históricas predecesoras a superar. Esta “profesión de fe” materialista derivaba de la inquebrantable creencia de los marxistas, y especialmente de Marx y Engels, en que la defensa del materialismo era una batalla política; Althusser hace unas décadas la describía como “lucha de clases en la teoría”. O sea, tanto los marxistas clásicos como los contemporáneos han tendido a pensar la filosofía como campo estratégico de la militancia política, lugar de confrontación de prácticas teóricas con efectos en las relaciones de poder político. Así lo reconocía Marx ya desde su temprano texto La Sagrada Familia, donde se refería al materialismo del XVIII en los siguientes términos: “Hablando exactamente y en sentido prosaico, la filosofía francesa de las luces, en el siglo XVIII, y sobre todo el materialismo francés, no sólo han llevado a cabo la lucha contra las instituciones políticas existentes, contra la religión y la teología existentes, sino que también han llevado a cabo una lucha abierta, una lucha declarada, contra la metafísica del siglo XVII y contra toda metafísica [4]. Entendía Marx que la lucha contra la metafísica es una lucha contra el idealismo, contra la “especulación ebria”, opuesta al materialismo y su “filosofía sobria”, opuesta a la defensa del hombre y de su vida real.

Por eso, porque ponía la mirada en sus efectos políticos, Marx tenía una neta consciencia de que su enemigo filosófico con quien debía medirse era Hegel, a quien sin embargo admiraba más que a otros muchos, incluidos los materialistas [5] . El idealismo hegeliano era el actual en aquellos momentos, el que legitimaba de forma más eficiente políticas que Marx valoraba contrarias a la emancipación de los seres humanos. De ahí que en sus textos haya más referencias antihegelianas que antiplatónicas o antikantianas, devenidas a su entender más anacrónicas. Su confrontación con el hegelianismo toma la forma abierta de alternativa radical entre materialismo e idealismo. “Para Hegel, decía Marx, el proceso de pensamiento, al que incluso prostituye bajo el nombre de Idea, al que convierte en sujeto con vida propia, es el demiurgo de lo real… Para mí, por el contrario, lo ideal no es más que lo material transpuesto y traducido en la cabeza del hombre” [6] . Son dos filosofías que se disputan la verdad, sin duda; pero ante todo son dos filosofías que se oponen radicalmente en la concepción de la emancipación de los seres humanos.

Lo que queremos decir, en definitiva, es que el marxismo, como “materialismo nuevo”, buscó un lugar donde situarse entre el materialismo vulgar, mecanicista, y reduccionista y el idealismo, especialmente el más actual de su tiempo, el hegeliano. La historia nos revela la constante presencia de la doble y angustiosa preocupación por evitar caídas en el idealismo e identificaciones no gratas con las formas vulgares y mecanicistas del materialismo. Ahora bien, si esa doble preocupación se mantuvo equilibrada en los clásicos, delimitando el espacio de representación marxista, a partir de los años sesenta del pasado siglo la actitud se desequilibró de facto, hasta el punto de silenciarse sospechosamente la crítica antiidealista, otorgando todo el protagonismo a un único enemigo, el materialismo metafísico y grosero, cuyo debate inunda la escena en el seno del marxismo. Aparentemente se trataba de la preocupación tópica, viva en los clásicos, de liberarse de la acusación de materialismo “mecanicista” o “vulgar”; pero, como suele decirse, la pasión del converso llevaba a arrojar al niño con el agua de la bañera. Unas veces acentuando el elemento dialéctico y humanista del marxismo, otras su cientificidad y empiricidad; en unos casos desde el culto a la subjetividad revolucionaria, en otros a la perspectiva pragmatista; estos en nombre de la filosofía de la praxis, aquellos en la del estructuralismo; ahora para casar a Marx y a Freud, luego para armonizar marxismo y existencialismo…; lo cierto es que en los años sesenta por distintas vías los teóricos marxistas coincidieron en enarbolar como única bandera filosófica la del antimaterialismo, invisibilizando su enemigo de siempre, el idealismo. Curiosamente, en esos momentos históricos en que el marxismo se afirmaba más radicalmente revolucionario y verbalizaba con éxito su potencial emancipador, no sólo daba tregua al enemigo sino que devenía su cómplice, compartiendo el objetivo y contaminando sus armas (sus ideas); cuanto más intensa, acrítica y sacralizante era la invocación de Lenin o de Mao, menos se tenía en cuenta que, precisamente estos dos autores hicieron de la defensa del materialismo –no de la lucha antimaterialista- su principal empeño filosófico.

Es cierto, y de ahí su poder seductor, que este giro antimaterialista se hacía en nombre de la subjetividad revolucionaria, reivindicando el elemento activo de la voluntad humana sin el cual se caía en el evolucionismo reformista, como mostraba la deriva socialdemócrata; pero el “izquierdismo”, nada nuevo en las filas marxistas, era otra manera de alejarse de esa difícil articulación propuesta por Marx entre conocimiento y emancipación. Y es también cierto que no se rompía con la racionalidad, que se invocaba la necesidad para el marxismo de mantener siempre la perspectiva de las ciencias; pero se hacía en un momento en que éstas -o, más bien, las filosofías que las acompañaban- caminaban desde un positivismo indefendible hacia propuestas pragmatistas, historicistas y relativistas; es decir, desde un idealismo empirista imposible a otro idealismo inconfesado. Subordinar el punto de vista marxista a esas ciencias podría argumentarse de diversas maneras, pero no como refuerzo de su dimensión materialista. Ni siquiera el posicionamiento crítico frente al estalinismo y su esquemático folleto Sobre el materialismo dialéctico y el materialismo histórico. El rechazo a la política staliniana arrastró a negar su palabra, y el folleto en cuestión se había convertido casi en el manual oficial del materialismo marxista, con increíble difusión. Podemos comprender el proceso, pero difícilmente el apasionamiento ideológico puede justificar la parcialidad teórica de los intelectuales, hasta el punto de que, en el fragor de la batalla contra el monstruo de la familia, se acabe por devenir cómplice del enemigo estructural. Como ha dicho acertadamente S. Timpanaro, el citado folleto era, aunque grosero en su exposición, bastante correcto en su posición materialista; otra cosa son las aberraciones, nada materialistas, de perseguir el psicoanálisis o la lógica matemática, o la políticas aplicadas a los disidentes, hechos bárbaros y lamentables, pero que no justifican, como reacción, la deriva antimaterialista del marxismo para reconciliarse con freudianos y neopositivistas.

Aunque me inclino a pensar que Marx nunca habría defendido el materialismo únicamente por su verdad, haciendo abstracción de sus efectos emancipadores; aunque creo que puesto ante la alternativa de elegir entre la verdad y la emancipación habría abandonado la primera; a pesar de todo Marx nunca puso en duda que la posición materialista era la adecuada para la “ciencia revolucionaria”, idea que proponía frente a la “ciencia filosófica” de Hegel y a la “ciencia positiva” de los empiristas, y que nunca logró formular satisfactoriamente [7] . Aunque no expuesta con la claridad deseada, su concepción filosófica le salvaba de esta trágica elección entre verdad y emancipación, al pensar que la potencia emancipadora de una representación del mundo venía dada por su verdad, por su cientificidad (de ahí su intransigencia ante el socialismo utópico o ante cualquier desviación del materialismo científico). Su amor a la verdad no era platónico, sino pragmático, al radicar el mismo en su potencial revolucionario. En el darwinismo, por ejemplo, más que su verdad Marx destacaba su materialismo antiesencialista y desacralizador. Le importaban los efectos emancipadores de la verdad de la filosofía, sin llegar a la posición pragmatista de identificar la verdad con el potencial emancipador.


3.2. El materialismo marxista como materialismo dialéctico.

Junto a esa ineludible profesión de fe materialista, el marxismo insistió desde sus orígenes en los elementos de originalidad que lo especificaban, particularmente en la dimensión dialéctica de su materialismo. A veces se ha dicho, de forma un poco simplista pero no del todo errónea, que Marx recogió del materialismo mecanicista clásico el elemento “materialista” y del idealismo de Hegel su elemento “dialéctico”, para formar así un materialismo de nuevo cuño, la concepción verdadera del mundo. Lo cierto es que esa forma de describir el surgimiento de lo nuevo es útil como acercamiento genérico al proceso histórico, pero no sirve para dar cuenta de la creación teórica. Creo que se entiende mejor y se ajusta más a la realidad redescribir ese proceso desde la perspectiva de la hegemonía de la voluntad de emancipación, que permite pensar su acercamiento a cada filosofía para recoger de las mismas los elementos con mayor potencia liberadora. No le faltaban razones para comprender que, en el fondo, el materialismo de los ilustrados, aunque emancipara al hombre de los dioses, reducía la subjetividad a mero efecto natural y, en consecuencia, deslegitimaba el discurso revolucionario; pero tampoco ignoraba que la historización (evolucionista o dialéctica) de la realidad amenazaba igualmente con diluir al sujeto en mero efecto de la “lógica” del espíritu. Como siempre que se llega al fondo, la filosofía tenía que decidir entre dos figuras de la barbarie; y Marx chapoteó como pudo en ese pantano.

Si nos atenemos a los textos, hemos de reconocer que, a diferencia del pragmatismo idealista contemporáneo, que puede reducir la realidad a lenguaje, Marx defenderá con mayor o menor claridad y acierto, pero sin fisuras, la pertinencia del elemento pasivo de la conciencia –correlato del reconocimiento de la transcendencia del mundo- intrínseco al materialismo. Ahora bien, el materialismo de Marx tenía que asumir la compleja tarea de conservar esa transcendencia del mundo al tiempo que la cuestionaba al reivindicar el lado activo del sujeto tanto en el momento de su conocimiento como en el de su transformación o creación; ese era el reto de su materialismo, y pensamos que sigue siéndolo. Por eso le preocupaba más Hegel que Platón, pues el idealismo hegeliano daba una propuesta, a su manera, a ese problema: la respuesta dialéctica; y por eso defendía al materialismo francés, cuya filosofía el parecías más tosca y roma que la hegeliana, ya que disolvía al sujeto en las determinaciones mecánicas y quitaba sentido a la emancipación, que sólo puede ser pensada desde una ontología que permita, al mismo tiempo, pensar la creación social del mundo de la vida, correlato de la libertad de la praxis, y pensar una subjetividad que se crea a sí misma en su proceso de transformación del mundo. La lucha de clases no tiene sentido emancipador si la historia está cerrada, si la actividad ha de ser mera adecuación a lo real, si la naturaleza es impenetrable al espíritu y si el espíritu es refractario a su propia praxis autocreadora; la teoría de la lucha de clases sólo tiene sentido en claves dialécticas, desde una ontología materialista dialéctica que no sea una lógica dialéctica.

Ahora bien, no resultaba fácil formular el “materialismo dialéctico”, ni teórica ni políticamente, pues el vocabulario clásico forzaba a oponer “materialismo” (ligado a la naturaleza y a la necesidad) y “dialéctica” (referido siempre a la historia y a la libertad). Estas dificultades aparecerán de forma privilegiada en el largo, intenso y complejo debate sobre el materialismo engelsiano confrontado al marxista, que protagonizó buena parte del siglo XX, y el cual constituye un capítulo imprescindible de la relación entre el marxismo y el materialismo [8] . Nos interesa aquí destacar que aunque el marxismo clásico se presentaba como materialismo nuevo, sin cejar un momento en la crítica al materialismo mecanicista y su contaminación del discurso socialista de su tiempo, lo cierto es que no logró fijar un vocabulario original y adecuado. Entre los líderes del movimiento obrero el materialismo seguía teniendo las imágenes, tonos y colores del materialismo ilustrado. Cualquiera que lea los libros de Engels tendrá a ratos la sensación de regresar al siglo XVIII. Así, en su Anti-Düring, donde asume, expone y vulgariza el materialismo de Marx, decía con frescura propia de los tiempos que “la unidad real del mundo no estriba en su ser, aunque su ser es un presupuesto de su unidad, ya que tiene que ser antes de poder ser uno. Pues el ser es una cuestión abierta a partir del límite en el que se interrumpe nuestro horizonte. La real unidad del mundo estriba en su materialidad, y ésta no queda probada por unas pocas frases de prestidigitador, sino por un largo y laborioso desarrollo de la filosofía y de la ciencia de la naturaleza” [9]; y que “el movimiento es el modo de existencia de la materia. Jamás y en ningún lugar ha habido materia sin movimiento, ni puede haberla. Movimiento en el espacio cósmico, movimiento mecánico de masas menores en cada cuerpo celeste, vibraciones moleculares como calor, o como corriente eléctrica o magnética, descomposición y composición químicas, vida orgánica: todo átomo de materia del mundo y en cada momento dado se encuentra en una u otra de esas formas de movimiento, o en varias a la vez…. El movimiento no puede, pues, crearse, sino sólo transformarse y transportarse”; y también que “si nos preguntamos… qué son, en realidad, el pensamiento y la consciencia y de dónde proceden, nos encontramos con que son productos del cerebro humano y con que el mismo hombre no es más que un producto de la naturaleza que se ha formado y desarrollado en su ambiente y con ella; por donde llegamos a la conclusión, lógica por sí misma, de que los productos del cerebro humano, que en última instancia no son tampoco más que productos naturales, no se contradicen, sino que se armonizan con la concatenación general de la naturaleza” [10]. Sin duda hoy puede parecernos una forma de expresión ingenua y tosca de materialismo. No sé si debe justificarse tan tosca expresión aludiendo a los razonable límites históricos que el mismo marxismo defiende, pues a una filosofía como la del marxismo clásico, que tenía la voluntad explícita y consciente de elaborar e introducir una nueva forma de materialismo, se le puede exigir la innovación de su vocabulario; tal vez su contagio del discurso materialista moderno no debiera de justificarse sin más como límite histórico cuando precisamente el marxismo está revolucionando la manera de comprender al mundo con un vocabulario radicalmente nuevo. Ahora bien, de lo que sí estoy seguro es de que en nuestro tiempo tales limitaciones serían despropósitos imperdonables.

En cierta manera, como ya hemos indicado, Marx y Engels se representan su materialismo como articulación fecunda del materialismo de los ilustrados del XVIII y la dialéctica puesta en escena por Hegel; es su manera de representarse con metáforas una propuesta filosófica cuya originalidad requiere de un nuevo vocabulario en proceso de creación. Lo paradójico es que, si bien el marxismo está produciendo el aparato conceptual del nuevo discurso, en su defensa del materialismo no lo pone en práctica, recurriendo a las argumentaciones e imágenes convencionales. De ahí que la autopresentación como síntesis, con o sin Aufhebung, entre materialismo y dialéctica resulte siempre confusa e insatisfactoria. Una y otra vez encontramos descripciones como ésta: “Hegel era idealista, es decir, que no consideraba las ideas de su cerebro como reflejos o reproducciones más o menos abstractos de los objetos y de los fenómenos reales, sino, al contrario, eran los objetos y su desarrollo los que para él era los reflejos de la idea, existente no se sabe donde antes de aparecer el mundo”. Descripciones que abundan en esa metáfora del materialismo dialéctico, en que se recoge la idea de superar la dialéctica de Hegel dotándola de contenido materialista y, al mismo tiempo, superar el materialismo mecanicista dotándole de dialéctica [11]. Pero esas descripciones revelan más la impotencia para pensar la novedad del nuevo materialismo que el contenido original de éste, intraducible a esa síntesis.

En su Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana encontramos de nuevo el planteamiento del tema del materialismo en sus términos filosóficos más clásicos: “El gran problema cardinal de toda la filosofía, -nos dice Engels-, especialmente de la moderna, es el problema de la relación entre el pensar y el ser, entre el espíritu y la naturaleza… Qué es lo primero: el espíritu o la naturaleza? Los filósofos se dividían en dos grandes campos, según la respuesta que diesen a esta pregunta. Los que afirmaban la anterioridad del espíritu frente a la naturaleza, los que, por tanto, admitían en última instancia una creación del mundo, de cualquier clase que fuera…, se agrupaban en el campo del idealismo. Los demás, aquellos para quienes la naturaleza era lo primero, formaban en las distintas escuelas del materialismo” [12]. Y más adelante: “El problema de la relación entre el pensar y el ser, entre el espíritu y la naturaleza, problema supremo de toda filosofía, tiene, pues, sus raíces, al igual que toda religión, en las ideas limitadas e ignorantes del estado de salvajismo (...) El problema de saber qué lo primario, si el espíritu o la naturaleza, este problema revestía, frente a la Iglesia, la forma agudizada siguiente: ¿el mundo fue creado por Dios o existe desde toda la eternidad?” [13]. Comprender las insuficiencias de la descripción engelsiana del materialismo debe llevar a plantear la necesidad de una redescripción actual, nueva, precisa y argumentada, pero no justifica la deriva, en el fondo idealizante, de quienes ayer hacían profesión de fe marxista, a la sazón “jovenmarxistas”. El rechazo de Engels en nombre de Marx era, como a veces se reconocía, un rechazo del marxismo en nombre de un nuevo Marx, el joven Marx, historicista y humanista, identificado con la apoteosis de la subjetividad y de la praxis y liberado de los residuos del “materialismo de la materia”, del elemento pasivo.

Sin entrar a valorar voluntades, no es extravagante plantear la relación de esta posición interna al marxismo con la nueva cultura del capitalismo; es decir, en perspectiva marxista parece pertinente pensar esa deriva como contaminación político cultural. En este sentido, resulta empíricamente evidente que un rasgo de la cultura en la segunda mitad del siglo XX es su radical y explícita renuncia al materialismo filosófico. Dejando de lado los significativos y nada anecdóticos casos de conversiones sonadas, de R. Garaudy a F. Arrabal, lo que ocupaba la escena era el debate entre dos formas de idealismo que se disputan las “dos culturas”: el idealismo de corte empirista-pragmatista, apostando por la técnica, el desarrollo y la sociedad de consumo, y el de corte historicista-humanista, que de una u otra forma defendía los valores de la burguesía derrotada. Los marxistas antiengelsianos militaron en el frente humanista-historicista, revolviéndose contra el positivismo y el nihilismo pragmatista. Se trata de un frente atractivo, protagonizando la desmitificación de la máquina (burocracia, tecnocracia, razón instrumental) cuyo mal ya no era capitalista, sino técnico, tal que afectaba igual al capitalismo y al socialismo real, al estado y al partido. Hoy sabemos que apostaban a caballo perdedor: apostaban a la ideología idealizante que el capitalismo usó ayer y hoy necesita enterrar; no creo que hoy nadie discuta la derrota del humanismo a manos de la tecnociencia. Desde una perspectiva más abstracta podemos decir que una forma de idealismo fue derrotada por otra, y que la lucha interna en el marxismo por el verdadero materialismo carecía de autonomía. Como muestran sus resultados, el perdedor fue el materialismo, que resultó “invisibilizado”.

Si nuestro diagnóstico de la situación es acertado, conviene recordar la posición canónica del leninismo, que en la perspectiva de la “doble preocupación” defendía el principio de reforzar el lado perdedor. Si en sus Cuadernos sobre la dialéctica reivindicaba el elemento emancipador de la filosofía hegeliana, en Materialismo y empiriocriticismo se inclinaba por reivindicar el materialismo del XVIII, que el empirocriticismo tendía a disolver. Nosotros tal vez tendríamos, en primer lugar, que reivindicar el materialismo en todas sus formas, ante la deriva antimaterialista en nuestra cultura; incluso sería justificable romper alguna lanza por el idealismo humanista, ese ideal burgués de emancipación (libertad, igualdad, fraternidad, republicanismo, laicismo) que la burguesía no realizó, desapareciendo de la escena al tiempo y ritmo de desaparición sociológica de esta clase y su cultura. Pero mientras nos mantengamos ahí, estaremos a la defensiva, poniendo obstáculos inútiles contra la corriente, mostrando nuestra impotencia. Lo más correcto y eficaz sería elaborar una idea de materialismo actual y alternativa al idealismo actual, al idealismo pragmatista y tecnocientífico; una idea que estaría ligada y subordinada a un nuevo pensamiento sobre la emancipación libre de anacronismos. En cualquier caso, la deriva idealista tecno-pragmatista exige mejor respuesta que lanzarse a una purga suicida, como ha ocurrido en todo el fenómeno antiengelsiano [14].


3.3. Materialismo marxista como materialismo histórico.

Uno de los aspectos del debate antiengelsiano, tal vez donde aparece con mayor claridad y radicalismo la deriva antimaterialista, se concreta en la contraposición entre materialismo filosófico y materialismo histórico. Se identificaba el primero con la posición de Engels, su lamentable y prescindible aportación al marxismo; lo propio de Marx sería el materialismo histórico, que nada tiene que ver con el materialismo de la materia, que pone la dialéctica en su lugar, en la historia, y no en la naturaleza humana como absurdamente habría pretendido Engels.

No cabe duda alguna de que la concepción dialéctica de la historia resulta un relato verosímil y atractivo, como si fuera su lugar apropiado; y que, en cambio, la explicación de la naturaleza en claves dialécticas es farragoso, forzado y, sobre todo, contrario a la imagen proporcionada por la ciencia normal. Estas dificultades servían de argumento a los teóricos de los dos materialismos. Sobre estos límites hay mucha literatura y no vamos a entrar en ella; aquí sólo nos interesa resaltar en qué medida esa contraposición entre materialismo dialéctico (engelsiano) y materialismo histórico (marxista) es una página histórica que revela la complejidad de la cuestión materialista en filosofía y en el marxismo.

El materialismo dialéctico, cuya generalización incluye la dialéctica de la naturaleza, presenta difíciles obstáculos teóricos; entre otras cosas, es muy difícil sostener una posición filosófica de espaldas a la ciencia (cosa que el marxismo siempre rechazó) y a sus descripciones, y los esfuerzos de conciliación resultaron retóricos y poco convincentes. Autores como Sartre tuvieron la decencia de decir las cosas claras: si para ser marxista, cuya opción de valor decía compartir, había de asumir el materialismo y la dialéctica, sólo quedaban dos alternativas; una, renunciar al marxismo, por la inviabilidad de su filosofía; otra, renunciar al materialismo en nombre de la dialéctica, pues materialismo implicaba para el filósofo francés determinación del espíritu por la materia (sumisión del hombre) y dialéctica significaba libertad. Sartre decía defender un marxismo compatible con la libertad, en cuyo nombre había de sacrificar el materialismo.

Lo cierto es que liberar al marxismo de todo materialismo filosófico (metafísico) y ver su peculiaridad en el materialismo histórico, sean cuales fueren los argumentos textuales que se aporten, no resuelve los problemas ideológicos, las pociones de valor que están en juego. Cuando se rechaza el materialismo dialéctico por los problemas teóricos y prácticos que acarrea y se protege al marxismo refugiándolo en su peculiaridad de materialismo histórico, no se consigue gran cosa; los mismos problemas reaparecen de nuevo. Es cierto que la descripción del materialismo histórico revela mejor la novedad del materialismo marxista y, sobre todo, deja ver con más claridad su compromiso militante, ligado siempre al embellecimiento del lado activo, subjetivo, del conocimiento; pero si la determinación natural niega la libertad, la determinación económica surtirá efectos similares. El materialismo histórico puede ser tan determinista y reduccionista como el materialismo filosófico; en consecuencia, la amputación por sí misma no parece una solución. Por otra parte, el materialismo histórico no se libra de los retos contemporáneos que la ciencia plantea al materialismo. Los problemas actuales para concebir la materia no son muy ajenos a los que se presentan a la hora de concebir la historia: las dificultades actuales para defender la solidez, la constancia, la identidad, la esencia lógica de la materia, reaparecen a la hora de pensar la historia como abierta, contingente, indeterminada, por escribir, condiciones todas de la libertad.

No es lugar para inventariar esas dificultades o retos de la ciencia y la experiencia al materialismo marxista, pero podemos apuntar algunas ideas. Partiremos de la siguiente tesis: en el momento actual, después de 2500 años de filosofía y de medio milenio de ciencia moderna, sólo es sostenible una filosofía que asuma la indeterminación ontológica [15]. En nuestros días el materialismo no puede basarse en la ruda idea de materia, objetiva y transcendente. Hoy sabemos que esa idea nos la proporcionó la física clásica (si se quiere, newtoniana), la misma ciencia que hoy, transformada en física cuántica (si se quiere, einsteiniana), disuelve aquellas cualidades que la diferenciaban del espíritu (solidez, extensión, impenetrabilidad, lugar…). Es decir, hoy el ser no puede ser pensado en una ontología de la determinación (genuinamente parmenídea); pero tampoco en una ontología de la indeterminación (genuinamente heraclitea). Pensarlo como constante devenir, mero fluir, suceder…, mantiene la matriz de la filosofía de la esencia, en tanto supone atribuir al ser una manera de ser eterna e inmutable. En ambos casos, con las dos ontologías que han dominado en occidente, se reconocer que la forma del ser de las cosas es prehumana; la propuesta de indeterminación ontológica significa, precisamente, que la forma del ser no puede ser prehumana. Esta tesis es conforme a lo que hemos llamado “giro político” de la filosofía y, como argumentaremos en las páginas siguientes, nos parece conforme con la idea marxista de la “praxis”.

En nuestros días, es difícil pensar el materialismo como defensa de una realidad objetiva, transcendente, prehumana, exterior y ajena al conocimiento y la acción humanos; es difícil operar con una idea del ser como “aquello que es y no puede no ser”, que es como es y no puede ser de otra manera, como realidad que es indiferente y al margen de nosotros, los sujetos que vivimos en y de ella, que la pensamos, que la juzgamos. La filosofía se ha encargado de mostrar lo inverosímil de esa idea recurriendo a sutiles recursos analíticos, como el genio maligno cartesiano, el demonio de Laplace, el principio de incertidumbre de Heisenberg, las maravillas y enigmas de la física cuántica… Parece que haya ideas que el lenguaje no resiste sin romperse, sin anudarse, sin perderse; y una de esas ideas es la de la metafísica de la esencia, en cualquiera de sus formas (del ser o del flujo, parmenídea o heraclitea). En cambio, son muchos los argumentos que hacen verosímil la tesis de la indeterminación ontológica. Una de ellas es nuestra conciencia, potenciada por la experiencia del capitalismo, de que cada vez vemos el mundo más como obra nuestra, algo que dominamos, que transformamos, que destruimos. En nuestros días, es casi inevitable la creencia en que el mundo no es obra de los dioses, que el demiurgo es el hombre. El poder humano –o inhumano- para controlar el ser parece infinito; hoy ya podemos creernos con poder para decidir el ser de las especies, incluida la nuestra. Ayer podíamos cambiar la faz de la tierra; hoy, su corazón y su alma.

Por otro lado, en nuestros días es complicado mantener el principio realista –esencial al materialismo clásico- de un proceso objetivo de la historia cuyo fin (Hegel, Marx), o al menos su dirección (el progreso de los modernos y de la sociedad abierta) está inscrito en sus leyes. Ningún pensador ha recibido más críticas que Hegel y Marx en nuestros tiempos; el ajuste de cuentas con la modernidad ha sido, en realidad, un ajuste e cuentas con Hegel y Marx. Pues bien, la mayoría de las mismas, y sin duda las más inquietantes, apuntaban al carácter objetivo, realista, y al fin materialista, de ese proceso que garantizaba un orden de la historia que justificaba el sacrificio de lo particular y que prometía una “reconciliación” final que legitimaba el mal presente. Hoy pensar la emancipación humana exige una representación de la historia abierta, por decidir, por escribir.

No deja de ser elocuente que el idealismo clásico se ha reformulado en su versión subjetivista pragmatista. La “subjetivización del mundo”, la visión subjetiva del mundo, asume con cierto éxito y con habilidad las exigencias de la ciencia y de la ética hedonista. Si tradicionalmente el idealismo era sólo amigo de los dioses, de lo absoluto, de lo eterno, de las esencias; si era enemigo de la ciencia y de la experiencia y sacrificaba al hombre en aras de alguna transcendencia…, en su versión subjetivista contemporánea ha corregido todo eso y ha conseguido presentarse como el compañero de viaje de la ciencia, de la experiencia y de la vida, ha hecho del hedonismo su principio ético y ha robado al materialismo aquel título de propiedad de la emancipación. Es decir, el idealismo clásico, cuya ontología esencialista era enemiga del hombre por sus efectos prácticos, se ha reconstituido con la marcha del capitalismo, y así ha podido asumir la forma de una ontología de la indeterminación (que parece concordar con los discursos de la ciencia y de la experiencia) y la mayor parte de los contenidos prácticos del materialismo (en especial su contextualismo, su hedonismo, etc.). Esto le ha convertido en poderoso, y le permite aspirar, con bastante éxito, a presentarse como post-filosofía (post-materialismo y post-idealismo), como discurso más allá de los opuestos, más allá de las opciones.

El materialismo, como si la realización de sus contenidos prácticos diluyera el sentido de su existencia, ha perdido presencia, no ha remodelado su léxico, ha perdido la batalla. Si quiere salir adelante deberá, por tanto, reconstituirse, siguiendo al menos estas directrices: a) Recuperar su feeling con la ciencia; b) asumir la quiebra de la ontología de la determinación; c) actualizar sus contenidos prácticos y d) reintroducir la hegemonía de la oposición en sus representaciones. Estas líneas de revisión tiene un mismo referente: la idea de que el enemigo actual del materialismo no es el idealismo (clásico), sino el subjetivismo (contemporáneo). Subjetivismo que, no sin razón, se presenta a sí mismo como negación del “idealismo” y del “materialismo” a la vez, como renuncia al “realismo”.

En conclusión, creo que las posibilidades de un materialismo marxista actualizado pasan por la reformulación de la teoría de la praxis. Durante mucho tiempo se ha visto la filosofía de la praxis como “filosofía del joven Marx”, distinta si no opuesta a la filosofía consecuentemente materialista del “Marx maduro”. Esto se ha debido, entre otras cosas, a una deficiente comprensión de la “praxis”, pensada a veces como metodología (primacía de la práctica real sobre el pensamiento abstracto, de la acción política respecto a la teoría), otras como epistemología (lugar de verificación de las teorías y estrategias), a veces como alternativa filosófica (trasformar el mundo frente a comprender el mundo). En la historia del marxismo la praxis no se ha pensado en serio como ontología, como la ontología marxista genuina, que aquí proponemos a debate.

Digamos de entrada que esta ontología cumple con el principio de indeterminación ontológica, distinto de la “ontología de la indeterminación”, que hemos defendido antes. Es decir, asume la imposibilidad de situarse en el origen, en el “punto de vista del ser”, en el “ojo de Dios”. O sea, asume, prima facie, la historicidad del ser de las cosas, para, enseguida, evitar la determinación histórica asumiendo la contingencia del ser, su facticidad; y, para evitar la indeterminación histórica, piensa el ser como obra de la praxis, una praxis colectiva y finita, en un orden social y natural que marca los límites; límites que, a su vez, son histórico-continentes, transformados por la praxis.

Esa perspectiva, a efectos prácticos, viene a decir que el futuro está por escribir, es abierto; será obra de los sujetos históricos; pero no a su libre y despótica voluntad, no como un insultante gesto arbitrario del artista, sino bajo la resistencia, la inercia y la lógica de lo existente, puesto por la praxis anterior. Las lecturas tradicionales del marxismo ponen como sujeto histórico al proletariado, y lo piensan en el esquema de la necesidad de la Historia, que del mismo modo que ha llevado al capitalismo ha generado la clase social que puede, necesita y debe suprimirlo y escribir las próximas páginas de la historia. La revisión de la idea de la praxis exige pensar la aparición del capitalismo, y la del proletariado, como contingentes, causados en una praxis concreta pero sin responder a una lógica previa a dicha praxis; y, del mismo modo, las nuevas páginas de la historia hay que pensarlas en blanco, sin proyectar sobre las mismas ese último residuo utópico de colores comunistas. La escribirán las clases, con su trabajo, sus luchas, su pensamiento y su imaginación, pero no como sujetos abstractos sino siempre encuadradas en una doble determinación, dentro de los límites en que está encuadrada su acción; límites que tampoco son una determinación absoluta, sino el lugar que la acción transforma. Por un lado, los límites “objetivos”, exteriores, siempre provisionales, puestos por la acción histórica anterior; por otro, los límites de su propia subjetividad, siempre finita-concreta, siempre sometida a su propia transformación en el proceso práctico (educación de los educadores, efecto de la praxis sobre el propio sujeto-agente de la misma).

La praxis en el marxismo es la ontología que disuelve todas las esencias, todos los absolutos, permitiendo pensar la naturaleza (al menos la naturaleza relevante para la vida humana, asequible a su acción y su conocimiento, cada vez más amplia) como obra histórica del hombre, y el hombre como realidad natural creada en el mismo proceso práctico. Creo que lo correcto, en claves marxistas, es entender el materialismo como una interpretación del mundo, y en especial del mundo social, como constante e interminable proceso de construcción, de creación práctica. O sea, interpretar los fenómenos sociales atendiendo a la praxis (“a la manera de trabajar”, había dicho Marx; a la manera de “ganarse la vida”; a las “condiciones de existencia”, expresión marxista que prefiero, por ser más amplia e incluir dimensiones de la praxis diferenciadas del trabajo, auque conexas al mismo) quiere decir poner la praxis en el origen del sujeto y del objeto, o sea, situarse en la indeterminación ontológica y, desde ella, como acción originaria y finita, decidir el ser de las cosas en confrontación que el ser que otros les dieron en el pasado y les intentan dar en el presente. Pero, en lugar de mantenerse en ella, como hace el pragmatismo con su filosofía de la contingencia, jugando el juego de que todo y siempre está por decidir y que es indiferente una decisión u otra, la acción práctica va generando la objetividad (y sus formas, y sus leyes) y la subjetividad (sus ideas, sus pasiones, su potencia), va creando un mundo abierto pero no arbitrario, y una historia libre pero no gratuita.


J.M.Bermudo (2008)




[1] Podría decir una “filosofía idealista”; pero, aunque creo que, efectivamente, la filosofía dominante puede ser considerada una variante del idealismo, se trataría en todo caso de una variante muy peculiar. Por eso dejamos para después la caracterización de la misma. De momento basta con afirmar su no materialismo.

[2] Remito a mis trabajos, Engels contra Marx. El antiengelsianismo en el marxismo occidental. Barcelona, Ediciones de la Universidad de Barcelona, 1981; y "Engels, el compañero de Marx", en J. Mª Valverde (ed.), Historia del pensamiento, 4 vols. Barcelona, Ed. Orbis, 1985, Vol. IV, 56-70.

[3] No quiero entrar en una comparación y valoración de esas dos tendencias, opciones nada inocentes; sí creo que podemos decir que la primera ha sido mayoritaria a lo largo de la historia. Es decir, se ha tendido a pensar la emancipación humana a través, y dentro de los límites, del saber, del conocimiento. Cuestión ésta que hoy al menos debe ser repensada.

[4] K. Marx - F. Engels, La Sagrada Familia, VI, 3, d.

[5] Apuntemos de pasada que hoy, para los postpositivistas y los postnietzscheanos, Popper y Rorty como ejemplos, el gran enemigo es Platón.

[6] El Capital, I. Palabras finales a la 2ª edición alemana (1873).

[7] He argumentado esta tesis en mi trabajo "Ciencia normal y ciencia filosófica en K. Marx", en Enrahonar (1984): 13-34.

[8] En el libro El marxismo occidental (citado en nota 2), he analizando y valorado las cuestiones políticas en juego en ese debate.

[9] F. Engels, Anti-Düring. Ed. Cit., 31.

[10] Ibid., 47 ss.

[11] “En estas circunstancias, parecíame cada vez más necesario exponer, de un modo conciso y sistemático, nuestra actitud ante la filosofía hegeliana, mostrar cómo nos había servido de punto de partida y cómo nos separamos de ella. Apréciame también que era saldar una deuda de honor, reconocer plenamente la influencia que Feuerbach, más que ningún otro filósofo posthegeliano, ejerciera sobre nosotros durante nuestro período de embate y lucha” (F. Engels, Ludwig Feuerbach, Nota Preliminar).

[12] F. Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Ed. Del Instituto de Estudios marxista-leninistas, II, 10.

[13] Ibid., II, 10.

[14] Ver los excelentes textos de Cesare Luporini, “Verità e libertà”, en AA.VV., Verità e libertà. Actas del XVIII Congreso de la Sociedad Filosófica Italiana. Palermo, 1960, 139 ss.; y Sebastiano Timpanaro, Praxis, materialismo y estructuralismo. Barcelona, Ed. Fontanella, 1973.

[15] La distinguimos de la tesis pragmatista y postmoderna de la “ontología de la indeterminación”, con diversas variantes (filosofía del acontecimiento en P. Ricœur, de la contingencia en R. Rorty, etc.)