1. Pluralismo filosófico y pluralismo político.
§1. La palabra “pluralismo” nombra una de esas categorías blandas, ameboideas, con que la filosofía contemporánea aspira a pensar el presente. Un término polisémico, infinitamente adaptable a nuevos espacios y readaptable a nuevos significados; un desván donde cabe de todo, en espacios multivalentes, en un orden sin exigencias; a veces, un refugio para la complicidad, donde sentirse seguro, y otras tantas una metáfora que enmascara el vacío de pensamiento. Ayer era la certificación de democracia la que avalaba la bondad de una práctica o institución; hoy hasta la democracia, para legitimarse, debe contar en su pedigrí con la credencial de pluralista. Tanto es así, que la problemática filosófica sobre el pluralismo contagia el discurso, todos los discursos, los más recónditos lugares de discurso. Nuestro Presidente J. L. Rodríguez Zapatero ha hecho célebre el tópico de la “España plural”, referente pensable de mil maneras, tal que, en la particularidad e inconmensurabilidad de sus diversas lecturas, puede ser compartido por conservadores, liberales, socialistas, nacionalistas e incluso por las crecientes minorías étnicas de nuestro país. ¿Quién podría renegar de una España plural?
La pluralidad religiosa y la cultural, la variedad de pueblos y de naciones, la diversidad de géneros y opciones sexuales, de opciones éticas o estéticas, se ha consagrado en nuestro espacio de conciencia, a fuerza de real, como ideal irrenunciable. El pluralismo se vive como lo otro de la unidad racional, totalizadora y totalitaria, de la pureza de raza, del dogmatismo universalista; y se siente y valora como el lado bueno de la política, como las luces de la ciudad.
También la filosofía ha cedido a la presión imparable del ambiente social, que a su modo reproduce y activa, si se prefiere, dinamiza. En el devenir de la filosofía contemporánea se ha ido imponiendo una ontología pluralista o, al menos, una ontología del ser social al servicio del pluralismo. Unas veces autonombrándose filosofía de la diferencia, otras ontología de la indeterminación o de la contingencia, a veces disolviendo el ser en el acontecimiento y el valor y el deber en el sentimiento…, lo cierto es que se trata de distintos nombres de lo mismo puestos en circulación por el pensamiento contemporáneo en su afán de ver el mundo en claves de diversidad (cosa razonable) y juzgarlo y organizarlo en perspectiva de pluralidad (cosa discutible).
La exigencia de pluralidad se impone y visualiza de forma dramática en el dominio de la filosofía práctica, particularmente en los campos de la moralidad y de la ética política. El pluralismo aparece en la raíz de la crisis de la metafísica moderna de los valores. Así, el “politeísmo de los valores” weberiano, asumido por los postmodernos, sólo es otro nombre de lo mismo que enuncia la nietzscheana “muerte de Dios” y la foucaultiana “muerte del hombre”, todas al fin metáforas del triunfo de la pluralidad. El pluralismo contemporáneo se muestra también insolublemente ligado al origen y expansión de la moral (o “postmoral”) humanitarista [1], sucesora histórica y conceptual de la moral humanista; basta percibir que en el humanitarismo el reconocimiento de la diversidad y contingencia del sentimiento sustituye a la exigencia de necesidad y universalidad de las reglas de la razón [2].
El pluralismo filosófico contemporáneo goza de una gran exuberancia de performances. Se expresa en el discurso antropológico, con la reducción del ser humano al deseo [3], efecto de la sacralización del cuerpo, sin otra identidad fuerte que la que proporciona el relato, la narración de sí mismo [4]. Aparece en la nueva estética que piensa el arte como expresión fragmentada, contingente, precaria, de la subjetividad de un sujeto que no aspira a ser origen, que renuncia a ser autor, presentándose a sí mismo como lugar de difracción del ser. Y hace su aparición, igualmente, en los ámbitos de la epistemología y la filosofía del lenguaje, como evidencia la propia concepción wittgensteiniana, elevada a referente sagrado del culto pluralista. Efectivamente, no resulta difícil leer en los juegos de lenguaje, plurales e inconmensurables, la muerte ritual de la verdad o, si se prefiere, pero que es lo mismo, la garantía de la pluralidad de las verdades, de valores, de modos de pensamiento y de vida. El pluralismo, pues, se atrinchera y reproduce en todas las disciplinas, en todos los discursos, prácticas e instituciones. Ha entrado ya incluso en el recinto sagrado de la ciencia, desde que Feyerabend lanzara su panfleto Contra el método, defendiendo la legitimidad e inevitabilidad de una pluralidad de metodologías y epistemologías inconmensurables, hasta que el mismo autor publicara su Adiós a la Razón, donde iguala en el límite a la magia y a la física, a la astronomía y a las interpretaciones del tarot, sin otra razón para la jerarquía que la que reciben del poder político.
Dado que el pluralismo, filtrado en la ontología, invade todos los territorios del discurso, no debería sorprendernos su especial forma de presencia en el terreno de la ética y de la política. Efectivamente, no es extraño que el pluralismo sea la razón de ser, el fundamento y el fin, de una ética y una política que han asumido su radical carencia de verdad, que niegan en sí mismas la voluntad de ideal, reconociéndose respectivamente en la práctica espontánea de la solidaridad bajo la compasión y en la práctica contingente de la ingeniería social popperiana, reforzada con la arbitraria práctica del consenso, con excesiva frecuencia cementerio de los principios. Como ya hemos dicho, hemos llegado a una situación insólita, en la que el pluralismo ha dejado de ser una alternativa ética o política a argumentar para devenir fundamento y referente de legitimación de toda argumentación ético política.
Queremos resaltar esta peculiaridad del uso contemporáneo de la idea de pluralismo. Lo relevante de la misma no es que el pluralismo sea generalmente avalado y reciba apoyos teóricos y retóricos desde todo tipo de discursos e instituciones; lo realmente insólito y que debería causar perplejidad, y así retar a la filosofía, es que hemos llegado a un punto en que la fuerza y credibilidad de los discursos e instituciones, su verdad, su justicia o su bondad, les vienen precisamente de su reconocimiento del pluralismo, de su subordinación y servicio al mismo, en definitiva, de algo tan sospechoso como de una “profesión de fe”. Hasta a la misma racionalidad, pervirtiendo su esencia, se le exige pluralidad como condición de ser. Hoy las dos formas de lo sagrado moderno, la lógica y la religión, han de ser pluralistas para gozar de reconocimiento.
§2. Si pensar el pluralismo equivale hoy a pensar el presente, se comprende que la tarea sea compleja, sin duda inabarcable; sólo parece razonable aspirar a aproximaciones. La que aquí pretendemos responde a una preocupación de fondo, a saber, la de sondear la complicidad de la filosofía en la génesis de este mundo pluralista, si se quiere, en la génesis y afianzamiento hegemónico del pluralismo, de la representación pluralista del mundo. Desechando el falso problema de decidir si la realidad plural es un efecto (de representación) de la filosofía o si la filosofía pluralista es un subproducto de un mundo devenido más y más diverso y plural (que sería la versión post del falso problema de la vieja oposición entre idealismo y materialismo), partimos de la sospecha de que se da cierta complicidad entre ambos procesos, de que hay un feed-back entre ambos que revela una inquietante reconciliación entre pensamiento y mundo. Y, al menos desde Horkheimer y Adorno sabemos que toda reconciliación con la realidad, que suele manifestarse en el culto al naturalismo y al positivismo, es una perversión del pensamiento filosófico, nacido para negar. Por tanto, vale la pena detener la mirada en este matrimonio más o menos secreto entre pensamiento y positividad que se oculta cómplice en el pluralismo; vale la pena pararse a pensar si este pluralismo que la filosofía avala, como real o como ideal, sirve a la emancipación o al mercado.
Esta complicidad de la filosofía con la cultura, con el mundo de la vida y con las instituciones política de nuestro tiempo ha borrado la oposición clásica entre filosofía y democracia, permitiendo que esta privilegiada figura del filósofo demócrata, hoy tan normal y ayer tan insólita e impensable, como han señalado C. B. Macpherson y D. Held entre otros [5]. Hermosa y seductora figura, sin duda, pero a pesar de su belleza y su atractivo no debiera ocultarnos la conveniencia, si no la obligación, de pensar el precio que se ha pagado por ello. Y no con el ánimo de cuestionarla, en absoluto; sólo con afán de clarificarla y de precisarla; con voluntad de autoconciencia, a lo que la filosofía no puede renunciar sin suicidarse.
Desde esta pretensión, el primer contacto con la problemática del pluralismo nos ofrece dos rasgos esenciales de éste, apreciables en sendas constataciones fácticas. El primer lugar, el pluralismo se nos muestra empíricamente como la ideología de nuestro tiempo y, en especial, la ideología política de nuestro tiempo, la ideología del Estado liberal democrático en su figura consumista. La segunda constatación, también fáctica aunque se trate de hechos teóricos, es que el pluralismo no es pensable sino como crisis de la razón ilustrada, como indisolublemente ligado al hundimiento del proyecto cultural ilustrado. Efectivamente, no es difícil observar con qué intensidad y monotonía se reafirma, hasta hacerlo pasar por realidad racional y necesaria, la indisolubilidad entre liberalismo y pluralismo, su perfecto maridaje, presentando a éste como la culminación y perfección de aquél, como el modelo liberal completo y redondo; y, por otro lado, tampoco es difícil detectar en el discurso contemporáneo cómo la argumentación pluralista ha surgido y se ha desarrollado en un eterno y omnipresente martilleo sobre la Ilustración, sus fines, sus valores, sus tesis, sus promesas, hasta demoler cualquier resquicio de fe en ella. Con Nietzsche y Freud en el fondo, de Wittgenstein a Adorno y Horkheimer, de Kuhn a Gadamer, de Heidegger a Foucault y Derrida, de Weber a Sloterdijk y de Lyotard a Deleuze y Rorty, las más lúcidas cabezas filosóficas de nuestro tiempo han elevado el ajuste de cuentas con la Ilustración a imperativo categórico del pensamiento, a canon de lucidez filosófica. Hasta Habermas, última espada part time ilustrada, ha cedido tanto a la deriva pluralista, aunque sea como estrategia de autodefensa, que puede ser incluido en este dominante “club” de la crisis ilustrada.
Ahora bien, y aquí radica el problema particular que esta queremos desarrollar, esta doble tesis -la que afirma la identidad entre liberalismo y pluralismo y la que afirma la base filosófica antiilustrada del pluralismo- encubre una paradoja. Y es una paradoja curiosa, sutil e ilustrativa, cuyo desvelamiento nos aclarará muchas cosas, o eso al menos pretendemos. La paradoja parece poco cuestionable: raras veces se pone en cuestión la alianza, si no la identidad, entre liberalismo e Ilustración; la tradición historiográfica que pone la filosofía ilustrada como fuente del liberalismo parece definitivamente consolidada; en cambio, al tiempo que se postula sin reservas la identidad entre liberalismo y pluralismo, presentando éste como la perfección de la idea liberal, al mismo tiempo, decimos, se afirma sin fisura que el pluralismo nace de la crisis y superación de la Ilustración, aliado a una filosofía de la diferencia o del acontecimiento, genéricamente pluralistas. Paradoja no cuestionable, pues, ya que al mismo tiempo que se piensa el pluralismo como el liberalismo “desarrollado” se rompe con su filosofía (ontología racionalista y universalista ilustrada) y se establece una alianza con la otra filosofía (ontología de la contingencia o la indeterminación). Giro este nada fácil de asimilar.
Convengamos que resulta paradójico, si no contradictorio, o al menos extraño; aceptemos que tanta confusión reclama al menos una clarificación, pues son muchas las preguntas que se nos vienen a la mente. Por ejemplo, un liberalismo sin filosofía ilustrada –en rigor, sin Filosofía con mayúscula, como quieren Rawls y Rorty con sus tesis respectivas de “política no metafísica” y “democracia sin filosofía”-, sin una racionalidad fuerte e inequívoca que ponga el orden, la jerarquía, los criterios de decisión, las virtudes, las verdades, los derechos... ¿puede seguir siendo considerado un liberalismo? Si el fondo filosófico del liberalismo es la filosofía racionalista, de la identidad, subjetivista y logocéntrica de la Ilustración, y si, en cambio, el fondo filosófico del pluralismo es la filosofía antiracionalista, pluralista, de la diferencia y el acontecimiento, ¿cómo es posible pensar el pluralismo político como liberalismo político acabado, como hace Rawls en su célebre texto sobre El liberalismo político? [6]. ¿Por qué no asumir con valentía que el liberalismo cerró su ciclo, que encontró su enterrador, aunque éste no fuera el esperado y anunciado por Marx al referirse al proletariado y la burguesía, sino un enemigo de casa, nacido en, desde y para el capitalismo, cuyas necesidades de desarrollo imponen hoy fagocitar las instituciones, ideas, valores y prácticas que ayer le sirvieron para instaurarse y reproducirse? ¿Cómo no ver el absurdo del “estado mínimo” liberal al comprobar que los gobiernos más liberales cada año incrementan el volumen de sus presupuestos, ya en cifras de vértigo y no obstante siempre insuficientes, para cumplir su inevitable tarea de protección social y empresarial? ¿Cómo no darse cuenta de la broma liberal ante una tarea legisladora asfixiante, una extensión de la gestión y la burocracia agobiante, una presencia social del Estado alarmante incluso para la izquierda más incansablemente estatista? Estas tendencias sociales apreciables no son errores o desviaciones, son necesidades que exigen ser pensadas y liberadas de la máscara del ya anacrónico discurso liberal. Sólo con ese gesto de coraje de llamar a las cosas por su nombre podremos pensar realmente la crisis, la inevitable crisis, de instituciones como el Parlamento, los Partidos políticos o los Sindicatos, y acabar con una ya demasiado larga lamentación por su creciente inoperancia y progresivo vaciamiento funcional.
§3. Hemos titulado esta reflexión “Pensar sin verdad, vivir sin moral” precisamente como una forma particular de enunciar esta problemática. Pensamos que el título describe de forma efectiva la idea de pluralismo en dos pinceladas, con toda la imprecisión intrínseca a la necesaria esquematización. En la ideología pluralista subyacen esas dos máximas, la de pensar sin verdad y la de vivir sin moral, que bien mirado es una sola desdoblada en dos ámbitos de la existencia, el teórico y el práctico. La verdad y la moral (no así las plurales creencias y las diversas formas de vida ética) son sacrificadas en el pluralismo filosófico; al menos lo son en el sentido fuerte, normativo, que conservaron a lo largo de los siglos. Ante esta evidencia algunos dirán que han sido “felizmente superadas”, dejando ver así la orilla de su militancia. Pero, aunque así fuera, aunque los argumentos en tal sentido fueran potentes, las preguntas que planteamos seguirán siendo pertinentes: ¿es posible un liberalismo sin verdad y sin moral que no sea una farsa de su propia idea? Y si lo fuera, ¿qué credenciales de legitimidad podría presentar una vez hubiera renunciado a las determinaciones que lo avalaron?
Estas son preguntas de largo alcance, que cuestionan la coherencia entre pragmatismo y liberalismo; son preguntas gruesas que no plantearemos en este momento. En el fondo son preguntas para ir respondiéndolas en proyectos de reflexión e investigación de largo recorrido. Es lo que intentamos de hacer en mi grupo de investigación “Crisis de la razón práctica”, en la Universidad de Barcelona. Cuando iniciamos el programa de investigación sobre “Pluralismo filosófico, pluralismo político”, algunos de cuyos resultados se recogen en el libro del mismo título [7], estábamos interesados por estas cuestiones y queríamos respuestas urgentes; pero pronto comprendimos que se trata de preguntas tan complejas de plantear como comprometidas de responder. Recientemente he publicado un texto, no sé si bueno pero sí voluminoso, de título Asaltos a la razón política [8], dedicado al pluralismo filosófico, a sus raíces, su génesis y sus efectos teóricos y prácticos. En el mismo he trazado esa deriva de la filosofía hacia resignación de pensar sin verdad; y los efectos en la cultura al afrontar el reto de vivir sin moral, sin fundamentación de la justicia o de la solidaridad, devenidas prácticas relativas y no exigibles.
Aquí nos centraremos en el pluralismo político y, para ser más concretos, en la problemática articulación del pluralismo en el discurso liberal. Se trata de seguir adelante con esa reflexión y pensar los efectos sobre el discurso liberal dominante, un pensamiento fuertemente trabado con la filosofía racionalista moderna, causados por la aparición de otra filosofía antiilustrada, antiracionalista y, en el límite, antifilosófica. Para ser más riguroso con el léxico contemporáneo: postfilosófica. En especial, tratamos de plantear si es pensable sin paradojas ni incoherencias la reconversión del discurso liberal de individualista a pluralista, para ajustarse así a los nuevos tiempos socioculturales y filosóficos; pretendemos indagar si se trata de una estrategia de enmascaramiento o si es una operación de travestismo.
2. Liberalismo y pluralismo.
Si se me acepta -y ruego al lector que lo haga porque se trata de una valoración tópica, generalmente aceptada, aunque como todo en filosofía pueda cuestionarse- que la cara de la filosofía contemporánea es antiilustrada y pluralista, podemos seguir con nuestra reflexión dirigida a clarificar o disolver la paradoja que nos ocupa. De entrada tenemos dos alternativas, dos hipótesis, que nos ofrecen vías de salida, pues la aceptación de cualquiera de ellas disolvería la confusión:
a) Primera hipótesis: pensar que la relación entre liberalismo y filosofía ilustrada es falsa. Es una hipótesis extravagante, que desafía tanto a la consciencia de sí de los autores modernos cuanto a la larga y fecunda historiografía que ha dominado hasta nuestros días. Hasta R. Rorty, que la declara externa y ahora innecesaria, reconoce que la alianza entre ilustración y liberalismo jugó un papel esencial en el origen, tanto en la elaboración del concepto como en la instauración del orden liberal. Por tanto, y aunque en filosofía todo puede volver a ser revisado, de momento la descartamos. Preferimos bailar con la paradoja a tan extravagantes salidas (huidas) hermenéuticas.
b) Segunda hipótesis: asumir que el liberalismo no es identificable con el pluralismo, que éste es una representación del orden político y social diferente y opuesto al liberal, surgiendo y alimentándose precisamente de sus crisis; en suma, que son inconmensurables y opuestos. Esta hipótesis también puede parecer prima facie sorprendente, ante la constatación de la coincidencia generalizada de los más diversos autores en afirmar la identidad de fondo entre liberalismo y pluralismo; pero, a diferencia de la anterior, en este caso la historiografía no es tan homogénea ni tan contundente, habiendo buenas razones para la sospecha. Por eso, por no ser esta segunda hipótesis manifiestamente extravagante, optamos por elegirla como vía de reflexión para resolver la paradoja. En rigor, no sólo cuestionamos que el pluralismo sea culminación del liberalismo (y, por tanto, idénticos en esencia), sino que intentaremos argumentar que son representaciones del mundo opuestas, alternativas, fuertemente inconmensurables.
Las sospechas sobre la identidad o asimilación del pluralismo y el liberalismo son muchas y de muy distinta índole. Baste recordar que el liberalismo pivota sobre los individuos, sus derechos, sus elecciones, sus voluntades, mientras que el pluralismo reconoce la subjetividad de los colectivos, las minorías, las etnias, las culturas, los pueblos; es decir, juegan con sujetos políticos diferenciados. Recordemos también que las instituciones políticas genuinamente liberales, el Parlamento y los Partidos, dan muestras de anacronismo en el orden pluralista de nuestro tiempo, tanto porque el principio de formación dialéctica de la voluntad y de la ley queda sustituido por el consenso con las partes afectadas (agentes sociales, colegios profesionales, minorías, movimientos cívicos o vecinales…), que proporciona acuerdos puntuales infinitamente revisables y readaptables, cuanto porque se parte del reconocimiento de la diferencia, de su relevancia política, cosa totalmente impensable en el pensamiento liberal moderno. Son cuestiones políticas prácticas, de innegable presencia en nuestras sociedades occidentales, que apoyan la sospecha sobre esa tópica e impensada asimilación del pluralismo al liberalismo.
Y si, para echar más sombras, queremos una cuestión del campo filosófico, basta con recordar dos hechos. El primero, la densa polémica entre universalistas y comunitaristas en el seno del liberalismo [9]; un debate entre “hermanos políticos”, pero cuyas respectivas posiciones filosóficas, una esencialista individualista y la otra contextualista (culturalista) y tendencialmente pluralista, convierten su debate en diálogo de sordos. El segundo hecho anunciado refiere a las insalvables diferencias y conflictos entre los filósofos genéricamente antiilustrados y pluralistas; es bastante evidente que entre estos filósofos hay muchos, y de los más coherentes, con posiciones radicalmente antiliberales, como Heidegger, Foucault o Derrida. El mismo R. Rorty lo reconocía con claridad, con su habitual cinismo, al describir sus amores y rechazos con Habermas y Foucault: le seduce la filosofía del francés, pero no soporta su política; en cambio, compartía el liberalismo del filósofo alemán, pero no le atrae su filosofía (insuficientemente antiilustrada). Aunque no sean argumentos teóricamente definitivos, cosa que aceptamos, al menos aportan nuevas dudas que ayudan a remover ese tópico de la identidad entre liberalismo y pluralismo.
3. Los tres escenarios de reflexión.
La verdad es que la tarea de pensar la relación entre liberalismo y pluralismo pone en marcha en el analista un complejo proceso genealógico, en el que sucesivamente van apareciendo argumentos a favor de la identidad y de la distinción, poniendo de relieve que al menos ante una mirada atenta la relación entre ambas concepciones filosófico políticas es más compleja y maleable de lo que pudiera parecer a simple vista. Por mi parte, en la reflexión que he llevado a cabo al respecto, he percibido o soportado esa complejidad. Según sea el escenario de reflexión (histórico o analítico), según el enfoque metodológico, según los aspectos que centren la atención, etc., esa relación aparece con contornos diferentes, mostrando perfiles móviles. Podemos distinguir al menos tres momentos o escenas analítico-discursivas posibles. Un resumen de esos momentos analíticos nos ayudará a expresar la idea que pretendemos.
a) En una primera escena discursiva, de perfil histórico, situada en el momento augural del liberalismo y con la pretensión de reconstruir su origen, éste no sólo se distingue, sino que se opone al pluralismo; nace contra él. Efectivamente, el liberalismo parece constituirse históricamente sobre las ruinas del pluralismo (aunque parezca sorprendente, el pluralismo político, al menos cierta figura del mismo, es históricamente anterior al liberalismo).
b) En una segunda escena, de perfil analítico, cuando se intenta pensar la esencia del liberalismo, su sentido, la distinción y oposición con el pluralismo se diluye y deja paso a la identidad, que irrumpe de forma fuerte, representando la inseparable unidad entre ambas ideas. Entonces parecen no sólo compatibles, sino exigiéndose una a la otra, con eterna mutua presencia.
c) En fin, una tercera escenade corte crítico político, que aparece cuando el discurso pone a prueba la idea liberal y busca sus límites, cuando trata de fijar su concepto, nos revela una nueva escisión entre ambas ideas, aparecen resistencias a dejarse unificar o reducir. Es como si apareciera una nueva y radical diferencia que nos exigiera cambiar de perspectiva, ampliar el léxico y distinguir “tipos” de pluralismo.
Pasemos a describir y valorar, en apartados sucesivos, estas distintas formas de la compleja relación entre las ideas de liberalismo y pluralismo, para posteriormente mostrar que esa complejidad se hace sentir en las insatisfactorias propuestas de sociedad pacificada del debate filosófico político contemporáneo.
3.1. Universalismo vs. Pluralismo.
Es bien conocido que en el plano histórico el liberalismo político responde al paradigma de la ciencia física moderna, cartesiano-newtoniano-laplaceano. El estado representa la misma voluntad de acabar con los lugares naturales en la sociedad, con la pluralidad de espacios ontológicos diferenciados. El estado moderno es la versión político jurídica del paradigma newtoniano, caracterizado por la uniformidad absoluta de su universo, por la absoluta identidad de esencia en todo su ámbito. Sin entrar en detalles históricos, es bien conocido que el barroco paisaje jurídico medieval, mosaico de diferencias, fue sustituido por la ley igual y común en todos los rincones del reino, por la ley ciega a las pertenencias, adscripciones, condiciones y tradiciones. En el estado liberal moderno sólo caben individuos “iguales” ante la ley identificadora, como en el universo sólo hay átomos sometidos a las mismas indiferentes leyes de la naturaleza. Las diferencias, en uno y otro caso, son ignoradas por la ley, no son relevantes para ella, que se aplica sin alma y sin sombra de particularidad. La ley civil es ciega a estandartes y libreas como la ley natural de la mecánica es indiferente a los colores, valores y símbolos. El estado moderno, por tanto, es la negación de la pluralidad feudal.
Si en el plano histórico se revela que el liberalismo nace de las cenizas de la pluralidad feudal, en el ámbito imaginario de la fundamentación ocurre algo semejante. En este plano de representación el liberalismo piensa el origen del orden político, su momento augural, construido sobre un imaginario y normativo contrato social entre individuos libres y diferentes en el que, en el acto constituyente, instauran una esfera de igualdad, donde aparecen desvestidos de sus identificaciones particulares para crear una inédita identidad común, artificial, político jurídica, que se superpone a las identidades naturales, étnicas o culturales, que explícitamente quedan ocultas, dejan de tener relevancia jurídica. Hay que recordar que el estado moderno se instaura en la medida en que es capaz de privar de sentido y operatividad a las múltiples formas de identificación, adscripción y pertenencia premodernas, de vaciarlas de sentido, de eliminarlas o fragilizarlas de tal manera que permitieran y posibilitaran la nueva ontología de la filosofía liberal: por un lado, el surgimiento de la idea de individuo radicalmente independiente, único amo de sí mismo, es decir, sujeto (aparición de la identidad individual); por otro, y al mismo tiempo, la idea de un universal unificador, el estado como forma de la comunidad política, de la nueva manera de ser, persona jurídica en la que los individuos quedan integrados, tal que despojados de sus casacas y libreas pasaban a vestirse con una sola y única identidad colectiva universal, la de la ley. Esta identidad político jurídica, racional y voluntaria en tanto que libremente elegida, esta esencia formal igualitaria, se sobrepone con éxito a las identidades prepolíticas, cuya persistencia queda relegada a la privacidad, sin reconocimiento legal. La unidad racional se impone a la diversidad natural e histórica; la identidad política sustituye a la pluralidad social.
En el escenario que exige la representación liberal del contrato social solo caben dos identidades fuertes, el individuo (sujeto de derechos) y el estado (referente de lo universal), ambas sacralizadas, reconociéndose mutuamente y sin poder compartir ambas el reconocimiento de ninguna otra identificación sustantiva, reducidas las demás identificaciones a meramente instrumentales. La figura del contrato social, pues, en el discurso liberal clausura el estado nacional y ejerce la exclusión de toda otra identidad sustantiva que no sea la del individuo, único reconocido como sujeto de derechos ante el estado, y la del estado, único universal reconocido como común por los individuos. Las identidades prepolíticas son excluidas de su ámbito, relegadas a los márgenes, secuestradas en la privacidad. Citemos como ejemplo paradigmático el caso de las naciones sin estado, siempre en lucha por su reconocimiento, que sólo es posible en la medida en que el estado liberal hace quiebra y se metamorfosea.
Podemos decir, pues, que el liberalismo, tanto en la descripción histórica del origen como en el discurso fundamentador del orden político, expresa el triunfo de la identidad sobre la pluralidad político-jurídica premoderna, expresa la marginación de la pluralidad al reino de lo privado. Dejando de lado los contagios ocasionales, en el escenario de representación liberal el referente sagrado es el individuo. El individualismo y el universalismo que estructuran la ontología liberal tiene como consecuencia la negación política de la pluralidad; la diversidad queda relegada a las fronteras de lo político, a la privacidad, sin que pueda ser reconocida en la esfera pública. Como bien decía el joven Marx, el liberalismo piensa al hombre escindido en dos figuras, la de burgués (existencia sin esencia) y la de ciudadano (esencia sin existencia). La visión pluralista de la sociedad no cabía en la representación liberal de la misma.
3.2. Individualismo y pluralismo.
Todo el pensamiento liberal está construido para reconocer la realidad ontológica y la bondad ética del individuo; hasta la libertad está en rigor pensada finalistamente, como condición de posibilidad de la individualidad, como pone de manifiesto uno de los textos canónicos del liberalismo, el ensayo Sobre la libertad, de John St. Mill. Ahora bien, esa individualidad que para constituirse exige negar en la esfera pública la pluralidad natural e histórica, que impone hacerlas invisibles, no puede realizarse sin ellas; paradójicamente, necesita de la diversidad, se alimenta ella misma de la pluralidad de gustos, valores, capacidades, objetivos, etc., sin los cuales no puede ni expresarse ni constituirse.
Un aspecto paradigmático en la constitución del estado moderno, como condición de la paz, es el desplazamiento de la religión a la privacidad. No en vano se ha dicho que el liberalismo es el triunfo sobre la época del cuius regio, eius religio. El hecho expresa esa exigencia de que las adscripciones o identificaciones colectivas prepolíticas no sean político jurídicamente relevantes, de que carezcan de visibilidad en el espacio público. Pero, al mismo tiempo, ese hecho tiene otra lectura, a saber, la de permitir al individuo que, qua individuo, pueda tener una religión propia, una fuente de individualización. Una religión propia, una estética propia, una moralidad propia, un plan de vida propio, son exigencias de la idea liberal de individuo, que sólo pone como límite a la individualización que las diferencias que la constituyen se den dentro de los límites e identidad del estado-nación. La política liberal quedaba funcional y teleológicamente fijada en la misión de crear esas condiciones de posibilidad de cooperar (límite de la comunidad) en libertad (límite individualidad); de construir la individualidad en el marco de la ley; de potenciar la individualización en el marco de la identidad constitucional.
Por tanto, podemos afirmar que en el discurso liberal no sólo se reconoce y se tolera la pluralidad, sino que la misma se defiende y sacraliza de forma rotunda y necesaria. En rigor, la perfección de la ciudad liberal se mide por la pluralidad que es capaz de generar y mantener, por la diversidad que asume constitutivamente, por el éxito en el cultivo de las diferencias, del mismo modo que la calidad del mercado se mide por la variedad de sus productos. Si se me permite una metáfora grosera, que suelo usar más de una vez, la ontología social del liberalismo tiene como modelo al supermercado, que actúa como su mejor metáfora. Efectivamente, el supermercado en la sociedad capitalista constituye un escenario de la diversidad donde cada individuo, eligiendo la cesta de su compra, define su figura económica, estética o cultural, privatiza su perfil de consumidor, individualiza su estatus económico e intelectual y, en definitiva, revela la diferencia o especificidad de su esencia. Si Marx identificaba el ser del hombre con sus condiciones de trabajo, ahora podemos decir que cada uno es lo que elige; hasta la cantidad de bienes-diferenciaciones compradas en el supermercado expresa su ser en el mundo, su lugar social, su “poder adquisitivo”. Cada elección es, pues, una determinación; la individualidad se decide en el mercado, se construye mediante la acumulación de elecciones de compra: la religión que uno escoge, la ideología que uno abraza, el club a que se pertenece, el barrio donde uno vive, las opciones de valor que se defienden..., son pasos en el inexorable camino de la individualización, de constitución del sí mismo. Sin esa pluralidad de determinaciones no habría individuo, como no es pensable el consumidor sin la pluralidad que ofrece el supermercado, pues la individualización se gesta en la combinación de determinaciones elegidas, es decir, y alargando la metáfora, la individualidad se decide en la peculiaridad de cada cesta de la compra. Por tanto, desde esta perspectiva de la esencia del individualismo como auto-determinación, la pluralidad es condición de posibilidad del individuo y, en consecuencia, se revela como intrínseca al pensamiento liberal. La sociedad pluralista es el escenario indispensable a la idea liberal. En esta segunda escena, en este segundo momento del análisis, se impone, pues, la reconciliación entre liberalismo y pluralismo, la interpretación de los mismos en claves de identidad; toma sentido la tesis de que el pluralismo es, bien pensado, la culminación de la idea individualista liberal.
3.3. Pluralidad de pluralismos.
Esa apuesta inevitable por el pluralismo, que en el análisis del concepto se nos ha revelado como intrínseca al liberalismo, como condición de posibilidad de su profesión de fe individualista, tiene en ese individualismo su razón de ser y su límite. Queremos decir, en definitiva, que la opción pluralista es instrumental y subordinada; que la pluralidad que el liberalismo exige y soporta es la necesaria, y sólo la necesaria, para cumplir de forma óptima su principio individualista; en fin, que cualquier pluralidad ajena a esa función resultará exterior, extraña o contrapuesta, a la idea liberal. De esta forma, abriendo la reflexión sobre el carácter instrumental de la condición pluralista de la sociedad, se abre una nueva problemática, a saber, la de establecer los límites del pluralismo liberal, es decir, los límites de la pluralidad que soporta y necesita, distinguiéndola de aquella otra pluralidad innecesaria y tal vez insoportable.
Si el pluralismo liberal se justifica como defensa de una pluralidad que permite la constitución de una ontología individualista, no es extravagante comenzar por sospechar que la otra pluralidad, aquella incompatible con el liberalismo, será aquella cuya presencia cuestione de uno u otro modo el individualismo ontológico, ético, político, metodológico o estético. Si el principio esencial del liberalismo es el individualismo, y su principio pluralista está exigido, subordinado y limitado por éste, los límites de su pluralismo soportable dejan fuera aquella diversidad indiferente u obstaculizadora de su función individualizadora. Dicho de otra manera, si el pluralismo liberal es esencialmente un pluralismo pensado a la medida de la optimización de la individualidad, pensado para hacerla posible y culminar su realización, el pluralismo político liberal ha de ser una apuesta por una sociedad como pluralidad de opciones para los individuos, en la que estos hagan posible la auto-determinación, que hemos descrito como auto-elección de sus adscripciones. En consecuencia, dado que su apuesta por la pluralidad es instrumental y subordinada a la construcción de la individualidad, su principio sagrado, su fin absoluto, deja fuera de si, de su espacio de reconocimiento político jurídico, cualquier otra pluralidad, estéril o nociva para ese fin constituyente.
Esto nos lleva a plantear de forma radical la compatibilidad del liberalismo, fundado como decimos en la identidad individual, con otras formas de identidades colectivas, sean étnicas, culturales, nacionales, de género, o del tipo que sean. Aunque no entraremos en los entresijos de esta problemática, es obvio que la misma tiene múltiple presencia en los debates ético políticos contemporáneos. De una forma u otra está en juego en la confrontación entre universalistas, republicanistas y comunitaristas, todos ellos disputándose un territorio en el seno o en los lindes del liberalismo; un debate en el que también hay un ámbito para el multiculturalismo. En el fondo de ese ya largo y clásico frente de reflexión, oculto por las alternativas positivas que se defienden, está el mencionado problema ontológico de decidir los límites de la pluralidad soportable por la representación liberal. Y en ese debate, en la medida en que tanto comunitaristas como multiculturalistas hacen profesión de fe liberal, son ellos quienes asumen la carga de la prueba, la tarea de pensar un orden político jurídico individualista y pluralista consistente, donde el individuo pueda vivir sin desgarro dos identidades: la identidad política que ha elegido y la prepolítica (histórica, cultural) que soporta. La complejidad, la prolongación y el atrincheramiento que observamos en ese debate, que da muestras de petrificación inevitable, pone de relieve las muchas dificultades de ese proyecto y hace sospechar la inevitable insatisfacción de sus propuestas.
Nuestro escepticismo respecto a la posibilidad de un liberalismo multicultural, o un multiculturalismo liberal, no implica de forma fuerte que defendamos la incompatibilidad absoluta entre liberalismo y pluralismo. De lo dicho hasta ahora puede inferirse que un cierto liberalismo pluralista, o un cierto pluralismo político liberal, es pensable; pero del reconocimiento de la posibilidad de pensar como compatibles el liberalismo con “ciertas” formas de pluralismo no podemos concluir que liberalismo y pluralismo sean compatible de modo universal. Nuestras reservas y dudas surgen, en concreto, respecto a la posibilidad de pensar una sociedad (pluralista) multicultural bajo la forma política del liberalismo. Nos inclinamos a pensar que hay una diversidad ontológica irreducible al marco liberal; que hay una pluralidad que no puede ser pensada político jurídicamente relevante en la idea moderna del estado liberal. Pensamos que desde el liberalismo siempre se sospechará de toda otra identidad que no sea la del individuo y de toda pluralidad que no sea al servicio de la constitución de la individualidad. Si aceptamos la distinción, sólo a efectos de claridad del análisis, entre “identidades” e “identificaciones”, siendo las primeras determinaciones ontológicas constitutivas o soportadas y las segundas autoconstituyentes o elegidas, podríamos formular nuestra tesis diciendo que la idea liberal moderna es compatible con una pluralidad de identificaciones, pero no con una pluralidad de identidades.
Para clarificar esta tesis, detengámonos en dos argumentos que ponen de relieve las radicales diferencias entre los conceptos de identificaciones e identidades. El primero se refiere a la contingencia de las identificaciones. Efectivamente, las identificaciones cualifican a los individuos, fijan sus diferencias, permiten la diversidad individual; las identificaciones son opciones libres de los sujetos, idealmente hechas sin condicionamiento exterior. En tanto que adecuadas al sagrado principio liberal de autodeterminación, han de ser de libre elección. Se elige un partido, una religión, una corriente estética, una profesión, unas costumbres, un modo de vida…; pero se eligen, en la idea liberal, sin necesidad. Se eligen –siempre según el liberalismo- en una acción autoconstituyente, en una acción que es el fin último y absoluto del liberalismo: la creación de sí mismo. En cambio, las identidades no se eligen, se soportan como determinaciones constitutivas; refieren a características intrínsecas del grupo al que se pertenece, definen una “naturaleza”, una manera de ser objetiva y dada.
El segundo argumento se refiere a la universalidad o electividad de las identificaciones. En tanto que las identificaciones también han de ser compatibles con el principio de igualdad formal entre los individuos, han de ser abiertas a todos. El liberalismo no puede pensar ni defender una diversidad que no se ofrezca igual a todos los miembros del estado, que no esté formalmente al alcance de cada uno; no puede aceptar colectivos, instituciones o clubes formalmente cerrados. En cambio, las identidades son determinaciones ontológicas fuertes y exteriores a la subjetividad individual, inapelables y ajenas a la voluntad del individuo e inevitablemente cerradas.
El tercer argumento refiere a la provisionalidad o reversibilidad de las identificaciones. La idea liberal de la construcción de sí mismo define un espacio de indeterminación, en el que las elecciones han de ser reversibles y transversales, es decir, adscripciones que pueden deshacerse y que son compatibles, no planteando problemas de alternativas. Las identidades, en cambio, son irreversibles y excluyente: no se puede pertenecer a dos géneros, a dos clases sociales, a dos culturas.
Desde esta grosera diferenciación, que sin duda debería ser más intensa y precisamente matizada, se puede comprender que la pluralidad de identificaciones que promueve el liberalismo sea exclusivamente de tipo ideológico cultural: pluralidad de religiones, de partidos, de modos de vida, de clubes e instituciones que, eso sí, han de ser de libre elección, abiertas a todos, sin “discriminación” de ningún tipo, reversibles, compartibles, etc.. No podía ser de otro modo, en cuanto que, como hemos dicho, el liberalismo piensa siempre las asociaciones (políticas, culturales, económicas…) como instrumentales para, y subordinadas a, la individualidad, y en modo alguno como sustantivas, como determinaciones ontológicas comunes a los individuos; además, las piensa siempre con sospecha, con cierto recelo, como riesgo inevitable que hay que asumir en un proceso de individualización que las exige pero que, al mismo tiempo, ve en ellas la sombra de una amenaza, sea a la identidad personal del individuo, sea a la identidad común del estado.
La pluralidad liberal, que soporta y requiere el individualismo liberal, queda así muy delimitada; la metáfora del supermercado, que presenta las elecciones como identificaciones coyunturales y no como identidades determinantes, vuelve a mostrarse válida y fecunda para aludir a la idea. Circunscrito a la esfera ideológica, a la pluralidad de origen humano, construida por los seres humanos, el discurso político liberal deviene ciego a la diferencia sustantiva, de otro origen y función que la creación de sí mismo, ciego a toda pluralidad esencial, sea la de orden antropológico, cultural, étnico o de género. Y no debiera sorprendernos este límite de la pluralidad soportable por el liberalismo, pues su atractivo de ayer, su seducción originaria, residía precisamente en la indiferencia del estado o de la ley ante las diferencias no jurídicas, como bien representa la postulada ceguera en la figura de la justicia Las únicas “identidades” (identificaciones) que el discurso liberal reconoce sin reservas, y siempre bajo el presupuesto de que no resten predominio al estado y al individuo, siempre como soportes de éstos, son las asociaciones político ideológicas, cuya figura más emblemática son los partidos. Pero debe notarse, bajo esta oficial aceptación, la constante sospecha vertida sobre los mismos por el discurso liberal, su constante crítica a su burocratismo, a su escasa permeabilidad democrática, a sus limitaciones para recoger y representar la voluntad de los individuos, etc. En cualquier caso, a los partidos, como entidades colectivas, no se les permite ejercer una determinación sustantiva, autónoma; siempre han de justificarse por su servicio al estado y/o a los individuos.
Esto nos permite concluir que una cosa es el pluralismo de las identificaciones y otro el pluralismo de las identidades. O, si se quiere, que una cosa es el pluralismo liberal, de tipo ideológico, y otro el pluralismo ontológico, prepolítico. Aquel aparece como condición de posibilidad de construir la individualidad; éste, en cambio, como reto y obstáculo para construir esta individualidad y la universalidad del espacio jurídico que la constituye. En consecuencia, liberalismo y pluralismo no pueden pensarse como genéricamente compatibles, sin o que debemos deslindar el pluralismo soportable por el liberalismo de aquel otro que se muestra incompatible.
4. Proyecto universalista de ciudadanía.
El problema que venimos planteando es importante tanto en el plano práctico, político (estamos cuestionando nada menos que la posibilidad de que un orden liberal pueda asimilar el multiculturalismo, reto histórico principal planteado a nuestras comunidades políticas), como en el teórico, como revela su presencia en los principales debates de la filosofía política contemporánea. Refiriéndonos a éstos debates, basta citar como ejemplos las dificultades que tiene Rawls para acuñar una idea de “pluralismo razonable”, que no satisface a nadie, pero que revela el reconocimiento, insuficientemente explicitado, de que hay formas de pluralismo, llamémosles “no razonables”, que son excluidos del ámbito liberal como insoportables [10]. Podríamos también hacer referencia al concepto de “justicia plural”, de Walzer, que expresa en qué medida el pluralismo exige cambiar la noción liberal de justicia, liberándosela de su contenido redistributivo y asimilándola al reconocimiento [11]. Y también al debate feminista, especialmente al más radical, con su nítida opción de género [12]. Todos ellos, sin entrar en su valoración filosófica ni política, nos muestras las dificultades del pensamiento liberal para asimilar estas formas “pre-racionales” y “pre-políticas” de pluralidad.
Pero entre todos estos de bates filosófico políticos uno de los más transcendentes y vivos del presente, el que se da en torno a la calidad de la ciudadanía, es también un lugar privilegiado para analizar la consistencia y límites de la idea de un liberalismo pluralista. Con la peculiaridad de que en este caso se escenifica abiertamente el problema del liberalismo para pensar en su seno la diferencia ontológica de la multiculturalidad, de la diversidad étnica [13].
Es bien conocido que el discurso dominante sobre la ciudadanía sigue las tesis de T. H. Marshall [14], enfoque genuinamente liberal, con el objetivo explícito de diseñar una comunidad política integrada, de construir una unidad o identidad política, haciendo abstracción de las ocasionales determinaciones naturales, étnico culturales o prepolíticas de los individuos miembros, y sobreponiendo la identidad político jurídica como única, intrínseca, necesaria y suficiente al orden político. Es decir, Marshall piensa la identidad política como radicalmente diferente y ajena a otras formas de identidad, al tiempo que moralmente superior y políticamente suficiente para garantizar el orden y la vida en común.
Creo que esta es la clave de la propuesta de Marshall de ciudadanía universalista. En su seno, según la relevancia que den a uno u otro de los tres factores de la ciudadanía (pertenencia, derechos y participación), se configurarán las posiciones que hoy se disputan el suelo liberal: comunitarismo, liberalismo democrático y republicanismo cívico; pero tienen la misma raíz y el mismo techo, siendo dos variantes de la llamada ciudadanía universalista. Frente a esta línea ha surgido en los últimos tiempos otro proyecto de ciudadanía, que abandona la perspectiva de construcción del estado desde los individuos abstractos, sin determinación étnico-cultural o histórica, para asumir un escenario en el que el punto de partida son los individuos integrados en grupos, soportes de identidades prepolíticas de diversos carácter (étnica, cultural, lingüística, religiosa, etc.). En este nuevo escenario se rechaza la idea de ciudadanía universalista, fuertemente integradora, que hace abstracción de la diferencia, y se reafirma la pluralidad de identidades diferenciadas y, en las posiciones límites, inconmensurables. Unas veces se crítica la impotencia del modelo liberal para reconocer y salvaguardar las diversas formas de identidad prepolíticas [15]; otras veces, y esta es una crítica más frontal, se aportan razones morales, negando la supremacía de la identidad política sobre la identidad étnica o cultural, rechazando el orden de subordinación entre ambas, proponiendo un equilibrio cuando no una inversión en la dependencia. En conjunto, estas propuestas apuntan a la elaboración de un modelo de ciudadanía diferenciada.
De los múltiples modelos reivindicativos de la ciudadanía diferenciada el referente actual más sólido es el promovido por W. Kymlicka y W. Norman [16], que ellos llaman a veces “pluralismo crítico”, otras “pluralismo cultural”, y que pretende la integración de las minorías etnoculturales en el estado sin perder sus rasgos diferenciales propios. Tal vez la más potente descripción de esta concepción de la ciudadanía es la que nos ofrecen los textos de Will Kymlicka, en su renovada denominación de “ciudadanía multicultural” [17]. Se trata, insistimos en ello, de una propuesta de sociedad política liberal, cuyo modelo no sólo respete fuertemente las diferencias etnoculturales, sino que se comprometa, por fidelidad a los principios liberales, con la conservación de la pluralidad de identidades en el seno del estado.
Aquí sólo nos interesa este aspecto de la propuesta de Kymlicka, a saber, el presupuesto que subyace a su reflexión según el cual son los mismos principios liberales los que exigen la multiculturalidad del estado liberal. Sólo con este presupuesto se entienden afirmaciones suyas que, de otro modo, resultarían paradójicas. Por ejemplo, cuando argumenta que la identidad nacional o etnocultural es más favorable a la autonomía individual que la identidad política. Dice: “He sostenido, sin embargo, que la pertenencia de la gente a su propia cultura social tiene una gran importancia porque ayuda a efectuar una elección individual significativa y a sustentar la autoidentidad. Aunque los miembros de una nación (liberalizada) no compartan ya valores morales o formas de vida tradicionales, están profundamente vinculados aún a su propio idioma y a su propia cultura. De hecho, precisamente porque la identidad nacional no se apoya en valores compartidos (como dice Yael Tamir, en Liberal Nationalism, la identidad nacional se haya “fuera de la esfera normativa”), aporta un cimiento firme para la autoidentidad y la autonomía individual. La pertenencia cultural nos proporciona un marco de elección inteligible y un sentimiento firme de identidad y pertenencia, al que recurrimos cuando nos enfrentamos a cuestiones relacionadas con proyectos y valores personales. El hecho de que la identidad nacional no exija valores compartidos explica por qué las naciones son unidades apropiadas para la teoría liberal, ya que las agrupaciones nacionales proporcionan un ámbito de libertad e igualdad y una fuente de confianza y reconocimiento mutuos que pueden conciliar la disensión y las discrepancias inevitables respecto a las concepciones de lo bueno en una sociedad moderna” [18].
El pasaje de Kymlicka, interpretado de forma abstracta y descontextualizada, parece negar de raíz la tesis que venimos manteniendo en este artículo de las dificultades, si no de la incompatibilidad, entre liberalismo y pluralismo multicultural. Pero en rigor una mirada más atenta nos revela que Kymlicka ha dado un nuevo giro de tuerca al problema, abriendo un escenario de argumentación especial. En el fondo viene a decir que si el objetivo último de un estado liberal ha de ser proporcionar a los sujetos individuales unas condiciones de elección libre de su plan de vida, pues eso es la autonomía, ha de garantizar que, efectivamente, en la elección pongan en juego su subjetividad: subjetividad logocéntrica y universalista en el caso de los individuos cuyo yo se ha tejido en la civilización occidental, y subjetividad étnica y contextualista en el caso de los individuos que mantienen la identidad prepolítica como determinación fuerte de su personalidad. Sólo así el estado liberal cumpliría el principio de garantizar que cada uno elija en condiciones de igualdad –cada uno desde su identidad y opción de valor- su proyecto de vida. Y sólo así se entiende la prima facie extraña afirmación de Kymlicka según la cual la identidad nacional favorece la vida liberal, pues explicita el supuesto de que la nación es el macro apropiado para ejercer la individualidad sustantiva, es decir, la elección desde un tejido de valores.
A pesar de la novedad y del atractivo de esa nueva vía de reflexión, cara a lo que aquí nos preocupa la salida de Kymlicka nos interesa en tanto que ejemplifica las dificultades de pensar esa sociedad liberal multicultural. Sus disquisiciones de fina orfebrería son una buena muestra de los equilibrios que hay que hacer para evitar las salidas coherentes que nos asustan. Pensamos que ese discurso de Kymlicka debería llevarle en coherencia a la reivindicación de la independencia de cualquier nación o minoría etnocultural, a su constitución en comunidad política; solo así la identidad nacional, que sirve de soporte a la identidad política, puede cumplir su papel de apoyo a la construcción de la liberalización de las relaciones y de la identidad individualista (si dicha identidad nacional no subordina en exceso al estado volviéndolo integrista). En el seno del estado plurinacional la identidad nacional no opera necesariamente de forma individualizadora; al contrario, con frecuencia tiene el trágico destino de acabar enfrentándose a la individualización, que es el mecanismo de reproducción hegemónica de la identidad políticas estatal.
Creemos que una lectura amplia y atenta de los textos de Kymlicka, y de su misma evolución teórica, permite ver las dificultades de su proyecto de pluralismo político liberal, paradigma de todo modelo liberal que pretenda abarcar el multiculturalismo, es decir, de todo planteamiento que incluya la identidad o complementariedad entre liberalismo individualista y reconocimiento político jurídico de la pluralidad (etnia, género o nación). El atractivo desplazamiento teórico de Kymlicka, introduciendo una idea de autonomía comunitarista, pensando al sujeto vestido de identidades y valores, no es solución sino disolución imaginaria del problema. Dejando de lado los malabarismos discursivos, parece poco razonable olvidar que la posibilidad de unidad política liberal está en función directa de la capacidad del estado para tratar a los individuos como seres abstractos, sin adscripciones. Podemos encontrar propuestas alternativas a ese modelo liberal individualista; las hay y podríamos compartirlas con el autor canadiense si no se aferrara al modelo imposible de la “ciudadanía diferenciada”, que inevitablemente se teje en la red del pensamiento liberal, del que no hace intento alguno por salir. No negamos la posibilidad de una sociedad pluralista y multicultural pacificada; pero sí cuestionamos que esa sociedad pueda darse con fidelidad a los principios individualistas del liberalismo.
Nuestras dudas vienen avaladas por el mero hecho de que, dentro de esa misma línea de pensamiento regido por la idea de ciudadanía diferenciada, surgen posicionamientos críticos nada despreciables. Así, con posiciones más sensibles al conflicto inevitable entre determinación etnocultural e identidad política plurinacional, destaca la propuesta de pluralismo radical de Iris M. Young [19]. Aunque considera, con Kymlicka, la ciudadanía universalista e integradora como un atentado contra la genuina igualdad, en tanto que niega en la práctica los derechos de las minorías sociales y étnicas forzándolas a la homogeneización, Young de forma lúcida reconoce las dificultades de encontrar solución en el marco liberal; aunque de forma discreta, parece apuntar la imposibilidad de una sociedad liberal multicultural, lo que parece dar razón a la tesis que defendemos.
Pensamos que estas dificultades teóricas –que sin duda se reflejan en la realidad en las políticas siempre insatisfactorias puestas en práctica- avalan la necesidad de un desplazamiento radical de la perspectiva, que necesariamente ha de contemplar un doble horizonte: o bien reconocer que la sociedad consecuente y radicalmente pluralista debe buscarse fuera del marco liberal, que tanto cuesta abandonar; o bien renunciar al sueño de la sociedad pacificada, reconociendo el conflicto como inevitable e intrínseco al orden liberal, que ayer no pudo reconciliar las clases ni las naciones y hoy tampoco las razas, las etnias o los géneros. Comprendemos la resistencia a asumir el primer horizonte, ligado a una alternativa revolucionaria hoy inasequible incluso a la imaginación; pero es más difícil de entender que la filosofía silencia e invisibilice el segundo. La filosofía que ayer apostaba por la crítica y la negatividad como sus posiciones irrenunciables, hoy opta por lanzarse a ciegas en busca de formas positivas de pensar la armonía, la reconciliación, la paz social, olvidando que cuando el pensamiento se reconcilia con la positividad se reconcilia con su otro, se entrega a su otro, en definitivas, se niega a sí mismo. Nos parece que el reto principal que la realidad pone al pensamiento actual es el de asumir el conflicto, asumir su esencia irreductible, pensar en un orden social necesariamente escindido [20]; mientras el pensamiento esté fascinado por la reconciliación, por la armonía y la paz, estará huyendo de la realidad, poniendo guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro que ahogan la diferencia o soñando el sueño del cantonalismo en la indiferencia. A la visión pluralista, que mistifica y diluye el conflicto, deberíamos oponer la recuperación de la mirada dialéctica, que lo reconoce y asume.
5. Conclusiones provisionales.
No son necesarias más apelaciones para relacionar estos límites del pluralismo liberal con la ontología de fondo de la filosofía que lo sostiene, caracterizada por la más radical subjetivación de la realidad. Cuando en el discurso filosófico el mundo real-objetivo es sustituido por la representación del mundo, cuando la ley misma es vista como el acto más sublime de la subjetividad libre y autónoma autodeterminándose, es comprensible que en el discurso político las únicas identidades colectivas que se reconozcan sea las de tipo ideológico, de esencia subjetiva, pues responden a distintos puntos de vista, a distintos discursos, a distintos proyectos, a distintos deseos, etc. Lo que el discurso liberal no puede reconocer y, en consecuencia, rechaza de plano, es cualquier identidad que responda a una determinación exterior, no subjetiva; por eso no reconoce los géneros, las clases, las naciones, las etnias y, en general, cualquier limitación de las figuras jurídicas por algo que exceda y se imponga a la voluntad del individuo, algo que no sea una creación de la subjetividad.
El pluralismo liberal, por tanto, no puede confundirse con el pluralismo multicultural. Aquí no se trata de reconocer la pluralidad de individuos y la bondad de la misma, sino la pluralidad de pueblos o culturas como realidades sustantivas que determinan la subjetividad e identidad individual. Este pluralismo pone en escena nuevos protagonistas. El protagonismo del individuo es desplazado por el de la etnia, como totalidad sustantiva, que impone su límite (su identidad) al individuo y que exige un nuevo orden político, no estatal, no racional, no estructurado en el esquema individuos/universal, sino como unidad de identidades colectivas fuertes, objetivamente determinadas. La identidad étnica o cultural no tiene nada que ver con la propia de una asociación ideológica; en el espacio étnico la adscripción, la pertenencia, no se elige, no es voluntaria, no es abierta ni reversible; en rigor, no sólo se impone al individuo como determinación exterior de su yo, relación propia del liberalismo entre la patria y el individuo, sino como constitutiva del mismo.
Se comprende la reticencia que el multiculturalismo plantea a los pensadores liberales. Y se comprende también que éstos se sientan descolocados, porque, por un lado, no quieren posicionarse frente al pluralismo en ninguna de sus formas, obstinándose en pensarlo como culminación del liberalismo democrático; pero, por otro, no pueden aceptar una pluralidad jurídicamente relevante si ésta responde a determinaciones de una exterioridad. De ahí que, en lugar de establecer la línea de demarcación entre ambos tipos de pluralismo, se muevan en el discurso confuso de la tolerancia, la integración, el reconocimiento de la diferencia en la unidad, participación de la pluralidad en la construcción de la unidad, etc. Ambigüedad en el ámbito de la representación potenciada, en el plano de la realidad, por la confusión que se reproduce en la realidad social lanzada a la contradicción: su esencia capitalista determina su necesidad de mano de obra multiétnica y su tradición cultural y estatalista le empujan a rechazar una sociedad multiétnica.
La claridad, que siempre es un valor añadido del pensamiento, exige reconocer la diferencia radical entre los conceptos de pluralismo liberal y pluralismo multiculturalista. Si no se da es porque hay un factor oculto que impide esa clarificación de posiciones, en concreto, porque está en juego la crisis del estado nacional. Una crisis cuyas raíces hay que buscar en las profundas transformaciones del capitalismo que suelen evocarse con la metáfora de la globalización, en cuyo contexto habría que situar la aparición del multiculturalismo como opción política (pues la pluralidad cultural ha existido, subsistido y resistido largamente sin presencia política). Una crisis que la filosofía recoge en esa lucha tenaz por no abandonar el escenario liberal y, para ello, hacer concesiones al multiculturalismo. Lucha confusa, en la que el reconocimiento de la diversidad ontológica e incluso de su bondad no se traduce en reconocimiento jurídico de la misma; en la que tratan de reducir u ocultar la diferencia sustantiva entre la pluralidad puesta por la diversidad de asociaciones políticas o culturales liberales y la que ponen en escena las naciones o minorías étnicas; en fin, lucha confusa en la que se repite incansablemente el reconocimiento del “otro” en la medida en que sea individuo, sin querer aceptar que su otredad es, precisamente, su no individualidad.
Establecida así la tesis de la imposibilidad del léxico liberal para pensar con coherencia la sociedad liberal pluralista multicultural, queda sin duda en el aire la pregunta que no deberíamos silenciar: ¿es pensable otro orden político, no liberal, en el que esas diversidades fuertes sean reconocidas? Aunque ahora nos vemos forzados a silenciar las respuestas.