1. Sin quitar méritos a la obra de von Mises o von Hayek, ni a los profesores R. Aron o J. Grey, con su buena argumentación, los que más han contribuido a configurarme una idea del liberalismo han sido el clásico de Karl Polanyi, La gran transformación, y el reciente de J. Rawls, El liberalismo político. La inagotable bibliografía más reciente sobre el tema, sin cuestionar méritosindividuales, en conjunto tiene un efecto perverso: diluir lo que de teoría tienen el liberalismo económico y el liberalismo político en una representación ideológica débil, al gusto de nuestra época, sin estructura lógica, sin consistencia teórica, sin orden racional. En nuestros tiempos de categorías blandas y conceptos móviles, “liberalismo” refiere a una ideología genérica y cada vez más única, donde se acumulan sin exigencias lógicas exaltaciones de la libertad, los derechos, el individualismo creador, la diferencia creativa, la justicia meritocrática, el mercado distributivo y otras laxas representaciones que no excluyen, para que ligue con nuestra sensibilidad y moralidad tradicional, elementos de humanismo (aunque sea del alma bella), trazos de igualdad (aunque sólo sea de oportunidades), e incluso huellas de solidaridad (aunque sea en forma de beneficencia o caridad cristiana).
En la sobreabundante literatura liberal-libertaria de las últimas décadas los esfuerzos se han centrado en definir las “justicia liberal”, para así inferir la necesidad y bondad del mercado como método de asignación de recursos y de la democracia parlamentaria como mejor forma de garantizar y universalizar la libertad y los derechos. Las pintorescas versiones de la justicia liberal de Robert Nozick, Murray N. Rothbarth o David Friedman hacen sospechar del proyecto mismo; las numerosas réplicas que ha recibido la propuesta rawlsiana, desde dentro del liberalismo (B. Barry), desde el comunitario (Charles M. Taylor, M. Walzer), o desde la ética comunicativa (Habermas) por lo menos advierten de las dificultades de fundamentación filosófica del programa liberal.
Desde mis conocimientos limitados del pensamiento liberal siempre me he inclinado a pensar que es una ideología más atractiva desde la oposición que desde el gobierno. Este rasgo no es privado, sino compartido con otras ideologías, que nacieron contra el poder y devienen perversas cuando se gobierna en su nombre. Cuando, por el contrario, el liberalismo permuta función de "norma" de la oposición y, como nueva hybris demiúrgica, se convierte en "canon" de gobierno, entonces se cae en todas las ilusiones y antinomias que Kant advirtiera al hablar de las pretensiones metafísicasde la razón.
Creo que el liberalismo, en su forma de ideología blanda y reformable al gusto de nuestra época, sigue ejerciendo su atractivo por su discurso de oposición al poder, figura del mal; por su denuncia del peligro de olvidar que el estado es "nuestro enemigo” (Spencer*), previniendo así contra su instinto asesino hacia la burocracia, la redistribución, la socialización cultural y la uniformización ideológica. Desde esa perspectiva, el liberalismo incluso resulta simpático, pues llama a pensar por sí mismo, a desobedecer, a rebelarse, a evitar en el hombre la tentación de caer en el culto de sus propios errores, de sus necesidades, o de sus creaciones monstruosas (lo que los clásicos no liberales llamaban "alienación" o "reificación". Puesto así, ¿cómo no ceder a su encanto?
Esa capacidad de seducción, derivada de su función negativa, se ve completada en nuestros días por haber devenido el liberalismo un ideal genérico, maleable, difuso e indefinido, donde todo lo bueno convive y se complementa, donde libertad y propiedad, derechos y amistad, justicia e individualidad, se entrelazan y alimentan en un todo espontáneamente armónico, donde los opuestos consensuan y viven en paz. Se trata de esa visión del liberalismo como barroca ideología que se describe a sí misma, a imagen del cielo de los catecismos católicos, como “conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno”.
Como discurso de oposición o como cielo terrestre, el afianzamiento de la ideología liberal en este monoteísta fin de siglo ha ido acompañada de dos efectos filosóficamente relevantes. Por un lado, el concepto de liberalismo se ha debilitado, diseminado su sentido, difuminados sus límites, dispersos sus contenidos; es tan obvia su bondad que todos han corrido a registrar en su reino sus bienes. Por otro lado, el liberalismo ha perdido su exigencia autocrítica de fundamentación; es tan rotundo su éxito que no necesita más legitimación que un simple y rotundo “recuerda, el socialismo es peor”.
2. Ante esta situación de diseminación y monoteísmo del concepto, cuando tuve en mis manos el libro de Pedro Schwartz, Nuevos ensayos liberales [1], y vi que dedicaba todo un capítulo a las "Bases filosóficas del liberalismo", fui directo a su lectura, con curiosidad y expectación. Desconocía, he de confesarlo, las dotaciones filosóficas de P. Schwartz; pero no ignoraba sus credenciales de pétreo creyente y esforzado apologeta del liberalismo. Esperaba encontrar el desciframiento del misterio de la filosofía liberal.
Confieso que las primeras líneas me produjeron simpatía, concepto éste muy liberal, como es bien sabido. Primero, porque Schwartz comienza reconociendo el interés de la filosofía para la vida humana: "la intención general de estas (cuatro) lecciones es la de subrayar la importancia de la filosofía para la recta conducción de los asuntos cotidianos" [2]. Y, ya se sabe, aunque en la historia de la filosofía, malentendiendo las enseñanzas de Sócrates, abunden las posiciones de desprecio a la cuestión de la utilidad (el filósofo ateniense simplemente venía a decir un “peor para ellos, si no saben o quieren aprovechar nuestras virtudes”), en los pliegues secretos de nuestra alma nos agrada que nos reconozca la capacidad de ayudar a construir la ciudad, ya que no se nos dio la ocasión para hacerlo con el universo.
Además, estaapuesta por el interés de la filosofía, hecha por un confesado liberal de nuestros tiempos, nos resulta especialmente grata y sorprendente en el contexto filosófico-cultural de este postmoderno fin de siglo, donde el “post” parece una estrategia de intelectuales de izquierda para enmascarar el reconocimiento del triunfo definitivo del liberalismo. El discurso “post”, en rigor, viene a escenificar, de forma trágica y romántica, el triunfo fácil e insípido de la trivialidad; es la versión en relato épico de derrota de una contingente deserción. Lo que se oculta tras lafin de la esperanza (Foucault), tras superación de la ilusión de la historia (Derrida), tras el desencantamiento (Weber) o desdivinización (Heidegger) del mundo, en definitiva, tras la denuncia de la razón instrumental (Horkheimer), es algo tanfilosóficamente banal como la escenificación del triunfo del liberalismo.
Pues bien, en estos tiempos “post” o liberales, lo habitual es que los filósofos (abogados o notarios) liberales, como Lyotard o Rorty, defiendan la posibilidad y la conveniencia de una democracia liberal sin filosofía, trasladándola de la polis al oikos, secuestrándola del ágora pública e instalándola en el gineceo poético, lugar de los grandes relatos que ilusionan o consuelan a la privacidad de sus carencias. En este contexto, el proyecto fundamentador de Schwartz ganaba el hechizo de la heterodoxia.
En fin, mis simpatías por el programa del profesor Schwartz tenían otra fuente, la seducción que ejercía el reto épico y juvenil implícito en su disposición a abordar, en una época filosófica en la que precisamente el pensamiento liberal ha decretado la crisis del fundamento, una fundamentación del liberalismo. Y una fundamentación en regla, con puesta en escena clásica, ortodoxa ycontundente, cubriendo los cuatro frentes de fundamentación canónicos (epistemológico, antropológico, ontológico y político). Incluso el guión es exquisitamente tradicional, dedicando a cada frente un capítulo o "lección": "Conocimiento y error", "La naturaleza humana", "El mundo misterioso, mezquino e incierto" y "Paradojas de la elección colectiva: democracia y liberalismo". La imagen del filósofo frente a la filosofía de su época encerraba suficiente atractivo para atraer con fuerza mi atención.
3. Lamentablemente, las lecciones de fundamentación de Schwartz no están, a mi entender, a la altura de las expectativas levantadas. Enseguida se constata que no hay un verdadero esfuerzo de fundamentación filosófica. Tal vez contribuya a ello el nivel de la reflexión, introductorio, asistemático y escasamente analítico -determinado por las circunstancias del origen del texto, no una investigación a fondo sino una conferencias de alta divulgación. Pero, además, ni hay verdadero propósito fundamentador ni el orden del discurso es el que una fundamentación filosófica exige.
No criticamos la ausencia de un programa desarrollado y exhaustivo de fundamentación filosófica del liberalismo; pero aun teniendo en cuenta las circunstancias, el origen y la extensión del texto, hay aspectos que son exigibles a toda reflexión filosófica fundamentadora como la que propone P. Schwartz, sea cual fuere su nivel. Destacaremos dos. Por un lado, la exposición con claridad y distinción del concepto de liberalismo, en lugar de irlo describiendo sobre la marcha, por adición de buenas cualidades. Por otro lado, toda empresa filosófica fundamentadora, desde Descartes y Hume, debe poner en riesgo su objeto, debe instaurar un discurso en que la razón afirmativa y la negativa, los argumentos para creer y para dudar, se enfrenten en batalla abierta.
Pues bien, en el texto del profesor Schwartz no encontramos estos requisitos resueltos satisfactoriamente. No vemos bien descrito y argumentado su concepto de liberalismo, en proposiciones teóricas y normativas estructuradas y consistentes; las ideas al respecto que nos ofrece en el Capítulo I, “Conceptos del liberalismo”, nos parecen desordenadas e insuficientes.Y no observamos que se haya asumido el riesgo del fracaso. Al contrario, el liberalismo es puesto como incuestionable, cual objeto sagrado de culto, y la reflexión se orienta a seleccionar selectivamente, entre lo que hay a mano (sin buscar mucho ni hurgar en exceso), aquellas teorías epistemológicas, antropológicas, ontológicas o políticas que, al menos aparentemente, parecen apoyar la concepción liberal.
Esta crítica es justa en cuento el profesor Schwartz parece obviar la “crisis del fundamento” en la filosofía contemporánea y asumir la tarea en perspectiva clásica. No tendríamos nada que decir, en cambio, si hubiera partido del reconocimiento de la crisis de la fundamentación tradicional. No podríamos poner reparos a una selección de la epistemología, la ontología o la antropología desde una posición política; al contrario, esta es la inversión a que, a nuestro entender, nos lleva la crítica filosófica de las últimas décadas. Lo que nos parece criticable en el texto de Schwartz, es, primero, que no describa con exhaustividad y consistencia la representación específica liberal, y no argumente sus bondades; segundo, quepresente su discurso en claves de fundamentación onto-epistemológicas, sin seguir la exigencias de esta vía; que no haya percibido que lo que en realidad hace se aproxima más a una fundamentación política de la epistemología, la ontología y la antropología, una elección de las mismas concordante con una posición política previamente asumida; que esta posición política quede, por tanto, sin fundamentar, es decir, sin ser valorada su racionalidad práctica; en fin, que debido a estas confusiones no se logra una fundamentación convincente del liberalismo, ni onto-epistemológica, ni antropológica, ni política.
A nuestro entender, la crítica filosófica contemporánea hace muy difícil mantener la fe en la fundamentación clásica. Por tanto, fundamentar una ideología o modelo social pasa por explicitarla elección que cada uno hace de sus dioses y sus demonios (Weber), por argumentar las implicaciones y efectos prácticos del modelo elegido y, después, por elegir, en una vía similar a la llamada por Rawls “equilibrio reflexivo”, la concepción del mundo, de la historia, del saber, del hombre consistente con la opción política; y no a la inversa. Schwartz no lo entiende así, aunque con frecuencia es lo que hace; y parece sentirse capacitado para instaurar la sociedad liberal como el orden social deducible de la epistemología y las teorías científicas. Nuestra crítica, por tanto, debe respetar su opción y situarse en este contexto, con lo cual las cuestiones a plantear filosóficamente legítimas se reducen a dos tipos: respecto a la coherencia del liberalismo del profesor Schwartz con las posiciones epistemológica, antropológica, ontológica y política por las que se decanta; y respecto a la argumentación que pone en juego para elegir éstas y devaluar las teorías rivales. Haremos nuestra crítica comentando sucesivamente las “cuatro lecciones”.
4. En su lección epistemológica, lo único que Schwartz deja claro es su declaración de fe popperiana. Aunque confiesa asumir sin fisuras la opción "falsacionista" de su maestro, hay razones para creer que no pasa de ser una profesión de fe "popperiana". Puede parecer una impostura cuestionar la versión que Schwartz ofrece de los textos de Popper. Pero la condición de discípulo no garantiza la identidad de esencias, ni la fidelidad personal la perfecta comprensión del maestro. En todo caso, la “perfecta comprensión” no es garantía de verdad o bondad de lo comprendido, ni siquiera supone la consistencia existencial con la teoría. Queremos decir, en definitiva, que adoptar consecuentemente el "falsacionismo" implica algo más que amar a Popper; nos tememos, incluso, que implica ser formalmente antipopperiano, es decir, someter a crítica su pensamiento, abandonar toda perspectiva de legitimación, defensa o "verificación", por otra de buscar carencias, discordancias o incongruencias. Ser falsacionista implica, en este contexto, como mínimo no-ser popperiano.
La elección epistemológica del profesor Schwartz parece sentimental y arbitraria. En lugar de confesiones de falsacionista (y de "falibalista", que no es lo mismo aunque parece identificarlo), o de "realista"; en lugar de su opción precipitada y confusa por una teoría de la verdad como correspondencia (haciendo una paráfrasis de Alfred Tarski que acerca a éste a la escolástica teoría de la adaequatio; en lugar de estas declaraciones espontáneas e inesenciales, debería haber analizado con más detenimiento la consistencia de sus tesis sobre la "verdad como correspondencia entre proposiciones y cosas" y "verdad como ideal regulador", o precisar el sentido de frases como "no digo que la verdad no exista, pues la defino", donde parecen confundirse, por un lado, la definición de la verdad con la definición de un criterio de verdad (perteneciente a un orden metalingüístico superior) y, por otro, la existencia concreta con la definición del criterio (construccionismo).
Schwartz, si quería justificar su opción por la epistemología popperiana, debería haberse planteado si en rigor es compatible con la de Bacon o Mill, autores en los que Schwartz busca apoyo y autoridad; y, especialmente, en von Hayek, pues no es fácil conciliar con el falsacionismo la declaración de la razón como una institución social: "he querido subrayar que la razón es una institución social, como lo son el lenguaje o el procedimiento penal" (p-93). Von Hayek es tan humeano como para no acercarlo sin más a Popper.
En cuanto a la coherencia entre falsacionismo y liberalismo, el vínculo más visible es la persona de Popper; y no es suficiente. Schwartz debería haberse cuestionado lo que parece ser su dogma preferido: la perfecta implicación entre la epistemología falsacionista popperiana y la opción política liberal. La correspondencia no es tan evidente: la identidad entre ambas teorías o representaciones no puede venir dada por el sujeto empírico, aunque sea tan eminente como Sir Karl Popper.
En realidad se nos escapa cómo puede deducirse un orden político de una epistemología. Hay buenos argumentos para conciliar el falsacionismo con una visión dialéctica, no funcionalista, de la sociedad. Las epistemologías parecen compatibles con opciones políticas alternativas. ¿Hace falta recordar que hasta Marx detectó en la epistemología de Locke (en su Ensayo sobre el entendimiento humano) las raíces filosóficas del socialismo, distante por tanto de su teoría liberal (de los Tratados sobre el gobierno civil)? Schwartz puede usar la autoridad de Popper en apoyo del liberalismo; pero no ha conseguido usar a tal fin su epistemología. No queremos decir que sea inconsistente; sólo que nos parece una epistemología políticamente indiferente. En todo caso, como luego veremos, parece más conciliable con el principio democrático que con el liberal. En conclusión, el liberalismo de Schwartz no recibe apoyo epistemológico ni en Popper ni en von Mises; de ellos sólo recibe autoridad ideológica. Pero, ya se sabe, los amigos se eligen sin razones.
5. Ya es extraño que un liberal presuma que un modelo político social debe ajustarse a la naturaleza humana; el liberalismo clásico al menos tenía el gran atractivo de encargar al hombre que, mediante la educación, la moral y la ley (obras suyas) se construyera a sí mismo, su “cerebro y su corazón” (Diderot). El liberalismo puso al hombre como una obra del hombre, la ciudad como un artificio humano; hasta los dioses y los demonios se vieron como creaciones humanas. Sorprende, por tanto, la búsqueda de un fundamento antropológico del liberalismo, una sociedad a medida de la naturaleza humana.
De todas formas, la reflexión de Schwartz se mantiene en un plano razonable; en realidad aspira a reavivar aquella tesis de Hobbes: “si la sociedad va contra el hombre, el hombre se volverá contra la sociedad”. O sea, se trata de conocer la naturaleza humana para mostrar que el modelo liberal se adapta a sus determinaciones. A este respecto, la tesis de Schwartz resulta ser, paradójicamente, utilitarista: "como los individuos no son sino parcialmente maleables, sufrirá grandes pérdidas de energía aquella sociedad que pretenda moldearlos del todo; y será más progresiva otra que, por su carácter abstracto y abierto, permita la más libre experimentación compatible con la subsistencia de los lazos sociales" (p-95). Aunque el profesor Schwartz eche mano de la calificación "más progresiva", que suena más progresista, lo apropiado habría sido caracterizarla de "más eficiente", aunque suene a utilitarista. En el fondo nos viene a decir que la sociedad debe organizarse de modo que posibilite y estimule la vida de esos seres optimizadores, medidores y ocurrentes, excéntricos y egoístas, que son los hombres; no hacerlo así sería irracional, por ineficiente. La cuestión es que ese fundamento no es antropológico, sino axiológico. Y su validez merecería un profundo análisis, en cuanto el principio utilitarista ha sido y sigue siendo fuertemente cuestionado por los mismos liberales.
Pero la lección apunta a otra problemática. Como el liberalismo defiende la libertad del hombre, su justificación reside en una antropología que ponga de relieve la perversión intrínseca a todo modelo que acentúe las determinaciones sociológicas y culturales. En este caso las teorías científicas enemigas serían las deterministas, se trate de concepciones sociologuitas o biologistas del hombre; y la teoría pro-liberal preferida será aquella que reconozca la diferencia en el origen y, sobre todo, la ampliación de la misma en el proceso; la teoría que afirme que el individuo solo es creador, inventivo, genial, en la competencia, "en tanto que interesado, agresivo, dispuesto a la rapiña y protector de su descendencia" [3].
Sin entrar en la complejidad del debate insinuado -Schwartz tampoco entra, y sus referencias son una vez más recursos a la autoridad, en este caso de Brunner, de Eysenck, de Jensen, etc.-, la lectura de esta lección pone de relieve dos cosas: primero, la debilidad de la fundamentación filosófica, ya que se recurre acríticamente a teorías científicas selectivas que apoyen el modelo liberal de vida que supuestamente se quiere fundamentar, presentándolo como el adecuado a la naturaleza humana; en segundo lugar, porque en ese esfuerzo de fundamentación naturalista se cae en la vieja falacia"es/debe", al usar descripciones fácticas o naturales para fundarideales o modelos.
Hemos de reconocer al profesor Schwartz su posicionamiento antirracista, sus esfuerzos para que no se confundan las diferencias genéticas individuales, que existen y son morales, estética y económicamente buenas, con diferencias genéticas entre grupos sociales o razas, que según nuestro autor serían mínimas e irrelevantes. Pero de la hipótesis de una naturaleza humana que, entre las determinaciones o límites genéticos y sociales dejara un ámbito para el azar, la indeterminación, la autocreación -que es, a nuestro entender, lo que se desprende de la teoría filosófica y regulativa (no científica y descriptiva) de los tres mundos, de Popper- no se deduce el modelo liberal; del no determinismo genético, ni sociológico, ni histórico, no se deduce el ideal liberal. Ese espacio de libertad metafísica puede ocuparse en unos valores u otros, en unas prácticas o en otras, en unos fines o en otros; en definitiva, puede determinarse de una u otra manera. Y éste es el quid de la cuestión. Pretender argumentar que, dado que la naturaleza humana no está totalmente determinada es "progresivo" mantenerla en la indeterminación es una consecuencia arbitraria y falaz: arbitraria, porque no se ha argumentado que la indeterminación sea mejor o preferible a la determinación, al menos en sus formas ilustrada (autodeterminación) y democrática (voluntad general); falaz, porque es ingenuo pensar la indeterminación como una condición o estado sustantivo. La indeterminación, como la libertad, sólo es ausencia de un amo, de un déspota humano, físico o metafísico; pero no independencia de nuestros dioses y nuestros demonios. Y cada uno sirve inevitablemente a los suyos, incluso en los actos más puros de rebelión.
6. De las cuatro lecciones, la dedicada a describir "un mundo misterioso, mezquino e incierto" es la más apasionante. Las dos reflexiones anteriores estaban dirigidas a argumentar la bondad de las actitudes orientadas a eliminar errores (más que a afirmar la verdad) y a optimizar la espontaneidad creadora (más que a dirigirla) del individuo; y a defender que ambas funciones no sólo son compatibles con el liberalismo sino que este modelo social es el que mejor responde a dichos fundamentos epistemológicos y antropológico. Ahora se trata de poner el fundamento ontológico, de mostrar la consistencia del liberalismo con una idea del ser (tanto del mundo natural como del mundo social) avalada por la ciencia contemporánea.
Aunque el método y el nivel de reflexión no se diferencian de las lecciones anteriores, las tesis que se defienden son más atractivas y actuales. En el fondo Schwartz conecta con una ontología de la indeterminación -que ya vimos aparecer en la lección anterior, al comentar la popperiana teoría de los tres mundos- que han puesto al día heideggerianos y deconstructivistas, y que se apoya, de forma oportunista y exagerada, en las reflexiones sobre la indeterminación que de Heisemberg a la lógica cuántica ha puesto al día la teoría contemporánea de la ciencia (y de las cuales las popularizadas "teorías del caos" son su figura mass-mediática).
La tesis de Schwartz viene a ser que "vivimos en un mundo misterioso y presidido por la escasez", en lucha constante contra la incertidumbre, buscando sin cesar las "relaciones o leyes naturales y sociales" que supuestamente gobiernan los acontecimientos, pero sin conseguir nunca reducir la inseguridad a norma. Aunque logremos construir e imponer un orden legal al mundo, siempre "quedará un amplísimo remanente de ignorancia e incertidumbre”. Así descrita, es una tesis atractiva. Y aunque Schwartz en este caso no busca otras fuentes de autoridad que Popper, resulta de extrema actualidad filosófica y científica, como hemos dicho. Nada, pues, que objetar a este posicionamiento ontológico, excepto su falta de justificación, si es que no es excusable por su actualidad contextual. El problema, una vez más, está en la relación que supone entre esta ontología y el liberalismo.
De entrada, una ontología indeterminista es extraña al pensamiento liberal clásico, amante de derechos universales, de contrato social constitucionalizado, de normas de moral universalizables, etc. No sé qué pensaría la burguesía liberal decimonónica si le hubieran propuesto la indeterminación de la ley, de la propiedad, de la herencia. ¿Acaso no ha sido el pensamiento liberal el alma del "estado de derecho"?
Además, esta correlación entre liberalismo e indeterminismo es un fraude a la tesis de fondo de las “cuatro lecciones”, que comentaremos en el apartado siguiente. En diversos momentos del texto Schwartz ha tenido la lucidez de diferenciar los conceptos "democracia" y "liberalismo", y la valentía de reconocer la posibilidad de conflicto entre ambas alternativas: "Por ello no cabe esconder la perpetua tensión entre el principio liberal y la práctica de la democracia" [4]. Siendo así, resulta extraño que no se haya planteado abiertamente cuál de los dos principios, el liberal y el democrático, se corresponden mejor con la ontología indeterminista. A simple vista parece que el modelo ético-político más concordante con una ontología indeterminista es la democracia radical, que no reconoce límite fijo alguno a la voluntad de la mayoría, al poder democrático del pueblo; el liberalismo, en cambio, como nuestro autor reconoce usando palabras de Ortega, defiende que el Poder no puede ser absoluto, “ejérzalo un autócrata o el pueblo" [5]. El liberalismo, por tanto, reconoce y afirma la fijeza de unas reglas transhistóricas y universales.
¿Por qué Schwartz se acoge a una ontología de la indeterminación? A nuestro entender, porque una ontología de la indeterminación, como una epistemología de la incertidumbre, como una antropología de la espontaneidad, como una estética del caos, parecen clamar por una institución que, respetándolas, adecuándose a ellas, logreno obstante poner la determinación, la certeza, la seguridad y el orden suficientes para que cada cual dé de sí cuanto pueda y, cumpliendo la sabia fundamentación lockeana de la propiedad en el derecho del autor a su obra, pueda llevarse cuanto pone. Y esa institución no es otra que el mercado, la institución que prima "el descubrimiento de soluciones nuevas y la adaptación al cambio", útil para eliminar ineptos (errores), definir cada cual un plan de vida (incondicionado), cambiar la naturaleza y la sociedad (indeterminadas), promover sentimientos estéticos y hábitos morales inesperados y efímeros (desordenados). El mercado es el dragón que vence a las tres Furias (Ignorancia, Escasez e Incertidumbre) y protege a las tres Euménides (Conocimiento, Abundancia y Progreso). La ontología indeterminista, de este modo, viene a justificar el mercado; y a la inversa.
Con tonos irénicos Schwartz embellece al homo oeconomicus, "optimizador, medidor y ocurrente", lanzado a la innovación, que asume la incertidumbre y la indeterminación, el caos del mercado, como un juego atractivo y apasionante; rostro de mil acentos y colores que resalta contra la gris y desperfilada figura del "ama de casa con una cantidad fija de dinero dada en el portamonedas, que compra pasivamente en los anaqueles de un supermercado" [6]; y, sobre todo, que empequeñece y ridiculiza la no descrita figura del trabajador que busca y sueña con un trabajo estable, un sueldo fijo, unos derechos consolidados, un futuro controlado. Esta figura obrera, en la iconografía que Schwartz toma de Popper, correspondería al universo de Newton-Laplace, de leyes fijas y eternas, idealmente predecible, sin sorpresas, sin misterios ni sombras, sin magos que las gestionen, con esa sencillez y transparencia que, lejos de ser el horizonte de quienes no quieren jugar, es el de quienes han aprendido que hay juegos en que siempre pierden. Pero el “Estado” congruente con ese universo infinito pero cerrado sería el Estado del bienestar, excesivamente burocratizado, determinado, cargado de reglas y de derechos, a costa del derecho a la indeterminación como condición de posibilidad de construir la propia vida.
El mercado parece ser la institución que, por condensar la indeterminación, la incertidumbre, la improvisación y el desorden, puede producir lo inesperado. En todo caso, convierte la ignorancia, la escasez y la incertidumbre en conocimiento, abundancia y progreso. El mercado pasa a ser no sólo lugar de producción y distribución, de asignación óptima de recursos; es también el ámbito de la creación e intercambio de información y ciencia; y el lugar del juego moral de cada uno con su vida. ¿O es que no es un mercado la Universidad, o el Juzgado? Schwartz tiene razones para creerlo; e incluso para preferirlo. Lo que no menciona es por qué han de elegirlo los que pierden; y en un juego suma-cero siempre hay quien pierde. Y en la realidad, suelen ser siempre los mismos.
7. La lección cuarta trata de la "decisión colectiva" y, en particular, de la democracia como criterio de decisión colectiva. Se trata, por tanto, de la fundamentación política del liberalismo. Schwartz, como ya hemos dicho, establece la distinción entre democracia y liberalismo, "aunque el pensamiento vulgar los confunda". Señala, sin esforzarse mucho en argumentarlo, que "puede haber democracia sin libertad individual y económica si gobierna una mayoría que ejerce una dictadura sobre las minoría", así como puede haber "un sistema liberal gobernado [...] por la voluntad de minorías oligárquicas" [7]. Es decir, si cada modelo acentúa su principio, divergen y se enfrentan. Lo malo es que también convergiendo pueden enfrentarse: "El liberalismo de los liberales les lleva a extender el voto a todos los adultos; la responsabilidad de los gobiernos ante el electorado cambiante lleva a los demócratas a respetar las minorías, a veces en exceso cuando son parasitarias. Esta convergencia puede llegar hasta la destrucción de ambos principios, pues el sufragio universal desemboca, a menudo, en la desaparición del libre mercado económico y los poderes económicos del mercado consiguen más de una vez explotar políticamente a la mayoría" [8]. De aquí concluye que "ambos sistemas son inestables".
En el fondo, esta es la tesis política clave del texto: justificar la democracia liberal y, en su seno, la correcta articulación de los dos principios, para evitar los males de su convergencia y de su divergencia, la inestabilidad. Ahora toma sentido las anteriores reflexiones fundamentadoras, dirigidas a convencer de la intrínseca inestabilidad del orden social, como avalan una teoría del conocimiento científico “falsacionista”, al negar la verificación definitiva de cualquier teoría e instaurar la incertidumbre en el conocimiento; una concepción del hombre que avala la existencia de un espacio de autocreación, protegido de las determinaciones biológicas y sociológicas, exigiendo la innovación, la improvisación, la creación; una teoría ontológica indeterminista, que en el fondo subsume a las anteriores, y que avala sociedades abiertas, movilidad social, frente a la tentación de fijar el futuro, de dejarse gobernar por los muertos. Todo el esfuerzo de Schwartz parece dirigido a defender un mundo abierto, con su infinito atractivo; pero esa indefinición, fascinante en el orden antropológico, estético y cognitivo, que acerca las ciencias a la literatura de ficción, en el orden político, se llama “inestabilidad”. El hechizo desaparece; ahora hay que cerrar horizontes y agujeros. Una cosa es llamar a falsar las teorías científicas, otra diferente llamar a la revolución; una cosa es dejar al hombre espacios abiertos para la creación literaria o científica, otra diferente que la voluntad del pueblo sustituya radicalmente el orden económico y social.
Teniendo en cuenta la posición ontológica asumida en la lección anterior, el lector podría esperar que el profesor Schwartz estaría contento de esa inestabilidad, al fin incertidumbre e indeterminación. Pero resulta que ahora la inestabilidad no es deseable, que ahora no es tan malo aspirar a algo sólido, estable, seguro y garantizado. Y en esa garantía de estabilidad se apoyará su preferencia liberal respecto a la democrática. Su primera tesis viene a afirmar la imposibilidad de una sociedad genuinamente democrática, dado que "la extensión del principio democrático a todas las áreas de decisión colectiva aumenta la inestabilidad social" [9]; su segunda tesis defiende que una combinación de ambos principios es posible y conveniente para instaurar una sociedad ajustada a las "bases filosóficas" expuestas. Y el conjunto de su argumentación refleja que tal combinación ha de hacerse sobre la primacía del principio liberal.
Podríamos compartir con Schwartz la tesis de que ningún principio político-jurídico “puro” garantiza la paz y la justicia del orden social que sobre él se construya; lo que criticamos como arbitrario es su conclusión final, la supremacía de la “democracia liberal” sobre la democracia, que sólo se basa en el juego retórico de atribuir a la “democracia liberal” dos principios y a la “democracia” uno, como si del reconocimiento de la imperfección de un modelo se dedujera la bondad de una combinación, sin sospechar que podría ser un “error compuesto”. Sean cuales fueren las calificación de la “democracia” (directa, liberal, popular, social, participativa), cada una es un modelo unitario, con sus imperfecciones, que no se superan por matrimonios literarios.
Nos habría agradado comentar sus referencias a las teorizaciones de Arrow y Sen, e incluso Gödel, sobre la incompletitud, indemostrabilidad o indecibilidad de cualquier criterio (o sistema finito de normas) de decisión colectiva; sería interesante valorar cómo se exportan unas argumentaciones sobre teorías en sentido fuerte a ideologías laxas y sin describir. Pero nos limitaremos a mencionar algunas conclusiones que saca de la discusión de tópicos de la teoría de la elección colectiva.
Del conocido "dilema del prisionero" deduce la "necesidad de una Constitución"; no se plantea, como es hoy habitual, justificar desde el mismo el interés de la solidaridad (R. Durán). Más aún, dicho dilema le sirve para justificar la necesidad de una monarquía parlamentaria, conclusión más bella pero menos lógica. Como "todas las reglas de soberanía o decisión pública tienen fallos", lo cual es verosímil; y como tales fallos pueden ser presumiblemente corregidos recurriendo a una metapolítica, lo cual es razonable, el profesor Schwartz en un alarde de rigor dirá que "tal ha sido el papel de la monarquía constitucional en la historia de las sociedades liberales", y éste ha sido el papel de "don Juan Carlos en España". Si a Arrow le hubieran dicho que de su teorema de indecibilidad de proposiciones formales un día alguien inferiría (por decirlo suavemente) la legitimidad de la monarquía española, tal vez hubiera revisado el teorema.
Otra consecuencia, no menos ideológica y peregrina es la que extrae Schwartz del teorema de Buchanan y Tullock, que demuestra que “una sociedad libre que tenga por único objetivo el dividir los ingresos colectivos por medios democráticos, es decir, por decisiones de la mayoría, es inestable y da lugar a la formación continua de nuevas coaliciones hasta la ruptura del contrato social". El caso es el mismo que el del dilema del mentiroso: como los individuos son egoístas y enemigos, lucharan por optimizar su participación. Sin reglas constitucionales, sin metareglas, la inestabilidad se reproduce.
Schwartz habla de metareglas y metaplanos, pero en el fondo está enunciando sin nombrarlo la necesidad del estado, con su orden institucional y su división de poderes. Y está defendiendo un control del “principio democrático” desde una instancia exterior a la política. Y esta instancia normativa es la que, presumiblemente, intenta deducir de sus cuatro lecciones fundamentadoras. Comprendemos así que no podía asumir la primacía de la fundamentación política; ello supondría, en rigor, asumir la democracia radical, la “inestabilidad”, el futuro infinitamente abierto e indiferente. Para defender la democracia liberal hay que someter el principio democrático a una instancia trascendente, que los sabios saben descubrir y a la que la misma razón debe someterse. El problema es que desde el falsacionismo y el indeterminismo es difícil justificar esa fundamentación trascendente. Schwartz no ha elegido un buen camino, a pesar de la guía de Popper.
Estamos de acuerdo en que la sociedad siempre será imperfecta; y ello si se instaura en base a un principio puro, a uno mixto o a una coalición. Estamos de acuerdo que en el Parlamento se piensa bajo la presión de los intereses, las pasiones y las vísceras; pero los “sabios” (patricios, senadores o lores) definidores de esa instancia normativa trascendente que garantiza la vigencia del “principio liberal” no son asexuados. El problema es dramático, pero claro: hoy la filosofía no puede fundamentar el liberalismo; hoy la filosofía -en sus presupuestos epistemológicos, ontológicos, antropológicos, políticos o estéticos- ha de reconocer, contra su propia historia, contra su irrenunciable pretensión de ser “reino de la episteme”, que sólo puede reconocer y reconocerse en la democracia (sin límites), en el “reino de las doxae” (Castoriadis). Schwartz ha elegido mal, a nuestro entender, tanto su vía de fundamentación como las filosofías en que apoyarse. No en vano los liberales con más horas filosóficas de vuelo han optado por fundar el liberalismo en su éxito. ¿Qué es poco filosófico? Pues para frenar esta crítica han decretado que la filosofía ni puede, ni tiene por tarea la fundamentación. En la fase “post” lo mejor es gozar del liberalismo sin filosofía. ¿Para qué complicarse la vida?