KANT, ENTRE DOS FIGURAS DEL PACIFISMO





El pacifismo es el rasgo moral más relevante de la moral de nuestra época, una moral humanitarista, que hace del rechazo de la crueldad –y del dolor en general- su principio supremo. Hasta el pensamiento de la izquierda izquierda, que no podía renunciar al uso de la lucha armada si ello fuere necesario, tiende a poner la guerra como mal absoluto y elevar el pacifismo a acreditación del comportamiento moral. Esta moral humanitarista, que centra su mirada en el corazón, en el sentimiento, era sólo un componente, y no esencial, de la moral humanista que se teje en la ilustración y en las revoluciones americana y francesa que inauguran los tiempos modernos. Era el componente de la moral del amor, de exquisita tradición cristiana, subsumido en el ideal burgués de la moral del deber, racionalista y laico. En nuestros días ese elemento humanitarista ha crecido de forma poderosa, tendiendo a ocupar todo el campo de la moral, liquidando a marchas forzadas la sacrificada y ascética moral humanista. En nuestros días parece como si el rechazo a la guerra purgara de todos sus otros males a una sociedad.

Aquí no puedo abordar la reflexión de este complejo proceso de la consciencia occidental en su totalidad; me propongo meramente aportar unas reflexiones sobre I. Kant, filósofo a quien el destino ha convertido en referente privilegiado de esos dos modelos de moralidad: referente directo y militante de la moral humanista, de la que nos ofreció la más potente fundamentación, y referente indirecto e instrumental de la moral humanitarista, en cuanto ésta se construye sobre el rechazo a la guerra y recurre al aval del ideal kantiano de paz perpetua. De ahí que considere a Kant un lugar privilegiado para situar la reflexión sobre ese conflicto de modelos de moralidad y, en particular, sobre una de sus manifestaciones, el pacifismo.


1. En el pensamiento moderno la idea de paz está ligada a la institución del Estado. Hay al respecto un texto de Rousseau que me gusta de cuando en cuando recordar. Me refiero a aquel pasaje de su Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres en que describe la insólita aparición, en la consciencia de los hombres, de la idea de renunciar a su libertad natural instituyendo el Estado. El discurso legitimador del Estado, en dicho texto, queda así expuesto: “Unámonos –les dijo- a fin de proteger de la opresión a los débiles, poner freno a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece. Instituyamos normas de justicia y de paz a cuyo acatamiento se obliguen todos, sin exención de nadie, y que reparen de algún modo los caprichos de la fortuna sometiendo por igual al poderoso y al débil a unos deberes mutuos. En una palabra, en vez de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne con arreglo a unas leyes prudentes, que proteja y defienda a todos los miembros de la asociación, rechace a los enemigos comunes y nos mantenga en una concordia perdurable” [1]. De forma sintética y con elegancia literaria el pensador ginebrino formuló un discurso vigente hoy casi al cien por cien, sólo modificado en su retórica. En rigor sólo le sobra una palabra: el “les”, excesivamente determinante, insoportablemente identificador del sujeto, sospechosamente acusador. El contemporáneo discurso contractualista liberal oculta a su autor, le gusta aparecer como enunciado de un sujeto anónimo y abstracto, genuinamente transcendental, cuya universalidad elimina anticipadamente cualquier sospecha y deslegitima la consecuente crítica. Rousseau, tal vez porque no era un prototipo de pensador liberal, en su ficción literaria hace salir el discurso de la voluntad de un universal concreto, de un sujeto colectivo pero particular, perfectamente identificado.

Para atrapar a este sujeto del discurso del Estado al que apunta el “les”, basta seguir leyendo unos párrafos, o recordar los inmediatamente anteriores. Si optamos por continuar, descripciones como “bastaba con mucho menos del equivalente de ese discurso para arrastrar a unos hombres incultos, fáciles de seducir…”; o como “todos corrieron hacia sus prisiones creyendo asegurar su libertad, pues, con razón bastante para intuir las ventajas de una institución política, no tenían experiencia suficiente para prever sus peligros…”; o como, en fin, “ya no fue posible encontrar un solo rincón en el universo donde poder estar a salvo del yugo y sustraer la cabeza a la espada” [2], y tantas otras, confirman que en la operación hay vencedores y derrotados, seductores y seducidos, opresores y oprimidos. Y si se releen los párrafos anteriores al discurso del Estado, el “les” aparece bien identificado y juzgado. Efectivamente, tras una rica descripción genealógica de la división del trabajo y sus efectos, a partir del referente ético de un estado de naturaleza de soledad y autosuficiencia, Rousseau pone la aparición de la propiedad como salto cualitativo hacia el mal y punto de no retorno, de la cual deriva “el más horrible estado de guerra”, tal que “envilecido y desolado el género humano, sin poder volver ya sobre sus pasos ni renunciar a las desdichadas apropiaciones que había hecho” [3], en auténtica hobbesiana guerra de todos contra todos, era “imposible que los hombres no llegasen por fin a reflexionar acerca de una situación tan miserable y sobre las calamidades que los abrumaban” [4]. Esa reflexión forzada es el discurso del poder, de fundación el Estado. Pero sorprendentemente dice “los hombres”, generándonos la duda de si se mantiene en el sujeto universal y abstracto; duda fugaz, porque enseguida añade: “sobre todo los ricos”. El “les” refiere a la clase social de los ricos, generada por mediación de la división del trabajo y por la apropiación privada Fueron estos, nos dice, quienes “debieron sentir muy pronto cuán desventajosa les resultaba una guerra perpetua cuyos gastos hacían ellos solos y en la que el riesgo de la vida era común y el de los bienes era particular” [5]. Pronto comprendieron, insiste el ginebrino, que las riquezas que lograron con la fuerza, conforme al derecho natural, no podían conservarlas con la fuerza, ni gozar de ellas en seguridad. Los ricos son identificados por Rousseau como el sujeto que enuncia el discurso del Estado, para acabar con la “guerra perpetua” y para gozar en seguridad de lo que habían conseguido mediante la guerra. Curiosa paradoja la de los ricos, quienes estaban “desprovistos de razones válidas para justificarse”, para legitimar su apropiación, al tiempo que no contaban “con fuerzas suficientes para defenderse” [6]; y magnífica la lucidez del ginebrino, que supo imaginarlos capaces “de aplastar fácilmente a un particular”, a los hombres fragmentados y dispersos, pero impotentes, también ellos fraccionados, para asegurarse contra los enemigos unidos. Lucidez de un filósofo que, unas páginas antes de los textos que comento nos muestra su fina intuición al decir que “todo el mundo debe ver claro que si sólo la mutua dependencia de los hombres y de las necesidades recíprocas que los unen crea los lazos de servidumbre, es imposible esclavizar a un hombre sin haberle puesto antes en el caso de no poder prescindir de otro” [7], con lo cual liga indisolublemente la sumisión a la expropiación y la división del trabajo; lucidez que ahora le permite poner en el origen del Estado la necesidad de una clase social, la de los ricos: “el rico, apremiado por la necesidad, concibió finalmente el proyecto más meditado que jamás haya cabido en mente humana: el de emplear en su favor las fuerzas mismas de los que le atacaban, trocar en defensores a sus adversarios, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que le fuesen tan favorables como el derecho natural le era contrario” [8]. Así nace el Estado, legitimado en un discurso ético que propone el ideal de paz perpetua frente al factum de la guerra perpetua; un discurso lleno de silencios, pues silencia, según el ginebrino, que esa guerra no es intrínseca al estado de naturaleza, sino que surge por la irrupción en el mismo de la propiedad privada; y silencia también que suelen ser los señores de la guerra quienes, tras sus victorias de conquistas, y para no pagar el alto precio de la defensa de lo ocupado, suelen invocar las ventajas de la paz. Y sobre todo ese discurso silencia, aunque Rousseau no lo mencionara, que en el fondo odia y teme al Estado, que ha justificado en la historia rebeliones contra el Estado, el “más frío de los monstruos fríos”, “nuestro enemigo”, “el gran tirano”. Lo dramático de este discurso liberal es que, aunque aquí o allá ponga el mal en la guerra o en el Estado, entonces o ahora se ha visto obligado a embellecerlos y justificarlos ante la inexorable necesidad de usarlos para defender a su verdadero Dios, que no es la Paz sino la Propiedad.

Pues bien, si he rememorado aquí las reflexiones rousseaunianas es para plantear la sospecha sobre el actual discurso pacifista, y especialmente para exigir al mismo que aparte la máscara con que se presenta, su disfraz de sujeto universal y abstracto, y deje ver el rostro de los colectivos o clases que realmente lo sustentan. Porque, si seguimos a Rousseau, y en este punto nos cuesta poco trabajo hacerlo, quienes no tienen nada que ganar en la guerra son los pobres (para seguir usando su lenguaje, que aunque moralista es tan descriptivo y más inquietante que el eufemístico de la sociología dominante); quienes deciden las guerra no son los pobres; su único papel protagonista en las guerras es que en ellas suelen hacer de soldados. Pero de la reflexión del ginebrino también se infiere que la profesión de fe pacifista (y estatalista en tanto que garantía de paz) es posterior al disfrute –y nunca mejor dicho- de la guerra y para degustar en seguridad los efectos del triunfo. En todo caso, y siendo conscientes de las dificultades actuales de relativizar la guerra, elevada a nombre del mal absoluto, nos bastaría que se tomara en serio la idea de que denunciar el discurso pacifista no significa estar contra la paz. Y como me parece que, a este respecto, Kant no es sospechoso de militar contra la paz ni contra el Estado nacional, usaré a Kant como pretexto para exponer unas cuantas ideas hoy tal vez intempestivas.


2. A Kant, más rousseauniano de lo que suele pensarse, se le reconoce con justicia el mérito de haber definido el humanismo moderno, el ideal ilustrado de hombre que piensa por sí mismo y que autodetermina su voluntad autónoma de acuerdo con el deber; junto a este humanismo, y ligado al mismo, tuvo la fortuna de formular el ideal de paz perpetua, en nuestros días más citado que pensado. Fácilmente se tiende a interpretar que entre el proyecto humanista y el ideal de paz perpetua hay vínculos teóricos y éticos indisolubles, tal que el pacifismo es un valor más del proyecto humanista ilustrado. Dada la fácil complicidad identificación contemporánea entre pacifismo y humanitarismo, y dada la confusión de éste con el humanismo [9], desde la carencia analítica propia de la filosofía de nuestro tiempo se llega a considerar el pacifismo como el criterio de calidad de todo proyecto de emancipación del ser humano. Y tal posición me parece a todas luces una censura excesiva e insoportable.

Kant es, en este sentido, un lugar de reflexión privilegiado, pues un Kant humanista y pacifista parece a primera vista defendible, al ser reconocido, como acabo de exponer, como el referente de ambas doctrinas filosóficas. Ahora bien, tal posibilidad nos parece subordinada a una redefinición en profundidad de ambos conceptos, cuyo resultado será en todo caso muy distinto de ese “humanitarismo pacifista” o “pacifismo humanitarista” que ha penetrado en los corazones de nuestras sociedades democráticas capitalistas. Y este es el argumento que me propongo desarrollar a partir de ahora.

El pacifismo de Kant suele derivarse de su afortunado texto Sobre la paz perpetua, que no me parece una proclama pacifista. De hecho es bien sabido que el título de su folleto, que ha contribuido lo suyo en la creación de este rostro pacifista de Kant, tiene su cara irónica, pues está inspirado en la inscripción “A la paz perpetua” que figuraba bajo una representación pictórica de un cementerio. Bien podríamos tomar esta anécdota como referencia a que tal vez ese sea el lugar natural de la paz perpetua. De hecho Kant, comentando la inscripción, deja en el aire la respuesta de si la misma se dirigía provocadoramente a los gobernantes, “nunca hartos de guerras”, ajenos a esa diosa seductora, o a los filósofos, “entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz” [10], proclamando una eterna profesión de fe a un fantasma. Seguramente no falta ironía en esa doble referencia: al cinismo de los gobernantes, quienes recurren usualmente a la guerra en nombre de la paz, y a la tentación angélica de la filosofía, refractaria a asumir la legitimidad de recurrir al mal (y el mal político es la guerra y la violencia) para conseguir y defender el bien (y el bien político es la comunidad ética de hombres libres). En cualquier caso, lo que aquí quiero resaltar es que el folleto de Kant, aunque incluya una declaración de amor a la paz perpetua –cosa trivial y que no justifica la fortuna del folleto-, lo relevante es que incluye una propuesta política y una estrategia para conseguirla. En conjunto se trata de una estrategia de paz perpetua que, como enseguida resaltaré, incluye una estrategia política que no me parece nada pacifista y una propuesta política final que, tal vez a su pesar, resulta impensable como paz perpetua y no va más allá de un orden político pacificado, manteniéndose el conflicto y la violencia en su horizonte.

Es fácil reconocer que en el discurso filosófico político kantiano está operativo el miedo a la guerra, aunque juega un papel menos determinante que en Hobbes; se aprecia en su ideal de paz perpetua, bien desmarcado de la paz armada, de las treguas o armisticios propios de la sociedad pacificada. Comprendo que el atractivo ético de su propuesta crezca confrontado a la guerra como mal absoluto, y que su seducción se extienda sin límites ante el miedo infinito a la guerra; pero, paradójicamente, el miedo a la guerra no le impide a Kant comprender su inevitabilidad y asumir el recurso estratégico a la misma. Por otro lado, ese miedo a la guerra no le lleva a postular, lo que parecería lógico, como propuesta política final el Estado mundial, única forma teórica coherente de la paz perpetua. Su miedo a ese Estado equilibra el que siente por la guerra, y de ese estar entre dos figuras de la barbarie se derivan límites teóricos que hay que tener presentes para valorar su propuesta. Veámoslo.

Ya en los artículos preliminares, que tratan “de una paz perpetua entre los Estados”, deja ver que la guerra está dentro de su horizonte teórico. Concretamente en el 3º, tras afirmar que “los ejércitos permanentes –miles perpetuus- deben desaparecer por completo con el tiempo”, por ser una incesante amenaza de guerra y por ser inmoral “tener a gente a sueldo para que mueran o maten”, nos dice: “Muy otra consideración merecen, en cambio, los ejercicios militares que periódicamente realizan los ciudadanos por su propia voluntad, para prepararse a defender su patria contra los ataques del enemigo exterior”. Persiste, pues, en su representación el horizonte de guerra; el pacifismo kantiano, si existe más allá del trivial amor a la paz, queda relegado a la fase final, fuera de la estrategia, que requiere la preparación militar de las milicias que describe en el texto.

Kant acepta, razonablemente, que mientras la historia llega a su final el estado de guerra es intrínseco a la relación entre estados. Y esto no es una contingencia, sino una determinación ontológica derivada de la conocida tesis kantiana según la cual la historia es el lugar donde se realizan, por la fuerza, la violencia y la sangre, los preceptos de la razón práctica que los hombres no escuchan y, cuando lo hacen, no obedecen. Por tanto la guerra no sólo es posible, lo que justificaría las milicias, sino inevitable; más aún, ontológicamente necesaria, derivada de la concepción de la dialéctica entre razón práctica e historia de la existencia humana. Tan necesaria y útil que Kant pone la guerra, alma de la historia, no lo olvidemos, como origen de las instituciones políticas más sagradas para él, cuales son el derecho y el estado. En el fondo, piensa nuestro autor, es la guerra la que hace realmente necesaria la organización política del mundo conforme a la paz perpetua. O sea, la guerra pone el sentido de la paz perpetua.

Tanto es así que buena parte de su reflexión en el texto que comento se orienta menos a deslegitimar la guerra que, aceptada ésta, a poner límites a su barbarie; límites que, contra lo que cabría esperar, no responden propiamente a una conciencia moral pacifista, a un pacifismo humanitario hoy al uso, sino que vienen exigidos y determinados por la necesidad posterior de construir la paz. O sea, todos los límites que Kant propone se orientan a, aceptada la inevitabilidad de la guerra, conseguir que al menos no haga imposible la paz futura. Así nos dirá que, en la guerra entre estados, éstos no deben hacer “uso de hostilidades que imposibiliten la recíproca confianza en la paz futura” [11]. Es decir, no deben recurrir a estrategias de crueldad o indignidad que hagan imposible la confianza mañana necesaria para la paz. Kant aspira –y es un argumento que debe tomarse en serio- a que no se vea en la guerra un simple acto conforme al derecho de gentes, un simple recurso a la fuerza aprovechando la ausencia de derecho internacional efectivo; aspira a que se la interprete antológicamente, como mecanismo de la historia para llevar a los hombres hacia una vida racional. Desde este punto de vista se justifica su consejo de intentar conseguir la victoria sin recurrir a medios que la desvirtúen, nieguen su sentido histórico y la conviertan en simple e intrascendente acto de fuerza. Argumento poderoso, a nuestro entender, que nos permite concluir que la propuesta de paz perpetua incluye una estrategia que, por un lado, como vemos, es una estrategia que no excluye la violencia, sino que la exige; y, por otro, esa exigencia no deriva de la contingencia sino de su ontología política.


3. Por otro lado, el pacifismo no encaja bien en la propuesta política final, es decir, no ya en la estrategia, sino en la idea misma de paz perpetua como orden político final. Así se revela de forma iluminadora en los “Artículos definitivos de la paz perpetua entre Estados”. En el artículo primero se postula que “la constitución política debe ser en todo los Estados republicana” [12]. Una constitución, como Kant dice, que añade a “la pureza de su origen, que brota de la clara fuente del concepto de derecho”. La idea kantiana de estado-nación republicano, como comunidad de derecho, es la clave de su pensamiento respecto a la paz. No puedo entrar en detalles, pero es bien conocido que para nuestro autor el Estado, institucionalización del Derecho en la vida social, es la condición necesaria y suficiente de la paz interior, la salida definitiva del estado de naturaleza o de guerra de todos contra todos. El Estado es, así, la liberación del miedo a la guerra.

Ahora bien, el mundo repartido en estados no es un espacio donde la paz esté garantizada; entre ellos persisten relaciones del derecho de gentes, cuando no están entre sí en relaciones equivalentes al estado de naturaleza. Bien mirado, la paz perpetua es una estrategia de instauración de un nuevo orden internacional, un nuevo derecho, que ahuyente el fantasma eternamente presente de la guerra. Como es sabido, la estrategia kantiana está basada en la idea de “federación de Estados libres”. Y aquí es donde surgen mis sospechas, por otro lado nada nuevas, pues ya Hegel puso en evidencia estas carencias. ¿Por qué una “federación de Estado libres” [13] y no un “Estado mundial”? Al fin y al cabo Kant ha insistido, con la mayoría de los filósofos modernos, en que el Estado es la forma política de la paz.

Pero Kant, que sabe que aquí los matices son relevantes, no deja márgenes a la duda: la solución a la guerra pasa por la creación de una federación de Estados y, además, de Estados “libres”, poniendo todo el énfasis en su soberanía, en su radical independencia, en su inalienable autonomía. Deja bien claro que ese orden federal sería “una Sociedad de naciones, la cual sin embargo no debería ser un Estado de naciones”. Tesis muy importante, que merecería especiales consideraciones, y que nos llevaría a ver sus múltiples implicaciones, muchas de ellas con resonancias actuales en nuestro país. Limitándome a nuestra preocupación actual de identificar el pacifismo kantiano, me parece que si el objetivo final o fin último de nuestro autor hubiera sido la paz absoluta y definitiva, por coherencia debería haber sacrificado la opción federal a favor de la idea de un Estado mundial. ¿Por qué no lo hizo? Dejo aquí en suspenso –aunque sería atractivo dilucidarlo- si pesó más en él su miedo al Estado mundial, en el cual se disolverían todas las diferencias nacionales, o su veneración del Estado nacional. Si aceptamos que el miedo a la muerte es la cara negativa del amor a la vida, de forma equivalente podemos pensar que el miedo al Estado mundial es la sombra del Estado nación, reforzándose por tanto mutuamente el horror al primero y la veneración del segundo. Pero, sean cuales fueren los motivos, la opción kantiana por la federación, políticamente atractiva, no es radical ni esencialmente pacifista, no ahuyenta el fantasma de la guerra.

A mi entender, la idea kantiana de federación muestra muchos puntos frágiles como alternativa de paz perpetua. La federación, en tanto que propuesta estratégica de paz, pues está llamada a garantizar el derecho y la paz entre los Estados como estos hacen respecto a sus particulares, no puede eludir cierta similitud funcional con el estado; por tanto, su concepto habría de caracterizarse con aquellas cualidades que han hecho de los Estados formas de la paz. Si estos son puestos como la forma política de la paz interior, parece razonable que la forma política de la paz exterior fuera similar. Pero, para salvar la soberanía del estado, cuestión teórica y prácticamente irrenunciable en Kant, ha de privar a la federación de esas cualidades eficaces en su misión de paz; o sea, ha de definir dicha federación de forma ambigua. Por un lado, habría de ser una autoridad supraestatal, exterior, que determina a los estados; pero, por otro, ha de ser distinta en esencia y fundamento a la autoridad del estado en el interior, pues éste no reserva soberanías para sus partes y aquella ha de respetarla de forma absoluta. Su eficacia pacificadora parece que le vendría de su dimensión de estado, es decir, de aquello que en ella es semejante al estado; pero, al tratar de salvar la absoluta soberanía de los estados que integran la federación, se le priva de la necesaria semejanza y se acentúan las sombras de su eficacia pacificadora.

Este problema, y pongo énfasis en esta tesis, no es una laguna de su teoría; es su teoría. La arquitectura de su federación no es, ni puede ser, un estado universal o mundial; es una Federación de estados libres y soberanos, que tienen en su derecho particular su fundamento y su legitimación, tal que en el lazo federativo sólo buscan una estrategia útil para dirimir los conflictos entre ellos sin violencia. Kant al menos no elude los problemas, y dice coherentemente que “la manera que tienen los Estados de procurar su derecho no puede ser nunca un proceso o pleito, como los que se plantean ante los tribunales; ha de ser la guerra” [14]. Tesis fundamental y exquisitamente coherente con su idea de Estado; las sospechas de incoherencia, por tanto, recaen del lado de la alternativa federal que dibuja el orden político de la paz perpetua.

Kant, en su irrenunciable y radical defensa del estado nación libre y soberano, llega no sólo a reconocer, sino a argumentar, que la federación no responde al mismo tipo de necesidad que el Estado, que ambos obedecen a sendos principios heterogéneos. A diferencia de los individuos, nos dice, sometidos a la “máxima del derecho natural” de salir del estado de guerra y anarquía, los estados no están sometidos a una máxima semejante. Las naciones, a diferencia de los individuos, no están obligadas por derecho natural a buscar la paz: “los Estados poseen ya una constitución jurídica interna y, por tanto, no tienen por qué someterse a la presión de otros que quieran rededucirlos a una constitución común y más amplia, conforme a sus conceptos del derecho”. Tesis decisiva para lo que trato de argumentar, pues revela que, aunque la guerra de fondo homogeneiza ambos procesos, el de constitución de los Estados y el de la Federación, parecen obedecer a principios diferentes: el primero responde a una máxima del derecho natural inequívoca; el segundo a una máxima prudencial inconcreta. Inconcreta en cuanto no se especifica la forma de ese orden político mundial, si ha de ser un Estado o una Federación, con lo que Kant se cubre para su opción; e inconcreta porque ni siquiera aparece como imprescindible, pues los Estados pueden sobrevivir conforme a su esencia en situación de guerra, aunque no sea ésta una situación deseable, y no así los individuos, que sin el Estado no alcanzan la autonomía de su voluntad.


4. No obstante, nuestro autor defiende la estrategia federalista como estrategia de paz perpetua. Se comprende la validez de la estrategia para conseguir un mundo pacificado, en el sentido de que, dado que no hay una prescripción del derecho de gentes de formar un orden político universal, la voluntad de paz tomará la forma de alianzas y pactos en la dirección de una federación de naciones. Pero es más complicado fundar en el pacto sin subordinación la imposibilidad de la guerra.

Kant insiste, tal vez consciente de que es un punto débil, en que esta federación no es un mero tratado de paz, que sólo aplaza las hostilidades; la federación, nos dice, las disuelve, las hace imposibles. Pero, a pesar de esta insistencia, y tal vez por ella, no desaparece mi sospecha de que la paz no puede derivarse del concepto mismo de federación tal como lo define. Porque, si como él mismo dice, “esta federación no se propone recabar ningún poder del Estado”; si pretende sólo “mantener y asegurar la libertad de un Estado en sí mismo, y también la de los demás estados federados, sin que éstos hayan de someterse por ello… a leyes políticas y a una coacción legal”, la paz derivará sólo de la voluntad subjetiva y contingente de los Estados de cumplir los pactos. Y tal perspectiva describe un mundo pacificado, pero no la paz perpetua.

Una referencia a Hegel puede ayudarnos a comprender que el problema que ahora planteo ya se planteó en sus orígenes. Hegel, que conocía bien a Kant, supo ver los límites de su propuesta pacifista. Creo que coincidía con Kant en pensar la guerra como un procedimiento para dirimir los conflictos ajeno a cualquier regulación moral o jurídica, o sea, el reconocimiento de la marcha de la historia fuera de los cauces de la razón práctica. Entiende que la relación natural entre Estados es la de guerra perpetua. Puesto que la relación entre los Estados “tiene como principio su soberanía, los Estados están entre sí en estado de naturaleza, y sus derechos no tienen su realidad efectiva en una voluntad universal que se constituye como poder por encima de ellos, sino sólo en su voluntad particular. Aquella determinación universal permanece por lo tanto como un deber ser, y la situación real será una sucesión de relaciones conforme a los tratados y de aboliciones de los mismos” [15]. La ausencia de ese poder supraestatal, sostiene Hegel, hace que los Estados estén entre sí como en “estado de naturaleza”; la idea kantiana de paz perpetua, sustentada en el orden de una federación de Estados y que actuaría de árbitro en las disputas, previniendo de este modo la guerra, presupone un acuerdo de los Estados, o sea, presupone la soberanía de la voluntad particular de cada Estado. Por tanto, sentencia Hegel, sería una paz afectada siempre por la contingencia. O sea, en la medida en que no haya acuerdos, “las disputas entre Estados sólo pueden decidirse por la guerra” [16]. Y los motivos de conflicto no faltarán, serán múltiples, variados y relativos a la individualidad de cada Estado. Como dice Hegel, en cuanto “entidad espiritual”, un Estado “no puede contentarse con considerar meramente la realidad de la lesión, sino que como causa de sus desavenencias se agrega la representación de un peligro que amenaza desde otro Estado, con la evaluación de la mayor o menor verosimilitud, las suposiciones acerca de los fines que se persiguen, etc.” [17]. Es decir, será cada Estado quien valore y decida la conveniencia de la agresión o la respuesta, sin que haya tribunal moral o jurídico desde donde legitimar o deslegitimar su acción; en estado de naturaleza, como dijera Hobbes, se está por definición fuera del escenario de la moralidad, la justicia o la legitimidad. Hegel lo dice con contundencia: “El bienestar sustancial del Estado es su bienestar en cuanto Estado particular, con su situación y sus intereses determinados y en las peculiares circunstancias exteriores… El gobierno es, por tanto, una sabiduría particular y no la providencia universal; y el fin en la relación con otros Estados y el principio para determinar la justicia de la guerra y los tratados no es un pensamiento universal (filantrópico), sino el bienestar efectivamente afectado o amenazado en su particularidad determinada” [18].

No estamos obligados, sin duda, a asumir el punto de vista hegeliano como criterio de autoridad; pero sí lo estamos, qua filósofos, a pensar el reto que nos ha lanzado. Desde un mundo como el nuestro, que ha renunciado felizmente a la trascendencia, y en que no cuestionamos de forma suficiente la soberanía de los estados, la guerra no puede ser pensada como ilegítima; puede pensarse como indeseable, pero no como ilegítima. La ilegitimidad sólo sería pensable desde un estado universal, (o, al menos, desde una idea de derecho universal transcendente) en cuyo escenario la guerra entre estados particulares sería una guerra civil, y tan ilegítima como en el derecho particular de un estado.

Estas tesis hegelianas nos sirven de fondo para acabar nuestra reflexión sobre Kant. Con la reserva absoluta de soberanía estatal, intrínseca a la idea kantiana y moderna del Estado, ¿cómo convencernos de la desaparición de la posibilidad de guerra? Aunque Kant sitúa esta federación en un proceso acumulativo, creciente, por convencimiento de las ventajas de la misma, la guerra no parece desaparecer del horizonte ni siquiera acabado y universalizado el proceso; podrá optimizarse la pacificación, extenderla en el tiempo, pero no sustraerla a su horizonte. A mi entender, la autonomía de los Estados, la ausencia de un poder exterior a los mismos, hace que la paz se asiente en terreno inestable.

Por tanto, y cierro así este comentario, Kant no es pacifista en el sentido de pacifismo absoluto; ama y busca la paz, cosa trivial, como elemento humanitario de su humanismo. Pero elemento no esencial, como creo haber probado revelando que no pone la guerra como mal absoluto, que piensa en usos de la guerra, lamentables pero inevitable, que sirven a la estrategia del proyecto humanista. Kant no defiende una estrategia política pacifista; sólo propone que la estrategia política se oriente a la paz perpetua. E incluso, como he tratado de resaltar, hay muchos argumentos que cuestionan que en su idea la paz perpetua fuera considerada un fin último y absoluto, pues reconoce que hay límites sagrados que no deben saltarse, aunque en ello nos jugáramos la paz. Límites como el de la soberanía e independencia absolutas del Estado, tal y como aparecen en la complicada argumentación de su alternativa federal y en su absoluto rechazo del Estado mundial. Todo ello, tanto que el pacifismo no sea esencial a su estrategia política como que la federación no borre del horizonte la guerra, ambas consideraciones combinadas parecen implicar que, en el marco kantiano, no se pueden asumir estrategias absolutas de desarme. En consecuencia, el recurso a Kant en busca de apoyo teórico para el pacifismo humanitarista contemporáneo, elevado a principio absoluto de moralidad, me parece infundado. Aunque parezca una impostura, hay buenas razones para decir que el ideal de paz perpetua no es pacifista.


J.M.Bermudo (2006)




[1] J-J. Rousseau, Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Cito sobre la traducción de S. Masó en Escritos de combate. Madrid, Alfaguara, 1979, 193.

[2] Ibid.,193-194

[3] Ibid., 192

[4] Ibid., 192.

[5] Ibid., 192

[6] Ibid., 193.

[7] Ibid., 178.

[8] Ibid., 193.

[9] Ver J. M. Bermudo, “Sobre pluralismo y humanismo”, en J. M. Bermudo (comp.), Humanismo y humanitarismo. Barcelona, Horsori, 2006.

[10] I. Kant, Lo bello y lo sublime y La paz perpetua. Madrid, Espasa Calpe, 1984, 89.

[11] I. Kant, La paz perpetua. Madrid, Tecnos, 1985, Art. 6.

[12] Pasemos por alto la distinción kantiana entre republicanismo y democracia, que aquí no es relevante.

[13]  Subrayado nuestro.

[14] I. Kant, La paz perpetua. Ed. Cit, Art. 2º.

[15] Hegel, Principios de Filosofía del derecho, § 333.

[16] Ibid.,, § 334.

[17] Ibid., § 345.

[18] Ibid., § 337.